Los pies de Fumiko
Maestro, habrá de perdonar a un jovenzuelo como yo, al que todavía no conoce, por escribirle así, tan de repente. Le ruego de todo corazón que lea esta entretenida historia que le voy a contar, pese a que me consta que está muy ocupado.
Sin embargo, personalmente creo que en el fondo le interesará bastante, aunque le parezca una fábula de esas, digamos, políticamente incorrectas. Si usted encontrara algo de mérito en su lectura y le resultara de provecho para su propia creación literaria, yo no sólo no pondría objeción alguna al respecto, sino que lo consideraría un gran honor. Le confieso que le envío esta carta deseando que usted escriba algún día una novela inspirada en mi historia. Sólo usted, maestro siempre admirado, podrá entender la extraña y miserable psicología del protagonista del relato. Es más: hasta creo que se compadecerá de él. Este es el primer motivo por el que le dirijo estas páginas y únicamente me quedaré satisfecho cuando al fin se decida a leerlas. ¡Ah, cómo desearía que, además, se basara en ellas para alguna de sus obras! Quizás le irrite este deseo mío tan egoísta, pero si usted llegara a escribir una novela basada en esta narración, el protagonista, a buen seguro, también se sentiría contento. En todo caso, creo que a una persona como usted, dotada de una imaginación desbordante y con una sólida trayectoria creativa, le merece la pena echar un vistazo a este manuscrito. Que alguien tan poco dotado para la literatura como yo haya conseguido armar este relato supongo que a usted no le parecerá excepcional. Aun así, insisto, por favor, léalo con el máximo interés hasta el final.
El protagonista de esta historia es un hombre que falleció hace poco. Se apellidaba Tsukakoshi y trabajaba en una casa de empeños, donde también vivía, situada en el barrio Muramatsu, en el céntrico distrito tokiota de Nihonbashi. Tsukakoshi pertenecía a la décima generación de la familia que había erigido la casa de empeños, y hace tan sólo dos meses, el día 18 de febrero, dejó esta vida a la edad de sesenta y tres años. Cumplidos los cuarenta, estaba tan gordo como un luchador de sumo, y además padecía de diabetes, enfermedad que se le complicó con una tuberculosis hace cinco o seis años. Debido a ello, fue adelgazando año tras año y, uno o dos antes de morir, estaba flaco como un hilo. Fue entonces cuando se mudó a una villa del barrio Shichirigahama, en Kamakura, al sur de Tokio, pero allí sus pulmones fueron empeorando hasta que un enfisema pulmonar se lo llevó al otro mundo antes de que lo hiciera la diabetes. Cuando se retiró a Kamakura, ya se había jubilado y le había cedido la casa de empeños a un hijo adoptivo llamado Kakujiro; por eso toda la familia lo empezó a llamar «señor jubilado». A partir de ahora, en este relato yo lo llamaré «este señor» o simplemente «el jubilado». Se llevaba tan mal con su familia de Tokio que solamente Hatsuko, su hija y esposa de Kakujiro, acudió al chalet para acompañarlo mientras duró su agonía. Los Tsukakoshi eran una familia de abolengo del viejo Edo, y sólo en esta ciudad, es decir, Tokio, eran propietarios de cinco o seis casas, pero muy pocos de sus parientes fueron a visitarlo mientras estuvo enfermo. El funeral se celebró con bastante sencillez y pocos asistentes. Sólo tres personas que intimábamos con el jubilado sabíamos lo que había ocurrido antes y después de su muerte: uno de esos íntimos era Osada, su criada personal, que lo cuidó con mucho cariño; otro, su amante Fumiko, y el tercero, yo mismo.
Ahora voy a explicarle mi relación con este señor y mis propias circunstancias personales. Debo empezar diciendo que provengo del distrito de Akumi, en la prefectura de Yamagata, que tengo veintiún años y estudio en la Academia de Bellas Artes. Mi familia estaba emparentada lejanamente con los Tsukakoshi. La primera vez que llegué a Tokio, nada más salir de la estación de Ueno, me dirigí a la casa de empeños situada en el barrio Muramatsu con una carta de mi padre dirigida al jubilado. En realidad, no tenía ningún otro lugar al que acudir. En esa época, este señor era el empresario de la familia y yo me atreví a pedirle ayuda sin apenas conocerlo. A partir de ese momento visité la casa de empeños dos o tres veces al año. Al principio se trataba de meras visitas de cortesía, pero desde hace más o menos medio año empecé a mantener una relación más íntima con él. Ahora bien, aunque el protagonista indiscutible de esta historia es el jubilado, aparte de a él quería referirme a la coprotagonista, su amante Fumiko, e incluso a mí mismo, que figuro de vez en cuando como personaje secundario. Pero tampoco se puede decir que mi papel haya sido marginal, como podría pensarse, a pesar de que aparezca como el tercero en discordia. Más bien soy un personaje significativo desde otro punto de vista. Para que lo entienda mejor expondré algunos detalles sobre la personalidad del jubilado, toda vez que ahondaré en mi propia idiosincrasia.
¿Que cómo trabé amistad con este señor? En primer lugar debería ponerlo al corriente de los antecedentes de la historia. No parece que un joven criado en una zona rural de la remota prefectura de Yamagata y un viejo nacido en un castizo barrio de Edo en su época de esplendor vayan a sentir simpatía el uno por el otro o mostrar afinidad alguna. Yo era un estudiante joven, recién llegado de mi aldea, cautivado por la literatura y el arte occidentales, que deseaba convertirme en pintor y especializarme en pintura occidental. El jubilado era una persona representativa de la vieja cultura de Edo: respetaba las costumbres ancestrales y la tradición del periodo Tokugawa, lo cual, desde mi punto de vista de entonces, lo convertía en un habitante remilgado y presuntuoso de la zona más típica de Edo, que como usted bien sabe compone el conjunto de barrios de Shitamachi. Con estos precedentes, el jubilado y yo éramos completamente distintos y no nos entendíamos en absoluto. A pesar de ello terminé entablando amistad con este señor, pues poco a poco me fui acercando a él con cierta complacencia. Él, a su vez, probablemente se alegraba de que al menos un pariente lejano lo visitara asiduamente y lo llamara con todo respeto «señor jubilado, señor jubilado», mientras el resto de su familia y los parientes más allegados lo aborrecían y se mostraban distantes con él. Al final de su vida, si además de Fumiko yo no iba a visitarlo al hospital, el jubilado se enfurruñaba. Si yo no hubiera tomado la iniciativa de acercarme a él, jamás habríamos mantenido esa íntima relación. Los que no sabían nada de la situación veían con buenos ojos que yo lo visitara a menudo, compadecido de sus circunstancias personales, ya que el resto de la familia y los parientes lo tenían abandonado; pero al escuchar sus benevolentes comentarios hacia mi persona me sonrojaba. Que conste que no me hice su amigo porque codiciara el elogio. Seré sincero ya desde el comienzo: lo visitaba con frecuencia para ver a su amante, Fumiko. Por supuesto, no tenía la más mínima intención de intimar con ella aunque se hubiera presentado la ocasión, y sabía con seguridad que Fumiko era inalcanzable para un estudiante pueblerino y pobre como yo. Aun así, su recuerdo me obsesionaba, y no podía estar tranquilo cuando pasaba días sin verla. Así que me dirigía a la casa del jubilado aunque no tuviera nada que hacer allí, inventando excusas de lo más diversas.
Desde que este señor llevó a vivir con él a Fumiko, que trabajaba de geisha en el barrio Yanagibashi, los miembros de su familia empezaron a darle la espalda. Debió de ser en diciembre, hace dos años, cuando el jubilado tenía sesenta y Fumiko, que acababa de convertirse en geisha profesional, dieciséis. Hacía mucho tiempo que el libertinaje de este señor suponía un problema embarazoso para la familia, pero como desde su juventud había sido un auténtico calavera los parientes no le reprochaban nada, creyendo que al cumplir sesenta años pondría fin a su vida disoluta. Por lo que tengo entendido, el señor se había casado a la edad de veinte años y luego cambió a su esposa por otra, y así sucesivamente hasta tres veces. Después de divorciarse de su última mujer, a los treinta y cinco años, vivió solo. (Según se dice, su única hija, Hatsuko, nació de la primera esposa). Se divorció tantas veces no por su condición de crápula, sino por un impulso secreto, una inconfesable inclinación sexual de la que nadie sabía hasta hace poco. El señor era muy caprichoso, y no sólo reemplazaba cada cierto tiempo a una esposa por otra, sino también a las geishas y mujeres de compañía, a las cuales, al mes de haberlas conquistado, abandonaba cansado para volverse loco por otra. A pesar de variar tanto de mujer o tal vez por eso, el caso es que nunca había poseído a una que lo amara de verdad. Consiguió muchas mujeres en su vida, y a todas las amó con gran entusiasmo, pero ellas solamente se entregaban a él por dinero y ninguna correspondió a su amor. Este señor, un hombre típico de Edo, un libertino al que todo el mundo aceptaba, y más o menos apuesto, debería haber mantenido por lo menos una relación seria y profunda, pero, curiosamente, las mujeres lo detestaban y lo engañaban. De todos modos, como acabo de comentar, era bastante antojadizo, de manera que quizá las mujeres no tenían tiempo de caer en el abismo del amor, pese a que alguna llegó a apasionarse por él durante un tiempo.
«¡Qué hombre! Nunca dejará de ser un tarambana. Si quiere una amante, que la tenga, pero una vez esté con ella debe llevar una vida más seria», murmuraban sus parientes.
Sin embargo, el caso de la última amante, Fumiko, fue excepcional: el jubilado la conoció en verano, hace dos años, y el fuego de su amor no se apagaba. Al contrario, a medida que transcurrían los meses su pasión ardía con mayor intensidad. En diciembre de ese mismo año, cuando Fumiko empezó a trabajar de geisha profesional, el jubilado se encargó de todo: la rescató del oficio y le dio dinero para que se hiciera autónoma en su profesión. Pero pronto, sin poder contenerse más, la llevó a su casa del barrio Muramatsu, no se sabe bien si en calidad de amante o de esposa. Pese a que la amaba con locura, él no le gustaba en absoluto a la muchacha, como de costumbre. La actitud de la mujer era lógica: sólo a una loca o a una tonta le habría agradado una relación con un hombre que le llevaba más de cuarenta años. No hay duda de que Fumiko le seguía la corriente sin resistirse, atraída por su fortuna y viendo que le quedaba poco tiempo de vida.
Justo el día de Año Nuevo, cuando pasé a saludar al jubilado en la casa del barrio Muramatsu, advertí por primera vez la presencia de una chica extraña. Entré en la habitación apartada del fondo por la celosía que hay detrás de la casa.
—Hola, Uno —mi nombre es Unokichi. No sé desde cuándo este señor me llamaba Uno omitiendo «Kichi». A mí no me gustaba, porque parece el nombre de un artesano—, me alegro de verte. ¡Venga, pasa!
Probablemente el señor había estado bebiendo sake hasta hacía poco, pues su frente cuadrada y roja brillaba. Pese a estar en el interior de la casa, tenía las piernas metidas en el kotatsu[22] y llevaba puesta una bufanda de lana que lo abrigaba bien. Me hablaba con tanto desparpajo como un cómico, pronunciando las palabras con el deje típico de Edo. Entonces reparé en una muchacha desconocida y elegante sentada frente al señor al otro lado del kotatsu. Al entrar yo en la estancia, la muchacha, que apoyaba el codo sobre la mesa, se repantigó en el asiento hasta ponerse cómoda, y luego cimbreó el cuello y la cintura hacia mí. Subrayo «cimbreó el cuello y la cintura», puesto que me parecía que el cuello y la cintura poseían cada uno su propia belleza, y esos primores se dignaron fijarse en mí. Si simplemente hubiera escrito «giró el cuerpo», no habría conseguido explicar lo que sentí en aquel momento. El cuello, de un perfil afable y suavemente curvo, y la cintura fina y tierna se movieron igual que una ola transmite su ondulación a otra ola y esta a otra, y así sucesivamente. Tenía la sensación de que aquella joven ondulaba todavía alguna parte del cuerpo incluso después de haberse vuelto hacia mí; por ejemplo, vibraba desde la larga nuca hasta el hombro, que descubría un elegante kimono con finas rayas sobre fondo azul oscuro; parecía, en suma, que sus estremecimientos ondulatorios duraran un buen rato. Su silueta era lánguida, sensual y elegante, o tal vez su indumentaria me dio esa impresión, pues iba vestida con ropa algo anticuada. Si bien por entonces hacían furor los kimonos ostentosos, la muchacha llevaba un sobrio kimono de seda de diseño extranjero con amplio cuello y los bajos muy largos. El jubilado, sin sentir ninguna vergüenza, le dijo mirándome:
—Este chico se llama Unokichi. Es un pariente lejano y alumno de la Academia de Bellas Artes. Su padre me pidió que lo cuidara todo lo que pudiera… —y se reía con los ojos medio cerrados adoptando una actitud ambigua.
El señor consideró que ya me había presentado a la muchacha; sin embargo, no me reveló quién era ella. La joven sonrió sutilmente y saludó inclinando la cabeza. Me dijo:
—Me llamo Fumi. ¡Vamos, no hace falta que sea tan formal conmigo!
Al verla, también yo incliné la cabeza sin querer. Me sentí completamente confundido, y pensé: «Ah, esta jovencita debe de ser su amante».
Observé la cara del señor, sentado con las piernas cruzadas. Tenía grandes arrugas a ambos lados de la nariz rojiza y soltó una risa repugnante que emanaba de su gran «boca de sapo», una risa con la que parecía insinuar: «Deduces bien: esta joven es mi amante. Se ha venido a vivir conmigo».
Pronto intuí que el jubilado debía de sentir mucho cariño por ella; la muchacha no era tan guapa, pero su porte, altura y rasgos, que encajaban en el gusto de la gente de Shitamachi, lo tenían cautivado. Me daba la sensación de que el señor me estaba diciendo todo ufano: «¿Qué te parece? ¿A que he encontrado a una gran mujer?».
Resultaba un poco extraño que una concubina llevara los bajos del kimono tan largos que le arrastraban y se recogiera el pelo negro, que brillaba como el esmalte, al estilo tsubushi-shimada —un gran moño plano detrás de la cabeza—, un aspecto más propio de las geishas cuando salen a atender a los clientes. Probablemente el señor la hacía vestirse y recogerse el pelo así para su propio regodeo, al mismo tiempo que le gustaba que se pusiera el sencillo kimono de seda, de diseño extranjero y con el cuello largo. (Este hecho mostraba que el señor era aficionado al viejo estilo Edo. Más tarde me di cuenta de que esta conjetura era cierta). A mí me gustaban más las mujeres exóticas, pero si veía una mujer perfecta ataviada al estilo Edo, tampoco le hacía ascos. La palabra «perfecta» no quiere decir que sus rasgos carecieran de defectos, sino que, por el contrario, poseía esas imperfecciones que sólo aprecian los conocedores exquisitos, esas pequeñas tachas, justas e idóneas, que sirven para realzar una gran belleza. El contorno de la cabeza de Fumiko era ovalado, tenía la mandíbula afilada y las mejillas hundidas. A pesar de ello no parecía una persona muy formal; cada vez que charlaba, al mover la boca se formaban ondas en la carne de sus mejillas, por lo que me resultaba a un tiempo tierna y robusta. La frente era pequeña, y la línea entre el pelo y la frente se asemejaba a la figura invertida del monte Fuji, símbolo por antonomasia del ideal de belleza de los conocedores de la época Edo; a ambos lados de la falda de ese «monte» no había cabello; luego la línea seguía hasta los rabillos de los ojos, pero no era totalmente nítida, es decir, a trechos desaparecía dejando al descubierto la piel blanca y lampiña como si de una bahía se tratara, lo cual no sólo le confería un carácter disonante y concedía más espacio a la frente pequeña, sino que destacaba aún más la negrura natural de su cabello. Tenía las cejas anchas y combadas hacia arriba, pero, al contrario del cabello, estaban poco pobladas y eran de color rojizo, de modo que no resultaban severas. Su nariz era recta, definida y hermosa, pero con alguna tacha: el perfil desde el entrecejo hasta el caballete descendía en una pendiente suave y luego, en la punta, remataba en una bolita y el tabique se hinchaba como una pantorrilla; eran defectos que suavizaban el perfil severo de la nariz. No obstante, si Fumiko, con estos rasgos, hubiera tenido una nariz como la de algunas estatuas romanas, su cara, sin duda, habría sido apática. Una nariz chata le habría afeado el rostro, pero esa nariz ligeramente gruesa le dulcificaba los rasgos.
Ahora, la boca. Por cierto, maestro, tal vez le moleste que le describa a la muchacha con palabras tan mediocres, repasando la cara milímetro a milímetro. Sin embargo, no puedo evitar detallar los rasgos de su rostro lo más minuciosamente posible. Quiero que sepa con exactitud cómo era Fumiko. Tenga esto en cuenta y aguante un poco más, se lo ruego, aunque lo importune. Bien, la boca era menuda y linda, encajada en la mandíbula, que vista de perfil parecía un huevo, y lo más bonito era el labio inferior algo saliente, típico de las bellezas de la antigua Edo. Sin duda alguna, si el labio inferior hubiera estado metido hacia dentro, la cara habría sido más rígida y habría perdido su lisonjera atracción, perspicacia e inteligencia. Digo «inteligencia» porque sus grandes ojos mostraban agudeza y las pupilas negras residían brillantes como un berilo en el centro del iris de color azul; y eran tan profundas y sosegadas como la compostura de un sabio y como los peces que descansan en el fondo del agua pura que atraviesan los rayos del sol. Las pestañas, que recubrían estas pupilas como las algas cubren los peces, eran tan largas que caían hasta la mitad de las mejillas cuando cerraba los ojos. Hasta entonces nunca había visto unas pestañas tan maravillosas y admirables como las suyas. Incluso pensé que eran demasiado largas y podrían molestar a sus pupilas. Cuando abría los ojos, se veía que las pestañas y las negras pupilas estaban fundidas, y me parecía que afloraban fuera de los ojos. Finalmente, lo que más acentuaba las pestañas y las pupilas era el color de su tez. Las jóvenes de entonces, y mucho más una exgeisha, mostraban una piel poco maquillada, sin ostentación, opaca como el vidrio deslustrado, pálida, teñida con un blanco sutil y onírico. En esa piel, las pupilas se destacaban igual que un escarabajo resalta al arrastrarse sobre un papel blanco. No quiero exagerar su belleza, simplemente le cuento, maestro, con total sinceridad lo que sentí al verla.
Normalmente yo me retiraba a casa pronto, después de saludar al señor, pero ese día me pareció que había sido una coincidencia encontrarme con ella, así que permanecí en casa de mi anfitrión desde la mañana hasta las dos o las tres de la tarde, después de haber aceptado su propuesta de comer. En vista de la situación, la muchacha nos sirvió sake. El señor se emborrachó y yo también terminé embriagado. Cuando el jubilado ya estaba bastante ebrio, de repente me comentó:
—Uno, perdóname porque todavía no he tenido ocasión de ver tus cuadros. Pero, como estás estudiando pintura occidental, imagino que sabrás pintar bien retratos al óleo, ¿no?
—Dices que sabrá pintar bien. ¡Qué falta de tacto! —lo recriminó Fumiko en un tono cordial. Y, dirigiéndose a mí, añadió—: Debería enfadarse con el señor por decirle una cosa así.
A continuación, la muchacha adelantó un poco la cabeza hacia mí agitando los bajos del kimono y moviendo el labio inferior, que afloraba como para alcanzar algo.
—Bueno, bueno, he dicho «sabrás pintar bien», pero no quería tomarte el pelo. Como ya sabes, soy una persona anticuada, así que no sé qué pintura es mejor o peor.
—¡Qué tonto eres! Si no sabes diferenciarlas, ¿por qué se lo has preguntado?
Desenvuelta, la muchacha, con sus diecisiete primaveras recién cumplidas, se burlaba del señor y lo regañaba. Cada vez que lo reprendía, en el rostro del jubilado se dibujaba una sonrisa indescriptible. Como el señor no tenía ninguna intención de ocultar su expresión de gozo, yo me sentía avergonzado sin motivo alguno. A veces el jubilado le contestaba riéndose:
—¡Tienes toda la razón!
A propósito, tras ese diálogo el señor se rascó la cabeza con una actitud en exceso humilde. Fumiko lo tenía totalmente controlado, y él, a su vez, se convertía en una persona mansa y tan entregada como un bebé. El señor tenía sesenta y un años; yo, diecinueve; y Fumiko, diecisiete, como acabo de decir. Esto la convertía, es evidente, en la más joven de los tres; no obstante, si alguien nos hubiese visto conversando, habría pensado que la jerarquía era justo la contraria. Me daba la sensación de que Fumiko nos trataba como a niños.
Me pareció raro que el jubilado sacara el tema del óleo de repente, pero al final me enteré de que deseaba que pintara un retrato de la muchacha. El señor me explicó:
—No soy capaz de distinguir qué método es mejor o peor, pero me parece que se dibuja con mayor realismo usando óleo que aplicando la técnica japonesa.
El señor me pidió que la retratara con la mayor verosimilitud posible. Yo no estaba muy seguro de poder pintarla como él me pedía. No obstante, acepté su encargo enseguida, ya que abrigaba el deseo de conocer a Fumiko más a fondo y pintarla me depararía la oportunidad.
A partir de ese momento, visité la casa dos veces por semana y empecé los bocetos del cuadro con Fumiko, que posaba delante de mí en cada sesión.
Generalmente, las casas antiguas de los comerciantes ubicadas en los barrios de Tokio estaban provistas de un fondo bastante largo, a pesar de que las fachadas eran mínimas, de suerte que a medida que uno se adentraba en la vivienda la visibilidad menguaba por la escasa luz; finalmente, al llegar al gabinete, uno se apercibía de que todo estaba oscuro como una caverna. La vivienda de Tsukakoshi era una de esas casas antiguas; si hacía mal tiempo, a las tres de la tarde la habitación apartada del jubilado quedaba tan oscura que no se podía ni leer el periódico. Y además era la época de los días cortos, con horas de luz acusadamente escasas. Por eso, cuando volvía a la casa desde la academia, la penumbra ya se había hecho dueña y señora de la estancia, pese a que fuera todavía quedaba bastante claridad. Pintar al óleo en esa covacha abandonada por el sol suponía para mí un trabajo arduo y complicado. La luminiscencia sutil y triste del invierno que me permitía pintar alumbraba tenuemente desde el jardín de unos dieciséis metros cuadrados, ubicado frente a la habitación. La luz nívea se reflejaba en la cara malhumorada de Fumiko, que permanecía inmóvil, sentada en la penumbra, y caía sobre la nuca descubierta de mi modelo, que vestía un kimono al estilo nukiemon, tan apretado que parecía que le iba a arrancar los hombros. Al ver que su rostro y su nuca brillaban teñidos de blanco, me quedé, no sé cómo decirle, terriblemente perturbado. Me daban ganas de dejar de pintar y entregarme a observar eternamente la silueta de ese cuerpo inmaculado y dulce.
Para cuando llegó el momento de ponerse manos a la obra el señor había dispuesto, pensando en mí, una bombilla azul de sesenta vatios y además una luz de gas, las cuales alumbraban con tal potencia la habitación que casi me dolían los ojos. Con esos apaños, el problema de la iluminación quedó solucionado. Ahora teníamos que decidir la pose de la modelo. Al principio el jubilado me pidió un retrato, de modo que yo pensaba dibujar parte del torso y la cara. Pero el señor me comentó:
—La verdad es que no me va a hacer mucha gracia ver un cuadro de Fumiko simplemente sentada. Por eso, ¿qué te parece si la pintas en una pose como la de la mujer de este cuadro? ¿Qué opinas, Uno?
Sacó un libro del cajón de un mueble y me mostró una ilustración. El libro era Inakagenji, de Ryutei Tanehiko. Recuerdo que el dibujo pertenecía a Utagawa Kunisada. En él, una joven tan hermosa como Fumiko, recién llegada a una casa vacía como un templo viejo y tras andar descalza por caminos perdidos en pleno campo, se hallaba sentada en la galería exterior limpiándose con un paño el pie derecho, descalzo y sucio de barro, antes de entrar en la casa. La muchacha inclinaba el pecho hacia la izquierda hasta casi desplomarse; y mientras el cuerpo descansaba sobre su delicado brazo, tocaba sutilmente la tierra con la uña del dedo gordo del pie izquierdo, que dejaba caer; al mismo tiempo, mantenía doblada la pierna derecha y se limpiaba la planta del pie con la mano derecha. Al ver esa pose dibujada con tal maestría y trazos impecables, me di cuenta de que el antiguo y excelso pintor de grabados ukiyo-e observaba el movimiento del grácil cuerpo femenino con gran clarividencia, y enseguida abrigué un profundo interés. Lo que más me impresionó fue que la mujer, bajo la flexión voluptuosa de brazos y piernas, revelaba una energía extremadamente sutil y bien proporcionada en todo el cuerpo, y eso a pesar de tener las extremidades dobladas de forma desigual. La mujer estaba sentada en la galería en una postura bastante inestable; como acabo de describir, inclinaba el torso hacia la izquierda y mantenía doblada la pierna derecha hacia fuera, es decir, estaba en una posición tan arriesgada que si alguien le hubiera tirado un poco del brazo izquierdo en el que apoyaba su cuerpo le habría hecho perder el equilibrio y se habría caído de inmediato. Por eso, en esa pose se evidenciaban algunos músculos tensos y duros como el acero, y precisamente gracias a esa tensión el cuerpo se mantenía en equilibrio. Además, la postura revelaba la belleza inenarrable de la figura, de modo que todo el cuerpo rebosaba una gran hermosura. Por ejemplo, la palma de la mano izquierda con la que sostenía el hombro que dejaba caer estaba bien pegada al suelo de la galería, y los cinco dedos culebreaban como en una convulsión. La mujer dejaba caer la pierna izquierda no de manera relajada, sino desplegando toda su fuerza, ya que se notaba que estiraba el pie perpendicularmente a la pierna y que el dedo gordo permanecía estirado como el pico de un pájaro. Lo que el artista Utagawa había plasmado con mayor destreza eran la pierna derecha cimbreada y la mano derecha con que la mujer se limpiaba el pie. Si en esa postura la mujer hubiera soltado la mano, inevitablemente la pierna derecha se habría precipitado al suelo, dado que la flexionaba dominándola con la fuerza de la mano. Por tanto, la mujer no solamente se enjugaba el pie, sino que a la vez debía sujetarlo. En este punto no puedo por menos que reconocer el habilidoso esmero y el inmenso talento de Utagawa. Sería más fácil dibujar una escena en la cual la mujer simplemente se sujetara el tobillo o el dorso del pie; pero el pintor no lo había hecho deliberadamente. La joven introducía la mano entre el dedo anular y el dedo medio del pie para tirar de los dos dedos y así levantar la pierna entera. Hasta se podía entrever el estremecimiento tanto de la pierna, que casi se le escapaba de la pequeña mano, doblándose como un resorte y conteniendo la energía, como, en concreto, de la rodilla levantada.
Espero, maestro, que tal y como se lo explico entienda más o menos la escena que estoy intentando describir. Este artista tiene algunos cuadros en los que una mujer hermosa está de pie o tumbada lánguidamente, con los brazos relajados y las piernas vencidas como las ramas de un sauce llorón. Sin duda esos cuadros muestran gracia, pero debe de ser más complicado dibujar una escena como la de este grabado, en la que una mujer tuerce los brazos, las piernas y el cuerpo, pero a la vez presenta la flexibilidad de un látigo, sin menoscabo de su propia belleza. En esta obra la flexibilidad coexiste con la contracción, la delicadeza vive dentro de la tensión, la fragilidad se esconde tras el movimiento. En otras palabras, esta lámina ostenta la belleza de un ruiseñor que trinara con tanta fuerza que se le irritase la garganta. De hecho, Utagawa Kunisada tuvo que dibujar detallada y vivamente hasta el mínimo músculo de los dedos a fin de hacer hermosa a una mujer en esta postura. Quizá el pintor exageró la pose para destacar su coquetería, pero cualquiera puede darse cuenta de que la postura no es ni artificial ni forzada. Para mostrar tanta coquetería en esa postura como la que se observa en la figura del cuadro, se necesita una mujer delicada, de cuerpo sensual, con los brazos y las piernas bien proporcionados. Si una mujer fea y gorda, de piernas cortas y rollizas, adoptase esa misma postura, el resultado sería desastroso. No cabe duda de que Kunisada, al ver a una mujer hermosa en un gesto semejante, debió de quedarse deslumbrado por su voluptuosidad, y la imagen se le quedaría grabada con tal fuerza que fue capaz de trasvasarla a una obra. Si no, me parece imposible dibujar con tal perfección a una mujer en una pose complicada incluso en la imaginación.
En fin, era absolutamente inadmisible que el jubilado exigiera a Fumiko recrear la misma postura y a mí trasladarla al óleo. Además, si yo intentaba representarla con mi técnica mediocre, jamás sería capaz de crear una obra artística, mucho menos de acercarme ni remotamente a un grabado de la belleza y maestría del de Kunisada. Pensé que su petición era demasiado caprichosa, aun teniendo en cuenta que el señor no tenía ni idea de pintura occidental. Seguramente consideró que si hasta un grabado en blanco y negro había logrado plasmar una belleza vívida, la colorida pintura al óleo, y con una modelo de carne y hueso, habría de desplegar incluso mayor belleza. Sin embargo, Kunisada había creado esa obra espléndida precisamente al darle vida en forma de grabado. Por todas estas razones, me mantuve firme y rechacé la petición del jubilado, explicándole que si uno quiere dibujar al óleo del mismo modo que Kunisada ha de poseer talento, aptitudes y maestría.
Pero el señor, lejos de dejarse convencer, sacó un banco y lo colocó en el centro del salón para que Fumiko se sentara, mientras insistía en que la pintara en la pose de limpiarse el pie. Me aseguró que, al no ser capaz de distinguir una obra buena de una mala, estaría contento con el resultado si lograba captar la imagen de la modelo; que intentara pintarla de todos modos y él me pagaría lo que pidiese. Estuvo suplicando sin parar, al tiempo que bajaba la cabeza y decía:
—Claro que te entiendo, Uno. Pero, por favor, no me digas que no.
En aquella boca del señor, de sobrenombre «boca de sapo», se dibujaba una sonrisa repugnante mientras trataba de convencerme en un tono tan ambiguo que yo no sabía si hablaba en broma o en serio. En ese momento, por primera vez, me di cuenta de lo testarudo que era ese hombre, aunque por lo general fingiera ser sensato y de buen conformar. Perseveraba en su petición, y me suplicaba con un tono tan vehemente que parecía estar aferrándose a mis pies; ese carácter tan obstinado supuso un descubrimiento sorprendente para mí. Y además era muy curiosa la cara que ponía cuando intentaba llevarme a su terreno: su manera de hablar y su actitud parecían las de costumbre, pero la expresión de sus ojos era del todo diferente. Mientras rogaba, me miraba con los ojos sobreexcitados, como perdidos en otro lugar o como si las pupilas estuvieran pegadas al fondo de las órbitas. De repente se turbaba y en su mirada refulgía una chispa de demencia. Yo intuí que había algo anormal escondido en esos ojos, la razón tal vez de que sus parientes lo aborrecieran. Me quedé simplemente horrorizado.
También la reacción de Fumiko en ese momento me ayudó a vislumbrar ese desequilibrio. La muchacha, al percatarse del cambio de actitud del señor, chasqueó la lengua poniendo una cara inextricable y frunciendo las cejas, a la vez que lo regañaba como a un bebé.
—¿Se puede saber qué te pasa? Si el señor Uno se niega, no vas a hacerle cambiar de idea por mucho que insistas. De verdad, nunca he visto a una persona tan terca como tú. Para empezar, no pienso sentarme en ese banco en el centro del salón. Me da pereza. Y no hay más que hablar —dijo mirándolo severamente.
Entonces el jubilado se deshizo en súplicas fervorosas para que la joven se sentara en el banco y se limpiara el pie, tratando de convencerla con halagos. Por supuesto, sus ruegos eran complacientes, aunque, extrañamente, cada vez parecía más excitado. Por mi parte, olvidado el encargo, no podía por menos que compadecerme de Fumiko. El arte de Kunisada había consistido en conseguir atrapar artísticamente el movimiento fugaz de la mujer del grabado, por eso iba a resultar muy difícil que cualquier modelo permaneciera en esa pose ni siquiera tres minutos. A pesar de ello, al final, Fumiko, vacilante, claudicó más fácilmente de lo que yo pensaba y, con un mohín de disgusto, se sentó en el banco. Conjeturé que había algún motivo secreto y profundo. Si Fumiko se hubiera negado a su petición hasta el final, ¿el señor jubilado se habría enfurecido más y más, y finalmente esa locura se habría notado no sólo en sus ojos sino también en el borbotón de sus palabras? ¿Aceptó la muchacha por temor a las consecuencias? Esto es lo que deduje sin ninguna razón en particular.
—Lo siento mucho por usted, señor Uno, pero el patrón está chiflado y no hay manera de hacerlo entrar en razón. No importa que termine el retrato o no. Finja estar dibujando por lo menos, para que el señor se quede contento —me aconsejó Fumiko una vez sentada en el banco.
Al escuchar sus advertencias, me convencí de que mi suposición era cierta.
—De acuerdo. Entonces, voy a pintarla. A ver lo que sale —le contesté.
Me puse frente al caballete. Obviamente, mi decisión no era tan grave. Simplemente intentaba obedecer al señor, captando lo que la muchacha trataba de insinuar.
Fumiko, imitando a la mujer del grabado elegido por el señor, se apoyó en el banco con el brazo izquierdo y con la mano derecha se apoderó de los dedos del pie derecho doblado, recreando una postura idéntica a la de la estampa de ukiyo-e. Acabo de detallarle lo que estaba viendo, pero no puedo expresar con palabras mi estupor en esos instantes. Para describir mejor la realidad que tenía ante mis ojos, le diré, maestro, que apenas Fumiko se sentó en el banco y adoptó esa pose, se transformó en la misma mujer del dibujo de Kunisada. Hace un momento escribí que «para mostrar tanta coquetería en esa postura… se necesita una mujer delicada, de cuerpo sensual, con los brazos y las piernas bien proporcionados». Pues bien, es la frase más adecuada para describir a la mujer que ahora tenía ante mis ojos. De no haber poseído un cuerpo tan magnífico como el de Fumiko, la modelo no habría podido convertirse en la mujer del dibujo tan fácil y perfectamente. La muchacha me contó que se le daba bien bailar cuando trabajaba de geisha, y comprendí que debía de ser cierto, porque Fumiko adoptó una pose tan sensual y delicada, un gesto tan equilibrado y difícil que una modelo corriente no habría podido imitar. Embelesado durante un rato, yo observaba a la mujer del grabado y a Fumiko alternativamente, tantas veces que no conseguía diferenciar cuál era la real y cuál la del dibujo. ¡Se habían metamorfoseado! Cuanto más me fijaba, menos las distinguía: el cuerpo de Fumiko y el de la mujer, el brazo izquierdo de Fumiko y el de la mujer del grabado, la punta del dedo gordo del pie izquierdo de Fumiko y el de la mujer…, y así, sucesivamente, observaba a una y a otra. En alguna parte, las dos abrigaban la misma fuerza y la misma tensión. Siento ponerme tedioso, pero quiero insistir aquí en la mórbida voluptuosidad del cuerpo de Fumiko. No es imposible que una modelo corriente copie la pose de la mujer del dibujo, pero Fumiko era la única capaz de expresar el poder y la belleza de cada curva sutil de los músculos, además de imitar la postura. Más bien daba la impresión de que Fumiko no reproducía a la mujer del grabado, sino que era ésta quien imitaba a Fumiko; que Kunisada había retratado a la propia Fumiko.
¿Por qué el jubilado había elegido esa ilustración entre muchas otras y quería que Fumiko adoptara la misma pose? ¿Por qué al señor le gustaba tanto esa postura? Al verlo tan entusiasmado, se me plantearon tales preguntas. En esa pose debía de revelarse la sensualidad del cuerpo de Fumiko más que en una postura normal, pero no podía ser el único motivo por el que el señor estaba tan cautivado y a punto de perder el juicio. Empecé a albergar dudas al observar el delirio en su mirada, e imaginé que esa pose debía de esconder algo que atraía fatalmente al viejo. La belleza del cuerpo femenino se hizo patente en esa posición, en el movimiento de los pies que se exhibían entre los bajos del kimono, es decir en las curvas que van de la rodilla a la punta de los dedos de los pies.
Reconozco que yo mismo, desde que era pequeño, sentía un placer fuera de lo común cada vez que contemplaba los pies bien proporcionados de las muchachas; por tanto, debo confesar que desde el principio me fascinaron las maravillosas curvas de los pies desnudos de Fumiko. Sus piernas eran rectas, como de madera bien torneada y pulida; se estrechaban en el tobillo, y al llegar al dorso del pie se acentuaba una curva tenue. Al final de la misma, los cinco dedos se extendían en orden, desde el meñique hasta el dedo gordo, y parecía que los otros cuatro, en fila, trataban de alcanzar el dedo gordo. En mi opinión, la forma de los dedos era más hermosa que el rostro de Fumiko. El semblante de la muchacha no era único en este mundo; sin embargo, nunca he visto unos pies tan bien proporcionados como los suyos. La misma repugnancia que me causa una cara poco agraciada me asalta al ver unos pies con el dorso sin curva o con el intersticio de los dedos muy abierto. Sin embargo, el dorso del pie de Fumiko estaba levemente hinchado por el músculo y los cinco dedos se hallaban pegados uno a otro, como la letra «m», y en ordenada fila, como las piezas de una perfecta dentadura. Si uno hiciera un pastel de arroz en forma de pie y luego le cortara la punta con las tijeras, se parecería a los dedos de Fumiko. Si comparo cada dedo con ese pastel de arroz, ¿con qué podría comparar sus uñas impecables? Me gustaría precisar que eran como las fichas del juego de go puestas en fila; sin embargo, en realidad eran más lustrosas y naturalmente más diminutas que esas piezas. Un artesano bastante hábil corta la membrana nacarada de una caracola en trocitos, pule cada uno de ellos esmeradamente y los coloca con suavidad en la punta del pastel de arroz con unas pinzas. Seguramente sólo así se podrían fabricar unas uñas tan maravillosas. Cada vez que veo algo tan hermoso como esas uñas, pienso que el hacedor supremo ha sido injusto al crear a los hombres. En el caso de los animales y de los seres humanos se puede decir que las uñas simplemente nos crecen y están ahí, en la punta de los dedos, como «abultadas»; por el contrario, las de Fumiko no parecían haber crecido nunca, sino que estaban ahí, en su lugar, como «incrustadas». En resumen, esta joven estaba dotada desde su nacimiento de unos pies como joyas. Si uno cortara cada dedo y lo atara para hacerse un rosario, sin duda confeccionaría el collar de una reina.
Fumiko pisaba el suelo con un pie y estiraba el otro sobre el tatami. Los dos pies ofrecían una imagen tan bella como la de un edificio majestuoso. Dado que la muchacha estaba a punto de caerse en esa pose, estiraba bien el pie izquierdo hacia abajo y a duras penas alcanzaba el suelo con la punta del dedo gordo, donde se concentraba todo el peso. Por lo tanto, la piel desde el dorso hasta los cinco dedos estaba totalmente estirada, a la vez que éstos se encogían con una expresión de horror. (Decir «expresión» quizá resulte gracioso, pero para mí los pies poseen la misma expresividad que un rostro. A través de la expresión de los pies se puede concluir que una mujer es sensible o que un hombre es cruel). El pie izquierdo de la joven era como un pajarito despavorido que, a punto de volar, se acurruca bajo las alas de su madre y aspira profundamente. Como el dorso del pie estaba tendido en forma de arco, se veía la carne delicada de la planta. Si se observaban desde atrás, las puntas de los cinco dedos encogidos y en fila se asemejaban al músculo abductor de una vieira.
En cuanto al otro pie, el derecho, Fumiko lo levantaba con la mano derecha, unos treinta centímetros por encima del suelo, mostrando otros rasgos absolutamente diferentes. Si dijera que «el pie se reía», la gente normal no lo entendería en absoluto. Incluso usted, maestro, inclinaría la cabeza en señal de extrañeza. No obstante, no encuentro otra palabra para trazar la fisonomía de este pie de Fumiko. Le describiré con detalle la forma de este pie. Puesto que la muchacha levantaba el pie derecho sujetando el dedo meñique y el anular, el resto de los dedos estaban abiertos y torcidos de una manera sensual, como cuando a uno le hacen cosquillas en la planta. Eso es, cuando sentía un leve picor, el pie adoptaba fácilmente tales movimientos; por eso he dicho que «el pie se reía». Y al decir «torcidos de una manera sensual» me refiero a que los dedos y el dorso del pie se arqueaban en direcciones opuestas formando una concavidad profunda entre ellos. El pie entero estaba arqueado, como la decoración en forma de langostino que se realiza con cuerdas para señalar la llegada del Año Nuevo. Creo que en esa figura estaba agazapada una suerte de seducción. Una mujer menos versada en danza y con las articulaciones menos flexibles, incapaces de estirarse y encogerse a voluntad, no habría podido nunca arquearse de manera tan voluptuosa como Fumiko. La forma del pie era igual que la figura de una mujer atractiva que baila contorsionándose. Y además no podía dejar de mirar sus talones redondeados, turgentes. Por lo general, las mujeres tienen algún defecto en el perfil que va del tobillo al talón, pero el de Fumiko era totalmente impecable. De vez en cuando caminaba detrás de ella para observar con disimulo la curva de sus talones, puesto que desde delante no conseguía verlos bien, y me fijaba en ellos hasta grabar indeleblemente su imagen en mi mente. No sé cómo deben de ser el hueso ni la carne que los envuelve para que los talones aparezcan tan entrañables, redondos y brillantes. Seguramente Fumiko nunca hasta ahora había pisado superficies más duras que un tatami o un futón. En ese estado de embriaguez, llegué a pensar que convertirme en tan precioso talón y unirme a la planta de la muchacha me haría aún más feliz que vivir como hombre. Aunque fuera imposible, incluso quise convertirme en el tatami que Fumiko pisaba. Si alguien me hubiera preguntado: «¿Qué es más importante, tu vida o los talones de Fumiko?», yo le habría respondido enseguida que lo segundo. Si debía morir por los talones de Fumiko, moriría de buena gana.
¿Hay otros hermanos más parecidos y admirables que el pie izquierdo y el pie derecho de Fumiko? Cada uno se disfraza como desea para competir en belleza. He utilizado demasiadas palabras para alabar la hermosura de sus pies, pero para terminar querría reseñar una última cosa: el color de la piel de los preciosos hermanos. Si la piel de estos no fuera lustrosa, aun teniendo una forma bien proporcionada, ciertamente los pies serían feos. Supongo que Fumiko, que presumía de pies hermosos, los cuidaba igual que su propio rostro cuando se bañaba; el cutis húmedo y brillante era tan lustroso y blanco como una pieza de marfil bien bruñido. Miento: la verdad es que ni siquiera el color del marfil es tan enigmático como el de la piel. Si la sangre tibia circulara dentro del marfil, puede ser que brotara ese color misterioso en el cual parecen mezclarse frescura y divinidad. El pie no era simplemente blanco, pues presentaba también un reborde carmesí en torno a las uñas y el talón. Al verlo, evocaba las fresas con leche que se toman en verano, sí: ese jugo de fresas al fundirse con la leche blanca… El tinte que surgía en el instante de la fusión de las fresas y la leche corría a lo largo de la curva del pie. Pienso maliciosamente que la muchacha aceptó ponerse en esa pose tan complicada con mayor docilidad de lo que yo imaginaba porque deseaba exhibir sus soberbios pies.
Confieso que no puedo evitar sentir una enorme exaltación al ver unos pies femeninos hermosos y experimentar una especie de veneración mística, como si fueran los de una divinidad. Esta rara inclinación ha estado latente en mi pecho desde la infancia. Como consideraba que tan singular afición era enfermiza, intentaba esconderla como si fuera una abominación. Sin embargo, hace tiempo, al leer un libro, constaté que no era el único con tal inclinación desviada, es decir, que existen muchas personas denominadas foot-fetichists, fetichistas del pie. A partir de ese momento busqué en secreto a algún foot-fetichist, pensando que, por lo menos, habría alguno por ahí. Justamente entonces encontré al señor Tsukakoshi y nos hicimos amigos. El señor no debía de estar al corriente de las últimas publicaciones de libros de psicología, de modo que no conocía el término foot-fetichism ni imaginaba que hubiera mucha gente con los mismos gustos que él. Probablemente creía ser la única víctima de esa desviación enfermiza, al igual que yo lo creía en la niñez. Que a un joven como yo se le descubra tal tendencia en nuestra época moderna es algo sintomático de nuestros días, pero este anciano, que se consideraba un representante de la vieja cultura de Edo, manifestaba la misma inclinación, por lo que resultaba un adelantado a su tiempo. El pobre debía de estar irritado preguntándose a sí mismo: «¿Por qué un hombre respetable como yo padece un trastorno tan raro?», a la vez que estaría preocupado al pensar en la vergüenza que sentiría si alguien se enteraba. Si yo no hubiera padecido la misma anomalía ni recelado del señor jubilado, él no me habría confesado jamás su secreto. Desde el principio advertí que algo anormal se escondía en su comportamiento, y al verlo devorando a escondidas el pie de Fumiko con la mirada sospeché de él y le comenté para llamar su atención:
—Perdóneme por lo que voy a decirle: la forma del pie de la muchacha es de veras sublime. Estoy habituado a ver a diario muchas modelos en la academia, pero le aseguro que jamás había visto unos pies tan maravillosos y bellos como estos.
Un leve rubor le cubrió las mejillas mientras sus ojos brillaban con lujuria, pero guardó la compostura y sonrió amargamente para ocultar su vergüenza. No obstante, yo continué hablando de la relevancia que imprimía la curva de los pies a la belleza femenina, y también afirmé que era lógico admirar unos pies tan agraciados. Finalmente el señor, confiado, se fue desenmascarando poco a poco.
—Si no me equivoco, señor, usted le ha pedido a Fumiko que se colocara en esa pose a propósito. Si antes me atreví a contradecirle, ahora reconozco que tenía usted toda la razón del mundo, ya que los pies de la muchacha se ven divinos. Estoy seguro de que sabe más de pintura de lo que dice —añadí.
—Gracias, gracias. ¡Cómo me alegra que pienses así! No sé nada sobre las novedades de Occidente, pero antiguamente las japonesas estaban orgullosas de sus preciosos pies. Por eso, en la era Tokugawa, las geishas jamás llevaban tabi, los calcetines japoneses de dedos, por mucho frío que hiciera. De esa manera exhibían los pies. Los clientes, felices de ver el pie desnudo, lo consideraban muy chic. En cambio, las geishas de ahora se ponen tabi cuando atienden a los clientes. Es totalmente al revés que en tiempos pasados. En todo caso, los pies de las jóvenes de ahora están tan sucios que no podrían quitarse los calcetines aunque les pidieran hacerlo. Así que siempre le insisto a Fumiko en que no use tabi, ya que sus pies son excepcionalmente bellos.
El señor sonreía mientras me daba esta información. Luego, adelantando la mandíbula, prosiguió:
—Si entiendes lo que acabo de explicarte, no tengo nada más que decir. No me importa que el cuadro sea malo. Si te da pereza retratar a la chica entera, no hace falta que pintes la parte innecesaria, basta con los pies.
Ahora sí que se había descubierto. ¡Y con qué orgullo lo decía! Sin duda una persona normal pediría a un pintor que dibujara solamente la cara; sin embargo, el señor me acababa de pedir que pintara sólo los pies. Al oírlo, no me cupo ninguna duda de que sufría del mismo mal que yo.
A partir de entonces acudí a la casa del jubilado casi todos los días. Obsesionado por la forma de los pies de Fumiko, cuando estaba en la academia me resultaba imposible concentrarme en mis estudios. Pero tampoco hacía progresos en el encargo del señor. Cada vez que me sentaba a trabajar ante la modelo y la contemplaba sin miramientos, el viejo y yo nos poníamos a hacernos lenguas de sus pies, los cuales, irresistiblemente, atraían nuestras miradas. En general, Fumiko, a quien no pasaba inadvertida la perversión del jubilado, oía nuestras alabanzas como quien oye llover; mientras tanto se limitaba a su papel de modelo, pese a que de vez en cuando ponía cara de disgusto. La muchacha posaba no para que yo la dibujara, sino para ser el objeto de las miradas embelesadas de un viejo y un joven, a cuál de los dos más loco; y eso a pesar de que tales miradas debían de causarle bastante fastidio y de lo extraña que sin duda le parecía la postura adoptada. Dicho de otro modo: la belleza de sus pies le estaba causando molestias imprevisibles. Una mujer mediocre habría rechazado ese papel absurdo. Pero Fumiko, que era sagaz, se avenía al juego del viejo sin quejarse. Digo «juego del viejo» pero me quedo corto, pues cuando la muchacha permitía que éste viera y examinara sus pies, el señor era invadido por un gozo tan extraordinario que casi le hacía desfallecer. Consciente de este poder, el papel que la mujer debía cumplir era muy sencillo.
Cuanto más íntima se hacía la relación entre el señor y yo, más señales me revelaba de su morbosa inclinación. Simplemente y por curiosidad, lo incité a dar rienda suelta a su obsesión fetichista. Por supuesto, tuve que confesarle mi propia y vil inclinación y le conté mis experiencias infundadamente exageradas y desagradables. De ese modo conseguí que el señor apartara el sentimiento de vergüenza de su conciencia. Ahora pienso que actué así no sólo por la simple curiosidad de conocer un secreto ajeno, sino también porque sentía en mi pecho unas ganas incontenibles y ocultas de investigar más profundamente mi propia inclinación abominable en un viaje en el que fuéramos compañeros. Al escuchar mis confidencias, el señor se mostraba totalmente de acuerdo conmigo, y me contó una historia parecida a la mía, sin esconder nada. Su experiencia desde la niñez hasta los sesenta años estaba más rebosante de gracia, fealdad y rareza que la mía. Redactar todas las vivencias que me relató supone demasiado trabajo, así que las omitiré. Sin embargo, aportaré aquí un ejemplo. No era la primera vez que el señor disponía el banco de bambú en el centro del salón para utilizarlo en lugar de una mesa. En otras ocasiones, y con frecuencia, había hecho que Fumiko se sentara en él dentro de la habitación completamente cerrada. En esa posición, él, como si fuera un cachorro, se dedicaba a juguetear con los pies de la joven. El señor me confesó que jugar con los pies de Fumiko le proporcionaba más placer que recibir un trato respetuoso de ella.
A finales de marzo del mismo año, el señor hizo las gestiones pertinentes para convertirse en un verdadero «jubilado»: cedió la tienda de empeños a su hija y a su yerno, y se mudó a la villa de Shichirigahama. Aparentemente, seguía el consejo de un médico que le había recomendado cambiar de aires, puesto que la diabetes y la tuberculosis estaban empeorando. Supongo que en realidad el señor pretendía vivir con Fumiko sin preocuparse de miradas ajenas. Sin embargo, apenas se trasladó a la villa sus dolencias se agravaron. Así pues, el motivo fingido de la mudanza se convirtió en motivo verdadero. El señor era bastante terco respecto a su enfermedad y bebía mucho sake a pesar de la diabetes. Evidentemente, esta afección fue empeorando. Y, además, la tuberculosis se agravó a marchas forzadas llegando a una fase bastante preocupante. Todas las tardes la fiebre le subía a treinta y siete o treinta ocho grados. Hacía tiempo que perdía peso, pero de repente se debilitó tanto que su cuerpo se deterioró de una manera inimaginable. Obviamente, ya no podía juguetear con los pies de Fumiko.
La villa en que vivía estaba construida en mitad de la ladera de una montaña con vistas al mar. La habitación del señor tenía diez tatamis de superficie y daba al sur, por eso era muy soleada. Solía permanecer acostado todo el tiempo con la cabeza hacia la galería, la zona más luminosa, y no tenía fuerzas para levantarse, excepto para hacer las tres comidas. Después de esputar sangre ocasionalmente, dirigía la frente pálida hacia el techo y se quedaba inmóvil, con los ojos cerrados. Parecía estar preparándose para la hora final. Un médico de un hospital de Kamakura, llamado S, iba a su casa a examinarlo cada dos días. Un día el médico le dijo a Fumiko en secreto:
—El estado del señor no es bueno. Si no le baja la fiebre, fallecerá más pronto de lo que pienso. Aunque no muera inmediatamente, no aguantará más de un año.
Cuanto más se agravaba la enfermedad, más difícil se volvía el carácter del señor. Durante la comida, irritado porque el plato estaba mal aliñado, regañaba a la criada Osada reprochándole:
—¿Crees que yo puedo tomar una comida tan dulce? Me tomas el pelo porque estoy enfermo…
No dejaba de increparla con la voz tomada. Luego le recriminaba que hubiera echado demasiada sal o demasiado mirin[23], y le hacía peticiones insensatas creyéndose entendido en cualquier cosa. Sin embargo, como su paladar se le había alterado por la dolencia, al enfermo no le gustaba ninguna comida por sabrosa que estuviera. Cada vez más enojado, reprendía sin cesar a la criada. Entonces Fumiko lo amonestaba:
—Otra vez estás diciendo bobadas… Osada no tiene la culpa de que la comida te sepa mal. Tu sentido del gusto se ha alterado. A pesar de estar tan enfermo eres un caprichoso. Osada, ignóralo. Si dices que la comida está mala, pues no la comas y en paz.
Cuando la muchacha lo recriminaba en voz alta, el señor enmudecía con los ojos abatidos. El pobre quedaba inmovilizado igual que una babosa a la que se echa sal. Fumiko se comportaba como una domadora que aplaca tigres y leones alborotados, así que no nos quedaba otra que permanecer quietos.
En esos momentos, Fumiko, que ya ejercía una autoridad absoluta sobre este viejo difícil y caprichoso, se marchaba de casa abandonando al enfermo y no volvía hasta pasado medio día o al día siguiente. Aunque no se sabía a quién iban dirigidas sus palabras, la joven decía:
—Me voy a Tokio de compras.
Antes de que el jubilado le contestara, Fumiko se preparaba a toda prisa: se maquillaba y se arreglaba con demasiado esmero para «ir de compras». Y enseguida abandonaba la casa. Era evidente que le faltaba discreción en sus infidelidades. Y digo bien, «infidelidades», pues en cuanto el señor falleció la joven se quedó con una parte suculenta de la herencia y se casó con un actor. Probablemente ya lo veía a escondidas por entonces. Resultaba descarado su comportamiento en aquella fase terminal de la enfermedad del señor, pero la familia ya estaba cansada de los desvaríos amorosos del viejo y nadie le reprochó nada. El destino quiso que el viejo, obligado a guardar lecho hasta el momento crítico, sufriera el maltrato de su amante. Sus parientes pensaban que el señor había recibido su merecido y que se hacía verdad aquello de que «quien siembra vientos recoge tempestades».
A Fumiko, tan joven y hermosa, le debía de resultar deprimente estar siempre al lado de un viejo esquelético y pasarse todo el día mirando el color monótono del mar. La muchacha nunca había sentido cariño hacia él, y después de lograr despojarlo de la mayor parte de su dinero, se desenmascaró. No pudo esperar a la muerte de su benefactor, sino que aprovechó el momento en que éste se encontraba en un estado tan grave que no se podía ni levantar de la cama, tras haber sido abandonado por todos sus familiares.
Así, Fumiko se marchaba de la casa una vez cada cinco días. El enfermo solía estar especialmente de mal humor durante esas ausencias. Si ella lo regañaba, el viejo agachaba las orejas; no obstante, apenas la muchacha salía de casa, él descargaba su cólera sin razón contra la criada en un ataque de rabia. Pero en cuanto oía el ruido de las pisadas de las sandalias de madera de Fumiko, incluso si estaba en plena bronca contra Osada, suspendía su reprimenda de inmediato y fingía estar dormido como si no hubiera pasado nada. Su cambio de humor era tan radical que la criada apenas podía contener la risa.
En la villa vivían un total de cinco residentes: el señor, Fumiko, la criada Osada, el cocinero Osandon y un hombre que se encargaba del baño. Como Fumiko no atendía al enfermo en absoluto, a Osada le tocaba hacer el papel de enfermera. El médico recomendó al señor que empleara a alguna profesional sanitaria, pero él nunca consintió. Probablemente el enfermo, que no por estar tumbado en la cama sin poder levantarse había abandonado su vicio secreto, consideraba que una enfermera en la casa sería un estorbo para el goce del mismo. Los que conocíamos esta realidad éramos solamente tres: la dueña de los pies, Osada y yo.
Una vez que el jubilado se mudó a Kamakura, yo lo iba a visitar a la villa con el ardiente anhelo, más que de estar con Fumiko, de contemplar simplemente sus pies. Faltaba a la academia y, a menudo, dormía dos o tres días seguidos en la villa del señor. Fumiko, por su parte, que no podía salir de casa todos los días y se aburría sin tener a nadie con quien hablar, me recibía encantada. Pero más que ella, era el señor quien se alegraba de mi visita, lo cual era lógico, porque de no ser por mí no habría satisfecho adecuadamente sus deseos ocultos. No es una exageración decir que para él, postrado en la cama, mi presencia era necesaria, igual que la de Fumiko. El señor sufría de úlcera de decúbito en la espalda y ni siquiera podía ir al baño, por eso era ya incapaz de imitar a un perro y de juguetear con los pies de la muchacha. Al final, como no le quedaba otra solución, mandó poner el banco de bambú junto a su almohada y le pidió a Fumiko que se sentara en él, y a mí que imitara a un cachorro. Él se perdía en la contemplación de la escena. Tal vez para el señor, debilitado como estaba, la excitación que sentía era descomunal y lo sumergía en un placer tal que la alegría le sacudía el pecho; en cuanto a mí, me refocilaba igual que él y disfrutaba del mismo placer imitando a un perro. Por ello acepté su petición con mucho gusto. A veces emulaba los movimientos caninos de diferentes maneras, según mi propio criterio y sin recibir instrucciones precisas del señor. Mientras escribo esta historia, recuerdo claramente cada escena… Por ejemplo, cuando Fumiko me pisaba la cabeza yo era feliz —en ese momento estoy seguro de que sentía una dicha superior a la del viejo, que nos observaba hechizado—. Es decir, en lugar del señor, era yo quien admiraba y reverenciaba los pies de Fumiko delante de él. En cuanto a la joven, es probable que pensara que los dos hombres que jugaban con sus pies eran unos tipos raros y extravagantes.
Como el jubilado había encontrado en mí al cómplice ideal, su arrebatada inclinación sexual era cada día más vehemente, pero al mismo tiempo la tuberculosis avanzaba con mayor virulencia. La verdad es que me siento un poco culpable de que el pobre viejo se obsesionara tanto. Pronto no se contentó con observarme haciendo el perro y quiso experimentar también el tacto de los pies de Fumiko.
—Fumiko, por favor, písame la frente un rato. Si lo haces, me moriré sin guardarte rencor —le rogaba con la voz entrecortada por las flemas y respirando con mucha dificultad.
Sin decir nada, Fumiko posaba con ternura la planta del pie sobre la frente del enfermo. Lo hacía con el ceño fruncido y el gesto tan asqueado como cuando se pisa una oruga verde. La cara lívida del enfermo, con los ojos cerrados y las mejillas hundidas, hollada por los pies brillantes, húmedos y saludables de la joven, carecía por completo de expresión. A mí me parecía que se iba a morir a gusto y reconociendo la gracia suprema, como si fuera hielo que se funde con el albor. En ocasiones, permanecía acostado plácidamente tocando el dorso del pie de Fumiko con sus manos descarnadas.
Como el médico preveía, en febrero del año siguiente la salud del jubilado se agravó. Sin embargo, tenía la conciencia clara y, de vez en cuando, hablaba de los pies de la amante acordándose de ellos. Como había perdido el apetito, Fumiko mojaba una pequeña tela de algodón en leche o en sopa, la sujetaba con los dedos del pie y la acercaba a la boca del enfermo, que la chupaba con ansia, como si la devorara. Fue el señor quien había inventado en los buenos tiempos esta manera de comer, y después de que la enfermedad se hubiera agravado la seguía practicando. Si no le daban de comer así, rechazaba a quien fuera o lo que fuera. Fumiko debía darle de comer no con la mano, sino con el pie.
El día de su muerte, Fumiko y yo estuvimos todo el tiempo a su lado. A las tres de la tarde, el médico vino a ponerle una inyección de alcanfor. Cuando se hubo marchado, el señor dijo en voz tan baja que era apenas audible, pero vocalizando bien:
—¡Oh, ya se ha acabado…! Enseguida caeré… Fumiko, Fumiko, písame hasta que muera. Me moriré mientras me pisas.
Como siempre, Fumiko, callada, le pisó la cara con una expresión de amargura en el rostro. Desde ese momento hasta las cinco y media, cuando falleció, justo durante dos horas y media, la muchacha no dejó de pisarlo. De haber permanecido todo ese tiempo de pie, seguro que se habría cansado; por eso, colocó el banco de bambú al lado de la almohada y, sentada en él, iba alternando un pie y otro. Durante esas horas sólo una vez el señor musitó en su agonía:
—Gracias…
Imperturbable, Fumiko seguía callada. Pero a mí me pareció que en los labios de la mujer flotaba imperceptiblemente una sonrisa que insinuaba: «¡Qué le vamos a hacer! Este es el último favor que le hago, así que aguantaré».
Media hora antes de la muerte, Hatsuko, la hija del señor, de la familia principal de Nihonbashi, llegó a la villa, donde presenció tan extraña escena. Sin duda un espectáculo abyecto, cruel y tal vez también cómico. Hatsuko no lamentó la agonía de su padre; más bien se asustó, sentada con la cabeza baja e inerte como una piedra. Fumiko, despreocupada, mantenía su pie sobre la frente del viejo, dando a entender que así se lo habían pedido con insistencia. A Hatsuko aquello debía de entristecerla, pero Fumiko, que odiaba a la familia principal, se obstinó en su actitud para burlarse de ellos. Irónicamente, este empeño malévolo fue un acto de piedad para con el enfermo, ya que gracias a ello el viejo dio el último aliento gozando de una alegría infinita. Seguramente el señor moribundo veía los hermosos pies de Fumiko encima de su cara como si se tratara de una nube de color púrpura que bajaba del cielo para recibir su alma[24].
Maestro, la historia del viejo Tsukakoshi ha terminado. Tan sólo quería hacerle un resumen, pero al final se la he contado con bastantes pormenores. Siento mucho que haya malgastado una parte importante de su precioso tiempo a causa de mi prolijo relato. ¿Realmente cree que esta historia no merece la pena? ¿Se podría explicar a través de ella la fuerza arraigada de la atracción sexual, por ejemplo? Las frases que acabo de redactar son torpes, pero creo firmemente que usted, si las corrige y pule, podrá perfeccionarlas para que la historia se convierta en un relato digno.
Para terminar, le deseo de corazón un futuro próspero como escritor.
Un día de mayo, año 8 de la era Taisho[25].
Al maestro Tanizaki,
respetuosamente,
Unokichi Noda