La gata, el amo y sus mujeres
Señora Fukuko, le ruego me disculpe por haberle enviado la presente carta con la firma de Yukiko. Como enseguida advertirá, yo no soy la Yukiko que usted conoce. Con estos antecedentes, imagino que ya se figurará usted quién soy. Hasta es probable que al abrir la carta haya soltado un «¡Vaya, otra vez esta tipeja!»; o a lo mejor ha pensado: «¡Menuda descortesía, y qué descaro firmar con el nombre de mi amiga!». Pero, señora Fukuko, entienda que si yo hubiera puesto mi verdadero nombre en el remite, «él» lo habría visto y no le habría entregado esta carta a usted. No he tenido más remedio que hacerlo así para que la carta llegara a sus manos. Pero ¡tranquilícese!, no voy a quejarme ni a contarle mis penas, puesto que necesitaría diez o veinte páginas. Y aunque se las contara, no serviría de nada. Después de haber pasado por una experiencia tan dolorosa, me hace gracia pensar en lo fuerte que soy ahora, así que no voy a seguir llorando, aunque tengo mil razones para hacerlo. Por eso, a partir de ahora, estoy totalmente resuelta a vivir tranquila y dejar atrás el pasado. Sólo el cielo sabe el destino de los seres humanos y me parece ridículo envidiar la dicha ajena.
Sé que me estoy comportando como una maleducada, aunque no hubiera sido correcto que yo «personalmente» le mandara esta carta. Ya he tratado antes este asunto con el señor Tsukamoto, pero «él» nunca ha aceptado mi petición, así que ahora no tengo más remedio que dirigirme a usted. No crea que se trata de un favor complicado; no, no, señora. En realidad, es algo sencillo. Sólo necesito algo que usted tiene en su casa. Desde luego, no voy a pedirle que me devuelva a su esposo; no, no, es algo menos comprometido… Se trata de la gatita Lily. El señor Tsukamoto me dice que a su marido no le importaría dármela, pero que es usted la que no quiere separarse de la gata. ¿Es eso cierto, señora Fukuko? ¿Es usted la que impide que se haga realidad mi único deseo? Tenga en cuenta que yo, sin pedirle nada a cambio, le he cedido a la persona más importante de mi vida y el hogar que habíamos construido juntos. Además, yo no me he llevado ni una sola taza y ustedes todavía no me han devuelto mi ajuar[55]. Ya sé que sería mejor no tener en casa objetos que me traigan recuerdos dolorosos, pero a usted no le afectaría en nada concederme a Lily. No le estoy pidiendo imposibles; y, se lo digo de verdad, no le voy a reclamar nada más. ¡Vamos!, ¿por qué no me la concede, señora mía? He aguantado bien firme todas las bofetadas y humillaciones a las que me ha sometido el que ahora es su marido y a cambio de este sacrificio sólo pido la gata. ¿Acaso es una petición irrazonable? Para usted, seguramente es una mascota insignificante, pero para mí la gatita es mi único consuelo. Le advierto que no quiero parecer una quejica, pero, ¡ay, señora!, en mi solitaria vida este animalito es el único ser vivo que se interesa por mí. Después de todo lo que «él» me ha hecho, ¿es que quiere, usted también, hacerme sufrir más? ¿Es tan cruel que no puede compadecerse de mi desamparo?
Estoy segura, señora, de que en el fondo me comprende. Más bien es él quien no quiere separarse de Lily. No me cabe ninguna duda de eso. Él la adora. A menudo me decía: «Podría separarme de ti, pero nunca de esta gata». En la mesa o en la cama, donde fuera, la trataba con más cariño que a mí. Entonces, ¿por qué él no me dice sinceramente que no quiere dármela y se inventa la excusa de que es usted la que se niega? Piense, por favor, por qué lo hace…
Quien ahora es su marido me echó de casa un día para que entrara usted. Mientras vivía conmigo, necesitaba a la gatita, pero ahora que ya no estoy, ¿acaso no es sino un estorbo para él? O ¿será que todavía necesita la compañía de Lily? En ese caso, él seguramente la considera a usted inferior a la gata, igual que pasó conmigo. Ah, señora, perdóneme por ser tan directa. Sé que es una estupidez, pero creo que él vive con un poco de remordimiento de conciencia, echándole la culpa a usted, cuando en realidad es a él a quien le fascina la gata. De todos modos, yo ya no tengo nada que ver en todo esto, pero, eso sí, señora, le aconsejo que tenga mucho cuidado porque Lily no es una simple gata. No, señora mía, esta criatura felina es capaz de traicionarla a usted. Le recomiendo por su bien, más que por el mío, que se aparte de ella cuanto antes. Si él no aceptara deshacerse de Lily, resultaría ciertamente sospechoso…
Fukuko, una vez empapada del contenido de la carta, se pone a observar con disimulo el comportamiento de su marido, Shozo, y de la gata Lily. En ese momento su marido saborea lentamente un cuenco de sake con chicharros marinados en vinagre y aderezados con salsa de soja. Después de cada trago, deposita el cuenco sobre la mesa y, levantando uno de los chicharros con los palillos, llama a la gata: «¡Lily!», para ofrecérselo amorosamente. Lily observa el pescado en el plato alzándose sobre sus patas traseras y apoyando las dos delanteras en el borde de la mesa, como si fuera el cliente de un bar que se acomoda en la barra, o el jorobado de Notre Dame. Al ver el pescado, Lily sacude el hocico y lo mira desde abajo con sus grandes ojos de lince, tan abiertos como los de un hombre sorprendido. Sin embargo, Shozo no suelta el pescadito con facilidad.
—¡Epa!
Primero se lo acerca al hocico, y luego lo retira y lo prueba él mismo. Chupa el vinagre y muerde el pescado para triturar las espinas, después se lo saca de la boca y se lo vuelve a enseñar a la gata; lo aleja y lo acerca, lo sube y lo baja repetidas veces.
Lily alza sus patas delanteras hasta el pecho y camina tambaleándose como un alma en pena en busca de su presa. Como Shozo custodia el pescado sobre su cabeza, Lily apunta bien y salta con todas sus fuerzas para intentar apresarlo con las patas delanteras, pero no lo alcanza por los pelos, así que no para de saltar. Por fin, al cabo de diez minutos, se hace con el chicharro.
Shozo repite la provocación varias veces; después de darle un chicharro, bebe un sorbo de sake.
—¡Lily! —la llama de nuevo el amo mientras agarra otra pieza de pescado. Hay doce o trece chicharros de unos seis centímetros en el plato y Shozo solamente se ha comido tres o cuatro. Al resto les chupa el vinagre con salsa de soja y luego se los da a la gata.
—¡Eh, eh! ¡Ay! ¡Que me haces daño, bicho! —Shozo profiere un grito estridente. Lily, de improviso, salta al hombro de Shozo y lo araña—. ¡Eh! ¡Baja ya! ¡Anda! ¡Que te bajes!
Es un día de mediados de septiembre y empieza a refrescar. Shozo, un hombre gordo, sudoroso y sensible al frío, se envuelve la barriga con una faja por encima de la camiseta y se pone los calzones largos de lino. Luego, saca una mesa a la galería, manchada de barro por la inundación reciente, y se sienta con las piernas cruzadas. Lily se abalanza sobre uno de sus hombros, prominente como una colina, y se aferra a su amo con las uñas para no caerse. Shozo grita al sentir que las uñas se le clavan a través de la camiseta de crepé:
—¡Ay! ¡Qué daño! ¡Eh! ¡Bájate!
Shozo agita el hombro e inclina la espalda hacia un lado, pero lo único que consigue es que la gata se afiance a él con más fuerza. Finalmente, la camiseta se tiñe de sangre.
—¡Menuda fierecilla estás hecha! —le dice. Su tono es de complacencia, pues jamás se enfada con ella. Parece que Lily, a sabiendas de eso, frota su mejilla en la cara de su amo para halagarlo, y cuando lo ve comer pescado acerca el hocico a su boca. Después de que Shozo lo mastique con la boca cerrada, se lo muestra sobre la lengua y la gata lo apresa rápidamente. A veces se lo lleva de un tirón y de paso lame los labios del amo glotonamente; otras veces, Shozo y la gata tiran del pescado mordiendo cada uno por un extremo. Mientras el amo juega con el felino, suspira de cuando en cuando con cara de amargura:
—¡Uf!, ¡qué asco! ¡Espera! —y entonces escupe, pero en realidad siente tanto regocijo como la gata.
Por fin, Shozo establece una tregua con el animal. Le muestra la copa vacía a Fukuko, que hasta hacía un rato estaba de buen humor y ahora lo vigila plantada enfrente con los brazos cruzados, sin intención de servirle más sake.
—¿Qué te pasa? ¿No queda sake o qué? —Shozo retira la copa y cruza la mirada con ella, confuso.
—Tengo algo que decirte —le contesta Fukuko con voz firme, y tras advertirle se queda callada con el ceño fruncido y un aire de ligero resentimiento.
—¿Sobre qué? ¿De qué quieres hablar?
—¿Sabes? Lo he estado pensando y…, la verdad, creo que será mejor darle a Shinako la gata.
—¿Cómo?
Shozo, incrédulo, parpadea varias veces. No acierta a entender por qué Fukuko, de buenas a primeras, ha sacado ese tema de repente y está tan seria.
—Pero ¿a qué viene esto ahora…?
—Da igual. ¡Dásela! Mañana llamas al señor Tsukamoto y se la envías enseguida.
—¿Qué narices estás diciendo?
—¿Es que no piensas hacerme caso?
—Bueno, espera. Dame alguna razón para que pueda entender los motivos. No voy a aceptar lo que me pides así, a bote pronto. ¿Te ha molestado algo?
«¿Será que tengo celos de Lily?», se pregunta Fukuko, pero la explicación no la convence, pues en realidad la gata le ha gustado desde el principio. Ella misma se reía de su extravagancia al oír que, cuando el hombre vivía con su exmujer, Shinako, la esposa tenía celos de la gata. Por eso, Fukuko se casó con él a sabiendas de su afición por los gatos, y luego siempre trató a Lily con cariño, aunque no tanto como él. De hecho, Fukuko no se había quejado nunca hasta ahora de la presencia de la gata en la mesa durante las comidas; por el contrario, disfrutaba sirviéndole sake a Shozo, mientras él jugueteaba con el animal y ella observaba entretenida el circo que montaban. A veces la propia Fukuko participaba del juego mostrándole comida a Lily para que saltara. Es más, ella pensaba que la convivencia con la gata servía para fortalecer el vínculo matrimonial y animar el ambiente en el hogar, de modo que Lily no le suponía molestia alguna. «¿Por qué estoy de mal humor? Hasta ayer, mejor dicho, hasta hace muy poco, no me importaba servir sake a mi marido, pero no sé…, ya no me apetece. Seguramente algo insignificante me ha irritado. Y he pedido a Shozo que le dé la gata a Shinako porque tal vez sienta pena por esa mujer…».
Cuando su exesposa se marchó de casa, le rogó a Shozo que le permitiera llevarse al animal consigo. Más tarde, en varias ocasiones, Shinako había enviado al señor Tsukamoto a la casa de su exmarido para reiterar su petición. Sin embargo, Shozo la rechazó al considerar que era mejor hacer caso omiso. Según Tsukamoto, no es que Shinako echara de menos al hombre infiel que la había expulsado de casa para vivir con otra mujer, no, no era eso; simplemente no podía olvidarse de él, y aunque intentara odiarlo, le resultaba imposible. Por eso Shinako deseaba algo que le trajera recuerdos de la vida pasada, cuando vivían juntos. Ese era el motivo de su insistencia al reclamarle la gata. Cuando la exmujer convivía con Lily, odiaba al animal y lo maltrataba a escondidas, porque Shozo sólo mostraba cariño por el felino. Sin embargo, después de irse de casa, Shinako comenzó a añorar algunas cosas que se quedaron allí, a la gata Lily en primer lugar. Quería acariciarla como si fuera la hija de Shozo y así poder consolar la soledad de su triste vida.
—Venga, hombre, ¿qué pasa? Es sólo una gata. Si no aceptas su petición, Shinako se pondrá triste —lo apremiaba Tsukamoto.
—No te fíes de lo que diga esa mujer —le contestaba siempre Shozo—. Ten en cuenta que es una embaucadora, y tiene doble y hasta triple cara.
Shozo sospechaba que sus palabras lastimeras: «Echo de menos a mi marido y quiero acariciar a Lily», eran pura mentira. Estaba convencido de que Shinako no iba a mimar a Lily, al contrario: la maltrataría para vengarse de él; o bien deseaba simplemente fastidiarlo quedándose con una de sus posesiones más preciadas. Como, a pesar de estas reflexiones, el campechano marido no podía adivinar las intenciones de su exmujer, que en lugar de vengarse de manera infantil a lo mejor estaba tramando otra maldad peor, se sentía un poco agobiado y la aborrecía cada vez más. Y aun en el caso de que Shinako no estuviera tramando otra maldad como Shozo pensaba, a él no le habían satisfecho las condiciones de una separación matrimonial favorable sólo para ella. Como el hombre no la soportaba más, aceptó prácticamente todas sus exigencias con tal de que se largara de casa cuanto antes. Sería el colmo que, además, le cediera la gata. ¡No! ¡Jamás aceptaría que se llevara a su adorada Lily! ¡Faltaría más! Tsukamoto, en su papel de intermediario de la pareja divorciada, le insistía en pedirle la gata, pero Shozo rechazaba su petición una y otra vez dándole largas, algo que se le daba muy bien. Por entonces Fukuko, su segunda mujer, se mostraba de acuerdo con su marido y su actitud era más contundente que la de Shozo, por lo que ahora estaba perplejo.
—¡Dame una razón! No entiendo tus motivos —le dijo Shozo a Fukuko. Él toma la copa de sake, se la acerca a la boca, se da una palmada en el muslo y, mirando a su alrededor, pregunta—: ¿Es que no hay por aquí ninguna barrita de incienso antimosquitos?
Como ya oscurecía, un tropel de mosquitos se colaba por la parte baja de la cerca exterior en dirección a la casa. La gata, acurrucada debajo de la mesa después del atracón de chicharros, bajó al jardín cuando el matrimonio empezó a hablar sobre ella, cruzó por debajo de la cerca y desapareció. A Shozo le hacía gracia que Lily siempre desapareciera después de hartarse.
Fukuko, en silencio, se dirige a la cocina en busca de una espiral de incienso antimosquitos y de vuelta a la sala la enciende y la coloca bajo la mesa.
—Le has dado casi todos los chicharros, ¿verdad? Y tú has comido solamente dos o tres, ¿no? —observa la mujer cambiando el tono de voz.
—¡Bah…! No llevo la cuenta.
—Pues yo sí. Había trece chicharros en el plato, pero Lily se ha comido diez y tú sólo tres.
—¿Y qué hay de malo?
—¿No entiendes que esto no puede ser? Anda, piensa un poco. No es que yo tenga celos de una gata. Te dije que no me gusta el chicharro marinado, pero lo he cocinado para ti. Sin embargo, a pesar de que me lo has pedido porque te apetecía, se lo has dado a la gata y tú apenas lo has probado.
La versión de la mujer era esta: en algunos pueblos a lo largo de Hanshin —la línea ferroviaria que une Osaka y Kobe—, como Nishinomiya, Ashiya, Uozaki y Sumiyoshi, los pescadores ofertan su mercancía y pregonan: «¡Chicharros recién pescados!» o «¡Sardinas frescas!», y venden los chicharros y las sardinas que pescan a diario. El precio de cada cubo va de los diez a los quince sen. Una sola pieza de pescado puede ser un plato de comida para tres o cuatro miembros de una familia, así que los pescadores se quedan sin existencias rápidamente. En verano, el tamaño del chicharro y la sardina es de poco más de tres centímetros de largo, pero cuanto más nos acercamos al otoño más grandes son las piezas. Las sardinas y los chicharros pequeños no son buenos para freír ni para asarlos con sal, así que la mujer tiene que cocinarlos sin sal, adobarlos con vinagre, jengibre triturado y salsa de soja, y sólo de esa manera se pueden comer incluso con espinas.
—Hace tiempo que no tengo ganas de cocinarlos porque no me gusta el vinagre con salsa de soja. Te lo digo para que lo sepas. Yo prefiero algo caliente y graso. No sé, me parece triste comer algo frío como chicharros marinados.
—Puedes prepararte lo que gustes. Si no quieres hacer los chicharros, ya me los cocinaré yo, porque a mí sí que me apetecen —le contesta Shozo malhumorado.
Otras veces, cuando pasa cerca de la casa algún pescadero, el amo sale a comprar pescado. Fukuko, que además de esposa es prima de Shozo, se comporta sin ninguna reserva con la suegra desde que se casaron. De hecho, a partir del día en que llegó a la casa de Shozo, ha hecho lo que le ha dado la gana. Como no le permite a su marido cocinar, ella misma prepara los chicharros marinados y, como de costumbre, los comparte a regañadientes. Y además ahora llevan ya cinco o seis días comiéndolos. Desde hace dos o tres días, Fukuko se ha dado cuenta de que Shozo, en lugar de comérselos y sin reparar en si a ella le parece bien o mal, le ha dado por alimentar a la gata con casi todos los chicharros que a Lily se le antojan. Los chicharros son pescaditos pequeños y sus espinas son tiernas, así que no hace falta quitárselas para comerlos; además, son muy baratos, y como se toman fríos, son una comida muy cómoda para cenar. Shozo dice que le encantan los chicharros en escabeche, pero en realidad es a Lily a la que le gustan. ¡Es el colmo! Resulta que su marido es quien decide el menú de la cena teniendo en cuenta los caprichos de la gata e ignorando por completo los gustos o aversiones de su mujer en materia de comida. Fukuko, que se sacrifica por Shozo, no sólo tiene que marinar los chicharros para la gata, sino jugar con ella igual que lo hace su marido.
—No es eso —protesta Shozo—. Siempre pienso en comerme los chicharros que me preparas, pero como Lily me los pide con tanta insistencia se los voy dando sin pensar ni llevar la cuenta.
—¡No me mientas! Desde el principio tienes pensado dárselos a la gata y dices que te gusta lo que realmente no te gusta. No, si ya lo sé: te importa más la gata que yo.
—¡Pero qué tonterías dices, mujer! —grita Shozo con una mímica algo afectada, aunque es cierto que las palabras de su mujer le han hecho mella.
—Entonces, ¿yo soy lo más importante para ti?
—¡Claro que sí, mujer! ¿Cómo puedes dudarlo? ¡Sinceramente, me parece que estás exagerando!
—No me vale sólo con palabras, quiero pruebas. Si no, ya no me fiaré más de ti.
—De acuerdo, vamos a dejar de comprar chicharros a partir de mañana. Así ya no tendrás queja, ¿vale?
—Prefiero otra prueba: dale la gata a Shinako. Lo mejor será que Lily se vaya.
Shozo no cree que Fukuko esté hablando en serio, pero no quiere complicar el asunto minusvalorándola, así que vuelve a sentarse con las piernas dobladas, inclina la cabeza ligeramente hacia delante y apoya las manos sobre las rodillas.
—Pero, mujer, no puedo dársela a Shinako a sabiendas de que la va a maltratar. No seas cruel —le suplica apenado—. Por favor, te ruego que no me pidas una cosa así…
—¿Ves como te importa más la gata que yo? Bien, pues si tú no se las das, yo me voy.
—¡No seas irrazonable!
—No estoy dispuesta a que me trates igual que a una gata —la indignación de Fukuko crece y crece hasta que las lágrimas afloran a sus ojos, y con un movimiento rápido vuelve la espalda a su marido.
La mañana de aquel día, cuando llegó la carta de Shinako, la primera esposa de su marido, bajo el nombre falso de Yukiko, lo primero que Fukuko pensó fue esto: «¡Qué bruja esa mujer! Con esta jugada trata de sembrar cizaña entre nosotros. Pero no voy a caer en su trampa. Ella supone que, después de leer la carta, me preocupará la presencia de la gata y finalmente me pondré celosa, como le pasaba a ella, pese a que hace tiempo me reía de sus celos por Lily. Insinúa que Shozo tampoco me trata bien y se burla de mí. Seguramente se le ha pasado por la cabeza que, si al final la trampa no resulta, será divertido al menos desencadenar algún conflicto entre mi marido y yo. Así que para desenmascarar su jugada tenemos que seguir llevándonos bien, demostrarle que la carta no me ha afectado en absoluto, acariciar a Lily como antes y decirle que no queremos darle la gata. Es la única manera».
A pesar de estas reflexiones, Fukuko sabía que la carta de Shinako había llegado justo en el momento más inoportuno: molesta por el asunto de los chicharros, quería dar un escarmiento a Shozo de algún modo. En realidad no le gustaban los gatos tanto como pensaba su marido, pero había cobrado afecto a Lily por dos motivos: uno, por halagar el gusto de su marido, y otro, para tener la oportunidad de lanzar comentarios irónicos sobre Shinako. Mientras Fukuko, cuando aún no se había instalado en la casa de Shozo, y su suegra Orin intentaban echar a Shinako sin revelar sus intenciones, ella hizo creer que le gustaba Lily. Fingió tan bien que todo el mundo quedó cien por cien convencido de su amor por los gatos. Así, cuando se casó con Shozo y se instaló en la casa de manera definitiva, Fukuko trataba a Lily con mucho cariño, pues supuestamente le encantaban los gatos.
Con el tiempo, sin embargo, poco a poco empezó a maldecir al felino. Lily es una gata de raza europea. Tiempo atrás, cuando Fukuko iba de visita como invitada, la dejaba que se encaramara sobre sus rodillas. El tacto de Lily era muy suave; su pelaje, sus rasgos y la forma del cuerpo, tan hermosos que resultaba difícil encontrar otra gata parecida. En ese momento, Fukuko la tenía verdaderamente por un animal cariñoso y pensaba sin ninguna malicia que Shinako era muy rara si le molestaba una gata tan adorable como Lily. Sin duda, pensaba Fukuko, tenía envidia del felino porque su marido empezaba a detestarlo. Fukuko era consciente de que Shozo la trataba con más cariño a ella que a Shinako. Pero, ¡ay!, ahora ella se enfrentaba a la misma circunstancia que Shinako y ya no podía burlarse de su antigua rival, pues sabía que la pasión de su marido por la gata superaba la de cualquier propietario de mascotas. De hecho, a Fukuko le parecía bien tratar a Lily con cariño, pero pasarle el pescado de la propia boca o que tiraran cada uno de una punta del chicharro delante de ella era demasiado. ¿Cómo iba a considerar apropiado que la gata estuviera presente mientras el matrimonio cenaba? La suegra siempre tomaba su cena antes que ellos y, con toda discreción, se retiraba a su habitación en el piso de arriba. Fukuko hubiera deseado disfrutar de la cena a solas con su marido, pero ahí estaba siempre la dichosa gata, mendigando comida. En caso de que no apareciera por la sala, ya se encargaba uno de los cónyuges de hacer ruido al desplegar las patas de la mesita de comer o al colocar los cuencos de porcelana. Y si por casualidad ni siquiera a pesar del tintineo de los cuencos aparecía Lily, Shozo, sin ninguna consideración, la llamaba en voz alta. El amo se tomaba la molestia de subir al piso de arriba, de acudir a la puerta trasera de la casa o incluso de salir a la calle para ponerse a llamarla a gritos. Y no cesaba hasta que la maldita gata volvía. La mujer le servía sake diciéndole que esperara a Lily tomando una copa. Pero el hombre se rebullía inquieto si la gata no estaba con ellos. Lily ocupaba por entero su mente y él no reparaba en cómo se pudiera sentir su mujer. Otra cosa que molestaba a Fukuko era que la gata se metiera hasta en el lecho del dormitorio. Shozo había tenido tres gatos anteriormente, pero la única gata que sabía traspasar la mosquitera del lecho, deslizándose por la parte baja de la gasa con la cabeza pegada al tatami, era Lily: por eso, decía él, esta gata era tan inteligente. Solía dormir al lado del futón de Shozo, pero si hacía frío se acurrucaba encima del futón y a veces hasta se metía dentro, pasando por encima de la almohada, igual que cuando se colaba por debajo de la mosquitera. Gracias a esta descarada familiaridad, Lily había sido testigo de todos los secretos de alcoba de la pareja.
Aun así, Fukuko, incapaz de manifestar abiertamente su aversión y menosprecio por ese simple felino, contenía su rabia. La mujer sólo consentía que su marido jugara con la gata porque en realidad estaba convencida de que su Shozo la amaba a ella, a Fukuko, y no a la mascota. ¿Acaso no era la única mujer que su marido tenía en este mundo? Por eso, jugarle una mala pasada a la gata sería caer muy bajo. Fukuko intentaba ser tolerante y no odiar al inocente animal imitando la conducta de su marido; sin embargo, con una frecuencia creciente se veía a punto de estallar. Cada vez le molestaba más la presencia del felino, tanto que casi se le notaba en la cara. Fue entonces cuando ocurrió el incidente de los chicharros. El marido había pedido a su mujer que cocinara el plato que ella aborrecía con el objeto exclusivo de mimar a la gata. Y además, ¡Shozo fingía que a él le gustaba ese pescado sólo para no dar el brazo a torcer! ¿No era una prueba palpable de que para el marido la gata tenía más importancia que ella? A Fukuko, después de reconocer la realidad de esta prueba incontestable, no le quedaba más remedio que tragarse su propio orgullo.
Al leer la carta de la exmujer, a Fukuko la invadió una oleada de celos. Pero, por otra parte, también le sirvió para templar su cólera, que estaba a punto de explotar. Si Shinako no hubiera mandado la carta, Fukuko, que no podía pasar por alto la intromisión de Lily ni un día más, habría consultado por propia iniciativa a su marido para enviarle inmediatamente la gata a Shinako. Pero como la exmujer se adelantó con esa jugarreta, Fukuko no estaba dispuesta a avenirse sumisamente al ruego de la ex de su marido. Es decir, no sabía cómo debía conducirse, si con aversión hacia Shozo o hacia Shinako. Si confesaba a su marido que había recibido la carta, todo el mundo pensaría que era Shinako quien la instigaba para que se desprendiera de la gata, aunque no fuese verdad. La mujer no quería que la gente pensara así y decidió guardar el secreto. Y se preguntaba quién la enfurecía más, si Shinako o Shozo. Le daba rabia el atrevimiento de Shinako, pero lo que no podía aguantar era el comportamiento del amo. Encima, como se veían todos los días, cada vez estaba más irritada con él. Sinceramente, la frase de la carta «le aconsejo que tenga mucho cuidado porque Lily no es una simple gata. No, señora mía, esta criatura felina es capaz de traicionarla» le estaba taladrando los sesos. Fukuko sabía que era una tontería preocuparse por eso, pero también era cierto que si ponía de patitas en la calle a Lily respiraría tranquila. En caso de poder echarla, lo único que le daría verdadera rabia era que Shinako se saldría con la suya. Fue así como Fukuko empezó a obsesionarse más y más por la exesposa de su marido, mientras luchaba interiormente para evitar caer en su trampa… ¡Sí, debía hacer de tripas corazón y aguantar a Lily como fuera!
Presa de la zozobra tras haber dado tantas vueltas al asunto, esta tarde, por fin, Fukuko ha conseguido sentarse a la mesa con el semblante aparentemente tranquilo. Pero al ver que los chicharros del plato iban mermando y que el amo y la gata se comportaban como dos tortolitos, la han invadido unos celos tan intensos que ha acabado soltando la ira reprimida que desde hacía tiempo guardaba hacia su marido.
Al principio, la mujer hizo los comentarios ya mencionados por el simple hecho de pinchar a su marido, pero sin ninguna intención real de echar a Lily de casa. Sin embargo, el asunto se complicó hasta entrar en un callejón sin salida debido a la actitud de Shozo. El hombre debía consentir a su petición solícito y sin protestar, porque ella y sólo ella tenía la razón. Si hubiera accedido a su demanda, Fukuko se habría puesto de buen humor y habría dicho que no hacía falta darle la gata a Shinako. Sin embargo, Shozo ha protestado sin ningún motivo y ni siquiera ha rechazado la petición con contundencia. Precisamente esa falta de firmeza siempre ha sido un defecto del amo. Debería haber rechazado el deseo de Fukuko si no estaba de acuerdo, pero la ha escuchado sin opinar hasta verse acorralado y luego ha cambiado de opinión en el último momento. Ha hablado casi como si estuviera de acuerdo con una de las dos propuestas, pero ha sido absolutamente incapaz de decir que sí. Esa actitud suya le da a la gente la impresión de que es cobarde, obstinado y también granuja. Shozo, que suele acceder a los deseos de Fukuko, en lo único en lo que no se pone de acuerdo con ella es justamente en este asunto de la mascota. Todo lo que se le ocurre es quitar importancia al tema justificándose: «¡Pero si Lily no es más que una gata!». Fukuko cree que Shozo le tiene más cariño al animal de lo que imaginaba y por eso está decidida, más que nunca, a separar a la gata de su amo.
—Oye, ¡tú!… —esa noche, cuando los dos se metieron debajo de la mosquitera para dormir, la mujer volvió a la carga—: Oye, ¡mírame!
—¿Eh? Tengo sueño. Déjame dormir.
—¡No! Hasta que no nos pongamos de acuerdo sobre esta cuestión no te dejaré dormir.
—No hace falta que hablemos esta noche. Mejor mañana.
Aunque las cuatro hojas de madera y vidrio translúcido de la puerta corredera de la entrada estaban cerradas, así como la cortina, la luz de una lámpara colgada del alero penetraba en el dormitorio, de manera que dentro del cuarto todo se veía difuminado. Shozo, que dormía boca arriba, apartó el futón que lo cubría y le volvió la espalda a su mujer.
—¡Oye! ¡No te des la vuelta!
—Por favor, déjame dormir. Es que anoche unos mosquitos se colaron en la mosquitera y no pude dormir bien.
—Entonces, ¿estás de acuerdo con mi petición? Decídelo antes de dormirte.
—Pero ¡hay que ver qué cruel eres! ¿Qué tengo que decidir?
—No finjas que no lo sabes para darme largas. ¿Vas a enviarle la gata o no? Dímelo ahora mismo.
—Dame tiempo hasta mañana para pensármelo, por favor —en cuanto terminó la frase se oyó una respiración lenta y pausada, como si durmiera profundamente.
—¡Oye! —Fukuko se levantó resuelta, se acercó al futón de su marido, se sentó y le dio un fuerte pellizco.
—¡Ay! ¿Qué haces?
—Siempre tienes arañazos de Lily, ¿y ahora te duele sólo con pellizcarte?
—¡Ay! ¡Para, para!
—¡Qué exagerado! Ahora voy a ser yo quien te arañe por todo el cuerpo en vez de la gata.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —gritó Shozo a media voz, para que su madre no lo oyera, mientras se levantaba a toda prisa y se colocaba en posición de defensa.
La mujer a veces lo pellizcaba y otras lo arañaba en cualquier parte del cuerpo que se ponía al alcance de sus dedos: la cara, el pecho, los brazos, los muslos… Cada vez que el amo intentaba esquivar los ataques de su esposa, daba un golpe en el suelo y las vibraciones se transmitían por toda la casa.
—¿Y ahora qué?
—¡Perdóname, perdóname!
—¿Te he despertado?
—¡Claro que sí! ¡Ay! ¡Cómo me duele!
—Entonces, respóndeme. ¿Quieres o no quieres? —lo apremió la esposa.
—¡Ay!… —Shozo se frotaba suavemente distintas partes del cuerpo, pero se resistía a dar una respuesta.
—¿Así que sigues sin responderme? Entonces, ¡toma! —la mujer le arañó la mejilla.
A Shozo le dolía tanto que estuvo a punto de pegar un salto y se lamentaba casi llorando. Su voz asustó a la gata, que se alejó de la mosquitera.
—¿Por qué me haces esto?
—Anda, ¡estarás contento pensando en la gata!
—Pero ¿qué bobadas dices?
—Hasta que lo decidas, no dejaré de pellizcarte. Dime, ¿vas a echar a la gata o me echarás a mí? O ella o yo. ¿Qué prefieres?
—Pero, mujer, ¿quién ha dicho que te voy a echar?
—Entonces, ¿vas a mandarle la gata?
—¿Tengo que decidirlo ahora mismo?…
—Sí, tienes que decidirlo ya —Fukuko lo agarró por el cuello y lo empujó ligeramente—: ¡Venga! Dime a quién de las dos prefieres. ¡Pero ya!
—¡Qué mujer tan bruta!…
—No te daré tregua hasta que tomes una decisión. Venga, ¡ya! ¡Vamos!
—¡Uf! Pues… ¿¡qué le vamos a hacer!? Le enviaré la gata.
—¿De veras?
—De veras —Shozo cerró los ojos con expresión resignada—. Pero, a cambio, ¿podrías esperar una semana? No te enfades conmigo si te digo que la gata lleva diez años viviendo en esta casa y que no puedo abandonarla de la noche a la mañana porque así lo has determinado, aunque bien sé que se trata simplemente de un animal. Quiero darle de comer lo que le encanta y acariciarla durante una semana para que no me quede ningún pesar. Sólo una semana. ¿Qué te parece? Acaríciala tú también, por lo menos durante esa semana. Los gatos son rencorosos.
La voz del marido desprendía sinceridad. Apelaba a su piedad y Fukuko no pudo objetar nada a su ruego.
—Pero sólo una semana, ¿eh?
—Prometido —asintió Shozo.
—Dame la mano.
—¿Cómo?
La mujer se apresuró a entrelazar su dedo pequeño con el de su marido en señal de promesa.
Dos o tres días después de la promesa, mientras Fukuko estaba en el baño público por la tarde, Shozo, que se encargaba de atender a los clientes en la tienda, entró en la habitación del fondo y llamó a su madre, que en ese momento cenaba en la mesa pequeña.
—Madre, tengo un favor que pedirle —Shozo se inclinó, timorato.
Su madre, que todas las mañanas hervía su arroz blanco en un puchero, se sirvió el arroz frío y blando en un cuenco, añadió algas adobadas en sal y se lo empezó a comer cubriendo casi la mesa con la mitad del cuerpo.
—Pues que…, de repente, Fukuko me dice que no le gusta la gata y que se la dé a Shinako…
—Sí, hace poco tuvisteis jaleo con eso, ¿no?
—¿Lo sabía usted, madre?
—El ruido que hicisteis a medianoche me sorprendió tanto que creía que era un terremoto. Entonces, ¿el favor tiene algo que ver con eso?
—Sí. Mire —Shozo estiró los brazos hacia su madre para mostrárselos y se subió las mangas—: Tengo los brazos llenos de golpes y magulladuras. Todavía me quedan señales en la cara.
—¿Y se puede saber por qué te ha hecho eso?
—Por celos. Me parece absurdo. ¿Quién puede tener celos de una gata alegando que le doy demasiado cariño? Es una locura.
—Shinako decía más o menos lo mismo que Fukuko. No me extraña que las dos tengan celos en vista de cómo tratas a la gata.
—Ummmm… —de pequeño, Shozo solía ponerse mimoso con su madre, y a su edad aún seguía igual. El amo abrió los agujeros de la nariz como si fuera un niño y le reprochó un tanto malhumorado—: Cuando le hablo a usted de Fukuko, siempre se pone a favor de ella.
—Si uno no trata bien a su pareja recién llegada y además ama a otro, obviamente la pareja se pondrá de mal humor, se trate de un gato o de una persona.
—No se confunda —dijo Shozo—. Yo siempre pienso en Fukuko y la quiero más que a Lily.
—Si es así, acepta entonces su petición por absurda que te parezca. Fukuko ya me ha hablado del asunto.
—¿Cuándo se lo ha contado?
—Ayer mismo me dijo que ya no aguantaba más a la gata y que le habías prometido que se la enviarías a Shinako dentro de cinco o seis días. ¿No es así?
—Precisamente eso es lo que quería comentar con usted. Sí que se lo he prometido, pero ¿puede convencerla para que yo no tenga que cumplir la promesa? Esto es lo que quería pedirle.
—Pero, hijo, tu mujer asegura que se irá de casa si te echas para atrás.
—Eso sólo lo dice para meterme miedo.
—Bueno, puede tratarse de un chantaje, pero, en ese caso, ¿por qué no aceptas de una vez la petición de tu mujer? Sabes que te amenazará más si no cumples la promesa.
El amo bajó la cabeza haciendo una mueca. Shozo intentaba que su madre convenciera a Fukuko, pero en vano.
—Ya sabemos qué carácter se gasta Fukuko, y estoy segura de que se irá de casa. Pero lo importante no es que se vaya, sino lo que dirá su padre. Seguro que se disgustará mucho con el pretexto de que no se la tenía que haber dado como esposa a un hombre que ama más a una gata que a su mujer. ¡Qué vergüenza, hijo, que diga una cosa así!
—Entonces, ¿usted también me pide que envíe la gata a Shinako?
—De momento, envíasela para que tu mujer se quede contenta. Podrás recuperar la gata más adelante, buscando el momento oportuno, en una ocasión en que Fukuko esté de buen humor… —le aconsejó su madre, como de costumbre, con la clara intención de consolarlo y calmarlo como si se tratara de un niño, sabiendo que Shinako no iba a devolverle la gata y que Shozo no debía aceptarla en caso de que lo hiciera. Al final, la madre manejaba a Shozo a su antojo.
En la época en que se guarda la ropa de invierno y la gente comienza a vestir prendas más frescas de sarga, Orin, la madre de Shozo, se ponía un chaquetón ligero y unos calcetines de lana. La señora era pequeña y delgada, y parecía una anciana sin fuerzas para ganarse la vida, pero en realidad era muy despierta, hablaba correctamente y se le daba bien cualquier cosa. Los vecinos murmuraban: «La madre de Shozo vale más que su hijo». Se rumoreaba que la madre había manipulado a Shozo, a Fukuko y a otras personas íntimas de la familia para que su hijo repudiase a Shinako, la primera esposa, y se fuera de casa, y que en realidad Shozo todavía la echaba de menos. Tal vez por eso había algunos vecinos que detestaban a la madre y compadecían a la exmujer. Según la madre, por más que a una suegra le disgustara una nuera, si el hijo la quería ésta no debía marcharse, ni la suegra podía ordenarle que se fuera. Al fin y al cabo, la verdad era que Shozo se había cansado de Shinako. Por un lado, la teoría de la suegra era cierta, pero, por otro, un marido tan pusilánime como Shozo no habría podido echar a Shinako de casa sin la ayuda de su madre y del propio padre de Fukuko.
Desde el principio, su madre y Shinako no congeniaron. No obstante, la exmujer, de carácter dominante, cuidaba con esmero a su suegra. A ésta, a su vez, le irritaba el comportamiento impecable de Shinako como nuera, y siempre decía que no quería que ella la atendiera, aunque fuera perfecta, porque no se mostraba tierna ni cariñosa con ella. Como las dos eran mujeres muy seguras de sí mismas, chocaban. Aun así, durante un año y medio, suegra y nuera se llevaron bien en apariencia, aunque de vez en cuando la madre, Orin, se iba a dormir a Imazu, a casa de Nakajima, su hermano mayor y tío de Shozo, por lo que no aparecía por casa del hijo en dos o tres días: así evitaba aguantar a Shinako unos días. Un día en que Shinako se presentó en casa de Nakajima, Orin le pidió que diera media vuelta y le dijera a Shozo que fuera él a recogerla. Cuando Shozo pasó a buscarla, ni su tío ni Fukuko, hija de éste, lo dejaron marcharse, ni siquiera por la noche. El amo sospechaba que su tío y Fukuko abrigaban segundas intenciones, pero se dejaba llevar por Fukuko y hasta los acompañó a ver un partido de béisbol a Koshien, a la playa y al parque Hanshin. De ese modo resultó inevitable que al final Shozo intimara con Fukuko.
El tío de Shozo, que se dedicaba a la elaboración y venta de dulces, tenía una fábrica pequeña en el pueblo de Imazu, además de cinco o seis casas de alquiler a lo largo de la carretera nacional. Llevaba una vida acomodada, pero no sabía qué hacer con Fukuko. Su madre había muerto joven, y probablemente por eso la hija era tan inquieta, sobre todo después de haber sido expulsada del instituto femenino o haberlo dejado ella por su cuenta, no estaba claro. Además, Fukuko se había fugado dos veces de casa, y la noticia de su desaparición salió en el periódico local de Kobe. El tío intentaba casarla, pero no encontraba a nadie dispuesto a comprometerse con Fukuko, y ella, a su vez, tampoco deseaba ingresar en una familia donde se sintiera incómoda. Orin advirtió la urgencia con que su hermano mayor trataba de buscarle marido a la muchacha. Para Orin, esta joven era como su propia hija: la había visto crecer y la conocía muy bien. Tal vez por eso no le importaba que tuviera algún defecto. Por supuesto, le gustaba muy poco que una mujer se portara mal, pero suponía que Fukuko, ya con suficientes años para conducirse sensatamente, si se casaba no dejaría a un marido por otro hombre. Bien mirado, además, Orin tampoco prestaba mucha atención a estas cosas, poco importantes al lado de dos hechos: Fukuko era propietaria de dos casas situadas a lo largo de la carretera nacional y la suma de la renta de las dos viviendas alcanzaba los sesenta y tres yenes[56]. Según los cálculos de Orin, sólo los ahorros de Fukuko debían de ascender a más de mil quinientos doce yenes. Aquella joven podía llevar en dote esa cantidad de dinero y además disponer de un ingreso mensual de sesenta y tres yenes. Con todo ese capital depositado en un banco, en diez años cualquiera se haría rico. Estas sí que eran consideraciones de sustancia para la vieja madre de Shozo.
Orin sabía que no le quedaban muchos años de vida y de nada le servía ganar tanto dinero; lo que realmente la preocupaba era su hijo Shozo, al que consideraba un poco inútil para valerse por sí mismo. Si no le dejaba todo arreglado, no se podría ir tranquila al otro mundo. En la antigua carretera nacional de Ashiya, desde que habían construido la vía del ferrocarril de Hankyu y la nueva carretera nacional, vivía cada vez menos gente y pasaban menos coches, así que la tienda de menaje de su hijo no tardaría en conocer malos tiempos. Era necesario, antes que nada, venderla para trasladarse a otro lugar. En caso de que pudieran venderla bien, Shozo no tenía ningún plan de negocio alternativo para ganarse la vida. El hijo de Orin no se preocupaba por los asuntos prácticos ni se tomaba en serio el negocio. Es más, tampoco le importaba en absoluto ser pobre. Cuando tenía trece o catorce años había realizado algunos trabajillos en un banco de Nishinomiya, y había hecho de cadi en el campo de golf de Aogi mientras estudiaba en el instituto nocturno. Más adelante, trabajó de aprendiz de cocinero. Sin embargo, pronto lo dejó y se quedó sin empleo. Entonces su padre falleció y Shozo se hizo cargo del negocio familiar. A pesar de la ayuda de su madre, él no hacía otra cosa que cuidar de la gata, jugar al billar, cultivar bonsáis y tontear con las camareras de una cafetería. La única iniciativa que había tomado en su vida fue pedirle a su tío en una ocasión que invirtiera para montar una cafetería en la carretera nacional, pero su tío se negó.
Cuatro años antes, cuando Shozo tenía veintiséis, y gracias a la mediación de Tsukamoto, dueño de una tienda de tatamis, se había casado con Shinako, que trabajaba de criada en una casa de Yamashiya. A partir de ese momento el negocio empezó a ir tan mal que cada mes a Shozo le costaba pagar el alquiler al dueño del terreno. Como su madre era natural de Ashiya y siempre había vivido allí, el propietario conocía bien a Shozo, de modo que esperó un tiempo hasta que éste saldara la deuda, pero durante dos años no pagó el alquiler de los quince sen por tsubo, es decir, unos tres metros cuadrados. Shinako, resignada a no poder depender de su marido para hacer frente a los gastos, aceptó un trabajo de costurera. Así podían contar con un poco de dinero extra. Además, tuvo que vender algunas prendas de su ajuar compradas con sus ahorros. Por eso los vecinos pensaban que la suegra había sido cruel al haber echado de casa a una mujer que había trabajado para ellos y se compadecían de Shinako. Pero Orin, con las miras en otra parte, fue implacable. El hecho de que, por añadidura, no hubieran tenido hijos le vino bien para poner pegas a la primera esposa. Y además, como el padre de Fukuko consideró que, por un lado, su hija iba a madurar y, por otro, iba a salvar a su sobrino si se casaba con su hija, a ambas partes les pareció un plan perfecto. Orin, muy animada, se aprestó a llevarlo a término. Como es obvio, gracias a las artimañas de ambos hermanos Fukuko y Shozo se casaron. Incluso sin la mediación de su padre ni de su tía, Fukuko habría amado a su primo Shozo, pues a su juicio era un hombre con cierto encanto. No es que fuera especialmente guapo, pero sí amable; y conservaba en su carácter algo infantil. Cuando trabajaba de cadi, muchos caballeros y damas lo favorecían dándole propinas, y recibía a finales de año, como era costumbre, más dinero que ningún otro empleado. En las cafeterías atraía tanto a las chicas que se podía pasar mucho rato divirtiéndose con poco dinero. Fue así como Shozo se volvió un haragán.
En todo caso, Orin se las apañó para que un buen partido como Fukuko se convirtiera en la esposa de su hijo y aportara una buena dote. Y por esa razón pensaba que ella y Shozo debían agasajar a Fukuko y plegarse a todos sus caprichos. Cualquier cosa menos dejarla escapar. La verdad es que Orin, en el fondo, también estaba un poco harta de la gata. Tiempo atrás, cuando Shozo se puso a trabajar en un restaurante de comida occidental, se llevó consigo a Lily, pues la gata no hacía más que dejar la casa hecha un desastre. Al decir de él, la gata no se comportaba de manera grosera: orinaba y evacuaba en su propio urinario. En ese punto Orin admiraba a la gata. Sea como fuere, el baño siempre olía bastante mal porque Lily entraba a casa para hacer sus necesidades, y el mal olor del baño se extendía por toda la vivienda. Y además se paseaba por la casa con restos de arena pegados en el trasero, por lo cual los tatamis siempre tenían alguna aspereza. Cuando llovía, el mal olor impregnaba la casa aún con más persistencia; para colmo, la gata entraba después de haber andado por lodazales y dejaba las huellas de sus patas por todas partes.
Shozo decía también que no dejaba de ser muy curioso que el animal fuera capaz de abrir cualquier puerta corredera. La lástima era que no supiera cerrar la puerta que había abierto, de modo que, cuando hacía frío, Orin tenía que cerrar las puertas que la gata dejaba descorridas. Y las shoji, las puertas correderas con paneles de papel que daban al exterior, se hallaban perforadas de agujeros por todos lados, mientras que en las fusuma, las puertas correderas interiores, y en las puertas de madera se veían muchos arañazos. Aparte de eso, lo que más molestaba a Orin es que no podía dejar comida cruda, cocida ni asada a la vista. Si no estaba atenta a los platos, incluso en un segundo, la gata los dejaba limpios, así que debía guardarlos en el armario o taparlos con una mosquitera pequeña de cocina. Y no sólo eso: aunque el felino despachaba bien sus excrementos, no hacía lo mismo con las comidas, pues de vez en cuando vomitaba por la casa. Shozo, entusiasmado con los juegos de la gata, la alimentaba en exceso, y la gata abusaba. Cuando quitaban la mesa después de cenar, el suelo estaba lleno de pelo, cabezas y colas de pescado a medio comer.
A Orin le había tocado cocinar y limpiar hasta que llegó Shinako, y Lily le había dado mucho trabajo. Hasta entonces la suegra soportó a la gata porque unos años antes había sucedido algo extraño. Fue cinco o seis años atrás. Orin convenció a su hijo para que se desprendiera de la gata llevándosela a un hombre de una verdulería situada en Amagasaki, pero al cabo de un mes la gata, de improviso, volvió sola a casa. Si hubiera sido un perro, no le habría extrañado nada, pero que una gata echase de menos a su antiguo dueño y volviera a casa era un suceso tan singular que tocó alguna fibra sensible del corazón de Orin. A partir de ese momento Shozo trató a Lily con el doble de cariño que antes, y hasta su madre, sintiendo piedad por la gata, o más bien un poco de miedo supersticioso, dejó en paz a Lily. Desde que Shinako se instaló en la casa, Orin prodigaba palabras tiernas a la gata, pues a veces la presencia de Lily le venía bien para importunar a la esposa. Por eso Shozo no esperaba que su madre se pusiera de parte de Fukuko.
—Pero, si se la mando a Shinako, volverá aquí otra vez. ¿Es que no te acuerdas de cuando se presentó solita desde Amagasaki?
—Es verdad… Pero esta vez el dueño no será una persona desconocida para la gata, así que no se sabe cómo reaccionará. Y si acaso vuelve, te puedes quedar con ella otra vez. De todos modos, mándasela.
—Uf… ¿Qué hago? La verdad es que no sé qué hacer.
Shozo suspiró profunda y reiteradamente y trató de insistirle a su madre. Entonces se oyeron en el vestíbulo los pasos de Fukuko que regresaba del baño público.
—Tsukamoto, sabes cómo tratarla, ¿verdad? Tienes que llevarla con mucho cuidado. No seas bruto con ella. Ya sabes que hasta los gatos se marean en coche.
—Ya lo sé, hombre. No hace falta que me lo repitas tantas veces.
—Y toma esto —el amo mostró a Tsukamoto una cosa pequeña y aplastada envuelta en papel de periódico—. Quiero darle de comer algo rico para despedirme de ella, pero si se lo doy antes de subir al coche, se mareará y sufrirá mucho. Por eso, en cuanto lleguéis allí, ¿puedes darle de comer este pollo cocido? Es su comida favorita.
—De acuerdo. La transportaré con mucho cuidado, así que no te preocupes… Entonces, ¿ya está todo?
—Espera un momento —le rogó Shozo. Abrió la tapa de la cesta y abrazó a la gata con fuerza, frotando suavemente la mejilla contra la suya—. Lily, allí tienes que obedecer a Shinako. La mujer no te tratará mal como antes. Te cuidará bien, así que no tengas ningún miedo, ¿de acuerdo?
Shozo abrazó a la gata demasiado fuerte, por lo que el felino, a quien no le agradaban esas demostraciones de afecto, agitó las patas. Pero una vez en la cesta la gata se limitó a mirar a su alrededor dos o tres veces y, resignada a marcharse de la casa, se quedó quieta. Esa escena de despedida resultó dolorosa.
El amo quería acompañarlos hasta una parada de autobús que se encontraba en la carretera nacional, pero se quedó solo en la tienda, distraído porque Fukuko le había prohibido salir fuera de casa durante una temporada a partir de ese día excepto para acudir al baño público, preocupada por que el marido fuera a acercarse a casa de Shinako a ver a la gata. De hecho, él mismo estaba preocupado por eso. Con el tiempo, sin embargo, una vez que el animal estuvo en posesión de Shinako, la confiada pareja fue enterándose de los verdaderos propósitos de esta mujer.
Shozo dedujo que su exmujer quería atraerlo usando a Lily de señuelo, y que se aferraría a él para intentar convencerlo, en cada una de sus futuras visitas para ver a la gata, de que se casaran de nuevo. Cuando se le ocurrió esa suposición, el amo la odió aún más por su astucia, pero al mismo tiempo se compadecía más de la gata por haber sido sacrificada como un peón inocente en esta jugarreta. Shozo concibió su única esperanza: la gata huiría de la casa de su exmujer, en Rokko, igual que se había escapado de la casa de Amagasaki. Tsukamoto, muy ocupado en su trabajo porque acababa de haber una inundación, le anunció que pasaría a recoger al animal por la noche, pero Shozo le pidió que lo hiciera por la mañana, ya que calculó que así la gata podría aprenderse de memoria el camino de vuelta. El amo recordaba la mañana en que Lily volvió de Amagasaki. Un día otoñal, justo al amanecer, a Shozo lo despertó un «miau» que le resultaba familiar. En aquel tiempo, el amo soltero se acostaba arriba y su madre abajo. En el duermevela, Shozo oyó maullar a un gato que le parecía Lily junto a las puertas correderas exteriores, que todavía estaban cerradas porque era muy temprano. La gata, a la que hacía un mes habían llevado a Amagasaki, no podía estar ahí, pero cuanto más escuchaba el maullido más convencido estaba de que era Lily. Advirtió que un gato pisaba el tejado de zinc y luego se acercaba a la ventana de su habitación. El amo se levantó corriendo, y para averiguar qué estaba pasando abrió las puertas exteriores de la ventana. El gato que caminaba por el tejado, al lado de la ventana, era Lily, aunque estaba escuálida. Shozo, todavía dudando, la llamó:
—¡Lily!
La gata contestó con un maullido. Abrió sus grandes ojos con alegría y se acercó a la ventana. Cuando el amo estiró los brazos para abrazarla, Lily huyó a un metro y medio, pero no se alejó más. El amo la llamó otra vez:
—¡Lily!
Lily maulló de nuevo acercándose a la ventana.
El amo intentó retenerla y entonces Lily se apartó. A Shozo le encantaba el carácter esquivo de los gatos. A pesar de que la gata debía de echar tanto de menos al amo que incluso había logrado volver sola a casa, se hacía la desdeñosa al verlo después de tanto tiempo. Tal actitud traducía o bien reclamación de cariño o bien vergüenza, después de no haber visto a su amo desde hacía mucho. Así, errando por el tejado, Lily contestaba a la llamada de su amo. Desde el primer momento Shozo se dio cuenta de que estaba más delgada, pero cuando la observó mejor reparó en que el lustre y el color del pelo no lucían como un mes antes, y para colmo tenía el cuello y la cola llenos de barro, y espigas pegadas al cuerpo. El amo se consoló pensando que al menos no habría recibido ningún maltrato, pues a la familia de la verdulería también le gustaban los gatos. La apariencia de Lily le mostraba la dificultad del camino de vuelta desde Amagasaki hasta la casa, recorrido por la gata a solas. Debía de haber caminado sin descanso toda la noche o varias noches, es decir, habría salido de la verdulería hacía unos días y seguramente se había perdido por el camino alguna que otra vez, y al final había conseguido llegar a esas horas de la madrugada. Al ver su cuerpo lleno de espigas, el amo supuso que la gata había deambulado no sólo por calles o carreteras, sino también por caminos no hollados por los hombres, y lamentó que Lily hubiera tenido que sufrir el viento de la mañana y de la tarde, teniendo en cuenta que los gatos suelen ser frioleros. Y además, como en esa estación caían muchos chaparrones, imaginó que la gata no habría comido casi nada, ocupada en refugiarse de la lluvia entre la maleza y en esconderse en los arrozales para rehuir a los perros. Tras tender los brazos por la ventana varias veces con ganas de abrazar a Lily, ésta, avergonzada, se acercó finalmente al amo para frotarse suavemente con su cuerpo y dejarse atrapar.
Más adelante Shozo preguntó en la verdulería y se enteró de que Lily había desaparecido una semana antes de volver a casa de su amo. Incluso ahora, años después, era imposible olvidar los maullidos y la expresión de Lily de aquella mañana. Aparte de esa historia, hubo muchas anécdotas con la gata. Shozo se acordaba de la cara que Lily había puesto en cierta ocasión y del maullido que había dado en aquella otra… Por ejemplo, evocaba con claridad el primer día, cuando llegó desde Kobe con la gata. El amo volvía del restaurante Shinko-ken, su último empleo, a Ashiya, aprovechando sus vacaciones. Ese año Shozo cumplía veinte años y su padre acababa de fallecer. La fecha en la que regresó a casa era más o menos después de los cuarenta y nueve días de luto que prescribe el budismo. Antes de Lily, el amo había tenido en la cocina del restaurante una gata calicó y, tras morir ésta, otro gato negro llamado Kuro. El dueño de la carnicería que vendía la carne al restaurante le preguntó si quería una gatita de raza europea de tres meses. Era Lily. Cada vez que Shozo se iba de vacaciones, como cuando tenía a Kuro, dejaba al gato en la cocina del restaurante, pero en el caso de la gatita Lily la cargó en un carro, al lado de la maleta de bambú, y se la llevó a su casa en Ashiya.
El carnicero le había contado que los ingleses llamaban a esta raza «caparazón de tortuga». La gatita tenía manchas negras por todo el cuerpo ocre y su pelo era tan lustroso, en efecto, como la superficie bien pulida de la concha de una tortuga. Shozo no había tenido nunca un gato de pelaje tan maravilloso como el de esta minina. En general, los gatos de razas europeas arquean el lomo con una curva más suave que los japoneses, por eso a Shozo le parecía que eran tan elegantes y refinados como las chicas guapas de hombros lánguidos. La cara de los gatos japoneses solía ser grande, de ojos más bien hundidos y pómulos salientes; en cambio, la cara de Lily era pequeña y concentrada, de una forma que hacía pensar en una almeja; tenía el perfil claro y las pupilas doradas, grandes y hermosas, además de un gracioso hocico que temblaba inquieto. A Shozo le atrajeron sobre todo el pelo, la cara y el cuerpo de Lily, pero si hubiera hecho caso sólo de su apariencia no le habría gustado tanto la gatita, pues ya conocía el gato persa y el siamés, ambos de porte más majestuoso que el de Lily. Fue la naturaleza apacible de Lily lo que más lo atrajo. Cuando la llevó a la casa de Ashiya, Lily era tan pequeña que podía ponerla en la palma de la mano, pero a veces se mostraba tan revoltosa y traviesa como una niña de siete años en el primer curso de la escuela primaria. Era más ágil que ahora y saltaba hasta una altura de casi un metro, por lo que Shozo le ofrecía la comida de pie, manteniéndola a la altura de su cabeza. El amo le enseñó el siguiente juego: cada vez que Lily lograba alcanzar la comida, él tomaba una ración con unos palillos y la levantaba más alto, hasta un metro y medio. Al final, Lily saltaba a la rodilla de Shozo, se subía a sus hombros pasando por el pecho y luego caminaba por el brazo hasta llegar a los palillos, como una rata cruzando una viga de madera. Un día Lily saltó a la cortina para subir hasta el techo, atravesó la pared de un extremo a otro y bajó agarrándose a la tela. Así la gata daba vueltas por la habitación como si estuviera en un molino de agua. Desde pequeña había sido muy expresiva; manifestaba sus sentimientos con los ojos, la boca, el hocico y la respiración, igual que una persona. Sus ojos grandes y vivaces no paraban de moverse, y en ningún momento perdían el encanto, ni cuando coqueteaba, ni cuando hacía alguna travesura o encontraba algún objeto. Cuando Lily se enfadaba, al amo le hacía todavía más gracia: nadie podía evitar sonreír al ver a la gatita arquear el lomo con el pelo erizado, levantar la cola recta y lanzar una mirada inflexible erigiéndose sobre las patas.
Además, Shozo no podía olvidar la mirada tierna de Lily con la que parecía querer expresar algo en el momento en que fue mamá por primera vez, hecho que tuvo lugar aproximadamente medio año después de que Shozo la hubiera llevado a Ashiya. Una mañana, Lily, que sentía los primeros dolores del parto, siguió al amo maullando. Shozo puso un viejo cojín en una caja vacía de refrescos y la guardó en el fondo del armario. Llevó a Lily en brazos hasta la caja. Durante un rato, la gata se quedó dentro, pero pronto abrió la puerta del armario y siguió a su amo, de nuevo maullando. Shozo nunca había oído ese tipo de maullido, que implicaba algún significado extraño, diferente a todos los maullidos que le había escuchado anteriormente. Shozo deducía lo que la gata preguntaba: «No sé qué hacer. De repente, me encuentro mal. Presiento que me va a ocurrir algo raro. Nunca me he sentido así. Oye, amo, ¿qué haces ahí parado? ¿Es que no vas a ayudarme?».
Shozo le dijo, acariciándole la cabeza:
—No te preocupes. Enseguida vas a ser mamá…
La gata colocó las patas delanteras en las rodillas del amo como implorando misericordia y maulló delicadamente:
—Miau… —al mismo tiempo movía los ojos como para tratar de entender lo que decía su amo.
Shozo la llevó en brazos al armario y la metió en la caja de nuevo. Luego la tranquilizó hablándole con calma:
—Escucha. Quédate ahí. No salgas, ¿vale? ¿Entiendes lo que te digo?
Shozo se levantó y cuando iba a cerrar la puerta del armario la gata maulló con pena como para expresar: «¡Eh!, ¡no quiero que te vayas! Por favor, quédate aquí conmigo».
El amo, compadecido, la miraba a hurtadillas con los ojos entornados. La gata asomó la cabeza por la caja, que estaba al fondo, detrás de la maleta de bambú, los paños y otros bártulos, y volvió a maullar mirando a Shozo:
—Miau.
Shozo pensó que su mirada rebosaba ternura, pese a que simplemente era un animal. Resultaba muy curioso que sus ojos, que brillaban en la oscuridad del armario, ya no fueran los de la gatita traviesa y en un instante se hubieran convertido en los de una gata adulta rebosante de coquetería, sensualidad y nostalgia. Pese a que el dueño no había asistido al parto de una mujer en su vida, imaginó que si esa mujer fuera joven y hermosa, reclamaría a su marido con la misma mirada rencorosa y triste de esa gata. El amo cerró la puerta del armario e intentó marcharse repetidas veces, pero siempre volvía para atisbar. Cada vez que la miraba, Lily asomaba la cabeza por la caja como si jugara con él a esconder la cara.
Aquel parto de Lily sobrevino diez años atrás. Hacía cuatro que Shinako se había casado con Shozo. Durante seis años, desde el parto de la gata hasta la boda con Shinako, Shozo vivió en la parte de arriba de la casa de Ashiya, atendiendo a la gata además de a su madre, Orin. Por cierto, los que desconocen el carácter de los gatos afirman que son más desapegados que los perros, antipáticos y egoístas. Shozo, al oírlo, pensaba que esas personas no podrían entender el carácter amoroso de los gatos mientras no vivieran a solas con uno tantos años como él llevaba viviendo con Lily. En general, los gatos son tímidos y nunca hacen zalamerías a su dueño en presencia de un tercero; más bien se mantienen a distancia. Lily tampoco respondía a las llamadas de su amo delante de Orin, e incluso lo rehuía, pero cuando estaba a solas con Shozo se le subía a las rodillas para lisonjearlo, aunque él no la hubiera reclamado. La gata pegaba la frente a la cara de Shozo y la empujaba, mientras le lamía las mejillas, la barbilla, la punta de la nariz o alrededor de la boca con su lengua áspera. Todas las noches se acostaba al lado del amo y todas las mañanas lo despertaba lamiéndole la cara. Cuando hacía frío, se enroscaba dentro de la manta pasando por la almohada y se ovillaba al lado del pecho, entre las piernas o la espalda del amo hasta que encontraba un espacio cómodo para dormir. Aunque lo hubiera encontrado, pronto cambiaba de lugar o de postura. Finalmente, la gata colocaba la cabeza encima del brazo del amo con la cara pegada al pecho y así se dormían cara a cara plácidamente. Si el amo se movía un poco, la gata se sentía incómoda y de nuevo se rebullía para hallar otro espacio. Por eso, si la gata se metía en el futón, Shozo debía dejarle utilizar su brazo como almohada y dormir tratando de no moverse mucho. Apenas el amo, con la otra mano, le acariciaba el cuello, lo que suele dar placer a los gatos, Lily empezaba a ronronear. A veces la gata mordía los dedos del amo, lo arañaba o lo llenaba de baba, todo lo cual era signo de excitación.
Una noche, Shozo soltó una sonora ventosidad dentro del futón. Lily, que en ese momento dormía sobre la manta, se despertó sorprendida y se puso a investigar metiéndose dentro del futón con una mirada de sospecha, como si creyera que alguna criatura escondida ahí dentro acabara de emitir tan extraño ruido. Otro día, el amo intentó levantarla en brazos, pero el felino se le resistía. Entonces la gata se escapó y bajó apoyándose en su cuerpo, pero no sin antes soltar una flatulencia maloliente en plena cara del amo. Aquello ocurrió justo después de la comida, cuando Shozo aplastó sin querer, con las dos manos, la barriga de la gata, que estaba muy hinchada por haberse dado un atracón de sabrosos manjares. Quiso la mala suerte que la cara del amo se encontrara justo enfrente del ano de la gata cuanto saltaba, y el aire que salió de las tripas le llegó directamente al rostro. El hedor fue tan insoportable que el hombre, tan amante de los gatos, soltó a Lily con un grito.
Shozo imaginó que el olor de la ventosidad de una comadreja debía de ser tan apestoso como el de la gata. De hecho, era tan persistente que después de habérsele pegado a la nariz no pudo eliminarlo en todo el día, pese a que se enjuagó y lavó con jabón.
Cuando Shozo discutía con Shinako sobre Lily, la provocaba diciendo: «¿A que no sabías que Lily y yo nos hemos olido nuestros pedos?». El amo llevaba diez años viviendo con Lily, y aunque no era más que eso, una simple gata, su relación con ella podía considerarse más profunda que la que mantenía con Fukuko o Shinako, sus dos esposas sucesivas. De hecho, su vida matrimonial con Shinako terminó a los dos años y medio de estar juntos, mientras que con Fukuko llevaba solamente un mes viviendo. Por tanto, Shozo había pasado más tiempo y momentos importantes con Lily que con sus dos mujeres; la existencia de la gata formaba parte del pasado del amo. Él juzgaba lógico que le diera muchísima pena deshacerse de ella para mandársela a Shinako, y que estaba injustificado que lo tildaran de raro, de loco por los gatos, o de insensato. El amo se arrepintió de haberse rendido tan fácilmente a la voluntad de Fukuko y a la reprimenda de su madre y de haber enviado a su querida Lily a la exmujer sin protestar. Todo por cobarde y débil. Pensó que debería haber tratado de razonar con hombría con su madre y su mujer, e insistir más. Aunque finalmente lo hubiera hecho, habría terminado plegándose a sus deseos y se encontraría en la misma situación que ahora, pero, a pesar de ello, sentía que no había cumplido sus obligaciones para con Lily, ya que ni siquiera había protestado ante las exigencias de ambas mujeres. ¿Y si Lily no hubiera vuelto a casa aquella vez, cuando el amo la mandó al hogar de Amagasaki? Shozo se habría resignado ante esa situación, pues en su momento estuvo de acuerdo con el plan. Aquella mañana, había logrado atrapar a la gata que maullaba en el tejado de zinc y la había abrazado frotando tiernamente su mejilla con la de ella. En ese instante comprendió que había cometido un acto detestable y que era un amo cruel. Se juró a sí mismo que no volvería a echarla de casa nunca y que la gata se quedaría con él hasta que se muriera; y con esa misma firmeza se lo prometió a Lily. A pesar de ello, Shozo acababa de traicionarla. ¿No tenía razón, por lo tanto, al sentir que había sido un desalmado por perpetrar un acto tan inhumano? Shozo sentía aún más tristeza al reconsiderar que en los dos o tres últimos años la gata había envejecido, un hecho evidente en su manera de moverse, en la expresión de los ojos, y en el color y lustre del pelo. Su envejecimiento era natural, ya que Shozo tenía veinte años cuando la llevó a casa en carro y el próximo año cumpliría treinta. Para un gato, diez años equivalen a cincuenta o sesenta de un hombre. Era lógico, pues, que la gata no tuviera tanta energía como antes. El amo recordaba como si fuera ayer la actividad de Lily de hacía años: subía por un lado de la cortina y la recorría de un extremo a otro como si estuviera en el circo. Ahora, Shozo lamentaba la vejez de la gata al ver que se le había quedado la cintura muy delgada y andaba con la cabeza gacha agitando el cuello. Tenía la sensación de estar contemplando una muestra más de la ley de la fugacidad de la vida.
En los últimos años habían sucedido suficientes cosas como para que el paso del tiempo hubiese hecho estragos en el cuerpo de su adorada Lily. Cuando era pequeña, en cuanto Shozo le mostraba la comida o cualquier otra cosa, Lily brincaba ágilmente más de metro y medio para atraparla. Sin embargo, a medida que pasaban los años iba saltando menos y a menor altura, y ya en los últimos apenas podía saltar. Últimamente, cuando la gata tenía hambre y el amo le ofrecía un bocado, primero comprobaba si era su comida favorita, y sólo en ese caso daba un brinco. El amo sólo podía levantar el alimento treinta centímetros por encima de la cabeza de Lily. Si lo levantaba más, la gata no saltaba, sino que subía atravesando el cuerpo de Shozo, y si no tenía ánimo para subir, lo miraba con ojos lastimeros gesticulando con el hocico para expresarle sus ganas de comer. Le parecía que la gata le rogaba, sabedora de la debilidad de carácter del amo: «Por favor, apiádate de una pobre gata. Como tengo mucha hambre, me gustaría saltar para atrapar la comida, pero a esta edad ya no soy capaz de hacer lo mismo que antes. Por favor, no seas cruel y tírame la comida». Si Shinako le suplicaba con los ojos tristes, no lo conmovía tanto, pero, curiosamente, la mirada de Lily le llegaba al fondo del corazón.
Antes, los ojos de la gata eran risueños y cariñosos; fue sin duda a raíz del primer parto cuando en su mirada empezó a mostrarse cierta sombra de desolación. Desde el momento en el que la gata asomó la cabeza por la caja de refrescos colocada al fondo del armario sin saber qué hacer, sus ojos comenzaron a absorber la melancolía y la tristeza, y a partir de entonces cada vez se le notaba más el peso de los años. De vez en cuando el amo, al observarla, se preguntaba por qué Lily, tan sólo un pequeño animal sabio, lanzaba esa mirada reveladora y si la gata estaría afligida de verdad. La gata calicó y el gato Kuro que Shozo había tenido anteriormente nunca le habían dirigido una mirada tan triste como la de Lily. A lo mejor era porque aquellos dos gatos eran un poco tontos. Aun así, Lily no era de naturaleza melancólica. En su infancia era revoltosa, y después de ser madre se volvió algo pendenciera y tan fuerte que siempre ganaba las peleas. Sólo cuando se ponía mimosa con el amo o tomaba el sol con cara aburrida, sus ojos se llenaban de nostalgia y se humedecían como si se le fueran a saltar las lágrimas. En aquella época, sus ojos todavía eran más sensuales que tristes, pero a medida que envejecía sus grandes pupilas se fueron empañando y sus ojos llenándose de legañas. Su apariencia resultaba lastimosa y causaba pesar. Shozo creía que esa mirada no era propia de un gato, y por eso lo sentía tanto por ella. Probablemente, su vida y sus circunstancias la habían afectado, y seguramente a Lily le pasaba lo mismo que a los hombres, a quienes les cambiaban la cara y el carácter por los sufrimientos de la existencia. No cabía ninguna duda de que durante los últimos diez años el amo la había tratado con mucho cariño, pero, por otra parte, Shozo y la gata llevaban una vida solitaria e incierta. La casa a la que Shozo la había llevado, en la que vivía solo con su madre, no era un lugar tan animado como la cocina del restaurante. Y además, como a su madre le molestaba la gata, Shozo y Lily tenían que vivir arriba sin hacer mucho ruido. Así pasaron seis años. Luego el amo se casó con Shinako, pero esta intrusa trataba a Lily como una criatura fastidiosa y finalmente la gata debió de sentirse aún más incómoda.
Lo que más afligía ahora a Shozo era no haberse quedado con las crías de Lily y no haberla dejado que cuidara de sus propios hijos. Apenas nacieron, Shozo buscó a alguien que quisiera tener gatos y los regaló, sin guardar ninguno. A pesar de eso, la gata parió hasta tres veces, mientras que otros gatos sólo lo hacían dos. Shozo no sabía quién era el padre de las criaturas. Sus crías eran mestizas y se parecían a su madre, la gata parda, de modo que había bastante gente que quería quedarse con los gatitos; no obstante, a veces se veía obligado a abandonarlos en la playa o bajo la sombra del pino del dique del río Ashiya.
Obviamente, la preocupación de Shozo por su madre, Orin, lo empujó a abandonarlos. Por otra parte, el amo, deduciendo que Lily envejecería rápidamente a causa de los partos, y ya que no podía impedir que se quedara preñada, se negó a que diera de mamar.
De hecho, tras cada parto la gata envejecía notablemente. Shozo, al ver que Lily tenía la barriga tan hinchada como la de un canguro y lo miraba con los ojos afligidos, le hablaba con tono piadoso:
—Eres una tonta, gatita. Cuantas más veces te quedes preñada, más rápido te harás mayor.
Un día, el veterinario le dijo que la podría castrar si fuera macho, pero una hembra era más difícil de esterilizar. Shozo le respondió:
—Entonces, ¿puede exponerla a los rayos X?
El veterinario sonrió, aunque Shozo había preguntado pensando en ella y sin ninguna intención de maltratarla. El amo separó las crías de la madre, y Lily se quedó sola y alicaída.
Recordando su vida con la gata durante todos esos años, el amo sentía que la había hecho sufrir demasiado. A él la simple existencia de Lily lo consolaba, pero ¿y la gata?, ¿disfrutaba de la vida? Sobre todo en los últimos años, cuando en el hogar reinaban la discordia del matrimonio y las dificultades cotidianas, la gata parecía afectada por esos asuntos domésticos y a menudo se movía por la casa inquieta, sin saber qué hacer. En una ocasión en que Orin envió a un mensajero a casa desde el domicilio de su hermano en Imazu para que Shozo fuera a recogerla, Lily tiró de los bajos del kimono del amo mientras lo miraba con ojos apenados. Shozo partió a pesar de los esfuerzos que la gata hizo por detenerlo, así que ésta lo persiguió como un perro a lo largo de doscientos metros. Por eso Shozo intentaba volver a casa cuanto antes, más preocupado por la gata que por su esposa Shinako. Cuando regresó a casa dos o tres días después, los ojos del felino abrigaban mucha más tristeza.
Últimamente, el amo presentía que a la gata le quedaba poco tiempo de vida y varias veces soñó con su pérdida. En uno de los sueños, Shozo estaba tan desolado por la muerte de la gata como si hubieran muerto sus padres o sus hermanos, y se despertó con el rostro bañado en lágrimas. Shozo se figuraba que si Lily se le moría de verdad, su pérdida sería aún más dolorosa que en el sueño. Al tomar conciencia de esta posibilidad, nuevamente lo asaltó la triple punzada del arrepentimiento, la vergüenza y la desesperación por habérsela cedido a Shinako sin resistirse. No podía evitar imaginarse que la gata lo observaba con una mirada rencorosa desde algún rincón de la casa. Aunque ya era tarde para arrepentirse, se preguntaba por qué había echado a la gata de casa tan cruelmente estando la pobre tan vieja. ¿Por qué no la había dejado morir en el hogar donde siempre había vivido?
Una tarde, Fukuko, al contemplar a Shozo sentado mientras sorbía silenciosamente sake, le preguntó un poco avergonzada:
—¿A que no sabes por qué Shinako quiere tener a Lily?
Shozo le contestó haciéndose el inocente:
—Ni idea.
—Shinako está segura de que vas a ir a verla si vive con Lily, ¿eh?, ¿a que sí?
—¡Qué dices! Eso es ridículo…
—Seguro que sí. Hoy me he dado cuenta. No caigas en la trampa, por favor.
—Vale. No hace falta que me lo adviertas.
—¿Seguro?
Shozo rio desdeñosamente:
—¿Por quién me tomas? —y nada más decirlo volvió a acercar los labios al borde del cuenco de sake.
Después de que Tsukamoto hubiera dejado la cesta en el vestíbulo y se hubiera marchado deprisa diciendo que ese día estaba muy ocupado y por eso no entraba en la casa, Shinako subió la escalera estrecha y empinada con la cesta en la mano y entró en su habitación de cuatro tatamis y medio de superficie[57], en el primer piso. Luego cerró las puertas de papel y las puertas de cristal por completo, colocó la cesta en el centro de la estancia y la abrió.
Curiosamente, Lily no intentó salir enseguida y se limitó a estirar el cuello para observar el interior de la habitación. Al cabo de un rato, salió de la cesta con movimientos lentos y se puso a recorrer el cuarto olisqueando, como muchos gatos suelen hacer en tal situación. Shinako la llamó dos o tres veces:
—¡Lily!
La gata se contentó con echarle una ojeada, tras lo cual siguió olfateando; primero la puerta de entrada y el armario, y luego la ventana de cristal, la caja de costura, el cojín, la regla, la ropa a medio coser. Shinako se acordó del pollo envuelto en papel de periódico y lo dejó en el suelo, pero no parecía interesar a Lily, porque lo olió un poco y lo despreció. Una vez que recorrió toda la habitación pisando los tatamis y emitiendo un ruido extraño, acudió a la puerta de papel de la entrada e intentó descorrerla con las patas delanteras.
—Lily, a partir de hoy eres mía. No puedes ir a ningún sitio —le advirtió Shinako, y se apostó delante de ella. La gata volvió a dar vueltas por la habitación y se acercó a la ventana que daba al norte. Luego saltó hasta una caja colocada en un lugar conveniente para ella y se irguió levantando las patas delanteras para mirar el exterior.
El mes de septiembre acababa de expirar y esa mañana hacía el buen tiempo típico del otoño. Soplaba un viento agradable y fresco que hacía estremecer las hojas de cinco o seis álamos que se alzaban en un descampado detrás de la nueva casa de Lily. El monte Maya y la cima del monte Rokko se divisaban más allá de los árboles. Shinako imaginó qué pensaría la gata mirando ese paisaje, tan diferente al que veía desde la casa de Ashiya, y rememoró los días en que a menudo se quedaba sola con la gata. Una vez en que Shozo y su madre se habían ido a Imazu, mientras ella comía sola arroz con té, Lily, al oírla comer, se le acercó. Shinako se dio cuenta de que había olvidado darle de comer y le dio lástima que la gata estuviera pasando hambre; le ofreció las sobras de unos peces pequeños, pero como la gata estaba acostumbrada a alimentarse con más lujo, sólo comió un poco y sin alegrar la cara. Shinako se indignó y perdió el cariño por ella. Por la noche, Shinako se acostó esperando a Shozo, sin saber si iba a volver. Shinako detestaba a la gata porque se subía encima del futón con todo descaro y estiraba las patas, así que Shinako la despertaba de golpe para echarla sin contemplaciones. De este modo y en aquellos días, la mujer descargaba su cólera sobre Lily, pero ahora era diferente: por alguna razón, las dos habían empezado juntas una nueva vida. Después de ser repudiada por su marido y despedida de la casa de Ashiya, Shinako se había instalado en una habitación del primer piso de la casa de su hermana. Reconocía que de vez en cuando echaba de menos a Shozo, en particular cuando se ponía a mirar el monte desde la ventana que daba al norte. La mujer, al entender por qué ahora Lily miraba hacia fuera, no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas.
—Lily, anda, ven aquí. Come esto —le propuso Shinako mientras abría la puerta del armario y sacaba la comida que tenía preparada. Tras recibir la carta de Tsukamoto comunicándole que le llevaría la gata, esa mañana Shinako se había levantado más temprano de lo habitual, había ido a una granja a comprar leche de vaca y preparado platos y cuencos para agasajar a la extraña visitante. Dedujo que le haría falta un recipiente de barro para que Lily pudiera hacer sus necesidades; había ido a comprarlo la noche anterior. Sin embargo, no tenía arena, y para salir del paso se acercó a una obra que había a unos quinientos metros de su casa con la intención de hacerse con un poco de arena de la que usaban para fabricar hormigón. La mujer también había guardado el recipiente con arena en el armario. Shinako sacó una botella de leche, un plato de arroz con raspaduras de bonito seco y un cuenco despintado con el borde un poco roto; luego echó la leche en el cuenco y extendió un periódico sobre el suelo para ponerlo todo encima. A continuación abrió el paquete de Shozo y puso el pollo cocido encima de una piel de bambú. Llamó a Lily haciendo chocar la botella con el plato, pero la gata seguía aferrada a la ventana y no le hacía caso.
—Lily —insistió Shinako—. ¿Por qué estás mirando fuera todo el rato? ¿No tienes hambre o qué?
Según le había dicho Tsukamoto, esa mañana Shozo no le había dado de comer para que no se mareara, de modo que Lily debía de tener mucha hambre y tendría que ir a por la comida corriendo al oír el sonido del cuenco, pero quizá deseaba tanto marcharse de allí que no podía oír ni sentir hambre. A sabiendas de que la gata había sido capaz de volver sola desde Amagasaki a la casa, Shinako tenía intención de someterla a una estrecha vigilancia durante una temporada. Aun así, esperaba que al menos comiera, evacuara y orinara en el recipiente. Ante su primera reacción al llegar a la casa, la mujer supuso que no tardaría en buscar cómo escaparse. Aunque era consciente de que uno no debía precipitarse al domesticar un animal, apartó a la gata de la ventana a la fuerza, la llevó en brazos al centro de la habitación y le ofreció un bocado tras otro, ansiosa por verla comer. Entonces Lily agitó las patas y, sacando las uñas, la arañó. Shinako la soltó enseguida y la gata rápidamente volvió a apostarse en la ventana, subida encima de una caja.
—Lily, mira, mira esto. Aquí tienes la comida que más te gusta. ¿Ves?
Shinako estaba empeñada en perseguirla con el pollo o la leche y se los acercaba, restregándoselos por el hocico, pero la gata los rechazaba. Si Shinako hubiese sido una total desconocida para Lily, la actitud de la gata habría sido comprensible, pero en realidad habían vivido bajo el mismo techo durante dos años y medio, comido los mismos alimentos y hasta se habían quedado solas a veces durante tres o cuatro días. Aun así, la gata era demasiado esquiva. La mujer imaginó que le guardaba rencor, puesto que la había maltratado en los tiempos en que el descaro de Lily, que no era más que un animal, la irritaba. Sin embargo, si la gata se fugaba todo su plan se vendría abajo; y encima los de la casa de Ashiya iban a reírse. Valía la pena, por lo tanto, armarse de paciencia y esperar a que Lily se rindiera. Aunque ahora se obstinaba en no comer ni hacer sus necesidades, seguramente lo haría en cuanto tuviera hambre y ganas de orinar y evacuar, una vez que se le dejara la comida y el recipiente delante. Shinako recordó que tenía mucho trabajo que debía terminar esa misma noche y no había hecho nada desde por la mañana, de manera que se sentó junto a la caja de costura. Empezó a enguatar una chaqueta de seda de Meisen, y luego la cosió. Trabajó durante una hora, pero, inquieta, no le quitaba ojo a Lily, que se había acurrucado en un rincón de la habitación y permanecía pegada a la pared, inmóvil. La gata, al percatarse de que no había modo de huir, se resignó. Si hubiera sido un ser humano, se habría sentido tan decepcionada que se habría preparado para la muerte sin esperanza alguna. A Shinako le daba un poco de miedo su actitud, así que se acercó a ella, la levantó abrazándola, comprobó si respiraba y la sacudió para verificar que seguía viva. La mujer notó a través del tacto que la gata se ponía tiesa como la carne de abulón, pero sin oponer resistencia. «¡Qué testaruda es esta gata!». ¿Cuándo iba a familiarizarse con su nueva ama? Tal vez se comportaba así para aprovechar la ocasión de huir. Aparentemente estaba resignada, pero podía ser que la gata, capaz de abrir una puerta pesada de madera, intentara escapar en su ausencia. Ante esta posibilidad, Shinako ni siquiera dejaba la habitación para comer o ir al baño.
Al mediodía, Hatsuko, su hermana pequeña, llamó a Shinako desde el pie de la escalera:
—A comer, Shinako.
—De acuerdo —Shinako se levantó y recorrió la habitación. Pero antes de bajar decidió enlazar tres cordones de lana para hacer uno largo con el que atar a Lily; se lo pasó entre las patas y por la barriga e hizo un lazo en el lomo. Trató de no apretarlo demasiado, pero lo pasó varias veces para que no se escapara. Tomó una punta del cordón e, indecisa, dio varias vueltas por la habitación. Finalmente ató la gata a un cable eléctrico que colgaba del techo y bajó a comer con toda tranquilidad. Sin embargo, durante la comida no dejaba de preocuparse por Lily; así que terminó pronto y subió de nuevo. La gata seguía en el rincón, con el cuerpo atado y más encogida que antes. La mujer pensaba que era mejor dejarla sola un rato, y esperar a que se rindiera y comiera algo. Pero Lily no mostraba señales de ceder. La mujer chasqueó la lengua y volvió a sentarse al lado de la caja de costura observando contrariada el plato de rica comida, así como la arena seca y limpia del recipiente. Todo yacía abandonado en el centro de la habitación. De repente, le dio pena que la gata llevara atada tanto tiempo y se levantó para desatarla; de paso la acarició, la abrazó, le acercó la comida y cambió de sitio el recipiente, sabiendo que sus acciones no servirían de nada. Finalmente, mientras Shinako repetía estos gestos para tratar de convencer a Lily, atardeció. Cuando pasadas las seis de la tarde su hermana la llamó desde abajo para la cena, Shinako se levantó y agarró el cordón. Así, esa noche otoñal se le hizo muy lenta. Intranquila por la gata, fue incapaz de concentrarse en el trabajo durante todo el día.
Cuando sonaron las once en el reloj, Shinako puso en orden la habitación, ató de nuevo a Lily, la acostó encima de dos cojines y colocó el plato de comida, el cuenco de leche y el recipiente con arena cerca de ella. Luego extendió el futón y apagó la luz para dormirse. No obstante, pendiente de que la gata tomara al menos una comida, pasó gran parte de la noche en vela imaginando cuánta alegría le daría si a la mañana siguiente encontrara el plato y el cuenco vacíos, y la arena del recipiente de barro mojada. En la oscuridad, Shinako aguzaba las orejas para escuchar la respiración de Lily, pero sólo percibía el silencio de la noche. Inquieta por tanto silencio, levantaba la cabeza para comprobar si Lily continuaba en el mismo rincón, pero la oscuridad le impedía distinguir el bulto del cuerpo del felino, pese a que por la ventana ya empezaba a clarear. Shinako buscó a tientas el cable que colgaba del techo, lo empuñó y tiró de él. Lily reaccionó. Para estar más segura, encendió la luz y constató que seguía acurrucada en el mismo sitio, con la misma obstinación que al mediodía. La comida y el recipiente no presentaban cambios, y la mujer, decepcionada, volvió a apagar la luz. Poco a poco logró adormecerse, y al amanecer, cuando despertó y vio que había un bulto grande encima de la arena y que el plato de arroz y el cuenco de leche estaban vacíos, el corazón le dio un vuelco de alegría. Pero al momento comprendió que todo había sido un sueño.
Shinako era consciente de lo mucho que le iba a costar domar a Lily. No cabía duda de que era una gata muy especial. Si se hubiese tratado de una gatita joven, se habría familiarizado con ella sin ninguna dificultad, pero como Lily ya era vieja, era probable que vivir en un lugar y un ambiente totalmente diferentes a los acostumbrados le afectara tanto como a una persona; hasta podría morir de pena. Decidida a quedarse con ella, aunque cada vez le agradaba menos el plan, no tenía mucha idea de cómo proceder, ni tampoco podía calcular cuántos esfuerzos le iba a costar cuidarla. Al pensar que Lily y ella eran enemigas desde hacía tiempo, la mujer se mostraba incapaz de conciliar el sueño. No es que estuviera enfadada consigo misma, más bien se compadecía del pobre animal. Le recordaba a ella misma justo después de dejar la casa de Ashiya, cuando se lamentaba de haberse quedado sola y tener que vivir en una habitación de la casa de su hermana pequeña y su marido, donde lloraba sin que la vieran; en aquel entonces pasó dos o tres días sin comer y sin ánimo de hacer nada. Era natural, por lo tanto, que Lily echara de menos la casa de Ashiya. Es más, sería una desagradecida si no se comportara así, ya que Shozo siempre la había tratado con un cariño infinito. Además Lily ya era vieja, y la habían sacado de una casa cómoda para ser metida en otra que no le gustaba. ¿No tenía razones, pues, para estar abatida? Si Shinako quería domesticarla de verdad, primero debía intentar que se sintiera segura y que confiara en ella. ¿Quién no reacciona negativamente al ser invitado a comer por alguien con el corazón lleno de tristeza? Aun así, Shinako se puso delante de la gata y le ordenó:
—Haz pis o come, una de dos.
Sin embargo, enseguida reconoció que la orden era demasiado egoísta e inhumana. Pero si el mandato era aceptable, lo peor había sido atarla. Si uno desea ganarse la confianza del otro, lo primero es darle confianza. El hecho de que Shinako la atara debió de haber aterrorizado a la pobre Lily. Era comprensible, por consiguiente, que estando atada no tuviera hambre ni ganas de hacer sus necesidades.
Al día siguiente, Shinako la desató y decidió resignarse a una más que probable fuga. A veces se ausentaba de la habitación cinco o diez minutos para dejarla sola. Lily se empeñó en seguir encogida, pero no parecía que fuera a huir. Shinako se relajó después de la tensión del reencuentro. A mediodía bajó media hora con intención de comer con calma. Pero apenas oyó ruidos arriba, subió a toda prisa. La puerta corredera de papel estaba abierta unos quince centímetros. La gata no estaba. Probablemente había salido al pasillo, atravesado la habitación de seis tatamis de superficie y escapado al tejado por la ventana, que por mala suerte se había quedado abierta. La mujer miró por la ventana, pero no la encontró.
—Lily… —Shinako quería gritar, pero la llamó en voz baja.
Como Shinako pensó que la gata había huido, pese a todos sus esfuerzos por que Lily se sintiera a gusto, no le quedaron ánimos para ir a buscarla. Al mismo tiempo se sentía aliviada, como si hubiera dejado un pesado equipaje en el suelo. Por tanto, consideró que ya que la gata iba a fugarse tarde o temprano y a ella se le daba bastante mal domar animales, lo mejor era que se fuera cuanto antes, para poder avanzar en su trabajo con más rapidez y dormir por las noches con más tranquilidad. Aun así, Shinako salió al descampado de detrás de la casa y la llamó abriéndose paso entre la maleza:
—¡Lily, Lily!
En el fondo, la mujer estaba convencida de que la gata ya no andaba por ahí.
Después de que Lily se hubiera escapado, esa misma noche, la noche siguiente y la siguiente, Shinako, al contrario de lo esperado, las pasó en vela. Era una mujer nerviosa y solía despertarse al más mínimo ruido; hacía muchos años, desde que trabajaba de criada, que cualquier tontería le impedía dormir bien. Del mismo modo, tras instalarse en la habitación de la casa de su hermana, la mayoría de las noches Shinako no dormía más de tres o cuatro horas seguidas. Por fin, al cabo de unos diez días había empezado a conciliar el sueño. Pero no sabía por qué de repente había vuelto a desvelarse a partir de esa noche. Si trabajaba demasiadas horas, los hombros se le tensaban y su cerebro permanecía despierto. Quizás se dedicaba a coser más tiempo de lo recomendable para recuperar el retraso acumulado por la llegada de la gata. Además Shinako era friolera, aunque acababa de empezar el mes de octubre, y los pies siempre fríos no se le calentaban ni dentro del futón. Precisamente, el motivo del alejamiento de su exmarido había sido su naturaleza friolera. Shozo se quedaba dormido antes de llevar cinco minutos acostado. Entonces, de repente, Shinako le tocaba con unos pies fríos como el hielo y el hombre se despertaba, cosa que lo molestaba, por lo que pidió a su mujer que durmiera apartada de él. Así fue como empezaron a dormir separados. Cuando hacía frío, los dos discutían sobre la bolsa de agua caliente de la cama. Shozo, al contrario que su mujer, era caluroso y siempre tenía los pies calientes. El hombre no podía dormirse sin asomar un poquito la punta del pie por los bajos del futón, por eso no quería meterse en la cama caliente, y si se metía, no aguantaba ni siquiera cinco minutos dentro. Desde luego que no había sido el motivo principal de las desavenencias conyugales, pero Shozo, utilizando la diferencia de constitución como excusa, empezó a dormir solo. Shinako tenía un bulto terrible en el lado derecho del cuello que le llegaba hasta el hombro, y de vez en cuando se lo masajeaba o daba vueltas en la cama para cambiar de postura. Además, todos los años, justo al inicio del otoño, le dolía una muela de la mandíbula inferior derecha. La noche anterior le había empezado a doler de nuevo. Por cierto, Shinako había escuchado decir que a partir de ahora, cada invierno, en la zona de Rokko haría mucho más frío y más viento que en la zona de Ashiya. A esas alturas del año, por la noche, ya hacía bastante frío, y tenía la sensación de vivir en una zona de montaña lejana, aunque Rokko y Ashiya se hallaban en la misma región, entre Osaka y Kobe. La mujer se encogió como un langostino y se frotó los pies entumecidos de frío. En la época en que vivía en la casa de Ashiya, a finales de octubre utilizaba una bolsa de agua caliente para dormirse, a pesar de la oposición de Shozo. Pero en la casa de Rokko era incapaz de aguantar sin usarla incluso antes de esas fechas.
Justo a la una de la madrugada, Shinako se despertó, encendió la luz y, tumbada de costado, empezó a leer el número del mes anterior de la revista El Amigo de la Esposa[58], que su hermana pequeña le había dejado. Durante un rato se apreció un ruido que se acercaba desde lejos y luego se alejaba. Mientras la mujer decidía si se trataba de un chaparrón, el ruido se acercó de nuevo desde la lejanía, y cuando parecía sonar encima del techo, se alejó sigilosamente y después se desvaneció. Al cabo de un rato, el ruido empezó a escucharse otra vez. ¿Dónde estaría Lily en este instante? ¡Ah, si por lo menos estuviera de regreso en la casa de Ashiya! Extraviada en una noche tan lluviosa se calaría por completo. Shinako estaba preocupada porque no había avisado todavía a Tsukamoto de la fuga de la gata. Sabía que era mejor informarle cuanto antes, pero no se lo había dicho porque le daba rabia imaginar que Tsukamoto iba a comentar con ironía: «Te agradezco que hayas venido aquí desde tan lejos para informarme. No te preocupes, Lily volvió a la casa de Ashiya hace tiempo. Creo que ya no tienes nada más que pedirme, ¿verdad?». Sin embargo, si la gata hubiera vuelto a Ashiya, seguramente alguien de la casa se lo habría comunicado. De momento, nadie se había puesto en contacto con Shinako. Podía ser que la gata estuviera perdida. Cuando se fugó a Amagasaki, Lily se había presentado en casa de Shozo una semana después de su desaparición. En este caso, la casa de Shinako no estaba lejos de la de Shozo, y además Tsukamoto había traído a Lily hacía sólo tres días; no podía haberse perdido. En los últimos años había envejecido tanto que su sentido de la orientación le fallaba y era más lenta que antes, de modo que ahora Lily tardaría cuatro días en llegar a un lugar donde antes tardaba sólo tres. Probablemente llegaría a casa de Shozo a un ritmo lento, al día siguiente o al otro como muy tarde. ¡Cuánto se alegrarían Shozo y Fukuko! ¡Qué contentos se pondrían los dos! No cabía duda de que incluso Tsukamoto diría: «Mira. No sólo el marido, hasta la gata abandona a esa mujer». Para colmo, su hermana y su marido pensarían lo mismo en el fondo de su corazón, y los vecinos se reirían de ella.
Entonces, una vez que el chaparrón aporreó nuevamente el tejado, algo chocó con el cristal de la ventana. La mujer se puso de mal humor: creyó que el ruido era causado por el viento. Luego, algo más pesado que el viento impactó contra el cristal dos veces seguidas y se oyó apenas:
—Miau.
La mujer no se podía creer que la gata hubiera regresado allí a esas horas de la madrugada. Sorprendida, aguzó los oídos. Se oyó de nuevo:
—Miau.
Tras este maullido, hubo otro golpeteo en la ventana. Shinako se levantó corriendo y descorrió la cortina. Esta vez se oyó claramente más allá de la puerta:
—Miau.
Una vez más sonó el golpe en el vidrio, al tiempo que pasó una sombra negra. Shinako, que podía reconocer los maullidos de Lily, estaba segura de que la sombra era la suya. La gata nunca había maullado estando en su habitación, pero sin duda era el mismo maullido que la mujer escuchaba a menudo en la época de Ashiya.
Se apresuró a descorrer el cerrojo de las puertas exteriores de la ventana, asomó medio cuerpo y miró al tejado oscuro, aprovechando la luz de la habitación, aunque no pudo distinguir nada. La ventana tenía una barandilla sobre la cual Shinako supuso que se había encaramado Lily y desde donde golpeaba el cristal y maullaba. Pero nada más abrir la ventana, la gata desapareció.
—¡Lily…! —la mujer la llamó en voz baja para no despertar a su hermana y a su marido.
Como las tejas estaban húmedas y brillantes, no había duda de que había caído un chaparrón. Arriba, en el cielo, las estrellas brillaban: era como si el chaparrón no hubiese sido más que un sueño. En la cima ancha y oscura del monte Maya, que se erguía frente a la casa, las luces del teleférico estaban apagadas, pero las del hotel permanecían encendidas. Shinako apoyó una rodilla en la barandilla y, echando un vistazo, volvió a llamar:
—¡Lily!
Entonces la gata contestó:
—Miau.
Parecía que andaba por encima de las tejas en dirección a Shinako. Dos pupilas brillantes como el fósforo al quemarse se acercaron a ella.
—¡Lily!
—Miau.
—¡Lily!
—Miau.
Cada vez que la llamaba, Lily contestaba, lo cual nunca había sucedido hasta ahora. La gata sabía perfectamente quién la trataba bien y quién la detestaba. Cuando Shozo la llamaba, la gata respondía, pero si era Shinako quien la requería, no le hacía caso. Esa noche, cada vez que Shinako la llamaba, Lily emitía un maullido, que además mostraba cierta coquetería y amabilidad. Con sus pupilas brillantes de color azul, había acudido hasta la barandilla, mientras cimbreaba el cuerpo, y luego se había ido. Lily había maullado así quizás deseando que la mujer a la que había ignorado la acariciara a partir de entonces, y a la vez disculpándose por la descortesía con que se había comportado hasta ahora. Tal vez la gata intentaba decirle que había cambiado de actitud y le pedía cobijo. Shinako se puso tan contenta como una niña al oír a Lily, y la llamó repetidamente. Sin embargo, no podía atraparla para darle un abrazo, así que se apartó de la ventana. Lily saltó alegremente dentro de la habitación. Luego, de pronto, caminó directamente hacia Shinako, que estaba sentada en el futón, y apoyó las patas delanteras en sus rodillas.
La mujer se turbó, sin entender lo que estaba pasando. Lily fijó en ella una mirada rebosante de melancolía y luego se puso a frotar su frente en el cuello del pijama de algodón de Shinako. Ésta, a su vez, restregaba con suavidad su mejilla en la de la gata, que le correspondía lamiéndole la barbilla, las orejas, la zona alrededor de la boca y la punta de la nariz. Hacía tiempo alguien le había contado a Shinako que cuando un gato estaba a solas con su dueño lo besaba y se frotaba con su cara para expresar cariño, igual que una persona. En ese momento, Shinako comprendió a la perfección por qué Shozo disfrutaba tanto de esta alegría con la gata, oculto a las miradas de los demás. La mujer olía el tufo silvestre del pelaje y sentía la aspereza de la lengua de la gata por toda la cara. En ese instante le pareció que Lily era adorable y la abrazó con ternura mientras musitaba su nombre:
—Lily…
Tenía el pelo brillante y un poco frío, y Shinako advirtió que se había mojado con el chaparrón reciente.
Por cierto, ¿por qué la gata había vuelto y no se había dirigido a Ashiya? Seguramente al principio se habría encaminado hacia allí, pero se había perdido y dado media vuelta. Probablemente había logrado avanzar unos dieciséis kilómetros en tres días, y luego había regresado a la casa de Shinako al no encontrar su destino. Le parecía raro que no hubiera insistido en llegar a Ashiya, pero el animalito ya estaba tan viejo que le faltaban energías. Aunque mantenía el mismo espíritu que antes, su vista, su memoria y su olfato no funcionaban tan bien, de manera que se habría extraviado a mitad de camino, sin reconocer dónde estaba y sin saber hacia dónde ir, por lo que finalmente había decidido volver. Si la gata hubiera sido más joven, se habría atrevido a internarse por cualquier camino. Ahora le fallaba la memoria y se quedaba petrificada en un lugar desconocido sin confianza en sí misma. Seguro que Lily había estado errando por las cercanías sin aventurarse a ir más lejos. Incluso, las noches anteriores podía haberse acercado a hurtadillas a la ventana de la habitación de Shinako para espiar en su interior dudando si pedirle permiso para entrar. Y esa noche se había acurrucado en algún rincón oscuro del tejado reflexionando durante unas horas. Como la luz de la habitación estaba prendida y además había empezado a llover, de repente le entraron ganas de maullar y de golpear la ventana. En todo caso, ¡cómo se alegraba Shinako de que Lily hubiera vuelto! Había regresado porque seguramente había sufrido en el camino, pero su regreso también era una prueba de que la gata sabía que Shinako no era una persona del todo extraña. Y justo esa noche, a esas horas de la madrugada, la mujer había encendido la luz y se había puesto a leer la revista como si tuviera un presentimiento. Si se había desvelado durante las últimas tres noches era, en realidad, porque esperaba que Lily volviera a casa. Sólo de pensar en todo lo que estaba sucediendo Shinako lloraba emocionada.
—Escúchame, Lily, por favor, no te vayas nunca más —le dijo abrazándola con fuerza. Si bien Lily no solía dejarse abrazar por ella sin resistirse, ahora, curiosamente, Shinako había adivinado lo que la vieja y callada Lily pensaba, a través de su mirada apenada—: Seguro que tienes hambre, ¿verdad? Pero ya es muy tarde. Si pudiera bajar a la cocina te traería algo de comer. Pero esta casa no es mía, así que tendrás que esperar hasta mañana —le explicó Shinako mientras, a cada palabra, frotaba tiernamente su mejilla contra la del felino.
Luego la depositó en el suelo y fue a cerrar la ventana que había dejado abierta. Utilizó un cojín para hacerle una cama a la gata y sacó el recipiente, que había guardado en el armario después de la fuga. Lily la seguía y se le enredaba entre los pies. Cuando Shinako acabó sus preparativos, la gata se acercó a ella corriendo e inclinó la cabeza para frotar la parte baja de sus orejas contra sus pies.
—Anda, ya está. Te entiendo. Venga, duerme aquí.
La mujer la llevó en brazos al cojín, apagó la luz rápidamente y se metió en el futón. Podía oler el tufo silvestre del pelaje de Lily, tan mullido como el terciopelo, mientras el felino levantaba el futón de arriba y se colaba hasta deslizarse entre las piernas de su ama. Luego, escondida dentro, dio algunas vueltas por la parte baja del futón y subió hacia el pecho de Shinako. Enterró la cabeza en sus senos y dejó de moverse. Pronto se durmió ronroneando feliz.
Unos años atrás, Shinako, cada vez que oía el ronroneo de la gata al otro lado del lecho donde dormía Shozo, se ponía celosa. Esta noche le parecía que el ronroneo sonaba más fuerte de lo habitual, quizá porque la gata estaba de buen humor, o bien porque la mujer percibía el ronroneo dentro de su propio lecho. Cuando por primera vez sintió la punta fría y mojada del hocico de Lily y la carne blanda de las patitas en el pecho, experimentó una mezcla de sorpresa y alegría, y buscó su cuello a tientas para acariciarlo. Entonces Lily se puso a ronronear con más entusiasmo y de repente mordió la punta del dedo índice de su ama dejando la marca de los dientes. Pese a que la mujer no había vivido hasta ahora tal experiencia, entendió claramente que ese mordisco era señal de extraordinaria excitación y gozo.
A partir de esa noche, Lily intimó con Shinako y empezó a confiar en la mujer: se bebía la leche y se comía el arroz con raspaduras de bonito, o lo que fuera. Y hacía sus necesidades en la arena del recipiente varias veces al día, hasta que el mal olor se fue extendiendo por la habitación de cuatro tatamis. Ese olor le traía a Shinako recuerdos de la época de Ashiya, y se sentía como trasladada a aquellos días. En la casa de Ashiya, los excrementos de Lily apestaban día y noche, y el mal olor penetraba por las puertas de papel, las columnas de madera, las paredes y el techo. La mujer sufrió las vejaciones de Shozo y su suegra durante todo el tiempo que vivió allí, a la vez que soportaba el hedor del animal. Por entonces, Shinako maldecía ese tufo; en cambio, ahora, el mismo olor le traía recuerdos dulces a la memoria. Entonces aquel hedor le hacía odiar aún más a la gata; ahora, por el contrario, la amaba gracias al mal olor. De ahí que todas las noches durmiera abrazada a ella. Se preguntó a sí misma por qué había aborrecido tanto al animal, y reconoció que se había comportado con la crueldad de un malvado ogro.
Bien, es el momento de explicar por qué Shinako había enviado a Fukuko una carta en términos tan irónicos e insistido en pedirle la gata a través de Tsukamoto. Lo cierto es que Shinako tenía ganas de hacer una travesura y maliciosamente deseaba que Shozo la fuera a visitar con la excusa de ver a la gata. Sin embargo, había previsto el futuro no a corto sino a medio plazo, o sea al cabo de uno o dos años, cuando, calculaba ella, Fukuko y Shozo acabarían separándose. Fue Tsukamoto quien, tiempo atrás, había convencido a Shinako para que se casara con Shozo. Posteriormente, Shinako se arrepintió de este matrimonio, al descubrir que Shozo era un holgazán y un hombre apocado que en realidad no servía para nada. A fin de cuentas, a ella el divorcio le había resultado favorable, pero le irritaba pensar que en el fondo no se habían cansado el uno del otro, sino que habían sido terceras personas las que la habían expulsado de la casa con sus maquinaciones; por ese motivo no terminaba de renunciar a Shozo. Shinako estaba segura de que si le transmitía estas conclusiones a Tsukamoto, éste, aunque no lo dijera, pensaría: «No, hablas así porque eres una arrogante. Es verdad que te llevabas mal con tu suegra, pero tampoco te llevabas bien con tu marido. Lo trataste como un idiota y un necio, y a Shozo, a su vez, le molestaba que fueras una mujer tan terca. Y siempre andabais discutiendo. No os teníais simpatía. Si tu marido te hubiera querido de verdad, no habría buscado ninguna amante, aunque entre vosotros se interpusieran terceras personas». Tsukamoto desconocía el carácter de Shozo. Si alguien le pedía hacer algo, Shozo ni aceptaba ni rechazaba la petición. El amo era un inocentón, o bien un vago; y si alguien afirmaba que esa mujer era mejor que aquella otra, era convencido con sorprendente facilidad, pero nunca había llegado por sí mismo a tomar la decisión de echar a su mujer de casa por una amante. Por eso, a Shinako le daba la sensación de que Shozo no la odiaba, aunque tampoco la amaba con pasión. Estaba segura de que si otras personas no se hubieran inmiscuido, aconsejándolo mal e incitándolo, no se habría separado de su marido. Shinako había sufrido mucho debido a las viles intrigas de Orin, Fukuko y el padre de ésta, y se sentía despechada, o, por decirlo de una manera exagerada, como un trozo de madera cortada y su corazón, lleno de rencor, todavía no podía perdonarlos.
Cuando Shinako empezó a darse cuenta de los manejos de Orin, Fukuko y su padre, tenía que haber tomado alguna medida, y cuando la echaron de casa, debía haberse resistido más. Aunque normalmente Shinako, tan ducha en artimañas como la misma Orin, se resistía a reconocer una derrota, bajó la cabeza y se fue sin oponer resistencia. La mujer tenía su propia visión de la situación. Al principio, no había concedido ninguna importancia a las intrigas de su suegra porque estaba completamente segura de que ésta no quería que Shozo se casara con Fukuko, enamoradiza y descarriada, y además una amante disipada que no aguantaría a un hombre como Shozo. Si bien su cálculo no resultó acertado al cien por cien, Shinako era capaz de prever que la relación entre el amo y la nueva esposa no iba a durar mucho. Fukuko, joven y atractiva, se había educado en el instituto femenino durante uno o dos años, aunque tampoco podía estar orgullosa de su educación; pero, antes que nada, había aportado una buena dote al matrimonio. Shozo, por su parte, se había aprovechado de ella creyendo que había tenido buena suerte. Fukuko sin duda habría de cansarse de Shozo en poco tiempo y no podría evitar largarse con otros hombres. Era imposible que una mujer como ella fuera fiel a un solo hombre. Todos los vecinos lo sabían. Si esa mujer empezaba a dar rienda suelta a sus caprichos y se pasaba de la raya, ni siquiera un marido tan complaciente como Shozo podría seguir callado, y Orin la daría por imposible. Shozo no se percataba de nada, pero su astuta madre debía de haberse dado cuenta de todo. A lo mejor Orin había tramado una intriga demasiado forzada, codiciosa de dinero. Por eso Shinako prefería dejarlos ganar, sin resistirse, pensando que más adelante podría tomarse la revancha. Por supuesto que Shinako no le comentó el asunto a Tsukamoto. Aparentemente se mostraba afligida con el fin de despertar la compasión de todos, pero en el fondo soñaba con un regreso triunfante a casa de Shozo y con vengar el agravio sufrido. Era un sueño de cuya futura realización estaba segura.
Shinako consideraba a Shozo un inútil, pero no podía odiarlo. El exmarido era un hombre sin criterio; si le ordenaban que mirara a la derecha, el amo miraba en esa dirección, y si le mandaban que girara a la izquierda, el amo se volvía hacia la izquierda. Esta vez también se había dejado llevar sin resistencia por sus familiares. Al imaginarlo así, a merced de todo el mundo, Shinako sentía lástima de él y se preocupaba, igual que una madre cuando deja que su hijo pequeño ande por ahí solo. Sin duda, el candor de este hombre lo hacía atractivo a ojos de Shinako. Si lo consideraba un adulto, se enojaba por su comportamiento, pero si lo veía como a un menor, le parecía que era un hombre tierno y amable. En definitiva, se había visto engañada como esposa y, atrapada por ese cariño, había gastado todo lo que había llevado a la casa para luego verse arrojada a la calle sin nada. Se había sacrificado por él, por eso tal vez todavía le quedaban sentimientos hacia su exmarido. Pensaba: «Durante estos últimos años he hecho grandes esfuerzos para mantener a Shozo y a Orin. Se me da muy bien la costura y los vecinos me encargaban trabajos. A veces ni dormía para ganarme la vida. De no ser por mi trabajo, Shozo no hubiera podido mantenerse, aunque Orin trabajara mucho. Los vecinos aborrecían a Orin y no tenían ninguna confianza en su hijo. Nuestros acreedores nos apremiaban a pagar las deudas, pero, compadecidos de mis esfuerzos, atrasaban el cobro. A pesar de eso, el amo de la gata y su madre, desgraciados y ofuscados por la avaricia, metieron a Fukuko en la casa creyendo que cambiaban una vaca por un caballo. Pero ahora verán. Es bastante improbable que Fukuko se ocupe de las faenas domésticas. Una esposa con dote siempre relumbra, pero precisamente por aportar dote, una mujer como ella va a ser mucho más caprichosa y el esposo va a volverse mucho más gandul. Al final, los tres no verán cumplido lo que esperaban y habrá continuas discordias entre ellos. Entonces Shozo comprenderá mi verdadero valor, pensará que no soy tan ligera de cascos como esa Fukuko y se acordará de que yo lo trataba mejor en idéntica situación. No sólo Shozo, también su madre reconocerá su error y se arrepentirá. Fukuko, después de alborotar la casa, se marchará. Estoy absolutamente convencida de que es eso lo que va a ocurrir, aunque ahora no lo sepan. ¡Qué desgraciados!».
En el fondo se reía mientras esperaba la oportunidad de vengarse de ellos, y, sagaz como era, había tenido una idea: conseguir a Lily. Shinako se sentía inferior a Fukuko en cuanto a educación, pues ésta había asistido al instituto femenino durante uno o dos años. Sin embargo, estaba convencida de estar por encima de Fukuko y de Orin en sabiduría práctica de la vida. Cuando se le ocurrió la maravillosa idea, se admiró a sí misma. Si conseguía la gata, era probable que los días de lluvia y viento Shozo la recordara, e inconscientemente se compadecería de su exmujer a medida que se apiadaba de la gata. Así, Shozo no podría cortar su vínculo con Shinako, y si en algún momento discutía con Fukuko, echaría de menos a la gata a la vez que a su exmujer. Al enterarse de que Shinako vivía sola con la gata sin haberse casado de nuevo, sin duda los vecinos se conmoverían, y Shozo se sentiría mal y acabaría detestando a Fukuko. Sí, al final Shinako lograría separarlos. Había anticipado este desenlace a sabiendas de que hacía falta mucha suerte para que se cumplieran todas sus previsiones. El problema era si ellos le iban a mandar la gata o no. No obstante, estaba segura de que su plan saldría bien si despertaba los celos de Fukuko. Por eso había redactado la carta tras meditar mucho sobre la cuestión. En resumen, la carta no había sido sólo una travesura o una chiquillada, sino el primer paso de un plan en toda regla. Shinako, al pensar que esos tontos no entenderían por qué aspiraba a hacerse con una mascota que no le gustaba, que la malinterpretarían y se alborotarían como niños, experimentaba una incontenible sensación de superioridad.
Aunque Shinako se deprimió cuando la gata se escapó y se alegró también cuando ésta volvió a casa, tanto la depresión como la alegría debían ser en el fondo sentimientos calculados y no espontáneos. Sin embargo, una vez que empezaron a vivir juntas, sucedió algo completamente inesperado: con el paso de las noches, al dormir abrazada a la gata de olor montaraz, Shinako llegó a tomar un afecto sincero por ella y empezó a remorderle la conciencia por no haberla apreciado antes. En la época de Ashiya, a primera vista sentía celos y abrigaba antipatía contra Lily sin haber sido capaz de captar su verdadera belleza. A causa de esos celos, detestaba su actitud zalamera. Por ejemplo, cuando hacía frío y la gata se metía en el lecho de Shozo, Shinako los odiaba a los dos. Ahora, en cambio, era incapaz de odiarla o de sentir rencor por ella. Tampoco podía soportar dormir sola y con frío, como últimamente había hecho. Además, puesto que la temperatura de los gatos es más alta que la del ser humano, son más frioleros. Dicen que sólo pasan calor unos tres días del periodo estival. Ahora, a mediados de otoño, era natural que la vieja gata buscara el calor del futón y se metiera dentro. ¡Qué caldeada estaba la cama cuando dormían juntas! Otros años, por esas fechas, Shinako tenía que dormir con la bolsa de agua caliente, pero gracias a la gata este año no padecía el frío. No cabe duda de que cada vez necesitaba más al felino. Antes, Shinako detestaba a Lily y no albergaba ningún sentimiento de cariño hacia ella, porque le había parecido un animal egoísta, caprichoso y voluble que cambiaba de actitud según quien tuviera delante. La gata tenía su propia sabiduría y entendía lo que pensaba la gente que la rodeaba. La prueba es que cuando Shinako cambió y comenzó a quererla, la gata volvió a casa enseguida y le mostró cariño. Era evidente que al fino olfato de Lily había llegado el olor de los nuevos sentimientos de su ama, antes de que la misma mujer tuviera conciencia de ellos.
Hasta entonces Shinako nunca había sentido tanto cariño por Lily, ni siquiera por las personas. Mucha gente, incluida Orin, le había reprochado que fuera tan inhumana, y ella había llegado a creérselo. Pero al pensar en los desvelos y atenciones que prodigaba ahora a la gata, percibió, para su sorpresa, lo cariñosa y tierna que podía llegar a ser. Shozo no dejaba la gata a nadie, la cuidaba con entregada delicadeza: se ocupaba de su comida a diario, iba a la playa para cambiar la arena cada dos o tres días, le quitaba las pulgas, le cepillaba el pelo; estaba siempre atento a si su hocico estaba seco, si sus heces eran blandas o si se le caía el pelo, y él mismo le administraba medicamentos si sufría alguna dolencia. Shinako, al verlo actuar así con Lily, no podía contener su rabia, preguntándose cómo un hombre tan indolente podía cuidar a la gata con tanto esmero. Ahora ella hacía lo mismo que él. El problema es que Shinako no vivía en su propia casa. Aunque la mujer, lejos de comportarse como una parásita, trabajaba para pagar parte de la comida a su hermana y su marido, era consciente de esa realidad. Si la casa fuera suya, podría ir a la cocina en busca de restos, pero no podía hacerlo en una casa ajena, debía guardar su comida para compartirla con Lily o ir a comprar algo al mercado. Por eso se encontraba en apuros y debía llevar una vida modesta con o sin la gata. El mantenimiento de Lily, aunque no fuera costoso, la perjudicaba económicamente. El otro problema era el recipiente con arena. La distancia de la casa de Ashiya a la playa era sólo de unos quinientos metros, lo bastante cerca, por lo tanto, para conseguir arena. En cambio, la casa de Rokko, a lo largo de la línea ferroviaria Hankyu, quedaba lejos de la playa. En un primer momento Shinako se avitualló con la arena que se amontonaba en la obra, pero últimamente ya no quedaba. Y el caso era que, si no cambiaba la arena a menudo, apestaba tanto que el mal olor llegaba incluso abajo, y a su hermana pequeña y su marido les molestaría. Al anochecer, la mujer se veía obligada a salir de casa a hurtadillas con una pala para recoger tierra de alguna huerta de los alrededores o robar la arena que había junto al tobogán de un colegio cercano. Hubo ocasiones en que se vio ladrada por algún perro o perseguida por algún hombre de aspecto sospechoso. Nunca habría hecho un trabajo tan desagradable, por mucho que alguien se lo pidiera, de no ser para Lily. Es decir, no escatimaba esfuerzos por el animal. Volvió a arrepentirse de no haberla tratado por lo menos con la mitad del cariño que ahora, y pensó que la relación entre ella y su marido habría ido bien y no estaría sufriendo si en aquella época le hubiera dispensado ese cariño a Lily. Se dijo que de todos modos nadie tenía culpa, simplemente se había portado mal y el marido había acabado por aborrecer a una mujer incapaz de encariñarse con un animal tan encantador e inocente como Lily. ¿No fue a causa de tal incapacidad que otra mujer había destruido su matrimonio con Shozo?
En noviembre las mañanas ya eran frescas, y por la tarde, y también de noche, el viento del monte Rokko se colaba por la rendija de la puerta. Shinako y Lily, tiritando y acurrucadas, dormían aún más juntas que antes. Cuando el frío arreció, Shinako, incapaz de soportarlo, empezó a utilizar la bolsa de agua caliente. ¡Qué contenta se puso entonces la gata! Todas las noches Shinako, mientras oía el ronroneo de Lily en la cama caldeada por la bolsa y el cuerpo del felino, acercaba la boca a las orejas de Lily, que dormía sobre su pecho, y le susurraba: «Ahora sé que eres más compasiva que yo». O musitaba: «Estás triste por mi culpa, ¿verdad? Perdóname», «Ya se va a acabar. Si aguantas un poco más, volveremos a la casa de Ashiya. Esta vez, de verdad, los tres vamos a vivir felices». Y se le saltaban las lágrimas. Pese a que nadie, excepto Lily, podía verla llorar, Shinako se apresuraba a ocultar el rostro con el futón.
Pasadas las cuatro de la tarde, Fukuko, tras informar de que iba a Imazu, su pueblo, abandonó la casa. Shozo, ocupado en una orquídea hasta ese momento, se levantó bruscamente.
—Madre —llamó en dirección a la cocina, pero su madre, que hacía la colada, no lo oyó—. ¡Madre! —otra vez levantó la voz—: Encárguese de la tienda. Voy a salir.
El agua dejó de correr.
—¿Cómo? —la voz firme atravesó el papel de la puerta.
—Salgo a dar un paseo.
—¿Adónde?
—Pues por ahí.
—¿A qué?
—Vamos, no pregunte tanto —respondió Shozo con tono irritado y ensanchando las ventanas de la nariz. Pero pronto cambió de actitud y le dijo melindroso—: Quiero ir a jugar al billar media hora.
—¿No habías prometido no jugar más al billar?
—Por favor, sólo esta vez. Ya llevo un mes sin jugar. Por favor se lo pido.
—Yo no sé si está bien o no. Pregúntaselo a Fukuko.
—Pero ¿por qué?
Orin, agachada al lado de un gran cubo junto a la puerta de la cocina, oyó su voz tensa y visualizó claramente la cara disgustada, como la de un niño, de su hijo.
—¿Por qué tengo que preguntarle a Fukuko? ¿No puede darme permiso usted hasta que Fukuko pueda opinar si está bien o no?
—No es eso. Pero Fukuko me ha pedido que te vigile.
—Menuda tontería.
Orin empezó a echar el agua al cubo, sin hacer más caso de su hijo.
—Vamos a ver: ¿es usted mi madre o la madre de Fukuko? Ande, responda, ¿de quién es madre?
—Déjate de tonterías y no grites tanto. Qué vergüenza que los vecinos nos oigan.
—Entonces, pare de lavar y venga aquí un momento.
—Bueno. No voy a decirte nada más. Vete a donde quieras.
—No me deje así. Venga aquí.
Shozo acudió a la puerta de la cocina y la agarró de la muñeca llena de jabón para conducirla a la habitación del fondo.
—Oiga, madre, ahora que lo pienso, quiero que vea esto.
—¿Qué pasa? ¿A qué viene tanta prisa?…
—Mire.
Shozo abrió la puerta del armario empotrado del salón de seis tatamis de superficie. En un rincón oscuro entre la maleta de bambú y una cajonera se veía un bulto de color carmesí.
—¿Qué cree que hay ahí?
—¿Eso?
—Es ropa sucia de Fukuko. Va amontonando todo ahí sin lavarlo. Hay tanta ropa sucia acumulada que no se pueden ni abrir los cajones de la cajonera.
—Qué raro. Siempre llevamos a la lavandería la ropa de Fukuko…
—Ya. Pero no quiere que llevemos su ropa interior.
—Entonces ¿es ropa interior?
—Claro. Para ser una mujer, Fukuko es bastante descuidada. Ya estoy cansado de su carácter negligente. Seguro que usted se ha dado cuenta, ¿a que sí? ¿Por qué no habla con ella? Sólo me reprocha las cosas a mí y finge no saber esto. ¡Fukuko hace lo que le da la gana!
—¿Y por qué iba a saber yo que su ropa sucia estaba ahí guardada?
—Madre —dijo Shozo, sorprendido al ver que su madre se metía dentro del armario empotrado para sacar la ropa sucia a toda prisa—, ¿qué va a hacer?
—Voy a limpiarlo.
—¡Déjelo, es ropa sucia!… ¡Déjelo!
—¿Qué importa? Quiero hacerlo…
—¡Una suegra no debe tocar la ropa sucia de su nuera! No le estoy pidiendo que lave su ropa sucia. Lo que quiero es que le diga a Fukuko que la lave.
Orin, sin hacer caso de su hijo, sacó del fondo oscuro cinco o seis prendas de franela carmesí que estaban dobladas y las llevó hasta la puerta de la cocina para echarlas al cubo grande.
—¿Va a lavarlas?
—Si eres hombre, ¡cállate de una vez y deja de preocuparte!
—¿Por qué no le pide a Fukuko que lave su propia ropa interior? ¿Eh?, ¿madre?
—Calla. Tan sólo pondré la ropa en remojo. Así se dará cuenta de que debe lavarla.
—¡Qué bobadas dice! Seguro que no se entera de nada.
Shozo sabía que su madre se pondría después a lavar la ropa interior de Fukuko. Incapaz de aplacar su rabia, y sin cambiarse de kimono, se echó por encima una chaqueta de trabajo, se calzó unas sandalias de madera y se fue en bicicleta.
Shozo quería jugar al billar de verdad, pero tras la discusión con Orin estaba tan irritado que ya le daba igual jugar o no. Sin rumbo, pedaleó a lo largo del río Ashiya hacia la nueva carretera nacional, tocando el timbre desesperado. Cruzó el puente de Narihira y luego se dirigió hacia Kobe. No eran más que las cinco de la tarde, pero el sol otoñal se iba poniendo en el horizonte, más allá de la carretera nacional. Los rayos lucían en paralelo a la carretera, mientras la gente y los vehículos, teñidos a medias de púrpura, arrastraban unas sombras muy alargadas. Como Shozo corría con el sol de frente, evitó el camino pavimentado que brillaba como el acero, pasó por el mercado público con la cabeza baja y ladeada, y llegó a la estación de Shoji. En ese momento vio a Tsukamoto, que estaba sentado y cosía con una aguja un tatami puesto encima de una mesa baja, en su taller situado más allá de la vía del ferrocarril y al lado del muro del hospital. Shozo se acercó a él con el semblante muy animado.
—¿Estás ocupado? —le preguntó.
—Hola —Tsukamoto le echó un vistazo sin dejar de trabajar. Pinchaba el tatami con la aguja y la sacaba a toda prisa, una y otra vez, para acabar antes de que anocheciera. Le preguntó—: ¿Adónde vas a estas horas?
—A ningún sitio. Simplemente daba un paseo por aquí.
—¿Querías algo de mí?
—Nada. No quiero nada… —y en cuanto le contestó se le ocurrió algo. Se rio de manera forzada, y se le formaron arrugas alrededor de los ojos y entre la nariz y el labio superior—. Simplemente estaba por aquí cerca y he venido a saludarte.
—Muy bien.
Tsukamoto bajó la vista y volvió al trabajo, insinuándole con su ademán que no tenía tiempo de hablar con quien había parado la bicicleta frente él y permanecía de pie a su lado. Shozo se indignó por la actitud de Tsukamoto, que ni siquiera le había preguntado qué tal estaba o si había renunciado definitivamente a la gata. Los últimos días el amo había estado ocultando con todas sus fuerzas que añoraba a la gata en presencia de Fukuko, y de sus labios no salía nunca la palabra «Lily». Dentro de su corazón se acumulaba siempre vivo el deseo de verla. Ahora, por casualidad, acababa de encontrarse con Tsukamoto. Shozo pensaba confesar su verdadero deseo a este hombre para aliviar la tensión del cariño reprimido. Tsukamoto, pensaba el amo, debería dirigirle unas palabras consoladoras o al menos pedirle perdón por no haberlo informado acerca del destino de la gata, ya que al enviársela a su exmujer, Tsukamoto le había prometido que él mismo, en lugar de Shozo, iría a visitar a Shinako de vez en cuando para ver cómo ésta trataba a la gata y mantenerlo informado. Por supuesto, habían contraído ese compromiso a espaldas de Orin y Fukuko. Con esa condición, Shozo le había entregado un animal tan precioso para él, pero Tsukamoto no había cumplido su promesa. En otras palabras, lo había engañado y ahí estaba, tan tranquilo, como si no hubiera pasado nada.
Era posible, sin embargo, que Tsukamoto no se hiciera el desentendido, sino que estuviese tan absorbido por el trabajo diario del negocio que a lo mejor se había olvidado. Shozo tenía ganas de quejarse de él aprovechando la ocasión, pero no podía hablar tan despreocupadamente del asunto de la gata con un hombre que trabajaba tan concentrado. Si sacaba el tema, Tsukamoto lo reprendería. A medida que el sol se ponía, el amo observaba distraídamente el brillo que destellaba en la aguja que sostenía Tsukamoto mientras cosía el tatami. En esa zona, paralela a la carretera nacional, no se veían muchas casas. Al sur de la carretera había un estanque con ranas comestibles y, al norte, una estatua grande de piedra del buda Jizo, recién construida, en memoria de las almas de los muertos en accidentes de tráfico. Detrás del hospital se extendían los campos de arroz y los montes, como si fueran pliegues, ubicados a lo largo de la línea ferroviaria. El paisaje se erguía en medio del aire puro, tamizado ya por la niebla tenue y azulada del crepúsculo.
—Entonces, me voy —anunció Shozo.
—¿Es que no quieres entrar en casa un momento? —preguntó Tsukamoto.
—Ya te visitaré más tranquilamente —Shozo colocó el pie en el pedal y avanzó un poco, pero, incapaz de apartar la gata de su mente, volvió atrás y comentó—: Tsukamoto, sé que te estoy molestando, pero quiero hacerte una pregunta.
—¿De qué se trata?
—La verdad es que estoy pensando en acercarme a la casa de Rokko, ya sabes, donde vive mi ex…
Tsukamoto acababa de terminar de coser el tatami y se iba a levantar.
—¿Para qué? —con cierto desdén, volvió a colocar encima de la mesa el tatami que sostenía.
—Es que no sé nada de ella después de…
—¿En serio? ¡Olvídate de ella! ¡Compórtate como un hombre!
—¡No es eso, Tsukamoto!… No es eso.
—Lo hemos hablado mil veces. Me dijiste que ya no la querías y que hasta te daba asco verle la cara.
—Tsukamoto, ¡escucha! No me refiero a Shinako, sino a la gata.
—¿Cómo? ¿La gata? —de repente, en los ojos y en la boca de Tsukamoto se dibujó una sonrisa—. ¡Oh, te refieres a la gata!
—¡Claro, hombre! ¿No recuerdas que me prometiste visitar a Shinako para comprobar si trataba bien a Lily?
—¿Te lo prometí? Como este año ando muy atareado por la inundación…
—Ya lo sé. No quiero pedirte que vayas a la casa —dijo Shozo con un deje de ironía que a Tsukamoto le pasó desapercibido.
—¿Es que todavía no te has olvidado de esa gata?
—¿Cómo me voy a olvidar de ella? Después de echarla, temo que Shinako la maltrate y dudo que la gata le tome cariño. Estoy tan preocupado que sueño todas las noches con Lily. Delante de Fukuko no puedo expresar mi preocupación, lo cual me hace sufrir más —Shozo se daba golpes en el pecho, a punto de sollozar—. La verdad es que he pensado en ir a verla varias veces, pero durante este mes Fukuko no me ha dejado salir solo. No quiero ver a mi exmujer, ¿no podrías ir tú a ver a la gata sin que Shinako se entere?
—Será difícil… —Tsukamoto agarró el tatami, como queriendo decir que lo dejaran en paz—. Hagas lo que hagas, Shinako te pillará. Y además, el asunto se pondrá feo si Fukuko cree que deseas ver a Shinako, en lugar de a la gata, porque aún la echas de menos.
—No sé tampoco qué hacer si Fukuko se imagina eso.
—Déjalo ya. No sirve de nada pensar en la gata que ya le diste. ¿Eh? ¿Ishii?[59]
—Pues… —Shozo, sin contestar, le preguntó—: Oye, ¿Shinako vive en el piso de arriba o en la planta baja de la casa?
—Vive arriba, pero a veces baja.
—¿Suele ausentarse?
—No lo sé. Como se dedica a la costura, creo que suele estar en casa.
—¿Sabes a qué hora, más o menos, va al baño público?
—No lo sé.
—De acuerdo. Entonces me voy. Perdona las molestias.
—Ishii —lo llamó Tsukamoto levantándose. Luego se apartó más de un metro con el tatami en brazos y le preguntó—: ¿De verdad piensas ir a visitarla?
—No sé qué hacer todavía. Pero, bueno, por lo menos me acercaré.
—Como quieras. Pero luego a mí no me compliques, por favor.
—No le digas nada a Fukuko ni a Orin, te lo ruego —Shozo miró a derecha e izquierda y cruzó la vía del ferrocarril.
Shozo se preguntaba si podría ver a la gata sin toparse con ningún miembro de la familia de Shinako. Afortunadamente, detrás de la casa había un descampado donde la maleza o bien la sombra de unos álamos le permitirían esconderse. Allí podría esperar hasta que la gata saliera afuera, pero ya había oscurecido tanto que sería difícil encontrarla, aunque Lily saliera de la casa. Y además, el cuñado de Shinako debía de estar a punto de volver del trabajo y su hermana estaría ocupada en la cocina, por lo que Shozo no podía andar merodeando por los alrededores como un ratero. Era más prudente acudir al descampado otro día a una hora más temprana. En todo caso, aparte del tema de la gata, se alegró de haber salido a dar una vuelta al cabo de tantos días, aprovechando la ausencia de su mujer. Después de eso tendría que esperar medio mes para tener otra oportunidad. Fukuko se ausentaba para visitar a su padre con objeto de pedirle dinero aproximadamente dos veces al mes, al comienzo y a mediados. Cuando Fukuko iba a casa de su padre, éste siempre la invitaba a cenar, y ella volvía a la casa de Ashiya como muy pronto a las ocho o las nueve. Hoy Shozo podía disfrutar de tres o cuatro horas libres todavía, y si estaba dispuesto a aguantar el hambre y el frío, podría esperar por lo menos dos horas en el descampado. En caso de que Lily no hubiera cambiado su rutina, o sea dar un paseo después de la cena, incluso podría encontrársela. Recordaba que después de comer solía abandonar la casa para internarse en la maleza del campo más próximo, donde se purgaba. Era, por lo tanto, muy probable que la gata, fiel a su costumbre, fuera al descampado esa misma tarde.
Ilusionado por esta posibilidad, Shozo se dirigió al instituto Konan y aparcó la bicicleta delante de una tienda de radios llamada Kokusuido. Miró en el interior de la tienda desde fuera para comprobar si el dueño estaba dentro.
—Buenas noches —Shozo abrió la puerta de cristal de la entrada hasta la mitad—. Por favor, ¿podría dejarme veinte céntimos?
—¿Sólo veinte?
Parecía que el dueño de la tienda quería decir que su relación con Shozo no era tan estrecha como para que éste se presentara de sopetón a pedirle dinero prestado. A pesar de eso, como era una cantidad pequeña, no se lo negó. Sacó dos monedas de diez de la caja y las puso en la mano de Shozo. Éste acudió enseguida al mercado Konan, que estaba justo enfrente, y volvió a la tienda de radios con una bolsa de anpan[60] y un envoltorio de corteza de bambú.
—¿Me deja usar la cocina un momento? —pidió.
Era evidente que Shozo, con un aire muy campechano pero descarado, estaba acostumbrado a todo.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó el tendero.
—Hay una razón para esto —dijo Shozo sonriendo mientras entraba en la cocina de la tienda. Puso agua en una olla de aluminio y añadió el trozo de pollo que traía envuelto en la corteza de bambú, para hervirlo con el fuego de gas. Luego dijo—: Perdóneme.
El amo de la gata pidió disculpas hasta veinte veces:
—Como tengo que pedirle algunas cosas más, haga el favor de escucharme.
Shozo le pidió un farolillo para la bicicleta. El dueño de la tienda trajo un farolillo antiguo, tal vez procedente de una tienda de comidas de encargo, en el que estaba escrito: «Miyoshisya del pueblo Uozaki», y le dijo:
—Toma este. Llévatelo, si quieres.
—¡Oh, es una antigüedad valiosa!
—No lo necesito, devuélvemelo cuando puedas.
Como todavía quedaba un poco de luz tenue, Shozo no lo instaló en la bicicleta, sino que se limitó a atárselo a la cintura. Luego se marchó. Cuando llegó a la estación Rokko de la línea Hankyu, cerca de un poste de señalización donde estaba escrito: «Entrada al camino del monte Rokko», dejó la bicicleta en la tetería de la esquina y desde ahí subió la cuesta un poco escarpada hacia la casa de Shinako, a unos doscientos metros de distancia. Se dirigió al ala norte de la casa, o sea, hacia la entrada trasera, fue al descampado, se metió entre la maleza, de entre sesenta y noventa centímetros de altura, y se sentó conteniendo el aliento.
«Me quedaré aquí a la espera mientras mordisqueo los anpan. Cuando Lily salga de la casa, le daré de comer el pollo cocido y la haré saltar a mi hombro. Nos frotaremos los morros y nos acariciaremos». Esos eran los planes de Shozo.
Tras el desagradable incidente con su madre, había salido de casa sin rumbo hacia el oeste hasta encontrarse con Tsukamoto. A mitad de camino había tomado una decisión y se había dirigido al descampado. Si hubiera previsto una visita a la casa de Shinako, se habría puesto un abrigo. Llevaba sólo la camisa de lana debajo de la chaqueta y aguantaba el frío como podía. Miraba al cielo nocturno, donde brillaban las estrellas. Los hombros le temblaban ligeramente. Los pies calzados con las sandalias de madera rozaban las frías hierbas. Al tocarse el sombrero y su propio hombro, se percató de que estaban mojados por el rocío. Era natural que el amo sintiera el frescor de la noche. Dos horas más de espera y con seguridad pillaría un resfriado. De la cocina de la casa de Shinako llegaba un aroma a pescado asado, y Shozo se puso tenso al imaginar a Lily atraída por el olor y acercándose a la casa. El amo la llamó en voz apenas audible: «¡Lily, Lily!». ¡Ah, si existiera algún modo de comunicarse con la gata sin que la familia de Shinako se enterara!
Delante de Shozo había muchas hojas de arrurruz y en ellas relucía algo brillante: eran las gotas de rocío que reflejaban la luz de alguna lejana farola. Aun consciente de este reflejo, cada vez que veía refulgir una gota lo embargaba la emoción creyendo que eran los ojos de la gata. «Es Lily. ¡Oh! ¡Qué alegría!», pensaba al tiempo que su corazón se ponía a latir deprisa y sentía frío en el vientre. Pero no, no era ella. Curiosamente, Shozo nunca había experimentado estos vaivenes emocionales con las personas. Lo único que lo había conmovido un poco había sido una aventura que había tenido con una camarera, y más tarde, sus encuentros secretos con Fukuko a espaldas de Shinako. En aquella época, Shozo sentía alegría, vergüenza e inquietud, y todo eso le hacía ilusión. Orin y el padre de Fukuko hicieron de intermediarios entre el amo de la gata y Fukuko, engañando hábilmente a Shinako. Por eso no necesitó hacer tantos esfuerzos como hacía ahora, aguantando estoicamente el baño de rocío nocturno mientras mordisqueaba el anpan. En otras palabras, este hombre jamás había conocido una pasión tan vehemente como esta.
Shozo no estaba contento con Orin y Fukuko, que lo trataban como a un niño y lo consideraban un idiota incapaz de independizarse. Como no contaba con amigos que escucharan sus quejas, la rabia se acumulaba en su pecho. Se sentía solo, sin ningún apoyo, y por este motivo amaba doblemente a la gata. Ni Shinako ni Fukuko se enteraron de que Shozo padecía tal soledad. Él creía que sólo la gata, especialmente cuando lo miraba con melancolía, adivinaba sus sentimientos. «¡Qué gran consuelo!», pensaba Shozo, convencido al mismo tiempo de que solamente él, incapaz de comunicarse con las personas, podía entender la tristeza de un animal como Lily. Ya hacía unos cuarenta días que se habían separado. Es verdad que al principio el amo intentó resignarse y no pensar más en Lily. Sin embargo, cuanto más descontento estaba con su madre y su esposa sin poder quejarse, más anhelaba ver a Lily, tanto que el deseo parecía salírsele del pecho. Las dos mujeres le habían prohibido ir a la casa de Shinako y lo vigilaban estrechamente, dos hechos que no hacían más que aumentar su añoranza por la gata. ¿Cómo podía olvidarse de ella?
Había otra cosa que le producía zozobra: Tsukamoto no le proporcionaba ninguna información sobre la gata. Si fuera porque este hombre se hallaba ocupado en su negocio y no podía decirle nada, Shozo estaría tranquilo. Pero en el fondo de su corazón creía que Tsukamoto escondía algo para no preocuparlo. Quizá le ocultaba que Shinako maltrataba a Lily y que ésta comía tan mal que se había debilitado, o que había desaparecido, o bien que había muerto de alguna enfermedad. Desde el día de la despedida, lo acosaban pesadillas que lo despertaban en medio de la noche. Cada vez que le parecía escuchar un maullido, se levantaba y acudía a abrir la puerta corredera exterior fingiendo ir al baño. Y eso ocurría a menudo. Como se engañaba a sí mismo tantas veces con esta ilusión, temblaba de miedo creyendo que el maullido y la imagen que acababa de oír y ver eran el fantasma de Lily, y que su espíritu volvía a casa tras haber fallecido a mitad de camino. Siempre que lo asaltaban tan terribles pensamientos, sacudía la cabeza para rechazarlos. Pero Shinako era maliciosa y Tsukamoto, irresponsable, por lo cual no guardarían silencio si algo le hubiera sucedido a la gata. Si Tsukamoto no le había comunicado nada era porque la gata estaba viva todavía. A pesar de su inquietud por Lily, hasta ahora Shozo había acatado fielmente el mandato de su esposa, ya que no sólo las mujeres de su casa lo vigilaban de cerca, sino que también Shinako con su carta parecía haberle tendido una trampa. En realidad, desconocía los verdaderos motivos de su exmujer al reclamar la gata, al mismo tiempo que sospechaba con malicia que Shinako había ordenado a Tsukamoto que no le hablara de la gata para que se preocupara más y acabara visitándola.
Por un lado, Shozo deseaba comprobar si Lily estaba viva y, por otro, abrigaba aversión contra Shinako y por nada del mundo deseaba caer en su trampa. ¡Cómo sufría, abrasado en deseos de ver a Lily, y a la vez lo espantaba toparse con su exmujer! Lo enfurecía imaginar la cara de Shinako, que, presumiendo de sabia, diría con aire altivo: «Al fin te has dignado a venir». Bien es cierto que, de niño, Shozo obraba con su peculiar astucia: se aprovechaba hábilmente de la gente que lo creía cobarde y conformista. Fue así como Shozo había logrado sacar a Shinako de casa. En apariencia Orin y Fukuko lo manipulaban, pero en realidad era él quien detestaba a Shinako. Incluso ahora estaba convencido, sin un ápice de piedad por Shinako, de que había hecho bien y de que su exesposa merecía el repudio.
De hecho, agazapado entre la maleza del descampado, Shozo, al ver luz en la habitación de arriba, donde su exmujer debía de estar, evocaba el rostro de Shinako, su pretendida expresión sabia y despectiva que a él le repugnaba. El amo, como mínimo, quería escuchar, aunque fuera desde lejos, algún maullido de Lily, la gata a la que tanto echaba de menos. Se contentaría también con saber que su exmujer cuidaba bien del animalito. La incomodidad de la espera merecería así la pena. Entonces se le ocurrió que quizás fuera posible atisbar por la puerta de la cocina y llamar en secreto a Hatsuko, la hermana de Shinako, para entregarle el pollo cocido y pedirle noticias de Lily. Pero se acobardó al ver la luz de la habitación e imaginar su cara. Hatsuko malinterpretaría la visita del amo y llamaría a su hermana mayor, o al menos se lo diría. ¡Qué horror imaginar la jactancia de su exmujer, ufana de que su estrategia hubiera funcionado! Desechada esa idea, al amo no le quedaba más remedio que aguardar agachado en el descampado para tener ocasión de encontrarse con Lily.
Esperó y esperó en vano hasta muy tarde. Parecía que esa noche no iba a poder verla. Shozo ya se había comido todos los bollos de la bolsa. Llevaba una hora y media aguardando y crecía su preocupación por lo que estaría pasando en su casa. Si sólo estaba su madre, no habría problema, pero si Fukuko ya había vuelto, no lo dejaría dormir en toda la noche y el amo acabaría con numerosas magulladuras por todo el cuerpo. Y además, a partir del día siguiente lo sometería a una vigilancia aún más estrecha. Antes que nada, resultaba muy extraño no haber oído ningún maullido en la hora y media que llevaba esperando. A lo mejor sus sueños le habían revelado la verdad y la gata ya no estaba en la casa. Si la familia de Shinako había cenado hacía poco, Lily habría olido el olor del pescado asado y pedido algo de comer, tras lo cual habría salido a la calle para purgarse. Pero Lily no aparecía…
Shozo, sin poder vencer más la impaciencia, salió de la maleza y se acercó a hurtadillas hasta la puerta de madera de detrás de la casa. Atisbó por la rendija y vio que todas las puertas correderas exteriores de la planta baja estaban cerradas. Tan sólo se oía de vez en cuando la voz de Hatsuko, que intentaba dormir a su hijo. Si la sombra de la gata se reflejara en la ventana de arriba, aunque no fuera más que un segundo, ¡qué alegría tan grande! Pero más allá del cristal se veía una cortina blanca cuya parte superior recibía la penumbra, y la inferior estaba débilmente iluminada. Seguramente Shinako había bajado la lámpara eléctrica para coser. Al amo de la gata, de repente, se le representó una imagen serena, solitaria y conmovedora: la gata arqueaba el lomo y se adormecía haciéndose un ovillo al lado de la mujer, que manejaba la aguja con entusiasmo. En la noche otoñal, la luz de la lámpara, enfocada sobre ambas figuras, las iluminaba con ternura. En la larga noche, la gata roncaba plácidamente y Shinako cosía en silencio. Si esta plácida estampa era real, si la gata y la mujer se llevaban milagrosamente bien y el amo llegaba a contemplar con sus propios ojos tal escena, a buen seguro que lo devorarían los celos. ¡Cómo no iba a disgustarse Shozo si viera a la gata feliz y completamente olvidada del pasado vivido a su lado! Pero si la mujer la maltrataba o la gata fallecía, su desolación no conocería límites. Ocurriera lo que ocurriera, el amo no estaría satisfecho ni con una verdad ni con otra, así que sería mejor no preguntar por la gata. Finalmente, Shozo, al oír que el reloj de pared de la planta baja daba las siete y media, se marchó como si alguien lo empujara. Pero después de dos o tres pasos volvió a la puerta, sacó del pecho el paquete de corteza de bambú y estuvo dando vueltas con el paquete alrededor de la casa. Deseaba dejarlo en algún sitio que sólo la gata pudiera encontrar. Si lo dejaba entre la maleza, algún perro lo descubriría, y si lo depositaba cerca de la puerta, alguien de la familia podría encontrarlo. Shozo intentaba dar con el escondite correcto, pero al final daba lo mismo dónde lo dejara, porque en media hora como muy tarde tendría que marcharse. Si no se iba, Fukuko le montaría un nuevo escándalo. Le daba la sensación de escuchar su voz: «¡Eh! ¿Qué has estado haciendo hasta tan tarde?», y veía su cara enojada. Dejó el paquete abierto entre las hierbas frondosas de arrurruz, puso una piedra en cada extremo de la corteza de bambú y luego lo tapó con una hoja. Salió del descampado y se fue corriendo a la tetería donde había dejado la bicicleta.
Esa misma noche Fukuko, de vuelta en casa dos horas más tarde que Shozo, hizo gala de un excelente humor y dijo que había ido a ver un combate de boxeo con su hermano pequeño. Al día siguiente, el matrimonio terminó de cenar más pronto de lo habitual y Fukuko avisó a Orin:
—Nos vamos a Kobe.
La pareja fue al teatro Yuraku, en el barrio Shinkaichi de Kobe.
Orin lo había observado: justo tras regresar de la casa paterna de Imazu, Fukuko siempre estaba de buen humor, un estado que le duraba una semana. La razón era sencilla: volvía con dinero. Esos días su nuera derrochaba a manos llenas y, acompañada de Shozo, iba al cine o al teatro, como mínimo dos veces por semana. Por eso reinaba la concordia en el matrimonio. Pero transcurrida esa semana, Fukuko, tras haber gastado casi todo el dinero, merendaba y leía revistas tumbada en casa todo el día, y a veces se quejaba del marido. Shozo, a su vez, se mostraba atento con su mujer mientras dispusiera de dinero, pero cuando le quedaba poco cambiaba de actitud descaradamente y le respondía distraído y de mala gana. Orin siempre se veía envuelta en alguna disputa conyugal y era la víctima principal. Por eso, cada vez que Fukuko se iba a Imazu, la suegra contaba con unos días de tregua.
También esta vez los tres disfrutaron de una semana plácida. Tres o cuatro días después de haber ido a Kobe, una tarde en que cenaba con su marido, Fukuko le comentó:
—La película del otro día no fue interesante, ¿verdad? —en el borde de los ojos de Fukuko, que solía beber bastante sake, asomaba una chispa de embriaguez—. ¿Eh? ¿Qué te pareció?
Fukuko cogió una botella de sake. Pero su marido se la quitó y le sirvió.
—Tómate una copita.
—No, basta ya… Ya estoy borracha.
—Venga, vamos, una copita más…
—Cuando tomamos sake en casa no me sabe tan bien. ¿Qué te parece si mañana vamos a algún sitio?
—Buena idea. Me apetece.
—Todavía me queda mucho dinero… Es que el otro día solamente fuimos al cine después de cenar. Por eso aún me queda bastante dinero.
—Entonces, ¿adónde vamos?
—¿Qué representan en la compañía Takarazuka?
—¿Quieres ver el musical? —Shozo no mostraba mucho interés, aunque después del musical podrían ir a un onsen, un baño termal, y eso sí que le atraía—. Si tienes para gastar, podríamos hacer cosas más interesantes.
—Pues piensa a ver qué se te ocurre.
—¿Qué te parece si vamos a admirar, ya que estamos en otoño, las hojas rojijzas de los arces?
—¿Te refieres a las del parque de Mino?
—A Mino no, porque ha quedado todo destrozado por la inundación. Me gustaría ir a Arima. Hace mucho tiempo que no vamos. ¿Qué te parece?
—Es verdad… ¿Cuándo fue la última vez que lo visitamos?
—Justo hace un año… No, algo más, porque recuerdo que todavía pudimos oír el croar de las ranas de Kajika.
—Claro, sí, hará un año y medio.
En aquella época, Shozo y Fukuko habían empezado a verse a escondidas. Un día se citaron en la zona de Takimichi, fueron a Arima en la línea Shinyu, actualmente la línea Kobe, y disfrutaron a rabiar en una sala que alquilaron en el primer piso del hostal Goshonobo. Los dos se acordaban perfectamente de aquel día de verano que pasaron oyendo el rumor del agua del río, bebiendo cerveza, a ratos acostados, a ratos de pie.
—Podemos alquilar una sala en el mismo hostal…
—Ahora es mejor que en verano. Disfrutamos de las hojas rojas del otoño, nos bañamos en el onsen y cenamos tranquilamente.
—Estupendo. Entonces, ¡hecho!
Al día siguiente, Fukuko empezó a hacer la maleta a las nueve de la mañana, a pesar de que el plan era salir al mediodía.
—Tienes mucha barba y el pelo largo —le dijo al marido.
—Puede ser. Llevo medio mes sin ir a la peluquería.
—Entonces vete y vuelve dentro de media hora.
—¡Qué agobio!
—Te aseguro que no voy contigo a ninguna parte con esa pinta. Venga, ¡corre!
Shozo acudió corriendo a la peluquería, que quedaba unos cincuenta metros al este de la casa, agitando en la mano izquierda un billete de un yen que su mujer le había dado. Afortunadamente, no había clientes.
—Córteme el pelo. Rápido, por favor —le urgió Shozo al dueño de la peluquería, que apareció desde el fondo.
—¿Se va a algún sitio?
—Vamos a Arima a ver las hojas rojizas.
—Buen plan. ¿Con la señora?
—Sí. Vamos a comer temprano y salir enseguida, así que mi mujer me ha dicho que me afeite y corte el pelo en media hora.
Media hora más tarde, Shozo salía de la peluquería.
—¡Que disfruten del viaje! —le deseó el peluquero cuando Shozo se iba.
Al llegar a la casa, entró en el vestíbulo y ahí se detuvo en seco. Del fondo de la casa llegaba una voz crispada:
—Dígame, madre, ¿por qué me lo ha ocultado hasta ahora? ¿Por qué no me ha dicho nada de lo ocurrido?… O sea que usted finge estar a favor mío, pero en realidad le permite a su hijo hacer una cosa así…
El amo, al oír la voz chillona de su mujer, comprendió que estaba muy enojada. Orin parecía someterse a ella por completo, aunque a veces le respondía farfullando palabras ininteligibles.
Ahora tan sólo resonaban en la casa los gritos irritados de Fukuko:
—¿Cómo? ¿Que no está segura de si Shozo la visitó? ¡Déjese usted de bobadas! Utilizó la cocina de una casa ajena para cocinar pollo. ¿Adónde lo habría llevado sino a casa de ella? Usted sabía que había traído aquel farolillo y lo había guardado ahí, ¿verdad?
Pocas veces Fukuko levantaba la voz a su suegra como lo estaba haciendo ahora. Mientras el amo estaba en la peluquería, seguramente el dueño de la tienda de radios se había presentado a cobrar la deuda y recuperar el viejo farolillo. Aquella noche, Shozo había vuelto a casa en bicicleta, con el farolillo colgado en la parte delantera, y lo había guardado en lo alto del estante del almacén para que Fukuko no lo encontrara. Orin lo sabía y seguramente lo sacó para devolverlo. Por cierto, ¿por qué el tendero había venido a recuperarlo, pese a decirle que lo devolviera cuando pudiera? El objeto en sí no era tan valioso como para querer recuperarlo inmediatamente. A lo mejor el dueño de la tienda había pasado casualmente por la casa de Shozo o quizás estaba enfadado con él por la deuda pendiente. En todo caso, a Shozo le parecía innecesario que hubiera sacado el tema del pollo, pese a que no sabía exactamente quién había estado en la casa, si el tendero en persona o algún joven criado.
—Si mi marido hubiera ido a ver sólo a la gata, no me quejaría. Pero Shozo no fue a ver sólo a la gata, aunque en teoría fuera así, sino también a Shinako. ¿Creían que no iba a enterarme de que me habían estado engañando?
Orin, prudente y cautelosa, se quedó callada. Al amo le daba pena su madre, a la que su mujer estaba reprendiendo en lugar de a él, pero a la vez sentía cierto alivio. Sabía que Fukuko se enojaría más si lo viera ahora. ¡Se había librado por los pelos! Y juzgó oportuno prepararse para poner tierra de por medio. Inmediatamente.
—Ya lo sé. Usted envió a su hijo a casa de esa mujer para hablar con ella y ponerse de acuerdo en echarme de casa.
Tan pronto dijo esto Fukuko, se oyó un estrépito.
—¡Espera, mujer! —le rogó la suegra.
—¡Suélteme!
—Pero ¿adónde piensas ir?
—Me voy a casa de mi padre. Mi padre me dirá si todo esto es una locura, y si tengo yo razón o la tiene usted.
—Vamos, tranquilízate. Shozo está a punto de llegar…
Las dos mujeres seguían discutiendo ruidosamente. Presa del pánico, Shozo se abalanzó hacia la calle y, como alma que lleva el diablo, echó a correr más de medio kilómetro. Cuando por fin se tranquilizó, se dio cuenta de que había llegado hasta la parada de autobús de la nueva carretera nacional y que en la mano todavía sostenía unas monedas del cambio de la peluquería.
A la una de la tarde de ese mismo día, Shinako se puso un chal de lana encima de la indumentaria habitual y salió por la puerta trasera para entregar a un vecino unas prendas de ropa que había cosido por la mañana. Mientras Hatsuko se dedicaba a las tareas domésticas en la cocina, Shozo, inesperadamente, descorrió la puerta de papel unos treinta centímetros y asomándose al interior dejó escapar los jadeos de una respiración entrecortada.
—¡Ay! —gritó sobresaltada Hatsuko.
El amo, con una sonrisa, inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Señora Hatsuko… —le dijo deprisa y en voz baja sin dejar de mirar con recelo hacia atrás—. Shinako acaba de salir, ¿verdad? La he visto, pero ella no me ha visto a mí porque estaba escondido a la sombra de aquel álamo.
—¿Es que quiere usted algo de mi hermana?
—¡Claro que no! He venido a ver a la gata —entonces Shozo cambió de tono; adoptó un gesto serio y triste que reclamaba compasión—: Vamos, señora Hatsuko, sea tan amable de decirme dónde está la gata. ¡Por favor, déjeme verla un ratito si no le importa!
—Andará por ahí.
—Eso creía yo, pero llevo dos horas recorriendo la zona y no aparece.
—Pues entonces estará arriba.
—¿Volverá Shinako pronto a casa? ¿Adónde ha ido a estas horas?
—Ahí cerca, a doscientos o trescientos metros, a llevar un encargo de ropa, así que volverá pronto.
—¡Diantres! ¿Y qué hago yo? No sé qué hacer —Shozo juntó las palmas para rogarle, agitando el cuerpo exageradamente y pataleando—. Venga, señora Hatsuko, por favor, es el único favor que le pido. Déjeme ver a la gata mientras Shinako está fuera.
—¿Y qué hará usted después de verla?
—Nada. Me calmaré si la veo.
—¿No va a llevársela?
—¡Claro que no! Si la veo hoy, ya no volveré aquí nunca más.
Sin dar crédito a lo que oía y estupefacta por la osadía de este hombre, Hatsuko no dejaba de contemplar a Shozo. Luego, en silencio, subió al piso de arriba y después bajó hasta quedarse a mitad de la escalera.
—Ahí está —dijo Hatsuko asomándose por la escalera.
—¿De veras?
—Es que yo no sé cómo agarrarla. ¿Por qué no sube usted?
—¿No le importa que suba?
—No, pero baje enseguida.
—De acuerdo. Entonces subo.
—¡Dese prisa!
Mientras Shozo subía por la escalera empinada y estrecha, su corazón latía con ímpetu. Y en su cabeza revoloteaban, alocadamente, estos pensamientos: «¡Ay, cómo me alegro de cumplir mi deseo! Pero, por otra parte, ¿habrá cambiado? La verdad es que estoy agradecido porque la hayan mantenido en casa sin abandonarla ni dejarla morir. Bueno, sólo espero que Shinako no la haya maltratado y que la gata no haya enflaquecido. Estoy seguro de que Lily no se ha olvidado de mí durante este mes y medio, pero ¿se me acercará con tristeza o se escapará por vergüenza como siempre? Antes, cuando yo volvía a casa tras ausentarme dos o tres días, mi Lily me seguía y me lamía por todo el cuerpo. No sé…, si la gata se comporta como siempre, ¡qué pena me va a dar despedirme de ella!».
—Ahí la tiene usted.
Las cortinas de la ventana, que filtraban la luz clara de la tarde, estaban corridas. Shinako, previsoramente, debió de haberlas echado antes de salir. En la penumbra de la estancia se distinguían un brasero de estilo Shigaraki y la gata adormecida sobre unos cojines con el lomo arqueado y las patas delanteras recogidas bajo la barriga. No estaba tan flaca como el amo había imaginado. Además, llevaba el pelo bien cepillado, lo cual quería decir que estaba magníficamente atendida. Otra prueba del mimo con que Lily vivía era que Shinako no sólo le había dispuesto dos cojines bien mullidos, sino también un huevo crudo como manjar. El plato de arroz que la gata se había comido y la cáscara del huevo estaban encima de un periódico extendido en un rincón de la habitación. Al lado había un recipiente de arena parecido al de la casa de Ashiya. De repente, el amo olfateó aquel olor especial, el olor que se le había ido olvidando. El mismo olor del que antes estaban impregnadas las columnas, las paredes, el suelo y el techo de su casa, ahora se expandía por esta habitación. Una oleada de tristeza se agolpó en el corazón de Shozo, que acertó a pronunciar con voz ronca:
—Lily…
La gata, al escuchar su voz, abrió despacio los ojos y echó una ojeada indiferente a su amo, sin emoción. Luego dobló aún más las patas delanteras, agitó el lomo y las orejas como si tuviera frío y, con aire somnoliento, volvió a cerrar los ojos.
El día estaba despejado, pero como hacía un poco de frío, Lily permanecía encogida y probablemente no quería alejarse del brasero. Era evidente que, debido a que tenía el estómago lleno, le daba pereza moverse. Shozo, consciente del carácter perezoso del animal y acostumbrado a tal actitud, no sospechó que tuviera algún mal, pero al verla así recostada con una expresión tan triste y con el borde de los ojos lleno de legañas, le pareció que había envejecido mucho y que mostraba mucha menos vitalidad. Lo que más lo emocionó fue la expresión de sus pupilas. Aunque la gata siempre lo miraba con los ojos soñolientos en situaciones parecidas, sus ojos reflejaban ahora la misma fatiga que la de un enfermo a punto de desplomarse en el camino.
—No se acuerda de usted. Claro, es un animal.
—Se equivoca usted, señora. Lo que pasa es que disimula cuando hay delante algún extraño.
—No me lo creo…
—Pues es verdad lo que le digo… Por eso…, sólo un rato más, señora Hatsuko. ¿No le importaría esperar fuera un momento y cerrar la puerta?
—Pero ¿qué pretende?
—Nada…, solamente quiero abrazarla y subirla a mis rodillas…
—Pero… mi hermana está a punto de volver.
—Entonces haga usted el favor de vigilar la puerta principal. Cuando la vea, avíseme inmediatamente —le rogó Shozo, que se quedó en el cuarto mientras salía Hatsuko. Luego se sentó enfrente de la gata y la llamó—: ¡Lily!
La gata parpadeaba con la mirada irritada, como si le dijera: «Déjame en paz. Estoy durmiendo». Shozo le limpió las legañas, se la puso encima de las rodillas y le estuvo acariciando el cuello. Entonces Lily se dejó hacer sin poner mala cara hasta que al cabo de un rato empezó a ronronear.
—Lily, ¿qué te pasa? ¿Te duele algo? ¿Te trata siempre bien?
El amo le susurró algunas palabras esperando que Lily se acordara de cuando la acariciaba, cuando frotaba la cabeza contra las piernas de su dueño y le lamía la cara. Pero la gata seguía ronroneando con los ojos cerrados. Aun así, Shozo le acariciaba el lomo con paciencia mientras, con el ánimo sereno, observaba la habitación. Había pequeños detalles que delataban el carácter puntilloso e inquieto de Shinako: por ejemplo, había corrido la cortina para ausentarse sólo tres minutos, y además el tocador, la cómoda, los útiles de costura, los platos para la gata, el recipiente, todo estaba perfectamente ordenado en la habitación de cuatro tatamis y medio. Al fijarse en el brasero, vio las brasas en el centro, apiladas entre la ceniza bien allanada y con líneas dibujadas, donde estaba clavado el badil. Dentro del brasero brillaba la base metálica, donde se veía una tetera de hierro esmaltado, como recién pulida. Lo que más extraño le parecía a Shozo era la cáscara del huevo en el plato. Era evidente que Shinako debía ganarse la vida con mucho sacrificio. Eso significaba que, aunque se viera en apuros, alimentaba bien a la gata. Los ojos escrutadores del amo repararon también en que el algodón de los cojines de Lily era mucho más grueso que el que usaba ella misma. No entendía por qué su exmujer cuidaba tanto a una gata que antes aborrecía.
Y pensó: «Expulsamos a Shinako de casa por mi capricho, lo cual complicó la vida de Lily. Como esta mañana no he podido volver a casa, las piernas me han traído hasta aquí casi sin querer. Mi pecho rebosa de emoción al oír este ronroneo y aspirar este olor sofocante que sale del recipiente de Lily. Siento lástima por Shinako y por Lily, pero yo soy más miserable que nadie, y el único realmente que no tiene techo donde cobijarse».
En ese momento se oyeron unos pasos. Hatsuko abrió la puerta a toda prisa y gritó:
—¡Mi hermana ya asoma por la esquina!
—¡Ay, ay! ¿Qué hago?
—No salga usted por detrás. ¡Al vestíbulo!… ¡Corra al vestíbulo! ¡Llevaré ahí sus zapatos! ¡Corra, corra!
El amo bajó las escaleras con tanta prisa que estuvo a punto de caer rodando. Alcanzó el vestíbulo, donde se calzó las sandalias de paja que Hatsuko le había dejado en el suelo. Cuando salió a la calle vislumbró la imagen fugitiva de la espalda de Shinako que acababa de girar para dirigirse hacia la puerta trasera de la casa. Él, por su parte, echó a correr en dirección contraria, como si lo persiguiera un fantasma.