El caso del baño Yanagi

Eran las nueve y media de una noche de verano cuando un joven individuo irrumpió de improviso en la oficina del abogado S, situada al pie de uno de los montes que hay en la zona de Ueno, al norte de Tokio.

El doctor S y yo ya llevábamos un rato en el despacho, sentados cara a cara, separados por una mesa espaciosa. Yo escuchaba la crónica que el anciano erudito relataba sobre un caso ocurrido recientemente, con la esperanza de que pudiera servirme de argumento para una novela. Los lectores podrán intuir que el abogado era aficionado a mis novelas y, cada vez que lo visitaba, me proporcionaba testimonios inspiradores para la trama de las mismas. El anciano doctor era un letrado de prestigio versado en derecho, literatura, psicología y psiquiatría. Dado su cultivado perfil, yo me deleitaba escuchando las historias confidenciales de delincuentes a los que había tratado a lo largo de los años. Es más: confieso que disfrutaba con un interés y regocijo superiores a los que suelo experimentar cuando leo novelas policiacas.

Como acabo de puntualizar, eran las nueve y media de una noche de verano cuando de repente un joven aporreó la puerta. El doctor S y yo estábamos solos en el despacho. El ventilador aireaba la espalda corpulenta del hombre, que vestía un traje de lino; en su cara plácida de barba blanca se dibujaba una sonrisa campechana. Yo tomaba un helado al que me había invitado S con el codo apoyado en el borde de la ventana, desde la que se veían las luces lejanas de los faroles de la huerta Tokiwa. En esos momentos comentaba con el doctor algunos detalles desconocidos del asesinato del barrio Ryusenji, un caso sensacional salido a la luz hacía poco. Al principio, hablábamos con tal entusiasmo del tema que no oímos las pisadas del joven que subía por las escaleras. Por eso, cuando sonaron varios golpes en la puerta me quedé bastante extrañado. El doctor echó un vistazo.

—Pasa —dijo escuetamente, tras lo cual continuó narrándome su historia.

Pensé que se trataría de un criado ocupado en alguna tarea, y quizás el doctor pensaba lo mismo. En general, los que trabajaban en esa oficina se iban a casa por la tarde, de modo que a esas horas nadie subía sin ir acompañado, excepto un criado que vivía en una estancia del piso inferior. Apenas giró el tirador, el desconocido entró tambaleándose y el eco de sus pisadas retumbó como si calzara unos zapatos muy pesados. Me dio la sensación de que ese joven bien podría ser un malhechor, aunque el doctor seguramente se habría dado cuenta antes que yo de ese detalle. Lo cierto es que, en ese momento, el rostro del muchacho era mucho más terrorífico que el que pudiera mostrar un actor de teatro o de una película interpretando a un delincuente. Cualquier persona, al reparar en sus pupilas de color negro y sus ojos grandes y saltones, habría supuesto que se trataba de un criminal perturbado. Al tomar conciencia de ese detalle, nuestros semblantes palidecieron. Como el doctor tenía experiencia en ese tipo de sucesos, me frenó en seco al advertir que estaba a punto de levantarme de la silla, y se puso a observar al intruso con calma y atención.

El muchacho se acercó a la mesa y se quedó inmóvil. En esa postura nos clavó la mirada un buen rato.

—¿Y tú quién eres? ¿Qué es lo que deseas? —le preguntó el doctor en tono muy cordial.

El muchacho, con los ojos bien abiertos, no contestó nada. O mejor dicho, parecía querer contestar pero no conseguía emitir palabra alguna debido a lo sofocado que estaba. Al evaluar su entrecortada respiración, sus labios amoratados y su pelo totalmente despeinado, imaginé que llevaba un rato corriendo sin parar por las calles y que había venido directo a la oficina del doctor. El joven seguía jadeando y cerró los ojos mientras dejaba reposar su mano sobre el pecho, tratando durante unos minutos de calmar su excitación.

Tendría unos veintisiete o veintiocho años; yo no le habría echado más de treinta, aunque parecía más viejo por su descuidada apariencia. Sobre una figura esquelética llevaba un traje salpicado de pequeñas motas blancas de pintura y un cuello de camisa postizo y mugriento atado con una bohemian tie[18], iba sin sombrero y con el pelo tan despeinado que parecían caerle briznas de paja sobre la frente pálida. Al principio, al ver manchas de pintura sobre los hombros de su chaqueta, supuse que sería un pintor de brocha gorda. Sin embargo, enseguida me percaté de que tenía un rostro demasiado sofisticado para ser un simple pintor. Por su apariencia, el pelo largo y la bohemian tie, deduje que más bien se trataba de un artista. Su corazón, poco a poco, empezó a latir con normalidad. Cuando sus labios violáceos se tiñeron del color vívido de la sangre abrió los ojos, pero su mirada se hallaba extraviada como si estuviera soñando. Durante un buen rato y sin dirigir siquiera la vista al doctor, el muchacho no dejó de observar la mesa, donde no había más que un teléfono y la copa de helado que yo había dejado a medio comer. Tan extenuado como estaba, probablemente tendría sed y querría tomarse el helado, aunque luego supe que mi deducción era totalmente errónea, ya que el joven contemplaba el helado con una mirada de sospecha, no de curiosidad, y durante unos instantes su cara se llenó de un terror indescriptible. Primero examinó con tal pavor el helado derritiéndose que cualquiera hubiera imaginado que se trataba de un monstruo; luego dio un paso al frente para analizarlo con mayor detenimiento, se quedó quieto y controló la respiración. El doctor, tranquilo, observaba aquel extraño comportamiento que yo no entendía, y de nuevo con tono dulce, y una vez que el joven desconocido pareció haber apaciguado sus miedos, le preguntó:

—Muchacho, ¿quién eres?, ¿a qué has venido aquí?

Pese a que antes el doctor se había dirigido al joven con un simple «tú quién eres», esta vez había añadido el sustantivo «muchacho». Probablemente se había dado cuenta, igual que yo, de que el joven no era un simple pintor de brocha gorda.

Entonces el intruso tragó saliva y parpadeó dos o tres veces. Con mucha atención echó un vistazo a la puerta por la que acababa de entrar, como si de pronto intuyera un peligro inminente, y comenzó a inquietarse con el presentimiento de que alguien lo perseguía.

—Discúlpenme por entrar de repente y sin esperar a que nadie me guiase hasta aquí —dijo el joven inclinando la cabeza descortés y rápidamente—. Permítame preguntarle si es usted el doctor S. Me llamo K, soy pintor y vivo en el barrio Kurumazaka. Acabo de salir del baño público Yanagi y de vuelta a casa me he detenido en su oficina.

El joven portaba, en efecto, una toalla y una jabonera en la mano derecha. Era evidente que se había presentado en los baños públicos vestido de traje, lo cual denotaba que no disponía de otra indumentaria, ni siquiera de una yukata, una bata tan común en verano. Todavía tenía el cabello un poco húmedo, pero no se le veía ningún lustre en las manos ni en la cara, aunque acabara de salir del baño.

—He venido corriendo a verlo. La verdad es que me he anunciado, pero no había nadie abajo y, como llevaba prisa, he entrado aquí sin permiso. Le pido disculpas por ser tan descortés —mientras hablaba con voz ronca y baja, se metió la jabonera en el bolsillo y apretó la toalla con las manos.

El joven balbucía más calmado, pero la angustia seguía latente en sus ojos. Al parecer, cuanto más intentaba tranquilizarse más se excitaba.

—Entonces, ¿es que te corre prisa contarme algo? Bueno… Siéntate ahí y habla con calma —le sugirió el doctor al tiempo que me señalaba—. Este hombre es de fiar, no te preocupes. Si tienes algo que decir, dímelo sin miedo.

—De acuerdo, muchas gracias. Hay un caso que me gustaría contarle, pero antes tengo que pedirle un favor. Quizás yo haya cometido un asesinato flagrante esta noche. Digo «quizás» porque no estoy totalmente seguro. De camino, he oído a la gente gritar por la calle «¡asesino!» mientras me señalaban con el dedo. Incluso es posible que ahora mismo alguien me esté persiguiendo. Sin embargo, si medito un poco sobre lo ocurrido, me parece que, simplemente, todo ha sido un sueño fugaz…, una ilusión. Si es verdad que he matado a alguien, entonces hay muchas cosas que no entiendo. Desde hace tiempo suelo padecer alucinaciones, y no sé hasta qué punto es cierto el suceso de esta noche. Puede ser que el asesinato haya ocurrido pero que yo no sea el autor. O puede ser que no haya sucedido nada en absoluto. También es posible que los gritos de «asesino» y la persecución no hayan sido más que una invención mía. No le cuento todo esto porque quiera librarme del castigo, tan sólo me gustaría confesarle lo que ha pasado para que pueda usted juzgar si soy o no soy un asesino. En el caso de que el asesinato de esta noche haya sido real y yo el homicida, desearía que usted justificase que no soy realmente malo y que el crimen que he cometido se debe a mis delirios. Así que le ruego que no me entregue a la policía hasta que termine de contarle todo, incluso si se presenta aquí para detenerme. Por si acaso, se lo pido de antemano. Estoy absolutamente convencido de que es usted la única persona capaz de comprender mi mente y defenderme, por supuesto en el caso de que alguien anormal como yo haya cometido un delito por fuerza mayor. De todos modos, le confieso que pensaba visitarlo tarde o temprano, aunque nada de esto hubiese sucedido. ¿Me hará el favor que le acabo de pedir? ¿Puedo refugiarme en esta oficina hasta que termine de contarle esta larga historia? En caso de que se esclarezca que he sido yo quien ha cometido el delito, le juro que tras mi relato no pondré ningún reparo en entregarme a la policía.

El joven hablaba de corrido, mirando con recelo al doctor, cuya actitud complaciente mostraba ahora una expresión severa. En la cara del abogado S se traslucían la dignidad y el predicamento propios de un doctor inteligente y sabio. Seguramente S, después de fijarse en el joven, pensó que sin duda era sincero, pese a que aún no había averiguado si quien tenía delante era o no un vil delincuente.

—De acuerdo. Cumpliré todo lo que me has pedido hasta que termines de contarme tu historia. Te veo sobreexcitado. Cálmate y cuéntame —le aconsejó el doctor con su actitud indulgente.

—Muchas gracias —respondió el joven agradecido.

Luego se sentó en la silla que el insigne abogado le ofrecía y nos acompañó en torno a la mesa. Fue entonces cuando empezó a narrar su historia. Este fue su relato:

La verdad es que no sé muy bien por dónde empezar; tampoco sé cuándo ni cómo comenzó todo. Cuanto más pienso en ello, más complicado se me hace, y me parece que debo remontarme a los problemas que tuve en el pasado. A lo mejor debería contarle toda mi vida hasta este mismo momento para explicarle con detalle la esencia del caso. Y además de toda mi vida, para más precisión, debería hablarle de mis padres. Pero como no hay tiempo para contarle todo detalladamente, sólo le comentaré que vengo de una familia de enfermos mentales y que sufro de neurastenia desde los diecisiete o dieciocho años. Como todavía no tengo preparación para ser un pintor profesional, aunque me dedico a la pintura al óleo, llevo una vida miserable. Si usted, con estos antecedentes, sigue atento a lo que ahora voy a referirle, al menos entenderá cómo es el mundo extraño que veo y sufro.

Como ya he dicho, mi casa está en el barrio Kurumazaka, dentro del recinto del templo Shounen, de la escuela budista Jodo, situada detrás de una calle que da a una vía de tren. Al final del año pasado alquilé una casa donde vivía con una mujer. Se puede decir que era como mi esposa por la intimidad que teníamos; sin embargo, nuestra relación distaba mucho de la que suele darse en una pareja normal, por eso la llamo «una mujer». No, será mejor que provisionalmente la llame Ruriko, ya que a medida que exponga mi historia deberé referirme a ella a menudo.

Francamente, si hoy me encuentro en esta situación miserable es debido a Ruriko. También ella está como está por mi causa. En realidad, no me arrepiento de nada; en cambio, Ruriko tiene algunas quejas al respecto. Ella se lamenta pensando que, si no se hubiera fugado con un tipo inútil como yo cuando trabajaba de geisha en Nihonbashi, sería la protegida de algún caballero de buena posición y podría vivir sin apuros. Yo la sigo amando con locura, pero como Ruriko es libre y caprichosa por naturaleza, parece que ya hace tiempo que no me quiere. A veces me echa la bronca adrede para largarse de casa enfadada y otras veces se va a visitar a sus amigos, aunque en realidad no tenga nada que hacer, y vuelve a casa muy tarde. Con esta actitud me pone los nervios de punta y, celoso como soy, me vuelvo completamente loco. Incluso yo mismo soy terriblemente consciente de que pierdo la razón. A veces se me sube la sangre a la cabeza; le tiro del pelo, la revuelco arrastrándola por el suelo y le pego. No sé cuántas veces he intentado matarla exasperado. Con todo, Ruriko no es una mujer débil de las que se rinden con facilidad. De vez en cuando, yo le ruego que nos reconciliemos y hasta llego a pedirle perdón con la frente pegada al suelo y las palmas de las manos juntas. Sin embargo, resulta que esta actitud sólo logra aumentar su arrogancia y sus caprichos. Desde luego, no se puede decir que yo no sea responsable de su cambio de carácter. Hace un año, además de la neurastenia que padezco, sufrí una grave diabetes. Por eso, si bien yo deseaba acariciar el cuerpo de Ruriko, no podía satisfacer sus deseos sexuales, lo cual ha debido de ser un motivo más para la discordia progresiva entre nosotros. De hecho, seguramente su insatisfacción sexual es una condena insoportable para una mujer sana y enamoradiza como ella. Así, esta mujer, que alardeaba de salud, se ha ido volviendo cada vez más histérica, y a menudo se enfada o se irrita fácilmente. Ver cómo su cara, que al principio estaba iluminada por el esplendor del cerezo en flor, se iba poniendo cada vez más pálida me causaba mucha pena y a la vez mucha alegría. Yo estaba tan decaído y enfermo que experimentaba esos dos sentimientos encontrados. Además de mi neurastenia, su histeria no dejaba de ejercer una mala influencia sobre mí. Probablemente sepa usted qué estrecha relación hay entre la diabetes y la neurastenia, y también que la diabetes de un obeso no es tan temible, pero que la misma enfermedad en alguien tan delgado como yo es bastante maligna. No se sabe si, en mi caso, la diabetes empeoró la neurastenia o fue a la inversa. De cualquier modo, las dos enfermedades juntas me carcomían día tras día. Me obsesionaba por Ruriko y al mismo tiempo sufría terribles alucinaciones. Todo el rato, despierto o dormido, tenía sueños raros. Lo más doloroso era el miedo a que Ruriko me matara.

Aunque soy una calamidad, todavía no he perdido la atracción por el arte. Si bien ahora estoy totalmente embelesado por el amor a Ruriko, siempre he deseado dejar antes de morir al menos una obra maestra como testimonio de mi existencia. Creo con total convicción que el arte es inmortal, más allá de la circunstancia de que yo lleve una vida decadente y pervertida. Por eso pensaba que, si desafortunadamente Ruriko me mataba, la huella de mi paso por este mundo quedaría enterrada para siempre. Y la idea me aterraba. Me decía: «Hoy o mañana me va a matar», y me asaltaban horribles alucinaciones. Cuando me despertaba a medianoche, casi me desmayaba al visualizar la escena en que Ruriko me inmovilizaba sentada sobre mi pecho y colocaba una cuchilla afilada en mi garganta; o al imaginar que la sangre brotaba entre mis cejas; o al pensar que perdía la conciencia con el cloroformo con que había empapado el borde del futón. Ruriko, por su parte, nunca se resistió a mi violencia. Hasta hace poco, esta mujer perversa y cruel sonreía con cinismo y dejaba que le pegara y le propinara patadas como si fuera un cadáver. Esa actitud me convertía en un ser cada vez más fiero y cruel. Cuanto más fingía con su cara decidida que no había pasado nada, más miedo me daba. Desconfiaba tanto de su amable actitud que, cuando me invitaba a alguna copa de sake o incluso a un vaso de agua caliente, declinaba su ofrecimiento. Finalmente, saqué la conclusión de que era mejor que yo la matara y no que ella me matara a mí. La cuestión estaba en saber quién lo haría primero. De lo que sí estaba seguro era de que tarde o temprano se perpetraría un crimen sangriento entre nosotros.

Este otoño, mi plan era presentar un desnudo de Ruriko en una exposición, pero mi trabajo no ha avanzado porque desde finales del mes pasado nos hemos peleado a diario y no he podido dedicarle tiempo a la pintura. Mi cabeza estaba enferma, y yo, desesperado e insatisfecho por la marcha de mi trabajo, sentía que mi vida se desmoronaba por momentos. Durante medio mes la he estado pegando, acariciando, adorando y rogándole repetidamente. Mis emociones por Ruriko han ido cambiando como si fuera una veleta. Justo después de golpearla con saña, me lamentaba y, llorando, la abrazaba de repente. Si la mujer no me escuchaba, volvía a propinarle más puñetazos o puntapiés. Después de esta confusión, ella siempre desaparecía medio día, un día o incluso no volvía hasta la mañana siguiente. Entretanto me quedaba solo en casa sin fuerzas para llorar ni enfadarme, derrumbado hasta casi desfallecer, y no hacía otra cosa que agarrarme la cabeza con las manos y dejar que pasara el tiempo.

Precisamente hace cuatro o cinco días se armó un alboroto más fuerte de lo normal. Mi mente se trastornó hasta el punto de creer que me había vuelto todavía más loco. Fue por la tarde cuando empezó la bronca, y duró hasta las nueve. Le di una paliza hasta hacerme daño en las manos. Luego vi a Ruriko caer de bruces agitando su melena y salí a la calle para anticiparme a ella, sin ganas de ver cómo se iba de casa. Aunque no recuerdo con claridad qué camino seguí, sé que crucé por el lúgubre y espeso bosque de Ueno, y llegué al estanque atajando por detrás del zoo. En ese momento volví en mí y respiré profundamente. Quizás antes estuve transitando calles solitarias en busca de algún lugar apartado donde respirar aire fresco y calmar mi mente enfebrecida. Desde el estanque, tras pasar por una exposición sobre el fomento de la industria nacional, llegué al puente Kangetsu y lo crucé en dirección a Ueno. Poco a poco me di cuenta de que me dolían todas las articulaciones, como si me hubiera caído desde una gran altura, y de que me había excedido en la paliza que le había dado a Ruriko. Sin embargo, como mi conciencia no estaba tranquila del todo, me sumergía en la sensación de seguir soñando. Ya no me quedaba ningún sentimiento humano; parecía que una tormenta lo hubiera arrasado todo. De cuando en cuando me acordaba de la Ruriko a la que acababa de maltratar, como si me sonara vagamente, pero no sentía ninguna pena ni la echaba de menos.

Pronto salí a una calle animada, llena de gente y bien iluminada, y me pregunté dónde me encontraba. Era una calle ancha atravesada por las vías del tren y en la que había numerosos puestos ambulantes. Caminaba sin rumbo, abriéndome paso entre la muchedumbre. Quizás aquella noche fuera el día de Marishi-ten[19], o quizás era noche de sábado y por eso la calle estaba tan concurrida. En ella siempre hay mucha animación, pero aquella noche en especial me parecía que estaba a rebosar de gente. La escena era magnífica y me provocaba cierto vértigo, si bien no llegaba a turbarme. Sentí un placer tan agradable e imponente como cuando escucho una sinfonía. No me gusta la ciudad atestada de gente, pero aquella noche me procuró un enorme placer porque mis nervios estaban insensibilizados. Por mi mente cruzaban imágenes difusas y fugitivas como las de una diapositiva mientras veía a los transeúntes, los colores y las luces, y escuchaba el ambiente a mi alrededor. Me daba la sensación de estar contemplando a la multitud terrenal desde lo alto. Cuando un niño va llorando por la calle porque su madre lo ha regañado, las lágrimas empañan su visión y lo ve todo borroso, dándole la sensación de que lo que está viendo es un paisaje lejano. Aquella noche yo veía precisamente de ese modo.

Más tarde, al cabo de media hora, me dirigí a la casa de Kurumazaka, pero por supuesto no tenía ninguna voluntad de volver allí. Puede que quisiera adentrarme en el parque de Asakusa. Si giras a la derecha en la estación y caminas por la calle paralela a las vías del ferrocarril, a unos diez metros en el lado izquierdo puedes encontrar el baño público Yanagi. Seguramente usted lo conoce. Cuando llegué a Yanagi, me entraron ganas de bañarme. He de precisar que tengo costumbre de ir al baño público cuando estoy irritado, porque la depresión y la suciedad del cuerpo son lo mismo para mí. Si me siento abatido, me da la sensación de que todo mi cuerpo exhala malos olores por la suciedad. Cuando me deprimo más de lo normal, parece que no me puedo quitar la mugre ni el mal olor, aunque me lave el cuerpo a conciencia. Por lo que le cuento, usted pensará que soy tan escrupuloso que me baño todos los días del año, pero en realidad me baño pocas veces porque casi siempre me encuentro deprimido. Como he estado familiarizado con la depresión mental durante tanto tiempo, suelo regocijarme en la suciedad física. Cuando me dejo invadir por ese sentimiento decadente, vago y turbio como el barro de una zanja, abrigo cierta melancolía. Aquella noche de la que hablo, al llegar a Yanagi, estaba seguro de que el baño me aliviaría un poco la depresión, que duraba ya medio mes.

No suelo a ir ningún baño o peluquería en concreto. Tengo como hábito entrar en cualquier local interesante que encuentro a mi paso. Por suerte llevaba una moneda de diez sen[20] en el bolsillo y, como era mi costumbre, entré al primer baño público con que me topé. Nada más entrar me di cuenta de que nunca había estado allí antes, mejor dicho, ni siquiera sabía que había un baño público en ese lugar hasta que crucé la calle aquella noche. O puede ser que lo supiera, pero lo había olvidado por completo hasta ese momento. Aquí debo aclarar una cosa. Eran las nueve y pico cuando salí de casa, pero no sabía cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Supuse que por lo menos habrían pasado tres horas, aunque esa noche de verano el baño público estaba aún más lleno de lo habitual, y como aparecía totalmente cubierto por una nube de vapor, no conseguía imaginar su tamaño exacto. Pero advertí que no estaba muy limpio, ya que el suelo de madera y las cubetas se hallaban resbaladizos. Puede que se debiera a que era última hora de la noche y durante todo el día había estado muy concurrido. De todos modos, había tal aglomeración de gente que me costó encontrar una cubeta libre. Y además, como dentro de la espaciosa pila había más afluencia que fuera, cinco o seis personas a mi alrededor esperaban agarrándose al borde para meterse en el agua tan pronto como quedara un hueco. Durante un rato permanecí con la boca abierta y me lavé mojando la toalla alquilada en el agua que salía de la burga, pero al vislumbrar un espacio libre en el centro de la pila, me colé a empujones. El agua estaba tan tibia y densa como la saliva, y apestaba a mugre. Veía difusas las caras y la piel de los hombres detrás y delante de mí; me traían recuerdos de los retratos de Eugène Carrière, y me parecía que a mi alrededor flotaban ingentes fantasmas. Como acabo de señalar, me metí en un hueco del centro de la bañera, de modo que no podía ver otra cosa que una nube de vaho por todos lados. Vislumbré el perfil de cinco o seis personas cerca de mí. Parecían espectros. De no ser por el ruido que emitían los hombres y mujeres que colmaban las diferentes piletas, el eco del rumor que resonaba en la alta cúpula repleta de vapor y el contacto con el agua tibia que cubría mi cuerpo, me habría sentido como bajo la niebla en un valle de montaña. De hecho, curiosamente, tenía la impresión de estar solo y hechizado, como en un sueño, igual que cuando recorría las calles entre la muchedumbre.

Una vez dentro de la pila, me percaté de que esos baños estaban llenos de inmundicia: el borde y el suelo de la bañera estaban resbaladizos por la grasa de los cuerpos de los clientes y el agua se notaba densa, casi fangosa. A juzgar por mi descripción deducirá usted que ese baño me daba bastante asco, pero en realidad no era el caso. Debo confesarle que, por una anomalía sexual desde mi nacimiento, disfruto del contacto con los cuerpos viscosos.

Por ejemplo, de pequeño me gustaba muchísimo el konyaku[21], no sólo porque pensaba que estaba muy rico, sino también porque me daba un enorme placer tocarlo sin meterlo siquiera en la boca, o bien solamente verlo temblar. Además del konyaku, me encantaban la gelatina de algas, el edulcorante espeso, claro y pegajoso, y hasta la pasta dentífrica en tubo; también las serpientes, el mercurio, las babosas, los tubérculos blanduzcos o los cuerpos rollizos de mujer; y así una larga lista. Esos manjares o lo que se les asemejara no dejaban de incitarme. Sentía tanta afición por ese tipo de materia que me decanté por la pintura al óleo. Creo que usted entenderá lo que quiero decir si ve mis bodegones. Se me da muy bien dibujar objetos viscosos como el barro y densos como el caramelo, por eso mis amigos me llaman «el hombre de la escuela fangosa». Mi tacto está muy desarrollado, especialmente para las sustancias resbaladizas y turbias. Cuando estoy con los ojos cerrados y toco ciertos tubérculos, mucosidades, plátanos podridos o algo por el estilo, acierto sin ninguna dificultad a identificar qué estoy palpando.

Aquella noche sentí más bien placer bañándome en el agua cenagosa y densa, y rozando el suelo resbaladizo y pegajoso de la bañera. Al cabo de un rato me pareció que incluso mi cuerpo se convertía en gelatina y que la piel de los hombres que se bañaban a mi alrededor refulgía, también pegajosa como el agua de la bañera, y me daban ganas de tocarla. Entonces pisé algo aún más resbaladizo, como un alga fresca o una anguila. La sensación que tuve en ese momento fue similar a la que uno puede experimentar al meterse en un pantano casi seco y pisar el cadáver de una rana. Mientras palpaba con la punta del pie, algo, como un alga, se me enredó en las piernas. Más tarde, de improviso, un objeto aún más viscoso me rozó la planta del pie. Al principio pensé que podía tratarse de la venda llena de crema de algún cliente con problemas de piel, que se habría caído al suelo de la pila. Después de indagar un rato, me di cuenta de que no era algo tan pequeño. Di dos o tres pasos adelante, y al pisarlo por completo sentí que esa materia gelatinosa era espesa, voluminosa y pesada como la goma. La superficie del objeto desconocido estaba cubierta de mucosidad y mis pies se deslizaban con gran facilidad sobre ella cada vez que intentaba aplastarlo. Seguí pisándolo, haciendo caso omiso de su textura, mientras el abultado objeto se iba hinchando cada vez más. Había algunas cavidades en el objeto que se inflaban. Su tamaño era aproximadamente de dos metros de ancho y flotaba contoneándose en el fondo del baño. Me pareció muy raro, de modo que decidí sacarlo con las manos. Pero de repente me asaltó una idea pavorosa. Asustado, cejé en mi empeño. Se me ocurrió que quizás ese objeto enigmático que me abrazaba las piernas podía ser una mata de pelo largo… ¿Una cabellera de mujer? ¡Eso era! ¡Estaba enredado en unos mechones de pelo! Y el objeto pesado y voluminoso como una goma debía de ser un cuerpo humano. ¡Sí! ¡El cadáver de una mujer se mecía en el fondo de la bañera!

Traté de reflexionar: «No, no puede ser cierto, es una barbaridad. De hecho, aparte de mí, aquí hay un montón de gente bañándose con toda tranquilidad». A pesar de este razonamiento, algo melifluo me seguía abrazando las rodillas; y el cuerpo que yo pisaba no paraba de hincharse. Aunque lo aplastaba con la planta del pie, mi tacto, de una sensibilidad extraordinaria, no me engañaba. No me cabía ninguna duda de que era un cadáver humano, exactamente de mujer. Aun así, por si acaso, para cerciorarme volví a palparlo desde la cabeza hasta la punta de las uñas. Después de algo redondo toqué el cuello hundido, largo y estrecho, y luego el pecho, con los senos erguidos como colinas, el vientre, las piernas. El objeto estaba provisto sin duda de forma humana. Desde luego, pensé que debía de estar soñando y que no podía ocurrir un suceso tan extraño más que en el mundo fantástico de los sueños. Me pregunté dónde me encontraba exactamente, e incluso llegué a pensar que a lo mejor estaba durmiendo sobre el futón de casa. A mi alrededor, una nube de vapor se extendía por el interior del baño igual que antes, se oía bastante el gentío, y detrás y delante de mí había dos o tres contornos borrosos flotando como espectros. Suponía que aquel mundo etéreo era un sueño, o más bien una pesadilla. A decir verdad, todavía tenía ciertas dudas, pero me forcé a creer que no era más que eso, una simple pesadilla. Incluso deseé no despertar de ese sueño tan extraño, divertido y sorprendente. Por lo general, cuando la gente sueña algo desagradable quiere despertarse, pero en mi caso era totalmente diferente. Yo valoraba mucho los sueños, a la vez que tenía confianza en ellos. Hablando en términos extremos, vivo en la fantasía más que en la realidad, a pesar de lo cual no pierdo el contacto con el mundo real, aunque lo que esté viendo sea una alucinación. Para mí, soñar es un placer que experimento en la realidad, igual que degustar comidas sabrosas o vestirse con un buen kimono.

Durante un largo rato seguí toqueteando el cadáver con los pies, en medio de la sensación de sumergirme en el placer del sueño. Pero desgraciadamente la sensación no duró mucho. Hallé algo tan horrible que ya no podía considerar que lo que estaba palpando fuera un espejismo. Era inevitable que mi agudo tacto de la planta de los pies, ¡oh, mi tacto terriblemente intuitivo!, me desvelara la identidad del cadáver; y, además, que pertenecía a una mujer. El pelo baboso y abundante, a la vez voluminoso y ligero, como algas que me abrazaban, pertenecía, sin ningún género de duda, a Ruriko. ¿Cómo podía olvidar la textura de su cabello si precisamente me había enamorado de ella por él? Aparte del cabello, el cuerpo frágil como el algodón y resbaladizo como el de una serpiente, y el cutis cremoso y brillante, como untado con agua mezclada con almidón, eran de ella. Pronto aprecié, tan claramente como si estuviera viéndolas, la forma de la nariz y la frente, la posición de los ojos y los labios. Pues sí, por mucho que quisiera mentir, el cadáver debía de ser de Ruriko. Allí estaba su cadáver.

Fue entonces cuando resolví el misterio del baño y descubrí que no estaba soñando. Acababa de ver el espectro de Ruriko. Si por lo general los fantasmas asustan a los hombres con sus apariciones, en este caso el espíritu me había aterrorizado a través del tacto. Estaba completamente convencido de que lo que estaba tocando era el fantasma de Ruriko. Ese día, al salir de casa, le había pegado tanto que había estado a punto de matarla. Pero, al final, debí de haberla matado sin querer. Ruriko se quedó tumbada en el pasillo sin fuerzas para levantarse, y poco después tuvo que haber muerto. Y luego, encarnada en fantasma, emergió en el baño. A no ser que fuera una aparición, alguien debería haberse percatado de su presencia, ya que el lugar estaba lleno de gente. ¡Por fin la había asesinado! ¡Esa noche había cometido el crimen que sabía que algún día perpetraría!

Apenas se me ocurrió esa idea, salté fuera de la bañera y salí por piernas del establecimiento sin secarme siquiera. La calle seguía igual de animada que antes. La muchedumbre, que quería gozar de la frescura de la noche estival, transitaba mientras los trenes circulaban con ímpetu. El resto del mundo no había cambiado en absoluto.

La imagen de la mujer tumbada en el pasillo y el contacto del cadáver que flotaba en el fondo de la bañera se fundieron hasta grabarse en mi mente. Durante dos o tres horas deambulé por el barrio hasta que las calles se quedaron vacías. Usted, señor, entenderá con cuánta angustia recorría yo las calles. Creo que no es necesario que lo explique con detalle. En todo caso, primero decidí volver a casa para comprobar la veracidad de este suceso repugnante y luego entregarme a la policía al día siguiente, en caso de que realmente hubiera cometido el crimen. Pese a que no había habido ningún cambio en el resto del mundo, no podía evitar creer que por lo menos Ruriko ya no estaba viva. De hecho, entonces me pareció que mi pensamiento era totalmente lógico. Lo ilógico y disparatado habría sido que la mujer estuviera viva y que el cadáver que flotaba en el fondo del baño no fuera su fantasma.

Cuando volví de madrugada, curiosamente, Ruriko estaba viva. Ella solía marcharse de casa tras nuestras peleas, pero aquella noche seguramente no tenía fuerzas para moverse después de haber recibido demasiados golpes. La hallé tal como la había dejado esa tarde: tirada en el pasillo boca abajo y con el pelo despeinado. Pero respiraba. La verdad es que pensé que incluso esa criatura tumbada en el suelo podía ser un espíritu, pero a la mañana siguiente Ruriko estaba a mi lado. Por supuesto, no le conté ni a ella ni a nadie el suceso de Yanagi. Si existen espectros de carne y hueso, no hay duda de que la mujer de aquella noche era uno de ellos. Como hasta ahora he sufrido numerosas alucinaciones extrañas, me costaba creer que el cadáver de Ruriko no se tratase también de una simple quimera. ¿Quién, aparte de mí, ha tenido una alucinación tan insólita como esta?

Durante cuatro noches seguidas, desde aquel día hasta hoy, he estado yendo a Yanagi. Y siempre a la misma hora. ¡No me lo podía creer! Cada noche, el cadáver flotaba en el fondo del centro de la pila y me lamía la planta de los pies. A mi alrededor el baño siempre rebosaba de gente en medio de una nube de vapor. Si yo no hubiera hecho nada más, ahora no tendría ningún problema, pero al final me venció la curiosidad. Incapaz de aguantar más, esta noche me he atrevido a agarrar el cadáver por las axilas y sacarlo del fondo. Hasta hoy me había limitado a rozarlo apenas con la punta de los pies. ¡Qué razón tenía mi imaginación: el cadáver era un espectro de carne y hueso! El cuerpo brillante y lodoso por tanta suciedad, con los ojos y la boca abiertos, arrastraba una cabellera mojada como si fuera un tejido basto. La cara que acababa de ver sobre la superficie del agua era sin ninguna duda la de Ruriko. A toda prisa, volví a sumergir el cadáver en el fondo de la pila. Salí desesperado del baño y me cambié de ropa en un abrir y cerrar de ojos. Cuando estaba a punto de salir a la calle, a mis oídos ha llegado cierto alboroto procedente del baño. La gente, a pesar de haber estado enjabonándose con tranquilidad hasta ese momento, empezaba a gritar: «¡Asesino, asesino!». También he escuchado una voz: «Es él, él me ha matado, ese que acaba de irse». Me he asustado tanto que he corrido sin parar por los callejones y, tras dar muchas vueltas, por fin he llegado aquí.

Ya ve usted. Así termina mi historia. Insisto en que lo que acabo de contar no es una invención. Al principio consideré el cadáver como un sueño, luego creí que era un fantasma y al final deduje que era una aparición de carne y hueso. Al ver a la gente alborotada esta noche, ahora estoy convencido de que no era un fantasma de carne y hueso, sino un cadáver de verdad. ¿He sido yo el asesino, tal y como gritaba todo el mundo? Si fuera así, ¿cuándo y cómo la he matado? ¿He cometido este grave crimen en un estado de inconsciencia, como un sonámbulo? Antes que nada, ¿por qué el cadáver de Ruriko flotaba en el fondo de la pila? ¿Por qué hasta ese momento nadie se había percatado de su existencia pese a llevar ahí varios días? ¿O es que lo que ocurrió desde el primer día en que entré en Yanagi hasta esta noche no es más que parte de mi delirio? ¿Acaso estoy loco? Doctor, por favor, ayúdeme a comprender este extraño suceso. En caso de que sea un criminal, por favor, testifique que lo que acabo de contarle no es mentira. Esta noche, en el momento en que he salido del baño público, se me ha ocurrido la idea de que usted podría entenderme, por eso me he presentado sin avisar.

La confesión del joven había concluido. El doctor S, tras escucharla, le sugirió que fueran juntos al baño para comprobar lo que había ocurrido realmente. Pero, antes de poder acudir al lugar de los hechos, unos agentes de policía que habían estado persiguiendo al joven entraron en la oficina y se lo llevaron. Según informó un policía al doctor, aquella noche el joven había matado a un hombre en el baño de Yanagi, agarrándolo por los testículos. El hombre falleció al instante sin agonía ni tiempo siquiera de gritar de dolor, tras lo cual se hundió en el fondo de la pila como si no hubiera pasado nada. Nadie se percató del asesinato porque el baño estaba atestado de gente y cubierto de una espesa nube de vaho. Pero uno de los bañistas presenció cómo el joven sacaba del agua el cadáver. Luego, poco a poco, el resto de los bañistas se alborotaron.

Desde luego, la amante del joven no estaba muerta. Más tarde la citaron como testigo. El doctor S, que defendió al joven en el juicio, me contó que el testimonio de Ruriko fue una prueba determinante para demostrar la indiscutible demencia del acusado. La amante declaró sobre su comportamiento habitual: «Lo aborrezco, no porque sea un vago ni porque yo no pueda tener otro amante, sino porque me da miedo verlo cada vez más enloquecido. En los últimos tiempos, repetidas veces me ha estado haciendo peticiones extrañas e imposibles, y me acosaba, me lastimaba y me pegaba asegurando que había visto cosas que no habían sucedido. Y además me maltrataba de manera muy rara. Por ejemplo, me frotaba los ojos y la nariz con una esponja de goma bien mojada y llena de jabón, sujetándome contra el suelo; o echaba algas por todo mi cuerpo y me daba puntapiés; o bien me metía pintura al óleo por los agujeros de la nariz. No ha dejado de maltratarme como un bruto. Cuando me quedaba inmóvil como un juguete, él se ponía de buen humor; sin embargo, si hacía algún gesto de desagrado, me pegaba sin piedad y con mucha rabia. ¡Qué odioso vivir con él!».

Parece que la mujer no era tan enamoradiza ni sensual como pensaba el joven. Según el doctor, era más bien una buenaza, lerda e ingenua. Sin más preámbulo, el joven pintor fue internado en un sanatorio psiquiátrico. Por lo menos se libró de la cárcel.