XIV
Aunque formasen parte de la familia, los huéspedes a quienes esperaban no dejaban de ser huéspedes y O-hisa desde la mañana retocaba una y otra vez los lirios del tokonoma, considerándolos desde ángulos distintos. Un poco después de las cuatro, cuando, a través de las persianas de bambú, vio una sombrilla que se destacaba bajo el follaje junto a la verja, se levantó rápidamente de la veranda y se dirigió al jardín.
—¿Han llegado? —preguntó el viejo al oír el ruido de las chinelas de madera de O-hisa; después de la siestecita, se entretenía en limpiar los arbustos de nidos de orugas.
—Sí, acaban de entrar.
—¿Viene también Misako?
—Me parece que sí.
—Bien, bien. Tú, mientras tanto, prepara el té —dijo con sequedad.
Siguió el sendero sembrado de grava hasta la verja principal:
—¡Hola! —gritó de buen humor dirigiéndose a los recién llegados—. Vamos, vamos a casa; debéis de haber pasado mucho calor.
—Sí, hemos tenido mucho calor —asintió Kaname—. Hubiese sido mucho mejor salir a primera hora de la mañana, pero no estuvimos a punto hasta mediodía.
—En cuanto empieza el buen tiempo nos sorprenden días así, como si estuviésemos ya a mediados de agosto. Por favor, entrad.
Kaname y Misako entraron en la casa detrás de él. La sombra de las tiernas ramas que lucían en un jarrón se reflejaba sobre la estera veraniega de bambú, fresca bajo sus pies sólo calzados con medias. Se advertía un ligero aroma de incienso —de hierbas quemadas, quizás— en toda la casa.
—Imagino que querréis refrescaros un poco antes de tomar el té. ¡O-hisa, trae un par de toallas frías!
El viejo, que a hurtadillas intentaba adivinar las intenciones de sus huéspedes, se dio cuenta de que la cara de Kaname estaba húmeda de sudor y el verdor de las hojas del jardín se reflejaba en ella. El jardín estaba sumido en una débil sombra de los árboles; la habitación estaba bastante oscura. Se sentaron en la veranda, junto a la puerta abierta que dejaba pasar la brisa.
—¿No sería mejor que les trajese toallas calientes? —preguntó O-hisa.
—Quizás sí —asintió el viejo—. Pero Kaname, quítate el haori.
—Sí, gracias… Por aquí hay mosquitos aun en pleno día.
—Cierto. «Cuando en Honjô no hay mosquitos es Año Nuevo», se dice por ahí. Pero éstos son tropicales, mucho peores que los de Honjô. Podríamos usar cualquier insecticida, claro, pero el aroma de incienso de crisantemos no es nunca tan desagradable.
—Pero dicen que el insecticida perjudica también al hombre —añadió O-hisa.
—Quizás se podría echar en el jardín —aventuró Kaname.
—¿Qué? No, no. Prefiero quemar semillas de crisantemo. Dejamos que ardan continuamente en una fuente de barro.
Como Kaname había previsto, el viejo no daba muestras de la consternación que su carta reflejaba. Estaba tranquilo, amable como siempre, como si casi no se diera cuenta de la presencia de Misako que se mantenía displicente fuera de la conversación. O-hisa, que forzosamente debía estar al corriente de todo, se mostraba solícita y pacífica como de costumbre: trajo las toallas, trajo el té y luego desapareció sin hacer ruido. No había rastro de ella en ninguna de aquellas habitaciones, abiertas y perfectamente visibles tras las sutiles cortinas de bambú.
—Os quedaréis a dormir aquí, ¿verdad? —preguntó el viejo.
—Claro…, aunque hemos venido sin ninguna idea precisa.
Kaname echó una ojeada a su mujer, que por primera vez protestó:
—Yo vuelvo a casa —dijo como desafiando—. ¿No podríais hablar de una vez y terminar pronto?
—Misako, déjanos solos un momento.
El silencio de la habitación fue interrumpido por un resoplido; mientras el viejo vaciaba las cenizas de su pipa, la llenaba de nuevo y la encendía acercando un tizón del pebetero, Misako salió de la estancia y se dirigió al piso superior, donde esperaba no tener que tropezarse con O-hisa.
—Miremos las cosas cara a cara, ¿no te parece mejor? —empezó a decir el viejo.
—Siento haberle dado motivo de preocupación. En realidad, si no le había hablado antes de este asunto era con la esperanza de que quizás no tuviésemos que llegar a esto, pero…
—Pero ahora estáis resueltos, ¿no es eso?
—Me temo que sí. He intentado que todo quedase claro en mi carta… Aunque tal vez haya algún punto que necesite aclaración…
—No, no; creo que lo he comprendido más o menos. Kaname, si quieres que te dé mi opinión en una palabra, he de decirte que estáis en un error.
Estupefacto ante un ataque tan directo, Kaname abrió la boca para decir algo pero el viejo continuó:
—Tal vez te parezca algo fuerte, pero ¿no crees que habéis llevado demasiado lejos eso que tú llamas ser razonable? Los tiempos son como son y supongo que no puedo impedir que trates a tu mujer como si fuese otro hombre. No debes sorprenderte por tanto al darte cuenta de que lo que tú imaginabas no corresponde a la realidad. Pero, dejemos los preliminares y vayamos a lo que interesa. Has dejado que Misako escogiera nuevo marido a modo de experimento, porque dices que tú no reúnes las condiciones requeridas; eso dices tú; pero tu postura es inverosímil. Hablas de modernismo, pero éstas no son cosas que puedan tratarse con esa libertad, con esa desfachatez.
—Si emplea usted ese tono, me será imposible discutir con usted.
—Atiende, Kaname. No creas que hablo de modo puramente sarcástico, siento muy de veras todo lo que te estoy diciendo. Antiguamente existían también parejas como Misako y tú; yo mismo me he encontrado en idéntica situación… Y no durante un año o dos, a veces hasta cinco años seguidos estuve sin acercarme a mi mujer. Pero ella simplemente aceptaba las cosas tal como eran y no hubo mayores complicaciones. ¡El mundo moderno se ha hecho mucho más complicado! La vida de ahora es más difícil… Si mandas una mujer derecho a la calle, aunque sea por puro experimento, y ella a medio camino descubre que se ha equivocado, el orgullo no la dejará volver atrás, por mucho que desee hacerlo. Habla si quieres de «libre elección», pero no hay tal «libre elección» en este asunto. No sé cómo serán esas mujeres del porvenir, pero Misako ha recibido una educación mitad a la antigua, mitad moderna y por eso su pretendido modernismo no es más que una débil apariencia.
—También yo soy así y porque los dos nos damos cuenta deseamos separarnos lo antes posible: en realidad es la situación más honesta.
—Kaname-san, sea dicho entre nosotros, si yo me encargo de Misako, ¿hay alguna posibilidad por tu parte de que vuelvas a considerar la situación? No voy a discutir más contigo, quizás porque los viejos deseamos la paz a cualquier precio, pero todavía quiero decirte una cosa: si Misako y tú no estáis hechos el uno para el otro, si te parece que vuestros caracteres no son compatibles, no te preocupes, a la larga acabaréis por entenderos. Pasará tiempo y te darás cuenta de que, después de todo, no os entendéis del todo mal. Fíjate en mí y en O-hisa: ella es mucho más joven y no puede decirse que formemos un matrimonio perfecto, pero cuando dos personas viven juntas, el afecto se desarrolla naturalmente y con él el entendimiento mutuo. ¿Podrías decirme en qué consiste, después de todo, el matrimonio? Claro que Misako te ha sido infiel y no puedo objetar nada ante eso.
—Por favor, eso nada tiene que ver con nuestro problema. Tiene mi permiso y no sería justo llamarla infiel.
—Pero la infidelidad sigue siendo infidelidad. Sólo hubiese deseado que hubieseis hablado conmigo antes de llegar tan lejos.
El silencio le pareció a Kaname la mejor respuesta a este blando reproche. Hubiese podido replicar de muchas maneras, pero el viejo no era tan irrazonable como para no haber comprendido las razones que el yerno le había expuesto. Tras aquellas palabras, latía la tristeza de un padre y Kaname sintió que debía respetarla.
—Reconozco que podría haber obrado mejor —empezó por fin a decir—. A veces me digo que hubiese sido mejor hacer eso o lo otro; pero ahora es ya demasiado tarde y lo principal es que Misako ha tomado una decisión.
La luz del sol se había extinguido; la sombra se había hecho muy espesa en los rincones de la habitación. El viejo se arrodilló, para abanicar el humo de los rescoldos de crisantemos; el perfil de sus rodillas, a causa del calor, tal vez, se marcaba muy preciso bajo las franjas de su kimono. Pareció parpadear, como si le escociesen los ojos. Quizás fueran imaginaciones de Kaname, quizás a causa del humo.
—Claro, tienes razón. No ha sido muy inteligente hablar primero contigo. ¿Querrías dejarme a Misako durante un par de horas?
—Estoy seguro de que no conseguirá nada. En realidad le aterraba la idea de tener que hablar con usted, ésa es la verdadera causa de nuestro retraso. Hubiéramos venido mucho antes, pero tuve que convencerla para que me acompañara: ha sido una verdadera batalla. Por fin accedió, pero dijo que su decisión estaba tomada y que sólo yo debía hablar con usted y oír todo lo que tuviese que decirnos.
—Pero, Kaname, aun admitiendo que se llegue al divorcio, no podéis prescindir de mí tan llanamente.
—Me canso de repetírselo; pero comprendo que esté descompuesta, nerviosa y que no quiera enfadarse con usted. Le gustaría que yo fuese el intermediario para obtener el consentimiento de su padre. ¿Qué le parece, pues? ¿La hago entrar?
—No; creo que O-hisa habrá preparado algo, pero me gustaría ir a comer con ella fuera de casa; no tendrás inconveniente, ¿verdad?
—No creo que sea fácil persuadirla.
—Lo sé; veré si lo consigo. Si no quiere venir, estaremos como antes; pero puede que quede en ella todavía algún deseo de complacer el capricho de un viejo.
Kaname parecía un poco nervioso. El viejo llamó a O-hisa y le dio instrucciones.
—¿Quieres llamar por teléfono al Hyotei? Que reserven una salita tranquila para dos.
—¿Para dos?
—Habrás preparado una comida para lucir todas tus habilidades y pienso que no estaría bien privarte de los dos huéspedes.
—¡Eso no está bien para el huésped que se quede! ¿No sería mejor que nos fuésemos todos?
—¿Qué puedes ofrecerle, a ese huésped?
—Nada bueno.
—¿Huevas de salmón?
—Podría hacerlas fritas, pero…
—¿Y qué más?
—Trucha al horno.
—¿Y después?
—Ensalada.
—Bueno, Kaname, no es un menú muy prometedor, pero puedes compensarlo con unas buenas copas.
—Pobre Kaname, le ha tocado el premio de consolación.
—Pero ¿qué dice?; la cocina de esta casa es muy superior a la del Hyotei. Me voy a dar un festín.
—¿Quieres pues sacarme un kimono? —El viejo empezó a subir las escaleras.
Kaname se preguntaba cuáles iban a ser los argumentos que emplearía su suegro, aunque creía que no serían muy distintos de los que él mismo había empleado para salir de Osaka: «Si le contrarías, perderás la última oportunidad de concluir el asunto sin más dificultades». Cualesquiera que fuesen los argumentos empleados, el caso es que unos quince minutos después, Misako bajaba las escaleras, sombría. Se retocó la cara al llegar a la puerta y sin una palabra salió delante de su padre.
—Hasta luego —dijo el viejo despidiéndose de Kaname y de O-hisa, que lo habían acompañado hasta el umbral.
Se puso un gorro de organza de seda y se calzó las sandalias sobre las medias blancas: estaba a punto de salir a escena.
—No tarden ustedes —dijo O-hisa.
—¡Uf! No lo creo… Ya le he hablado a Misako de ello, Kaname. Espero que esta noche os quedaréis aquí.
—Os vamos a dar muchas molestias… No es que no me guste quedarme.
—O-hisa, tráeme el paraguas. El calor es bochornoso, no me extrañaría que empezase a llover dentro de poco.
—Supongo que entonces tomarán ustedes un taxi —sugirió O-hisa.
—Nada de eso. Está demasiado cerca. Podemos ir andando.
—Que lo pasen muy bien —les deseó O-hisa que los había acompañado hasta la verja.
Luego siguió a Kaname hasta el salón, con un kimono de baño, de tela de rizo, en el brazo.
—¿Le gustaría tomar un baño ahora? Está a punto.
—Gracias, eres muy amable… pero no sé si tomarlo. Si me pudiese quedar aquí tranquilo… Pero si tengo que volver a Osaka esta misma tarde…
—Pero se quedarán esta noche, ¿no?
—Bah, quién sabe cómo terminará esto.
—No hable así. Como no va a tener una cena demasiado apetitosa, me gustaría que por lo menos tuviese apetito. Tome el baño, pues.
Hacía mucho tiempo que Kaname no entraba en aquel baño. Un baño típico de Kioto, tan chiquitín que a duras penas uno podía sentarse medianamente cómodo y tan desagradable, por el contacto de sus paredes de metal ardiendo, que uno, acostumbrado a la holgura de las cubas de madera de Tokio, no tenía la sensación ni siquiera de haberse dado un baño. Y la penumbra lo hacía aún más desagradable; la única ventanita, enrejada, estaba muy arriba, junto al techo y daba escasa luz incluso en pleno día. Quizás porque Kaname estaba acostumbrado a su cuarto de baño de mosaico, este del viejo le parecía una celda; y el agua, perfumada con clavo, le daba la idea de un baño medicinal, saturado de sedimentos. Misako sostenía que lo de los clavos no era más que un truco para disimular la suciedad del agua que no había sido cambiada durante quién sabe cuántos días, y ella, cuando le ofrecían tomar un baño siempre procuraba escabullirse. El viejo, sin embargo, se sentía orgulloso de su «baño de clavo»: era una atención especial que dedicaba a sus huéspedes preferidos.
Según su filosofía escatológica, el viejo sostenía que el cuarto de baño y el retrete de color blanco eran una estúpida idea de los occidentales. «Exponer ante uno las inmundicias propias, con la excusa de que nadie lo ve, denuncia una falta absoluta de sensibilidad y de buen gusto. ¡Cuánto mejor disponer para este menester del rincón más oscuro!». Y pretendía que el retrete estuviese siempre lleno de tiernas cortezas de cedro, ya que tenía la extraña convicción de que un cuarto de baño de puro estilo japonés debe tener ese olor delicado y característico, que le da un aire de gran refinamiento. Aparte el WC, O-hisa se lamentaba a menudo de la penumbra del cuarto de baño. En cuanto a los clavos, objetaba que ahora estaba a la venta la esencia de clavo y que bastarían unas gotas para perfumar el baño; pero el viejo no estaba contento si no llenaba una bolsita de clavos que dejaba sumergida en la bañera, a la antigua usanza.
—A veces se ofrece a frotarme la espalda, pero está todo tan oscuro que acaba confundiendo lo de delante con lo de atrás —recordó Kaname que O-hisa le había dicho en cierta ocasión.
Los ojos de Kaname se posaron en una bolsita de salvado, el antiguo sustitutivo japonés del jabón, que colgaba de una columnita.
—¿Cómo va? —La inconfundible voz de O-hisa le interpelaba desde afuera mientras añadía leña al calentador.
—Estupendo. Pero, si no fuera demasiada molestia, ¿querrías encender la luz?
—¡Oh! ¡Qué descuido!
La iluminación —sin duda para ello debía de haber también buenas razones— consistía en una bombillita pequeña que no servía más que para intensificar el aspecto lóbrego del estrecho recinto.
Apenas Kaname se quitó el kimono para meterse en el agua, su cuerpo quedó envuelto materialmente por una nube de mosquitos: sin lavarse previamente, se frotó el sudor lo mejor que pudo y empezó a enjabonarse con los clavos. Los mosquitos zumbaban alrededor de su cara y de su cuello. A pesar de la oscuridad que reinaba en el interior, parecía que en el jardín lucía todavía la última claridad de la tarde, y las hojas de los plátanos, a través de la alta ventana enrejada, daban un reflejo verde más claro y más fresco que a pleno día, como a través de una seda. Por un momento Kaname tuvo la sensación de encontrarse en lejanas montañas. Recordó que el viejo decía con orgullo que podían oírse los cuclillos en el jardín y prestó oído atento, con el deseo de oírlos precisamente en aquel momento: oyó únicamente una rana, que en alguna charca lejana anunciaba la lluvia, y el zumbido incesante de los mosquitos… ¿Qué harían el viejo y Misako en la salita del restaurante Hyotei? El viejo se había mostrado reservado, pero había dejado entender que podía ejercer definitivas presiones sobre su hija en cuanto estuviesen a solas. Kaname experimentó un poco de aprensión; pero no llegó a borrar aquel ligero alivio que sintió al verlos salir juntos.
Mientras se enjabonaba, empezó a soñar despierto que había vuelto a casarse, y que aquélla era su nueva casa, donde había empezado su nueva vida. Verdaderamente —se dijo—, debe de existir algún recóndito motivo, insospechado, para que en estos últimos meses haya buscado así la compañía del viejo. Había estado abrigando un sueño en secreto, un extraordinario sueño, sin aceptarlo y sin condenarlo…, tal vez porque O-hisa representaba para él más una abstracción que una mujer específica. En efecto, le era indiferente que se tratase de aquella O-hisa que atendía al viejo y de cualquier otra mujer perteneciente al mismo tipo. La O-hisa que buscaba en su sueño secreto podía no ser O-hisa sino otra más cercana al tipo O-hisa que la misma O-hisa. Y pudiera aún ocurrir que esta última O-hisa no fuese más que una muñeca, una muñeca inmóvil en la oscuridad de una habitación tras el arco de un escenario. Una muñeca podría bastarle.
—Me siento mucho mejor —dijo Kaname en voz alta como si esperase así disipar aquellos fantasmas. El kimono de rizo en la piel le produjo una sensación de frescor.
—Ha debido de estar incómodo en ese baño tan sucio.
—Al contrario, un baño perfumado de clavo hace bien de vez en cuando.
—Un cuarto de baño como el suyo, me temo que no iría conmigo.
—¿Por qué dices eso?
—Todo tan blanco y pulido… para una persona tan hermosa como su esposa supongo que no importa, pero…
—¿Tan hermosa te parece mi mujer? —Una nota de resentimiento y de burla contra su esposa ausente se traslucía en el tono de Kaname. Vació de un trago la última copa de sake que O-hisa había llenado para él—. ¿Por qué no bebes conmigo?
—Gracias. Si así lo quiere, acepto.
—Estas huevas de salmón son excelentes… A propósito, ¿cómo van tus canciones?
—Oh, ¡qué aburrimiento!
—¿Ya no sigues practicando?
—Sí, aún, pero… ¿Y el naga-uta de su esposa?
—Bueno, supongo que ha terminado ya los cursos y que ahora se dedica al jazz.
O-hisa espantó con el abanico una polilla de la mesita de laca clara; el soplo de aire se insinuó bajo el kimono de Kaname. Un olor de setas, primicias de la estación, emanó de la sopa. En el jardín era ahora noche cerrada y el croar de las ranas se había convertido en clamor.
—Me gustaría también aprender el estilo de Tokio, el naga-uta.
—Deberían reprenderte por pensar así. Y me temo que yo me uniría a la reprimenda. No tienes idea de lo bien que te va a ti el estilo de Osaka.
—No es que no quiera aprenderlo, pero el maestro es un verdadero problema.
—Veamos, vas a casa de un maestro de Osaka, ¿no?
—Eso es, pero me refería más bien al maestro que tengo en casa…
Kaname se rió.
—No puedo más: siempre discursos, discursos…
—Todos los ancianos son así. —Kaname se rió otra vez—. Me has recordado algo que he visto en el cuarto de baño; ¿usas todavía esa bolsita de salvado?
—Claro. Él usa jabón, pero a mí no me deja: dice que la piel de la mujer se estropea.
—¿Y los excrementos de ruiseñor?
—También continúo usándolos, aunque no me han hecho la piel ni una pizca más blanca.
Kaname terminaba de cenar y terminaba también su segunda botellita de sake; O-hisa le llevaba una fuente de lu-kuat[26] cuando sonó el teléfono. Corrió a cogerlo, dejando un lu-kuat a medio pelar en un platito de cristal antiguo.
—Sí, sí… Bueno, ya se lo diré.
Kaname podía oírla en el recibidor. Al cabo de un par de minutos estuvo otra vez de vuelta.
—Dice que Misako se quedará también y que no tardarán en estar aquí.
—¿De veras? Y ella había dicho que no… Me parece que hace una eternidad que no duermo en esta casa.
—Hace mucho tiempo.
Más bien hacía mucho tiempo que Misako y Kaname no habían dormido solos. Hubo dos o tres noches, es verdad —las únicas después de muchos años—, aquellas en que Hiroshi estuvo en Tokio con Takanatsu; pero su sensibilidad conyugal estaba tan apagada que, aun echados uno al lado de otro, habían sido capaces de dormir profundamente con completa indiferencia, como dos extraños que por casualidad duermen juntos en una posada. Kaname sospechó que el viejo había obligado a Misako a dormir aquella noche en su casa con un plan preconcebido: esperaba un arreglo. Esta benévola intención era algo desconcertante, pero no le indujo a buscar una escapatoria. En el estado actual de las cosas, el hecho de que pasasen una noche juntos, no tenía importancia.
—¿Verdad que hace más calor? —dijo Kaname—. No hay ni un soplo de viento.
Miró más allá de la veranda, donde el humo de los crisantemos se elevaba alto y derecho, inmóvil en el aire. La brisa del jardín había cesado y el abanico de O-hisa estaba caído en su regazo, como olvidado.
—El cielo se ha cubierto de nubes. Quizás lloverá.
—Puede ser. ¡Ojalá llueva!
En el jardín, por encima de las hojas inmóviles, aparecía una estrella aquí y allá entre las nubes. Por un momento creyó oír la voz de su mujer, como un presentimiento, discutiendo con el padre; en aquel mismo instante tuvo la sensación de que en un ángulo de su íntimo pensamiento existía una determinación más fuerte que la de su mujer.
—¿Qué hora será?
—Las ocho y media, seguramente.
—¿Tan temprano y hay tanto silencio?
—Sí, todavía es pronto, pero pienso que querrá irse a descansar. No falta mucho para que lleguen.
—¿No te pareció por lo que te dijo en el teléfono que la discusión iba por mal camino? —preguntó Kaname, más interesado por conocer la opinión de O-hisa que por saber lo que el viejo había dicho.
—¿Quiere que le traiga un libro o alguna otra cosa para leer?
—Gracias. ¿Qué acostumbras a leer?
—Él trae viejos libros ilustrados con antiguas xilografías y me dice que haría bien en leerlos, pero no me interesan esos viejos libros llenos de polvo.
—¿No lees revistas femeninas?
—Dice que si tengo tiempo que perder en semejantes bobadas, es mejor que lo emplee haciendo caligrafía.
—¿Qué modelo tienes?
—Los cuadernos Ryûshun.
—¿Ryûshun?
—Y luego los de Chito: el método O-ie.
—Ya. Bueno, déjame echar una ojeada a cualquiera de vuestros libros.
—¿Qué le parecería una guía ilustrada de los lugares famosos?
—Seguramente será mejor.
—Entonces vayamos a su anexo. Lo tengo todo a punto.
O-hisa se dirigió hacia un pasillo cubierto que comunicaba con el anexo del jardín. Al abrir la puerta corredera de papel de la habitación contigua a la del té, Kaname oyó el susurro inconfundible de una mosquitera en la oscuridad. Una ráfaga de aire fresco atravesó la puerta abierta.
—Parece que se ha levantado otra vez un poco de viento, ¿no?
—Por eso será que de pronto he notado frío —contestó Kaname—. No tardará mucho rato en caer un chaparrón.
El frufrú de la mosquitera se dejó oír otra vez, ahora no a causa del viento. O-hisa se adentraba en la habitación, buscó a tientas junto a la cabecera de la cama dispuesta para Kaname, y dio la vuelta al interruptor.
—¿Voy a buscarle una bombilla más fuerte?
—No hace falta; los caracteres de los libros antiguos son siempre muy grandes. Podré leer bien con ésta.
—Supongo que prefiere que le abra los postigos; si no, tendrá demasiado calor.
—Sí, por favor. Ya los cerraré más tarde.
Después que O-hisa hubo salido, Kaname se deslizó bajo la mosquitera. La habitación era pequeña y la mosquitera la hacía aún menor; los dos lechos casi se tocaban. Era algo insólito para Kaname. En casa, en verano, Misako y él disponían de una mosquitera muy grande y dormían uno a cada extremo con Hiroshi entre ellos.
Kaname encendió de buena gana un cigarrillo y luego, perezosamente, se echó boca abajo; luego buscó con la mirada, al otro lado de la tenue cortina, el cuadro que debía ocupar el tokonoma: parecía más ancho que alto, de colores desvaídos, quizás un paisaje. Pero con la luz en el interior de la mosquitera, el resto de la habitación quedaba en una profunda penumbra y no era posible distinguir los detalles del cuadro. Debajo, en un hueco, había algo parecido a un pebetero de porcelana azul y blanca. Flotaba un tenue perfume de incienso en la habitación —lo notaba ahora por primera vez, una fragancia de ciruelo, pensó—. De pronto le pareció ver la cara de O-hisa en una esquina oscura, al lado de su cama. Se incorporó pero se contuvo: era la muñeca que el viejo había traído de Awaji, una cortesana vestida con un sobrio kimono a lunares negros.
Una fresca ráfaga de viento entró por la ventana abierta e inmediatamente empezó a llover. Kaname oía las pesadas gotas caer contra las hojas. Se incorporó sobre un codo y fijó la vista en las oscuras profundidades del jardín. Una ranita verde que buscaba refugio de la lluvia saltó contra la mosquitera ondeante: su vientre reflejaba la luz de la cama.
—Por fin ha llegado la lluvia.
Tras la puerta corredera abierta, con media docena de libros japoneses bajo el brazo, aquella imagen en las sombras, pálida, al otro lado de la mosquitera, no era una muñeca.
* * *