El mechón
—Vamos, señor Dick, cuénteme su historia. Aproveche que ahora no hay nadie.
Era una tarde bastante fría. Dick y yo nos encontrábamos frente a frente en la sala de fumadores de un hotel tranquilo. Trataba de convencerlo para que rompiera su mutismo, mientras encendía la chimenea.
—¿Qué le parece si tomamos un té inglés bien caliente?
—No, gracias, no me apetece —respondió Dick con expresión afligida.
El fuego de color rojo se proyectaba en su cara e iluminaba su frente ancha y robusta. Dick se quedó mirando fijamente la sombra trémula de las llamas durante un rato. Trataba de vislumbrar algo, y al final se decidió a contar su historia en un inglés afectado por su acento japonés.
—Hasta hoy no le he contado esto a nadie. Sin embargo, dentro de poco tendré que irme de aquí. Como puede ver, mi herida está casi curada. Mi pierna mejora gracias a las aguas termales del onsen del hotel y ya puedo subir el camino de montaña sin necesidad de un bastón. Dentro de una semana, como muy tarde, me marcharé de aquí y no creo que vuelva nunca a Yokohama.
—Entonces, ¿adónde piensa ir? ¿No tenía una casa en Yokohama?
—Sí, mi casa está en Yokohama. Mis padres todavía viven. Nací en Japón y mi madre es japonesa, así que mi pueblo no puede ser otro que Japón. A pesar de ello, pienso vivir en Shanghái una temporada. Si mi pierna se cura del todo, volveré a recuperar las fuerzas; además, todavía soy joven.
—¿Cuántos años tiene, señor Dick?
—Si me guío por la edad japonesa, tengo veintisiete años, pero cumpliré veintiséis en diciembre según el cálculo occidental. Lo cierto es que pensaba abandonar Japón sin relatar mi extraña historia a nadie, pero tras intimar con usted me gustaría compartirla. Después de escucharla, no hace falta que me guarde el secreto, pues todas las personas de las que voy a hablarle ya están muertas, menos yo, claro. Y ahora que voy a dejar Japón no me importaría en absoluto que le interesara lo suficiente como para escribir algún relato basado en ella. Es más, en mi fuero interno estoy deseando que usted, gracias a su talento como escritor, consiga que mucha gente lea esta pavorosa historia. Primero debo confesarle que le mentí acerca del origen de mi luxación. No resulté herido en el terremoto[26], sino a consecuencia de un disparo.
Dick hablaba mientras sacaba una pipa del bolsillo y la llenaba de tabaco. Luego se arrellanó cómodamente en el sillón hundiéndose hasta el fondo. Y prosiguió:
—Lo cierto es que me dispararon durante el terremoto. Pero nada tuvo que ver el terremoto, me dispararon a causa de una mujer. Usted, que frecuentaba el baile del Jardín Flor de Luna o el del Grand Hotel, a lo mejor se acuerda de haber visto a una mujer rusa de unos veintiocho o veintinueve años. Se hacía llamar señora Orlov; era una mujer alta y de tez blanca, con un encanto salvaje y misterioso. Siempre iba vestida de forma extravagante y la acompañaba algún joven occidental o mezcla de occidental y japonés. A medida que le vaya narrando la historia comprenderá usted a qué clase social pertenecía la señora Orlov y cuál era la naturaleza de su carácter. En todo caso, en aquella época, esta beldad destacaba en cualquier fiesta por su extraña belleza y sus ostentosos gustos. Muchas damas y caballeros evitaban entablar amistad con ella, la consideraban peligrosa y abominable; en mi opinión, lo que sentían eran celos y envidia de ella, que era una rusa desconocida y exiliada además de la mujer más sensual de toda Yokohama. Cuando un extranjero recién llegado y un poco excéntrico visitaba Yokohama, los nativos de la ciudad se ponían de acuerdo de antemano para aislarlo, para que no se integrara en sus círculos sociales. Probablemente esta detestable costumbre no sólo es habitual en Yokohama, sino también en las demás ciudades portuarias y en las colonias de Asia oriental. Esta práctica intolerante y repulsiva no era tan común antes de la Primera Guerra Mundial, pero después de la guerra se extendió, especialmente cuando los estadounidenses y los ingleses lograron expulsar a otros extranjeros para copar los negocios en Oriente. Si los extranjeros eran occidentales pero no anglosajones, los estadounidenses y los ingleses no los trataban como a iguales, sino como a bárbaros. Debido a que los franceses habían luchado en su bando durante dicha guerra, no los despreciaban tanto, pero rechazaban sobremanera a alemanes y rusos. En caso de que a un alemán o un ruso se le atribuyera algún mérito superior al de ellos, sentían tal envidia que a menudo lo maldecían a sus espaldas. Por eso, ignoraban a la señora Orlov, lo cual a mí personalmente me venía bien. Aparentemente, esos anglosajones se conducían con corrección ante nosotros los euroasiáticos, pero en el fondo nos detestaban: pensaban que nuestra sangre no era pura, pese a gozar de la misma nacionalidad que ellos.
»Por cierto, ya que ha surgido el tema, ¿qué opina usted de los hombres con doble nacionalidad como nosotros, que en realidad no pertenecemos a ninguno de los dos países? Hay quienes piensan que somos unos resentidos a causa de nuestra sangre impura. La verdad es que nos aborrecen porque hay muchos jóvenes inútiles y descarriados entre los euroasiáticos. Entonces, ¿a quién le echamos la culpa de haber nacido imperfectos? La mayoría de nosotros, aunque nacidos en Japón, no hemos asimilado la ética japonesa ni tampoco recibido suficiente educación occidental. Es lógico que muchos de los euroasiáticos se conviertan en unos inútiles y unos perdidos. No sé si es culpa de la sociedad o de los padres, pero sí puedo asegurar que es culpa nuestra. Por supuesto, hay también euroasiáticos que han sabido ganarse el respeto y la confianza de la gente; sin embargo, por lo general, los occidentales y hasta los japoneses nos tratan de distinta manera y sentimos cierto complejo de inferioridad. Por lo tanto, cuando descubrimos a la señora Orlov, una mujer también repudiada por la sociedad, enseguida le hicimos corro para celebrarla y alabarla, con la misma devoción con que las abejas se congregan en torno a una flor. Cuanto más la denigraban a escondidas esas mujeres y caballeros, digamos, “serios”, más nos atraía su belleza. Creo que en realidad tenía treinta y cinco o treinta y seis años, diez más que yo. No es fácil adivinar la edad de una mujer robusta y de carnes prietas como ella. Antes he dicho veintiocho o veintinueve años, pero, dependiendo del maquillaje, a veces le echaba veinte o veintiuno. Si alguien, al ver los hombros níveos y su generoso y turgente busto, afirmara que su cuerpo era como el de una jovencita de diecisiete o dieciocho años, nadie se atrevería a llevarle la contraria. Tenía la cara redonda, la boca grande, el mentón ligeramente cuadrado y la nariz un poco corta, parecida a la de un bulldog, al estilo ruso, con las fosas mirando al frente y abiertas como la letra uve al revés. He dicho antes que desprendía un “encanto salvaje y misterioso”, sobre todo imaginando el mentón y la nariz, pero sin unas pupilas tan poderosas su apariencia habría sido vulgarmente salvaje y su belleza misteriosa habría quedado algo deslucida. De hecho, sus pupilas eran dos cristales azules y grandes que brillaban con excesiva intensidad, llameaban como un fósforo y a veces se dilataban como el mar. Esta mujer tenía la costumbre de fruncir las cejas, y cuando lo hacía, las pupilas se humedecían y se hundían más, asemejándose a unas gotas resplandecientes de rocío a punto de caer de los ojos. Pero toda esta descripción de la señora Orlov no es suficiente para expresar su atroz belleza. Hay una danza japonesa llamada Shakkyo, “El puente de piedra”, en la que dos personajes disfrazados con cabeza de león bailan, uno sacudiendo la larga cabellera roja y otro, la de pelo blanco. La primera vez que vi a la señora Orlov me acordé de esos dos leones, pues justamente el pelo de la mujer era tan rojizo como el del personaje disfrazado de león. Para los occidentales, los pelirrojos de nacimiento no resultan raros. Sin embargo, el brillo y el color del pelo de la señora Orlov eran como las brasas candentes de esta chimenea. Confieso que jamás en mi vida he visto en la cabeza de alguien un rojo ígneo tan impresionante. La mujer llevaba el pelo cortado por encima del cuello y con raya al medio. Su cabellera rizada era tan abundante que no se podía peinar, y se extendía a derecha e izquierda como el resplandor de la luna. El pelo le envolvía el rostro, que asomaba grande y espectacular, igual que la cara de uno de los dos leones de Shakkyo. Era una mujer alta, y tenía el cuello proporcionado, el busto erguido y voluminoso, los brazos turgentes, las nalgas opulentas y unas piernas rectas que se balanceaban con elegancia…
»¡Ah, si usted piensa que estoy exagerando, no sabría qué decirle! En aquellos tiempos algunas personas se atrevían a insultarla y me decían: “Esa mujer no es guapa. Se le nota la lujuria en la cara”. Pero, claro, cada uno puede pensar lo que le apetezca. En mi caso, creo que no exagero en absoluto. Sencillamente estoy visualizando la belleza de esa mujer con todo detalle.
»Recuerdo que en aquellos días éramos tres quienes amábamos a la señora con mayor pasión: Jack, Bob y yo. Desde que nos entregamos a esta mujer persiguiéndola sin cesar, otros jóvenes como nosotros, cansados de la feroz competencia, dejaron de rondarla y se alejaron asegurando que estábamos locos. Y en cuanto a nosotros tres, pensando que sería mejor que los otros renunciaran a la amada, cada vez nos hundíamos más en el abismo del amor, absolutamente trastornados por ella. Jack y Bob, íntimos amigos míos, eran jóvenes de sangre impura a los que la gente detestaba, es decir, ambos eran euroasiáticos, igual que yo. Tal vez por eso aparentemente no nos peleábamos; sin embargo, en nuestro fuero interno la vigilancia que guardábamos era inevitable: sospechábamos unos de otros y sentíamos cómo los celos nos corroían las entrañas. Con el tiempo, el fondo de armario de la señora Orlov se llenó de prendas cada vez más elegantes, y su vestuario y accesorios la convirtieron en una criatura deslumbrante. Si uno de nosotros la divinizaba con un abrigo de piel, como el que se postra de rodillas ante una reina, el otro la adornaba con una joya, y así, no dejábamos de competir entre nosotros comprándole el regalo más caro: todo por conseguirla. La mujer siempre decía:
»—Como he sufrido tanto antes de exiliarme, ya no quiero sufrir más. Admito que me agrada una vida regalada y suntuosa. Mi marido perdió la vida por culpa de la revolución y ya no puedo regresar a mi patria, de modo que si encuentro a un hombre que comprenda mis aficiones y mi inclinación sexual, y que además me ofrezca la vida que ansío, me casaré con él sin ninguna vacilación.
»A veces me preguntaba entre bromas:
»—Dime: ¿cuántos bienes posee tu familia?, ¿vas a heredarlos todos? —y otras veces quería saber—: Si me casara contigo, ¿cuánto lujo me podrías procurar?, ¿permitirían tus padres nuestro matrimonio?
»Con preguntas de ese jaez y así de directas, me daba la sensación de que la mujer me amaba más a mí que a mis amigos Jack y Bob. Yo le confesé que me quedaría con la mayor parte de los bienes familiares después de fallecer mi padre, que también me gustaba la vida lujosa, y que mi principal placer era cubrirla de vestidos deslumbrantes y verla siempre joven y hermosa. Solamente me preocupaba que mis padres no me dieran permiso para casarme, pero ese problema era una cuestión de edad y en uno o dos años se arreglaría. Es más, los convencería, aun si fuera necesario enfrentarme a ellos. De modo que le prometí a la señora Orlov que durante ese tiempo lo intentaría todo por conquistar su amor. Así la estuve cortejando cuanto me fue posible.
»Por supuesto, estas conversaciones eran secretas y no se las revelé a Jack ni a Bob, pero mis dos amigos sospechaban algo. Ninguno de los dos quería perder la batalla del amor, y por eso se anticiparon susurrándole a la dama rusa ruegos y ternuras. Mientras la competencia entre los tres se volvía cada vez más sádica, la aterradora naturaleza de la mujer, que no dejaba de beber y fumar, empezaba a desvelarse poco a poco. Cuanto más intimaba conmigo, con mayor descortesía se comportaba. Aceptó mi proposición en secreto, y gracias a ello logré que accediera a mis deseos. Sin embargo, imaginaba que también se había entregado a Jack y a Bob. De hecho, la señora Orlov lucía cada día diferentes anillos, collares y vestidos que no le había visto nunca. ¿Quién podía estar seguro de que sus labios compartían su calor sólo con los míos? Los tres sentíamos una terrible angustia y unos celos invencibles, y al fin nuestra enemistad llegó a tal grado que incluso apartábamos la vista cuando nos cruzábamos por la calle. Cada uno de nosotros tomaba su propio camino para acercarse a ella y seducirla.
»En esta situación, durante casi un año la señora Orlov y yo nos citamos de manera clandestina. Como yo trabajaba en la empresa de mi padre, en el barrio Yamashita, en pleno centro de Yokohama, gozaba de un horario bastante flexible, de modo que suponía que estaba en condiciones de visitarla más asiduamente que Bob, que trabajaba en una oficina situada en el centro de Tokio, o que Jack, que de vez en cuando debía ir a Kobe por negocios. Sin embargo, se acercaba la mañana del primer día de septiembre, aquella fecha maldita. Sí, poco después del amanecer de la última noche de agosto del año doce de la era Taisho[27], Tokio y Yokohama fueron azotadas por un devastador terremoto. Antes de hablarle del apocalíptico acontecimiento de aquel día, debe saber dónde se ubicaba la vivienda de la mujer. Creo que conocerá más o menos la ciudad de Yokohama. Apenas tuvo lugar el terremoto, el barrio Yamashita se convirtió en escombros y se incendió de inmediato. Después de ese barrio, el barrio Yamate, también llamado Bluff, donde residían muchos occidentales, sufrió cuantiosos daños. En Yamate había un ambiente más cosmopolita que en otros barrios de Yokohama, se hallaba rodeado de naturaleza y era bastante tranquilo. Antiguamente, cuando se abrió el puerto, en ese barrio sólo había una montaña deshabitada. Un extranjero construyó una casa en la falda de la montaña y otro en un valle, y así sucesivamente, y al final la zona se convirtió en un vecindario de emigrantes. Las casas tenían una apariencia maravillosa, pero en realidad la mayoría de ellas era de madera vieja y ladrillo. Además, el barrio estaba lleno de cuestas y pendientes, de modo que el terremoto provocó graves desprendimientos y corrimientos de tierra. Sucedió al mediodía, cuando los vecinos de Yamate cocinaban en las grandes cocinas de carbón, tan distintas a las cocinas japonesas, que son más pequeñas. El barrio se incendió en un santiamén, pese a la abundancia de árboles. En cuanto el terremoto destruyó las cocinas, las brasas de carbón ardieron con fiereza y las llamas se extendieron subiendo en remolino. Pero todo esto ocurrió después de lo que voy a relatarle. Aun así, deseaba contárselo para que entienda usted mejor mi historia.
»La señora Orlov vivía en un apartamento con bonitas vistas, en un edificio ubicado en una colina del barrio Bluff. La construcción, que ya existía cuando yo nací, era inmensa pero anodina. Antaño había sido según creo una escuela católica, una residencia de estudiantes y el hospital Santa Clara. Desconozco con exactitud el pasado del edificio, ya que estuve por primera vez en él después de que la mujer se fuera a vivir allí. La pintura exterior del inmueble estaba desconchada y el interior era muy desorganizado. Los inquilinos eran rusos exiliados, sin medios para alojarse en hoteles o pagar el alquiler de algún piso, pues los occidentales residentes en el barrio los aborrecían. No sé cómo la señora Orlov llegó a vivir a ese edificio tan desastrado donde solamente ella, de entre todos los vecinos, llevaba una vida lujosa después de que nosotros empezáramos a tratarla. Para acceder a su apartamento había que subir unas escaleras con descansillo, al estilo occidental, y cruzar un pasillo sucio y oscuro hasta el fondo, donde había viviendas dispuestas a ambos lados. Cualquier persona se sorprendería al ver un apartamento ostentoso dentro de ese lúgubre edificio. La mayoría de los rusos vivía con su familia, a veces cinco o seis personas, en un solo cuarto. La señora Orlov, por su parte, no solamente ocupaba dos habitaciones contiguas, sino que también estaba rodeada de muebles y decoración de lujo. En una habitación, una estancia tan espaciosa que podía considerarse un salón, había una gran chimenea. La otra habitación era igualmente amplia y estaba compuesta de una cocina sencilla, el aseo y el baño. Este era el cuarto que la rusa pelirroja utilizaba como dormitorio. Ella sabía cómo tratar al matrimonio que trabajaba en la portería y cada vez que necesitaba algo los llamaba para que subieran a su apartamento a llevárselo. Así que se podía pensar que la señora Orlov vivía sola y disfrutaba de esa vida solitaria.
»La mañana del 1 de septiembre, justo una hora antes de la atroz sacudida, yo estaba con la mujer en su dormitorio. Ella solía despertarse después del mediodía, de modo que yo siempre la visitaba por las tardes, pero ese día era sábado y decidí ir a verla por la mañana para llevarla a Kamakura y pasar allí la noche. Mi querida rusa acababa de levantarse y estaba bañándose. Al entrar en el dormitorio, oí su voz desde el baño:
»—Ah, Dick, ¡qué temprano has llegado hoy! Espera un minuto, ya salgo.
»Al poco rato apareció la voluptuosa mujer, ataviada descuidadamente con un kimono encima de su piel recién limpia. Como era habitual entre nosotros, yo había entrado al dormitorio mientras se bañaba. En aquellos tiempos, su manera de seducir, con el semblante, el gesto y el movimiento del cuerpo, en definitiva, con todo su comportamiento, guardaba una semejanza perfecta con las artes amatorias de las cortesanas. Lo que recuerdo ahora sobre aquella mañana es la belleza de su pelo carmesí, húmedo y pegado completamente a la cabeza como si fuera un tejido al estilo Shusu. Después de secarse el pelo con el ventilador, la señora Orlov se acostó boca arriba en la cama, encendió un cigarrillo, echó una bocanada de humo hacia el techo y me invitó a sentarme junto a sus piernas. Le dije que fuéramos a Kamakura, pero ella, en lugar de responderme sí o no […][28], me propuso:
»—Mira, Dick, si te apetece llevarme a Kamakura, cómprame el anillo que vimos el otro día. Sal ahora mismo a comprarlo. Me lo prometiste, así que, si no vas, no te acompañaré a Kamakura.
»Al mismo tiempo me sacudía por la nuca. Cuanto más me sacudía […], yo no podía quedarme callado y le dije:
»—Está bien: te lo compraré. Pero que conste que pedirme que lo compre ahora mismo es un completo abuso, ¿eh, Katinka?
»Katinka era el nombre de pila de la señora Orlov. Y añadí:
»—Déjame estar aquí hasta las doce. Iré a comprártelo por la tarde.
»—Muy bien. Realmente eres un buen tipo. Me quedaré contigo hasta las doce —me contestó burlándose y de buen humor […]. Y añadió—: Pero, Dick, escucha, justo hasta las doce, ¿vale? Vete a comprarlo por la tarde y vuelve a las cuatro o las cinco. Hace demasiado calor para viajar a Kamakura a mediodía. Y no se te ocurra volver sin haberlo comprado.
»Veinte o treinta minutos más tarde, el terremoto irrumpió con violencia mientras disfrutábamos del placer del amor. En un santiamén tomé la mano de Katinka y me levanté como si rebotara. Apenas aterricé sobre el suelo sentí una nueva sacudida, esta vez desde abajo, que me lanzó de nuevo a la cama. ¿Estaría soñando? Tenía la sensación de que las cuatro paredes que nos rodeaban se inclinaban noventa grados, de que el techo se convertía en pared, de que el suelo se empinaba y que la cama se caía y en un abrir y cerrar de ojos se precipitaba contra la pared. Las sacudidas eran brutales, como si estuviéramos a lomos de un caballo desbocado. Lo único que podía distinguir eran formas y perfiles tan confusos y caleidoscópicos como los objetos que se ven desde la ventana de un tren en marcha. Recuerdo vagamente y con gran desasosiego que los ladrillos de la chimenea se derrumbaron por completo, de arriba abajo, profiriendo un enorme estrépito. Al oír el estruendo, Katinka y yo nos abrazamos con todas nuestras fuerzas y con los ojos cerrados. Afortunadamente, los ladrillos no cayeron dentro del dormitorio y se desplomaron hacia el salón. Entonces escuché su voz penetrante:
»—Dick, Dick, recoge mi ropa enseguida, la ropa que está guardada en el armario.
»Como yo sólo necesitaba la chaqueta, pensé que podríamos escaparnos del edificio sin dificultad una vez que me la pusiera. Sin embargo, la tierra no dejaba de temblar. Más tarde la gente diría que primero se había producido un gran terremoto, y después de una interrupción, una segunda y tercera réplicas. A mí me dio la sensación de que era un temblor constante que venía en oleadas. Y, además, como acabo de comentarle, el suelo estaba muy inclinado hacia un lado, de manera que apenas bajé de la cama y me levanté, se me fueron los pies al tratar de caminar. Sentí vértigo y me caí a unos metros de distancia. Gateaba por el suelo inclinado tambaleándome en dirección al armario, y a mitad de camino me di cuenta de que el armario, de unos dos metros y medio de altura, con un espejo en la puerta, no paraba quieto ni un momento y oscilaba una y otra vez. Delante del armario, yo también me movía de un lado a otro sin poder hacer nada. Cuando advertí que las sacudidas del armario se intensificaban, ya era demasiado tarde, y el mueble cayó encima de mí compacto como una roca. Me propinó un enorme golpe en el espinazo y solté un alarido de dolor. Eso es lo que puedo recordar hasta ese momento; luego me desmayé.
»—Dick, ¡despierta! Soy Jack. Dick, Dick, no estás herido. ¡Despiértate!
»No sabía cuánto tiempo había pasado desde mi último recuerdo. Cuando recobré el conocimiento, Jack, agachado, me incorporaba y apoyaba mi cuello sobre su rodilla. Luego, de su propia boca, puso un poco de brandy en la mía. Como yo estaba bastante atontado, no entendía por qué Jack me levantaba en brazos. Tampoco tenía idea de dónde estábamos.
»—Menos mal que has vuelto en ti, Dick. Has recibido un buen golpe en la espalda, pero no tienes ninguna herida. Venga, ¡espabílate e intenta levantarte! Mira, aquí hay un paraguas. Puedes usarlo como bastón. Tienes que salir de aquí ahora mismo y cuanto antes. Si tardas, serás pasto de las llamas. El incendio se ha extendido por toda la ciudad de Yokohama.
»Mientras Jack me hablaba, me di cuenta de que el armario estaba a mi lado y yo permanecía tumbado en el dormitorio de Katinka, o sea en el mismo sitio donde había recibido el golpe. ¿Por qué estaba ahí Jack?
»—Jack —le pregunté—, ¿cuándo y por qué has venido aquí?
»Jack me contestó:
»—En el momento del terremoto iba caminando por la cuesta de abajo. Y vine aquí corriendo para salvar a Katinka.
»Yo, implacable, seguí interrogándolo:
»—¿Katinka está bien? ¿Está herida?
»Jack soltó una carcajada señalando con el dedo detrás de mí y me tranquilizó:
»—Está bien. Mírala: Katinka está ahí.
»A pesar de sentir todavía vértigo, volví la cara en la dirección indicada. Ahí estaba. Me fijé en ella. La habitación estaba tan desordenada como si un gigante la hubiese pisoteado. Y poco a poco me fui percatando de la intensidad del terremoto. La estancia en la que hasta hacía poco gozaba de los placeres del amor había quedado reducida a escombros en un instante, y en ella no se veía huella alguna de lo que conocía como “la alcoba de Katinka”. Tras el derrumbe de la chimenea, se abrió un enorme hueco en la pared entre el salón y el dormitorio, y más allá del hueco había un montón de ladrillos acumulados. El piano se había deslizado desde la esquina hasta el centro de la habitación y estaba de lado. El suelo aparecía horriblemente inclinado, y dado que algunas tablas se habían arrancado o levantado, mostraba numerosos agujeros que se asemejaban a bocas abiertas. Los cuadros colgados de la pared y los estantes se habían movido de sitio, las copas y las botellas se dispersaban por el suelo. Las sillas, la mesa y el tocador se hallaban patas arriba. Con razón “sentí vértigo y me caí a unos metros de distancia”: la cama se había deslizado sobre el suelo inclinado hacia la pared y estaba torcida como en la puesta en escena de una obra de teatro expresionista. Katinka, de pie y apoyada en una columna de la cama, me miraba con sus pupilas exangües, del mismo color que su tez. Aunque desde mi perspectiva veía que estaba de pie, enseguida me di cuenta de que me confundía. En realidad, tenía las manos y los pies atados por detrás de la columna.
»—Pero, Katinka, ¿qué te ha pasado?
»La mujer parecía a punto de desmayarse por la humillación de verse maniatada, o bien por el peligro inminente, mirando inexpresiva, pero con las pupilas más explícitas que mil palabras. Grité con paroxismo:
»—Jack, ¿qué piensas hacerle? Acabas de decir que venías a rescatarla.
»Olvidado de los dolores de mi cuerpo, me levanté. Jack, sosteniéndome porque todavía me tambaleaba, me explicó:
»—Espera, Dick, no hace falta que te alborotes. He renunciado a rescatarla. Escúchame bien: he atado a esta mujer para quemarla. Pero no morirá sola. Yo también me quemaré con ella. Vamos, Dick, no protestes y sal de aquí inmediatamente. ¡Por lo menos sálvate tú!
»Me solté de los brazos de Jack y le advertí:
»—¡No! Voy a desatarla. La voy a liberar, aunque me lo impidas con todas tus fuerzas.
»Entonces, en un tono ligeramente desdeñoso y mientras me retenía en sus brazos, dijo:
»—Estás diciendo tonterías —y acercando sus labios a mi oído como para amonestarme en secreto, agregó—: Dick, acabo de salvarte la vida. No podrás salirte con la tuya, por mucho que ofrezcas resistencia. Además, si me desafías, te quemarás, porque el fuego ya está cerca. Mira por la ventana, el humo se extiende por todas partes. Dentro de poco, ese humo entrará aquí. Tú no necesitas morir también por esta mujer. Te aviso porque no quiero implicarte. Por favor, entiéndeme.
»—¡Qué bajeza la tuya, Jack! —le espeté—. Vas a matarla sólo porque perdiste la guerra del amor.
»Dado que no dejaba de revolverme como un loco, Jack me arrastró hasta la ventana, me agarró por el cuello y me confesó:
»—Como voy a morir enseguida, no me importa decírtelo. ¿Sabes lo que ha hecho esa mujer mientras estabas tumbado sin conocimiento? Esa mujer intentaba escaparse de aquí llevándose sus joyas más valiosas sin siquiera tratar de salvarte. Justo en ese momento he entrado en la habitación. Si no te hubiera quitado el armario de encima, Katinka se habría ido dejándote abandonado. Escúchame, Dick, ahora da igual la victoria o la derrota en la guerra por esta mujer. Te ha engañado igual que a mí. Yo he cometido una maldad que me imposibilita permanecer en este mundo, por eso le prometí que huiríamos juntos a un país extranjero. Pero ahora sé que todo lo que hice fue porque me enamoré de esta mujer cruel y he decidido morir con ella. A ti no te merece la pena morir por Katinka, que te ha abandonado. Por favor, acuérdate de nuestra antigua amistad y démonos la mano. Vete tranquilo. Dile a Bob que me da mucha pena no haber podido despedirme de él.
»Si me hubiera negado, Jack me habría lanzado por la ventana; no obstante, no me podía marchar dejando ahí a la señora Orlov, que para mí tenía más valor que mi propia vida. Sí, esa mujer me habría dejado abandonado y seguramente nos había prometido matrimonio a mí, a Jack y también a Bob. Sentí un odio inconmensurable hacia ella, pero estaba perdidamente enamorado, igual que Jack. Le declaré a éste:
»—Jack, me conmueve tu solicitud por mí. Pero también yo le he prometido a esta mujer irnos juntos y tengo derecho a morir con ella. Si me voy de aquí, habré perdido la guerra del amor. Una vez empezada esta batalla, no quiero perderla como hombre. En nombre de nuestra antigua amistad, haz que muramos los tres juntos de la mano. No me resistiré, pero no me moveré de aquí bajo ningún concepto. Además, ya he dejado pasar la ocasión.
»Tras estas palabras, durante un buen rato reinó un silencio sepulcral, penoso. Jack, despechado, me miró a la cara. Su expresión era inflexible y sus pupilas rebosaban de recelo y maldad. Soltó la mano con la que me agarraba el cuello, se levantó movido por la rabia y empezó a caminar con inquietud por el suelo inclinado, de un lado a otro.
»Fuera de la ventana, la nube de humo ascendía hasta el alero. No sabía si todos los residentes de ese edificio habían muerto o escapado. En todo caso, no se percibía la existencia de ningún superviviente ni en el pasillo ni en ningún otro sitio. Desde lejos se oía el derrumbe de las tablas quemadas y un bullicio terrorífico. Cuanto más ruido llegaba de fuera, más se intensificaba el extraño silencio del interior de la habitación. Jack, en apariencia calmado, contenía el volcán de los celos que ardía en su pecho. Finalmente, se paró delante de mí, me dio la mano y reconoció con un tono doloroso:
»—Dick, quería forzarte a huir de aquí, pero no ha sido un comportamiento correcto. Como tú dices, ya no tenemos oportunidad de escapar. Estamos empatados. Hagamos las paces y démosle un último beso a Katinka.
»Me estrechó la mano durante un rato. Luego se acercó a Katinka y le explicó a la mujer atada:
»—Katinka, me gustaría soltarte, pero si lo hago te revolverás contra mí. Por lo tanto, no puedo desatar la cuerda hasta que el humo llene esta habitación. Me da pena verte así, pero ríndete pensando que ha llegado tu último momento. Como has oído, Dick y yo moriremos contigo. Los dos te queremos tanto que por lo menos te servirá de consuelo.
»En la cara pálida de Katinka se dibujó una sonrisa maliciosa, y apenas Jack se arrodilló a sus pies para abrazarse a sus piernas, los labios de ella se movieron levemente.
»—Jack, si vosotros dos morís junto a mí, Bob nos odiará. Trae aquí a Bob.
»En ese trance, la mujer había pronunciado su petición en un tono majestuoso y con los hombros erguidos como para resistir hasta el último momento. Jack le contestó:
»—Siento no haberlo encontrado. Pero ya no hay remedio.
»—Claro que hay remedio —insistió la mujer—. Ahora mismo puedes traerlo aquí.
»Al oír tan misteriosa afirmación, Jack cruzó la mirada conmigo. Luego observó a la señora Orlov con piedad.
»—Katinka, te has vuelto loca, pobrecita. ¿Dónde voy a encontrar a Bob?
»—No me he vuelto loca. Eres tú el que te has vuelto loco y estás haciendo cosas horribles conmigo. Bob está debajo de mis pies, debajo del suelo donde me tienes atada.
»La voz de la mujer se mostraba tan calmada e insinuante que ambos sentimos un estremecimiento.
»—Bob está aplastado en la habitación de abajo —siguió diciendo la rusa—. Si estuviera vivo, vendría a salvarme. Pero seguramente ha muerto abajo, antes que vosotros. Venga, Jack, arranca esta tabla del suelo y trae a Bob aquí, ante mí. Voy a besar a ese pobre hombre, que fue el primero en morir.
»Reparé en que la planta baja se había derrumbado y la primera había caído. Jack debió de dudar de si Katinka intentaría seducirme para escaparse después de que él hubiera bajado al otro piso. Yo sospechaba lo mismo, y no supe qué responderle. Katinka lo amenazó con una sonrisa de desprecio:
»—Jack, ya que vas a morir, voy a confesarte algo. Nunca sabrás hasta qué punto te he engañado. Bob está abajo, porque la verdad es que yo tenía una habitación alquilada en ese piso para manipularos a los tres.
»Jack y yo, que siempre habíamos desconfiado de la mujer, nos quedamos completamente abatidos al escuchar su confesión. Jack apretó los puños, empalideció y se puso a temblar. Pensé que iba a pegarla, pero tan sólo me advirtió:
»—Dick, no la pierdas de vista. No se te ocurra desatarla.
»Rompió una tabla al lado de un hueco y desapareció por el agujero. Entretanto, en medio de un tremendo torbellino de aire, las chispas penetraron a través de la ventana. Se lanzaron sobre la cara de Katinka y el viento agitó su melena pelirroja, que estaba a punto de convertirse en una llamarada, mientras ella seguía erguida como una estatua. ¿Quién ha presenciado un suceso tan horrible y tan hermoso como ese? En medio de la humareda ponzoñosa, la señora Orlov no resistió el deseo de intentar convencerme:
»—Dick, Dick, vamos, es el momento. Llévame lo más lejos posible. En caso de que Jack intente detenernos, dispárale con la pistola.
»Me asusté al oír la palabra “pistola” y sin querer le pregunté:
»—¿Dónde está esa pistola?
»—Dentro del cajón del tocador.
»Como si estuviera poseído por el demonio o tentado por una fuerza irresistible, avancé a rastras bajo el humo y al final logré agarrar la pistola. Justo en ese momento, Jack trepó desde abajo cargando a hombros el cadáver ya frío de Bob. De su oreja salía un hilo de sangre negra.
»Lo que ocurrió después fue tan horrendo que incluso hoy me da pavor relatarlo. Me encaré con Jack:
»—Jack, es evidente que al final tú y yo somos enemigos mortales. ¡Batámonos en duelo! Si yo gano, la soltaré y romperé el muro de fuego.
»—De acuerdo —dijo Jack aceptando el reto—. Entonces, déjame disparar primero.
»Le pasé la pistola. Me apuntó con ella, pero de súbito se giró hacia Katinka y le disparó varias veces seguidas. Cuando traté de protegerla de los disparos, una bala me rebotó en la rodilla.
»Ahora se preguntará usted cómo conseguí escapar de ahí, ¿verdad? El caso es que Jack, después de matarla, disparó contra su propio pecho gritando: “¡He ganado!”. Así que me quedé solo, rodeado de llamas y de cadáveres, pero con un ansia vehemente de seguir viviendo. Cogí un cuchillo que casualmente estaba cerca de la escena del crimen y corté un mechón del pelo rojo de Katinka. Lo guardé como un tesoro y, arrastrándome por el suelo con las piernas heridas, conseguí salvarme del incendio de milagro.
Dick buscó en el bolsillo interior de su chaqueta y concluyó:
—¡Verá qué hermosura de mechón, qué cabellos, son como hebras de seda!
Abrió un sobre cuadrado y sacó un mechón pelirrojo que colocó con sumo esmero encima de la palma de su mano. Me parecía que las llamas del incendio provocado por el terremoto refulgían en la vívida seda pelirroja. En ese momento sentí un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo y, sobrecogido como estaba, me acurruqué al lado de la chimenea.