VI

Eran casi las diez y Misako continuaba en la casa, sosegada, escuchando los ruidos que le llegaban del jardín. Parecía que Hiroshi estaba jugando con el nuevo perro: —¡Lindy! ¡Lindy!, ¡Peonía! ¡Peonía! —gritaba una y otra vez. Peonía era una perrita de pastor irlandés que habían comprado hacía un año en una perrería de Kôbe y que debía este distinguido nombre al hecho de que las peonías estaban en flor cuando llegó a la casa.

—No, así no. —Era la voz de Takanatsu—. Así no conseguirás que se hagan amigos más pronto. Déjalos solos y vas a ver como se hacen amigos.

—Pensaba que macho y hembra no se peleaban nunca. —Era la voz de Hiroshi.

—Acaba de llegar, llegó ayer. Dale tiempo.

—Si pelean, ¿cuál crees que va a ganar?

—Puede ganar cualquier de los dos. Precisamente lo malo es que sean de tamaño igual. Si uno fuese más pequeño, el otro le protegería y pronto serían amigos.

Uno de los perros ladraba, el otro le contestaba. Misako no había visto todavía al nuevo ejemplar. El día anterior había llegado tarde y había hablado una media hora con Takanatsu, medio dormido y cansado del viaje. Aquel ronco ladrido pertenecía probablemente a la perrita de pastor, decidió. A Misako no le gustaban los perros tanto como a Kaname y a Hiroshi, pero aun así, se había aficionado a Peonía, que iba siempre con Jiiya a esperarla a la estación cuando llegaba tarde por la noche. Apenas Misako aparecía, el perro hacía tintinear la cadena y saltaba a su alrededor, mientras Misako se sacudía el polvo del kimono y reprendía a Jiiya. Poco a poco, la antipatía que en un principio sintió por aquel animal había ido desapareciendo y ahora le acariciaba o le daba amablemente de comer. Cuando la noche anterior, como de costumbre, se le echó encima en la estación, ella le dijo mientras lo acariciaba: —Hoy te han traído un amigo, ¿verdad? —Peonía era la primera en darle la bienvenida como si se hubiese convertido en una especie de emisario del marido.

Los postigos permanecían cerrados para que Misako pudiese dormir hasta más tarde. Por la luz que se filtraba a través de ellos adivinaba que el día era brillante y caluroso, esa clase de día que nos hace pensar en los capullos de las flores de melocotón y en la fiesta de muñecas. Misako se preguntó si también aquel año tendría que sacar todas aquellas muñecas. Poco después de nacer ella, su padre, siempre tan apasionado con las muñecas, encargó para ella una colección de muñecas antiguas de Kioto, y Misako se las había llevado con su ajuar, al casarse. No teniendo hijas, hubiese preferido no sacar las muñecas de sus cajas, pero como su padre vivía tan cerca, cada año, cuando llegaba abril, iba a la ciudad para gozar viendo la tradicional fiesta. Así lo había hecho el año pasado y los anteriores y lo más probable era que ese año pensara hacerlo también. No era la perspectiva de sacar de sus cajas a todas las muñecas, ni de quitarles el polvo, lo que la preocupaba. Era más bien que temía hallarse en otro aprieto como el reciente del teatro de marionetas. ¿No podría encontrar alguna excusa para evitar celebrar la fiesta este año? ¿Y si se pusiera de acuerdo con Kaname? ¿Y qué les ocurriría a las muñecas si ella se marchaba de casa? ¿No sería fastidioso para Kaname dejárselas allí?…

Se abandonaba así a su imaginación, vagando por el incierto futuro, porque pudiera ser que ella ya no estuviese en la casa el día de la fiesta de las muñecas. Incluso desde la cama podía sentir la magnificencia de aquella mañana primaveral que la llenaba de vida y felicidad. Distendida, echada boca arriba, con la cabeza recostada en la almohada, permaneció un momento con los ojos fijos en los rayos de sol que se proyectaban en la penumbra de la estancia. Por primera vez en muchas semanas había dormido bastante. Le gustaba acurrucarse o estirarse entre las sábanas, sin sueño ya, pero incapaz de renunciar al calorcillo del lecho. Junto a la suya estaba la cama de Hiroshi vacía y un poco más allá la de Kaname, junto al tokonoma[14] donde lucía un jarrón color esmeralda, encima de la cabecera de la cama de Kaname, con un par de ramas de camelias.

Sabía que tenían a un huésped, a Takanatsu, y hubiese debido levantarse temprano, pero tenía tan pocas veces ocasión de permitirse el lujo de dormir hasta media mañana, que aquel día no pudo resistir la tentación de hacerlo. Hiroshi había dormido siempre entre Kaname y ella y generalmente Misako dejaba a Kaname durmiendo cuando ella se levantaba temprano para mandar al chico a la escuela. Los domingos por la mañana no había colegio y Misako se hubiese quedado muy a gusto un ratito más en la cama, pero ese día Hiroshi se levantaba también a las siete y ella se consideraba obligada a levantarse con él. Desde hacía un par de años, por otra parte, había descubierto que tenía tendencia a engordar y sabía que no le convenía dormir demasiado; pero a pesar de todo, quedarse un ratito más en la cama era para ella un placer incomparable. En cierto momento, preocupada porque dormía demasiado poco, había intentado echar una siestecilla después de comer, pero eso le daba pesadez de cabeza y además de día no lograba pegar ojo. Una vez a la semana su marido iba a Osaka para hacer acto de presencia en la oficina, y algunas veces, no más de dos o tres al mes, y aun quizás menos, se consideraba obligado a decirle adiós a Hiroshi cuando éste salía para la escuela; pero, en general, era raro que Misako pudiera quedarse en su cuarto como dueña absoluta.

El alboroto que venía de afuera, el ladrido de perros y la voz de Hiroshi tenían un sello típicamente primaveral, que Misako, en su imaginación, asociaba a aquel cielo terso y azul de los últimos días. Hoy no tendría más remedio que hablar con Takanatsu, pero no le daba al hecho mayor importancia de la que antes había dado al asunto de las muñecas. Si tenía que preocuparse por todo lo desagradable, su infelicidad no tendría fin. Deseaba estar de humor tan radiante como el día, deseaba estar en situación de afrontar cualquier problema con la misma calma con que se dispondría a preparar la tiesta de las muñecas. Cedió por fin a la curiosidad infantil que sentía por conocer al perro Lindy y se levantó de la cama.

—Buenos días —exclamó casi gritando para poder competir con las voces que daba Hiroshi.

—Buenos días —contestó Takanatsu.

Hiroshi seguía demasiado ocupado con sus perros.

—¿Hasta cuándo piensas estar en la cama?

—¿Qué hora es?

—Las doce y media.

—Me engañas. No serán más de las diez.

—¿Cómo puedes quedarte en la cama con una mañana tan maravillosa?

—También es una bonita mañana para dormir —dijo Misako riendo.

—Pero lo más grave, señora, es que usted no se ocupa del «honorable huésped» —respondió Takanatsu.

—Oh, no es ningún honorable huésped. No tengo por qué preocuparme por él puesto que es de confianza.

—Bueno, te perdono. Cepíllate los dientes y ven. También a ti te he traído algo.

Una rama de ciruelo en flor ocultaba parte de la cara de Takanatsu a los ojos de Misako.

—¿Ése es el nuevo perro?

—Sí. Ahora están muy de moda en Shanghái.

—¿No es estupendo, mamá? —dijo Hiroshi por primera vez—. Dice tío Hideo que tú deberías salir a pasear con un perro así.

—Y ¿por qué?

—Porque las mujeres occidentales llevan un lebrel como adorno que pone de relieve su belleza —Takanatsu contestó—. Si sales a pasear con él estarás más hermosa que nunca.

—¿Incluso yo pareceré hermosa?

—Te lo garantizo.

—Pero es tan delgado… A su lado voy a parecer aún más gorda.

—Entonces será el perro el que pensará: «Esta señora me hace parecer más esbelto aún».

—¡Qué galante!

Ambos se echaron a reír e Hiroshi se unió a su risa sin acabar de comprender, probablemente, el motivo.

Había en el jardín cuatro o cinco grandes ciruelos que habían quedado de lo que había sido una granja, antes de que aquella zona hubiese dejado de ser campo abierto. Los primeros capullos brotaban a primeros de febrero y estaban en flor hasta fines de marzo, rama tras rama. Incluso ahora que habían caído ya la mayoría de pétalos, se veían aquí y allá puntos blancos que brillaban al sol. Peonía y Lindy seguían atados cada uno a un tronco, bastante apartados el uno del otro para que no pudieran alcanzarse. Cansados al parecer de ladrar, se habían echado como dos esfinges y se miraban impávidos. A través de las ramas de ciruelo, Misako no podía ver con toda claridad, pero le pareció que Kaname estaba sentado en una poltrona, allá en la veranda del ala de estilo occidental. Tenía una taza de té en la mano y hojeaba un grueso volumen. Takanatsu, con un manto echado sobre su kimono de noche que dejaba ver la ropa interior, estaba sentado en un extremo del jardín.

—Deja ahí los perros. Ahora bajo a verlos.

Después de darse un rápido baño, salió a la veranda.

—¿Habéis desayunado ya?

—Naturalmente. Luego de esperar y esperar, en vista de que no dabas señales de vida, desayunamos. —Kaname tomó un sorbo de té de la taza que tenía en la mano derecha y volvió a centrar su atención en el libro.

—¿Tomaría un baño, la señora? —dijo Takanatsu—. La dueña de la casa no se ocupa de sus huéspedes, pero las criadas son una maravilla. Madrugan y preparan el baño calentito. Si no le importa bañarse inmediatamente después que yo, ¿por qué no toma un baño?

—Lo he tomado ya, aunque sin saber que era después de ti, claro.

—Habrá sido un baño muy rápido.

—¿Puedo estar tranquila, Takanatsu?

—¿Por qué lo dices?

—Por haberme bañado después de ti. ¿No cogeré ninguna de esas horribles enfermedades chinas?

—Estás de broma. Mejor harías en preocuparte de no bañarte después de Kaname.

—Yo estoy tranquilamente aquí, en la patria —dijo Kaname mirando por encima del libro—. Son los extranjeros como tú los tipos de cuidado.

—Madre —gritó Hiroshi desde el jardín—, ¿vienes a verlo?

—Sí, sí, ya voy. Pero esta mañana tú y tus perros habéis despertado a mamá. Y tío Hideo también. Habéis estado gritando a pleno pulmón desde casi el amanecer.

—Yo soy un hombre de acción, ¿sabes? A primera vista quizás no lo parezco. Pero en Shanghái me levantaba a las cinco e iba a dar una galopadita desde la calle Szechuan hasta Kiyanwan.

—¿Todavía montas a caballo? —preguntó Kaname.

—Pues claro. Lo mismo si hace buen día que si no, no me sentiría bien sin dar antes mi paseo a caballo.

—¿No sería mejor que trajeses el perro aquí? —dijo Kaname reacio a dejar la soleada veranda, cuando se fueron al jardín.

—Hiroshi, hijo —le gritó Misako—, dice tu padre que traigas el perro acá.

Hiroshi parecía encontrarse en un aprieto.

—¡Lindy!

Las ramas del lejano ciruelo empezaron a crujir y el ronco ladrido de Peonía se dejó oír otra vez.

—¡Quieta! ¿Puede alguien coger a Peonía? Se ha puesto muy nerviosa.

—Bueno, Peonía, bueno.

Takanatsu se dirigió hacia la perrita y Misako corrió hacia la veranda huyendo del perro que quería lamerle la cara.

—Eres demasiado cariñosa, Peonía. Verdaderamente, Hiroshi, hubiese sido mejor que la hubieses dejado en donde estaba.

—Pero armaba un alboroto tremendo.

—Los perros son animales muy celosos. —Takanatsu, agachado al pie de la escalera, acariciaba el cuello de Lindy con la palma de la mano.

—¿Le has encontrado una garrapata? —preguntó Kaname.

—He hecho un descubrimiento.

—¿Un descubrimiento?

—Ven y verás. Es algo muy extraño.

—Dinos qué es lo extraño.

—Al acariciarle la garganta se tiene la misma sensación que si se acariciase a un ser humano. —Takanatsu acarició su propio cuello y luego volvió a acariciar el del animal—. Ven a ver, Misako. No te engaño.

—Déjame probar —dijo Hiroshi adelantándose a su madre—. Tienes razón tío, es verdad. Déjame tocar tu cuello, mamá.

—Oh, por favor —protestó Misako—. ¿Te parece bonito comparar el cuello de tu madre con el de un perro?

—¿Qué quieres decir con eso de si le parece bonito? Hiroshi, estoy seguro de que el cuello de tu madre no puede competir con el de este perro. Si estuviese segura de tener la piel tan suave como la del perro, seguro que no se dignaría hablar con nosotros.

—Supongo que querrá usted comprobarlo acariciando mi cuello, caballero.

—Enseguida. Primero ven y toca la garganta del perro. ¿Ves? ¿Qué te decía? ¿No es sorprendente?

—Hummm. Sorprendente, es verdad. ¿No quieres probar tú ahora? —le gritó Misako a su marido.

—¿Dónde? ¿Dónde? —Kaname bajó de la veranda—. Tenéis razón, es sorprendente. Produce una impresión muy rara, ¿verdad?

—¿Os dais cuenta de mi descubrimiento?

—El pelo es tan corto y sedoso que no parece pelo —opinó Kaname.

—Y el cuello es proporcionado, además. ¿Quién tendrá el cuello mayor, él o yo? —Misako midió el cuello del perro con sus manos y después se midió el suyo—. El del perro es mayor; claro que, como es tan largo y delgado, parece más pequeño.

—Exactamente la misma medida que yo —dijo Takanatsu.

—Treinta y siete —añadió Kaname.

—Así, cuando tenga nostalgia de ti, podré acariciar el cuello del perro.

—Tío Hideo, tío Hideo —gritó Hiroshi al oído de Lindy.

—¿Qué te parecería si le cambiásemos el nombre de Lindy por el de Hideo? —sugirió Kaname riendo.

—Verdaderamente, Hideo —dijo Misako—, estoy segura de que en algún sitio ese perro sería aún mejor recibido que aquí.

—¿Qué quieres decir?

—¿No lo entiendes? Pues me parece que está claro. Posiblemente haya alguien que se pasaría el día acariciando el cuello de este perro pensando en ti.

—¿No estará aquí por equivocación? —sugirió Kaname.

—Sois imposibles. Y lo decís así, tranquilamente delante del chico. No me extraña que sea tan descarado.

—A propósito, ahora me acuerdo —interrumpió Hiroshi— de que ayer cuando traía a Lindy desde Kôbe, oí algo muy bueno.

—¿Ah, sí? ¿Y qué fue lo que oíste?

—Íbamos Jiiya y yo por el malecón y un borracho (creo que estaba bebido) nos seguía sin dejar de mirar a Lindy. Decía que nuestro perro era muy raro y que era exacto que un congrio.

Todos rieron la ocurrencia.

—No es una tontería, no —dijo Takanatsu—. El perro se parece un poco a un congrio.

—Lindy-congrio.

—Podríamos ponerle Congrio —dijo Kaname como hablando consigo—. Y así, gracias al congrio, evitamos darle al perro el nombre de tío Hideo.

—Los dos tienen el mismo hocico alargado, ¿no os dais cuenta? Peonía y Lindy —dijo Misako.

—Los perros de pastor irlandés y los lebreles tienen la misma forma de cabeza y de cuerpo —contestó Takanatsu—. Sólo que uno tiene el pelo largo y el otro corto; lo digo para conocimiento de los que no entienden tanto de perros como yo.

—¿Y los cuellos?

—Dejémonos de cuellos. No parece que haya sido un descubrimiento muy feliz.

—Vistos así, uno al lado del otro, al pie de la escalera, me recuerdan a las estatuas de piedra de los almacenes Mitsukoshi, ¿no os parece?

—¿Mitsukoshi? ¿Hay dos perros en el Mitsukoshi, mamá?

—Me sorprendes. Has nacido en Tokio y no sabes nada de los leones del Mitsukoshi. Así, no es de extrañar que tu acento de Osaka parezca tan puro.

—Si sólo tenía seis años cuando salí de Tokio.

—Me cuesta creerlo, casi. El tiempo vuela. ¿Y no has estado allí desde entonces?

—Siempre quiero ir, pero mi padre va solo y me deja aquí con mamá.

—¿Y por qué no te vienes conmigo? Ahora tienes vacaciones… Te enseñaré el Mitsukoshi.

—¿Cuándo?

—Mañana o pasado.

—No sé si podré.

Pareció que una sombra cruzaba el rostro de Hiroshi hasta entonces tan vivaracho.

—¿Por qué no puedes ir con él, Hiroshi? —preguntó Kaname.

—Supongo que me gustaría mucho, pero tengo que hacer mis deberes.

—¿Y no te he dicho yo que los hicieras cuanto antes? —le recordó Misako—. Trabaja hoy todo el día y los terminarás; luego podrás pedir a tu tío que te lleve con él a Tokio. ¿No es una buena idea?

—No nos preocupemos por los deberes; los puede hacer conmigo en el tren —ofreció Takanatsu.

—¿Cuánto tiempo has de estar en Tokio?

—No te preocupes, te traeré antes de que empiece la escuela.

—¿Dónde piensas alojarte?

—En el Hotel Imperial.

—Pero ¿no tienes montones de cosas que hacer, tío?

—Y el chico poniendo objeciones cuando su tío quiere llevarle a Tokio. Llévatelo, Hideo, aunque te estorbe un poco. Voy a estar tan tranquila unos días sin él…

Mientras hablaba su madre, Hiroshi la miró al fondo de los ojos; no había dejado de sonreír, pero había palidecido un poco. La idea de llevarle consigo se le había ocurrido a Takanatsu de repente, pero Hiroshi no lo creía así: lo habían planeado con anterioridad. Si sólo querían complacerle, él no veía ningún inconveniente en ir a Tokio. Pero se temía que Takanatsu pudiera decirle en el viaje de vuelta: «Hiroshi, cuando llegues, tu madre no estará ya en casa. Tu padre me ha pedido que te lo diga». ¿No era lo más probable que tuviese que oír algo así? El chiquillo experimentaba el tormento de la incertidumbre, tratando de adivinar lo que pasaba por la mente de los adultos, asustado y consciente al mismo tiempo de que sus temores fuesen quizás pueriles.

—¿Tienes que ir a Tokio? ¿Tienes algún asunto?

—¿Por qué?

—Si no tienes nada que hacer, me gustaría más que te quedaras aquí, y seguro que a papá y a mamá también.

—¿No les basta Lindy? Pueden acariciarle el cuello todos los días.

—Pero Lindy no puede decirles lo que tú les dices. ¿Podrías, Lindy? No puedes sustituir a tío Hideo, ¿verdad? —Hiroshi se agachó junto al perro, le acarició el cuello y frotó su mejilla contra la cabeza del animal para disimular su turbación. Algo en su voz y en sus modales hacía sospechar que estaba llorando.

Cuando estaba con ellos Takanatsu, todos se sentían dispuestos a bromear, cualesquiera que fuesen las contrariedades a que tuviesen que hacer frente; y fuese por deferencia al huésped o por ser él el único que conocía exactamente la situación, ni Kaname ni Misako se veían obligados a fingir. Misako se preguntó cuánto tiempo haría que no veía reír a su marido tan a gusto. Aquella calma, aquella paz, allí en la soleada veranda, sentados ella y su marido uno al lado de otro, viendo jugar al niño con los perros abajo en el jardín, la satisfacción de tener a un huésped venido de tan lejos, el marido que habla, Misako que responde, sin las habituales reticencias y dándose cuenta de improviso de cuánto había todavía de marido y mujer entre ellos cuando no tenían por qué obrar como marido y mujer, todo aquello no podía durar, pero era maravilloso poder respirar libremente siquiera por unos instantes.

—¿Cómo va la literatura? Pareces como transportado.

—Es muy interesante, muchísimo.

Kaname cogió de nuevo el libro que por un momento había dejado sobre la mesa, alzándolo a la altura del rostro para poder ver sólo él aquella página; pero los demás pudieron ver que se trataba de una ilustración grande que exhibía un harén lleno de odaliscas desnudas.

—No sé cuántos viajes hube de hacer a Kelly and Walsh para conseguirlo. Por fin me enteré que lo habían recibido de Inglaterra y fui corriendo a buscarlo. Pero los muy ladinos vieron lo mucho que me interesaba y me pidieron por él doscientos dólares, ni uno menos. Aseguraban que era el único ejemplar disponible que habían encontrado en Londres. Como yo no sabía exactamente el valor de la obra, no pude discutir a fondo y lo único que conseguí fue el descuento de un diez por ciento, pagando al contado.

—¿Tan caro es? —preguntó Misako.

—No sólo hay un volumen, sino diecisiete —explicó Kaname.

—Y esos diecisiete tomos han sido otro problema. Como la obra está clasificada como obscena y está llena de ilustraciones imposibles, valiente escándalo se habría armado en la aduana si lo hubiesen descubierto; de modo que tuve que llevarla en el fondo de un baúl y todo fue bien, excepto que el baúl pesaba una enormidad. No sabes lo que he pasado por esos libros; te aseguro que merezco una buena comisión.

—¿Las mil y una noches que leen las personas mayores son distintas de las mías? —Hiroshi no acababa de entender de qué estaba hablando Takanatsu, pero le picaba la curiosidad e intentaba echar un vistazo a la ilustración cubierta por la mano de su padre.

—En algunas cosas es distinto y en otras no. Las mil y una noches es un libro para personas mayores, pero hay algunos cuentos muy apropiados para ti y son los que están en Las mil y una noches que tú tienes.

—¿Está el cuento de Alí Babá?

—Sí, claro.

—¿Y el de la lámpara de Aladino?

—También.

—¿Y «Sésamo ábrete»?

—Sí, sí. Están todos los que tú sabes.

—¿Es muy difícil leer en inglés? ¿Cuántos días tardarás en leerlo, papá?

—No tengo intención de leerlo todo de corrido. Leo sólo lo que me parece interesante.

—¡Cómo te admiro! —intervino Takanatsu—. Yo he olvidado todo el inglés que sabía; aparte los negocios, nunca tengo ocasión de practicarlo.

—Pero con un libro así es distinto. Uno tiene ganas de leerlo aunque sea con el diccionario en la mano.

—Eso es para desocupados. Los pobres como yo no podemos permitirnos esos lujos.

—Qué raro —objetó Misako—; no sé quién me había dicho que te habías convertido en un nouveau riche.

—Sí, gané algún dinero y tuve justo el tiempo de perderlo.

—¡Qué pena! ¿Y cómo lo perdiste?

—Traficando en dólares.

—Hablando de dólares, deja que te pague antes de que me olvide. ¿Cuánto son ciento ochenta dólares? —preguntó Kaname.

—Pero si no tienes que pagarlo. ¿Acaso no es un regalo?

—¡Un regalo! —Takanatsu parecía ofendido—. Esa mujer no sabe lo que dice. ¿Se acostumbran a hacer regalos de esa categoría? Si lo he traído, es porque se me encargó.

—¿Y por cierto, qué hay de mi regalo?

—Oh, me había olvidado por completo. Vamos adentro y te lo enseñaré. Puedes escoger el que prefieras.

Y Misako y Takanatsu subieron a la habitación de este último, en el segundo piso del ala occidental.