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—Buenos días —dijo Kaname saludando desde el zaguán—. ¿Estorbo?

—Pasa, pasa, por favor.

Entró en la habitación que daba a la fachada de la posada. O-hisa, sentada frente al espejo, se esmeraba en enrollarse el pelo en un complicado peinado japonés. Llevaba un kimono de algodón ceñido por una estrecha faja a cuadros. El anciano, a su lado, en aquel momento sacaba del estuche sus gruesas gafas para examinar una hojita de papel que tenía sobre las rodillas. El mar, de horizonte limpísimo, era de un azul tan intenso que al mirarlo fijamente se hubiera dicho negro. Hasta el humo de los vaporcitos parecía no moverse. De vez en cuando, al débil soplo de la brisa, el programa se levantaba un poco y en la puerta de papel un desgarrón producía un susurro como una cometa.

TEATRO GENNOJO DE AWAJI

Autorizado por el Ministerio del Interior

Sumoto-machi, Tokiwabashi

Programa del tercer día

Fragmentos del Diario de una campánula.

La caza de la luciérnaga en el río Uji

El adiós a Akashi

La mansión de Yuminosuke

La casa de té de Oiso

La montaña Maya

El refugio de Hamamatsu

La posada de Tokuemon

Por el camino

Extra:

El décimo episodio de Taikoki

Los amores de O-shun y Dambehe

Además:

Matabei y el tartamudo

(recitado por Toyotake Rodayu del teatro Bunraku de Osaka)

Entrada:

50 sen por persona

30 sen para los que tengan reducción

—¿Has visto alguna vez el episodio de la casa de té de Oiso? —preguntó a O-hisa el viejo.

—¿De qué obra es?

—De El diario de una campánula.

—La casa de té de Oiso… ¿Pero existe de verdad un episodio con ese título?

—Claro, aquí representan escenas que apenas se representan en Osaka… Luego sigue La montaña Maya. ¿Cuál será?

—¿No será aquel en que raptan a Miyuki?

—Me parece que sí… La raptan y la llevan al caserío de Hamamatsu. Pero entonces, ¿qué ocurre con el pantano de Makuzu? ¿No debería haber una escena en el pantano Makuzu?

O-hisa tenía el peine entre los labios y no contestó; mientras con la mano derecha sostenía las guedejas de pelo, con la otra levantó un espejito que reflejó la parte posterior de su cabeza y luego salpicó la habitación de destellos de sol.

Kaname seguía sin tener idea exacta de la edad de la muchacha. De acuerdo con sus gustos, al viejo le encantaba buscar, en las tiendas de trajes usados de Gojo y en el bazar matutino de Kitano, telas pasadas de moda, crespones y brocados amazacotados, tejidos a pequeños cuadros, estampados tristones, tiesos y pesados como cadenas. O-hisa se veía forzada a llevarlos, protestando inútilmente contra lo que ella llamaba «andrajos pasados de moda». La sobriedad en su modo de vestir hacía creer que andaría cerca ya de los treinta —y seguramente, además, el viejo le había dado instrucciones para que no lo desmintiera, a fin de que su unión no pareciese demasiado desigual—. Pero a pesar de todo, el brillo que subrayaba el fino dibujo de aquellos dedos rosados que aprisionaban el espejo no se debía sólo a la brillantina; de eso Kaname tenía la certeza. Era la primera vez que él la veía así vestida y la redondez de sus hombros y caderas, que se transparentaba bajo el delgado kimono, no se avenía con las apariencias de juventud marchita de aquella delicada criatura de Kioto: por el contrario, atestiguaba que no tendría más allá de veintidós o veintitrés años a lo sumo.

—Después el episodio de la posada —continuaba el viejo—, y a continuación el del camino.

—Ya.

—Es la primera vez que oigo hablar de tal episodio refiriéndose al Diario de una campánula —intervino Kaname—. ¿Es Miyuki la que al final consigue encontrar a Komazava, y huyen juntos?

—No, no es eso; yo lo he visto. Se van de la posada, ¿recuerdas?, y Miyuki se detiene ante el vado después que Komazava lo ha cruzado ya. Pues bien, en la última escena ella ha cruzado también el río y baja corriendo hacia Tokaido detrás de él.

—¿Va sola?

—No, le acompaña un joven… ¿cómo se llama?… la familia de ella lo ha enviado —explicó el anciano.

—Se llama Sekisuke —añadió O-hisa.

De nuevo los reflejos del espejito recorrieron la habitación y danzaron en las paredes. La muchacha salió a la veranda con la palangana de agua caliente que había usado para desenredar su largo cabello.

—Sí, sí, Sekisuke; es él quien la acompaña. Se trata en realidad de la típica escena entre amo y criado.

—¿Y Miyuki ha recobrado ya la vista?

—Exacto: vuelve a su antiguo papel de hija de un samurái y se pone otra vez en camino vestida como una dama. Es una escena de una gran belleza coreográfica; algo así como el paseo bajo los cerezos en Senbonzakura.

El teatro había sido improvisado en un barracón, en un solar de las afueras de la ciudad, y las representaciones empezaban a las diez de la mañana y seguían hasta las once de la noche o a veces incluso hasta después de la medianoche. Siendo prácticamente imposible asistir a toda la representación, el dueño de la posada sugirió que lo mejor era ir por la tarde, pero el viejo arguyó que habían venido expresamente a ver la representación y que quería dirigirse al teatro inmediatamente después del desayuno. Añadió que la comida y la cena la llevarían en las fiambreras. Aquellas cajitas de laca constituían en realidad uno de sus placeres cuando iba al teatro, y sacándolas con petulancia dispuso lo que debía ir en cada una: aquí verdura, ahí tortilla; todo lo necesario para comida y cena.

—Bueno, O-hisa, preparémonos —dijo apremiante.

—¿Quiere apretarme esto? —O-hisa se dio la vuelta de modo que el nudo de la faja del kimono quedó junto a las manos del anciano.

Antes de pedir ayuda, O-hisa se había esforzado en vano por ceñirse aquella faja de brocado, tiesa y almidonada como la estola de un sacerdote, sobre su kimono a rayas, tan rígido también que sus pliegues parecían hojas de cuchillo.

—¿Está bastante apretado?

—Un poco más, por favor.

O-hisa se inclinaba hacia adelante hasta casi caer y procuraba mantener firmes las caderas. La frente del viejo se llenó de sudor.

—Esta maldita faja no se mueve; es imposible apretar más.

—Creo que la compró usted, ¿no? Yo nunca me la hubiese quedado. No me deja moverme.

—Pero el color es bonito, ¿verdad? —dijo Kaname en tono admirativo colocándose al lado del viejo—. No sé exactamente cómo llamarlo, pero es un color que se ve muy poco ahora.

—Sí, es un verde-linfa; todavía se lleva bastante, pero el verdadero tono se consigue cuando la tela está usada y descolorida como ésta.

—¿Qué clase de tela es?

—Damasco satinado, diría yo. Sólo las sedas antiguas crujen así; las de ahora tienen casi todas mezcla de rayón.

Como el teatro no caía lejos, salieron a pie, cada uno con fiambreras de laca y paquetes bajo el brazo.

—Es ya tiempo de llevar parasol. —O-hisa, siempre temerosa de las quemaduras de sol, se hacía visera con las manos.

El sol pasaba a través de sus dedos, brillante, como a través de un parasol de papel rosado, y en la parte inferior de la delicada palma de la mano se descubría la típica callosidad producida por shamisen; la parte del rostro protegida del sol por la mano parecía más blanca que la barbilla iluminada.

—No te preocupes por el parasol —dijo el anciano con sequedad—. De todos modos, cuando volvamos a casa, estarás completamente morena.

Contrariada, O-hisa sacó del fondo de su bolsita la crema antisolar y se la aplicó sobre el cuello, cara, muñecas e incluso tobillos con suaves palmaditas. Los cuidados que aquella criatura de Kioto dedicaba a su delicado cutis le parecían a Kaname a la vez conmovedores y ridículos. El viejo, a pesar del agrado con que veía siempre aquellos refinados detalles, ahora que había dado ya su opinión, se mostraba muy poco comprensivo.

—No llegaremos antes de las once. Hay que darse prisa. —Era ahora O-hisa quien apremiaba al viejo que se paraba ante cada tienda de antigüedades que les salía al paso.

—¡Qué maravilloso día! —exclamó luego levantando los ojos al cielo sereno, mientras, junto con Kaname, tomaba la delantera al viejo—. Con este tiempo sería mucho más agradable ir al campo y recoger las primeras hierbas de la primavera —añadió en voz baja, un poco meditabunda.

—Sería mucho mejor que ir al teatro.

—No sé si por aquí habría hierbas, helechos…

—Bueno, yo no conozco esta zona pero creo que en el Valle de los Ciervos, cerca de Kioto, debe de haber hierbas en gran cantidad.

—Sí, por cierto. El mes pasado fuimos a Yase a buscar brotes de áster. Trajimos un montón.

—¿Brotes de áster?

—Él se los come. Recorrí todos los mercados de Kioto sin poder hallar ninguno; los tenderos me dijeron que eran demasiado amargos y que nadie los comía.

—Tampoco en Tokio se encuentran fácilmente. Así ¿anduviste con el viejo hasta Yase para cogerlos?

—Llenamos un cesto así de grande.

—Supongo que es divertido ir buscando hierbas, pero debe de serlo más ir simplemente paseando por el campo, en un día como éste.

La carretera se extendía larga y derecha bajo un cielo azul, tan limpio y sereno que se podían contar las personas, adelante y atrás, a notable distancia. Incluso los timbres de las bicicletas que se entrecruzaban parecían apagados y sin prisa. La ciudad no tenía nada de particular pero, como todas las de aquella parte de Kansai, llamaba la atención por su colorido. Según las explicaciones del viejo, las tempestades que azotaban la parte de Kanto[19] obligaban a proteger las casas con empalizadas de madera, y la madera, por pulida que esté, pronto toma un color oscuro y tiene aspecto de sucia, a diferencia de lo que les ocurre a los muros de tierra polícroma de Kansai. Tokio, después del desastroso terremoto de 1923, reconstruida con barracas de tejado de cinc, representaba una excepción en el Kanto, naturalmente: todas las pequeñas ciudades de su alrededor se habían visto, poco a poco, recubiertas de una desagradable pátina más o menos espesa según su antigüedad. En realidad, parecían recubiertas de hollín. Terremotos e incendios eran frecuentes en las provincias orientales, y las reconstrucciones se hacían de madera de pino septentrional, lo cual daba como resultado casas baratas sin personalidad, hechas con materiales más propios para cajas de cerillas, y edificios que recordaban los suburbios norteamericanos. Una ciudad como Kamakura, por ejemplo, si hubiese estado situada en el Kansai, a pesar de no poder igualar el esplendor de Nara, hubiese presentado por lo menos un aspecto más despejado y gracioso. Las provincias occidentales de Kioto eran una bendición de la naturaleza; las calamidades no les afectaban casi nunca e incluso las vulgares casas y granjas de una aldea hacían que el viajero se detuviera a mirarlas. La más pequeña de las ciudades antiguas ofrecía mayor encanto que la mayor y más moderna ciudad como Osaka o Kioto, concluía el viejo. Ya que el centro de Kioto cambiaba con tanta rapidez, había llegado el momento en que uno debía ir hasta Wakayama, Sakai, Himeji, Nishinomiya para encontrar las antiguas ciudades de siempre.

Cuando los ojos de Kaname se posaron en un muro que se desmoronaba y del que emergían blancos capullos por entre las tejas, recordó algo que había dicho el anciano:

—La gente habla de lugares famosos del Este, como Shiobara y Hakone, pero no hay que olvidar que el Japón es un archipiélago volcánico y que en todas partes pueden hallarse escenarios naturales parecidos. Cuando el Mainichi organizó su referéndum para determinar cuáles eran los ocho mejores panoramas del país, se descubrieron más rocas célebres de las que es posible contar. Y yo no tengo dudas: los lugares que realmente valen la pena son las pequeñas ciudades y puertos de esta parte occidental.

La isla de Awaji no era muy grande en el mapa y su puerto consistía probablemente en sólo una calle.

—Sigan siempre bajando en línea recta —había dicho el posadero— hasta que lleguen al río; el teatro está más allá, en una explanada.

La hilera de casas acabaría probablemente antes de llegar al río. En los tiempos de las luchas feudales, Awaji había sido de un daimyo[20], pero ni aun entonces debió de ser una verdadera ciudadela y probablemente había cambiado poco desde aquellos tiempos. La modernización no va más allá de las grandes ciudades, en las cuales se desarrolla la vida esencial del país, y ésas, por lo general, no son muchas. Aparte de los países jóvenes como América, en aquellos que poseen una historia antigua como la China, Europa, son los campesinos quienes, mientras no sean también ellos víctimas de la fatal transformación debida a la civilización, conservan y transmiten el auténtico sabor del pasado. Si tomamos esta pequeña ciudad por ejemplo: tiene sus cables y postes eléctricos, sus carteles publicitarios, y aquí y allá un escaparate. Pero uno puede no hacerles caso y hallar en cada esquina casas de vecindad que parecen sacadas de un libro de ukyozoshi[21] de Saikaku. Muros de tierra con revoque de yeso hasta el alero, fachadas de rejas salientes con sus sólidas y generosas persianas de madera, pesados tejados de tejas sostenidas por caballetes, letreros en las tiendas —LACA, SOJA, ACEITE— en borrosas letras esculpidas en madera, y en el interior, más allá de las entradas de suelo de tierra batida, el nombre de tienda impreso en las cortinas azul oscuro. Esta vez no eran sólo consideraciones del viejo: todo le conducía —y con cuánta viveza— al verdadero sabor, al verdadero sentido del Japón antiguo. Kaname se sintió como inmerso en la escena, como si se fundiese con aquellas paredes blancas y con el brillante cielo azul. Las paredes se parecían a la faja que ceñía la cintura de O-hisa: el lustre primitivo había desaparecido en largos años de vientos y lluvias y a pesar de que todavía tenían un cierto brillo, su luminosidad estaba atenuada por una especie de reserva, una suave austeridad.

Kaname experimentaba una sensación de paz.

—Son tan negras esas casas que uno no tiene idea de lo que puede haber dentro.

—Se debe en parte a que la carretera brilla tanto. —El viejo les había dado alcance—. Aquí el suelo casi parece blanco.

Kaname imaginó los rostros de los seres que en otros tiempos habrían estado allí, en la oscuridad, detrás de las cortinas de las tiendas. Allí en aquella calle, gentes cuyo rostro recordaría el de las marionetas, vivieron vidas idénticas a las que se representaban en el escenario. El mando de los personajes como O-yumi, Jurohee de Awa, el peregrino Otsuru y todos los demás, debió de ser una ciudad como aquélla. ¿Y acaso O-hisa no era también uno de ellos? Cincuenta, cien años atrás, una mujer parecida a ella, con un kimono igual, con igual faja, habría recorrido aquella calle bajo el sol primaveral, con las cajas llenas de comida bajo el brazo, camino del teatro hacia el otro lado del río. O quizás, tras una de aquellas fachadas enrejadas, interpretaba Nieve acompañándose con su koto. O-hisa era una sombra rezagada de aquellos tiempos remotos.