XIII
Querido Kaname:
Nuestro viaje, después de que nos separamos de ti, ha seguido tal y como lo habíamos planeado. Regresamos el veinticinco del mes pasado. Tu apreciada carta del veintinueve llegó ayer y nos llenó del más grande de los asombros. Aunque siempre me he dado cuenta de que el carácter de Misako dejaba mucho que desear, debo decir que nunca he cultivado en ella semejante desvergüenza. El diablo ha debido apoderarse de ella, si me permites la expresión. Estoy profundamente afligido y no hago más que preguntarme por qué el destino me ha reservado esta sorpresa a mis años. No hay modo de expresar, me temo, la vergüenza y el remordimiento que siento.
Siendo las circunstancias tal como las describes, tu vergüenza y tu indignación deben ser como para no admitir interferencias. Hay sin embargo ciertos puntos que discutir y me tomo la libertad de pediros a ti y a Misako que me hagáis una visita próximamente. Discutiré el problema amigablemente con vosotros y espero lograr que ella reconozca su locura y si no adopta una actitud arrepentida, deberé hacerle sentir el peso de mi castigo. Debo pedirte humildemente que la perdones si está dispuesta a rectificar.
Tuve la suerte de encontrar una muñeca y te hubiese escrito enseguida, de no haber sido por un envaramiento de mi hombro que todavía sentía cuando llegaron esas noticias tan sorprendentes. Quizás a un viejo como yo puede perdonársele que se queje de que su peregrinación no le ha valido otra cosa que la ira de Buda.
Quedo esperando vuestra visita para lo antes posible, mañana si no es demasiado pronto. Y tengo que rogarte que no tomes ninguna decisión definitiva antes de nuestra entrevista.
—No me gusta esto. —Kaname alargó la carta a Misako—. «Estoy profundamente afligido y no hago más que preguntarme por qué el destino me ha reservado esta sorpresa».
—¿Qué le has dicho?
—Le expuse la cuestión del modo más sencillo, sin dejar nada importante. Hice cuanto pude para que comprendiese que ninguno de nosotros dos tenía mayor culpa que el otro. Le decía que yo era también responsable y que deseaba el divorcio tanto como tú.
—Yo esperaba una respuesta por el estilo…
Pero para Kaname era una sorpresa. Misako le había advertido que era mejor tratar el asunto de palabra, porque por escrito indudablemente habría algún equívoco. Kaname no le había opuesto argumentos concretos, pero tenía la impresión de que era mejor prevenir al viejo antes de darle una explicación directa. Teniendo en cuenta que hacía muy pocos días que se habían divertido juntos en Awaji sin dejar transparentar la mínima preocupación —se decía Kaname—, era seguro que ahora el viejo no soportaría una sorpresa tan brusca. Además, como la última carta decía claramente, al verle llegar, el viejo hubiese creído que iba a admirar la muñeca recién adquirida; truncar su satisfacción para comunicarle semejantes desagradables noticias era demasiado cruel. Indudablemente hubiese sido de esperar que se mostrase mucho más comprensivo, dado su pasado no demasiado puritano. Pero quería ser considerado como un caballero incondicional de la vieja escuela: lo cual era en realidad pura afectación, pura manía bastante corriente entre los hombres de su edad, y que en la práctica resultaba francamente anacrónica. Así había ocurrido en el caso presente: no sólo se había negado a comprender las intenciones de Kaname sino que su misma carta estaba plagada de frases en completo desacuerdo con el sentido literal de la carta de Kaname. «Siendo las circunstancias tal como las describes, tu vergüenza y tu indignación deben ser como para no admitir interferencias», si se hubiese dignado leer tan sólo lo que Kaname había escrito, no hubiese mencionado seguramente la palabra «vergüenza». Kaname se había esforzado en redactar su carta en términos que no inspirasen ni acusaciones ni disculpas. Pero quizás la carta del viejo, llena de todas aquellas frases retóricas de pura fórmula, hubiera de tomarse como un gesto dentro de los cánones de la buena educación.
—Pienso que no hay que tomarla demasiado en serio; es una carta a la antigua y cuando uno escribe a la antigua se ve obligado a decir cosas pasadas de moda. Más bien es posible que se sienta contrariado por este imprevisto que le impide hablar de la satisfacción que siente por haber encontrado por fin su muñeca.
Misako estaba un poco pálida; pero por mucho que se esforzase en aparentar serenidad o incluso indiferencia, el asunto le había preocupado. Su rostro carecía de expresión.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Kaname.
—¿Qué voy a hacer?
—Sí. ¿Vas a venir a Kioto conmigo?
—No podría soportarlo —dijo Misako en un tono que no admitía duda—. ¿Por qué no vas tú solo y lo discutes con él?
—Ya ves lo que dice. Será mejor que vengas también. No resultará una prueba tan terrible como tú te imaginas.
—No soporto la idea de que me haga un sermón delante de O-hisa. Iré después de que tú lo hayas aclarado y discutido todo con él.
Los dos —caso excepcional— hablaban mirándose a los ojos, y a Kaname la actitud de Misako le resultaba algo embarazosa, porque veía que para ocultar su propia confusión hablaba con cierta dureza, sin dejar de hacer anillos de humo con su cigarrillo de boquilla dorada.
Aunque quizás Misako no se diese cuenta, sus palabras y la expresión de su rostro habían experimentado un gran cambio: probablemente por influencia de Aso, adoptaba sus mismas maneras. En ocasiones como la presente, Kaname experimentaba verdadera amargura, pensando hasta qué punto se había alejado su esposa de él, convirtiéndose casi en una extraña. En la entonación, en la elección de sus palabras había algo que atestiguaba aún la influencia de Kaname y que parecía desaparecer de día en día ante sus mismos ojos. No estaba preparado para soportar la íntima pena que este descubrimiento le causaba, y esto le hacía presentir cuál sería la amargura de la escena final, ahora más próxima que nunca. Pero en realidad, ¿no había desaparecido Misako de su mundo, ya? La Misako que tenía ante sí, ¿no era acaso una persona completamente distinta? ¿No se había —quién sabe cuándo— librado de su pasado y a la vez desviado del camino que tenía previamente trazado? Kaname experimentaba un sentimiento de tristeza, pero a la tristeza no se la debe confundir con el arrepentimiento: por eso tal vez, la tan temida crisis final había sido superada sin casi darse cuenta…
—¿Qué decía Takanatsu en su carta? —preguntó él.
—Que dentro de poco tendrá que venir a Osaka por algún asunto, pero que no vendrá a vernos si no hemos decidido algo definitivo. Dice también que posiblemente se marchará a China sin pasar por nuestra casa.
—¿No dice nada más?
—Bueno… —dudó Misako dirigiéndose a la veranda con un almohadón.
Con una mano se frotó el pie y con la otra sacudió la ceniza de su cigarrillo, que cayó abajo, en el jardín, sobre las azaleas en flor.
—Me dijo algo que dejaba a mi criterio si decírtelo o no…
—¿Qué?
—Dice que por su propia iniciativa se lo ha dicho todo a Hiroshi.
—¿Takanatsu?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Durante las vacaciones de primavera fueron juntos a Tokio, ¿te acuerdas? Entonces fue.
—¡Y por qué diablos lo habrá hecho!
A pesar de haberse decidido a hablar al viejo, Kaname no había dicho todavía una palabra a su hijo; éste estaba pues al corriente de todo y había hecho lo imposible para que su padre no se diese cuenta: algo patético, conmovedor y al mismo tiempo un poco repulsivo.
—Dice en la carta que no tenía intención de hacerlo. Pero una noche, cuando dormían en la misma habitación del hotel, oyó que el niño lloraba, le preguntó qué tenía y así empezó todo.
—¿Y después?
—Lo dice en una carta, y por escrito no puede explicarlo todo. Le dijo a Hiroshi que íbamos a separarnos y que yo me iría a vivir con Aso. Hiroshi quiso saber qué haríamos con él y Takanatsu lo tranquilizó diciéndole que no tenía por qué temer nada, que podría verme cuando quisiera y que en realidad desde entonces tendría dos casas y que algún día podría entender lo que había ocurrido. En resumen, parece que fue esto lo que le dijo.
—¿Y Hiroshi se tranquilizó?
—No dice nada, sólo que se durmió llorando. Al día siguiente Takanatsu, observando las reacciones del niño, lo llevó a los almacenes Mitsukoshi y Hiroshi le preguntó montones de cosas sobre los almacenes sin hacer la más mínima alusión a lo que había ocurrido la noche anterior. Dice Takanatsu que está seguro de que lo peor había pasado y que es increíble lo pronto que olvidan los niños.
—Pero no es lo mismo que si le hubiese hablado yo.
—Claro. Dice además que no hay necesidad de decirle más al niño si tan difícil se nos hace, y que siente haber obrado sin nuestro consentimiento pero que en realidad nos ha facilitado las cosas.
—No, no puede ser. Seré un indeciso, pero no me gusta dejar las cosas a medio hacer.
Kaname no podía explicarle a Misako por qué hubiese preferido esperar hasta el último momento, hasta después de la última escena, para hablar a Hiroshi: seguía siempre esperando que ese próximo futuro trajese un súbito y completo cambio imprevisible. Misako parecía firmemente decidida, naturalmente, pero en su dureza había algo frágil e incierto y bajo su máscara impasible, ella se consumía en dudas y contradicciones. Le faltaba muy poco —pensó Kaname— para romper en sollozos. Ambos rehuían tal eventualidad y procuraban siempre evitarla; pero en aquella conversación directa y sin rodeos, parecía como si todos los esfuerzos pudiesen fracasar en un momento y llevarlos otra vez al principio de la cuestión. Ni por un momento pensó que Misako pudiese seguir los consejos del viejo. Sin embargo, si los seguía, él no tendría más alternativa que seguirlos también: era ése el vago presentimiento que anidaba en el fondo de su conciencia y le oprimía el pecho, sin estimularlo, por otra parte, ni a la esperanza ni a la resignación.
—Entonces, si me permites… —Y quizás temiendo proseguir la conversación, Misako lanzó una mirada hacia el reloj esperando que Kaname comprendiese así que había llegado el momento en que ella debía marcharse; se levantó con la mirada inquieta para cambiarse de vestidos.
—Hace tiempo que no nos vemos, pero pienso que tendré que hablar también con Aso, ¿no crees?
—Deberías hacerlo, sí. ¿Cuándo te parece mejor, antes o después de haber ido a Kioto?
—¿Cuándo sería más cómodo para él?
—Mañana mismo; pero tal vez será mejor que vayas primero a Kioto, ya que te esperan allí cuanto antes, y que a la vuelta hables con él. No me gustaría que mi padre se presentase aquí y complicara las cosas; además, cuando esté todo decidido, Aso quiere que hablemos también con su madre.
—¿Tienes la carta de Takanatsu? —le gritó persiguiéndola por el pasillo. Le pareció que no era más que una atractiva mujer con la más femenina de las prisas por huir con su amante.
—La dejé en alguna parte para enseñártela y he olvidado dónde. ¿Te importa si la busco a mi regreso? De todos modos te he contado exactamente lo que dice.
—No, no importa.
En cuanto Misako hubo salido, Kaname bajó al jardín para dar de comer a los perros, una galleta para uno, una galleta para el otro; ayudó luego a Jiiya a cepillarles y volvió al pequeño comedor y se echó perezosamente sobre una estera.
—¡O-sayo! ¿No hay nadie?
Quería un poco de té pero nadie contestó; evidentemente los criados se habían retirado a sus habitaciones. Hiroshi no había vuelto todavía de la escuela. Kaname se sintió solo y abandonado en la casa silenciosa. ¿Iría otra vez a ver a Louise? Siempre se le ocurría lo mismo en situaciones parecidas, pero hoy experimentaba una melancolía desacostumbrada. Siempre empezaba considerando aquella promesa de mantenerse apartado de ella, la necedad, la locura que representaba sentirse tan apegado a ella —¿acaso no era simplemente una prostituta?— y acababa por decidir que iría a verla otra vez; pero hoy, además, la casa se le caía encima. Las puertas correderas, la decoración de la alcoba, los árboles del jardín, todo estaba en orden, invariable; pero Kaname encontraba aquella casa fría y vacía como un templo budista. El propietario anterior la había construido y había vivido en ella sólo un par de años; Kaname la adquirió al trasladarse a Osaka. Aquella habitación había sido añadida después. Sin que se diese cuenta, y sin dedicarles cuidado especial, las vigas de cedro y de abeto se habían vuelto brillantes con el paso del tiempo y ahora habían adquirido aquella pátina que tanto hubiese complacido al viejo de Kioto. Echado sobre la estera, Kaname observaba como por primera vez aquellas vigas relucientes, el tokonoma de la alcoba, la rama con flores amarillas colocada en el jarrón, y la madera reluciente del zaguán que reflejaba la luz del exterior. Se dio cuenta de que su mujer, a pesar de la agitación de aquel periodo de su vida, no olvidaba cambiar la decoración de la casa, los cortinajes, las flores de acuerdo con la estación. Sin duda lo haría por costumbre e inercia. Pensando en el día en que las flores habrían desaparecido, comprendió que incluso aquel matrimonio sin vida, como el lustre de la madera que se ve por la mañana y se recuerda día y noche, era algo tan próximo y familiar que seguiría desgarrándole después de desaparecido.
—¡O-sayo, tráeme una toalla! —gritó levantándose para que pudieran oírlo.
Allí mismo se quitó el kimono de verano a rombos, se secó el sudor de su espalda y se puso el kimono que su mujer le había preparado antes de salir. La carta del viejo voló por el suelo junto con el kimono; iba a ponerla otra vez en el bolsillo cuando se acordó de la manía de Louise («¿Es de alguna geisha?», solía decir después de haberle hurgado los bolsillos, y encontrado una carta). Abrió un cajón de ropa blanca para esconderla debajo, cuando su mano rozó algo: Misako había escondido la carta de Takanatsu en el mismo cajón.
—No sé si debo leerla —se dijo Kaname.
Vaciló antes de sacarla del sobre; evidentemente Misako la había escondido con todo cuidado y era difícil creer que había olvidado el escondrijo. Ahora se daba cuenta de las pocas ganas de enseñársela que había demostrado —aquella actitud inquieta tenía ahora perfecta explicación—. Pero Misako no tenía costumbre de ocultarle nada; el contenido de la carta será muy desagradable, reflexionó. No sería correcto leerla. Sin embargo…
Querida Misako:
Gracias por tu carta. Creía que ahora habríais llegado ya a tomar una decisión, pero el otro día recibí una postal de Awaji y me di cuenta de que todo seguía igual. Tu carta no me ha sorprendido en lo más mínimo.
Al llegar a este punto, Kaname se dirigió a la parte occidental de la casa para proseguir cómodamente la lectura.
Si vuestra decisión es definitiva, ¿no sería más inteligente llevarla a cabo lo antes posible? Parece que no tenéis otro camino, dado el punto a que han llegado las cosas: es el resultado de la ligereza de Kaname y también de la tuya, estoy persuadido de ello. No me importa que te desahogues conmigo —aunque no creo que tu intención fuese precisamente «desahogarte»— pero ¿por qué no lo haces con tu marido? Si lo que te ocurre es que no te atreves, comprendo lo desgraciada que has de sentirte. Y claro está que con esa reserva no puedes seguir casada con él. «Me da demasiada libertad», dices o «Desearía no haber conocido a Aso». Si pudieras insinuar algo de eso a Kaname —si tuvieseis por lo menos esa franqueza que debe haber entre marido y mujer…—. Pero no quiero insistir más en algo que podría resultarte impertinente.
Estate tranquila en lo que respecta a tu carta, no diré una palabra a Kaname; no serviría de nada y sólo empeoraría las cosas.
Tal vez te parezca inhumano, lo sé, aunque debo decirte que pensando en vuestra situación, mi propia experiencia con Yoshiko me viene a la memoria y me siento conmovido hasta lo más íntimo. Pero me prohíbo a mí mismo dejarme llevar de todo sentimiento y quiero juzgar desapasionadamente vuestro problema fundamental, es decir tu desgracia por haber llegado a una situación en que no te queda otro recurso que separarte de Kaname. Olvida el pasado, empieza de nuevo en tu hogar una vida feliz y sobre todo, procura no volver a cometer el mismo error. Estoy seguro de que Kaname será también más feliz.
No creas que estoy enojado con vosotros; aunque no soy muy perspicaz, me he convencido de que no es conveniente que me inmiscuya en esa vuestra complicada situación matrimonial; será mucho más sensato que permanezca apartado hasta que hayáis tomado vuestra propia decisión.
A decir verdad, he aplazado mi viaje con la esperanza de que pronto tendría noticias en ese sentido, pero ahora debo cuidar de mis asuntos en Osaka y tendré que irme directamente a China sin pasar a veros: estoy seguro de que me comprenderás.
Hay algo que no te he dicho todavía: mientras estuvimos juntos en Tokio, le hablé a Hiroshi. Creo que lo tomó muy bien. ¿Has notado en él algún cambio? Recibo cartas suyas de vez en cuando sin que nunca mencione aquella noche. Es un chico estupendo, pero no vayas a creer que intento congraciarme contigo para que des por bueno lo que hice: si me he entrometido más de la cuenta, pido perdón. De todos modos tienes que reconocer que me fue más fácil hablarle a mí que a ti… ¿Verdad que os he quitado un peso de encima?… Aunque parezca presuntuoso, quiero decirte que deseo hacer cuanto pueda, como amigo y como pariente, como alguien que les conoce muy bien, para ayudar a los dos, a Kaname y a Hiroshi. Pienso que los dos juntos podrán soportar mejor el golpe. La vida no es siempre un camino de rosas y es bueno que un muchacho sepa afrontar desde el primer momento la adversidad. Creo que Kaname tampoco ha sufrido mucho y un serio revés como éste le hará bien y le ayudará a corregir su propia volubilidad.
Adiós por hoy. Espero poder volver a verte un día, como feliz esposa de tu nuevo marido.
TAKANATSU HIDEO
27 mayo
Era una carta insólitamente larga para Takanatsu. Los ojos de Kaname se llenaron de lágrimas al terminar la lectura. Quizás la casa vacía había podido más que sus propósitos.