IX

Con el tordo

cantaré remontando el río

y al encuentro de la primavera hasta Mikayo iré.

O-hisa, acompañándose con el shamisen en el tono bajo requerido, cantaba una canción popular de Osaka, Ayaginu. En general, la canción popular de Osaka es tosca y ordinaria, pero aquélla, precisamente, tenía algo que al anciano le gustaba mucho. Algo, quizás, de la vivacidad de Tokio y que, siendo él hijo de Tokio, por mucho que se hubiese «entregado» a Osaka, no podía dejarle indiferente. Y además también, como él acostumbraba a puntualizar, el estribillo que se repetía entre las estrofas, al principio parecía vulgar pero, escuchando atentamente, se adivinaba profundo como el rumor del río Yodo.

Resguardado del viento del norte

por las llorosas ramas del sauce,

paseo, insólito paseante

—¡cuántas veces, todavía,

arriba y abajo!—

por el camino de Hachikenya.

Muy juntos toda la noche

permanecemos. ¿Qué es lo que nos despierta?

¿Los gallos de Amijima?

¿Las campanas de Kanzanji?

En el piso superior, a través de la ventana abierta, se veía el puerto envuelto en el crepúsculo y separado de la casa tan sólo por el paseo del muelle. Un vaporcito que ostentaba el nombre de Kitanmaru, tal vez uno de los que hacían la travesía del estrecho, se disponía a zarpar. Era un barquito de no más de cuatrocientas o quinientas toneladas; la popa casi dio contra el dique cuando la proa giró; tan estrecho era el muelle. Kaname, sentado en la veranda, contemplaba el rompeolas de cemento, pequeño y delicado como un terrón de azúcar. En el extremo de éste, había un faro igualmente diminuto, encendido ya, a pesar de que en el mar languidecía todavía el pálido oro del atardecer. Dos o tres hombres pescaban al pie de ese faro. La escena no tenía nada de extraordinario, pero se desprendía de ella ese ambiente meridional que no se encuentra en las cercanías de Tokio. Kaname recordó que, debía de hacer ya veinte años, en cierta ocasión, hizo una visita a un pueblecito de la costa norte de Tokio. En cada uno de los dos promontorios que delimitaban el puerto había un faro, y en el paseo del muelle se alineaban los lugares de diversión; la imagen le quedó grabada como el verdadero modelo de una pequeña ciudad marinera. Pero en contraste con la corrupción de aquel puerto del norte, este puerto meridional era festivo, cálido, rebosante de alegría de vivir.

Como casi todos los hijos de Tokio, Kaname sentía predilección por la vida hogareña, y en la veranda de un desconocido albergue, con sólo un kimono de algodón puesto, casi se rió al pensar que una simple excursión al otro lado del brazo de mar que conducía a la pequeña isla del Mar Interior, casi en el mismo puerto de Kôbe, constituía para él una gran expedición. No se había mostrado demasiado entusiasta, a decir verdad, cuando el anciano le invitó a ir, con él y con O-hisa, en peregrinación a los célebres «treinta y tres santos lugares de Awaji». Preveía que iba a resultar un viaje agitado y decidió rehusar, no queriendo tampoco convertirse en un estorbo.

—Anda, vente. No hay que tener tantos escrúpulos —le había dicho el anciano—. Nos detendremos un par de días en Sumoto y veremos el Jôruri de Awaji, que se supone es el teatro de marionetas antecesor del Bunraku. Luego, vestidos de peregrinos, visitaremos los santos lugares. ¡Acompáñanos por lo menos hasta Sumoto!

A la presión del viejo se unió también la de O-hisa; y Kaname, recordando la grata impresión que le habían producido las marionetas de Osaka, sintió curiosidad por ver las de Awaji.

—¡Apasionante! Y tú puedes también disfrazarte de peregrino —le dijo Misako con el ceño fruncido.

Cuando imaginaba a la frágil O-hisa convertida en una atractiva peregrina del Kabuki y a su lado el anciano con la campanilla, entonando un cántico de un lugar santo a otro, Kaname no podía evitar cierto sentimiento de envidia. El viejo sabía escoger los placeres. Kaname había oído decir que no era raro que los hombres refinados de Osaka vistiesen de peregrina a su geisha favorita e hiciesen con ella todo el recorrido de Awaji una vez al año. El anciano, encantado con la idea, proclamó que aquél sería el primero de una serie de años. O-hisa, pensando en las escoceduras que el sol iba a producir en su piel, se mostró menos entusiasta.

—¿Cómo decía eso que estabas cantando: Después de una noche de reposo en Hachikenya…? ¿Dónde está eso? —preguntó Kaname.

O-hisa dejó la púa de cuerno pulido. El anciano estaba recostado ante su copa roja de laca; a pesar de que era un caluroso día de mayo se había echado un haori azul oscuro sobre el kimono de algodón y con la mano palpó la botella de sake que había puesto a calentar junto a una débil llama.

—Eres de Tokio, naturalmente; por eso no conoces Hachikenya —se interrumpió para coger la botella de sake—. Antiguamente las barcas que remontaban el río Yodo, por Kioto, partían del puente Temma de Osaka y el embarcadero se hallaba más arriba, precisamente en Hachikenya.

—Ahora entiendo; conque dormiremos en Hachikenya. Y Amijima está en el río, un poco más arriba; eso explica lo de los gallos.

—Exacto. Lo mejor de esa canción es que es corta; las canciones populares de Osaka acostumbran a ser tan largas que dan sueño. Pero ésta es lo suficiente corta para mantener el interés.

—¿Qué dirías de otra canción, O-hisa?

—No, no las interpreta bien —se opuso el viejo—. Cuando una muchacha interpreta una de esas canciones, resulta relamida. El shamisen ha de ser más sobrio, más duro, se lo digo siempre, pero ella no lo entiende; toca una canción como si se tratase de una pieza de concierto.

—Puesto que yo las estropeo, toque usted algo —sugirió O-hisa.

—No, no. Sigue. Escucharemos otra.

—No veo por qué… —balbuceó O-hisa con un gesto de niña mimada mientras se disponía a afinar el instrumento.

O-hisa debía complacer cualquier capricho del anciano, que nunca quedaba satisfecho. Él, sin embargo, le prodigaba su afecto como al mejor de sus tesoros, y ponía todo su empeño en refinarla en muy variados campos: en el arte, en el vestir, en la cocina, a fin de que, a su muerte, pudiese elegir marido con facilidad. Sin embargo, analizando mejor las cosas, era muy poco probable que aquella suerte de adiestramiento, totalmente a la antigua, fuese de alguna utilidad para una muchacha joven. O-hisa sólo asistía a representaciones de marionetas y no comía otra cosa que poco sustanciosas golosinas japonesas, lo que hacía difícil creer que con eso sólo se considerara satisfecha. Forzosamente, de vez en cuando, desearía ir al cine o comer un buen bistec. Kaname admiraba la capacidad de resignación que la muchacha tenía para soportar todo aquello con paciencia, lo cual era propio del temperamento típico de los nativos de Kioto, pero al mismo tiempo se le hacía muy difícil comprender lo que pasaba por el interior de un espíritu tan sumiso. Una vez, por ejemplo, el viejo se empeñó en que O-hisa aprendiese el arte de disponer las flores en jarros, deseo que fue pronto sustituido por el de que aprendiese a cantar canciones populares antiguas: una vez a la semana, los dos iban a casa de uno de aquellos virtuosos maestros de música ciegos, que vivía en un suburbio del sur de Osaka. También esto obedecía a una manía del viejo, que iba hasta Osaka, a pesar de que en Kioto había excelentes maestros. Pero, seguramente porque lo había observado en algún biombo de Matabei[15], decía que el shamisen debía apoyarse en el costado, como se hacía en Osaka, y no sobre las rodillas. Añadía que encontraba un encanto especial en la contemplación de una muchacha sentada sobre un almohadón con el cuerpo ligeramente torcido para sostener así el shamisen; evidentemente, no pudiendo esperar una maestría impropia de la edad de la muchacha, su máximo placer consistía en contemplarla más bien que en escucharla.

—No digas que no; anda, canta otra —dijo Kaname.

—¿Qué prefiere?

—Lo que quieras, algo que yo conozca, si puede ser.

—Entonces ¿qué te parece Nieve? —intervino el anciano ofreciendo al huésped una copa de sake—. Seguramente Kaname-san la conocerá.

Nieve y Pelo negro son casi las únicas que sé.

Mientras escuchaba la música, a la mente de Kaname vino un recuerdo de su infancia. Antes del terremoto, las casas del barrio comercial de Kuramae, en Tokio, allí donde él se había criado, tenían portales de reja como las tiendas del barrio Nishijin de Kioto, y eran tan estrechos que las casas, vistas desde afuera, parecían mucho más pequeñas de lo que en realidad eran. Desde el portal, una habitación seguía a otra hasta llegar a un patio o jardín interior flanqueado por un corredor que conducía a las habitaciones donde la familia pasaba el día. A derecha e izquierda, las casas estaban construidas siguiendo el mismo plan, de modo que, si se miraba al exterior desde el piso de arriba, se veían una serie de patios interiores y jardincillos con verjas terminadas en espiga a ambos lados… El antiguo barrio de los comerciantes, recordaba Kaname, era un barrio maravillosamente tranquilo, por apretado que estuviese el vecindario. La memoria, como es natural, se había empañado con los años, pero a él le parecía que en aquellos tiempos jamás oyó ruido alguno procedente de una casa vecina. Era como si no viviese nadie tras aquellas vallas; todo tan callado, tan plácido, tan falto de voces humanas que daba la impresión de que uno se había adentrado en el castillo samurái de una perdida ciudadela.

Alguna rara vez, Kaname no sabía cuándo, el eco de una voz de muchacha se dejaba oír acompañada de los arpegios de un koto[16]. Oyó decir que era Fu-chan, una muchacha que tenía fama de bonita y a la que Kaname no había visto nunca. Un día, sin embargo —debía de ser en verano— estando Kaname asomado a una ventana del piso superior, vio inesperadamente la carita pálida de una muchacha. A la luz del crepúsculo, llevó un almohadón a la veranda y se sentó, apoyando la espalda contra la puerta abierta. Levantó la vista al cielo oscuro, que parecía estar apoyado sobre pilares de mosquitos, y como por casualidad se volvió hacia él que, con el corazón infantil sobrecogido por tanta belleza, se retiró inmediatamente de la ventana, aterrado, sin ni siquiera retener una imagen clara de los rasgos de la muchacha. Una turbación, demasiado vaga para definida, ocupó los sueños del niño: quizás fuese aquél el germen de aquella tendencia suya a idealizar a la mujer, que había llamado la atención de Takanatsu.

Ni siquiera ahora tenía idea de la edad que entonces pudiera tener Fu-chan, porque a un niño de siete u ocho años, una muchacha de catorce o quince puede parecerle de veinte. Además, la esbelta silueta tenía un aire de madurez que le persuadió de que debía de ser mucho mayor que él. Y aún había más: sobre las rodillas, la muchacha tenía una bolsita con tabaco y en la mano una pipa larga, si no recordaba mal. Pero en aquellos tiempos, en las mujeres de Tokio sobrevivía aún algo de la bizarría, de la llaneza de la antigua Edo —su misma madre, por ejemplo, se acostumbraba a remangar las mangas del kimono cuando hacía mucho calor— y por tanto el hecho de fumar no constituía una prueba segura de que una mujer fuese adulta.

La familia de Kaname se trasladó a Nihonbashi unos cuatro o cinco años más tarde y de Fu-chan no guardó más que aquella imagen fugaz; pero a partir de entonces prestaba gran atención a los arpegios de koto y a los cantos que acostumbraba a acompañar, hasta que averiguó por medio de su madre que el motivo preferido por la muchacha se titulaba Nieve. Era una canción compuesta originariamente para koto, aunque con frecuencia se acompañaba también con el shamisen y en Tokio se la conocía por «la canción de Kamigata»[17]. Hacía tiempo que Kaname no había tenido ocasión de escucharla y conservaba de ella un recuerdo muy vago, cuando, casi cinco años después, durante un viaje de placer por el mismo Kamigata, volvió a escuchar aquella melodía. Asistía a una representación de danza Gion[18] en una casa de té y se sintió envuelto en una ola de nostalgia al reconocer en una de las danzas la melodía de Nieve, cantada por una vieja geisha de unos cincuenta años, de voz blanda y tristona, propia de su edad; el shamisen con que se acompañaba sonaba ronco —quizás con la característica ronquera que el padre de Misako tanto recomendaba—. Comparándola con la de la vieja, la interpretación de O-hisa parecía demasiado melindrosa, falta de aquella sugestiva rudeza. Pero la Fu-chan de aquellos primeros años había cantado también con la misma voz atiplada de O-hisa; y además la tonalidad aguda del shamisen de O-hisa le recordaba más la armonía del koto que aquel tono apagado del auténtico shamisen de la vieja.

El shamisen de O-hisa era desmontable, es decir, el mango se separaba y se metía en el cuerpo del instrumento. Cuando salían de excursión, el viejo nunca lo olvidaba y forzaba a O-hisa, a pesar de su resistencia, a tocar para él. Escogía de preferencia la sala de alguna posada, pero si el viejo estaba de vena era capaz de hacerle dar un concierto lo mismo en una casa de té del centro de la ciudad, atestada de gente, que bajo un cerezo en flor. El año anterior habían descendido en barca por el río Uji, bajo la luna llena de octubre… y el viejo había atrapado un buen resfriado.

—Ahora le toca a usted. —O-hisa tendió el shamisen al anciano.

—¿Has comprendido la letra, Kaname?

El viejo tomó el shamisen con indiferencia fingida y lo afinó de nuevo en un tono más grave, sin poder disimular el placer que le proporcionaba tocar ante un auditorio. Posiblemente porque habría practicado el instrumento antes de dejar Tokio, tenía cierta habilidad en interpretar las canciones populares de Osaka, pasatiempo al que se dedicaba desde hacía sólo algunos años. Un aficionado podía disfrutar escuchándole. Enormemente orgulloso de sí mismo, el anciano entorpecía el aprendizaje de O-hisa repitiéndole consejos y corrigiéndole como acostumbran a hacer los grandes maestros.

—Creo que lo he comprendido vagamente, pero quizás me encontraría con dificultades si quisiera interpretarlo gramaticalmente.

—Exacto… Los compositores no piensan en la gramática. Si uno comprende lo que tienen en su corazón, ya basta. La vaguedad a su modo es también muy rica. Mira, por ejemplo. Y empezó a cantar:

Estancado como este pantano,

como las aguas de Nozawa

descansa mi corazón inmóvil,

aunque sea sólo un minuto,

a la luz de la luna que entra por mi ventana.

—«Mientras vivamos en un mundo tan vasto…» y así continúa. Esta primera parte se refiere a un amante que visita a su amada, furtivamente, de noche. En vez de un relato directo, habla de la luna que entra por la ventana. ¿Y no es en realidad mucho más hermoso insinuar así las cosas? O-hisa lo canta sin pensar en lo que las palabras significan y por eso pierde todo su carácter.

—Ahora que me lo ha explicado usted, comprendo que el significado no puede ser otro; pero dudo que haya mucha gente que lo entienda, incluso entre los que conocen bien la canción.

—El verdadero encanto de estas canciones se debe a que el compositor no se preocupó de si la gente lo iba a entender o no. Claro que, como en su mayoría las canciones fueron compuestas por músicos ciegos, no es de extrañar que tengan un sentido oscuro y retorcido.

El viejo no quería nunca cantar a menos de estar un poco bebido; como entonces había llegado precisamente a ese momento, entornó los ojos y se abandonó a una larga exhibición como si se hubiese convertido él mismo en un trovador ciego.

Como tanta gente a su edad, el viejo acostumbraba a acostarse temprano y a levantarse temprano también. A las ocho estaba ya en cama y O-hisa se disponía a hacerle el masaje. Kaname se dirigió a su habitación, atravesando el vestíbulo, todavía bajo la pesada influencia del sake. Esperaba poderse meter en cama temprano gracias a aquella modorra que le proporcionaba el sake y al calor de las mantas, pero acostumbrado como estaba a ir de noche de un bar a otro y acostarse siempre muy tarde, no pudo conciliar el sueño. Por su modo de ser, siempre había deseado tener una alcoba independiente, para él solo. Ante la imposibilidad de dormir tranquilo por los continuos sollozos de su mujer, a veces había recurrido a alguna posada de Hakone o de Kamakura para recuperar el sueño perdido por la forzada vela y también para satisfacer aquel deseo íntimo de dormir solo. Ahora que Misako y él vivían cada cual su propia vida, se le había hecho posible dormir junto a ella felizmente y ahora que por primera vez en mucho tiempo tenía una alcoba para él solo, se dio cuenta de que las apagadas voces de O-hisa y el viejo eran mucho más fastidiosas que la presencia de su mujer.

El tono de aquel íntimo coloquio, bajo como en un bisbiseo, hacía pensar en una persona distinta del anciano que se mostraba a la luz del día: afectuoso, susurraba las palabras como si fuesen secretos, tal vez por delicadeza para con Kaname. Una rítmica y sorda pulsación hacía vibrar el suelo y se transmitía hasta su almohada: el interminable masaje de O-hisa en el cuerpo del viejo.

El viejo hablaba y O-hisa le respondía con monosílabos, intercalando de vez en vez una frase, al final de la cual Kaname podía oír la cadencia de Kioto. Aunque generalmente se apoderaba de él un sentimiento de envidia en presencia de matrimonios felices que le impulsaban a hacer comparaciones con el que Misako y él formaban, siempre acostumbraba a mezclarse la envidia con un cierto sentimiento de altruismo. Pero en aquel caso, por el hecho de tener O-hisa treinta años menos que el viejo, se sentía más bien molesto, a pesar de que estaba preparado a aceptarlo. Pensó cuánto más contrariado se sentiría si el viejo fuese realmente su padre, y entonces no le costó nada comprender la profunda antipatía que Misako experimentaba hacia O-hisa.

El viejo parecía haberse quedado dormido. Kaname podía oír su tranquila respiración, y al mismo tiempo el rítmico masaje de O-hisa, que continuó hasta eso de las diez. Cuando se apagó la luz de la habitación contigua, Kaname encendió la suya. Al no encontrar mejor perspectiva, empezó a escribir postales en la cama: una ilustrada para Hiroshi con una corta nota, y otra para Takanatsu, dirigida a Shanghái, con siete u ocho líneas apretadas al lado de una vista del estrecho de Naruto.

¿Cómo te va? Nuestras cosas, después de tu partida, quedaron oscuras y confusas como siempre. Misako sigue yendo a Suma. Yo estoy en Amijima como huésped del viejo de Kioto que me prodiga continuas demostraciones de afecto. Misako detesta a O-hisa, pero yo admiro su abnegación, a pesar de que hace que me sienta incómodo. Si encontramos una solución te lo haré saber, aunque me es totalmente imposible predecir cuándo será.