6

El frente interno

Etchenike llegó a la oficina rengueando, pasadas las seis y sintiéndose estúpido. Diana no estaba, Tony tampoco, Sayago sí:

—¿Qué te pasó?

—Nada.

—¿Qué te pasó?

Ante la insistencia explicó sus tropiezos, dijo que había sido, literalmente, víctima del atropello policial:

—Y lo peor, dejé el coche en la playa —concluyó.

Sayago no se animó a reírse pero se ofreció para ir a rescatarlo. El veterano agradeció y se dejó caer en el sillón.

—¿Llamó alguien?

—Recién, la hija de Saldívar. Dijo que no se puede mover de la casa porque espera una llamada, si podés ir vos. Dejó la dirección.

Era sobre Las Heras, calculó que no demasiado lejos de lo de su padre.

—¿Y el gallego?

—Fue a comprar facturas.

Sonó el teléfono.

—Alerta y vigilante —Sayago escuchó un momento y tapó el auricular—. Es ella de nuevo.

Etchenike asintió.

—Ya la atiende —dijo Sayago.

El veterano acercó la mano al teléfono con la cautela de quien se dispone a trasladar brasas bajo la parrilla, sin embargo levantó el tubo con repentina decisión:

—Diana, iba para allá —dijo jovial y sin preámbulos.

—Suerte que te encontré —la voz de ella sonaba apenas, una casi secreta variación sobre el tema dominante de la lluvia—. No fui porque estaba esperando una llamada, pero ya está. Ya hablé.

Etchenike la oyó aspirar, acaso sonarse la nariz.

—¿Qué pasó ahora?

—Juntémonos.

—¿Venís hasta acá?

Diana vaciló:

—No tengo el coche.

—Yo tampoco.

Regateaban, pero era menos o más que una pulseada.

—Decime un lugar a mitad de camino y listo —propuso ella, que parecía repuesta.

—La confitería Bellas Artes —dijo él tal vez sin querer.

Hubo una pausa.

—Ahí no: mejor Las Heras y Pueyrredón.

—En una hora.

Cuando bajaba, Simenon bajo el brazo, Etchenike se cruzó en la escalera con Tony que volvía con las medialunas y la sexta.

—¿Salió algo?

—Nada nuevo. Pero hay una noticia sobre el Círculo de Becarios de la UBA.

—¿Y eso qué es?

—¿No te acordás? Es donde iba Müller, en la calle Uruguay.

El veterano recordaba vagamente aquel informe previo, cuando el gallego siguió un par de semanas al joven ingeniero antes de que empezaran a espiar para él.

—Fijate —y Tony le señaló al pie de la página de policiales.

La noticia era un recuadro de título corto y expresivo: Clausuran club privado.

—No tengo los anteojos —dijo Etchenike—. ¿Qué dice?

—Los vecinos dicen: parece que es un club de trolos, lugar de encuentro. Y los denunciaron —el gallego le convidó una medialuna—. Cayó la cana y a un par los agarraron con los lienzos a media asta.

—La gente es mala.

Coincidieron en eso. También en la necesidad de que el gallego profundizara el tema.

—¿No había pasado también Peratta por ahí? —creyó recordar Etchenike—. ¿Cómo se dice “detective” en guaraní?

Averiguaré.

—Eso es.

Y le robó otra medialuna.

Etchenike apuró el paso para cruzar la avenida y se metió en la confitería La Moneda. Suponía que iba a tener un rato para su trajinado Simenon, pero Diana ya estaba. Acodada en una mesa junto a la ventana más lejana, sobre Las Heras, no parecía esperar a nadie. Hacía sus cosas, leía absorta el diario abierto frente a ella y fumaba. Había pedido un té y se lo terminaba cuando Etchenike corrió la silla para sentarse. Recién ahí levantó la cabeza:

—Me asustaste.

—No —el veterano la besó en la mejilla—. Apenas te sorprendí.

Ella sonrió; estaba terriblemente triste:

—Siempre tan preciso —dijo.

—Y observador: te cambiaste.

Ella se miró la remera a rayas.

—Tenías un vestido muy bonito hoy a la mañana —dijo él.

—¿Sí?

—Sí. Cuando te vi en lo de tu viejo, ¿venías de la fábrica?

—¿Cómo sabés?

—Sé: me dijeron que entraste y saliste.

—Un encargo de Ricardo —dijo evasiva. Se miró la ropa, siguió sin transición—. No tengo el auto, me mojé un montón.

Llegó el mozo y Etchenike pidió un cortado y otro té para ella.

—¿Qué llamada esperabas que no viniste?

—De Uruguay.

—Contame.

Ella encendió otro cigarrillo y no empezó precisamente por ahí:

—Disculpame lo de la otra vez.

—Cuándo.

—El día de la charla en el parque. Estaba muy perturbada. Lo de papá, después verte ahí, en la oficina de Ricardo… No sé por qué te traje el tema de vos y mi vieja…

—Está bien, ésa es una historia linda, te aseguro. No tiene nada de trágica. Y, mirá lo que son las cosas, lo de tu papá ya pasó, no va a ser nada. En cambio esto de ahora es muy complicado, Diana, no sé si te das cuenta…

—Sí.

Y ahí ella desvió la mirada, se echó a llorar muy despacito. Como se llora después de haber llorado fuerte antes y por lo mismo.

—¿Te duele lo de Peratta?

Sacó el labio inferior, como una nena:

—No tanto. Podía pasarle algo así.

—Pero lo querías, o te importaba…

—Fue un capricho.

—¿De quién?

El llanto volvió sin permiso esta vez y se quedó un rato más.

—Lo mató Peloso, Julio.

—¿Qué pruebas hay?

—Lo odiaba.

—No era el único.

—Tal vez no lo hizo solo.

Etchenike se empinó el resto del cortado:

—¿Con quién lo iba a hacer?

—¿Con quién? —Ella quedó ahí y él levantó las cejas, como si la empujara a decirlo—. Con Picabea, por ejemplo. Puede ser con Picabea…

El veterano le explicó que, precisamente, para la policía había una pista ahí, por una cuestión de horarios y coincidencias que le detalló.

—¿Vieron el auto en la zona a esa hora?

—¿Qué hora?

—La hora del… crimen, digo.

—No se sabe la hora, Diana.

—Ah.

—Pero parece que Peratta y Picabea anduvieron en algún momento de la tarde por ahí. Justo ahora la policía está hablando de eso con tu padre.

—¿Con mi papá? —la expresión de Diana se ensombreció, amagó una sonrisa torcida—. Justo él, que bien pudo haber sido… Porque Picabea es mi viejo, como Peloso, hacen lo que les dice.

Etchenike bajó las cejas:

—No creo que tu viejo…

—Ya te lo dije: mi viejo es capaz de cualquier cosa.

Etchenike recordó una escena de Chinatown, una réplica del viejo Huston, el estupor del detective que hacía Nicholson, pero la desechó.

—¿Cualquier cosa como qué? —quiso saber.

—Lo que le hizo a Tito, por ejemplo.

—Me contaste.

Diana levantó la cabeza:

—No fue exactamente así. Parece que fue peor.

—¿Qué pasó?

—No importa.

Diana suspiró, agitó la cabeza, sacó conclusiones:

—Fijate lo que pasa: hace pocas semanas mi viejo se moría y Mauro estaba casi demasiado vivo. Ahora, mi viejo sigue vivo y él está muerto. Y bien muerto está.

—¿Y por qué lo querría muerto tu viejo?

—Todos sabíamos que Peratta lo quería puentear —subrayó amargamente.

—¿Todos?

—Incluso mi viejo. Lo conversamos muchas veces —de pronto Diana se detuvo, cambió el tono, como si recapacitara—. Pero no me hagas caso. Debe haber sido el bestia de Peloso solo, y todo por un culo celulítico. Perdón…

Y ahora sonreía.

Ella era una vendedora persuasiva y poco confiable que tenía bajo la mesa un cajón desordenado del que sacaba cosas, mostraba, ofrecía apenas para volver a esconder. Etchenike se sintió repentinamente hastiado. No sabía qué creer, no sabía qué preguntar, quería irse de ahí. Se dio una última oportunidad:

—Pero vos me querías contar algo, Diana. De una llamada…

—Sí, pobre Ricardo —dijo ella imprevistamente—. Tengo miedo.

—Yo tendría que hablar con él.

—Difícil, está en Punta. Internado en observación, acabo de hablar. Es lo que primero te quería contar, Julio: lo golpearon y le robaron el auto.

—¿Quién?

—No sé. Cuando papá llamó a la una de la mañana y nos enteramos de lo de Peratta decidimos volvernos ya.

—¿A qué hora te llamó tu viejo?

—Anoche a la una.

—La policía lo informó oficialmente hoy a las seis.

—Puede ser, pero él me llamó a la una.

—Está bien.

—Como no podíamos demorarnos tanto —prosiguió Diana—, Ricardo me llevó al aeropuerto; me vine sola en el primer avión, y él se quedó para venir más tarde en el vapor con el coche. Ahora, a la tarde, me llamó la policía de Punta del Este para avisarme que lo habían asaltado, lo habían golpeado feo en la cara y lo habían dejado desmayado a un costado de la ruta. Se llevaron el auto.

—¿Lo quisieron matar?

—No parece. Asustarlo, tal vez. O acaso sea un robo común, pobrecito.

—¿Reconoció a los tipos?

—No. Unos muchachos, me dijo. Tres o cuatro.

—¿Los levantó en la ruta?

—Sí.

—Es raro.

—No sé por qué.

—Seamos desagradables —y el veterano lo fue—: en un mismo fin de semana matan a Peratta y ahora casi matan a tu marido. Uno parece un crimen pasional y el otro un robo. Sin embargo, y me pongo en el lugar de la policía, las dos víctimas tienen cosas en común. Sus intereses en Eternel. Los dos están en línea sucesoria directa, digamos, de un dueño que parecía hasta ayer mismo con los días literalmente contados…

Ella se iluminó, como si se acordara:

—¿Te contó en detalle lo de los nuevos análisis? Porque ayer llamó dos veces: primero, para lo de los análisis…

—Sí. Y me alegro, sobre todo por vos; y por él, claro. Pero volviendo: los otros puntos en común entre Peratta y Ricardo son… vos, Diana.

—Eso nadie lo sabe.

—Lo sé yo.

—¿Y el otro?

Etchenike lo mandó como si nada, una moneda, tiro al aire:

—Un lugar al que los dos concurrían: el Círculo de Becarios de la UBA.

Diana no movió un pelo, ni siquiera parpadeó, pero el humo del cigarrillo que subía vertical desde los dedos de su mano derecha se agitó levemente.

—¿Peratta también iba? ¿Mauro, becario de la UBA?

—Alguna vez pasó, en las últimas semanas.

—Mirá vos. Y vos suponés que…

—Nada. Estoy buscando o desechando conexiones entre los dos. Me cuesta pensar que matan a uno y casi matan al otro en pocos días y nada tienen que ver.

Ella aspiró del cigarrillo y tras echar el humo volvió con una convicción llamativa:

—No es tan raro, Julio. Estas cosas pasan. A Peratta lo mata un tipo pesado por soplarle la mina. Y a Ricardo lo asaltan unos muchachos drogados, lo golpean y le roban el auto. No tiene por qué una cosa tener que ver con la otra.

—Vos misma me dijiste que temías que sí. Pero cuando te muestro dónde están los puntos de contacto entre los dos casos, y te jode, te retraés.

—Qué palabra…

Etchenike sonrió.

—¿Estás protegiendo a tu marido o te estás protegiendo vos?

—Él es bueno. No lo ensucies.

—Si es bueno, mejor así —concedió el veterano—. ¿Dónde estuvo el jueves a la tarde?

—En Eternel y después conmigo. ¿Esto es en serio?

—Se lo va a preguntar la policía, y también te lo van a preguntar a vos, nena. —Le puso la mano sobre la cabeza, la zamarreó apenas—. Mejor que practiques conmigo, que es gratis y te quiero.

—Es increíble…

Pero no lo era.

El veterano le explicó en pocas palabras cuál era la situación: Macías estaba —por ahora y como ella— con la pista y la hipótesis de Peloso y con eso se entretenía, tenía con qué alimentar a la prensa y calmar a sus superiores con un crimen pasional de regla de tres. Pero no iba a durar, se caería irremediablemente ni bien se supiera por qué razón se había quedado Peratta en Buenos Aires, qué lo hizo suspender el viaje a ultimo momento. Para esa alternativa, que le reformularía el caso, tenía que tener algo de recambio. Y ahí los iba a hacer desfilar a todos.

—Y a mí también —concluyó Etchenike como para complacerla.

—Está bien —dijo ella después de un momento—. ¿Qué querés saber?

—Todo.

—Suena como un bolero: todo de mí.

—No es bolero, es un tema de Armstrong.

—¿De quién?

—No importa. ¿Qué hicieron el jueves?

—Fuimos al cine y después tomamos el vapor de la carrera a Punta.

—No: todo, desde el mediodía.

Diana sonrió, se puso en actitud recitativa:

—Almorzamos con mi viejo. Después Ricardo se volvió a la fábrica y yo lo acompañé a papá a la clínica. Nos llevó Peloso, los dejó a Picabea y a él primero y después me dejó a mí en la masajista. Volví a casa a preparar todo para el viaje, las valijas y todo eso, y a las siete nos encontramos en una confitería, en El Cisne, la de Montevideo y Marcelo T. de Alvear, antes de ir al cine.

—¿Qué fueron a ver?

Manhattan, la de Woody Allen, al Atlas de Callao.

Sin que Etchenike dijera nada ella abrió la cartera y rebuscó hasta encontrar el programa. Lo puso sobre la mesa.

—La función de las ocho menos cuarto. ¿Viste Manhattan?

—No.

—Es muy buena. Sobre todo por Diane Keaton.

—¿Tu marido estuvo toda la tarde en Eternel?

—Supongo.

—¿No te dijo nada, de haber salido, ido a alguna parte?

—No. Bah, no sé… Preguntale a él, cuando venga.

Etchenike asintió, miraba la mesa.

—¿Qué pensás? —dijo ella.

—Nada. ¿Y después?

—¿Después de qué?

—Del cine.

—Fuimos a casa, recogimos el equipaje y nos fuimos.

—Y tan contentos.

—Y tan contentos, claro.

—Mejor así.

Habían terminado.

Entonces Diana reparó en el libro gordo que él había apoyado junto a la ventana durante la charla:

—Permiso —y lo agarró—. A ver qué leés…

—Son las memorias.

—Ah, Simenon… Todavía lo andás paseando. ¿Qué tal tu francés?

—Peor que el tuyo, seguro. Pero me alcanza.

—¿Cómo es? —y lo hojeaba.

—Empieza divertido, pero es un libro triste.

—¿Me lo prestás?

—Otro día. Me falta poquito. En el final, él…

—No me lo cuentes.

Cuando Etchenike abrió la puerta de la oficina en penumbras supuso, por un momento, que se había equivocado. Sonaba bajito algo parecido a Take five en la radio, y el saxo patinador de Paul Desmond apenas asomaba sobre el rumor de la brisa que llegaba de la ventana abierta al atardecer coloreado a baldazos. La luz agazapada de la lámpara de tulipa verde hacía brillar los hielos de un par de vasos largos de whisky apoyados en el borde del escritorio, a mano de la pareja cómoda, oscuramente recostada en el sofá de los clientes. Prendió la luz y la pareja se desenredó lenta y perpleja.

—Hola, Julio. Pensé que ya no volvías —dijo Sayago sacando los brazos de donde los tenía—. Te presento a Armonía.

Etchenike sintió que algo andaba mal o flojo en su frente interno.

—Hola.

—Hola.

La uruguaya, melena negra y ojos verdes subrayados al tono, veterano gato oriental a dos orillas, estiró sin levantarse una mano con demasiados anillos.

—El Negro me habló mucho de usted —dijo.

—Suele hablar mucho. ¿Viene a quedarse?

—Tengo sillones más cómodos —y se estiró el vestido floreado, bajó la mano hasta las sandalias blancas.

—Te traje el auto —dijo Sayago ya de pie, reintegrado en funciones.

Pero Etchenike lo ignoró. Tomó posesión del escritorio y de uno de los whiskies y le alcanzó el otro a ella:

—¿Viene de Montevideo?

—De Punta del Este. Me trajo un amigo.

—Y qué tal la temporada.

—Demasiados argentinos para mi gusto —se empinó el whisky—. Pero hay que comer.

—Me dijeron que hay problemas de seguridad.

Sayago, parado a un costado, era el juez de un partido de ping pong.

—Los Tupas están muertos —concedió ella sin dudar—. Tenemos milicos para rato, como ustedes.

—La seguridad del Estado y toda esa mierda no me importa. Me refiero a delitos comunes.

Ella mostró su primera sonrisa, sacó a relucir un par de dientes de oro:

—Me extraña, araña. Si no hay a quién robarle, en Uruguay.

El veterano devolvió sonrisa, parecía armonizar con Armonía:

—Pero siempre quedan los argentinos, supongo. Una amiga me contó que al marido hoy le robaron el coche en la ruta, en Punta. Lo golpearon y lo mandaron casi muerto al hospital.

—Algo oí.

—¿El ingeniero? —intercaló Sayago.

Etchenike asintió apenas, sin volverse hacia él.

—Armonía conoce a mucha gente —dijo el Negro.

—Seguro —concedió el veterano—. ¿Cuándo se vuelve para allá?

—¿Ya me está echando?

—Por favor…

El gato oriental se desperezó como las mejores de su raza, apuró la bebida y se puso en pie. No ganó con el cambio:

—Un gusto, don Etchenike —y estiró otra vez la mano—. ¿Me acompañás a tomar un taxi, Negro?

Sayago casi pidió permiso de soslayo antes de apoyarle la palma en la cintura.

—Ya vuelvo —dijo con un guiño.

Pero no volvió. Cuando una hora y media después sonó el teléfono, Etchenike volaba de bronca y no se sorprendió al escucharlo:

—Dónde estás, la puta que te parió…

—En un telo de la Panamericana —se reportó Sayago como si nada—. Todo bien con Armonía. Va a ayudar. Conoce mucha gente, te dije. Dame los datos.

Etchenike dudó un instante pero se los pasó: el ingeniero, los jóvenes, el auto robado, el hospital.

—No parecen chorros comunes, sino profesionales —resumió—. En el ambiente de las locas, tal vez. Pero no le des más información que ésa: lo mínimo, lo que saldrá en el diario.

—De acuerdo. Y te cuento lo del estacionamiento, aprovecho que Armonía está en el baño —el veterano no pudo evitar cierto fastidio—. Fui a buscar el Plymouth y el gordo, medio embroncado, me preguntó por vos. Parece que al rato que pasaste fue la policía preguntando también por el Volvo y lo del jueves. Se llevaron las planillas de la playa, aunque no había nada ahí.

—Mirá vos.

—Me preguntó si eras cana.

Etchenike oyó el ruido de la puerta y se demoró en contestar.

—Julio, ¿me oís? —insistió Sayago.

—Tengo que cortar —dijo el veterano con calma—. Me están apuntando con una pistola en la cabeza. Y cortó.

El dueño o simple usuario del arma aprobó el gesto. El que había entrado detrás de él y portaba un instrumento similar fue del mismo criterio, aunque llegó un poco más lejos. Con un vigoroso tirón arrancó la línea de teléfono. El cable quedó suelto junto al zócalo de madera y un par de pedacitos de yeso desprendidos de la pared.

—¿Qué quieren? Hoy tengo un día de mierda.

—Ésta es la segunda vez… —dijo el más petiso sin dejar de apuntarle mientras el otro lo hacía ponerse de pie, lo registraba—. La segunda vez en pocas semanas, Etchenike. Y un boludo no es el que hace una boludez sino el que la repite.

Ahí, mientras uno hablaba con libreto y el otro le vaciaba los bolsillos, saqueaba su billetera, los reconoció o al menos los hizo coincidir con la descripción del gallego.

—Es cierto. Vos debés ser Mendoza y él debe ser Garay. Tenés razón: no les bastó con una, lo hicieron dos veces…

—¿Eh?

Los custodios y parapoliciales, solía teorizar el veterano, parecían elegidos en monótonas sesiones de casting en que se privilegiaba el contraste, el equilibrio compensatorio de tallas y volúmenes para la ulterior distribución de los módicos roles a la hora de actuar: hablaban los petisos; operaban, golpeaban los altos.

El derechazo que dobló a Etchenike se lo dio Mendoza.

A veces las reglas tienen excepciones.

Lo que no suele tener modificaciones es la secuencia de las palizas. A un golpe en el estómago sigue la piña arriba; a la caída al suelo de costado se la completa con patadas —de dos a cuatro— en las costillas o lo que se ofrezca desguarnecido. Ahí viene un leve respiro para el golpeado y para el golpeador que corresponde al cambio de aire, y es el fin de la primera sesión.

Garay y Mendoza se tomaron cinco minutos para revolver todo mientras lo puteaban, preguntaban al tuntún y lo pateaban al paso.

Después de dar vuelta todos los cajones comenzó una nueva y silenciosa sesión de biaba: derecha abajo, zurda arriba, caída, pateadura y tregua.

Durante esa brevísima segunda pausa, Mendoza o Garay, uno de los dos, oyó algo y dijo:

—Guarda.

Y no era respecto del maltratado Etchenike que se ponían en guardia, claro.

Desde su posición de tercero excluido, el cuerpo descalabrado, la cara contra el zócalo y la mirada oblicua a ras del piso, el veterano vio cómo de pronto la oficina se poblaba de zapatos acordonados, botamangas grises y azules. Varios pares.

—¿Qué hacen? —dijo Macías.

—¿Qué hacen ustedes? —dijo Mendoza.

—Este hombre trabaja conmigo —aclaró el inspector señalando vagamente el bulto en el piso, el rincón de los desechos—. Y no se toca. ¿Oyeron?

—Tarde, Macías. Sorry —dijo Mendoza.

Uno que estaba detrás del inspector se tiró sobre el multilingüe y lo inmovilizó. Otro adjunto se ocupó de Garay, sin resistencia. Y sobraban dos más.

—Llévenselos —dijo Macías.

Mientras los arreaban fuera de la oficina a persuasivos rodillazos el Colorado se inclinó para recoger lo que quedaba de Etchenike:

—Tu socio gallego al llegar vio el Falcon en la puerta, lo reconoció y quiso avisarte. Como el teléfono estaba cortado me llamó a mí. Buenos reflejos.

—Mejores que los míos —al veterano le dolía todo, sangraba del puente de la nariz—. ¿Dónde está ese irresponsable?

Tony se asomó por encima del hombro de Macías, le alcanzó un pañuelo:

—Justito a tiempo.

—Es culpa tuya —dijo Etchenike con rencor.

—Está todo bien, no lo verduguees… —Macías lo enderezó, lo ayudó a sentarse, apoyar la espalda en la pared, le acomodó la ropa.

—Eso. No te la tomes conmigo —Tony solía ponerse castizo cuando se agrandaba y había testigos—. Pues soy yo el que habitualmente la liga.

—Por mí, si sufrís tanto, te podés volver al Ramos y a la bandeja.

—Para lo que me pagas.

—Andate a la mierda. Pero dejá la postiza, miserable. Te la pagué yo.

—Pará… —dijo Macías.

El gallego se apartó y Etchenike oyó el golpe seco de algo sobre el escritorio antes del portazo airado.

—¿Dejó la postiza?

—No, el arma.

—Qué cabrón.

Macías meneó la cabeza, sonrió.

—¿Y vos por qué estás tan contento?

—El caso está resuelto, Julio.