El fulgor de un trapo viejo

I

Cuando empiezo a escribir este relato, lo titulo provisionalmente «A una mendiga pelirroja». Aunque no me acaba de convencer, no se me ocurre nada más apropiado. Este título procede de un poema de Charles Baudelaire en el que el poeta cantaba a la belleza de una indigente y me recuerda el encanto de la protagonista de la crónica que me dispongo a referirles.

Si alguno de ustedes reside cerca del parque Asakusa, en uno de los barrios más populares de Tokio, sabrá que todas las noches entre finales de la primavera y principios del verano del año pasado una joven indigente embarazada erraba por la fuente que se encuentra detrás del templo Senso. Los vecinos de la zona siempre estaban hablando de ella y suponían que, pese a su estado, no debía de tener más de dieciséis o diecisiete años. La muchacha mostraba una cara tiznada de polvo, la nariz chata y los labios gruesos. En el lado derecho de la frente se percibía un halo oscuro formado por un nido de granos pequeños, asociados a enfermedades difíciles de curar como la sífilis o la lepra. Vestía un kimono de seda meisen al estilo Aimijin, con entramado de rejilla entrelazada de color añil y varios matices, roto y mugriento. No llevaba kimono interior y lo que más destacaba de su figura era la barriga de seis meses de embarazo.

—Pobre chica, ¿quién ha podido burlarse de ella así y dejarla embarazada? —comentaban los viandantes al ver su apariencia miserable.

Pero al observarla con mayor detenimiento se descubría que no solamente llamaba la atención por su embarazo, sino también por su innegable belleza, latente en su cuerpo, sus piernas, sus brazos y en todos sus rasgos.

Su hermosura no era la típica de las muchachas de los castizos barrios de la zona de Shitamachi, ni la ostentosa de las geishas; no se parecía a las hijas de los señores del pudiente barrio Yamanote y ni siquiera resultaba una belleza exótica. Si alguien quisiera calificarla con rotundidad según los cánones, podría decir que poseía un atractivo «diabólico», pues la joven mendiga coqueteaba igual que otras chicas adolescentes en flor y bajo su grotesco cuerpo de indigente refulgía un esplendor exuberante. La monstruosidad de su estado intentaba arrebatarle su hermosura, pero ésta se resistía a ser engullida. El conflicto entre ambos polos transpiraba por todos los poros de su piel. Así, esas dos fuerzas siempre contrarias, la fealdad y la belleza, pugnaban hasta mezclarse y fermentar al fin en una suerte de fulgor indescriptible y en la exhalación de una fragancia intensa.

La primera vez que la vi eran cerca de las once de una noche de finales de mayo. Yo salía del cine y, de vuelta a casa, cruzaba el parque Asakusa en dirección a la puerta Nio. De camino a la calle Nakamise me tropecé con un numeroso grupo de personas reunidas en la puerta Nio. Alguien murmuró:

—¡Ahí va la mendiga preñada!

Entreví, en medio de la masa humana agolpada alrededor, a una muchacha que apenas podía moverse. Un policía la estaba interrogando.

—¿Cuántos años tienes?…

—… Diecisiete…

Solamente llegué a entender estas dos frases. El policía continuó sondeándola:

—¿Dónde duermes todas las noches?, ¿desde cuándo andas por este parque?

No conseguí oír las respuestas de la joven, aunque advertí que murmuraba algo, atemorizada y con la cabeza gacha.

El policía levantó la lámpara que asía para examinar su apariencia, iluminándole primero la cabeza y luego la cara y el pecho… La luz de la lámpara alumbraba cada parte del cuerpo de la muchacha envuelto por la oscuridad de la noche, y bajo la luz se entreveía difuminado su perfil. Esa imagen me recordó una escena en la que un monje del templo Hase enciende unas velas para iluminar la estatua de Kannon, la diosa budista de la compasión infinita. Las pupilas de la mendiga eran muy grandes y resplandecientes, y un brazo robusto, fresco y sonrosado, asomaba bajo los harapos desgarrados con los que se cubría el cuerpo.

—¿De quién es tu bebé? Responde.

Uno de los mirones se desternilló de risa cuando el policía hizo esa pregunta a la mendiga. Pero más que vergüenza fue rabia lo que asomó en los ojos de la muchacha, que se quedó callada mirando fijamente al suelo.

Más adelante, una tarde de principios de junio en que el tiempo era bueno y hacía bastante calor, volví a verla en la plaza del templo Senso mientras caminaba entre los frondosos cerezos. La joven estaba sentada en un banco y devoraba sobras de comida envueltas en una hoja de bambú.

Si no hubiera sido por su avanzado estado de gestación no me habría percatado de que esa mendiga era la misma chica que había visto junto a la puerta Nio, ya que ese día lucía una belleza estrafalaria. Igual que entonces, tenía la cara renegrida y su indumentaria era un completo andrajo. Aparte de eso, ese día advertí por primera vez algunos defectos en su cuerpo: tenía muchos granos en la frente, era un poco gordita y de baja estatura, y la piel de las manos y los pies era tan áspera como la de un elefante. Esos rasgos tan poco agraciados acentuaban la sensualidad que rezumaba su cuerpo. Por ejemplo, llevaba el hermoso pelo de color azabache recogido con descuido, lo que resaltaba la parte superior de la frente llena de granos. Los mechones que no mantenía recogidos le caían suavemente sobre las cejas. Las mejillas que bordeaban la nariz chata estaban tiznadas de negro por la roña, pero ésta no lograba encubrir el color de la piel fresca y rosada, de una tonalidad elegante y melancólica que evocaba el tejido chintz de la India. La luz clara de principios de verano iluminaba unos brazos robustos, que quedaban al descubierto miserablemente a través de los jirones del kimono y brillaban como el barniz.

Su carne, en contraste con la indumentaria de color verde oscuro, despedazada y que caía como unas algas, se veía aún más sensual. Se podía afirmar que en el interior de algo horriblemente podrido por la humedad de junio se preservaba una frescura inmarcesible, algo sublime se adivinaba entre los harapos del kimono de la joven mendiga, igual que el resplandor brillante de las escamas de un dragón transformado en insignificante plebeyo.

Evidentemente, la mendiga no alardeaba de su belleza, ni siquiera era consciente de poseerla. Delante de mí arrambló con los restos de comida y se los llevó a la boca lamiendo la hoja de bambú como un animal, sin recato alguno. Entre los alimentos que había encontrado, escogió las migas de un pescado cocido y hojas de verduras, como si estuviera rebuscando piojos, y dio buena cuenta de todo. Me sentí fascinado por su maravillosa dentadura, por las dos filas de dientes níveos, pequeños, resplandecientes.

Tras ese reencuentro, la volví a ver dos o tres veces más, siempre en las cercanías del templo Senso. Cuanto más se le hinchaba la barriga, más llamaba la atención de la gente. Las camareras de un restaurante del parque comentaban: «¿Cómo será su bebé?», «¿dónde dará a luz?». Algunos criticaban su inmoralidad, que se traducía en haber mantenido relaciones con tantos hombres que ni ella misma sabía quién era el padre de la criatura; otros decían que un mendigo tuerto que erraba por la zona de Kappabashi había engañado a la ingenua muchacha y que sin duda era el padre del bebé. Sin embargo, a mediados de junio, la mendiga desapareció del parque y nadie supo por qué. Había dos opiniones encontradas al respecto: la primera sostenía que la chica se había suicidado después de que el mendigo la hubiera abandonado, y la segunda, que gozaba de más partidarios, defendía que la habían enviado a algún orfanato. Con el tiempo la gente se fue olvidando de la muchacha.

Tampoco yo tenía idea de adónde había ido a parar tras desaparecer del parque, y ni siquiera sé si está viva todavía. Pero, por casualidad, sí sé quién es el padre del bebé. Creo que, aparte de él y de la mendiga repudiada, soy el único que conoce el secreto, aunque no me enorgullezco de ello. Sin embargo, casualidades de la vida, un detalle muy interesante para mí forma parte de ese secreto. Resulta que el padre del bebé es amigo mío. Se trata de un tal A, un joven pintor, un genio al que yo siempre he admirado. Él mismo fue quien me habló de su relación con la hermosa indigente.

II

Acabo de afirmar que el joven A es un pintor y un genio, pero no lo considero un gran artista exactamente por su obra pictórica. Es cierto que A estudió en la Academia de Bellas Artes y ha pintado algunos óleos. Por eso no hay inconveniente en llamarlo pintor, pero nadie lo conoce como tal. El joven dejó la academia a mitad de curso y siempre faltaba a clase, de modo que casi ninguno de sus compañeros se acordaba de él. En dos o tres ocasiones presentó sus estudios en exposiciones de alguna organización desconocida, pero nunca lo hizo en la exposición oficial del Ministerio de Educación ni en la del grupo Nika[29], y además, pese a que intentó crear obras colosales no terminó ninguna de ellas, así que su nombre era completamente desconocido. Yo lo consideraba un genio por la extraordinaria magnificencia que su personalidad me transmitió cuando me lo encontré cara a cara.

A juzgar por mis palabras, cualquiera diría que A y yo somos viejos amigos, pero en realidad hace tan sólo dos o tres años que lo conozco. Un día de invierno, el pintor A asistió a la ceremonia de despedida de un amigo mío, licenciado en Filosofía y Letras, que se marchaba a Francia a estudiar. La despedida se celebró en el hotel Teikoku. Los participantes en la ceremonia éramos artistas o filólogos de cierto renombre en el mundillo de las letras; todos menos el joven A, que se mostraba turbado y estaba sentado al final de la mesa. Enseguida me llamó la atención su timidez y lo incómodo que parecía hallarse entre nosotros.

—¿Ese chico? Se llama A y es estudiante de la Academia de Bellas Artes. Para ser tan joven, es brillante y está dotado para el arte. En el futuro será un gran artista. Te lo voy a presentar, pero es obstinado y terco. Sólo se expresa bien con quien se siente a gusto. Te advierto que adopta una actitud totalmente despectiva y vanidosa con quien no le agrada. Si tratas de acercarte a él, tenlo en cuenta, ¿eh? —me advirtió mi amigo, el recién licenciado que se iba a Francia.

Según mi amigo, el joven A era el segundo hijo de una familia poderosa y en Tokio llevaba una vida de bastante lujo para tratarse de un estudiante de la lejana prefectura de Okayama. Mi amigo respetaba al joven pintor no sólo porque admiraba su talento, sino también porque A había convencido a su padre para que le pagara una parte del coste de su viaje a Francia. Por este motivo, mi amigo había invitado al joven A, que iba a cumplir veintiuno o veintidós años.

Esa noche A llevaba un chaqué de sarga y lana bien planchado, con una corbata blanca tejida al estilo Shusu y bordada con hilo verde, y calzaba unos zapatos de charol refinados y elegantes. En su rostro moreno y redondo de nariz respingona se apreciaba la gentileza típica del hijo de alguien acaudalado, pero los ojos hundidos conferían a su expresión un aspecto lúgubre, dando al resto de la cara un aire un poco más viejo de lo que era. Una vez terminada la cena, todo el mundo se desplazó del comedor a la sala de fumadores. El joven, acomodado junto a la estufa, conversó conmigo durante cinco o seis minutos en un tono azorado. Me cautivó con su conversación, y le propuse con cierta diplomacia que me visitara de vez en cuando, una iniciativa que muy raramente tomo con un desconocido. Al final de la velada, antes de despedirnos, salí afuera con A y advertí que era más alto que yo: me aventajaba en unos siete centímetros.

Al cabo de tres o cuatro meses, una noche de primavera del año siguiente, fui a Yoshiwara a contemplar los cerezos. Allí reparé en un estudiante acurrucado delante del enrejado del prostíbulo Kawachi que realizaba un esbozo a lápiz de una de las prostitutas que se exhibían tras las rejas. Parecía estar muy concentrado en su trabajo. El estudiante llevaba un sombrero de color marrón encajado casi hasta la mitad del rostro, vestía un atuendo al estilo Kurume y una hakama[30] de rayas verticales al estilo Ogura, y sus pies un tanto sucios calzaban unas sandalias de madera de Satsuma. Con las manos a la altura del torso, mantenía el cuaderno de esbozos casi pegado al pecho para que los paseantes no lo vieran; cuando no había nadie a su alrededor se ponía a dibujar apresuradamente. Si algún transeúnte se paraba detrás de él, el estudiante sacaba una cajetilla de cigarros Golden Bat de la manga para fumar y de nuevo guardaba el cuaderno en la pechera. Quise saber cuál era la modelo de su esbozo entre las cuatro o cinco prostitutas que se encontraban tras el enrejado. Por supuesto, esas mujeres eran poco agraciadas y ninguna merecía calificarse de atractiva. Sin embargo, de repente, captó mi atención la tercera mujer alineada desde la derecha, que tenía los labios y los pómulos salientes y la cara pálida como las mujeres de los dibujos de Dante Gabriel Rossetti. Tendría unos veinticinco o veintiséis años, llevaba un kimono envolvente teñido al estilo Yuzen y estaba sentada. Creo que esa mujer era la más fea y repugnante de entre todas las fulanas allí presentes. Ningún rasgo en su cara incitaba los deseos de los hombres ni desprendía sensualidad alguna. La expresión de su rostro era antipática y patética. Estaba tan delgada, con la nuca terriblemente larga y el pelo rojizo y rizado, que parecía sufrir de alguna enfermedad pulmonar. No obstante, no pude evitar fijarme en sus pupilas, con las que observaba el mundo a su alrededor, y en los labios bien perfilados, pequeños y carmesíes. Pese a que las pupilas no resultaban desmesuradas, eran puras y frías como bolitas de cristal, y sublimes, con un brillo angelical poco habitual en las mujeres de esta infame profesión. Los labios se ofrecían suaves y húmedos, con curvas inocentes, como los de un tierno bebé. Podría decirse que la cara de la mujer era deliberadamente poco agraciada y en ella destacaban sus labios y sus pupilas. Las cejas, la frente, las mejillas, la nariz, todo el rostro, en suma, se mostraban casi tan borrosos como el vacío, mientras que los labios y las pupilas permanecían en la cara como dos primores indelebles. Como he indicado, la cara en su conjunto no era bonita, pero cada facción, por separado, poseía una belleza propia sutil y armoniosa. He dicho «indelebles» porque no hay otro término adecuado para describir los labios y las pupilas. Pese a que se mantenían fijas en el suelo de la calle, las pupilas no estaban destinadas a ver objetos mundanos, sino más bien hechas para observar la luz de la eternidad contemplando el cielo. Los labios eran gentiles y hermosos, y se sumergían en el sosiego de la perpetuidad desdeñando el sufrimiento y la pena del ser humano, sin deseos de apurar las pasiones de los hombres. Yo estaba convencido de que el estudiante estaba haciendo un bosquejo de esta peculiar mujer. Casi sin pensarlo y por pura curiosidad, me acerqué al pintor.

Justo en el momento en que oyó mis pasos, terminó el dibujo y se lo guardó rápidamente en el pecho. Se volvió hacia mí levantándose.

—Hola —dijo sorprendido.

Me resultaba familiar, pero durante un rato no logré recordar dónde lo había conocido. Era lógico que no me acordase de él, porque el estudiante, ahora bastante desaliñado, no era el mismo A que mi amigo licenciado me había presentado en el hotel Teikoku y que en aquella ocasión vestía con tanta pulcritud.

—Has dibujado a la tercera mujer, ¿verdad? —le pregunté.

—Sí, eso es. He dibujado a esa mujer. En su cara asoma una belleza espiritual y nada física. Hace diez días, cuando vine a dar un paseo por aquí, vi su rostro y me hechizó al instante. Sin embargo, no me apetecía entrar en el burdel y alquilar sus servicios. Estaba convencido de que mancharía su belleza si lo hacía. Por eso, cada tarde he delineado su cara misteriosamente noble observándola desde la calle —me explicó el joven con entusiasmo mientras caminaba a mi lado por el barrio Nakanomachi hacia Gojuken. Su actitud era más decidida que el día que lo conocí, sin atisbo de cortesía, y de sus palabras rezumaba un vigor inusitado.

Fuimos a un bar de Nihonzutsumi, del que no recuerdo el nombre, y pasamos dos o tres horas conversando y bebiendo cerveza. El pintor A no toleraba bien el alcohol, y después de tomar dos o tres vasos se puso colorado y empezó a fanfarronear.

Abrí su cuaderno de esbozos y eché un vistazo a los cinco o seis bosquejos que había de la prostituta: uno grande, otro pequeño, uno de perfil y otro más de frente. Todos los retratos reproducían los rasgos de su rostro mediante trazos ágiles, toscos y difusos. No había visto en mi vida un esbozo tan vívido y tan vigoroso como aquéllos.

—Estoy seguro de que estos bocetos son buenos —me explicó—. Soy hábil a la hora de dibujar este tipo de temas. Si presumiera más de mí mismo, diría que soy capaz de plasmar en mis dibujos a lápiz, en sólo dos o tres minutos, el mismo significado que los maestros imprimen a las grandes obras realizadas en uno o dos meses. Es una pena que sólo pueda hacer esbozos. Me faltan la paciencia y la técnica necesarias para llevar a término una obra grandiosa. En fin, simplemente soy un artista imperfecto con dotes excepcionales.

Hablaba de manera apasionada. Me expuso sus teorías sobre pintura en estos términos:

—Todos los grandes artistas clásicos están dotados de talento y son hábiles con las manos. Gracias a sus dotes, intuyen la belleza inmortal en la naturaleza, y gracias a su destreza la expresan a través de una técnica complicada y minuciosa. Muchos artistas de segunda categoría disponen de la habilidad pero no tienen talento. Por eso, lo único que demuestran es la técnica. En mi caso, tengo talento, pero por desgracia no soy hábil. Mi alma y mi intuición alcanzan la misma altura que los artistas geniales y se alegran al encontrar la belleza igual que ellos, pero carezco de la habilidad suficiente para expresarla.

Intenté consolarlo:

—Bueno, tampoco es necesario que te sientas un incompetente. El cielo otorga el talento sólo a determinadas personas, y los hombres mediocres nunca pueden lograrlo. En cambio, conforme uno aprende, puede llegar al dominio de cualquier nivel de la técnica. Si tienes suficiente paciencia para aprenderla, incluso desde ahora podrás conseguirlo.

Con un tono con el que parecía burlarse de sí mismo, contestó:

—Eso es. Tienes razón. Sin embargo, precisamente me falta esa paciencia de la que hablas. Desde hace tiempo sé con seguridad que soy un inepto por falta de paciencia. Con todo y con eso, no me apetece en absoluto aplicarme en aprender la técnica. A una persona hábil pero sin talento no le cuesta desenvolverse en esta sociedad. En mi caso, gracias a mi familia, he vivido sin dificultades, y la falta de técnica no me ha causado ninguna vergüenza, ya que confiaba firmemente en mi genio. Por eso he acabado volviéndome un vago, y ahora que por fin soy consciente de mi defecto, me veo convertido en un perfecto holgazán sin remedio.

El joven pintor se extendió en contarme lo que le había ocurrido desde el invierno de nuestro primer encuentro:

—Antes o después de vernos por primera vez, no lo recuerdo bien, se me quitaron las ganas de seguir yendo a la academia y decidí llevar una vida disipada. Frecuentaba el teatro, invitaba a geishas a casa, iba de putas. Así pasaba el tiempo, dilapidando sin fin el dinero que me mandaban mis padres. Viajaba a Hakone en coche con mis compañeros de juerga y con mi amante; me hice cargo de la deuda de una geisha muy conocida de Shinbashi para rescatarla del oficio y hasta alquilé el magnífico pabellón Seiyo-kan, situado en la concesión extranjera que está en Tsukiji, y así sucesivamente. A causa de este despilfarro, debía dinero a varias personas y mi familia terminó por enterarse. Mi padre rabiaba y quiso expulsarme oficialmente de la familia, pero mi madre me ayudó a vivir con la geisha de cuya deuda me había hecho cargo en una casita alquilada del barrio Negishi, en el distrito de Shitaya. A condición de que no volviera a faltar más a la academia, mi madre me enviaba treinta yenes todos los meses para gastos diarios y de estudios.

»Si hubiera hecho caso de sus consejos y utilizado los recursos como debía, ahora no me encontraría en apuros. Los excesos me habían minado la salud y no tenía remedio. Y, además, ni siquiera estaba muy enamorado de esa geisha. Me había encargado de su deuda sólo por el capricho de gastar dinero, de modo que al empezar a vivir juntos, enseguida me fastidió su compañía. Hasta me daba asco. Probablemente, una esposa es necesaria para un comerciante o un político, pero para un artista tener una esposa es un absurdo: no tiene ninguna razón de ser. Por perspicaz que sea, la mujer sólo llega a alcanzar un saber mundano. Las mujeres jamás entienden lo que piensan los hombres que nos consagramos a un plan excelso y trascendente como el arte.

El pintor A me explicó que la geisha también se cansó de él debido a su total apatía y a que cada vez llegaba menos dinero. Dos meses después de que comenzaran a vivir juntos, la mujer abandonó la casa de Negishi y empezó a trabajar otra vez de geisha en el barrio Yoshi. Al pintor no le produjo ninguna pena su marcha, pero después de que se hubiera ido se entregó a una vida cada vez más airada y desordenada, hasta que finalmente lo expulsaron de la Academia de Bellas Artes.

Su padre acudió desde la prefectura de Okayama a Tokio e instó a la academia a que lo readmitiera. No obstante, como al pintor no le apetecía lo más mínimo estudiar, seguía faltando a clase y ni siquiera pagó la matrícula. El pasado febrero, la academia le dio un segundo aviso de expulsión, y entonces los padres dejaron de enviarle dinero. Su padre le mandó una carta en la que le insistía: «Un desastre como tú no puede quedarse en Tokio. Si estás en apuros, vuelve a Okayama cuanto antes».

Pero el joven no tenía ninguna intención de regresar a su tierra. Ahora llevaba una vida errante, que le venía mejor, tras haber vendido su ropa, objetos y muebles valiosos.

Cuando A me hubo contado sus experiencias, comprendí por qué su aspecto era tan miserable, al contrario que la primera vez. Cuando lo conocí unos años atrás, su cara morena parecía refinada, pero en el fondo acechaba una sombra de melancolía. Esa sombra era más densa ahora. Además, por toda la mejilla le habían salido granos protuberantes. Debido a la desidia extrema o a la pobreza, llevaba muchos días sin bañarse, de modo que el cuello de su atuendo estaba lleno de roña y tenía la barba muy crecida.

—Entonces, ¿dónde duermes ahora? —le pregunté, pero no me dio una respuesta clara. Seguramente iba de una pensión barata a otra.

—Te visitaré pronto —me prometió al despedirse de mí.

III

Después de todo lo que he contado, no parece que el pintor A fuera una persona respetable. Pero fue cuando se volvió pobre cuando más lo admiré. Tras reencontrarnos en Yoshiwara, el muchacho me tomó aprecio, por lo que me visitaba con frecuencia y se hizo íntimo amigo mío. Me dijo que no había ninguna otra persona con quien pudiera hablar.

—Un genio conversa con otro genio cara a cara, lo que no sólo supone una alegría recíproca, sino también una dicha para el universo entero. Esa alegría existe y el universo existe también. El día en que los genios no se reconozcan unos a otros, el mundo se oscurecerá y la Tierra dejará de dar vueltas sobre su eje —aseveraba el pintor a menudo.

Siempre visitaba mi casa con una expresión amarga y malhumorada, pero a medida que hablábamos se iba interesando por el tema y no paraba de conversar recurriendo a aforismos creados en el acto gracias a una observación penetrante y a su aguda intuición. Nos pasábamos charlando horas y horas, con los ojos brillantes y los labios encendidos, con elocuencia, intercambiando ideas de una libertad semejante a la de Pegaso en su vuelo por los cielos.

—Te visito para dialogar contigo, pero al principio siempre me das respuestas insignificantes y no es fácil que mi inspiración iguale a la tuya. Por eso, inevitablemente, tardo en hablarte con mayor pasión —explicaba tan apresurado como una peonza que girara sin parar; pero al mismo tiempo me criticaba. Entendí que conversar lo era todo en su vida.

De hecho, el pintor era sublime cuando departía. Al escuchar su elocuente discurso, no pude evitar reafirmarme en que él estaba convencido de ser un absoluto genio. Tejía las palabras tiñéndolas con el toque artístico de la emoción ante la nobleza, la estupidez, la tristeza y la belleza. Yo, embelesado por el destello que emitía su parlamento, me fijaba distraídamente en su boca.

A pesar de la indigencia en que vivía, tomaba las comidas propias de los pobres sin perder el capricho típico de los niños ricos. El pintor se encontraba en tales apuros materiales que a veces no tenía suficiente para hacer tres comidas diarias, pero no por eso dejaba de visitar las tiendas de antigüedades con el afán de descubrir piezas de cerámica maravillosas y objetos fantásticos; y los acariciaba.

—Tú eres mayor que yo. Pero, si te trato con cortesía por tu edad, no puedo demostrar mi verdadero valor —me repetía rutinariamente, y me trataba como a un amigo sin ninguna reserva.

No me disgustaba ni me desagradaba su actitud, al contrario, cuanto más descortés se mostraba el pintor, más lo respetaba yo. Sólo sentía que mi alma estaba en contacto con la suya cuando discutía con él sin reparos, gastándole bromas de vez en cuando. Mi proceder también mostraba que no me cabía duda alguna de que era un genio.

Hasta ahora he llenado demasiadas páginas para describir el carácter de A. Deseaba contar cómo era el pintor en todas sus facetas para que se entendiera mejor la relación entre el muchacho y la mendiga. En realidad, a mí me interesaban la personalidad del joven que había entablado una relación amorosa con la mendiga y el proceso consecuente, más que la relación en sí.

El joven A, acostumbrado a disfrutar de una vida lujosa desde niño, seguía errando despreocupado a su capricho, considerando la pobreza una nueva experiencia o un entretenimiento. Al fin y al cabo, su apatía estaba tan arraigada que prefería seguir tumbado y soportar el hambre a alzar los brazos para comer un cuenco de arroz blanco. No deseaba vivir con su amable familia ni vestirse llamativamente. Lo que ardía en su pecho era tan sólo el anhelo infinito por el arte.

Hará dos años, por diciembre, cuando el pintor ya no tenía dónde dormir y se acostumbró a vagar todas las noches por el parque Asakusa o por Yoshiwara, vio a la mendiga por primera vez. Exactamente fue el 17 de diciembre, el día en que se celebra la feria de Hagoita. El joven A cruzó entre la multitud de la calle Nakamise y llegó ante el templo Senso, pese a que la masa lo empujaba en la dirección contraria. La mendiga pedía limosna a los visitantes que circulaban alrededor de la escalera del templo.

Una lámpara de un puesto ambulante a un lado de la calle iluminaba a la indigente. Apenas vio su rostro, A se detuvo de golpe y fue incapaz de apartar los ojos de ella. La miró con descaro. Para el joven, las pupilas frías, la frente llena de pústulas y el cuerpo robusto y sensual de la muchacha resultaban mucho más espléndidos y suntuosos que el pelo negro peinado al estilo Shuzu, la cara maquillada al estilo Habutae y el kimono de crepé de una de esas mujeres de los dibujos que se ven en las raquetas Hagoita.

—Me gustaría darte un poco de dinero, pero no tengo nada —le dijo A, porque no llevaba nada encima excepto seis batatas—. Pero aquí guardo seis batatas. Tengo hambre también, así que, si quieres, nos las repartimos: tres para cada uno.

Daba la impresión de que la mendiga no sabía si el pintor le tomaba el pelo o si era un mendigo como ella. En todo caso, la indigente recibió el regalo con las dos manos y, como tenía mucha hambre, empezó a pelar las batatas allí mismo.

A la noche siguiente continuaba celebrándose la feria en que se venden raquetas de Hagoita. El joven erraba por Asakusa de nuevo, pero no daba con la mendiga. Buscó por todo el parque, y al final la encontró agachada delante de la fuente del estanque.

—Mira, hoy tengo siete céntimos[31]. Vamos juntos a cenar oden[32] —le propuso, y entró con ella en un puesto callejero cerca de Hanayashiki, el parque de atracciones de Asakusa.

Pensaban cenar una o dos brochetas, pero al aspirar el vapor que salía de la olla del cocido, que tenía tan apetitoso aspecto, no pudieron resistir el hambre. Engulleron con entusiasmo cinco o seis brochetas de una fritura de tofu, tan hechas que casi se salían del espeto de bambú. Cuando pidieron la cuenta, el total era de quince céntimos.

—No tengo más que estas monedas. Como teníamos tanta hambre, hemos comido demasiado. Perdónenos, por favor, dese usted por pagado con esto —le pidió A al dueño del puesto, y le pagó los siete céntimos que llevaba encima. El propietario, un hombre afable, los perdonó sin ningún reproche.

A partir de aquella noche, el muchacho durmió junto a la indigente bajo la estructura del templo Senso. De madrugada, la mendiga traía comida que encontraba en las calles, mientras el pintor dormía, y luego comían juntos alegremente. El joven A no podía evitar pensar que la mendiga era aún más hermosa y amable que la geisha de Shinbashi con quien había vivido antes.

La joven le reveló que tenía dieciséis años, pero ocultó su origen y su identidad.

—No puedo decirte quién soy —admitió—, pero de algún modo yo sé quién eres tú. No mereces ser mendigo. Eres una gran persona, sin duda. Es muy difícil encontrar a alguien tan excepcional como tú entre los visitantes del templo Senso.

Sin ningún motivo especial, la joven mendiga había depositado una fe ciega en A.

—Puede que yo sea excepcional como dices, pero en esta sociedad no puedo hacer otra cosa que mendigar. En este mundo terrenal no se reconoce mi grandeza. Solamente la aprecian los dioses del cielo.

—Entonces seguro que la diosa Kannon lo sabe —repuso la mujer.

En ese momento, el chico derramó unas lágrimas. Después dijo:

—Que Kannon y tú percibáis mi esplendor me alegra más que si todo el mundo me reconociera. Soy un hombre feliz desde que me alojo bajo el templo Senso.

El muchacho le explicó, como pronunciando un sermón, que el mundo de los hombres era vil y estaba lleno de mentiras. En él, sólo el arte conducía a la vida verdadera y eterna, y él mismo era grande porque sabía lo que se encontraba más allá de la puerta del arte. La muchacha no podía dudar de la nobleza de sus palabras.

El pintor me contó esta historia precisamente cuando vivía con ella bajo el templo Senso. Así vivieron casi medio año. A principios del verano pasado, antes o después de que la mendiga hubiera desaparecido del parque, el pintor dejó repentinamente de visitarme. No sé si más tarde se separarían o si andarán por ahí vagando juntos.

De lo que no cabe duda es de que el padre del bebé es el pintor, ya que él mismo me confesó que la indigente se había quedado encinta de él.