Introducción

«Un pie de esplendorosa blancura» entrevisto a la penumbra es una metáfora que a Junichiro Tanizaki (1886-1965), cultivado y hedonista, no le hubiera desagradado para significar toda su obra. Entre otras razones porque, a diferencia de lo que ocurre en Occidente, el pie desnudo femenino posee unas connotaciones de voluptuosidad y estética de sólida tradición en la cultura japonesa. Y de ambas cosas, voluptuosidad y estética, Tanizaki, el autor del celebrado El elogio de la sombra, de juventud disoluta y casado tres veces, sabía mucho.

Pero además de la presencia del pie femenino como culto fetiche de varios de sus protagonistas, hay otros tres o cuatro ejes temáticos en la obra de este escritor: la fascinación por la belleza destructora, la caprichosa crueldad de la mujer amada, la búsqueda del ideal de la madre perdida y la pasión amorosa transgresora. Los cinco, que Tanizaki cultivó toda la vida con una constancia siempre innovadora, están representados en el siguiente ramillete de relatos. Combinados, retratan el asunto universal del amor con un dibujo de inquietante perversidad. Es la cualidad excepcional del libro que tiene el lector en sus manos.

Además de esos singulares cinco pilares temáticos, el conjunto de la producción de este escritor llama la atención por su tamaño: treinta volúmenes donde figuran novelas cortas, relatos, obras dramáticas, ensayos, obras críticas y traducciones; y una perseverancia ejemplar en el ejercicio literario: más de cincuenta años, desde los veintidós hasta casi el día de su muerte a la edad de setenta y nueve.

Tanizaki nació en Tokio en 1886, el mismo año en que la literatura japonesa recibe el bautismo de «moderna», léase, occidentalizante. Ese año Tsubouchi Shoyo completa su tratado La esencia de la novela, donde identifica al género de ficción novelesca de corte realista como el vehículo literario más adecuado para reflejar la nueva realidad social. Japón era entonces un país recientemente subido al tren de los galopantes cambios de la llamada era Meiji (1868-1912), una nación recién salida del feudalismo en lo social y lo tecnológico, pero que al final del periodo consiguió ganarse un puesto en la mesa de los poderosos —las potencias colonialistas—, privilegio excepcional para una nación oriental. La era Meiji tiene dos mitades bien diferenciadas: una primera de adopción indiscriminada y febril de todo lo occidental —desde el miriñaque al tenedor, pasando por las nociones de la moralidad cristiana, o la dignidad personal, y llegando al telégrafo, la pintura al óleo y el derecho penal prusiano— y una segunda de contención y emulación selectiva. En esta segunda fase no faltó un amarguillo de desilusión y la desconcertante constatación de que, a pesar de los éxitos en occidentalizarse y hasta haber tirado de las barbas a alguna de las potencias —derrota naval sobre Rusia en 1904—, Japón nunca podría dejar de ser un país oriental en el que la tradición pesaba demasiado.

En literatura tal peso significó la popularidad, a finales de siglo, de escritores como Koda Rohan e Izumi Kyoka, que reincorporan técnicas y asuntos narrativos de la literatura premoderna japonesa; en sociedad lo simbolizó la repercusión del suicidio ritual del general Nogi Maresuke, en 1912, a las pocas semanas de la muerte del emperador. El gesto ancestral de seguir en la muerte al señor, que conmocionó a los dos patriarcas de la nueva literatura, Natsume Soseki y Mori Ogai[1], fue una demostración inquietante de que el viejo Japón seguía vivo. En este ambiente de inspiración occidental contenida hay que situar los años formativos y primeros escarceos literarios de Junichiro Tanizaki[2].

Pero la breve semblanza de la era Meiji que acabamos de trazar como una fachada cultural bifronte ilustra, además, tanto la trayectoria literaria del mismo Tanizaki como la situación de la literatura japonesa en la década de 1910, cuando nuestro autor empieza a escribir. Dos puntos de vista que nos permitirán encuadrar mejor el edificio de su obra.

Hay «dos Tanizakis», una dualidad que se entiende por la existencia en su producción de una vertiente de rendida admiración por lo occidental y otra de cultivo exclusivo de ambientes y asuntos japoneses. En términos cronológicos, corresponden a un Tanizaki de juventud, hasta el periodo 1923-1926, y otro de madurez, desde esa fecha hasta su muerte; en términos geográficos, hay un Tanizaki de Tokio y otro de Kioto: un Tanizaki que habita y, como escritor, cubre la zona de Tokio-Yokohama (la llamada región Kanto) y otro que habita y, como literato, cubre la zona Kioto-Osaka-Kobe (la llamada región Kansai); en términos culturales, hay un Tanizaki algunas de cuyas heroínas llevan falda, van al cine y bailan el charlestón —prototipo de la modan garu, pronunciación japonesa de modern girl, término en boga en la década de 1920— y otro Tanizaki cuyas heroínas llevan kimono, van al teatro kabuki y tocan el shamisen. La diferencia entre el Tanizaki de uno y otro periodo la simboliza llamativamente el contraste entre el diabolismo de algunos relatos de su juventud y la solemne invitación, ya sesentón, a cenar con el emperador en 1949 a raíz de ser galardonado con la Medalla de Cultura.

En segundo lugar, la situación de la literatura japonesa cuando Tanizaki empieza a escribir arroja una luz reveladora de las cualidades más constantes del escritor. Es el periodo 1910-1911, cuando, en las revistas Shinshichō y Chūō kōron, Tanizaki firma sus primeros relatos importantes: «Tatuaje», «El torbellino», «El secreto». En el Japón de la época lo habitual era publicar por entregas en revistas literarias o en suplementos de diarios. Esos relatos primerizos sorprenden porque van a contracorriente de la tendencia literaria del momento. Por esos años en Japón estaba en boga la novela naturalista, una moda que se prolonga hasta 1915. El naturalismo japonés, como el primer periodo de la era Meiji y, paradójicamente, el primer Tanizaki, es un eco sui generis de la tendencia dominante en Europa treinta y cinco años antes. Es cierto que los «naturalistas» japoneses privilegian la confesión y la moral en sus novelas, pero la inspiración es extranjera. Las dos novelas naturalistas más representativas, El futón y El precepto roto, de Tayama Katai y Shimazaki Toson, se publican respectivamente en 1906 y 1907, cuando Tanizaki está a punto de iniciarse como escritor. Pues bien, a esta corriente literaria nuestro escritor da la espalda con desdén; y lo hace por cuna y sensibilidad. Los escritores naturalistas japoneses eran provincianos procedentes de familias de samuráis de clase baja y llegados a la gran ciudad con el deseo de proyectar su individualidad recién descubierta al socaire de la modernidad —la clase samurái había sido abolida en la década de 1870—, de retratar las contradicciones de la nueva sociedad, de hallar significado a sus vidas desarraigadas por el vendaval de los cambios sociales. Por el contrario, Tanizaki, hijo de comerciantes, era un capitalino formado en la cultura decadente de Tokio; un joven, cuando empieza a escribir, interesado no en una moral social, ni en moverse a ras de tierra, sino en volar con la imaginación a paisajes exóticos, en dejarse mecer en el cielo de neorromanticismos lánguidos, en asomarse al abismo de la naturaleza humana y explorar sus honduras, con sus anomalías y singularidades. Y hacerlo con una sensibilidad especialmente aguda y no en aras de una moral o verdad social, sino del puro arte. El nombre de Tanizaki se asocia con frecuencia al de Oscar Wilde, que también negaba a la literatura cualquier función que no fuera la de ser bella. «El arte es vida y la vida es arte» será el evangelio adoptado desde estos años por el joven Tanizaki. ¡Nada más lejos de las tesis naturalistas de su tiempo!

Por parecidas razones, el escritor Nagai Kafu, seis años mayor que Tanizaki, defensor a ultranza del arte por el arte y gran figura del antinaturalismo, saluda con entusiasmo las primeras creaciones del joven autor y le abre las puertas de su revista Mita bungaku, portavoz del movimiento antinaturalista. En un artículo de esta publicación escrito en 1911, Kafu destaca la originalidad de la escritura de Tanizaki y menciona la «belleza misteriosa» de su prosa y la «perfección estilística». Estos elogios, especialmente valiosos por provenir de un maestro de estilo como el propio Kafu, la autoridad del mundo de las letras más de moda en el momento y prestigioso profesor de Literatura Francesa en la Universidad de Keio, contribuyen a hacer un hueco al joven escritor en la escena literaria. Son los inicios del primer Tanizaki.

EL PRIMER TANIZAKI

Los elogios del maestro señalan el pistoletazo de salida en la carrera de nuestro autor. Una carrera dominada por interminables contradicciones en la vida real y el ideal artístico. La familia comerciante de los Tanizaki, originalmente próspera, estaba arruinada cuando Junichiro entra en la adolescencia, una realidad dolorosa que lo obliga a trabajar de empleado doméstico varios años para avanzar en sus estudios. En junio de 1911 es expulsado de la Universidad de Tokio por impago de matrícula. Parece que la falta crónica de fondos y el coste de su incorregible afición a frecuentar los barrios licenciosos de Tokio le hicieron vivir de incógnito durante cierto tiempo a fin de huir de sus acreedores.

En la primera colección de relatos de Tanizaki, publicada en 1912 y de la cual aquí hemos incluido dos, el titulado «El diablo» (Akuma) es el causante directo del calificativo de «diabolismo» (akumashugi), un marbete que rutinariamente se aplica a la producción tanizakiana de esa década. Pero no hay que confundir su diabolismo con el satanismo metafísico religioso de algunos escritores románticos europeos. No es exacto decir que Tanizaki se inició como escritor romántico, aunque sí que estaba mucho más cercano a las tesis románticas que a las naturalistas. Las corrientes literarias occidentales, como el romanticismo y el naturalismo, al igual que ocurre con esas especies vegetales cuyos frutos cambian de sabor y hasta de color al ser trasplantadas, se transmutan cuando se cultivan en Japón. Por ejemplo, el satanismo de los románticos europeos se transforma en un diabolismo de raíces budistas. Así, lejos de relacionarse con el ángel caído del cristianismo, el diabolismo de nuestro autor se asocia más bien al demonio del budismo (el mara, literalmente el «matador»). Este diablo no sólo se mueve entre dos polos magnéticos, es decir seduce y mata, sino que además no se concibe fuera de la naturaleza humana. Dicho de otra manera, en Tanizaki los seres humanos son por sí mismos lo bastante diabólicos para merecer el protagonismo de algunos de sus relatos. La conducta extravagante, cruel, violenta o subversiva de los personajes de Tanizaki, que conoceremos en las páginas de este libro, son facetas, no por infrecuentes menos reales, de la poliédrica naturaleza humana. El universo diabólico de Tanizaki no fue, por otro lado, una travesura literaria de juventud, sino un elemento psicológico constante de primer orden en casi toda su producción. Hijo del diabolismo es el amoralismo que Tanizaki persigue con determinación en su exploración incesante de la naturaleza humana. No era difícil imaginar que la censura japonesa, en defensa, se decía, de las buenas costumbres, hallara presa fácil en algunas obras de este primer Tanizaki. La moralidad cristiana, uno de los productos incluidos en la cesta de la compra adquirida por Japón en su comercio con Occidente, tendrá en la censura una carcelera implacable que acosará al autor toda la vida. Para un hombre que, como él, vivirá de la pluma era una amenaza temible.

En 1915, cansado de la vida disipada, vive con sus padres y proyecta fundar su propia familia. Lo hace al casarse con una exgeisha de diecinueve años, Chiyoko. En realidad, Tanizaki mantenía relaciones con la hermana mayor de ésta, Hatsuko, la cual, sin embargo, tenía ya un patrón y le presenta a su hermana menor. El triángulo amoroso de dos hermanas y un hombre será explotado con éxito literario en uno de los relatos aquí presentados, «El segador de cañas». Parecer ser que la vida matrimonial, a pesar del nacimiento de una hija el año siguiente, decepciona rápidamente a Tanizaki. Rupturas y reconciliaciones puntúan su vida sentimental hasta 1930, año en que se divorcia y «cede» su mujer a su mejor amigo, el poeta Sato Haruo. Entremedias, el suicidio de un tío, pilar financiero de la casa Tanizaki, la muerte de su adorada madre en 1917 y la de su padre dos años después. El autor debe asumir, él solo, las responsabilidades como padre, esposo y cuñado, pues en su casa se había instalado la hermana menor de su mujer, por la que se sentirá fuertemente atraído. En lo material, trata de solventar estas responsabilidades con la pluma, para lo cual, por necesidad y gusto, diversifica el cultivo de géneros: ensayo, teatro, traducciones y guiones de cine, de cuya moda, desde el año 1920, nuestro autor se declara apasionado.

De este primer Tanizaki datan sus dos únicos viajes al extranjero, concretamente a China (1918 y 1926). Llama la atención que, a diferencia de los escritores más destacados de su tiempo, no viajara nunca a Occidente a pesar de la rendida admiración que, hacia el estilo de vida occidental y el exotismo, profesan sus obras durante esta época —Europa, China, el Japón premoderno.

Este primer Tanizaki, el de la adulación por Occidente, tuvo su momento culminante al empezar los años veinte, cuando muda su residencia al barrio donde vivían los extranjeros en Yokohama y se dispone a llevar una vida totalmente a la europea. Viste ropa occidental ostentosa, se jacta de no quitarse los zapatos en todo el día —importación foránea en un país donde hay que descalzarse para entrar en una casa— y anima a su mujer a que aprenda bailes de salón. Tras el devastador terremoto de 1923 que arrasa Tokio-Yokohama, Tanizaki expresa la esperanza de que la ciudad japonesa se reconstruya siguiendo planes urbanísticos de las grandes capitales de Occidente, de que por fin «cuente con todas las diversiones de París o Nueva York, que sea una ciudad donde la vida nocturna no acabe nunca, una ciudad donde todos sus habitantes adopten un estilo de vida europeo-norteamericano, donde los jóvenes, hombres y mujeres, lleven todos ropa occidental»[3].

Representativa de finales de este periodo es El amor de un loco, de 1925, que resume su encaprichamiento por la modernidad, su desdén por la tradición y su despreocupación por la moral —la obra fue censurada—. Esta novela, también conocida como Naomi por el título de la versión inglesa con que fue conocida en Occidente y que da nombre a la protagonista, es de transición, no tanto porque el tema lo vincula con las historias de Yokohama de años anteriores y por el asunto principal —la exaltación de la chica moderna, de Naomi, la modan garu—, sino debido a la implícita condena que hace del héroe por su apasionamiento de la casquivana Naomi.

El cambio del primer Tanizaki al segundo, de Occidente a Japón, no se revela inmediatamente en su producción. Después de El amor de un loco escribió un grupo de ensayos bajo el título de Charlatanerías (Josetzuroku), en algunos de los cuales estaba la semilla de su famosa disputa literaria con Akutagawa Ryunosuke. Los dos eran amigos, hijos del Edo más típico, y habían colaborado en la misma revista, Shinshichō. Pero por temperamento diferían: Tanizaki era enérgico y vital, con un interés primordial en la sensualidad de sus personajes; Akutagawa era frágil y atormentado, con un interés fundamental en el análisis psicológico. En 1927 este autor, que se suicida pocas semanas después de entablado el debate, escribía relatos basados en experiencias físicas o mentales. Tanizaki, por el contrario, defendía la importancia de la ficción, de la palabra inventada, del artificio literario, como única justificación para escribir. «No me interesa más que la mentira» fue su famosa frase. En el fondo, el debate encubría la relación entre las palabras y los hechos, un asunto de mucha enjundia entre los críticos literarios y novelistas de Japón, donde la primacía de las cosas y de las vivencias sobre la ficción era artículo de fe.

EL SEGUNDO TANIZAKI

Tras su segundo viaje a Shanghái en 1926, Tanizaki se despide de su estilo de vida occidental y se instala, ahora definitivamente, en Kansai (Kioto-Osaka). Es el comienzo del segundo Tanizaki. Los sabores de la comida de esa región, la melodía de su dialecto en boca de sus mujeres, la atmósfera evocadora de viejos esplendores cortesanos pudieron ser, según su propia confesión, los atractivos iniciales que lo llevaron a cambiar de gustos y residencia.

El sosiego emocional del segundo Tanizaki fue notable sobre todo por oposición a los vaivenes del primero. Esta paz no se la dio la segunda mujer con la que se casó en 1931, la periodista Furukawa Tomiko, de la que se divorció dos años después, sino la tercera: Nezu Matsuko, de una familia de la gran burguesía de Osaka y también divorciada. Tras separarse de su segunda esposa vive con Matsuko, una situación de escándalo aireada por la prensa local, y finalmente, rozando los cincuenta años, se casa con ella en 1935. La confluencia del amor de esta mujer y el descubrimiento de un territorio físico como Kansai, la cuna de la cultura japonesa, va a dotar a nuestro autor con el doble regalo de una estabilidad afectiva y el universo de la literatura clásica. Una confluencia que se traducirá en una extraordinaria fecundidad literaria. Así lo atestigua la secuencia de relatos publicados entre 1931 y 1935, entre ellos el bellísimo «El segador de cañas», incluido en la presente selección; otro donde reintroduce el viejo tema de la crueldad femenina, titulado «La historia de un ciego», ejemplar por la sutileza y complejidad narrativas; La historia secreta del señor de Musashi (1931); Yoshino, del mismo año; Shunkin (1933), y también ensayos como El elogio de la sombra (1933), un delicioso breviario de estética japonesa, y el Tratado de la escritura (Bunshō tokuhon, 1934), inédito en español.

El mismo año de su matrimonio, 1935, Tanizaki, insaciable en nuevas formas de expresión literaria, inicia un trabajo que le llevará varios años: la traducción al japonés moderno del clásico de los clásicos: El relato de Genji (Genji monogatari), de la dama Murasaki Shikibu. Esta empresa, cuyo notable esfuerzo va a enfriar su vena creadora, ve la luz en 1939-1941, cuando aparece en veintiséis volúmenes bajo el título de El relato de Genji traducido por Junichiro. También en esta recreación del Japón del siglo XI la censura vuelve a la carga: se suprimen los capítulos que tratan de la relación adúltera entre el protagonista y su madrastra, un asunto rayano en crimen de lesa majestad para las autoridades ferozmente nacionalistas de la época.

En plena contienda internacional, en 1942-1943 lleva a cabo el segundo proyecto más ambicioso de su carrera: la crónica de una familia burguesa de Osaka a lo largo de cuatro años, centrada en torno a la búsqueda de marido para la hija menor de la familia. El título original es Sasameyuki o «Aguanieve», más conocido en español por su versión, indirecta desde el inglés, Las hermanas Makioka. Nuevamente los censores «recomiendan» no publicarla «habida cuenta del combate final al que se prepara la nación y del temor de que la novela ejerza una influencia nociva en la población». Su prohibición, en realidad, se basaba no en el contenido subversivo ni perjudicial de sus páginas, sino en que describía con nostalgia el Japón de la preguerra, cuando las clases burguesas se ocupaban simplemente de acuerdos prematrimoniales y de visitar lugares famosos donde admirar cerezos en flor.

A pesar de su cambio de residencia y del fin de su enamoramiento de Occidente, este segundo Tanizaki no se diferencia del primero en la insistencia en los cinco ejes temáticos señalados al principio de esta presentación, ni en la incansable búsqueda de ambientes, géneros y hasta de espléndidas portadas para sus libros. Así, en 1949 publica La madre del capitán Shigemoto, en donde al lado del viejo tema de la búsqueda de la madre perdida y de la apreciación del pasado japonés lejano, introduce referencias escatológicas de dudoso gusto para el lector occidental.

Los primeros años de la década de los cincuenta, en un país por fin libre del amordazamiento de la censura, los pasa nuestro autor ocupado en una nueva versión de El relato de Genji, esta vez sin miedo a que le mutilen el texto, y acercando más el estilo al lenguaje coloquial moderno. Después, cuando muchos pensaban que había dado lo mejor como escritor, publica tres obras que causan impacto en público y crítica: La llave, El puente de los sueños y El diario de un viejo loco, escrita esta última siendo ya un setentón avanzado. La primera, en forma de doble diario y con descripciones sin tapujos de la actividad sexual de un profesor de cincuenta y cinco años y su esposa diez años más joven, fue descrita por el suplemento del diario Asahi como algo «entre obscenidad y literatura» e incluso suscitó un debate en el Parlamento japonés. En la segunda indaga la redención de la sexualidad y aborda algunos de sus asuntos favoritos, como la mujer fatal y la madre perdida. La tercera, donde reincide en el viejo tema del culto fetichista del pie desnudo femenino, se puede leer como una comedia inteligente de la condición humana.

En 1964 fue elegido miembro de honor de la Academia de Estados Unidos de las Artes y las Letras e inició la edición de una tercera versión de El relato de Genji. Murió el año siguiente, a los setenta y nueve años.

Sordo al clamor de hechos históricos trascendentales y al clima espiritual dominante —desilusión al final de la era Meiji, carrera nacionalista, fragores bélicos, desastre de la derrota y dura posguerra—, Junichiro Tanizaki se concentró en su capacidad creativa para innovar una temática constante, buscando en la pura ficción, nunca en los hechos de su tiempo, las verdades esenciales de la literatura y forzando su talento a alturas sorprendentes de opulencia y fuerza imaginativa. Los siguientes cuentos de amor son un ejemplo de tan altos vuelos.

ESTA SELECCIÓN

Tres son los criterios seguidos en la selección de los siguientes once relatos, que cubren veintiséis años (1910-1936) de quehacer literario. En primer lugar, variedad e interés para el lector moderno; en segundo lugar, representatividad en el tratamiento del gran tema del amor dentro del conjunto de la obra de este autor; en tercer lugar, la inclusión de algunas historias inéditas en español o inéditas desde el original japonés. En un maestro del estilo como Tanizaki es obligado destacar el talento y esfuerzo de los traductores —Akihiro Yano y Twiggy Hirota Estrada—, que han producido una versión sobresaliente por el equilibrio entre claridad y elegancia, entre la exuberante riqueza de la prosa del «Tanizaki en japonés» cuando recrea ambientes del pasado y la sobriedad y contenido vigor del otro «Tanizaki en japonés» que retrata ambientes contemporáneos o de la modernidad.

Hablando de la modernidad, el espíritu moderno de Tanizaki no debe engañar al lector occidental, pues a pesar del encaprichamiento de juventud por lo occidental y la vanguardia estamos ante un autor japonés hasta la médula. Como tal debe ser leído y disfrutado. Ayudará para ello la mención de las tres cualidades más relevantes, en nuestra opinión, de esta antología de cuentos de amor, que mucho tiene que ver con la singular naturaleza de los parámetros literarios japoneses. La primera se deriva de la asimetría, un firme valor estético en la tradición cultural japonesa. El esquema de «principio-clímax-fin» como unidad de representación lineal propia de la tradición literaria occidental simplemente no es aplicable a las formas de expresión japonesas. Las historias japonesas no nacen de la nada ni concluyen en la nada, sino que nacen de algo y terminan en algo, unos «algos» que no se explicitan en la narración pero cuya existencia presupone y determina el devenir narrativo, creando un fuerte metatexto. Es la razón de que cuando una secuencia narrativa japonesa, cinematográfica o literaria, llega al «final», a menudo produce en el espectador o lector occidental la impresión, no pocas veces frustrante, de no finalizar, de no completarse. Las historias japonesas, más que acabarse, se detienen. La idea, en la tradición literaria japonesa, es que mediante la no finalización o imperfección aparente de una secuencia se prolonga la vida de las cosas. Y esto es un logro artístico de primer orden y estéticamente grato para el gusto japonés. A pesar de su modernidad superficial, Tanizaki no escapa a esta tendencia y algunos de los cuentos aquí presentados son fieles a la misma. Así ocurre, claramente, en «Tatuaje», «El guapo», «Los pies de Fumiko», «El fulgor de un trapo viejo» y «La gata, el amo y sus mujeres».

La segunda cualidad sorprendente de estas historias podría denominarse «frontalidad visual del relato», y hace pensar en el cromatismo plano de las estampas ukiyo-e. Sin gradación de tonos en la caracterización de los personajes, sin análisis elaborado de sus emociones, sin bucear en los paisajes del alma humana, la escritura de Tanizaki es de una visualidad de maravillosa sencillez, un ejemplo apto de ese carácter eminentemente visual de la cultura japonesa que algún crítico moderno japonés ha contrapuesto al carácter intelectual y analítico de las culturas de Occidente. No es casual, por lo tanto, la presencia insistente de pintores como protagonistas de estas historias y de pinturas colgantes. Tampoco lo es, como en el caso de la presente selección de cuentos, que el autor se complazca en la descripción morosa de lo aparentemente insignificante, en la exaltación artística del detalle, en el recorrido pormenorizado de lo periférico. Se trata de cualidades literarias genuinamente japonesas.

Un tercer rasgo que hace peculiares estos cuentos es la índole no convencional y hasta subversiva del amor. En «El caso Crippen a la japonesa» Tanizaki menciona al autor de un libro cuya lectura probablemente realizó en 1908 o 1909 desde la versión inglesa, pues la japonesa no se publicó hasta 1913. Es Richard von Krafft-Ebing y el libro en cuestión, Psychopathia sexualis, un repertorio de las perversiones sexuales más conocidas cuando se escribió, en 1886. Esta obra, a la cual se debe la introducción en el vocabulario común de las lenguas europeas de términos como «sadismo» y «masoquismo», debió de ser determinante para que el joven Tanizaki, sediento de novelar a la vanguardia de su generación, decidiese que era posible una narrativa amatoria con la sexualidad transgresora como fondo. La decisión fue tan firme que uno de los ejes temáticos ya identificados del autor, como el fetichismo del pie, se adscribe plenamente a ese género de sexualidad. Un cultivo que, lejos de ser pose de juventud, se mantuvo constante en la dilatada carrera literaria del autor: uno de sus últimos relatos destacados, El diario de un viejo loco, ya mencionado, de 1962, describe esta anomalía sexual en llamativas escenas —el viejo, arrodillado en la ducha, se introduce en la boca con arrebatada pasión los dedos del pie de su nuera—, preludiadas en «Los pies de Fumiko», que aquí leeremos, escrito casi cincuenta años antes.

No hay nada más opuesto al tratamiento edulcorado del amor o a las formas más cándidas de novela rosa que la naturaleza amatoria de la narrativa de Tanizaki. Amor destructor en forma de araña asesina de hombres («Tatuaje») o de mujer fatal («El mechón») o de encanallamiento («El guapo»), travestismo («El secreto»), sadismo («El caso del baño Yanagi», «Terror»), fetichismo («Los pies de Fumiko», «La flor azul»), abandono («El fulgor de un trapo viejo»), masoquismo («El caso Crippen a la japonesa», Jotaro el masoquista), castidad («El segador de cañas»), vacío del amor («La gata, el amo y sus mujeres»), coprofilia («Los jóvenes» y La madre del capitán Shigemoto)…, perversiones, groseras unas, sutiles otras, todas humanas, del tema universal y eterno del amor.

ESTOS CUENTOS

El relato que abre la colección fue uno de los primeros en ser conocidos en español gracias a la edición de Seix Barral de 1968, que llevó el título de Cuentos crueles. Su nombre fue «El tatuador», y en aquella edición llegaba vertido desde el inglés. El original, Shisei, data de noviembre de 1910 y figuró en el tercer número de la revista Shinshichō. Fue el primer texto de relieve de nuestro autor, entonces con veinticuatro años, y su carta de presentación en los cenáculos literarios y artísticos. Llamó la atención por ser, en tema, estilo y espíritu, la antítesis de las corrientes literarias dominantes. Frente al marco realista del naturalismo, en «Tatuaje» el autor se evade a un pasado que, en el Japón de los vertiginosos cambios del nuevo siglo, se percibía como lejano: el periodo Bunka-Bunsei (1804-1830). El tratamiento magistral del pasado se refuerza con el oficio del protagonista: tatuador, una profesión de cierto desgarro en tiempos de Tanizaki. En 1872 el gobierno reformista de Meiji, en el marco de las medidas destinadas a «moralizar y civilizar» las costumbres populares, había prohibido llevar tatuajes en público. Una medida que, a fin de cuentas, demuestra la popularidad de la práctica, pues se sabe que en un barrio tan tradicional como el tokiota de Ryogoku se celebraban regularmente exhibiciones de tatuajes. El tatuaje, que en el Japón de hoy relacionamos con la yakuza, la mafia japonesa, en la época era distintivo de las clases populares —Tanizaki menciona carpinteros, tahúres, portadores de rikisha, el vehículo de tracción humana— y de las oiran, las prostitutas de gran lujo. De hecho, al final del primer párrafo el autor alude a la difícil técnica de un tatuaje, frecuentemente con las iniciales del amante, de uso entre cierta clase de mujeres, que consistía en incrustar debajo de la piel un polvo transparente, normalmente invisible, pero cuyo diseño se mostraba en tonos rosáceos bajo el efecto de una bebida alcohólica o del placer erótico.

El exotismo del relato se refuerza con las referencias a un género dramático como el kabuki y a sus famosos onnagata o actores especializados en interpretar personajes femeninos, a las estampas xilográficas o ukiyo-e y a los rollos colgantes, todas ellas artes populares en la época de Edo, años próximos cronológicamente —el mismo abuelo de Tanizaki las cultivaba—, pero distantes en cuanto a la cultura del Japón sumido en vertiginosos cambios. Es precisamente este hábil distanciamiento cronológico lo que presta una verosimilitud convincente a la anécdota cruel, a la gradación del erotismo y a ese halo de siniestra perversidad que envuelve el relato y que conduce de un modo ejemplar a la creación de una belleza maléfica.

Escrito unos meses después, «El secreto» (Himitsu) apareció también en noviembre de 1911, pero esta vez en la prestigiosa revista Chūō kōron. En estilo y tema es una obra hermana del relato anterior. Hay una diferencia de espíritu evidente: el diabolismo de «Tatuaje» es sustituido por un dandismo en el cual la vida también debe ser obra de arte. Y dos diferencias formales evidentes: «El secreto» se escribe en primera persona y la acción es ahora contemporánea, aunque, eso sí, en el entorno castizo de Shitamachi, «la ciudad baja», la zona de los barrios más populares de Tokio, como el actual distrito de Asakusa. Su desarrollo se conforma al ritmo y los vericuetos de la novela policíaca, a la que el autor cita y de la cual veremos dos muestras más en esta colección. La intriga del relato consiste en apartar el velo del misterio. Y quien lo aparta es quien lo lleva puesto en la primera parte del cuento. El protagonista de este relato podría ser el mismo del relato anterior que, movido por una curiosidad insaciable de experimentar todo, acaba siendo víctima de su mismo instinto de averiguación. Si en el relato hermano el arte del tatuaje metamorfosea a la mujer, en este es la apariencia, disfrazada de secreto, lo que da valor y sustancia a la realidad. En ambos casos asistimos al triunfo del arte que se ha hecho vida. El secreto en este cuento sorprendente es una superposición de secretos en la cual destaca la filiación entre los dos principales: el primer gran secreto, el de travestirse en mujer de kimono de crepé de seda azul, da lugar al segundo gran secreto, el domicilio de la amante. Dos conclusiones parecen evidentes: el mantenimiento del secreto es lo que garantiza la existencia de la relación entre las personas, y el laberinto de calles que atraviesa el protagonista para llegar a la casa de la amada es un espacio sagrado que se viola al perforar el segundo gran secreto. ¿Metáfora del proceso creativo?

Los relatos tercero y cuarto, «El guapo» y «El caso del baño Yanagi», son, al igual que el anterior, inéditos en español. El primero es de 1916 y asume el tema de la belleza destructiva, en este caso masculina, representada por el guapo K, un calavera que hace desgraciadas a todas las mujeres que seduce, excepto a una…, la misma que «lleva una botella de ácido y también oculta una pistola». ¿Lo conseguirá?

«El caso del baño Yanagi», dos años posterior al anterior, presenta un protagonista con los atributos más tenebrosos del héroe tanizakiano: sádico, asesino y demente. La estructura narrativa es una de las predilectas de nuestro autor: el narrador sitúa al lector en un marco verosímil y autobiográfico dentro del cual introduce a un personaje que cuenta la historia. En este caso, el marco es el despacho de un abogado experto en criminología ante el cual «yo me deleitaba escuchando las historias confidenciales de delincuentes» que podrían ser material novelable. Seguirá, aunque en pequeño, la misma estructura de «El segador de cañas». Este relato se inscribe en la serie de historias policíacas, preludiadas por «El secreto», y a las que el autor era aficionado.

«Los pies de Fumiko» es un clásico universal del fetichismo y ha sido objeto de lecturas psicoanalíticas. Apareció en 1919 en la revista Yuben. Para empezar, el título. El nombre femenino de Fumiko, aparte naturalmente del significado propio de los sinogramas de las dos primeras sílabas, fu y mi —«riqueza» y «belleza», respectivamente—, se asocia fonéticamente a fumu, que significa «pisar», con lo cual el nombre de la heroína podría significar «la mujer que pisa». Pues se trata de eso: de pisar —basta reparar en cómo se realiza esta acción en el estremecedor final— y del pie —adviértase la morosa delectación, de varias páginas, con que se describe.

El pie desnudo en la cultura japonesa no comporta el mismo significado que domina en la conciencia de muchos occidentales, cuya convicción íntima e inconsciente supone que el pie es algo feo, desagradable o sucio. «Es una idea que los japoneses no podríamos ni imaginarnos, porque vivimos convencidos de la belleza del pie desnudo», afirma el antropólogo japonés Tada Michitaro. El pie, percibido en Japón como objeto hermoso, necesita para realzar su belleza un suelo como el de la superficie limpia y vacía del tatami. Pie descalzo y suelo, en Japón, congenian tan bien como, en muchos países de Europa, el zapato y la casa. Además, está la connotación voluptuosa del pie desnudo derivada en buena medida de la visualidad de los grabados eróticos ukiyo-e, en los cuales la tensión del placer sexual tan sólo se descubría por el movimiento del dedo gordo del pie o por la contracción de la planta.

Ya comentamos la importancia que en el Tanizaki joven tuvo la lectura del libro de Richard von Krafft-Ebing para abrir a sus ojos el turbador paisaje de las anomalías sexuales. Es el «libro» que menciona el narrador: «No puedo evitar sentir una enorme exaltación al ver unos pies femeninos hermosos y experimentar una especie de veneración mística, como si fueran los de una divinidad. Esta rara inclinación ha estado latente en mi pecho desde la infancia. Como consideraba que tan singular afición era enfermiza, intentaba esconderla como si fuera una abominación. Sin embargo, hace tiempo, al leer un libro, constaté que no era el único con tal inclinación desviada, es decir, que existen muchas personas denominadas foot-fetichists, fetichistas del pie». El hecho de que use el término inglés demuestra, como indicamos, que la lectura del libro la realizó en esta lengua.

«Los pies de Fumiko» tiene formato epistolar. Al igual que en «El caso del baño Yanagi», la sombra del autor se observa también aquí, pues él es el destinatario de la carta que escribe el joven estudiante de pintura Unokichi. Incluso el nombre del autor, «el maestro Tanizaki», aparece una vez terminado el cuerpo textual del relato, después de un estremecedor final. Pero el protagonismo de la obra se lo reparten el «señor jubilado» y la propia Fumiko, cuya insensibilidad y crueldad asoman una y otra vez.

Otros dos relatos más breves son «El mechón» y «La flor azul», escritos en los años veinte. Se adscriben a los llamados «relatos de Yokohama» por tener como escenario el barrio de los extranjeros de esta ciudad portuaria próxima a Tokio. En el primero, con asomos de novela negra, reina el tema de la mujer fatal, encarnada esta vez en la irresistible señora Orlov, una mujer de «encanto salvaje y misterioso» llegada a Japón como emigrante de la Rusia bolchevique. Su modelo real debió de ser alguien conocido por el autor en sus años de residencia en Yokohama que le dejó una impresión nada fugaz, pues en El amor de un loco, de un año antes, ya aparece otra rusa, también con aires de gran dama, y de físico y caracterización afines. El relato trata del amor destructivo que sienten por esta mujer tres hombres, Jack, Bob y Dick. Los tres son half, de «sangre impura», medio japoneses, medio occidentales, y los tres son arrastrados por la mujer fatal a un final inesperado que precipita dramáticamente la terrible sacudida del terremoto de 1923.

En el otro, «La flor azul», la acción se reparte entre las calles del lujoso barrio Ginza, de Tokio, y las tiendas de productos occidentales de Yokohama. Es la historia de una transformación —«ese cambio de piel es lo que está esperando su alma»— operada en la joven Aguri, la enamorada del protagonista Okada. La trama se vuelca en cómo éste satisface los antojos de su novia, de «exótica belleza», y sus esfuerzos en vestirla como una muñeca occidental. La lista de prendas extranjeras como «enaguas, chemises, medias, corsés y encajes» es una de las muestras de la fascinación del autor por el exótico Occidente. Este relato es representativo, primero, del encaprichamiento del autor por la moda occidental y, después, de la presencia de ese reino de sombras intermedias entre la realidad y la fantasía. ¿Una alegoría, quizás, de la vanidad de la moda?

Relatos cortos también son «El fulgor de un trapo viejo» y «El caso Crippen a la japonesa», ambos inéditos en español. El primero, contado en primera persona por un narrador ajeno a la trama, es una historia de desgarro y abandono que recuerda a «El guapo». Los protagonistas son un pintor de vida bohemia —¡nuevamente un pintor!— al que se llama, como era costumbre en la novela japonesa de comienzos de siglo, con una inicial, el joven genio A, y una mendiga de diecisiete años. La historia se desarrolla, como tantas del primer Tanizaki, en el viejo barrio Asakusa, en pleno Tokio. Estructurada en tres partes, en la primera se presenta a la joven mendiga y en la segunda, al pintor. Sólo en la última página de la tercera parte se descubre la relación entre ambos. Una historia poética cuyas últimas líneas dejan la impresión, más que en ninguna otra de esta colección, no de terminar, sino de detenerse momentáneamente, de esperar una cuarta parte inexistente. El tratamiento del amor en este relato es también excepcional: el menos subversivo, anómalo y transgresor, entre dos personas situadas, eso sí, en los márgenes de la sociedad.

«El caso Crippen a la japonesa» es otra historia detectivesca. De masoquismo. Publicada en 1927, es interesante porque su estructura bipartita simboliza la transición entre los dos Tanizakis: la primera parte cuenta un caso sucedido en Reino Unido en 1910; la segunda, otro ocurrido en 1925, curiosamente en la zona de Japón que, a partir de finales de la década de 1920, va a ser el escenario favorito de las futuras obras del autor, la zona Keihan, comarca mediana entre Osaka y Kobe. La historia japonesa, que protagonizan Yujiro Oguri y su víctima, Pariko Ogata, tiene su contraparte en la que protagoniza el doctor Crippen en Europa. Pero, como buen narrador de historias de detectives, Tanizaki no dice todo en el caso japonés y pone a trabajar la mente del lector. «Creo que no necesito explicar más a los lectores», afirma, tras lo cual formula preguntas cuyas respuestas no se dan claras.

«El segador de cañas» es un clásico tanizakiano, un prodigio de transposiciones literarias, de eficacia de la insinuación y de construcción narrativa. En español se publicó por primera vez en la edición ya mencionada de Cuentos crueles de 1968 bajo el título de «Ashikari», que es el original. Aparecido en 1932 en la revista Kaizō, se inscribe en los comienzos del segundo Tanizaki, el hombre que reside en Kansai y que finalmente ha hallado la felicidad emocional al lado de su tercera mujer. De todos los cuentos de esta colección tal vez sea aquel en el que sentimos más cercano el aliento del autor, pero a la vez, y es una de las claves de la magia de este relato, es donde el autor más se aleja para dejarnos en compañía de figuras surgidas, como fantasmas, del pasado o, más bien, de varios pasados.

La historia consta de dos partes bien diferenciadas. Como en «El caso del baño Yanagi», hay un narrador-autor, ahora casi cincuentón, el cual hace una puesta en escena que en este relato ocupa un tercio del total. Esta puesta en escena está preñada de referencias históricas y literarias. Para empezar, la del título, «Ashikari», que da nombre a un cuento que aparece en el Yamato monogatari, de finales del siglo X. Para entender el poema que encabeza el relato, forzoso es resumir la sencilla trama del cuento antiguo: la miseria obliga a separarse a una pareja que vive en Naniwa (actual Osaka), representada en el poema por el topónimo de Nanba. La mujer marcha a Kioto, donde entra al servicio de una familia de la corte cuyo señor, al enviudar, la toma por esposa. Pero la mujer no se ha olvidado de su primer amor, del cual no tiene noticias. Con el pretexto de una peregrinación y ahora como gran señora, viaja a Naniwa, donde encuentra a un humilde segador de cañas. Los antiguos amantes se reconocen, pero el hombre, avergonzado por su estado miserable, corre a refugiarse a una casa desde donde manda a la mujer un poema. Es el poema que encabeza nuestro relato. En la rica intertextualidad de la primera mitad de la narración, este es el pasado del siglo X. Otro pasado, el más importante de los pasados remotos por la extensión que dedica a evocarlo y por ser el móvil de su visita al río Yodo —visitar las ruinas del palacio de Minase—, es el de la era Genkyu (1204-1206), en los días del emperador Gotoba, el cual pasaba temporadas en dicho palacio; es el mismo pasado de los citados poemas de la antología Shinkokinshū (1212). Hay más pasados: el del siglo IX, cuando menciona a Sugawara no Michizane; el del siglo XII, cuando se refiere a la zona de Eguchi, en el río Yodo, descrita por Oe Masahira, introduciendo por esta vía el comienzo de la erotización del relato al evocar las barcas con cortesanas. Está también un pasado menos remoto: la era Edo, cuando menciona poemas de Kageki y Kikaku, y las ilustraciones de las barcas en el río.

Concluida la puesta en escena, se inicia la segunda parte. La marca la aparición brusca y misteriosa del «señor de las cañas», un anticuario de Osaka, el cual, tras dos o tres páginas de diálogo con el narrador-autor, da comienzo a su relato: una bella historia de amor entre dos hermanas —Oyu y Oshizu— y el padre del nuevo narrador —Serihashi—. Es un relato tejido por la dorada hebra de la castidad, sedosa depravación del amor, que guarda el personaje masculino hacia ambas mujeres. Tanizaki había experimentado la situación del triángulo amoroso con dos hermanas en su juventud y en su casa, pero en este caso la tensión que pudiera darse está diluida por la rendida admiración hacia Oyu, cuyo modelo, según la propia declaración del autor, no era otra que su reciente esposa Matsuko.

Tanto la estructura del relato como su espíritu, con una resurrección gradual y mágica del pasado, hacen pensar en el esquema bipartito del noh, ese teatro litúrgico y onírico que probablemente Tanizaki tenía en mente. Los dramas del noh suelen empezar cuando el personaje llamado waki, generalmente un monje, llega a un determinado lugar que identifica por medio de referencias históricas y literarias, e incluso informándose con los lugareños (como hace el narrador-autor cuando obtiene información del posadero donde come los fideos).

La riqueza de las transposiciones literarias del pasado que realiza el autor está realzada por la adopción de dos o tres aspectos formales: utilización preferente del silabario hiragana en lugar de los sinogramas (como era la práctica en los monogatari escritos por mujeres en la era clásica), extensas frases en larguísimos párrafos en donde brillan por su ausencia los puntos y aparte (la puntuación en el japonés escrito es una adquisición moderna), narración en primera persona. Esta deliberada emulación de la literatura antigua está motivada, como declara el mismo autor en su Tratado de la escritura, por la necesidad de no romper con la literatura clásica a fin de preservar ese poder de insinuación, de narrar como un susurro entreoído: «El secreto de la escritura, o, dicho de otro modo, el arte de escribir a fin de suscitar la atención del lector, consiste en conocer la frontera que separa lo que se puede expresar con ayuda de las palabras y lo que no se puede expresar, y en saber detenerse justo en esa frontera»[4].

El relato se detiene con la desaparición, tan brusca como cuando surgió, del «señor de las cañas». Como en el noh, el fantasmagórico shite vuelve al reino del más allá, al «no tiempo». Por eso la pregunta: «La señora Oyu debe de ser una anciana octogenaria, ¿no?», no merece otra respuesta que el susurro de las hojas. Como un buen haiku, este relato es atemporal y eterno: las épocas del emperador Gotoba y de la señora Oyu o de la juventud y vejez de ésta se han fundido para esfumarse en un claro de luna.

«La gata, el amo y sus mujeres» es, cronológicamente, el más tardío —fue publicado en 1936— de los relatos presentados en esta colección. Y también, con diferencia, el más largo. Es, además, excepcional en el conjunto de la obra de Tanizaki por el humor e ironía que destilan sus páginas, por la cotidianeidad del asunto, la disputa por una gata, y por tener como protagonistas a gente común y corriente. Hasta mereció una versión cinematográfica, en 1956, dirigida por Toyoda Shiro. La relación triangular de un personaje masculino, indeciso entre dos mujeres, es inevitable ponerla al lado de los tormentos sentimentales experimentados por el autor seis años antes, en los tres primeros de los cuales pasó de un primer matrimonio a un tercero. Por lo demás, se sabe que Tanizaki, que apreciaba la compañía de perros y gatos, tenía el proyecto, truncado por la muerte, de escribir una novela titulada Crónica de perros y gatos (Byōkenki).

Estamos, en fin, ante una amable comedia de costumbres. Pero bajo su tono burlón se agazapan dos realidades turbadoras: la superioridad del amor a los animales sobre el amor conyugal y la ambigüedad de los juegos del deseo entre seres humanos y animales. Dos razones de peso para incluirlo en la presente colección de cuentos de amor e insuflar una bocanada de aire puro en la recámara de amores transgresores del presente libro. A decir verdad, ha habido un tercer motivo para incluirlo aquí y colocarlo, además, justo detrás de «El segador de cañas». El crítico Noguchi Takehiko sostiene la tesis de que este relato, cuya geografía a lo largo de la línea ferroviaria Hankyu, entre Osaka y Kioto, coincide de lleno con la de «El segador de cañas», y que además fue escrito sólo tres años después, funciona con respecto al relato precedente como un kyogen, esa especie de entremés de carácter cómico con que se aflojaba la tensión dramática del teatro noh, después del cual, o entremedias, se representaba. También podemos pensar que Tanizaki, que en 1935 había empezado el trabajo colosal de la versión del Genji monogatari (El relato de Genji), hizo esta incursión en un asunto banal y contemporáneo como el de este cuento a modo de divertimento artístico, de distracción de la obra que ya tenía entre manos.

Once cuentos, once caminos sinuosos para internarse en el bosque fosforescente de amores distintos, transgresores, perversos, intensamente humanos. Un festín en clave de estética inquietante al que pone fin, como delicado postre, la amable sonrisa con bigotes gatunos del último sendero que recorrerá el lector.

CARLOS RUBIO