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De perfil

Una semana después, con la ventana abierta, el mejor sol matinal del otoño porteño, Etchenike leía Clarín con las piernas cruzadas y los pies clásicamente apoyados en el borde del escritorio mientras el gallego repasaba el rubro de la compraventa de automotores en el suplemento de clasificados y Sayago cebaba mate. No había facturas ni laburo en vista; hacía un par de días que no sonaba el teléfono.

—Te conviene venderlo como coche de colección —dijo el gallego tras el minucioso examen—. Ponés unos mangos en la pintura y en mejorarle los cromados, tapizás de nuevo con una buena imitación, le metés tazas nuevas, gomas con esa banda blanca…

—Eso es muy grasa, como los zapatos combinados —acotó el veterano.

—Yo tengo de ésos —dijo Sayago.

—No te digo…

Y mientras sus compañeros se extendían en consideraciones acerca de los valores relativos y la conveniencia de autos viejos y nuevos y de las modas que de algún modo acompañaban su uso, Etchenike volvió a la lectura.

Estaba leyendo el diario de atrás para adelante y al volver la página, de Deportes pasó a Policiales. La noticia ocupaba tres columnas en el cuarto inferior, sin foto: Muerte dudosa en un sanatorio porteño.

“El deceso del conocido industrial Juan Manuel Saldívar (60), que se hallaba internado desde la semana pasada en el Sanatorio Anchorena, se produjo ayer por la tarde en circunstancias aún poco claras pero sin duda novelescas. Según informaron fuentes policiales, Saldívar —reconocido empresario del rubro de la pintura— se recuperaba con normalidad de las heridas de bala recibidas pocos días atrás en un suceso de sangre en el que murió también su yerno Ricardo Müller, y acababa de ser trasladado de la unidad de terapia intensiva a su habitación.

”Fue en esas circunstancias cuando —según testimonios coincidentes de parientes y amigos— irrumpió una uniformada que, tras desalojar amablemente la habitación con el pretexto de tener que administrarle la habitual medicación por vía endovenosa, quedó a solas con el paciente por no más de dos o tres minutos y se retiró rápidamente. Cuál no sería la sorpresa de los visitantes cuando al regresar encontraron el cuerpo de Saldívar sin vida y sin rastros de violencia aparente. La inyección letal de una sustancia aún no determinada había hecho efecto inmediato.

”En un comunicado dado a conocer a última hora de ayer, las autoridades del Sanatorio Anchorena deslindaron responsabilidades, sosteniendo que la persona sospechosa —una mujer rubia, delgada y de estatura mediana a alta, de treinta años o algo menos— no pertenecería a la dotación de enfermería del citado nosocomio. Tanto el delantal como la cofia utilizados para mimetizarse entre el personal habían sido robados minutos antes de la zona de vestuarios de los empleados y finalmente abandonados en el baño de mujeres de la planta baja. Trascendió que la policía sospecha que se trataría de una secuela de los sucesos de la semana pasada en el Tigre”.

Etchenike terminó la lectura y dijo levantando apenas la mirada del diario:

—Escuchen esto.

Y sin prólogo alguno, sin ofrecer pausas ni permitir comentarios, comenzó a leerles en voz alta la noticia que acababa de leer.

Mientras lo hacía casi llegó a imaginarse perfectamente a la falsa enfermera, ángel justiciero de la muerte. La veía acercándose a la cama, presentándose con nombre y apellido —triste, precisa y memoriosa— a ese paciente entregado a ella como a una vieja tormenta demorada e inevitable. La imaginó diciendo unas pocas, necesarias y suficientes palabras mientras agarraba la sonda, jeringa en mano. Pudo verla cuando clavaba la aguja y sumaba al torrente del suero, mirando los ojos de Saldívar, la dosis suficiente para sacarlo de la vida. La vio cómo lo hacía.

Sin embargo, le costaba pensarla de frente. Esa mujer sólo existía de perfil.

Cuando terminó menudearon las preguntas pero Etchenike no supo o no quiso contestar. Sólo dejó el diario, bajó las piernas del escritorio y se levantó con una extraña energía:

—Gallego, largá eso —dijo poniéndose en movimiento—. No lo vamos a vender un carajo al Plymouth. Además, anda todavía, no es de colección.

Justo en ese momento sonó el teléfono:

—Alerta y vigilante —dijo el Negro Sayago.