VII
—¡Qué olor tan espantoso!
Al entrar en la habitación, Misako empezó a abanicar el aire con la manga de su kimono y, tapándose la nariz, se precipitó a abrir la ventana.
—Verdaderamente es un olor insoportable. ¿Todavía sigues comiendo eso?
—Sí, y luego para compensar fumo cigarros de primera calidad.
—Pues mezclado con humo de tabaco, todavía es peor. Toda la habitación huele horriblemente. Si apestas así tendrás que devolverme el kimono de noche que te he prestado.
—¿Qué? Pero si después de lavado no se notará, y además, aunque me lo quite ahora, el mal está ya hecho.
En el jardín apenas se notaba, pero en la habitación que había estado cerrada durante la noche, el olor a tabaco y ajo, mezclados, era asfixiante.
—En China, sólo comiendo mucho ajo, como hacen los chinos, se puede evitar el contagio de enfermedades.
Ésa era una de las teorías favoritas de Takanatsu y no pasaba día en Shanghái sin su buena ración de comida típica china cargada de ajo. «Un guiso que no huela mucho a ajo —le gustaba decir— no parece un guiso chino».
Siempre, al regresar al Japón, llevaba consigo un cargamento de ajos secos y tomaba continuamente dientes de ajo como tónico habitual. Además de fortalecer las defensas del estómago, decía que le daba energías y que no podía pasarse sin ellos. «Su mujer le abandonó porque apestaba a ajo», le gustaba decir a Kaname.
—Te agradecería que no te acercases demasiado.
—Tápate la nariz si no quieres olerlo. —Takanatsu prosiguió echando bocanadas de humo del cigarro que sostenía en una mano, mientras con la otra abría su maleta-armario encima de la cama. La maleta tenía tal aspecto que ni el trapero hubiese dado nada por ella.
—¡Vaya colección! ¡Pareces un viajante de telas!
—Tengo que llevar algunos regalitos a Tokio. ¿Ves alguna que te guste? Esperemos que esta vez no vas a criticarme demasiado.
—¿Cuántas me regalas?
—Dos, o tal vez tres… ¿Qué tal ésta? —Takanatsu sacó uno de los brocados de seda.
—Demasiado triste.
—¿Demasiado triste ésta? ¿Pero cuántos años tienes? En la tienda me dijeron que esto era lo más apropiado para una muchacha o una mujer casada de veintidós o veintitrés años.
—Pues no debes fiarte de lo que te digan en una tienda china.
—Fue en un gran comercio donde van a comprar muchos japoneses distinguidos y por fuerza tienen que conocer los gustos japoneses. Mi mujer, por ejemplo, siempre les pedía consejo.
—Bueno, de todos modos no es lo que yo compraría. Y además la tela no es demasiado buena. Mohair, ¿verdad?
—Veo que has puesto los ojos en esa otra. Si prefieres la satinada, te puedo dar sólo dos; y si escoges mohair, te puedo regalar tres.
—Me quedaré con las de raso; gracias; es mejor tener dos de raso que tres de mohair. ¿Puedo coger ésa?
—¿Ésta?
—¿Por qué no puedo escoger ésa? ¿Tienes otros planes?
—La reservaba a la hermana más joven que tengo en Tokio.
—¡Oh, no! Pobre Suzuko-san; nunca se pondría una cosa así. Me sorprendes.
—Eres tú quien me sorprende; si te pones encima una cosa semejante vas a parecer una perdida.
—Oh, pues es lo que soy, una perdida.
Takanatsu se arrepintió de lo que acababa de decir en cuanto lo hubo dicho. Misako vino en su ayuda con una sonrisa llena de candor.
—Un lamentable desliz de la lengua, un lapsus. Ha sido un lamentable error del aquí presente, que querría retirar lo que ha dicho y ruega no conste en acta.
—Demasiado tarde. Ha sido registrado ya.
—El aquí presente no tenía mala intención. Pide las más humildes excusas por haber manchado la reputación de una mujer pura y honesta y por haber dado un rumbo equivocado a la conversación.
—No es una mujer tan pura como eso, tú lo sabes —dijo Misako sonriendo.
—¿Puedo por lo menos retirarlo?
—No hay gran diferencia; al fin y al cabo se trata de una reputación ya de por sí manchada.
—Precisamente, tengo entendido que se hace cuanto se puede para que no se manche.
—Es lo que dice Kaname, pero a mí no me vale. ¿Hablaste con él ayer?
—Sí.
—¿Y qué es lo que piensa hacer?
—Como de costumbre, está indeciso y divaga.
Se sentaron cada uno en una esquina de la cama, con la maleta abierta, rebosante de telas de colorines, entre ambos.
—Y tú, ¿qué piensas? —preguntó Takanatsu.
—¿Qué pienso? No te lo puedo decir así en dos palabras.
—Entonces dímelo en tres o cuatro.
—¿Tienes algo que hacer hoy?
—Tengo el día libre; ayer resolví los asuntos que tenía pendientes en Osaka para no tener nada que hacer hoy.
—¿Y qué quiere hacer hoy Kaname?
—Creo que piensa llevar a Hiroshi al parque de atracciones de Takarazuka, después de comer.
—Será mejor que Hiroshi haga sus deberes, ¿te lo llevarás a Tokio?
—No tengo ningún inconveniente; pero me ha parecido muy raro, como preocupado, ¿no lloraba?
—Sí. Él es así… Si he de decirte la verdad, quisiera que te lo llevaras para ver si puedo pasar sin él. Dos o tres días me bastarán como prueba.
—No es mala idea; y entretanto, puedes tratar el asunto libremente con Kaname.
—Me temo que no sea así; es a ti a quien debería preguntarte lo que piensa hacer Kaname: cuando estamos solos frente a frente no llegamos nunca a decirnos lo que pasa en nuestro interior, lo que deberíamos decir. Hemos llegado hasta un determinado punto, pero después lo dejamos, porque no estamos seguros de poder contener las lágrimas.
—Pero, en el fondo, ¿estás completamente segura de que podrás ir a vivir con la familia de Aso?
—Segurísima. Somos nosotros los que tardamos en decidirnos.
—¿Crees que su familia lo sabe?
—Parece que están más o menos al corriente.
—¿Hasta qué punto?
—Pues saben que Kaname consiente que Aso y yo nos veamos de vez en cuando.
—Y simulan no enterarse, ¿verdad?
—Posiblemente; no pueden hacer mucho más, creo.
—¿Y si las cosas llegan más lejos?
—No espero que pongan dificultades una vez Kaname y yo nos hayamos divorciado. Aso y su madre se comprenden muy bien.
Los ladridos comenzaron otra vez abajo en el jardín. La contienda entre los perros continuaba.
—Otra vez ésos —exclamó Misako dejando la tela que todavía tenía sobre el regazo para dirigirse a la ventana.
—Hiroshi, será mejor que te lleves a los perros de aquí, arman un alboroto insoportable; tu tío y yo no podemos hablar.
—Ahora lo estaba haciendo.
—¿Dónde está tu padre?
—En la veranda, con su libro.
—¿Qué tal si dejases de jugar y te pusieras a hacer los deberes?
—¿Y el tío no viene?
—No lo necesitas. Hablas de tío Hideo como si hubiese venido sólo a verte a ti.
—Pues él me dijo que me ayudaría a hacer los deberes.
—Nada, nada. ¿Para qué sirven los deberes si no los haces tú?
—Bueno.
Se oyeron los pasos del niño que se alejaba con los perros.
—Te tiene más respeto a ti que a su padre, me parece —dijo Takanatsu.
—Kaname no le dice nunca nada; a veces pienso si no le costará más separarse de mí que de su padre.
—Quizás porque verá que su madre, a pesar de ser mujer, se atreve a enfrentarse sola con el mundo.
—¿Tú crees?… Me parece que Kaname ha polarizado su comprensión totalmente. En apariencia, por lo menos, yo le abandono; y la gente me criticará, y mi hijo terminará por odiarme.
—Pero cuando sea mayor comprenderá. Los recuerdos que tenemos de la infancia no se nos borran jamás, y cuando nos hacemos hombres los revisamos según un punto de vista de adulto y los juzgamos de nuevo. Por eso hay que tener muy en cuenta a los niños: tarde o temprano se convierten en adultos.
Misako no contestó; seguía todavía junto a la ventana, absorta, mirando al jardín. Un pájaro volaba de una rama de ciruelo a otra. ¿Un ruiseñor? ¿Una alondra? —parecía preguntarse Misako mientras lo seguía con la vista—. Más allá de los ciruelos, Jiiya había destapado el cristal del invernadero y, en el huerto, trasplantaba unos retoños… No se podía ver el mar, pero al mirar aquel cielo de un purísimo azul en dirección al puerto, Misako dejó escapar un suspiro involuntario.
—¿No te importa no ir hoy a Suma?
Misako respondió con una risa corta y amarga, pero sin volver la cabeza.
—Pero vas casi todos los días, ¿no?
—Sí.
—Si quieres verle hoy, ¿por qué no vas?
—¿Te parezco una mujer tan perdida?
—Me pregunto si quieres que te diga que sí o que no.
—Quiero la verdad.
—Ayer, con Kaname, estuvimos de acuerdo en que te estás convirtiendo en una mujer mundana y en que cada día lo serás más.
—Lo reconozco; pero no te preocupes por hoy. Le dije que tenía que quedarme en casa y me quedaré. Sería una inexcusable falta de cortesía abandonar así a un huésped que me ha traído tan preciosos obsequios.
—… he dicho. Y ayer la señora se pasó todo el día fuera de casa.
—Pensé que Kaname querría hablarte…
—¿Y hoy le toca el turno a la señora?
—Sea como sea, bajemos. Tengo hambre. Si tú no quieres comer, hazme compañía mirando cómo desayuno.
—Y por fin ¿qué tela escoges?
—Todavía no lo he decidido. Deja la tienda abierta y luego escogeré con más calma. Tú has desayunado ya, pero yo estoy casi desfallecida de hambre.
Desde las escaleras vieron que en la habitación a la occidental estaba Kaname, recostado en un sofá, todavía embebido en el libro. Al oír los pasos en el pasillo preguntó casi mecánicamente:
—¿Has encontrado algo de tu gusto?
—¡Qué va! Habla por los codos de los regalos que trae y luego, a la hora de la verdad, resulta que es tan tacaño como siempre.
—¿Tan tacaño? Pues no creas; tu mujer parecía muy deseosa de quedarse con ello.
—Pero si todo lo que hay es o tres trozos de mohair o dos de damasco satinado.
—No vayas a pensar que te obligo a quedarte con algo de lo que he traído; piensa en lo que voy a ahorrar si no quieres nada.
Se oyó la breve risa cortés de Kaname e inmediatamente el ruido de volver la página.
—Parece que durante un tiempo va a estar muy ocupado —dijo Takanatsu al doblar la esquina que daba a la parte japonesa de la casa.
—Todo lo nuevo le entretiene mientras no deje de parecerle nuevo. Se cansa enseguida de todo; es como un niño con un nuevo juguete.
Apenas entraron en el amplio comedor de estilo japonés, Misako invitó a su huésped a ocupar el almohadón que de costumbre usaba Kaname cuando se sentaba presidiendo la baja mesita de sándalo. Ella se sentó a un lado.
—O-sayo, ¿quieres traer las tostadas, por favor? —pidió volviéndose hacia la cocina; luego abrió una pequeña despensa que estaba a su espalda—. ¿Prefieres té negro o verde? —dijo dirigiéndose a Takanatsu.
—Me da igual, pero ¿y si me ofrecieras algo dulce para acompañarlo?
—¿Te gusta la repostería alemana? Tengo unos pastelitos muy ricos que compré en Juchheim.
—Estupendo. Detesto sentarme a ver cómo comen los demás.
—Oh, creía que me había librado de aquel olor espantoso pero aquí también se huele.
—Probablemente te lo he traspasado un poco. A ver qué dirá mañana Aso cuando vayas a Suma…
—Mientras tengas que seguir viendo a ese tal Takanatsu, por favor no te acerques: esto es lo que dirá.
—Pues cuando dos personas se quieren de verdad, un poco de olor a ajo ni se nota; si no ocurre así, es que no hay verdadero amor.
—¿Se refiere eso a tus propios éxitos? Bueno, ¿y qué saco yo en limpio con escucharte?
—¡Qué rápida eres en tus conclusiones! Posiblemente yo te debo algo, aunque ¿y si me dieras una tostada?
—Bromas aparte, verdaderamente quisiera saber si alguien ha podido acostumbrarse a ese olor.
—Sí, alguien se acostumbró. Yoshiko.
—¿Así que no es cierto que te abandonó porque olías a ajo?
—Eso es una invención de Kaname. Me han dicho que, incluso ahora, cuando huele a ajo se acuerda de mí.
—¿Y tú piensas alguna vez en ella?
—No puedo decir que no. Pero es de esa clase de mujeres que sirven para hacer compañía mientras uno bebe una copita; no para casarse con ellas.
—¿Una perdida?
—Sí.
—Como yo.
—Dice Kaname que no lo eres en absoluto. Cree que se trata de una capa superficial con la que procuras recubrirte y que por debajo aparece la casta esposa y la madre virtuosa.
—Me asombra. —Misako centró toda su atención en la comida que tenía ante sí y, como para ocultar una cierta turbación, se preparó un bocadillo de salchicha y se lo llevó a la boca con delicadeza.
—Debe de estar bueno.
—Si lo está.
—Y ¿qué son esas cositas que hay ahí?
—¿Éstas? Salchichas de hígado, las compré en una tienda alemana que hay en Kôbe.
—Al honorable huésped no le fueron ofrecidas esas exquisiteces cuando desayunó.
—Pues claro que no. Esto se guarda únicamente para mi desayuno.
—He cambiado de parecer: creo que prefiero eso en vez de la repostería alemana.
—¡Goloso! Abre la boca y di ¡ah!
—¡Ah!
—¡Otra vez ese horrible olor! Ten cuidado, no toques mi tenedor; cógelo junto con el pan. Eso es. ¿Qué te parece?
—Delicioso.
—No voy a darte más; me dejarías sin ninguna.
—Hubiese sido más oportuno que pidieses a O-sayo que trajese un tenedor para mí… dar de comer a un hombre con tu mismo tenedor… verdaderamente en eso sí que pareces una mujer de vida alegre.
—Si tienes tantos escrúpulos, harías mucho mejor no comiendo lo de los demás.
—Antes no tenías tan malos modales; eras mucho más distinguida y reservada.
—¡Hay que ver lo que he cambiado!
—¿Has cambiado o sólo tratas de representar una comedia?
—¿Una comedia?
—… Realmente yo no acabo de comprenderte.
—Kaname dice que él te ha hecho cambiar y que la responsabilidad es sólo suya. La verdad es que dudo que sea exactamente así; no creo que ésa sea una explicación suficiente.
—No tengo intención de cargarle la responsabilidad únicamente a él. Evidentemente estaba en mi naturaleza, aunque hasta ahora este aspecto no se hubiese manifestado.
—Soy de la opinión de que todas las mujeres tienen algo de cortesanas, incluso las esposas intachables. Pero en tu caso, ¿no te viste empujada a ese camino por las dificultades que tenías en tu matrimonio? Detestas que la gente te compadezca como se compadece a una mujer desgraciada, abandonada y sola, y has adoptado deliberadamente el papel de una mujer alegre.
—¿Y es a eso a lo que tú llamas representar una comedia?
—Me temo que no pueda dársele otro nombre. No puedes soportar que la gente se dé cuenta de que tu marido no te quiere. ¿Acaso hablo demasiado?
—No importa. Di exactamente lo que quieras decir.
—Intentas mostrarte alegre y vivaracha para esconder tu debilidad. Pero alguna vez, cuando menos se piensa, asoma tu soledad. Kaname, al menos, se da cuenta de lo que te ocurre, aunque quizás consigas engañar a los extraños.
—¡Pues me porto con tan poca naturalidad cuando estoy con Kaname! ¿No has notado una diferencia en mí, según que él esté o no?
—Cuando no estás con él, pareces controlarte menos.
—¿Lo ves? Hasta tú te has dado cuenta. Comprende lo poco agradable que debe de ser para él. No puedo evitarlo, cuando estoy con él, me muestro enormemente seria. Apenas me río nunca.
—Y con Aso, ¿eres la mujer perdida?
—Estoy segura de que sí.
—Pero cuando te hayas vuelto a casar, verás como cambiarán las cosas.
—No lo creo, por lo menos si es con Aso con quien me vuelvo a casar.
—Sin embargo, la mujer casi siempre cambia completamente una vez casada. En realidad Aso y tú, ahora, estáis jugando.
—¿Y no es posible continuar jugando después de casados?
—Sería demasiado hermoso.
—Ésa es mi intención. Creo que la gente se toma el matrimonio demasiado en serio.
—Claro, y cuando te hayas cansado de él, te divorcias otra vez.
—Supongo que debe ser una razonable conclusión.
—No estoy hablando de conclusiones razonables, estoy hablando de cuáles son tus intenciones.
El tenedor con el que Misako había pinchado un poco de escabeche quedó en el plato.
—¿Crees que llegará el momento en que te habrás cansado de él?
—No es ésa mi intención.
—¿Y la de Aso?
—No creo que lo tenga previsto, pero no es partidario de hacer promesas.
—¿Y eso te basta?
—Comprendo muy bien cuál es su modo de pensar. Sería más bonito que me jurase que nunca se iba a cansar de mí. Pero soy su primer amor, e independientemente de cuáles sean sus intenciones, no puede prever si sus sentimientos cambiarán. Por muchos propósitos que haga ahora de no cambiar, no puede estar seguro de lo que ocurrirá después. Dice que prometer algo de lo que no se está seguro no tiene sentido y que a él no le gusta mentir.
—Pues precisamente es una actitud equivocada. Si no está lo suficientemente enamorado como para correr cualquier riesgo y prometer lo que sea sin pensar en el futuro…
—¿No depende eso del carácter de cada individuo? Él no deja de analizarse a sí mismo y, con su mentalidad, es totalmente imposible hacer una promesa con ciertas reservas, por serios que sean sus sentimientos.
—Estoy seguro de que yo, en un caso así, haría promesas sin importarme que un día pudiesen convertirse en mentiras.
—Pero Aso es diferente. Si se viera obligado a hacer una promesa rápida, sería contraproducente; no haría más que preguntarse: «¿Me habré cansado de ella?». Por eso teme hacer promesas, porque se conoce bien. Y por eso también lo mejor es que nos casemos, porque los dos lo deseamos en este momento, y no nos preocupemos por el porvenir. Dice que si no se cohíben los sentimientos con promesas, es posible que el matrimonio sea más sólido y de mayor duración.
—Puede que tenga razón, pero dicho así se parece demasiado a…
—¿A qué?
—Demasiado a un juego.
—Me siento más segura sabiendo que obra con franqueza. Yo le comprendo.
—¿Le has contado todo eso a Kaname?
—No he tenido ocasión. Y además, ¿para qué?
—Eres demasiado aventurada. Dejas a tu marido sin tener garantía alguna de tu porvenir. —Takanatsu, intentando moderar su tono, que se había hecho áspero, calló, al darse cuenta de que Misako pestañeaba nerviosamente mientras hundía sus manos en el regazo—. No lo hubiese creído nunca… Siento tener que decirlo, pero te creía más sensata, más comedida. Al fin y al cabo vas a renunciar a un marido.
—Intento ver las cosas con sensatez… Pero sea como sea, tengo que irme de esta casa.
—Pues hubieras tenido que medir mejor las cosas, antes de meterte en este embrollo.
—Nada hubiese cambiado. No sabes lo duro que es para mí vivir de este modo, sin que seamos verdaderamente marido y mujer…
Misako enderezó sus hombros e inclinó la cabeza. Intentó contener las lágrimas pero una, reluciente, le cayó sobre el regazo.