I
—Y así, ¿crees que irás? —le había preguntado repetidamente Misako durante la mañana.
Pero Kaname, como de costumbre, se mostraba evasivo y a Misako le era imposible tomar una decisión. Acabó la mañana. A eso de la una, Misako se dio un baño, se vistió y se sentó a la expectativa, junto a su marido. Él no dijo nada. Tenía ante sí, todavía desplegado, el diario de la mañana.
—Cuando quieras bañarte, todo está a punto.
—¡Ah!
Kaname yacía recostado sobre un par de almohadones con la barbilla apoyada en la mano. Al captar ligeramente la fragancia del perfume de Misako, ladeó la cabeza. La miró a hurtadillas, procurando que sus ojos no se encontrasen —más concretamente podría decirse que miró a hurtadillas su indumentaria para descubrir un indicio revelador de sus propósitos, que le obligase a tomar una decisión—. Por desdicha, en los últimos tiempos no se había fijado demasiado en la forma de vestir de ella. Tenía la vaga impresión de que Misako se preocupaba mucho de su indumentaria y de que continuamente estaba comprando algo nuevo, pero jamás le pedía consejo y él nunca sabía ver lo que ella había comprado. Por aquel rápido examen nada pudo descubrir en ella que le revelase sus intenciones. Vio únicamente a una atractiva y elegante dama ataviada para salir a la calle.
—¿Qué te gustaría hacer? —le preguntó.
—Me da igual, de veras. Si tú vas, yo iré también. Si no, me iré a Suma.
—¿Has prometido ir a Suma?
—En realidad, no. También puedo ir mañana.
Sentada, muy erguida, con los ojos fijos en un punto situado a medio metro por encima la cabeza de Kaname, Misako empezó a limarse las uñas.
No era hoy la primera vez que tenía que hacer frente a una situación parecida. En realidad, siempre que tenían que decidir si salir o no salir juntos, adoptaban ambos una actitud pasiva e indiferente, pero alerta, en espera de decidir de acuerdo con la actitud del otro. Era algo así como si entre los dos hubiese una jofaina llena de agua, balanceándose de un lado a otro, y ellos aguardasen hasta ver en qué dirección se derramaba. A veces transcurría todo el día sin que lograsen llegar a tomar una decisión; a veces decidían en el último instante lo que iban a hacer. Hoy era distinto, sin embargo. Kaname tenía la sensación de que hoy acabarían por salir juntos. Su pasividad, precisamente por eso, no era por completo cuestión de perversidad ni de pereza. Recordó las incómodas salidas que hacían juntos, pero solos, no menos tirantes por reducirse a una pequeña vuelta de una hora, justo para descender hasta Osaka. Esta vez presentía qué era lo que Misako hubiese deseado hacer. No había quedado en ir a Suma, según decía, pero sin duda prefería ir allí para ver a Aso, en lugar de aburrirse en el teatro de marionetas con su padre. Pero aun así, era preciso que manifestara sus deseos de algún modo.
El día anterior, el padre de Misako había llamado desde Kioto para preguntarles si les gustaría ir al teatro de marionetas con él. Misako había salido y Kaname fue lo suficientemente imprudente para decir que «probablemente sí». En realidad no le hubiera sido fácil negarse a ir. «La próxima vez que vaya al teatro, avíseme —le había dicho en cierta ocasión, en un hipócrita intento de hacerse agradable al anciano—, hace un montón de tiempo que no voy». Era evidente que su suegro le había tomado la palabra. Claro que, dejando aparte la obra, era muy probable que él y el padre de Misako no volviesen a tener la oportunidad de charlar a sus anchas. El anciano, que ya tenía cerca de sesenta años, se había retraído en Kioto y llevaba una vida de elegante hombre conservador. Si bien Kaname tenía aficiones bastante diferentes de las suyas, y a menudo le aburrían sus demostraciones de buen connaisseur, por otro lado el anciano había sido un hombre de mundo en su juventud, según se decía, y en sus maneras se traslucía todavía una mezcla de espíritu libre y abierto que lo hacía muy atractivo a los ojos de Kaname. A éste le dolía pensar que pronto dejarían de ser suegro y yerno —en realidad más de una vez se había dicho irónicamente a sí mismo que sentía más divorciarse de su suegro que de su propia esposa— y aunque generalmente la idea no le preocupaba demasiado, deseaba que se le presentara una última oportunidad de demostrar su sentido del deber filial.
Sin embargo, había sido una equivocación no consultárselo a Misako. Él acostumbraba generalmente a mostrarse muy considerado para con los menores deseos de ella. La tarde anterior Misako había salido «para hacer algunas compras en Kôbe» y mientras él hablaba con el anciano, en su mente tomó cuerpo la imagen de los dos, la hija del anciano y Aso paseando del brazo por la playa de Suma; y llegó a la conclusión de que si ella entonces estaba con Aso, al día siguiente no tendría absoluta necesidad de volver a verle. Pero quizás no fuese justo. Misako nunca le escondía nada. No le gustaba mentir ni tenía por qué hacerlo; si había dicho que quería ir de tiendas, probablemente iría de tiendas. A Kaname no podía resultarle agradable que le hablase demasiado claro de cada visita que hacía a Aso; eso Misako debería de saberlo, y quizás no sería demasiada desconfianza pensar que «sus compras en Kôbe» significaban algo más. De todos modos ella no podría acusarle de malicia por haber aceptado la invitación del viejo, de eso estaba seguro; claro que aun suponiendo que ella y Aso se hubiesen visto el día anterior, podría igualmente tener ganas de verle otra vez. Al principio, las visitas que ella le hacía eran muy poco frecuentes: una vez a la semana o cada diez días. Pero ahora ya no tenía nada de particular que fuese a verle dos o tres días seguidos.
Cuando unos diez minutos después Kaname salió del baño, ella se estaba todavía limando las uñas de aquel modo puramente mecánico y tenía los ojos fijos aún en la pared.
—¿Quieres ir al teatro? —preguntó ella.
Evitaba mirarle, allá afuera en la veranda en donde él, con el albornoz muy suelto caído desde los hombros, se hacía la raya frente a un espejo de mano. Al mismo tiempo que formulaba esa pregunta, Misako levantó sus relucientes y afiladas uñas de la mano izquierda a la altura de los ojos.
—No tengo especial interés. Pero le dije que iría.
—¿Cuándo?
—Cuando hubiese, creo… Le entusiasmaba tanto la idea de llevarnos a las marionetas que al fin le dije que sí para que estuviese contento.
Misako rió amablemente, como si se hubiese tratado de un mero conocido.
—No tenías por qué hacer eso. Al fin y al cabo no te has mostrado nunca tan amable con papá.
—De todos modos, tal vez sería conveniente que pasáramos un rato con él.
—¿Dónde para ese teatro Bunraku?
—No es en el Bunraku. El Bunraku se quemó. Es en un lugar de la parte baja de la ciudad llamado Benten.
—¿Eso quiere decir que hay que sentarse en el suelo? No lo soporto; de veras no lo puedo soportar. Luego me duelen una atrocidad las rodillas.
—No tiene remedio ya. Es la clase de lugar que les gusta frecuentar a personas como tu padre. Sus gustos han quedado un poco atrás con respecto a los míos; y es curioso después de lo que antes le gustaba el cine. El otro día leí en alguna parte que cuando a los hombres, de jóvenes, les gustan demasiado las mujeres, al llegar a viejos se convierten en coleccionistas de antigüedades. Los cuadros y los juegos de té pasan a ocupar el lugar del sexo.
—Pero mi padre no ha prescindido todavía del sexo. Tiene a O-hisa.
—Forma también parte de su colección, como si fuese una muñeca antigua más.
—Si vamos, nos tocará cargar con ella.
—Bueno, cargaremos con ella durante un par de horas. Tómalo como una muestra de devoción filial.
Kaname empezaba a pensar que Misako tenía alguna razón especial para no querer ir.
Sin embargo, Misako se dirigió alegremente hacia el arcón y sacó un kimono para él, cuidadosamente metido en una bolsa de papel.
—Piensas llevar kimono, supongo.
Kaname tenía la misma particular preocupación por su forma de vestir que Misako por la suya. Un kimono requería un determinado haori[1] y una determinada faja, y cada conjunto se planeaba con esmero, teniendo en cuenta accesorios tan nimios como el reloj y la cadena, la bolsa, el cordón que cerraba el haori o la pitillera. Sólo Misako era capaz de reunir el conjunto con acierto una vez él había elegido el kimono que se pensaba poner. Cuando, como ahora, tenía intención de salir sola, antes de marcharse se aseguraba de que la indumentaria de Kaname estuviera a punto. Realmente, cuando él se paraba a pensar en ello, se daba cuenta de que era aquélla la única función de esposa que Misako desempeñaba, el único menester que cualquier otra mujer no hubiese sido capaz de desempeñar con igual acierto. Especialmente en ocasiones como la de hoy, en que, en pie ante él, le ayudaba a ponerse el kimono y le atiesaba el cuello, se daba plenamente cuenta de lo excéntrico que había resultado su matrimonio. Quienquiera que los viese en aquel momento, ¿podría acaso imaginar que no fuesen verdaderamente marido y mujer? Ni siquiera los criados que los veían a diario parecían alimentar la menor sospecha al respecto. Y ¿no eran acaso marido y mujer, en realidad? Recordó cómo le ayudaba ella a ponerse incluso los calcetines y la ropa interior. Al fin y al cabo, el matrimonio no era solamente cuestión de alcoba. Durante su vida había conocido a muchas mujeres que le habían atendido en esa particular necesidad. La realidad del matrimonio residía sin duda en gran parte en aquellos modestos menesteres. Podría casi decirse que era a través de ellos como el matrimonio se revelaba en su forma más fundamental y clásica; desde ese punto de vista tenía que considerar a Misako como a una esposa por demás satisfactoria…
Kaname, que estaba en pie ciñéndose la faja, bajó la mirada hasta la nuca de Misako, arrodillada ante él con un manto negro sobre su regazo; iba atándole el cordón y el pasador destacaba con un trazo negro contra el blanco de su mano. De vez en vez, mientras se esforzaba en pasar el pasador por su sitio, las puntitas de sus uñas recién pintadas se encontraban, produciendo un ligero chasquido. Tal vez sabría ella por experiencia la clase de emociones que la ocasión podía despertar en él porque, como para salvaguardar la posibilidad de dejarse llevar por el mismo sentimentalismo, seguía su tarea de modo sumamente preciso e impersonal. Aquello hizo, sin embargo, que al mirarla una especie de muda pena naciese en él, sin temor ya a que sus ojos se encontrasen. Contempló la curva de su espalda, la suave redondez de sus hombros, que se insinuaban bajo el transparente kimono, y allí donde la falda del kimono se entreabría pudo ver un par de centímetros de sus piernas por encima de su calcetín, blanco y tieso de almidón a la moda de Tokio. Su piel, a esas rápidas ojeadas furtivas, parecía más fresca y más joven de lo que correspondía a sus casi treinta años, y, si hubiese pertenecido a la esposa de cualquier otro hombre, le hubiese parecido hermosa e incitante. Incluso a veces, en la noche, sentía cierto deseo de estrecharla entre sus brazos, de acariciarla como en aquellas primeras noches después de la boda. Pero lo triste era que desde aquellas primeras noches su piel había perdido todo poder de atracción para él. El secreto de su juventud y fragancia podía estar en el hecho de que él la había forzado a llevar una especie de existencia de viuda: este pensamiento le producía en aquel momento más bien extraña frialdad que pesadumbre.
—Y hace un día tan hermoso. —Misako había terminado con el cordón y le ayudaba a ponerse el haori—. Es una vergüenza desperdiciarlo yendo al teatro.
Kaname sintió cómo la mano de ella dos o tres veces le rozaba el cuello; pero su contacto era tan frío e impersonal como el de la mano del barbero.
—¿No deberías telefonear a Aso? —Kaname sospechaba que estaría pensando en algo más que en el tiempo.
—No…
—Me gustaría que lo hicieses.
—No es necesario, en absoluto.
—¿No te estará esperando?
—Supongo que sí… ¿A qué hora estaremos de vuelta?
—Si nos vamos ahora mismo y nos quedamos a ver un par de actos, saldremos hacia las cinco o las seis.
—No sé si será demasiado tarde ya para ir a Suma.
—Probablemente no será demasiado tarde, pero como no sabemos cuáles son los planes de tu padre… Si desea que cenemos con él no podremos negarnos… Lo mejor será que esperes a mañana.
Cuando decía las últimas palabras entró una sirvienta a decir que llamaban a Misako por teléfono desde Suma.