El segador de cañas

Tras separarnos,

¡qué miserable vida

segando cañas!

Y aún más penoso[35]

a la orilla de Naniwa.

Un día soleado de septiembre, cuando aún vivía en Okamoto[36], me apeteció salir a dar un paseo. Debían de ser pasadas las tres, un poco tarde para ir lejos, así que me pregunté si habría algún lugar al que sólo tardara dos o tres horas en llegar, algún sitio olvidado adonde a nadie se le ocurriera ir. Al final, recordé que nunca había estado en el santuario de Minase[37]. Era un lugar que siempre había deseado visitar. En el primer capítulo del clásico Masukagami («El claro espejo»)[38], titulado «En un sitio frondoso», se recoge una referencia a ese santuario:

El emperador Gotoba reformó los palacios Toba y Shirakawa y moró en ellos. Asimismo, construyó otro exquisito palacio en Minase donde iba de visita con frecuencia. En los equinoccios de primavera y otoño, cuando las hojas mudan de color, el emperador invitaba a muchos nobles de su agrado para celebrar una fiesta en la que todos disfrutaban de una música y una poesía tan sobresalientes que no había nadie que no quedara embelesado. El paisaje del río que Gotoba podía contemplar desde el palacio Minase poseía un encanto particular. En uno de los años de la era Genkyu[39], el emperador Gotoba, conmovido ante el maravilloso paisaje, compuso el siguiente poema:

Se ve el río Minase

descender por el monte

entre las brumas.

¿Por qué han de ser preferibles

las tardes del otoño?[40]

El corredor del palacio, rematado con un tejado de paja, era un prodigio de refinamiento. Gotoba, al fijarse en las pequeñas cascadas compuestas con piedras y en un pino cubierto de musgo de ramas extendidas, pensó que un palacio así habría de gozar de prosperidad miles de años. En primavera, cuando todo se llenaba de flores, el emperador invitaba a muchos nobles a celebrar fiestas con música y poesía. Fujiwara Sadaie, en el tiempo en que todavía no ostentaba un alto cargo, compuso los siguientes versos:

El pino joven,

que ahí permanece erguido

casi mil años,

vivirá otros mil años

igual que mi señor.

Eterna el agua

fluye en forma de cascada

y cae en la roca,

próspera y sempiterna

igual que el soberano.

Pasaron los años y el emperador Gotoba visitaba con frecuencia creciente el palacio Minase, donde disfrutaba de la fiesta escuchando el koto[41] y la flauta, y deleitándose en la contemplación de las hojas carmesíes por el otoño.

Antiguamente, por lo tanto, este santuario hizo las veces de palacio del emperador Gotoba. Hacía ya tiempo, desde que leí el libro por primera vez, que evocaba el lugar, inspirado por el maravilloso poema del emperador. También me cautivaba este otro:

Alba sin viento.

Barcas celadas por la bruma.

Akashi en calma.

Y este:

¡Ay, el mar de Oki!

Me acaricia afectuoso

el tosco viento.

Ahora que ya soy

el señor de esta isla.

Me acordaba bien de estos poemas, pero cuando leía el del emperador, a mi mente acudía la imagen nostálgica, cálida y entusiasta del paisaje fluvial de Minase. Aun así, como no estaba familiarizado con la geografía de la zona, no distinguía dónde se hallaba exactamente el emplazamiento del santuario, aunque suponía que se ubicaba a las afueras de Kioto. Hace poco me enteré de que los vestigios del palacio se encontraban en las orillas del río Yodo y a poco más de diez cho, es decir, aproximadamente a un kilómetro, de la estación de Yamazaki, situada cerca de la frontera entre las antiguas provincias de Yamashiro y Settsu. Entre ellos se erigía el actual santuario dedicado al emperador Gotoba. Al final me resultó cómodo realizar una visita porque no se tardaba mucho en llegar en ferrocarril; y aún era más fácil llegar tomando la línea ferroviaria Hankyu y haciendo transbordo en la línea Shinkeihan. Justamente aquel día habría luna llena, y a mí me fascinaba contemplarla a orillas del río Yodo. Después de pensármelo, me marché sin avisar a nadie de mi destino. Me parecía que el santuario no era lugar para ir acompañado. Yamazaki pertenece al distrito de Otokuni, en la vieja provincia de Yamashiro, y el santuario, al distrito de Mishima, en la provincia de Settsu; por esa razón, si me dirigía a Kioto desde Osaka, debía bajar en la estación de Oyamazaki de la línea Shinkeihan y volver en dirección a Osaka cruzando la frontera. Hacía tiempo que había recorrido los alrededores de esa estación de tren estatal de Yamazaki, y aprovechando la ocasión, por primera vez decidí poner rumbo al oeste. Siguiendo el camino, encontré una bifurcación, y en un recodo a la derecha descubrí una vieja piedra que indicaba la dirección. Esa ruta conducía a Itami vía Akutagawa e Ikeda. Según la Crónica de Oda Nobunaga, los señores de la guerra Araki Murashige e Ikeda Tsuneoki desplegaron una gran actividad en tierras de Itami, Akutagawa y Yamazaki a finales del siglo XVI, y antaño esta era una vía principal. Otro camino, que discurría a lo largo de la orilla del río, probablemente era conveniente para acceder en barco, pero no resultaba apropiado para un viaje terrestre, puesto que albergaba muchas ensenadas y pantanos de frondosos cañaverales. Recordaba vagamente que había restos de embarcaderos en Eguchi, a lo largo de la línea del tren por la que había viajado. Actualmente Eguchi corresponde al centro de Osaka, mientras que Yamazaki, después de las obras para ampliar el área urbana de Kioto, quedó incorporada a esta ciudad. Sin embargo, parecía que el clima de la frontera entre Osaka y Kioto, a diferencia del de la frontera entre Osaka y Hyogo, no era el mejor para establecer una zona residencial, por eso suponía que seguía siendo una extensión de cañaverales. En la obra de kabuki Chushingura se menciona que ese camino estaba infestado de jabalís y salteadores, por lo que yo suponía que en otros tiempos había sido salvaje. Incluso las casas con tejado de cañas que flanqueaban ambos lados del camino resultaban bastante viejas para la gente acostumbrada a los barrios occidentalizados situados a lo largo de la línea Hankyu. En otro libro de historia, el Okagami, se dice: «Sugawara Michizane lamentó que lo fueran a castigar, aunque era inocente, y se hizo monje budista en Yamazaki…». Al final a Sugawara Michizane lo condenaron al destierro[42]. En el camino al exilio, efectivamente, abrazó la vida religiosa budista y compuso estos versos:

Volver el rostro

ya tan lejos de tu hogar

muy a menudo.

Y divisar desde allí

el árbol de tu casa.

La zona respiraba un aire tradicional y muy arcaico. Puede que entre sus evocadoras edificaciones se hubiera levantado una estación de postas cuando se construyeron los palacios de la vieja Heian[43]. Sumido en estas reflexiones, me fijé en la sombra del alero de cada una de las casas, en las que reinaba una atmósfera de los siglos de la era Tokugawa.

Crucé un puente alzado sobre un río que imaginé sería el Minase; caminé un poco más y luego, al girar a la izquierda, encontré los restos del palacio. En el santuario, a un nivel más elevado se deificaba a los emperadores Gotoba, Tsuchimikado y Juntoku, caídos en desgracia a raíz de la guerra Jokyu[44]. Como en esta región se encuentran numerosos santuarios y magníficos templos, no es necesario detenerse a describir el edificio y el paisaje que lo circunda. Pero me emocionaba al ver tan sólo un árbol o una piedra y figurarme que en cada cambio de estación, a principios de la era Kamakura, los cortesanos celebraban un banquete o una fiesta, según relata el Okagami. Me senté al borde del camino para fumar una pipa, y luego recorrí sin rumbo el pequeño recinto del santuario. El edificio se encontraba en un paraje tranquilo y solitario, un poco alejado de la avenida principal, y más allá de las casas dispersas de los campesinos, bordeadas de setos formados por distintas hierbas otoñales. Pero probablemente el palacio de Gotoba no se elevaba sobre una superficie tan reducida como la del actual santuario, sino que debía de extenderse hasta la orilla del río Minase que yo acababa de cruzar. Podía imaginar al emperador Gotoba contemplando el río desde algún mirador o jardín construidos a la orilla y componiendo un poema como este:

Se ve el río Minase

descender por el monte

entre las brumas.

¿Por qué han de ser preferibles

las tardes del otoño?

La crónica Masukagami recrea así la escena:

En verano, el emperador Gotoba visitó un pabellón del palacio Minase. Se refrescó bebiendo agua con hielo y mandó servir arroz con agua fría a los jóvenes nobles de palacio. Después de tomar él mismo un poco de sake, exclamó: «¡Hay que ver cuánto sabía la dama Murasaki Shikibu! En su obra El relato de Genji habla de la preparación de peces de un extraño sabor dulce que vivían en el río más cercano y en el Nishi. Son pescados especialmente sabrosos. ¿Quién los cocinará hoy para mí?». Un miembro del cortejo, un tal Hata, al oír al emperador junto a la barandilla, tomó una hoja de bambú enano que crecía al borde del estanque, lavó el arroz, lo puso en la hoja y se lo ofreció al emperador. En El relato de Genji se dice: «El granizo que cae sobre las hojas desaparece si alguien lo intenta tomar. El arroz sobre las hojas del bambú enano posee el mismo encanto». El emperador Gotoba se despojó de una parte de su vestimenta y, complacido, tomó varias copas más de sake.

Conjeturé que el agua del estanque del palacio habría estado en el pasado conectada con el río, y además que el río Yodo correría medio kilómetro al sur del santuario. En ese momento no lo podía ver; tampoco creía que el monte Otoko se situara mucho más allá del gran río Yodo. Por el contrario, tenía la sensación de que se aproximaba a mí. Tras contemplar la cima del monte Otoko, hacia el sureste, eché un vistazo a la de la montaña Tenno, situada al noreste. Al observar los cuatro puntos cardinales, me di cuenta de que me encontraba en un valle rodeado de montes, como si estuviera en el fondo de una olla, pese a que no me había percatado de ello al recorrer el camino. A juzgar por la forma de los montes y los ríos, era probable que en Yamazaki se hubiera erigido un puesto de control en la época de alguna dinastía antigua. Se trataba de un lugar estratégico para invadir Kioto desde el oeste. El caudaloso río fluye a lo largo de la frontera, bastante estrecha, que separa las llanuras de Yamashiro, al este, cuyo centro es Kioto, y de Sekkasen, al oeste, con el centro en Osaka. Aunque las dos ciudades, Kioto y Osaka, están construidas a ambas orillas del Yodo, el clima de una y otra urbe es completamente diferente: según la gente de Osaka, en ocasiones hacía buen tiempo en el oeste de Yamazaki aunque estuviera lloviendo en Kioto, y otras veces, cuando uno atravesaba Yamazaki en tren en invierno, la temperatura caía bruscamente. Todo se asemejaba a los alrededores de Saga: el paisaje rural de las aldeas salpicado de setos de bambú, la arquitectura de las casas de los campesinos, la flora y el color de la tierra. Al llenar mis ojos con estas escenas tan rústicas, tuve la sensación de que una aldea de Kioto se había prolongado hasta allí.

Me fui del templo atajando por los callejones detrás de la calle principal, llegué nuevamente al Minase, y ascendí por el dique del río. La imagen sugerida por los versos del emperador y, en general, el panorama que acababa de disfrutar eran similares, pese a que la forma del monte Tenno y el paisaje a ambos lados de la parte alta de la ribera del río habían cambiado un poco al cabo de setecientos años. Siempre había supuesto que las vistas alrededor del santuario serían así, un paisaje sencillo de montes y ríos no tan curioso y extraordinario como podrían serlo unas montañas excelsas horadadas por corrientes rápidas. La colina de pendiente suave, el arroyo manso y la niebla de la tarde que lo difuminaba todo convertían el paisaje en torno al santuario en un lugar tan sereno como una estampa japonesa. Debido a que el valor de un escenario natural se basa en los ojos que lo miran, algunos creen que el paisaje de Yamazaki no merece la pena. Con todo, al encontrarme frente a esos montes y esos ríos que no eran grandiosos ni especiales, sino más bien mediocres, deseé quedarme atrapado para siempre en mi dulce imaginación. Este lugar recibía a los visitantes con los brazos abiertos y sonrisa amable, en vez de sorprenderlos o dejarlos sin respiración. Si se observa este panorama sólo unos instantes no resultará interesante, pero si uno permanece ahí un buen rato, se sumergirá en un afecto maternal, como si fuera abrazado por su propia madre. Sobre todo por la tarde, en las horas más melancólicas, deseaba que me aspiraran hacia la niebla sutil de la parte alta del río. Era como si me estuvieran invitando a ascender con una señal de la mano. Por cierto, tal y como cantó el emperador Gotoba en su poema, si hubiera hecho esta excursión una tarde de primavera, una niebla tenue se habría extendido al pie del monte y los cerezos habrían florecido dispersando pétalos a ambos lados del río, por la cumbre de la montaña y el valle. ¡De qué imagen tan delicada habría disfrutado! El emperador Gotoba a buen seguro había presenciado ese panorama primaveral. Como sólo la gente cultivada de ciudad puede capturar el verdadero encanto de la naturaleza, es lógico que la mayoría se aburra de este paisaje, excepción hecha de los comentarios de los refinados cortesanos de la era Heian.

Durante un rato me relajé sentado en la ribera, que paulatinamente iba siendo envuelta por la luz cada vez más débil de la caída de la tarde. Me entretuve observando el curso bajo del río y pensando dónde habrían construido el pabellón en el cual el emperador Gotoba comía arroz con agua fría acompañado por los nobles de alto rango. Contemplé la margen derecha del río, donde se extendía un bosque oscuro y frondoso hasta detrás del santuario. Era indudable que el amplio terreno del bosque entero era el mismo donde yacían los restos del palacio. Y, además, desde ese lugar pude observar el caudaloso río Yodo, en cuyas aguas se vierten las del Minase. Pronto comprendí que el emplazamiento del palacio gozaba de una privilegiada importancia estratégica. El río Yodo, al sur del edificio, y el río Minase, al este, confluyen en ese punto, y dentro de ese espacio, al lado del palacio, se debió de trazar el espléndido jardín de veinte o treinta mil tsubo, es decir, entre setenta y cien mil metros cuadrados de superficie. Así, cada vez que bajaba de Fushimi en barco, el emperador podría sujetar directamente las amarras a la barandilla del corredor de palacio y tendría acceso libre a Kioto. Debía de ser la razón de que Gotoba frecuentara tanto el palacio Minase. Me resultó inevitable recordar entonces las suntuosas villas que de niño yo había visto en las márgenes del río Sumida: eran los barrios tokiotas Hashiba, Imado Komatsujima, Kototoi y otros. Sé que incurro en una audacia al comparar a personas de buen gusto de la moderna Tokio con el emperador Gotoba, el cual celebraba banquetes espléndidos con comentarios como el mencionado «¡Hay que ver cuánto sabía la dama Murasaki Shikibu! En su obra El relato de Genji se habla de la preparación de peces de un extraño sabor dulce que vivían en el río más cercano y en el Nishi. Son pescados especialmente sabrosos. ¿Quién los cocinará hoy para mí?»; o felicitaba a un miembro de su cortejo con estas palabras: «El granizo que cae sobre las hojas desaparece si alguien lo intenta tomar. El arroz sobre las hojas del bambú enano posee el mismo encanto». Pero, a diferencia del río Sumida, que carece de gracia, el río Yodo, paisaje típico de Osaka por el que los barcos iban y venían bajo la sombra del monte Otoko proyectada en el agua, consolaba al emperador y tal vez hacía más amenas las fiestas. Posteriormente, cuando Gotoba, condenado por haber conspirado contra el sogunato, fue desterrado a la isla de Oki, donde pasó diecinueve años, quizá recordara con frecuencia, al oír el sonido de las olas y el viento de aquella inhóspita isla, el paisaje de Yamazaki y las espléndidas fiestas celebradas en palacio. Yo soñaba con aquellas celebraciones mientras resonaba en el fondo de mis oídos el sonido de los instrumentos de viento y de cuerda, el arrullo del agua de la fuente y la charla amena de los nobles.

Cuando por fin sobrevino el crepúsculo, saqué el reloj para mirar la hora: ya eran las seis. Durante el día había hecho tanto calor que había sudado mucho, pero cuando el sol se puso, empezó a soplar el viento fresco propio de las tardes otoñales. Tenía hambre y necesitaba cenar algo mientras esperaba la salida de la luna. Decidí alejarme de la ribera del río y dirigirme a la avenida principal del pueblo.

Sabía que no había buenas tabernas en la zona. Entré en una especie de posada, un restaurante de fideos de trigo o udon, donde bebí dos copas de sake y cené dos cuencos de udon aderezados con tofu frito. Así entré un poco en calor. Después salí del restaurante y seguí el camino que me había indicado el posadero para bajar al cauce seco del río. Llevaba en la mano una botella de sake calentado al baño maría. Al decirle al posadero que quería cruzar el río Yodo en barca para disfrutar de la luna, me había contestado: «A las afueras del pueblo encontrará usted barcas que van hasta Hashimoto, el pueblo que está en la otra orilla. El afluente es muy ancho y en medio hay una isleta formada por un gran banco de arena. La barca hace una parada en la isleta y luego cruza a la otra orilla del río. Por eso, durante el viaje usted podrá disfrutar de la luna y del paisaje del río». Añadió que había una casa de citas en Hashimoto, y que no me preocupara porque la barca iba y venía hasta las diez o las once de la noche. «Podrá ver la luna tranquilamente montando en la barca más rato en caso de que le guste el paisaje».

Después de mostrar mi agradecimiento al posadero por su información, eché a caminar un poco achispado, con las mejillas coloradas y sintiendo el viento fresco de la noche. Me daba la sensación de que el embarcadero quedaba más lejos de lo que pensaba. Cuando finalmente llegué, vislumbré la isleta en medio del cauce. Uno de los extremos del banco de arena terminaba justo frente a mí, pero el otro, bastante ancho, seguía hasta muy lejos bajo la luz tenue. Pensé que quizás aquella no era una isla solitaria dentro del río Yodo, sino una prolongación de tierra, como la punta de una espada que se hallara en la confluencia entre el río Yodo y el Katsura. En todo caso, los ríos Kizu, Uji, Kamo y Katsura confluyen por esta zona y las aguas de las provincias de Yamashiro, Omi, Kawachi, Iga y Tanba también corren hasta aquí. Un libro con ilustraciones del río Yodo describe que un poco más arriba de donde yo estaba existió un embarcadero llamado del Zorro, y que la distancia de una orilla a otra era de unos doscientos metros. Seguramente, en este trecho del río había mayor distancia. El promontorio no estaba exactamente en medio del río, sino más cerca de la orilla en que yo me encontraba. Me dispuse a esperar la llegada de la barca sentado en una zona seca. En el otro lado, donde estaba el pueblo llamado Hashimoto, lleno de faroles, veía crecer el tamaño de la barca a medida que se aproximaba al arrecife. Los pasajeros bajaban de la barca y cruzaban el banco de arena andando hasta el otro lado, donde aguardaba amarrada otra barca. Hacía mucho tiempo que no subía a una barcaza de transporte, pero esta travesía, con la isleta en el medio, tenía mucho más encanto que los trayectos a Sanya, Takeya, Futako y Yaguchi, en los que me embarcaba de pequeño. Me sorprendió que subsistiera un transporte público tan tradicional como este y me sentí afortunado de estar a punto de usarlo.

En una ilustración de Hashimoto del citado libro, la luna estaba detrás del monte Otoko, y al lado de la imagen había un poema de Kageki:

Sobre la cima

de la montaña Otoko,

luna redonda.

Las barcas aparecen

en claros bañadas.

Y un haiku de Kikaku:

Luna brillante,

alumbra el monte Otoko,

¿será perpetuo?

Cuando la barca a la que subí se aproximó a la isleta, la luna redonda apareció detrás del monte Otoko. La escena era idéntica a la de la ilustración. Los árboles frondosos mostraban el lustre del terciopelo, y en una parte del cielo languidecían los arreboles, pero por el resto se extendía un denso color negro. El barquero me invitó a pasar al otro lado del banco de arena, pero le dije que quería quedarme un rato más dejándome acariciar por la brisa del río, y que más tarde subiría. Caminé sólo hacia el final del arrecife pisando la maleza húmeda por el rocío y me agaché en una zona colindante al río, donde crecían las cañas. Desde este islote podía contemplar bajo la luna el paisaje de ambas orillas como si estuviera en una barca que flotara en medio del río. Sin dejar de mirar la luna a mi izquierda, caminé en dirección a la parte baja del cauce, y las aguas se me mostraron envueltas en una luz azulada y húmeda. Daba la impresión de que el río era más extenso que cuando lo avisté por la tarde. Recité en voz alta unos bonitos versos de un poema de Du Fu sobre el lago Dongting, otros de la epopeya Pi-pa-xing de Bai Juyi y una canción de Su Shi. Eran versos que llevaba mucho tiempo sin recordar. Como dice Kageki, antiguamente a esas horas muchas barcas grandes o pequeñas trajinaban de acá para allá; sin embargo, ahora veía solamente una que transportaba a cinco o seis pasajeros. Bebí a morro de la botella de sake que sostenía en la mano, y ligeramente embriagado recité:

A la orilla del río Yangtsé me despedí de un pasajero.

Soplaba un viento otoñal sobre las hojas de arce y las flores de las cañas.

Mientras recitaba, se me ocurrió la idea de que el paisaje antiguo del río Yodo podía asemejarse al descrito por el poeta chino en su Pi-pa-xing. Puesto que las poblaciones de Eguchi y Kanzaki se situaban cerca de la parte baja del río, algunas prostitutas debían de errar por la zona a bordo de pequeñas embarcaciones. En la era Heian, Oe Masahira[45] escribió un poema sobre las cortesanas en el que se lamentaba de la prosperidad perdida de los prostíbulos ubicados a lo largo del río:

Kaya[46], que linda con las tres provincias, Yamashiro, Kawachi y Settsu, tiene un puerto estratégico. Los pasajeros, que vienen del este y del oeste, del norte y del sur, siempre deben pasar por este camino fluvial. En ese punto las mujeres de la vida que comercian con sus encantos esperan a los clientes en una barca amarrada a la puerta del burdel acompañadas de algunas viejas. Las prostitutas, ostentosamente maquilladas, cantan y sonríen para tentarlos, mientras las viejas abren los parasoles y manejan las barcas con los remos. ¡Oh, puedo ver las estancias decoradas de color carmesí y los biombos verdes! La cortesía aquí es totalmente diferente a la de los nobles, pero cada cliente encuentra a su favorita en las barcas que flotan en el río, igual que hacen los nobles. En el camino del río presencio tantos encuentros y tantas despedidas que no puedo evitar suspirar profundamente.

Similar testimonio nos da Oe Kunifusa, bisnieto de Oe Masahira y autor de un libro llamado Yujoki, en el que describe las costumbres de esta animada zona de placer en los siguientes términos:

Se divisan prósperos pueblos al norte y al sur del río Yodo, que constituye el límite de las dos provincias, la de Settsu al norte y la de Kawachi al sur. En la de Settsu, el río Yodo se bifurca en dos afluentes. Esa zona se llama Eguchi; en ella solamente hay una granja que pertenece al departamento sanitario del palacio imperial y una tierra pantanosa para cañas del departamento de higiene. Es un lugar importante para el tráfico fluvial. En la provincia de Settsu se hallan Kanzaki y Kanishima, donde hay tantos prostíbulos que nunca falta diversión en la zona. Las mujeres de la vida van montadas en barcas, que otras mujeres conducen con los remos, desde donde cantan para llamar la atención de los clientes y con las que avanzan entre otras barcazas. Parece que sus voces detienen hasta la niebla, y el eco de los tambores flota a merced de las olas del río. En este ambiente los pasajeros suelen olvidarse de sus familias. En el río flotan, aparte de las embarcaciones de las prostitutas, tantos barcos de ancianos que disfrutan del arte de la pesca y tantas barcas de recreo y de transporte que las proas y los remos se tocan unos con otros y no se ve la superficie del agua. Es el lugar más alegre del mundo.

Fijé la mirada en el agua que corría tristemente bajo la luz brillante de la luna mientras me ponía a rebuscar en los entresijos de mi débil memoria para recordar algunos textos más. Cualquier persona experimentará un sentimiento de nostalgia al pensar en el pasado. A mí, vulnerable como era al borde de la cincuentena, la tristeza del otoño me abrumaba con una fuerza extraña que nunca había imaginado cuando era joven, y me emocionaba tan sólo al ver una hoja de pueraria trémula al roce del viento. Y, además, al contemplar el paisaje sentado de noche en ese arrecife, eché de menos la prosperidad pasada y me lamenté de la fugacidad de la vida. En el libro del Yujoki aparecen incluso los nombres de prostitutas de cierta popularidad como Kannon, Nyoi, Koro, Kujaku, Ko-Kannon, Yakushi, Yuya, Naruto y un sinnúmero más. ¿Dónde habrá ido a parar la mayoría de esas mujeres que se pasaban la vida sobre el agua? Según dicen, ellas creían que vender sus cuerpos era una especie de práctica religiosa, por eso se habían puesto nombres budistas. Las mujeres se comparaban a Fugen[47], y a veces hasta recibían el homenaje de ciertos nobles. Yo me preguntaba si las mujeres podían aparecer sobre el caudal del río tan fugazmente como la espuma que se deshace tan pronto como se forma. Fue el monje Saigyo quien dijo:

Una prostituta de Eguchi se da cuenta de que su casa se encuentra en medio del río y flota en sus aguas como un barco de pasajeros. La mujer piensa: «Mi vida es fugaz y vana. ¿Cómo será la vida que me espera cuando muera? ¿Será a causa de las acciones realizadas en vidas anteriores por lo que llevo esta existencia perdida? Mi vida es efímera como el rocío: es un precepto del Buda. Estoy segura de que pagaré mis faltas, pero no sé cómo guiar a otra gente para que llegue al paraíso. Aun así, es maravilloso que muchas de nosotras consigamos renacer en otro mundo sereno y puro, mientras hay gente miserable que se quita la vida».

¿No será que las mujeres de la vida, reencarnadas y felices en la Tierra Pura, se ríen compasivamente de la vileza y la depravación del ser humano?

Mientras daba vueltas a estos pensamientos, se me ocurrieron algunos versos, y antes de olvidarlos saqué un cuadernito de la pechera y los anoté al claro de luna. Como quedaba todavía sake, tomé un trago y luego seguí escribiendo, y así sucesivamente. Después de apurar la última gota, tiré la botella al río. Entonces advertí que las hojas del cañaveral temblaban. Miré hacia el lugar de donde procedía el susurro de las cañas al moverse. Entre las cañas había un hombre agachado, como si fuera mi sombra. Extrañado, me quedé observándolo con cierto descaro. El desconocido me saludó y me dijo con voz agradable y sin reproche:

—Hoy la luna es sorprendente y en verdad elegante. Llevo un rato escondido aquí, sin querer molestarlo, y al sentir sus palabras me han entrado ganas a mí también de recitar algo. ¿Le importaría escucharme?

En Tokio no es habitual que una persona desconocida entable conversación con otra con la familiaridad con que este hombre se dirigía a mí. Pero yo, al corriente del carácter abierto de la gente del oeste[48], ya estaba habituado a sus costumbres, de modo que sin ninguna reserva le respondí que lo escucharía de buen grado. El hombre volvió a sorprenderme al levantarse de improviso: se acercó a mí apartando las cañas y se sentó a mi lado. Desató el cordón de algo que llevaba sujeto a un bastón rústico de madera y me preguntó humildemente si lo quería. Sostenía una calabaza de peregrino en la mano izquierda y un cuenco laqueado en la otra. Después de mostrármelos, me dijo agitando la calabaza:

—Todavía queda algo. Como sé que usted acaba de tirar su botella, puede beber de mi sake a cambio de escuchar mi pésimo canto. No creo que le haga mucha gracia si se le pasa la borrachera y le vendrá bien para aguantar la brisa fresca que se levanta a estas horas de las aguas del río.

Me vi casi obligado a aceptar el recipiente y el hombre me sirvió el sake, que emitía un sonido agradable al ir cayendo en el cuenco.

—Se lo agradezco de verdad. Lo beberé con mucho gusto —y de un solo trago apuré todo el contenido. No sabía qué clase de sake era, pero su frescura mezclada con el olor de la calabaza me dejó un regusto limpio que no tenía el de mi botella. Me invitó a un trago tras otro, sin interrupción, y cuando me hube tomado el tercer cuenco empezó a cantar una melodía Kogo[49].

El señor de las cañas —así lo llamaré—, sin duda afectado por la bebida, cantaba con la respiración entrecortada. No tenía una voz hermosa ni potente, pero sí era serena y experimentada. Al oírlo cantando con tanta calma, supuse que llevaba muchos años de práctica. Pero apenas empezó a cantar con toda desenvoltura delante de mí, para él un auténtico desconocido, se sumergió en el mundo que la canción recreaba sin inquietarse con pensamiento innecesario alguno. Su estado de ensimismamiento indujo en mi ser el mismo estado de ánimo. Me parecía que valía la pena aprender a cantar si uno podía alcanzar tal grado de concentración, aunque no mejorara la técnica de canto.

—Me he distraído bastante. Le agradezco mucho su paciencia —me dijo jadeando.

Después se humedeció la boca seca con sake y me volvió a ofrecer el cuenco para que bebiera. Como la visera del sombrero de caza proyectaba una sombra sobre su cara, no podía distinguir con claridad sus facciones, pero adivinaba que tendría más o menos la misma edad que yo. Pequeño y delgado, vestía un kimono y un sobretodo.

—Permítame preguntar si el señor viene de Osaka, ya que su acento parece más del oeste que de Kioto.

—Así es —respondió el señor de las cañas—. Tengo un pequeño comercio de antigüedades en el sur de Osaka.

—¿Está usted de paso? —le pregunté.

—No —me respondió mientras sacaba una tabaquera y una pipa que llenó con las hebras deshilachadas del tabaco—. He salido de casa por la tarde para ver la luna de esta noche. Tomando la línea de Shinkeihan en lugar de la línea Keihan que normalmente tomo, he cruzado el río y he llegado a esta isleta.

—¿Es que suele usted visitar cada año un sitio nuevo para ver la luna?

—Sí —contestó, y mientras encendía la pipa se quedó callado un rato. Luego añadió—: Cada año voy al estanque de Ogura para verla, pero esta noche, por capricho y fortuna, he llegado a esta parte de la isleta en vez de acudir al lugar de costumbre. Al verlo a usted descansando por aquí, me he dado cuenta de que este sitio es ideal para contemplarla, es decir que lo he encontrado gracias a usted. La luna es especial cuando se la contempla a través de las cañas en la confluencia de dos ríos.

Vertió la ceniza en su tabaquera de bolsillo, que llevaba sujeta a la faja del kimono como primorosa escultura, y encendió otra carga con la brasa de la pipa anterior.

—¿Podría escuchar los versos que se le han ocurrido antes?

—¡No merecen la pena! —le contesté guardando el cuaderno en mi pecho a toda prisa.

—¡Vamos, hombre, no sea modesto!

Pero no insistió más. En cambio, el señor de las cañas comenzó a recitar despacio, como si hubiera olvidado su petición:

La luna el río

ilumina y en los pinos

sopla la brisa.

¿Por qué noche tan pura?

¿Por qué tan bello paisaje?

—Por cierto, y ya que usted es de Osaka —le dije—, sin duda conocerá bien la geografía y la historia de la región. Las cortesanas de Eguchi ¿venían antiguamente a esta isla en barca? Porque sus fantasmas se me aparecen bajo la luna y en mi poesía trato de hablar del hombre que va en pos de sus sombras, pero no logro plasmarlo bien.

—La gente siente algo parecido, y yo también imagino a esos fantasmas del pasado cuando contemplo la luna —me contestó el señor de las cañas emocionado.

—Debe de ser usted mayor que yo —dije al fijarme en su cara—. Le confieso que cada año siento más la nostalgia y monotonía del otoño, o mejor dicho, un desconsuelo que me abruma sin motivo. Tal vez por eso me parece saborear mejor la verdadera esencia de los poemas antiguos, esos versos que dicen: «Me ha sorprendido el ruido del viento», o «El viento otoñal hace temblar la persiana de bambú de mi estancia»[50]. Pero no detesto el otoño a pesar de su melancolía. Cuando era joven, la primavera era mi estación favorita, pero ahora deseo sobre todo la llegada del otoño. Con el tiempo, el ser humano adopta una actitud resignada, llega a disfrutar del ocaso de las leyes de la naturaleza y ansía una vida de armonía. Por eso me consuela más contemplar un paisaje austero que uno deslumbrante, y sumergirme en los recuerdos del pasado glorioso antes que devorar los placeres presentes. Lo que quiero decir es que cuando uno es joven el recuerdo del pasado es simplemente una ilusión que nada tiene que ver con el aquí y ahora; pero para los viejos el pasado es un alimento indispensable.

El señor de las cañas asintió varias veces con la cabeza:

—Tiene usted razón. A medida que uno se hace mayor, abriga esos deseos en su corazón. En mi caso, como ya le he dicho, todos los años, la misma noche de otoño, caminaba entre ocho y doce kilómetros bajo la luna llena con mi padre cuando era niño. A menudo mi padre me decía que, de momento, yo no podía entender la tristeza del otoño, como usted mismo acaba de decir, pero que llegaría un día en que la entendería.

—¿Y por qué a su padre le gustaba tanto contemplar la luna llena?, ¿por qué salían a pasear tantos kilómetros en noches como esta? —quise saber.

El hombre no sabía con certeza el motivo por el cual su padre lo había llevado por primera vez a caminar cuando tenía siete u ocho años.

—Mi padre vivía en una casa pequeña situada al fondo de un callejón y mi madre había muerto dos o tres años antes. Como yo todavía era un niño, tal vez no me podía dejar solo en casa. Recuerdo que mi padre me propuso ir a ver la luna y salimos de casa cuando aún era de día; subimos al barco de vapor en el embarcadero Hachikenya para remontar el río; luego desembarcamos en Fushimi, aunque yo no sabía que era ese pueblo. Recuerdo que caminé al lado de mi padre unos seis u ocho kilómetros, en silencio, seguramente a lo largo del dique de Ogura, hasta que llegamos al pantano.

Lo interrumpí:

—¿Pero por qué siguieron la ribera del río? ¿Acaso paseaban simplemente para contemplar la luna reflejada en el agua?

El señor de las cañas me contestó que sí. Luego me explicó:

—De vez en cuando, mi padre se detenía a observar el agua y me decía que ese paisaje era muy bello. Yo estaba de acuerdo con él y lo admiraba a mi vez. Cuando pasamos delante del chalet de un vecino acaudalado de la zona, de entre los árboles frondosos nos llegó el sonido de los tres instrumentos tradicionales de cuerda, ya sabe usted, el koto, el shamisen y el kokyu[51]. Mi padre se acercó a la puerta de entrada y aguzó el oído. Bordeó el muro alrededor de la casa grande y yo lo seguí. Al aproximarnos al jardín del fondo, oí más claramente la melodía del koto y del shamisen, junto con un murmullo sutil. En esa zona había un seto verde en lugar de muro y mi padre atisbó por el intersticio del follaje sin moverse. Con la cara pegada al seto, yo lo imité y me puse a mirar por el espacio libre que dejaban las hojas. En el jardín de césped había una colina y un estanque con una fuente. Vi que en un pabellón que se elevaba sobre una isleta artificial en el estanque, tan alto como el de un edificio de la era Heian y rodeado por una galería, cinco o seis hombres y mujeres celebraban un banquete. Al lado de la barandilla había una mesa con botellas de sake, velas y ramas decoradas. Parecía que celebraran una fiesta de plenilunio. Una mujer tocaba el koto sentada en el lugar de honor; una criada con el pelo recogido al estilo shimada[52], el shamisen, y un maestro músico, el kokyu. Los veíamos bien desde donde estábamos, así como a unas criadas que, también con peinados shimada, bailaban agitando abanicos delante de un biombo dorado, aunque no podíamos verles la cara. Había velas encendidas en lugar de bombillas, puesto que en aquellos tiempos no existía todavía la luz eléctrica, o bien las habían colocado a propósito para animar el ambiente. Con la luz que proyectaban las velas, las sombras de las ramas se reflejaban de manera intermitente en las columnas, la galería y el biombo. La luz de la luna alumbraba el agua del estanque y había una barca amarrada a la orilla. Tal vez el agua provenía del estanque de Ogura, de modo que sería fácil acceder directamente allí con la barca. Una vez finalizado el baile, las criadas recorrieron el salón con una jarrita de sake en la mano. A juzgar por los recatados ademanes de las criadas que atisbé desde lejos, me parecía que la que había tocado el koto era la señora y el resto, las sirvientas. Esta historia data de hace más de cuarenta años, cuando en las casas tradicionales las criadas vestían como las damas, estudiaban etiqueta y algunos señores les exigían aprender canto y baile. Pensaba que la villa pertenecería a una de esas familias adineradas de la zona, y que la dama que había tocado el koto sería una de sus hijas. Sin embargo, como esa mujer estaba sentada al fondo del salón su rostro permanecía oculto tras la sombra de las ramas y no podíamos verlo. Mi padre se desplazaba a diferentes puntos a lo largo del seto para verla mejor, pero desde cualquier ángulo las ramas nos lo impedían. Por el recogido, el maquillaje y el color del kimono se deducía que la mujer no podía ser muy mayor, su voz era sin duda juvenil. Como estábamos lejos, no era posible escuchar lo que decían, tan sólo la oíamos a ella, que tenía voz de ángel. Por la entonación del final de sus frases al decir «¿de verdad?» o «puede ser», que hacía eco en el jardín, comprendimos que la mujer hablaba el dialecto de Osaka. Su voz era tranquila, refinada y tenía encanto, al mismo tiempo que sonaba garbosa y vibrante. Parecía estar un poco achispada y de vez en cuando se reía. La impresión general era que se trataba de una mujer elegante e ingenua. Pregunté:

»—Papá, están jugando a ver la luna, ¿verdad?

»Mi padre me contestó:

»—Sí, eso parece.

»La cara de mi padre seguía pegada al seto. Le hice otra pregunta:

»—Por cierto, ¿de quién es esta casa? ¿Lo sabes, papá?

»Esta vez mi padre se limitó a responder con un “Um” mientras acechaba a la mujer con entusiasmo.

»Hoy pienso que mi padre pasó demasiado tiempo mirando a hurtadillas, porque entretanto las criadas cortaron la mecha de las velas dos o tres veces y luego bailaron, y escuchamos a la señora cantar con voz hermosa y alta y tocar el koto. Nosotros continuamos observando desde el seto hasta que acabó el banquete. De vuelta a casa, debí recorrer el camino del dique con mi padre.

»Al contarle a usted ahora estos recuerdos de mi niñez, tengo la impresión de estar viéndolo de nuevo y con todo detalle, y es que en realidad, como le decía antes, lo que le he relatado no sucedió sólo una vez: cada año, mi padre me llevaba a dar un paseo por la ribera del río y se paraba delante de la puerta a escuchar el sonido del koto y del shamisen. Luego bordeábamos el muro y el seto verde para atisbar el jardín de la villa. Todos los años la escena del pabellón era más o menos igual, o sea la señora de la casa aparentemente se reunía con el maestro y las criadas para celebrar un banquete. Puede que confunda lo que ocurrió aquel primer año con lo que aconteció al siguiente, porque en cada ocasión la historia era similar.

—Muy bien —dije saliendo del mundo de la memoria de mi interlocutor. Y pregunté—: Entonces, ¿de quién era esa casa? ¿Acaso su padre tenía algún motivo para visitarla todos los años?

—Bueno, el motivo… —con cierto reparo, el hombre me advirtió—: No me importa contárselo, pero no querría molestarlo más tiempo con mis historias.

—Al contrario. Si no me contara el resto después de haber llegado hasta aquí, me causaría pesar. Siga, siga usted; no tenga ningún reparo en seguir contando.

—Muchas gracias. Entonces continuaré abusando de su amabilidad.

El hombre sacó la calabaza de peregrino de nuevo.

—Todavía queda sake. Antes de seguir contando, vamos a acabarlo.

El hombre me ofreció el cuenco y me sirvió. Y tras haber terminado con el sake, el señor de las cañas prosiguió su relato:

—Cada año, la noche de plenilunio, mi padre me decía con expresión seria mientras seguíamos el camino del dique:

»—No entenderás lo que voy a contarte, pero recuérdalo cuando seas mayor. Te cuento esto considerándote un adulto, no un niño —me dijo como si fuera alguien de su misma edad.

»Mi padre llamaba a la dueña de la villa “aquella señora” o “señora Oyu”, y entre sollozos me pidió que jamás me olvidara de ella. Me llevaba a aquella villa todos los años porque quería que yo recordara a esa señora. La verdad es que no entendí bien lo que quería decir mi padre ni la razón de sus sollozos, pero como los niños son curiosos y mi padre parecía emocionado, me dispuse a escucharlo con toda atención. Finalmente, logró transmitirme lo que quería; y yo también creí que más o menos lo había entendido. La señora Oyu, hija de la famila Kosobe, de Osaka, se había casado a los diecisiete años con un hombre de la familia Kayukawa, quien siempre andaba en busca de mujeres hermosas. Sin embargo, al cabo de cuatro o cinco años el marido falleció y la mujer se quedó viuda con sólo veintitrés años. Por supuesto, hoy en día no hace falta que una mujer sea viuda toda la vida, y la sociedad tampoco lo impone. Pero en aquella época, a principios del periodo Meiji[53], seguían vigentes las costumbres de la época Tokugawa. Además, había en su familia un viejo intolerante, y otro en la familia Kayukawa, sin contar con que la señora había tenido un hijo con su marido fallecido, por lo que ni una familia ni otra le facilitaban casarse de nuevo. Sus suegros, que deseaban que la mujer se quedara con ellos, la mimaban con toda clase de atenciones, y Oyu llevaba una vida lujosa sin más preocupaciones que las pequeñeces diarias. Por ejemplo, cada vez que salía de casa tras la muerte de su marido, lo hacía siempre acompañada de un nutrido séquito de criadas. La joven podía seguir con su vida regalada, así que todo el mundo consideraba que tenía la existencia resuelta. Oyu disfrutaba día a día de un gran lujo sin sentir ninguna frustración. La primera vez que mi padre la vio, la situación de la viuda era tal y como acabo de describir. En ese momento, mi padre era un soltero de veintiocho años y obviamente yo no existía todavía. Oyu tenía, como he dicho, veintitrés. Al inicio del verano, mi padre, su hermana pequeña y su marido, o sea mis tíos, acudieron al teatro de Dotonbori, en Osaka. Oyu ocupaba un asiento justo detrás de mi padre, e iba acompañada de una señorita de dieciséis o diecisiete años, una criada vieja que era su nodriza o la supervisora de las criadas, y dos sirvientas jóvenes. Estas tres criadas se turnaban para abanicar desde atrás la espalda de la joven viuda. Al ver a mi tía saludarla, mi padre le preguntó quién era esa mujer.

»—Es la viuda de la familia Kayukawa, y la señorita es la hermana pequeña de Oyu, hija de la familia Kosobe —le respondió mi tía.

»Más tarde mi padre me confesaría a menudo que ese día se enamoró de ella. En aquel tiempo, los hombres y las mujeres se casaban por lo habitual con menos edad que ahora. Pero mi padre todavía estaba soltero con veintiocho años a pesar de ser el primogénito, puesto que exigía mucho a las mujeres antes de hacerlas sus prometidas y había rechazado un buen número de propuestas de matrimonio. Le agradaba tener alguna amante en las casas de té, y de hecho tenía varias, pero no quería casarse con ninguna. Mi padre manifestaba un gusto por las mujeres, por así decirlo, semejante al de un señor feudal o un noble de palacio, y le gustaban las mujeres refinadas y aristocráticas, vestidas con elegantes kimonos, que permanecían sentadas detrás de las cortinas divisorias, tal y como se puede leer en El relato de Genji. Por eso, no le gustaban las geishas en absoluto.

»Como la etiqueta de los sirvientes de las casas de Senba, en Osaka, era muy rigurosa y se daba mucha importancia a las formalidades, estas familias se mostraban más encopetadas y estrictas que las de algún que otro señor feudal insignificante. Mi padre había crecido en una familia parecida, por eso tenía esos gustos, bastante raros, la verdad, para ser un simple comerciante. En todo caso, al ver a Oyu, mi padre pensó que era la mujer que andaba buscando. En ese momento Oyu conversaba con las criadas a la espalda de mi padre, y seguramente a él le pareció que su manera de hablar, su actitud y sus modales con las sirvientas eran tan magnánimos como los de la esposa de un señor principal. Por la foto que he visto de esa época, Oyu tenía mofletes y la cara redonda como una niña. Recuerdo algunos comentarios de mi padre al respecto: “Hay muchas mujeres que tienen rasgos tan hermosos como ella, pero en el caso de Oyu el rostro está cubierto de humo. Es como si los ojos, la nariz y la boca estuvieran velados por alguna tela muy fina y su perfil pareciera difuminado. Si uno la observa, la ve muy difusa, como si una bruma flotara alrededor de esta mujer. En algunos libros clásicos se llama ‘distinguido’ a este género de rostro. El valor de la mujer se concentra en su rostro”. Al observar la foto de esta dama, yo la veía como la describía mi padre. Una mujer con una cara lozana como la de Oyu no suele perder la juventud mientras se cuide, ni siquiera después de haber contraído matrimonio. Mi tía decía a menudo que Oyu no había cambiado un ápice entre los dieciséis o diecisiete años y los cuarenta y seis o cuarenta y siete; conservaba su rostro aniñado e ingenuo. Apenas vio la cara, por decirlo así, difuminada y exquisita, mi padre se enamoró perdidamente de ella. Si uno ve la foto de Oyu teniendo en cuenta el gusto de mi padre, entenderá por qué la amó tanto. Su rostro me trae a la memoria recuerdos de la cara alegre y clásica de una muñeca Izukura, o la de las damas de palacio. El semblante de Oyu exhalaba el mismo aroma que ellas. Dado que mi tía, la hermana pequeña de mi padre, era amiga de Oyu desde la infancia y había aprendido a tocar el koto con el mismo maestro, conocía su historia personal, a su familia y lo que le había sucedido después de casarse.

»Por entonces, mi tía le contó a mi padre que Oyu tenía más hermanas aparte de la pequeña que la acompañaba en el teatro, y que era la favorita de sus padres, que la trataban de manera especial, consintiéndole cualquier capricho. Es cierto que Oyu era la más hermosa entre las hermanas y que éstas la consideraban una persona especial, pensando, en consecuencia, que era lógico tratarla así. Como decía mi tía: “Oyu es una persona virtuosa”. Era una mujer que nunca pedía nada a nadie ni se daba aires. Durante su infancia, mi tía visitaba a menudo la casa de Oyu, y allí advirtió que, debido a su personalidad, sus padres, hermanas y amigos la cuidaban como si fuera un tesoro para que no sufriera, la trataban como a una princesa y se desvivían por ella. Ella misma no se ocupaba de las más mínimas tareas y, en cambio, sus hermanas la cuidaban como si fueran sus propias criadas. Esa escena era habitual. Mi tía la veía comportarse así con la actitud más inocente. Mi padre, al escuchar a mi tía contando esas cosas, sentía que su amor crecía, pero el tiempo pasaba sin que tuviera oportunidad de verla de nuevo.

»Un día, mi tía se enteró de que Oyu iba a tocar el koto en un recital e invitó a mi padre a ir con ella a verla. En aquella ocasión, Oyu, con el pelo alisado y un manto de ceremonia uchikake, tocó la canción Yuya. Incluso hoy en día existe la costumbre de guardar la etiqueta del modo en que lo hizo Oyu al interpretar esa canción, cuya ejecución requería la autorización especial del maestro, y de gastar una cantidad exagerada de dinero para la celebración; por eso el maestro solía pedir a un discípulo rico que costeara la ceremonia. Seguramente fue el maestro el que recomendó a Oyu que aprendiera koto para matar el tiempo, y quien le aconsejó vestir el uchikake y recogerse el pelo al estilo osuberakashi. Por cierto, ya he comentado que la voz de Oyu era maravillosa: yo mismo llegué a oírla cantar. Incluso ahora, al recordarlo, puedo sentir el refinamiento de su voz. Por su parte, mi padre, el día en que la escuchó cantar y tocar el koto a la vez, se emocionó considerablemente. La ilusión de mi padre se convirtió de repente en realidad, por eso supongo que se sorprendió y se alegró tanto que no podía creérselo. Después de que Oyu hubiera terminado la interpretación, mi tía acudió al camerino a verla. Ella, todavía vestida de uchikake y sin ganas de quitarse el kimono, le comentó:

»—Realmente me dan igual la interpretación y el recital. Lo que me apetecía desde hacía mucho tiempo era ponerme un uchikake como este y hacerme fotos.

»Cuando mi padre supo esto, se asombró de que el gusto de Oyu coincidiera con el suyo. Ahora estaba más convencido que nunca de que no podía casarse con otra mujer que no fuera Oyu y de que el ideal de sus sueños que había buscado durante tantos años era ella y sólo ella. Mi padre le insinuó su enamoramiento a mi tía, pero ésta, a sabiendas de las circunstancias familiares de la joven, le advirtió:

»—Jamás te acerques a ella.

»En el fondo mi tía se compadecía de él. Después añadió:

»—Podría hacer algo si no fuera por su hijo, pero Oyu debe mantener a ese niño, que significa todo para ella, y no puede abandonar la casa de los Kayukawa para casarse con otro hombre. Además, la suegra todavía está viva, igual que su propio padre. Esos ancianos le permiten gozar de una vida de caprichos para distraer su soledad, se apiadan de la situación de la viuda, pero a cambio esperan que sea fiel a la memoria de su esposo hasta la muerte. Ella, sabiéndolo, y aunque lleve una vida suntuosa, jamás ha dado motivo a la murmuración y asume que no debe casarse de nuevo.

»Mi padre, incapaz de renunciar a su amor, le contestó:

»—Está bien. No voy a expresar mi deseo de casarme con ella, pero al menos haz de intermediaria para que nos podamos ver de vez en cuando. Así, sólo con verla, seré feliz.

»Mi tía no podía rechazar el insistente ruego de mi padre.

»—Me resulta difícil cumplir tu petición, ahora ya no tengo tanta relación con Oyu como antes.

»Con todo, mi tía no dejaba de darle vueltas al asunto. Un día le dijo a mi padre:

»—¿Y por qué no te casas con su hermana pequeña? Ya que no quieres comprometerte con nadie, por lo menos podrás pedir la mano de su hermana. Pero olvídate de Oyu, por favor.

»Su hermana pequeña era la jovencita que acompañaba a Oyu en el teatro. Se llamaba Oshizu. Tenían otra hermana, pero ya estaba casada, mientras que Oshizu había llegado a la edad perfecta para el matrimonio. Mi padre se acordaba de la cara de Oshizu, pues la había visto en el teatro. Después de oír la propuesta de mi tía, reflexionó largo rato. Oshizu no era fea. Pese a que sus rasgos eran diferentes a los de Oyu, se parecían ligeramente. Al fin y al cabo, eran hermanas. No obstante, él no veía en el rostro de Oshizu la exquisitez que poseía el de Oyu. Si uno veía sólo a Oshizu, no se daba cuenta de esa inferioridad, pero si la comparaba con Oyu, la diferencia era tan patente como la que hay entre una princesa y una criada. Por lo tanto, si Oshizu no hubiera sido hermana pequeña de Oyu no habría habido ningún problema. A mi padre le gustaba Oshizu solamente por ser la hermana pequeña de Oyu y tener la misma sangre que ella; sin embargo, no podía decidirse fácilmente a casarse con ella. Le resultaba doloroso casarse con la hermana pequeña amando a la hermana mayor. Además, puesto que estaba decidido a mantener su ensueño intacto hasta la muerte y verse casado con la mujer de sus sueños para siempre, cuando menos en su mente, negaría su pasión si se casaba con la hermana pequeña o con quien fuera. No obstante, al pensar en la dichosa posibilidad de ver a Oyu y departir con ella a menudo en caso de unirse a Oshizu en matrimonio, la voluntad de mi padre vacilaba. Sabía que, si no se casaba con la hermana menor, podría ver a Oyu en contadas ocasiones en su vida. Así, mi padre dudaba entre las dos opciones. Finalmente decidió celebrar un encuentro con Oshizu en vistas a un posible matrimonio. La verdad es que en ese momento mi padre no tenía ninguna voluntad de casarse con ella: pretendía ver a Oyu con la excusa de la entrevista. Todo resultó como él pensaba: Oyu estuvo presente en cada una de las reuniones preliminares. Como su madre había muerto y tenía bastante tiempo libre, Oshizu pasaba la mitad de cada mes en casa de los Kayukawa, y ya no se sabía de qué familia era, si de los Kosobe o de los Kayukawa. Lógicamente, Oyu aparecía a menudo al lado de su hermana, lo que tenía a mi padre encantado. Como su objetivo era ver a Oyu, se reunió con su hermana pequeña dos o tres veces.

»A pesar de los encuentros, no se llegó a ninguna conclusión durante medio año. Oyu dispensaba frecuentes visitas a mi tía y a menudo hablaba con mi padre, intentando saber cuáles eran sus verdaderas intenciones. Un día, de improviso, le preguntó:

»—¿No le gusta a usted mi hermana Oshizu?

»—Claro que me gusta —respondió mi padre.

»—Entonces, cásese con ella —le recomendó la viuda en tono serio.

»En otra ocasión, Oyu confesó a mi tía con sinceridad que le gustaría que Oshizu se casara con un hombre como mi padre. Añadió que se llevaba mejor con ella que con otras hermanas y que estaría contenta de recibir a un hombre como mi padre en la familia y tratarlo como a un hermano menor. Al saber todo esto, mi padre tomó la resolución firme de casarse con la hermana pequeña. Fue así como se casaron, tras lo cual Oshizu vino a vivir a casa de mi padre. En fin, y para que lo entienda: mi madre no es otra que Oshizu, y Oyu es mi tía. Pero la historia no es tan sencilla. No sé cómo mi padre interpretó las palabras de Oyu. El caso es que, la noche de bodas, Oshizu confesó a mi padre que se había casado con él atendiendo al ruego de su hermana mayor:

»—Si pienso en los sentimientos de mi hermana, me apena mucho entregarme a ti. No me importa ser tu falsa esposa, pero, por favor, a cambio te suplico que hagas feliz a mi hermana mayor —le rogó entre lágrimas.

»Cuando mi padre escuchó esas inesperadas palabras, creyó estar soñando. En el fondo de su corazón amaba a Oyu, pero jamás se le había pasado por la cabeza que su pasión fuera conocida por ella, y menos aún que pudiera enamorarse de él. Mi padre le preguntó a Oshizu:

»—¿Cómo puedes estar segura de los sentimientos de tu hermana? ¿Tienes pruebas de lo que acabas de decirme o es la misma Oyu quien te lo ha revelado?

»—No, nadie me lo ha dicho, ni siquiera ella. Simplemente estoy segura de su amor por ti.

»Me parecía extraño que mi madre, es decir, Oshizu, que era entonces una joven inocente, se hubiera percatado por sí sola de los sentimientos de su hermana mayor. Posteriormente me enteré de que al principio la familia Kosobe estaba decidida a rechazar la propuesta de matrimonio a causa de la diferencia de edad entre mi padre y Oshizu; incluso Oyu apoyaba esa decisión. Pero un día en que Oshizu visitó la casa, Oyu le dijo que en realidad consideraba acertada la propuesta de matrimonio, aunque no podía insistir en que se desposara con mi padre pues todo el mundo estaba en desacuerdo; pero puesto que no se trataba de un marido para ella, sino para Oshizu, no creía que ese desacuerdo fuera razón suficiente para rechazar la propuesta. En fin, acabó diciéndole:

»—Si ese hombre no te desagrada, yo me ofrezco a hacer de intermediaria.

»Mi madre, que no tenía una opinión clara ni criterio, le contestó:

»—Haré lo que me pidas. Si estás convencida de que la propuesta no es mala, me casaré con él.

»—¡Cómo me alegra oírte hablar así! —exclamó Oyu. Y añadió—: Hay ejemplos de parejas que se llevan once o doce años de diferencia. En primer lugar, tu pretendiente me resulta agradable. No quiero que nadie te aleje de mí. Ya sabes que las hermanas suelen alejarse poco a poco una vez que se casan. Sin embargo, si te desposas con él, tengo la impresión de que no sólo no te alejarás de mí, sino que ganaré un nuevo hermano. No quiero que te sientas obligada, pero estoy segura de que ese hombre será una buena persona para ti. Y si lo es, también lo será para mí. Hazme caso y cumple esta merced por tu hermana mayor. Si te desposas con una persona que no me gusta, no habrá nadie que me haga compañía y tendré que llevar una vida solitaria.

»Como ya le he dicho, todo el mundo trataba a Oyu con mucho miramiento y cariño, y la educación recibida jamás le había abierto los ojos sobre el carácter egoísta de sus caprichos. Tal vez por eso simplemente se comportaba como una niña consentida con su hermana pequeña, pero mi madre vio algo diferente en su gesto encantador de siempre. Cuantos más caprichos e imposibles exigía Oyu, más cariñosa y dulce se volvía. Pero en ese momento mi madre percibió cierta vehemencia en el candor de su hermana mayor, una pizca de ardor que Oyu dejó asomar sin querer. Por lo general, las mujeres tímidas y sensibles son muy intuitivas. Mi madre era de esa clase, y había captado las suficientes señales como para llegar a una conclusión. A medida que Oyu estrechaba los lazos de amistad con mi padre, su semblante se volvía más radiante, y no ocultaba el placer de oír hablar de él. Serihashi, es decir, mi padre, respondió con calma para evitar que su mujer descubriese sus verdaderos sentimientos. Le dijo:

»—Oshizu, lo que me cuentas deben de ser imaginaciones tuyas. El destino ha querido que seamos marido y mujer, pese a que reconozco que tengo algunos defectos. Además, tienes que ser comprensiva con Oyu. Si te vieras obligada a realizar actos irracionales para contentarla, me maltratarías a mí y la defraudarías a ella. Estoy seguro de que Oyu jamás ha deseado que te sacrificaras por ella casándote conmigo. Por eso, a tu hermana le molestará oír lo que sólo está en tu imaginación.

»Entonces mi madre le respondió:

»—Tú has querido casarte conmigo porque querías entrar en nuestra familia y ser hermano político de Oyu, tal como le comentó tu hermana. Yo también lo sabía. Y sé que has tenido mejores propuestas de matrimonio, y ninguna te ha satisfecho. ¡Un hombre tan exigente como tú sólo aceptaría casarse conmigo por mi hermana mayor!

»Mi padre agachó la cabeza en silencio.

»—Si le confiesas a Oyu tus verdaderos sentimientos —siguió diciendo mi madre—, quedará complacida, pero si se los ocultas, los dos estaremos avergonzados. No voy a decirte nada más, pero no te atrevas a ocultarme la verdad porque entonces siempre te odiaré.

»—De acuerdo —concedió mi padre entre lágrimas—. No sabía que hubieras sido tan generosa al decidir casarte conmigo. Jamás olvidaré tu gesto. En todo caso, por mi parte, intentaré tratarla como a una hermana. No me queda otro remedio que actuar así, aunque hayas intentado reunirnos. Si te empeñas en ser leal a lo que imaginas que es tu deber hacia tu hermana y hacia mí, nos harás sufrir a los dos. Si te gusto, ¿por qué no dejas de hablarme como a un extraño y, sin más, te entregas a mí como mi mujer que eres? ¿No será esto cumplir el compromiso con tu hermana? Sí, supongo que no te hará mucha gracia, pero así seguiremos los dos venerando a nuestra hermana.

»—¿Cómo puedo atreverme a decirte que no me gustas o no me interesas? Como siempre, me someto a la voluntad de mi hermana mayor: basta que le gustes a ella para que a mí también me gustes. Sin embargo, siento mucho haberme casado con la persona elegida por el corazón de mi hermana. En realidad, no debería haberme casado contigo ni haber venido a esta casa. Pero si así hubiera sido, creo que la gente habría esperado que nuestra relación fuera a más. En fin, que me he casado contigo para ser tu hermana pequeña.

»—Entonces, ¿prefieres sacrificarte por Oyu de por vida? ¿La crees capaz de aceptar con alegría tal sacrificio? Con esa actitud lo único que haces es mancillar la inocencia y pureza de tu hermana.

»—No, no me malinterpretes —protestó mi madre—. No es eso lo que quiero decir. Sobre todo deseo respetar la inocencia de mi hermana. Ella y yo deseamos mantener puras nuestras almas. Si mi hermana sigue siendo fiel a mi cuñado muerto, yo también le seré fiel a mi hermana. No sólo yo, también mi hermana se está sacrificando hasta la muerte. No sé si sabes que debido a su carácter bondadoso y su gran belleza, toda la familia la mima como si fuera la hija de un señor feudal. Si te aparto de ella, a sabiendas tanto de los sentimientos que ella tiene por ti como de las convenciones sociales que la atan, el cielo me castigará. Si mi hermana me oyera hablar así diría: “¡Qué barbaridad!”, o algo parecido, así que solamente tienes que saberlo tú, sin delatarme. Aunque alguien llegue a enterarse, yo haré lo que me dicte mi conciencia. Nosotros no somos importantes; por eso, si una persona afortunada de nacimiento como ella no puede gozar de una existencia perfecta en este mundo, a mí me gustaría aportar un poco de felicidad a esa existencia. He tomado una decisión firme desde el principio y aquí estoy. Por favor, finjamos ser marido y mujer ante la sociedad, pero en tu corazón mantente fiel a mi hermana. Si no puedes serle fiel, entonces es que la amas incluso menos de la mitad de lo que imagino.

»Mi padre, al verla decidida a sacrificarse por Oyu, pensó que su orgullo masculino no le permitía ser menos y le dijo:

»—Te lo agradezco de verdad. ¡Cómo me alegra oírte hablar así! Lo cierto es que estoy decidido a ser célibe si ella sigue siendo viuda. Pero me afligiría tratarte como a una monja, por eso te he hablado de ese modo. No se me ocurre ninguna palabra para expresar mi agradecimiento después de conocer tu sublime pensamiento. Si estás tan decidida, no tengo ninguna objeción. Sinceramente te lo digo: prefiero que sea así, aunque parezca cruel. Tampoco estoy en posición de pedirte tal sacrificio. Simplemente me someto a tu generosidad sin pedirte nada a cambio.

»Mi padre tomó la mano de Oshizu y la levantó en señal de agradecimiento. Finalmente, se pasaron toda la noche charlando.

»Todo el mundo veía que mi padre y Oshizu formaban una pareja muy bien avenida y que nunca discutían, pero en realidad Serihashi, mi padre, se abstenía de toda relación carnal con mi madre. Oyu no supo que ambos se habían prometido castidad a fin de guardarle fidelidad a ella. Cada vez que reparaba en la buena relación que mantenía la pareja, Oyu comentaba orgullosa a su padre y sus hermanas el acierto de Oshizu en haber seguido su consejo casándose con ese hombre. A partir de entonces los tres se veían casi a diario y salían juntos a disfrutar de la naturaleza o del teatro. Cuando viajaban las dos hermanas y mi padre y se hospedaban una o dos noches fuera, dormían en la misma habitación. Se acostumbraron a dormir juntos, y a veces Oyu los hacía quedarse en casa para pasar la noche con ella, y viceversa. Mi padre me confesó con nostalgia:

»—Cuando Oyu se acostaba, siempre invitaba a Oshizu a su cama y le pedía que le calentara los pies. Oyu, incapaz de conciliar el sueño con los pies fríos, asignó a su hermana el cometido de calentarle los pies, puesto que el cuerpo de Oshizu estaba siempre caliente.

»Después de la boda, una criada se había encargado de ese papel una temporada, pero Oyu no estaba contenta y le decía a su hermana pequeña que ni un calentador ni una bolsa de agua la satisfacían, pues llevaba largo tiempo acostumbrada a calentarse los pies con la temperatura del cuerpo. Entonces Oshizu iba a visitarla con intención de hacer que sus pies entraran en calor; se metía en la cama y se acostaba a su lado hasta que por fin Oyu se dormía o le decía que ya era suficiente.

»Aparte de esa historia, he oído otras anécdotas sobre sus gustos de princesa. Por ejemplo, disponía de tres o cuatro criadas a su servicio para los diversos menesteres diarios. Cuando quería lavarse las manos, una de ellas le echaba agua con un cucharón de madera y otra se las secaba con un paño. Cuando quería ponerse los calcetines o limpiarse el cuerpo, no lo hacía con sus propias manos. Para ser hija de un comerciante, incluso en aquellos tiempos eran costumbres demasiado lujosas. Cuando Oyu fue a vivir a la casa de la familia Kayukawa, su padre insistió en que no abandonara esas costumbres, pues su educación las exigía, y pidió a la familia Kayukawa que le dejara mantener esos hábitos si de verdad el esposo estaba tan enamorado de ella. Así, conservó su carácter de majestuosa serenidad incluso después de estar casada y tener un hijo. Mi padre solía decir que cuando visitaba la casa de Oyu tenía la sensación de hallarse en los aposentos de una dama de palacio.

»Como mi padre tenía un gusto refinado, similar al de Oyu, rápidamente supo identificar el carácter palaciego de muchos de los objetos de sus habitaciones; era como si formaran parte de una mansión de la era Heian. Los toalleros de madera e incluso el orinal estaban encerados o lacados con dibujos. En el límite entre una estancia y otra, junto a las puertas correderas de papel, había un biombo que hacía las veces de colgador del que pendían kimonos kosode, diferentes según el día. Al fondo de la habitación, Oyu se sentaba posando sus miembros en el apoyabrazos, como un señor feudal, a falta de un estrado en la estancia como en el que solían sentarse aquellos señores. Cuando la dama estaba aburrida, dejaba su kimono encima de una canasta que servía para tapar el pebetero a fin de perfumarlo con madera de agar, o bien se entretenía aspirando esa fragancia o jugando a lanzar abanicos o al go con las criadas. Oyu pensaba que hasta los juegos debían ser elegantes. Como le encantaba el tablero lacado con diseño de hierbas otoñales y deseaba usarlo a toda costa, jugaba al go pese a que no se le daba bien. Frente a la mesa, que era igual a la que la gente pone de decoración en el festival de las muñecas Hinamatsuri, Oyu tomaba sus comidas en tazones laqueados. Cuando tenía sed, una criada le llevaba una taza en una bandejita arrastrando los pies, y cuando quería fumar, otra criada metía tabaco en una pipa larga y, antes de ofrecérsela, se la encendía dándole una calada. Por la noche se acostaba al lado del biombo pintado al estilo Korin. Si hacía frío cuando se despertaba, la criada ponía varias capas de papel japonés en el suelo y llevaba una palangana y un cubo de agua caliente para que se lavara la cara. Por lo tanto, al menos una criada la acompañaba siempre a todas partes. Además, Oshizu también la cuidaba, y hasta mi padre la ayudaba a ello: uno se encargaba de portar el equipaje, otro de vestirla, otro de darle un masaje para que la dama estuviera cómoda. Su hijo no mamaba de su pecho y estaba al cuidado de su nodriza, así que raras veces Oyu lo sacaba de paseo.

»Un día en que los tres fueron a Yoshino a admirar los cerezos en flor, Oyu pidió a Oshizu nada más llegar al alojamiento que mamara de su pecho alegando que tenía los senos llenos de leche. Al verlas, mi padre le dijo a Oshizu medio en broma que se le daba bastante bien. Mi madre le contestó:

»—Es que estoy acostumbrada a chupar los pezones de Oyu. Como nada más nacer su hijo fue confiado a una nodriza, mi hermana me pedía de vez en cuando que le aliviara la carga de leche que tenía en sus senos.

»—¿Y puede saberse a qué sabe esa leche? —preguntó Serihashi.

»—Naturalmente no puedo recordar el sabor de la leche que tomaba de bebé, pero ahora me sabe a un dulce raro. ¿No te gustaría probarla también?

»Oshizu recogió unas gotas de leche en una taza y se la entregó a mi padre para que la probara.

»—Sí, sabe realmente dulce.

»Mi padre fingía indiferencia, pero al pensar que Oshizu le había ofrecido la leche con alguna intención oculta, sus mejillas se pusieron coloradas. Le daba vergüenza estar con las dos hermanas y salió al pasillo con la excusa de que tenía un gusto raro en la boca. Oyu se desternillaba de risa. Después de ese incidente, a Oshizu le hacía mucha gracia ver a mi padre incómodo y confuso, y mi madre urdía diferentes travesuras. Al mediodía, cuando solía haber gente alrededor, no tenían ocasión de estar los tres solos, pero cuando se quedaban a solas, Oshizu se marchaba de repente para que mi padre y Oyu se vieran cara a cara, y cuando Serihashi empezaba a inquietarse, reaparecía. Cuando se sentaban juntos en fila, Oshizu siempre lo ponía al lado de Oyu, pero si jugaban a las cartas se lo colocaba enfrente para que fueran contrarios. Cada vez que Oyu quería que alguien le ajustara el obi, Oshizu llamaba a mi padre con la excusa de que se necesitaba la fuerza masculina. Cuando Oyu quería ponerse unos tabi o calcetines nuevos, mi madre le pedía que ayudara a su hermana mayor a abrochárselos diciendo que los pasadores estaban duros. De mil maneras, por tanto, la hermana pequeña, es decir mi futura madre, observaba a mi padre avergonzado y azorado. Él sabía bien que lo que hacía Oshizu eran trastadas sin malicia. Quizás mi madre, comprensiva, confiaba en que mi padre y Oyu intimaran un poco por medio de esas chiquilladas, y con el tiempo, por alguna casualidad, los corazones de ambos se acercaran y se confesasen sus sentimientos. Al mismo tiempo deseaba que ocurriera algún incidente inesperado entre mi padre y Oyu, o que de repente cometieran alguna liviandad.

»Pasaron meses y meses sin novedades. Un día algo ocurrió entre Oshizu y Oyu. Apenas mi padre, ignorante del asunto, vio a Oyu, ésta volvió la cara para esconder las lágrimas. Extrañado, mi padre preguntó a Oshizu qué pasaba. Mi madre le respondió:

»—Oyu se ha enterado de todo. Por eso me he visto en la obligación de confesarle nuestro secreto.

»Oshizu sólo le contó eso, no le dio más detalles, de modo que mi padre no acababa de entender lo que había sucedido. Tal vez Oshizu creyó que había llegado el momento de revelárselo todo a Oyu: su hermana la reprendería si se enteraba de que los dos no formaban un matrimonio auténtico, pero al final se emocionaría ante la devoción de ambos. El caso es que por fin se había decidido a confesárselo todo, tanteando previamente de qué humor estaba su hermana. Oshizu, que era impulsiva y se preocupaba en exceso por cualquier cosa, se comportaba en todo momento como una mujer con funciones de tercería, bienintencionadas pero indudables. Ahora pienso que mi madre vino al mundo para sacrificarlo todo por Oyu. De hecho, decía que nada la hacía tan feliz como cuidar de su hermana mayor, y cuando veía su semblante, se olvidaba de sí misma sin poder evitarlo. Podríamos concluir que se había portado como una entrometida, pero en todo caso Oyu y mi padre lloraban agradecidos, a sabiendas de que Oshizu lo había confesado todo sin buscar su propio interés. Oyu, estupefacta, aseguró que no sabía que estaban cometiendo tal pecado y que le preocupaba lo que podría ocurrirles después de la muerte. Hasta llegó a pedir a Oshizu que a partir de ese momento vivieran como marido y mujer, dado que la falta todavía se podía enmendar. Sin embargo, mi madre le respondió:

»—No debes preocuparte por nosotros. De todos modos, la decisión de no hacer vida conyugal ha sido nuestra. Tú no eres la responsable de nuestros actos, de ningún modo. ¡Ay, cómo siento habértelo contado! Por favor, olvídate de todo.

»Después de esta conversación, Oyu evitaba visitarlos. No obstante, como todos los parientes sabían que los tres se llevaban muy bien, ninguno de ellos tenía interés en despertar rumores, por lo que de nuevo se los empezó a ver juntos a menudo. Resultó que, a fin de cuentas, la estrategia de Oshizu salió bien. Me imagino que Oyu se relajó como si desapareciera el muro que había construido para protegerse, y se vio incapaz pese a todo de odiar a su hermana pequeña. Luego, Oyu, mostrando su natural generoso, se dejó llevar por mi padre y Oshizu y aceptó la nueva situación. Fue por entonces cuando Shinnosuke, es decir, Serihashi, empezó a llamarla “señora Oyu”. Un día en que estaban solos, Oshizu le dijo a mi padre:

»—Creo que no es adecuado que te dirijas a Oyu llamándola “hermana”.

»Los dos estuvieron de acuerdo en que el tratamiento honorífico de “señora Oyu” encajaba mejor con la personalidad de ésta. Mi padre se acostumbró a llamarla así. Cuando Oyu se lo oyó, quedó encantada. Se lo encareció con estas palabras:

»—Ten en cuenta que me han educado para pensar que es natural que se me trate usando el registro honorífico. Ten por seguro que agradezco la familiaridad de tu trato y me mostraré de buen humor siempre que me traten con consideración.

»Voy a darle algunos ejemplos que evidencian la naturaleza de sus caprichos infantiles. A Oyu le gustaba estirar el brazo justo hasta delante de la nariz de mi padre y le decía que contuviera la respiración hasta que ella se lo indicara. Cuando Serihashi no podía aguantar más y tomaba un poco de aire, Oyu se ponía de mal humor y le reprochaba que hubiera respirado antes de lo permitido. Otras veces cerraba la boca de mi padre con los dedos con el mismo efecto; en otras ocasiones doblaba un pañuelo de color carmesí tejido al estilo Shioze, lo tomaba por los dos extremos y con él le tapaba la boca. Mi padre me decía que esos momentos le hacían consciente de su lado más infantil. Nadie habría dicho que tenía más de veinte años. Asimismo, Oyu le ordenaba bajar la cabeza poniendo las manos en el suelo para que no le viera la cara, le hacía cosquillas en el cuello y en los costados advirtiéndole que no se riera, y lo pellizcaba por todas partes, prohibiéndole quejarse. A Oyu le gustaba ese tipo de chiquilladas. Otras veces, pedía a mi padre que no se durmiera, aunque ella iba a dormirse, y que aguantara mirándola a la cara aunque le entrara sueño. Ella se adormecía y mi padre también se amodorraba. Entonces la viuda se despertaba, le soplaba en los oídos o le hacía cosquillas en la cara con papel trenzado para espabilarlo. Mi padre afirmaba que Oyu tenía un talento innato de actriz, lo cual inconscientemente le hacía pensar y actuar como si estuviera en un escenario, pero su pensamiento e interpretación no resultaban forzados ni eran irónicos, sino que simplemente añadían esplendor y encanto a su personalidad. La diferencia entre Oshizu y Oyu era que la hermana pequeña carecía de esa propensión al espectáculo teatral. La viuda era única cuando, por ejemplo, se sentaba junto al kimono kosode colgado o cuando, ataviada de un manto uchikake de los usados en la corte imperial, se ponía a tañer el koto, o a llevarse a los labios una taza laqueada de sake ofrecida por la sirvienta. Nadie podía realizar los movimientos ni adoptar las posturas que exigían esas acciones con la naturalidad y elegancia de Oyu.

»Mi padre y Oyu intimaron gracias a la intermediación de Oshizu. Como vivían menos personas en casa de Serihashi, les venía mejor quedarse en ella que en la casa de los Kayukawa, es decir, la familia política de Oyu, razón por la cual la joven viuda visitaba la casa del matrimonio con creciente frecuencia. Oshizu, sagaz, dijo a su hermana mayor que no era preciso que la acompañaran las criadas, ya que ella tendría mucho gusto en atender sus necesidades. Fue así como los tres organizaron excursiones y viajaron solos al santuario de Ise o, más tarde, al de Kotohira. En estas salidas, la hermana pequeña llevaba una indumentaria tan modesta y sencilla que cualquiera la habría tomado por una sirvienta. Incluso se ofrecía a preparar el lecho de Oyu en una recámara contigua a la del matrimonio, que ocupaban ella y mi padre. La relación entre los tres y su trato mutuo variaban según las circunstancias. Lo más sencillo era hacer creer al personal de los hoteles que Oyu y Serihashi estaban casados, pero Oyu solía conducirse como señora y mi padre aparentaba ser su mayordomo o artista, al que protegía. Serihashi y Oshizu no dejaban de dirigirse a ella como la “señora”. Este engaño formaba parte del juego al que desde hacía tiempo los tres se habían entregado. Cuando Oyu bebía un poco de sake en la cena, aunque no solía tomar mucho, se envalentonaba y a veces dejaba escapar sonoras carcajadas. Ahora bien, debo precisar a favor de Oyu y de mi padre que, a pesar de la intimidad a la que habían llegado, sabían poner un límite a la expresión de sus afectos y nunca se entregaron. Dicho esto, ahora diría que no habría tenido demasiada importancia si hubieran mantenido relaciones. Con todo, tengo fe en la palabra de mi padre. Fue él quien un día le comentó a Oshizu:

»—En el punto en que estamos de poco valdrían las excusas, pero te juro por los dioses y budas que cumpliré cuanto debo cumplir. En otras palabras, aunque tu hermana y yo durmiéramos uno al lado del otro, jamás faltaríamos a la palabra dada.

»A mi padre y a Oyu debía de preocuparles perder la protección de los dioses y budas si humillaban a Oshizu llegando a la expresión máxima de su intimidad. Seguramente mi madre no quería que se sintieran así, y por eso los dos, mi padre y Oyu, hallaban un gran consuelo en respetarse a sí mismos y, al mismo tiempo, en guardarle fidelidad a Oshizu. Al menos yo creo que Serihashi estaba convencido de ello, aunque también es posible que tuviera miedo de las consecuencias, concretamente de tener un hijo. En cualquier caso, cada persona tiene su propio concepto de la castidad, y puede ser que mi padre hubiera manchado de alguna manera la honra de Oyu. Ahora recuerdo que él conservaba como un tesoro un kimono kosode de invierno vestido por ella. Lo guardaba en un cofre de madera de paulonia perfumada con incienso y decorada con unos sinogramas de puño y letra de la misma Oyu. Un día me lo enseñó. Sacó también del mismo cofre un kimono interior de seda teñido al estilo Yuzen, que estaba debajo del kosode.

»—Es la ropa interior que llevaba la señora Oyu. Tócalo y observa cómo pesa este crepé.

»Lo sopesé en las manos. A diferencia de las telas de crepé actuales, las de aquella época, con las ondulaciones de su superficie y su hilo grueso, pesaban como si fueran cotas de malla.

»—Pesa mucho, ¿verdad? —me preguntó mi padre.

»Se alegró al oír mi respuesta afirmativa y dijo con aire de entendido:

»—El valor del crepé no se basa sólo en la elasticidad del tejido, sino también en las ondulaciones de la superficie. Uno puede sentir mejor la flexibilidad de la piel femenina cuando toca un cuerpo vestido con una prenda así, con estos frunces. Cuanto más tersa es la piel de la persona que la lleva, más numerosas son las concavidades que se advierten en el crepé, y más hermosas y agradables resultan al tacto. Con este pesado crepé encima, la delgadez de los brazos y las piernas de Oyu resaltaba aún más.

»Mi padre levantó el kimono interior con las dos manos como si se tratara de Oyu, lo acercó a sus mejillas y con un suspiro exclamó:

»—¡Ah, cómo podría aguantar el peso de esta indumentaria!

Yo, que hasta ese momento había permanecido callado oyendo la historia del señor de las cañas, pregunté:

—Entonces, seguramente usted ya debía de tener cierta edad cuando su padre le enseñó aquella prenda, ¿verdad? Digo esto porque no es tan fácil que un niño entendiera todo eso.

—No, no crea usted. Calculo que tendría diez años o así. Mi padre me hablaba como si yo fuera mayor. Por supuesto, en ese momento no entendí nada, pero sus palabras se me quedaron grabadas. Conforme iba teniendo más uso de razón, poco a poco fueron cobrando sentido.

—Entiendo. Me gustaría hacerle otra pregunta. Aunque en su relato se ha referido usted a Oshizu como su madre, teniendo en cuenta el grado de intimidad entre la señora Oyu y su padre que me ha relatado, ¿quiénes fueron realmente sus padres? Perdone mi indiscreción por preguntarle una cosa así.

—No se preocupe. Ya sabía que me lo preguntaría. Le responderé al final de la historia. Así que, si no le importa, permítame seguir desmenuzándole todo el relato.

»Mi padre y Oyu mantuvieron esa extraña relación amorosa durante un corto tiempo, unos tres o cuatro años, desde los veinticuatro años de Oyu. Cuando la viuda cumplió los veintisiete, su único hijo, de nombre Hajime, fruto de su matrimonio, falleció de sarampión o pulmonía. Esta muerte afectó mucho a Oyu, y también a mi padre. Antes de que su hijo muriera, los suegros y otros miembros de los Kayukawa, ya sabe usted, la familia política, murmuraban acerca de Oyu, extrañados de que visitara tan a menudo a su hermana pequeña y su marido. Algunos llegaron a preguntarse qué pensaría Oshizu de la rara intimidad que unía a Oyu con mi padre. En cambio, ningún miembro de la familia Kosobe, en cuyo seno había nacido Oyu, mencionaba el tema. Aunque Oshizu siempre tenía a mano buenas excusas, con el tiempo la gente empezó a sospechar de ellos. No faltaba quien censuraba a Oshizu por mantener una relación demasiado estrecha con su hermana mayor e impropia de una mujer casada. Mi pobre tía, que intuía los verdaderos sentimientos de los tres, se preocupaba.

Al principio, la familia Kayukawa se negaba a prestar atención a esos rumores, pero cuando Hajime murió, incluso ellos reprocharon a Oyu que no hubiera cuidado lo suficiente de su hijo. Realmente, su hijo había fallecido por su propia negligencia. No es que la madre no sintiera cariño por él, pero como estaba acostumbrada a dejarlo a cargo de la nodriza, se había ausentado de la casa el día en que el niño se puso grave y murió. La familia Kayukawa, a pesar de haber tratado a Oyu como a una hija mientras Hajime vivía, una vez muerto el niño destapó el cofre de los rumores y llegó a la conclusión de que era mejor que la viuda volviera a su casa natal antes de que ocurriera algo irremediable. Otro argumento para tomar una decisión así fue que, dado que era una mujer joven, todavía podría rehacer su vida. Una vez que las dos familias se hubieron puesto de acuerdo sobre el futuro de Oyu, la borraron del registro familiar de los Kayukawa.

Fue así como mi tía, es decir, Oyu, volvió a la casa familiar de los Kosobe, que en ese momento pertenecía a su hermano mayor. Éste la acogió, pero no dejaba de referirse con ironía a la familia Kayukawa. El caso es que Oyu tampoco se sentía ya en casa de su hermano tan a su gusto como cuando vivían sus padres. En tal situación, Oshizu la invitó a que se instalara en su casa, pero su hermano mayor no se lo permitió, pues todavía había gente que seguía propagando rumores sobre la relación de Oyu con su hermana y su cuñado. Según Oshizu, su hermano mayor sabía toda la verdad.

»Pasó el tiempo, y al año de la muerte de Hajime el hermano mayor presentó a Oyu a un señor con fines matrimoniales. Deseaba simplemente poner fin a las habladurías casando por segunda vez a su hermana. El señor en cuestión se llamaba Miyazu. Era el propietario de una fábrica de sake de Fushimi y bastante mayor que ella. Miyazu, que visitaba a menudo la casa de los Kayukawa, conocía la destacada personalidad de Oyu desde hacía tiempo e hizo a la viuda una propuesta de matrimonio. Aseguró que si Oyu accedía a casarse con él, reformaría una villa de su propiedad cerca del estanque de Ogura e incluso construiría para ella un anexo con una casa de té. De esa forma no tendría que quedarse en la vivienda de la fábrica de Fushimi, sino que viviría en una mansión distinguida. Además, Miyazu insistió en que su nueva esposa seguiría viviendo con todo lujo, igual que una dama feudal de otros tiempos, y con más comodidad que en la casa natal de los Kayukawa. El hermano mayor de Oyu, animado al oír la interesante propuesta de Miyazu, aconsejaba a su hermana:

»—Es una gran oportunidad para ti. Además, es la mejor manera de acallar de una vez todas esas lenguas maldicientes.

»No contento con esta insistente recomendación, apremió a Oshizu y a mi padre a que hicieran todo lo posible para convencer a Oyu de que aceptara la propuesta matrimonial del fabricante de sake. Parece ser que su motivación principal era silenciar los rumores.

»Si mi padre quería seguir amando a Oyu, no tenía más remedio que morir con ella. De hecho, había pensado muchas veces en suicidarse a su lado, pero por respeto a Oshizu no había reunido fuerzas para hacerlo. Consideraba que incumpliría las obligaciones contraídas con ella si se quitaba la vida junto a Oyu; pero, por otro lado, tampoco quería que los tres acabaran con sus vidas. Oshizu, a su vez, recelosa de que mi padre se suicidara con Oyu, le suplicaba:

»—Por favor, te lo suplico, llévame a mí también al otro mundo. ¡Cómo te odiaré si me dejas fuera y os suicidáis los dos solos!

»La vehemencia de esta petición descubría en Oshizu unos celos que nunca antes había mostrado. Hubo otra razón que impidió que mi padre llevara más lejos su intención de arrastrar a Oyu a un suicidio doble: su deseo de velar por ella, es decir, el profundo cariño que le profesaba. Supongo que mi padre creía firmemente que por la índole del carácter de Oyu y por el género de vida llevado hasta entonces, lo que más le convenía era seguir siendo una joven inocente y candorosa en medio de una vida de lujos, y servida por la cohorte de sus criadas de siempre. Así se lo hizo saber a la misma Oyu, a quien abrió su corazón con estas palabras:

»—No mereces compartir la muerte a mi lado. Las mujeres normales suelen morir de amor, pero tú eres una mujer bendecida por la fortuna y son muchas las virtudes que te adornan. Si rehúsas todos los dones que la fortuna te ha dado, perderás todo tu atractivo y valor. Por tanto, ve a vivir a ese espléndido palacio al lado del estanque de Ogura, entre paredes ricamente decoradas y de soberbios biombos. Imaginar que vives así me satisfará más que morir juntos. No creas por mis palabras que he cambiado de idea y que ahora temo la muerte. Por favor, no te lleves de mí una impresión tan mezquina. Inocente y noble como eres, debes sacar fuerzas para abandonar con una sonrisa a un hombre como yo.

»Sumida en el silencio, Oyu escuchó hablar a mi padre. Una lágrima resbaló por su mejilla. Levantó su rostro afable y, sin poner ningún reparo, le contestó serenamente:

»—Si eso es lo que quieres, haré lo que me dices.

»Posteriormente, mi padre habría de comentarme que jamás la había visto tan magnánima y elegante.

»Fue así como Oyu se casó con el fabricante de sake y se instaló con él en Fushimi. Pero el señor Miyazu era un hombre caprichoso al que le gustaba salir mucho, así que pronto se cansó de ella y la visitaba en la villa sólo de tarde en tarde. La dejó despilfarrar su dinero, seguro de que le convenía tenerla confinada en esa lujosa mansión como si de un objeto decorativo se tratase. Así, Oyu pudo seguir viviendo como antes, como si habitara un mundo fantástico calcado de los grabados ukiyo-e de Utagawa Kunisada o de las ilustraciones del Genji rústico[54]. Por otra parte, a partir de entonces la casa de la familia Kosobe, situada en Osaka, y la de mi padre empezaron a conocer la decadencia. Más tarde, no recuerdo si antes o después de morir mi madre, nos vimos obligados a trasladarnos a una vivienda ubicada al fondo de un callejón. Cuando digo “mi madre”, entenderá usted que me refiero naturalmente a Oshizu, pues, en efecto, soy su hijo. Tras despedirse de Oyu en los términos que le he contado, mi padre comprendió lo injusto que había sido con Oshizu al ignorarla durante tantos años, y cediendo a un afecto profundo por la hermana pequeña de Oyu se entregó a ella, por fin, como verdadero marido.

El hombre, fatigado por el relato, se interrumpió. Sacó del obi la tabaquera, momento que yo aproveché para decirle:

—Muchas gracias por confiarme esta absorbente historia. Ahora entiendo por qué iba usted tantas veces de niño con su padre a la villa, al lado del estanque de Ogura. Me ha contado igualmente que ahora sigue yendo todos los años a admirar la luna, ¿verdad? Tengo la impresión de que también esta noche va usted de camino a contemplar la luna.

El hombre lo confirmó:

—Exactamente. También esta noche me dirijo allí. Durante todos estos años no he faltado ninguna noche de plenilunio a mi cita: acercarme a la villa para atisbar a través del seto verde a la mujer que toca el koto mientras las criadas bailan.

Sorprendido por estas últimas palabras, quise saber:

—Pero la señora Oyu debe de ser una anciana octogenaria, ¿no?

No obtuve por respuesta más que el susurro de las hojas movidas por la brisa. Dejé de ver las cañas que crecían al borde del agua. También la silueta del señor de las cañas, fundida con el claro de luna, había desaparecido.