El caso Crippen a la japonesa
Los masoquistas, a los que Richard von Krafft-Ebing denomina «pervertidos», son obviamente individuos que sienten placer al recibir el maltrato de una persona de otro sexo. Por lo tanto, se suele pensar que un masoquista —en el supuesto de que se trate de un hombre— desea que su mujer lo mate, aunque esta jamás lleve a cabo tal acción. Sin embargo, aunque parezca extraño, hay casos en los que algunos masoquistas sí mataron a sus mujeres o amantes. Ahí tenemos, por ejemplo, el que tuvo lugar en el Reino Unido el 1 de febrero de 1910, cuando un marido masoquista llamado Hawley Harvey Crippen asesinó a Cora, su mujer, que era actriz y objeto de su devoción. Cora, de nombre artístico Belle Elmore, representaba el tipo de mujer ideal para todos los masoquistas: infiel, egoísta y soberbia, siempre llevaba un séquito de aduladores consigo, mandaba en su esposo como una reina y le obligaba a servirla como un esclavo. Hasta el momento se desconoce la hora exacta del crimen, pero a partir de la una de la madrugada de ese 1 de febrero Cora desapareció y nadie la volvió a ver. Si alguien preguntaba por ella, el doctor Crippen contestaba invariablemente que había muerto debido a una enfermedad en la residencia a la que se había mudado. Sin embargo, después de cinco meses, un policía de Scotland Yard, al enterarse de la desaparición, le exigió explicaciones concretas. Fue entonces cuando el marido narró tranquilamente y sin titubeos la historia de su muerte. La esencia de la misma es la siguiente:
He dicho que mi esposa murió debido a una enfermedad, pero es mentira. En realidad, la noche del 31 de enero tuvimos una violenta discusión, a consecuencia de la cual mi mujer se enfadó y se fue de casa. Supuse que se había marchado a Estados Unidos, lugar donde nació y donde vivía su amante. Si hasta ahora he sostenido que había muerto ha sido para evitar las habladurías.
Tras su declaración, el doctor Crippen invitó al policía a su casa, ubicada en el número 39 de Hilldrop Crescent, en Camden Road, y permitió que la inspeccionara a sus anchas. Tras una búsqueda infructuosa, la policía echó tierra al asunto sin haberse aclarado el suceso, y se disipó la sospecha que caía sobre el señor Crippen. Sin embargo, Crippen desapareció inopinadamente al día siguiente y nadie sabe por qué lo hizo con tanta prisa. Eso ocurrió el 12 de julio. El día 15 del mismo mes el policía examinó la casa de nuevo. En esta ocasión encontró un trozo de carne, que parecía un cuerpo humano sin cuello, brazos ni piernas, debajo de varios ladrillos del sótano donde se guardaba el carbón. El descubrimiento tuvo lugar cinco meses y medio después de la desaparición de Cora.
No es mi intención describir el caso de Hawley Harvey Crippen detalladamente, de modo que lo explicaré de la manera más simple posible. Debo mencionar que el doctor Crippen es el primer criminal detenido gracias a la ayuda del telégrafo, una técnica de lo más novedosa en aquellos años. Crippen huyó a Amberes, y el día 20 de julio subió a un barco de vapor, el Montrose, que zarpaba hacia Estados Unidos, utilizando el nombre falso de John Robinson. Este supuesto Robinson llevaba como acompañante a un jovencito muy guapo al que llamaba hijo, pero en realidad se trataba de una muchacha disfrazada de chico. Al parecer el capitán del barco, un tal Kendal, sospechó de Robinson y avisó a la policía por telégrafo. Así, el 31 del mismo mes unos agentes llegados de Liverpool detuvieron al falso señor Robinson y a la joven disfrazada de muchacho. ¿Pero quién era la joven? Bien, resultó ser una tal Ethel Le Neve, la mecanógrafa favorita del doctor Crippen. En otras palabras, tras cansarse poco a poco de su mujer, Crippen había convertido a la mecanógrafa en su amante.
Me gustaría hacer una precisión a los lectores: a un masoquista le agrada que las mujeres lo maltraten, pero siempre experimenta un regocijo físico y carnal, en ningún caso mental. Algunos se preguntarán si un masoquista no alcanza el éxtasis cuando lo desdeñan y lo manejan a su antojo, si sólo siente placer cuando recibe puñetazos y patadas. Por supuesto que no siempre es así. El masoquista, bajo su capa de aparente desprecio, logra en realidad convencerse de que la relación es provisional además de verdadera, con lo cual la ilusión le causa un mayor gozo. Dicho en otras palabras, es igual que el teatro y la farsa. Resulta obvio que una mujer verdaderamente respetable, o tan noble que fuera incapaz de menospreciarlo, no le haría caso en absoluto. Es decir, un masoquista no es un esclavo verdadero, sino que finge ser esclavo para sentir placer, y le disgustará que una mujer lo convierta en su auténtico esclavo. Por lo tanto los masoquistas son egoístas; jamás se sacrifican por las mujeres como mártires de manera voluntaria, y eso que a veces mueren por error entregándose demasiado a su papel.
El arrobamiento en que los masoquistas caen es fruto de estímulos sensuales directos e indirectos y de algo mental, sin duda alguna. Estas personas idolatran a su mujer o a su amante como si fueran diosas y las respetan como si admiraran a un tirano, a la vez que las ven, en el fondo, como muñecas o instrumentos para satisfacer sus propios y peculiares deseos. Puesto que las mujeres son para ellos muñecas o simples objetos, lógicamente no tardan en cansarse de ellas, y cuando encuentran a una muñeca o un instrumento mejor prefieren utilizarlo y disfrutarlo más que el anterior. Si el teatro o la farsa siempre se representaran de la misma manera, dejarían de ser interesantes. Un director trata de poner en escena una obra creando una trama nueva y curiosa, cambiando actores y puntos de vista constantemente. Los lectores podrán suponer que si un masoquista desea representar su obra como director, y su deseo lo empuja a alejarse de su pareja, cometerá el delito de manera más cruel, al ser masoquista, y lo conseguirá con más facilidad que la gente normal.
Pese a que el masoquista en el fondo aborrece a su pareja, no quiere admitirlo —aunque debería, como hombre—, por su propia naturaleza anormal y sus disposiciones congénitas. A la vez que la detesta, cae en la tentación del éxtasis cuando su pareja se comporta de manera violenta, como siempre, regañándolo y pegándole. La mujer, que conoce el punto débil del hombre, persiste en esta actitud soberbia, sin tomar ningún tipo de precaución y fiándose completamente de él. El hombre, arrastrado por la tentación, la odia cada día más, y al fin, sin saber qué hacer con tanto odio acumulado, no puede por menos que eliminarla de manera cruel, como se tira una muñeca a la papelera después de manosearla cien mil veces. El hecho de que la mujer esté despreocupada favorece que él pueda aprovecharse de la situación en cualquier momento. Puede llevar a cabo el plan de liquidarla sin ningún tipo de obstáculo. Nadie albergará sospecha alguna sobre un hombre que se muestra tan sumiso con su mujer. Así precisamente fue el caso del doctor Crippen: la gente creyó durante un tiempo que este caballero, capaz de haber aguantado los caprichos de su mujer una larga temporada, no podría incurrir en un espeluznante crimen.
Crippen no confesó hasta el último momento de su vida, y ni siquiera hoy en día se sabe cuándo y cómo este caballero mató a Cora. Sin embargo, el tribunal inglés lo condenó a muerte considerando que la había envenenado. Las pruebas: Cora había desaparecido, se había descubierto un trozo de carne debajo del suelo del sótano, Crippen había obligado a su amante a disfrazarse de muchacho y había intentado escapar con ella, había comprado una gran cantidad de fármacos y productos peligrosos como estimulantes sexuales, y finalmente se había detectado uno de esos medicamentos en las entrañas del pedazo de carne. Lo único que no se podía demostrar a partir de la ciencia de principios del siglo XX era si el trozo de cuerpo del sótano pertenecía a Cora. La carne, en efecto, se hallaba en avanzado estado de putrefacción. La policía no sabía cómo y cuándo el caballero había escondido el cuello, los brazos y las piernas que no fueron hallados en la casa, y no pudo por menos que deducir que el doctor Crippen los había tirado al canal de la Mancha desde la cubierta del barco cuando viajaba a Dieppe con Ethel Le Neve, aprovechando las vacaciones de Carnaval y antes de que se hubiera descubierto el crimen.
Tal es el resumen del caso del doctor Crippen. Ahora bien, me gustaría presentar a los lectores un suceso parecido, digamos un caso Crippen pero en versión japonesa. Me refiero al acontecimiento sucedido hace dos o tres años en la casa de un empleado, un tal Yujiro Oguri, en un pueblo del distrito de Muko, prefectura de Hyogo, y calificado como escandaloso por la prensa local de Keihan. Nuevamente abordaré un suceso de amor masoquista e intentaré despertar la curiosidad del lector. Pese a que sobre el caso se publicaron varias noticias en aquellos tiempos, parece que ningún periódico lo analizó con detenimiento, limitándose a dedicarle adjetivos hiperbólicos. La prensa aludía a un crimen «demasiado violento y cruel», «malvado», sin prestar especial atención al detalle del asesino masoquista, sin entender en realidad lo esencial del, llamémoslo así, «segundo caso Crippen». Además, el asesinato tuvo lugar en la zona oeste del país, y los periódicos de Tokio juzgaron que no era un incidente de importancia y que no merecía atraer sobre él la atención del público. No voy a describir el suceso al estilo de las novelas de detectives, sino que recopilaré los datos basándome en los documentos y los analizaré desde mi punto de vista profesional, es decir, intentaré llegar a la sustancia de los hechos con el fin de mostrársela a los lectores de la manera más simple posible y mediante una recapitulación de los datos.
Fue el día 20 de marzo del año 13 de la era Taisho[33], a las dos de la madrugada, cuando sucedió la desgracia. El cabeza de familia B, dueño de una casa situada a cinco o seis bloques de distancia al noroeste de la estación de Ashiyagawa, en la línea Hankyu, oyó el gruñido de un perro guardián y un grito que procedía de la casa de su vecino, el mencionado Yujiro Oguri. Describiré la geografía de la zona para aquellos que no la conozcan. Hay dos tramos de tren que conectan Osaka con Kobe: el primero discurre a lo largo del mar y el otro atraviesa la parte alta, o sea las faldas de la sierra Rokko. Es el recorrido de la línea ferroviaria Hankyu. El área cercana a este recorrido ha experimentado un desarrollo acelerado últimamente, pero en aquel tiempo había menos de la mitad de edificios que en la actualidad. Además, la zona alta de la línea estaba poco habitada; aparte de las viviendas de los campesinos que llevaban toda la vida residiendo ahí, solamente había dos casas de alquiler destinadas a la gente de la zona este que se había refugiado allí tras el terremoto del año anterior[34]. Una de las dos estaba vacía, y en la otra vivía Oguri desde hacía aproximadamente dos meses. La casa del cabeza de familia B, llamémoslo «propietario B», se ubicaba a unos diez metros al este de la de Oguri y era la más cercana. Al oír el gruñido aquella noche, el propietario B no sospechó nada, pues sabía que Oguri tenía un gran perro guardián y a menudo a esas horas escuchaba el gruñido del podenco, poderoso como el mugido de un toro. El grito tampoco le causó mayor sensación, porque los vecinos decían que la mujer de Oguri sufría ataques de histeria de vez en cuando y armaba jaleo golpeándolo y dándole patadas. En cuanto Oguri y su mujer empezaron a vivir en la casa, este rumor circuló por todo el pueblo como la pólvora.
Dado que habían construido una casa de estilo occidental en una zona tradicional, ornamentada con tejas rojas, y los recién llegados formaban una pareja joven que parecía ser de ciudad, era lógico que la gente del pueblo prestara mucha atención a un matrimonio que les ofrecía nuevo material para el chismorreo. Por lo que los vecinos sabían, los cónyuges vivían solos, no tenían criados y no poseían más que un perro. El marido era empleado de la empresa textil BC, que se encontraba en Funaba, Osaka, y tendría unos treinta cinco o treinta y seis años. La mujer aparentaba unos veinte, aunque se suponía que en realidad tenía veinticuatro o veinticinco. Al principio los habitantes del pueblo no salían de su asombro al contemplar a la señora, que cada tarde sacaba a pasear al perro atado con una cadena ancha, después de cerrar la puerta con llave. Su apariencia era de lo más extraña: tenía el pelo muy corto, algo poco común en la región, iba vestida con un kimono de mangas largas, ostentoso, de muselina y teñido al estilo Yuzen pero descolorido y antiguo, y calzaba unos tabi o calcetines japoneses de color violeta. Era una mujer atractiva, si bien los vecinos la consideraban un tanto desequilibrada. Después de dar una vuelta con su podenco volvía a casa, y luego, vestida con una indumentaria totalmente occidental y sobria, tomaba el tren de las dos y pico de la tarde en dirección a algún lugar, blandiendo un bastón tan fino como un látigo. La gente murmuraba, preguntándose adónde iría esa mujer a diario durante la ausencia del marido. Un día se descubrió que la joven era actriz de un musical y actuaba en el teatro Sennichimae de Osaka o en el Shinkaichi de Kobe; es decir, los dos trabajaban. Ella llegaba a casa muy tarde, de modo que pasaba en la cama toda la mañana. Por su parte, el marido salía de casa a las siete de la mañana, después de cerrar las puertas de las entradas principal y trasera, en dirección a la oficina. Algunas veces volvía directamente del despacho a casa a las seis de la tarde, otras se dirigía al teatro donde actuaba su mujer y regresaban juntos del brazo, alegres, en torno a las once de la noche. La pareja no se veía demasiado durante el día, razón por la cual resultaba normal que conversaran hasta el amanecer después de volver a casa. No obstante, el matrimonio armaba un escándalo considerable casi todos los días sin que los vecinos supieran el motivo de la trifulca, de manera que a la una o dos de la madrugada el ruido de la pelea rompía el sosiego de tan apacible lugar. Pronto los vecinos se percataron de lo curioso de la bronca. Al principio la gente del pueblo creía ingenuamente que el marido maltrataba a la mujer por celos, pero con el tiempo se enteraron de que era al revés: era la esposa quien reñía y pegaba a su marido, que suplicaba perdón llorando. El rumor corrió como la pólvora. Esa mujer era una histérica. «Antes pensábamos que era excéntrica, aunque sabíamos que las actrices suelen ser extravagantes. Pero ahora vemos que está desquiciada. Es evidente».
Esa noche, por tanto, al escuchar el gruñido del perro y el grito, el propietario B se dijo: «La pelea ya ha empezado, como de costumbre…», y, sin preocuparse, se durmió enseguida. Tres horas más tarde, hacia las cinco de la madrugada, cuando el vecino se despertó de nuevo, volvió a percibir un ruido sutil. Esta vez no se oía el gruñido del perro, tan sólo la voz lastimera del esposo que de manera intermitente y con la voz débil exclamaba: «¡Perdóname, lo siento!». Al vecino le pareció extraño, ya que la gresca no había durado hasta el amanecer, como de costumbre. Así que aguzó las orejas, y se dio cuenta de que no se trataba de la trifulca habitual. Normalmente el vecino escuchaba los insultos que profería la mujer o el sonido de las bofetadas que propinaba en la cara al marido, pero esta vez no percibió nada similar. Sólo llegaban a sus oídos los gemidos del esposo rompiendo el silencio imperturbable. Concentrándose en el sonido entrecortado de esos quejidos, el propietario B intuyó que el marido no decía «¡perdóname!», sino «¡socorro!».
Esto es lo que el propietario B atestiguó más tarde en el juicio, aportando incluso pruebas. El vecino había sentido el grito de Yujiro Oguri, pero no estaba seguro de que fuera su voz, por eso había vacilado en acudir al lugar del suceso. Entonces, por casualidad, otro hombre había acertado a pasar por la casa de Oguri y escuchado claramente una voz que pedía auxilio. A partir del testimonio de este hombre se dedujo lo siguiente: el nuevo testigo era el conductor de un coche de caballos y transportaba piedras extraídas de una pequeña montaña a la playa de Uozaki, ubicada cinco o seis bloques al noreste de la casa de Oguri. Cuando el hombre pasó cerca de la vivienda de la pareja a las cinco y pico de la mañana, advirtió una voz que gritaba «¡socorro!» desde la ventana del primer piso y se detuvo a mirar. No observó nada raro a través del vano de la ventana: simplemente podía ver la cortina de tela y la puerta corredera, de madera y vidrio opaco, que estaba cerrada y reflejaba un albor deslumbrante. En cualquier caso, alguien continuaba pidiendo socorro con insistencia y el conductor intentó entrar en la casa con premura, pero las puertas principal y trasera estaban cerradas con llave. No le quedó más remedio que romper una puerta de la cocina y subir las escaleras hasta llegar a la habitación desde la que alguien pedía ayuda. Una de las puertas correderas de papel estaba abierta y la entrada a la habitación, despejada. El hombre se asomó por el hueco y, de repente, un perro gigante como un lobo lo embistió gruñendo. El conductor del coche de caballos, asustado y aturdido, dio unos pasos atrás y oyó de nuevo la voz que provenía del interior de la habitación, que ahora exclamaba con todas sus fuerzas: «¡Esu! ¡Esu! ¡Esu!», tratando de frenar al can. El podenco se calmó y abandonó su actitud hostil, aunque persiguió al hombre y lo olfateó sin dejar de vigilarlo.
El conductor observó el interior de la habitación: en la cama había un hombre desnudo, con las manos y los pies atados con una cadena. Parecía que lo habían golpeado con saña por todo el cuerpo, pues presentaba magulladuras sangrientas en diversas zonas. No cabía duda de que era este hombre quien había pedido socorro al conductor y acababa de regañar al perro. Sin embargo, había una imagen aún más terrible que la del hombre: la del cadáver de una mujer joven con el pelo corto tumbada boca arriba debajo de la cama. La mujer, vestida con un pijama con un bordado llamativo, «llevaba indumentaria china» en palabras del conductor; parte de su cuello había sido arrancada de manera cruel y yacía muerta en un mar de sangre que no dejaba de manar de la herida; tenía un látigo de cuero en la mano derecha. Esa horrible escena se proyectó en las pupilas del conductor, que, desconcertado, fue incapaz de entender el significado del espectáculo que se mostraba a sus ojos. Pronto advirtió que el perro, llamado Esu, estaba también bañado en sangre: el líquido vívidamente rojo chorreaba de la boca del animal. «El perro la ha matado a mordiscos», dedujo finalmente. Esu moderó la vigilancia del intruso y volvió junto al cadáver para olisquearlo. Cuando el hombre miró con más atención comprendió que no había una única herida en el cuello: el cadáver estaba destrozado, como si alguien hubiera arrancado a mordiscos pedazos de cuerpo.
La policía y el médico forense llevaron a cabo la investigación. El hombre encadenado, identificado como Yujiro Oguri, y el conductor, como testigo, fueron conducidos a la comisaría local. Allí los detalles del cruel y extraño suceso se esclarecieron por completo gracias a la explicación de Oguri. Según él, la mujer asesinada era actriz de musicales y esposa suya; su nombre artístico era Pariko Ogata. Aquella noche, como de costumbre, la mujer había castigado a Oguri. Primero lo desnudó y le obligó a tumbarse en la cama. Después de atarle las manos y los pies con la cadena del perro, le azotó el cuerpo con el látigo de cuero. El hombre gritaba sufriendo de dolor. Por cierto, hacía diez días aproximadamente que la pareja había encargado un perro lobo cruzado con pastor alemán a Shanghái; pesaba unos cincuenta kilos y lo tenía atado con una correa en una habitación de la planta baja. En cuanto el perro oyó el grito de Oguri, arrancó la correa a la fuerza creyendo que su amo se encontraba en peligro, destrozó la puerta y subió a la habitación de la primera planta para atacar a la mujer. Al final la mordió en una parte vital del cuello.
Oguri confesó que era un hombre vil y pervertido sexualmente, en concreto un masoquista, y que su mujer jamás se comportaba de forma histérica; más bien actuaba de manera violenta para darle placer. Para aclarar por qué tenía ese perro sanguinario, Oguri declaró que antes no le gustaban los perros, pero que estaba loco por esos animales por influencia de su esposa. La afición de Pariko Ogata por los perros alcanzaba un grado profesional. Según su teoría, el can era un elemento de ornamentación indispensable cuando la mujer sale a pasear. Una dama que camina sin su perro no merece ser considerada atractiva. Para conseguir ese objetivo, los perros grandes y robustos son preferibles a los pequeños y frágiles. Cuanto más feroz y violento es un perro, más destaca la apariencia de la mujer que lo lleva y más seductora es la impresión que causa a los viandantes. Por ello Pariko Ogata había comprado un perro lobo cruzado con la raza Tosa al irse a vivir con su marido; lamentablemente, el animal había muerto de moquillo y al final la mujer se hizo con un gran danés. Pero la actriz se dio cuenta de que el matiz del pelo y la figura del animal no armonizaban con su piel ni con sus vestidos, por lo que decidió venderlo a un local de Kobe que comerciaba con perros. A cambio encargó un perro lobo pastor alemán. Los vecinos la veían frecuentemente paseando con el perro anterior, el gran danés. La mujer había partido de gira teatral por Kiushu con una compañía musical antes de que hubiera llegado el perro lobo pastor alemán, y había vuelto a casa la víspera del suceso. Precisamente por eso la mujer, gran entusiasta de los perros, fue mordida y asesinada por un animal que aún no conocía. Pariko Ogata y Oguri estaban acostumbrados a cuidar de perros feroces y, como consecuencia, no los temían ni procedían con especial cautela. Aun así, Oguri, a sabiendas de que el carácter del perro lobo pastor alemán era más agresivo de lo normal, todas las noches durante la ausencia de su esposa había entrenado al animal para amansarlo. El día del regreso de su mujer, Oguri lo había mantenido encerrado en la habitación de la planta baja para evitar incidentes, pero la prevención del marido resultó fatal para su mujer, ya que el perro, al no haber tenido oportunidad de conocerla ni de jugar con ella, la vio como un demonio que maltrataba a su dueño.
El agente de policía investigó el plano de la casa, como precaución. Como ya he dicho, aparentemente la casa de alquiler era de estilo occidental. En el interior, la primera planta era de estilo japonés y la planta baja, occidental. En los ocho tatamis que medía la habitación donde se produjo el suceso de aquella noche había una cama de matrimonio de hierro. Era el dormitorio de la pareja, aunque podría denominarse sala de torturas, pues allí la mujer infligía todo tipo de violencia o tormento al pobre esclavo noche tras noche. El perro estaba atado con una correa en la habitación de la planta baja, y el extremo de la correa se hallaba enganchado a una reja de la ventana. Sin embargo, la policía aseguró que no era difícil que el perro lobo, en un frenesí de rabia, hubiera conseguido forzar la reja para desatarse. La habitación, por su parte, carecía de cerradura. Es bastante dudoso que el marido hubiera girado el pomo de la puerta para cerrarla, lo cual habría sido un descuido de Oguri. En resumen, el perro salió de la habitación, subió a la primera planta y echó abajo la puerta corredera de papel sin dificultad.
La policía investigó al propietario B, a los actores de la compañía musical, al encargado del establecimiento de Kobe que comerciaba con perros, a la gente del pueblo, aparte del conductor del coche de caballos, en calidad de testigo. Todos los testimonios coincidían con la versión de Oguri. El marido deseaba tomar venganza del animal asesino de su querida mujer, y deseaba hacerlo por su propia mano. Un agente de policía, al escuchar su anhelo, sintió piedad de él y le dejó una pistola, con la que Oguri disparó a muerte al perro. Así se había resuelto el caso.
En los periódicos vespertinos se publicaron noticias a varias columnas con los siguientes titulares: «Una mujer mordida y asesinada por un perro», «Un perro mata a una actriz de musicales», «Un marido pervertido…», etcétera. Se reveló el sorprendente secreto del matrimonio, y durante cinco o seis días, no más, el asunto fue la comidilla de todo el mundo; luego, poco a poco, la gente lo olvidó.
Pero unos cinco meses después del suceso, a mediados de agosto del mismo año, en dos o tres periódicos aparecieron noticias con titulares de este jaez: «Una extraña caja de bambú con una muñeca en su interior». Es probable que algún lector haya leído esas noticias insignificantes en una página de poca importancia del periódico de aquel día. La caja había sido hallada entre la hierba de un terreno abandonado cuyo propietario era don Fulano. El lugar se situaba en Ogigayatsu, municipio de Kamakura, cerca de Tokio, y el hallazgo tuvo lugar la mañana del 15 de agosto. Según la declaración, un policía abrió la caja y descubrió dentro una muñeca de tamaño humano. La muñeca estaba torpemente hecha de papel y tela en torno a un tronco y a unos alambres que formaban las extremidades. Se notaba que era obra de manos inexpertas. Era casi un espantapájaros, pero su cara estaba elaborada con esmero y llevaba una peluca de pelo corto. La policía dedujo, a juzgar por sus rasgos, su melena corta y el estampado del vistoso pijama, que la muñeca representaba a una mujer joven. Al principio supusieron que algún soldado de la Marina de la estación naval de Yokosuka, cercana a Kamakura, la utilizaba para consolarse durante la navegación, ya que la muñeca estaba impregnada del olor sensual de un perfume y untada de polvos para blanquear la piel. El penetrante aroma fue percibido enseguida por el policía que abrió la tapa de la caja. Lo curioso era que alguien había arrancado un pedazo del cuello con alguna arma mortífera, dejando una huella profunda; y no una única vez: el fragmento de cuello había sido reparado y luego vuelto a arrancar, y así sucesivamente. La policía analizó la muñeca pieza a pieza, y descubrió que en el hueco del cuello había un trozo de carne pegada, similar a un corte de sashimi. Posteriores análisis confirmaron que se trataba de carne de vaca. Creo que no necesito explicar más a los lectores.
Se plantean algunas incógnitas: ¿por qué Yujiro Oguri no dejó escondida la caja debajo del suelo de su propia casa más tiempo y por qué la llevó tan lejos para deshacerse de ella? Al marido le daba pavor la muñeca debido a que representaba el cadáver mutilado de Pariko Ogata. Mientras la muñeca se quedara en la casa, él no podría dormir bien. Lo primero que se le ocurrió fue mudarse a algún lugar y abandonar la muñeca bajo las tablas de la casa. No obstante, Oguri preveía demasiado riesgo en esa decisión. También podía desmontarla en secreto y descuartizarla lentamente; o bien deshacerse de ella. De hecho, Oguri intentó hacer esto último. Un buen día tomó la caja de debajo del suelo y la abrió, pero no tuvo el valor de tocar la muñeca y mirarla cara a cara. Más que nada le asustaba el olor del perfume que exhalaba. Era un perfume de París de la marca Coty. Su olor se podía considerar el del cuerpo de su mujer, dado que era la misma fragancia que ésta empleaba. De nuevo, el marido debía armarse de valor para destrozar la muñeca, igual que cuando había fraguado el asesinato de su esposa. Pero ahora Oguri tendría que ejecutar el plan por su propia mano, y eso era demasiado para él; tal vez por eso cerró la caja apresuradamente.
En aquel tiempo, cuando se desveló el crimen de Oguri, éste vivía con una bailarina que trabajaba en un bar de Osaka llamado Café Napoli. Es decir, nuestro señor Crippen en versión japonesa también tenía una amante. Sí, tenía su «Ethel Le Neve».