11

Tres o cuatro mujeres

La comisaría de Vicente López a las cuatro de la tarde tenía el aire desolado de una peluquería de pueblo. Sonaba una radio, un agente leía El Gráfico apoyado en el mostrador de la mesa de entradas. Detrás, un hombre canoso prestaba declaración ante un policía con cara de niño que tecleaba una máquina antigua y tartamuda. En otro escritorio, el oficial de guardia con bigotes reglamentarios llenaba una planilla con birome negra. Había dos personas más esperando en un banco lateral, una mujer y un chico que seguro habían venido con el declarante. Tony García estaba sentado en una silla, entre el banco y la puerta entreabierta del baño. Se examinaba las uñas.

Etchenike entró y ni lo miró.

Se acodó al mostrador y preguntó con nombre y apellido por el comisario.

—Quién lo busca —dijo el de bigotes sin levantarse.

Por toda respuesta el veterano sacó la credencial de oficial retirado y la puso ahí.

—Acabo de hablar con él por teléfono —aclaró.

El cana se arrimó al mostrador, deletreó con alguna dificultad y confrontó cara y foto.

—Un momento —dijo.

Y se fue para adentro.

Recién ahí Etchenike giró el torso y miró a Tony sin palabras, meneó torvamente la cabeza. El gallego también argumentó mudo, se excusó apenas con un golpecito de cejas hacia arriba.

—Pase —dijo el oficial.

Etchenike pasó.

Veinte minutos después, el veterano salía del despacho del comisario Anselmo Ferretti y se llevaba al gallego a la rastra, limpio de culpa y cargo:

—Vamos, antes de que se arrepientan.

Tony se resistió:

—La hermana está adentro, Julio.

—Vamos, ahora.

—Pará.

Siguieron discutiendo en la vereda de la comisaría. Era una mala película italiana, una comedia vieja de Sordi.

Acordaron esperar en el auto. Y ahí el gallego se explicó, le dio pormenores:

—Después de la vuelta por el barrio, por lo que averigüé, está claro que este pendejo miente, encubre a alguien. Como allá no iba a conseguir nada más y me junaban, me vine para acá, a ver si le podía sacar algo a él o a cazar a alguna visita. Al preguntar dije que era el tío. Como te he visto hacer a vos un par de veces.

—Pero no en la cana.

—Está bien. Pero el no ya lo tenía, no había nada que perder.

—Pero perdiste.

—Me dicen que sólo familiares directos, que no me pueden autorizar, todo bien. Estaba en eso cuando cae una petisa, gordita y seria y pregunta por Hernán Cabeza. No dijo Toti, como todos: dijo Hernán. Era la hermana mayor, Zulema. Porque hay otro hermano, más chico, Diego. Y ahí le dicen a Zulema que estoy yo, el tío: “¿Lo conoce?”. Ella dice que no, que no soy tío ni nada, que ella sepa. Y ahí cagué.

—Te retuvieron.

—Sí. Y no te rías…

—No, si tengo ganas de llorar. ¿Y ahora?

—Hay que esperar que salga.

—¿Y entonces?

—Fijate a ver qué se te ocurre. A mí mejor que no me vea.

Al menos coincidieron en eso.

—¿Qué sabemos de la hermana?

—Labura en Disco, en el centro. Creo que es cajera, repositora o algo así. Es la única.

—¿La única que labura?

—Me parece. Porque padre no hay y la vieja, por lo que dicen, vive en pedo.

Etchenike se quedó un momento mirando al frente, en silencio. En cualquier momento la mina iba a salir y ellos ahí, en la esquina, alevosamente a la espera.

—Me quedo yo —dijo de pronto—. Vos llevate el auto y aguantame hasta las seis en el café de enfrente de la estación. Llamalo al Negro para ver qué novedades hay.

Abrió la guantera, rebuscó y sacó papeles y recortes.

—¿Qué vas a hacer?

—Con la verdad no ofendo ni temo.

Se metió toda la papelería en el bolsillo y bajó.

La esperó veinte minutos apoyado en un árbol, como un novio de los de antes.

Cuando salió, la reconoció enseguida. Era la petisa gordita que había dicho el gallego pero además tenía una linda cara y ojos sinceros. Y no era seria; estaba endurecida. Llevaba el pelo negro recogido en una cola de caballo y aferraba el bolso en que le había traído algo de comer, cigarrillos, acaso un pulóver al hermano preso. Etchenike le habló de frente pero sin cortarle el paso.

—Zulema Cabeza.

—Sí, soy yo.

—Tengo que hablar con usted por lo de su hermano.

—¿Quién es? ¿Qué quiere?

—Un amigo, sólo quiero hacerle unas preguntas.

—No lo conozco.

—Si quiere vamos adentro de la comisaría, para que se sienta más segura.

—¿Acá? —y se echó a reír sin ganas, como para que se diera cuenta de que no le hacía gracia—. ¿Es policía?

—No. Pero el comisario Ferretti me conoce.

—Es un hijo de puta.

—Puede preguntarle: soy Julio Etchenike —siguió el veterano como si nada.

Sacó la tarjeta. Zulema la espió sin agarrarla.

—¿Usted conoce a mi hermano?

El veterano agitó la cabeza:

—Conozco el arma que usó.

—No la usó.

—Tiene razón: el veintidós que tenía en la mano el día del asalto.

—Que no era de él.

—No era de él. Pero no es cierto que lo encontró entre los yuyos de la Panamericana.

Ella vaciló y de pronto compuso una aparatosa inocencia:

—¿Eso dijo?

—Sí.

—¿Y la policía le creyó?

—Sí. Pero yo no.

Zulema apretó los labios y dio un paso al frente:

—Y a mí qué carajo me importa. Salí…

Etchenike se hizo a un lado y ella caminó vigorosamente, se alejó cuatro o cinco pasos.

—Zulema…

Se volvió furiosa:

—No me jodás porque llamo a la policía, les digo que me estás molestando, viejo baboso…

—Zulema, tu hermano está ocultando algo o encubriendo a alguien. No sé. Los mismos pibes que estuvieron con él dicen que no encontró nada ese día.

—Qué saben.

—No saben nada. Pero con esa misma arma mataron a un tipo, un par de días antes.

La mujer volvió a vacilar. Quiso ser agresiva:

—No entiendo. ¿Qué querés decir?

Etchenike metió la mano en el bolsillo y sacó desordenadamente los papeles:

—Mirá. Este es el caso. Por ahí leíste algo o viste en la tele…

Ella ni se asomó.

—No quiero saber nada. Si vos sabés tanto, ¿por qué no vas a la policía? Para qué me jodés a mí y a mi hermano.

—Zulema… —y el veterano se arrimó un par de pasos mientras ella retrocedía.

—Andate, rajá.

—Por lo menos miralos, tomá… —y se los alcanzaba. Ella había vuelto a caminar, le daba la espalda—. El caso Peratta, un asesinato, salió en todos los diarios.

Se volvió hecha una furia:

—Mi hermano no mató a nadie, hijo de puta.

—Claro que no. Pero esa arma sí. Y el asesino no es el que aparece acá. Por eso, lo de tu hermano…

—Pará.

Zulema lo miró un momento y después miró los papeles. Dio un suspiro casi de resignación y de un zarpazo de la mano derecha se los arrebató.

—Ahora andate. No me jodas más.

—Gracias.

El veterano la miró irse caminando rápido por el medio de la vereda. Luego, a medida que se acercaba a la esquina, vio que se arrimaba a la pared. Por un momento creyó que iba a revolear los papeles que llevaba apretados en la mano, casi empuñados. Después, antes de doblar y perderla de vista, le pareció que los guardaba en el bolso. Pero no estaba seguro. Ni fue hasta la esquina para ver si los había tirado.

Caminó hasta la estación, atardecía muy lentamente. Tony García lo esperaba en la mesa de la ventana, leyendo La Razón y con algunas novedades:

—El Negro no estaba. Te llamó René Favaloro.

—¿Quién?

—René Favaloro. Me dijo Dora, la señora de la limpieza.

—¿De la Fundación Favaloro?

—No sabe. Era una mujer. Y es la segunda vez, dijo.

Recién ahí se sentó:

—¿Algo más?

El gallego agitó la cabeza.

—Creo que no. Tengo hambre. ¿Cómo te fue a vos?

—No sé —y no mentía—. Ahora te cuento.

Etchenike pidió un café con leche y un sándwich de jamón y queso para el gallego y un fernet con hielo y soda y maníes para él. Las circunstancias ameritaban.

Mientras miraban ir y venir los trenes por la izquierda le contó la conversación con Zulema. Adornó un poquito, argumentó sus muy cifradas esperanzas, de algún modo sintió que debía ser optimista para no defraudarlo.

—¿En qué Disco dijiste que labura?

—En el del centro —precisó Tony detrás del sándwich.

—En el centro debe haber diez sucursales, gallego.

—En una de ésas, entonces.

Tony García era invulnerable.

—Tarea para el hogar —dijo Etchenike.

—Ah, me olvidaba —pausa para masticar—. Llamó tu hija. Que no te olvides del cumpleaños de Marcelo.

—Es mañana.

—Creo que es hoy.

El veterano miró el reloj y echó una puteada.

—Era hoy.

Fue hasta el teléfono público. Discó el número de Susana. Atendió una voz infantil con fondo ruidoso.

—Feliz cumple, Marcelo —dijo el abuelo.

—Soy Damián —dijeron del otro lado.

—¿Y Marcelo?

—Se encerró en el baño.

—Dame con la mamá —dijo Etchenike.

—Ahí viene. Chau.

En el kiosco de Sarmiento y Junín, el abuelo tardío y culposo compró un disfraz de Batman de plástico berreta —máscara, pechera y capa montados sobre un cartón colorido en azul negro y amarillo— y diez paquetes de figuritas. Mientras esperaba el ascensor se cruzó con los invitados que bajaban ya del noveno A con su globo y su bolsita de sorpresas. Llegó cuando Susana despedía al penúltimo.

—¿Qué pasó?

—Me demoré. Vengo de Vicente López.

Marcelo recibió el beso y el regalo con la saturada indiferencia propia de un hijo de padres separados. Se detuvo algo más en las figuritas, objeto de rápida disputa con Damián, el telefonista rezagado.

Susana estaba sola y comieron torta con coca cola tibia en un rincón de la mesa.

—Estuvo lindo, vinieron muchos chicos.

—Cuando vos cumpliste diez, fue el récord: veinticinco pibes. Casi todas nenas. Pero en Flores jugaban en la calle, no era esto. ¿Te queda alguna?

—¿Qué cosa?

—Amigas de entonces.

—Tres o cuatro, las que seguimos en el secundario. Pero no las veo mucho, me las cruzo, a veces. Lucía, René, Diana… ¿Cómo va ese asunto de los Saldívar?

—Todo mal. Bah: todo bien pero todo mal.

—¿Agarraron al asesino?

—Sí. Pero no era. Y se suicidó.

—Ah, como siempre.

—Más o menos.

—¿Y Diana?

—Me parece que protege al marido.

—¿Cómo lo protege? De qué…

Etchenike buscó una respuesta y se dio cuenta de que no la tenía.

—No sé —admitió—. Pero dice que lo protege, se le nota. Es una manera rara de cuidarlo.

—Ah. No me extraña.

Se quedaron un momento en silencio. Del cuarto contiguo llegaban los gritos de los chicos, la música de una canción que hablaba de Martín Karadagián.

—¿Te puedo preguntar una cosa un poco… complicada? —dijo Etchenike de pronto, siguiendo un alevoso libreto.

—¿Complicada?

—Personal.

—¿Personal? Esperá que me sirvo un vino.

—Servime a mí también —dijo el padre.

Susana tomó dos vasos de plástico y una botella apenas empezada y sin corcho.

—Es algo que me dijo Diana hace unos días, referido a una conversación que tuvieron ustedes, sobre algo que pasó hace muchos años entre Hilda y yo.

Susana ya estaba en guardia:

—¿Qué te dijo esa tarada?

Etchenike eludió el epíteto, cortó camino:

—¿Es cierto que Diana te dijo a vos que Hilda le había contado que yo —y ahí vaciló apenas— estaba, había estado, digamos, enamorado de ella?

—Sí.

Susana lo dijo así, pelado, y se quedó mirando unas miguitas.

—¿Y qué pensás?

—No sé. Decime vos, papá.

Pero él no dijo nada.

—¿Querés más torta? —dijo ella al cabo de un rato.

Entonces, sin preámbulos, como si leyera en un punto ubicado entre el borde del mantel y sus rodillas, el veterano comenzó a hablar:

—Fue en un verano que fuimos a las sierras, a la colonia de vacaciones de la policía en Córdoba. Nosotros habíamos ido solos un par de veces y los invitamos a ellos. Vos tendrías cuatro o cinco años y Diana no había nacido. Fuimos en el auto nuevo del Pájaro, para ablandarlo, como se decía antes. Ellos no estaban bien, se veía. El Pájaro siempre fue muy mujeriego, y tenía poco cuidado, ella se enteraba. Tené en cuenta que somos amigos de siempre, incluso yo la conocí a Hilda antes que el Pájaro, porque empecé a salir con mamá y ella era la amiga íntima. Recién un par de años después el Pájaro empezó a salir con ella. Así que teníamos una especie de complicidad, de confianza que a veces se da cuando no hay “riesgo” de ser malentendido: ella era la amiga de mi novia. Por lo menos así era antes.

—¿Ella te gustaba?

—Siempre fue muy linda.

—¿Más que mamá?

—No. Pero Teresa era otro tipo de mujer. Más sensata, menos alocada, menos frágil también. Fijate cómo terminó la pobre Hilda.

—¿Estaban bien ustedes? Con mamá, digo.

—Sí, más o menos. Con cierta frustración, supongo. Hacía unos meses acabábamos de perder un embarazo, sabía que no iba a poder quedar más…

—¿Y qué pasó?

—Nada, ya vas a ver. Yo me torcí un tobillo y me quedé con el pie así en el hotel un día que salían de excursión de todo el día, creo que a Carlos Paz. Se fueron sin mí. Al rato volvió Hilda, sola, que había vomitado en el micro y se sentía mal. Lo que pasaba es que estaba embarazada de Diana y todavía no lo sabía. Habían intentado muchas veces y no quedaba, así que no pensó.

—Qué fuerte…

—Sí. Almorzamos juntos y nos quedamos charlando a la siesta. Horas. Y de pronto se quebró, me dijo lo mal que estaba con el Pájaro, que no se sentía querida ni respetada. En un momento dado me dice si yo la quería. Le dije que sí y ella me dijo que también, que yo era bueno, no como él. Esas cosas… —Etchenike se detuvo ahí, vaciló—. Estábamos en un sillón de un living inmenso, frente a un ventanal que daba a la sierra. Nos abrazamos, la consolé. Terminamos besándonos.

El veterano levantó la mirada.

—¿Eso fue todo? —preguntó Susana.

—Te dije.

—¿Y después, cómo siguió?

—Nada. A los dos días volvimos a Buenos Aires y acá tené en cuenta que nos veíamos todo el tiempo. Y había una tensión, algo que hacer con eso que pasaba. Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada casi fue peor. Hablamos un par de veces por teléfono, hasta que un día me citó en Las Violetas y me dijo iba a dejarlo al Pájaro y que me quería a mí.

—¿Y vos?

—Yo estaba confundido. Halagado y confundido. Le dije que también la quería mucho, que tal vez en otras circunstancias, esas cosas… En esa época no era fácil separarse, Susana. No se podía mandar a mudar sola, tener su chico sola. Le dije la verdad, que la quería a Teresa, que las cosas se habían dado así, que no podía pensar en ningún tipo de trampa. Y ella me dijo algo que me sorprendió: que Teresa lo entendería.

—¿Eso te dijo?

—Sí. Después lloró un poco, yo supongo que me emocioné también, estuvimos agarrados de la mano un rato largo. Nos besamos en la esquina, nos separamos para no llegar juntos al barrio y nunca más.

Susana lo miraba con los ojos brillantes:

—Sos Bogart, papá.

—No me jodas.

En ese momento sonó el timbre. Era el padre de Damián. Susana fue y volvió. El veterano le pidió a su nieto que se probara el traje de Batman. Le quedaba espantoso.

—Te queda muy bien —dijo la mamá.

—Mostrame los otros regalos —dijo el abuelo.

Marcelo trajo una pelota de cuero, un disco de Titanes en el Ring, una plástica versión nacional del Mach 5 de Meteoro, un par de autitos de colección Tomica, algunas boludeces menores y finalmente la bicicleta Aurora, celeste, plegable, con timbre, regalo del padre.

—Sin rueditas —destacó.

—Obvio. Diez años…

Marcelo montó y partió por el pasillo.

—¿Cómo estás? —le dijo Etchenike a su hija.

—Me acuerdo perfectamente de esas vacaciones —dijo Susana, todavía en Córdoba—. Debe haber sido para el 49 o el 50.

—¿Las pasaste bien?

—Sí. Había un montón de nenas y una chica un poco más grande que era de ahí, del hotel, que tenía unas estampitas de Evita, de cuando ella había estado. Nos enseñó la letra de Evita capitana, que nosotras cantábamos todo el día y ustedes nos hacían callar.

—El Pájaro era muy contrera.

—¿Y vos?

—¿Yo? Policía.

Susana sonrió. Se levantó y le dio un beso.

—¿Tenés secretaria ahora? ¿Quién me atendió en la oficina?

—La señora de la limpieza, Dora.

—Es un desastre. Una amiga que te anda buscando dice que te deja mensajes y nunca le contestás.

—¿Quién?

—La hermana de Tito Famularo, la que te dije.

Etchenike se quedó mirándola, pero no miraba nada. Era como si mirase lo que pensaba:

—¿Cómo se llama la hermana?

—La conocés, alguna vez la viste: René, René Famularo.

—Ah… René Famularo. Qué boludo soy.

—¿Cómo?

—Nada. Pero no tiene que llamar más a la oficina. Contame para qué me busca.

Estaba escrito que era el día de las historias de mujeres.