5

Lunes negro

El lunes a la mañana Tony llegó temprano con los diarios:

—No está.

Para la prensa, Mauro Peratta no había muerto todavía. Macías lo tenía bien escondido.

—El problema va a ser el olor —dijo Etchenike.

Se asomó al cielo gris, a la amenaza de lluvia. Acababa de levantarse y el dolor de cabeza ginebrino lo ponía de mal humor. El teléfono le sonó entre ceja y ceja.

Atendió como quien apaga el despertador.

—¿Quién es?

—Julio, soy Saldívar.

—Ah.

Se lo oía alterado pero no mucho. La policía lo había sacado de la cama a las seis de la mañana para que se enterara de lo que no iba a leer en el diario:

—Mataron a Mauro Peratta y tienen preso a mi chofer —dijo después de un prólogo en que se disculpaba quién sabe de qué.

—Sé todo —dijo el veterano para abreviarle el trámite—. El inspector Macías, que está a cargo del caso…

—Hablé con él…

—Es amigo mío: estoy al tanto.

Se hizo un pequeño silencio del otro lado.

—Mejor, supongo. Porque quiero que me ayudes.

Ahora la pausa se hizo de este lado. Tony preguntaba con los dedos juntos hacia arriba, el veterano miraba al vacío:

—De acuerdo —dijo finalmente—. ¿Qué pensás?

—Peloso no tiene nada que ver.

—¿Hablaste con él?

—No me dejaron. Está incomunicado.

—¿Y vos cómo estás?

—Estaba feliz. Ahora, de pronto, estoy destruido —dijo Saldívar.

Etchenike no pudo evitar sentir el ruido retórico, la construcción verbal del dolor.

—¿Qué querés que haga?

—Venite. ¿A las once está bien?

—A las once.

El Pájaro Saldívar vivía en Plaza Italia. Todo un cuarto piso sobre la calle República de la India, frente al Zoológico. Etchenike fue en subte y llegó tarde.

La lluvia se largó justo una cuadra antes de que entrara al edificio.

—El señor lo espera —dijo una uniformada de celeste.

Pasó a una sala con ventanal al fondo, tan grande que Saldívar lo saludó con la mano, como si estuviera en la vereda de enfrente. Y algo de eso había.

El empresario de la pintura hablaba por teléfono de pie detrás de un escritorio, mencionaba reiteradamente el cuerpo, después usó la palabra autopsia, y se refirió incluso a los deudos.

—No lo entregan hasta mañana —le resumió al colgar.

—¿No tiene parientes?

—Cercanos, no. Una hermana en Estados Unidos, creo. ¿Te mojaste?

Etchenike agitó la cabeza. Recién entonces se abrazaron, en silencio.

La lluvia hacía mucho ruido contra los cristales, el viento movía las cortinas del ventanal entreabierto y llenaba la habitación de olores fuertes, a tierra mojada.

—Sentí la baranda de los bichos… —dijo el Pájaro apartándose—. ¿Querés que cierre? A mí me gusta.

—Dejá así. Hace calor.

—¿Un café?

—Si vos tomás.

—No puedo —dijo rápido Saldívar, pero después hizo un gesto con los labios, se rectificó—. Bah, sí, ¿por qué no?

Etchenike volvió a sentir que no había nada espontáneo en él y lo siguió adonde quería ir, le tiró la pregunta que esperaba:

—¿No tenías que cuidarte?

—Sí, te voy a contar —y suspiró; le encantaban los prólogos, las módicas expectativas—. Es increíble lo que son las cosas. Ayer era el hombre más feliz del mundo y ahora esto…

Nuevo intervalo. Saldívar lo condujo y se sentaron juntos en un sillón grande de cuero negro.

—Vos sabías que tengo un problema de salud digamos… grave —prosiguió.

—Algo sé.

—Bueno: este fin de semana me interné para hacerme el chequeo de control, y es extraordinario, Julio… —y ahí el Pájaro hizo una pausa larguísima; al veterano le pareció ver que incluso se le nublaban los ojos—. Cuando me daban por liquidado, vos sabés: de golpe el cáncer remitió, los análisis están bien, la medicación funcionó… Parece que zafé.

—Qué bueno.

Y el veterano comprendió que no era una cuestión de veracidad. Tal vez el Pájaro no mentía: sólo actuaba la verdad:

—Y ahora justo me cae esto —repetía.

—¿Cuándo lo viste por última vez a Peratta?

—El miércoles. Después hablé por teléfono el jueves a la mañana. Yo no fui a la fábrica, pero me llamó para desearme suerte. Me dijo que iba a pasar el fin de semana a Mar del Plata y que el lunes quería hablar conmigo. Era algo importante. ¿Algo personal?, le digo. Más o menos: es personal pero tiene que ver con el laburo.

—¿Algo más?

—No.

—¿Tenés idea de qué podía ser?

—No.

La uniformada apareció con una bandejita con los dos cafés y una jarrita de leche.

—Está el doctor —agregó al final como si fuera el azúcar o el vasito de agua opcional.

—Que pase —Saldívar se volvió a Etchenike—. Picabea, lo conociste. Es un capo, le debo la vida.

Pero el médico no tenía ni pinta ni actitud de acreedor. Llegó mojado y abrazó a Saldívar disculpándose por la demora. Después saludó a Etchenike y el veterano lo saludó con la misma naturalidad con que habían comentado los problemas de la carne junto a la parrilla, la noche del Tigre.

—Esa vez también llovía —comentó ahora.

El facultativo se sumó con otro café y quedaron sentados en reunión informal que evocaba a la vez las reglas no escritas del velorio y las alevosas del Consejo de Seguridad:

—Podemos hablar en confianza, Julio —dijo Saldívar.

—Lo suponía. ¿Cuál es el problema?

—Es una joda que Mauro Peratta esté muerto, pero es una desgracia que lo acusen a Peloso de que lo mató. Porque de algún modo la cosa cae sobre mí: es mi chofer, estaba con mi auto, con mi permiso, y todos saben que hace lo que yo le pido que haga. Cualquier cosa.

—¿Y en este caso?

—Nada que ver. Por eso está Picabea acá, Julio: es testigo de que la cosa debe venir por otro lado.

—Es así —dijo Picabea—. Parece que a Mauro le metieron los tres balazos el jueves a la tarde o a la noche, no saben bien. Y Peloso estuvo con nosotros. Prácticamente todo el tiempo.

—A ver.

—El jueves almorzamos acá —dijo Saldívar—. Livianito, porque yo me tenía que internar para el chequeo de rutina en la Sagrado Corazón, una clínica de Palermo. Después de almorzar vino Diana con Ricardo a saludarme porque se iban el fin de semana afuera y salimos todos juntos. A las cuatro Peloso nos llevó primero a mí y a él a Palermo, la dejó a Diana y volvió a la clínica a las cuatro y media cuanto mucho. Y se quedó ahí, de guardia. A las diez de la noche yo mismo le dije que se fuera, que cualquier cosa lo llamábamos.

—¿Se llevó el coche?

—Sí. Solía. Yo se lo prestaba, si no hacía desastres. Esta vez me dijo que tenía que llevarlo al taller a hacerle la dirección; yo sabía que era un pretexto, pero era parte de nuestro arreglo.

—¿Tenés el coche?

—No, lo retuvo la policía. Pero lo vi, me dejaron espiarlo.

—¿Lo usó?

—Demasiado.

—¿Cuánto?

Saldívar hizo un gesto rarísimo, que sí y que no:

—Setecientos kilómetros… —dijo juntando las sílabas—. Siempre le pego una mirada antes de dárselo.

—Mar del Plata ida y vuelta —propuso el veterano.

—Lo pensé: pero no, es bastante menos.

—Igual es una barbaridad —acotó Picabea.

—Por eso no quería que yo supiera que estaba detenido —el patrón, el dueño del vehículo era el que hablaba ahora—. Sabía que si yo descubría que había hecho ese kilometraje lo mataba.

—Para qué lo usaba habitualmente.

—Para salir con la mina, con Delia.

—Era la novia.

—Novia… Se la cogía, le hacía regalos. Pero no era el único.

Algo quedó en el aire, que Etchenike disipó:

—Peratta, claro.

—Pero para Mauro era una mina más, supongo —dijo Saldívar—. Peloso estaba encajetadísimo con ella.

—¿Te contaba?

—Un par de veces hablamos. En viajes largos. Así que los fines de semana que yo no estaba y él podía armar algo, se lo prestaba. Este fue un caso: yo iba a estar guardado en la clínica hasta el domingo a la noche. Él podía hacer su programa pero tenía orden de venir a buscarme el domingo a las nueve de la noche. Y no vino.

—¿Te habló de Peratta?

—Nunca. Es mi chofer. Tiene que saber mantener su lugar.

—¿Cómo te enteraste de que estaba en cana?

Ahí se cruzó Picabea:

—Empezamos a sospechar cuando no apareció anoche por la clínica a buscarlo. Yo pensé en un accidente o algo pero estábamos tan contentos con los resultados de los análisis que no quise que él se preocupara —Saldívar asintió—. A las diez dejamos dicho que le avisaran que nos habíamos ido y nos fuimos a tomar unas copas, cosa que nunca…

—No me enteré de nada hasta hoy a las seis que me llama este Macías, que me sacó de la cama —completó el Pájaro—. ¿Es amigo tuyo ese animal?

—Con ese animal fuimos compañeros.

—Nosotros también. Vos y yo, digo.

Etchenike sintió que si Saldívar planteaba las cosas en términos de fidelidad habría problemas.

—¿Qué querés de mí, Pájaro?

—Que me ayudes, que le demuestres a Macías que Peloso no tiene nada que ver. Porque lo veo embalado y los canas, con tal de encontrar a alguien, son capaces de cualquier cosa. Pero fijate que cuando lo retuvieron ayer estaba preocupado porque tenía que devolver el coche… No tenía ni idea de lo de Peratta.

—Parece cierto.

En ese momento el doctor Picabea percibió que tal vez sería mejor dejarlos solos porque se levantó y avisó brevemente que necesitaba ir al baño.

—Hay una cosa, Pájaro —dijo Etchenike inevitablemente contaminado por el estilo de prólogo y dos puntos—. Acepto hacer ese trabajo, pero hasta ahí: sólo para hacerlo zafar a Peloso.

Saldívar lo miró raro:

—Está bien, sólo quiero eso. ¿Cómo hacemos? ¿Qué necesitás?

—Nada.

—Para gastos, tendrás tu tarifa… —y se metió la mano en el bolsillo.

—Ya te avisaré. Tengo algún problema operativo: estoy sin coche y sin arma.

—¿Te afanaron?

—En cierto modo.

Saldívar se rió y fue hasta su escritorio:

—El coche no te lo voy a prestar. Nunca más se lo prestaré a nadie, pero si querés… —abrió el cajón derecho—. Pero…

—¿Qué pasa?

Saldívar habló sin levantar la mirada.

—Me falta el revólver. Estaba acá.

Abrió sucesiva y ruidosamente el resto de los cajones.

—No está.

—¿Cuándo lo dejaste?

—Siempre estuvo acá: es un veintidós corto. Nunca lo saco.

—¿Un veintidós? Mejor buscalo bien.

En ese momento volvió Picabea y Saldívar miró a Etchenike, tenía el rostro pálido. Cerró el último cajón y le hizo un gesto levísimo.

—Entonces, ¿quedamos así? —dijo con voz insegura.

—Quedamos así —dijo el veterano—. Te llamo esta noche.

Se despidió del médico. Ahora era él quien los dejaba solos.

La mucama uniformada lo acompañó hasta la salida. Apretó el botón del ascensor. Cuando llegó e iba a abrir la puerta, se le adelantaron desde adentro.

Diana Saldívar dio un grito.

—Me asustaste —dijo.

—Perdón.

La chica parecía no haber dormido, tenía el pelo revuelto, la cara lavada y diez años más.

—¿Sabés lo que pasó? —dijo Etchenike.

Diana agitó la cabeza de arriba abajo:

—Estaba en Uruguay. Me avisaron y me vine en avión. Acabo de llegar.

—Tu papá me llamó.

—Yo le dije que te llamara a vos.

—Gracias. Quiere que lo ayude a zafar a Peloso.

Ella levantó la mirada, desafiante:

—Fue él.

—Quién.

—¿Quién va a ser? Él.

—¿Peloso?

Ella cambió de actitud, entrecerró los ojos:

—Claro.

Estaba tristísima. Y furiosa.

—Tenemos que hablar —dijo Etchenike, y de pronto se escuchó decir algo que no supo de dónde salía—: yo no te hice nada.

Ella estaba a punto de llorar pero se contenía:

—Yo tampoco, Julio.

Y bruscamente se apoyó en su pecho y sollozó. El veterano no supo qué hacer con las manos.

—Seguro —dijo tarde y mal.

Ella se apartó, se secó las lágrimas:

—Está bien.

—Pero tenemos que hablar.

La situación toda ya era un clásico entre ellos.

—Paso por la oficina —dijo ella finalmente.

—Hoy —le impuso Etchenike.

—A las seis.

—Te espero.

El veterano regresó húmedo y en colectivo a la Avenida de Mayo. Estaba Tony solo. Sayago no había vuelto aún de husmear en los alrededores del lugar del crimen pero el gallego ya había hecho sus deberes matinales en Eternel:

—Poco movimiento, Julio. A las nueve sacaron a toda la gente que estaba laburando y pusieron un cartelito de cerrado por duelo. Nadie entendía nada.

—¿Viste a alguien?

—No —el gallego vaciló—. Bah, sí… Ya no quedaba nadie cuando a las diez y pico una mujer llegó en taxi, entró y salió al rato.

—¿Una mujer?

—Una chica. Entró saludando a los de vigilancia y pasó. No era ni clienta ni empleada, me parece. Alguien de ahí.

—¿Cómo era?

—Estaba buena.

Los criterios de Tony al respecto eran bastante laxos e indefinibles.

—Buena cómo.

—El pelo rubio así, medio petisa, buenas gambas…

—¿Pantalones o pollera?

—Un vestido verde, creo.

—Ah.

El veterano encendió un cigarrillo y fue a la ventana. Llovía y llovía.

Sin que le preguntaran, el gallego siguió con el informe a sus espaldas. El jueves Peratta había ido a la fábrica pero después debía haberse rajado temprano porque no había pasado por ninguno de los bares de trampa que usaba habitualmente.

—Tenía todo arreglado para irse a Mar del Plata con Delia —le completó Etchenike sin volverse—. Pero en algún momento cambió de plan. Algo lo retuvo y la mandó sola primero.

—El miércoles a la noche sí estuvo con ella. Lo vieron en Tabac y se fueron juntos.

El veterano recordó la cama revuelta:

—Habría que hablar con la mujer de la limpieza —dijo volviéndose.

—¿Dónde está?

—La tiene Macías.

—Ah… —y ahí se acordó el gallego—. Te llamó hace un rato. Dos veces.

—Que espere.

En ese preciso momento sonó el teléfono.

—Alerta y vigilante —dijo Tony. Escuchó un momento y tapó el auricular—. Es él de nuevo.

—Dame.

—Vas a tener que soltar el nombre de tu cliente —lo apuró Macías sin saludar siquiera.

—Vos sabés que no lo voy a hacer.

—Era Saldívar.

—No —se apresuró.

—Gracias.

Se sintió forreado, una vez más:

—Pará: cómo está lo de Peloso.

—Cocinado. Vieron el coche, el jueves. Anduvo por el barrio de Peratta a eso de las siete.

—¿Por el barrio?

—Lo admitió. Pero dice que no iba solo.

—Claro, es chofer. ¿Y qué más?

—Sólo eso: es evidente que oculta algo o a alguien. Como vos.

—Devolveme el auto y el arma.

—Decime quién te encargó el laburo.

—No.

Y le cortó.

—La puta madre que te parió —dijo Etchenike bajito, apretando el tubo contra la horquilla.

Tony se guardó las preguntas y fue a preparar el mate. Sólo un rato después, entre sorbos sonoros y con la mirada perdida en la lluvia el veterano le informó sucinta, pobremente, de su entrevista con Saldívar. De Macías, ni hablar.

—Pero eso no cambia nada —concluyó—. Vos seguí con lo que te dije.

—Me concentro en Eternel.

—Todo ahí.

En eso se abrió la puerta y apareció el Negro Sayago con la nariz morada, flores frescas al tono y pies mojados:

—Estuve conversando con la gente de la cuadra de Marcelo T. —anunció con tono triunfalista—. Una mina que trabaja en la esquina me dijo que el jueves el Fairlane llegó más temprano que de costumbre y que ella no lo vio volver a salir.

—¿Estaba solo Peratta?

—No sabe. No se ve, con esos vidrios. Pero lo más importante es que me dio datos de un merodeador que…

—¿Usó esa palabra?

—No, claro: un tipo que ella vio varias veces, hace un par de semanas, que le resultó terriblemente sospechoso.

—Cómo era.

—¿La mina?

—Ya sé de la mina, es la florista más fea de Buenos Aires —dijo Etchenike—. El merodeador, cómo era.

—Un tipo grande, alto, bastante viejo —contó Sayago—. Y estaba interesado por el movimiento de la casa.

—Ese era yo, boludo.

El gallego se rió y Sayago después de un momento también.

—Buen informe —calificó Etchenike. Y lo convidó con un mate ya lavado.

Después de almorzar el veterano redistribuyó a sus hombres y se dedicó a hablar por teléfono. En la Clínica del Sagrado Corazón le fue bien, preguntó por el señor Saldívar y le confirmaron que había estado internado para un chequeo pero que se había retirado el domingo a la noche; en la casa del ingeniero Müller no le fue tan bien, la misma mujer de la vez anterior le confirmó que la señora no estaba, que sí había regresado de viaje pero que el señor no, se había quedado en Uruguay.

—¿Cuándo vuelve?

—No sé, señor. Tuvo un inconveniente.

—¿Un inconveniente?

Etchenike oyó la voz de Diana detrás de la empleada y cuando ella tomó el teléfono el veterano no estaba allí; había cortado cobarde, estratégicamente.

A las cuatro bajó a comprar los diarios de la tarde ya despejada y se encontró con el Plymouth sequito en la puerta. Recién se lo habían dejado tras tenerlo un día en custodia y observación bajo techo.

Se subió al auto y lo revisó sólo para comprobar cómo y cuánto lo habían revisado. Habían levantado los asientos, dado vuelta las alfombrillas de goma, forzado levemente la guantera. Ahí encontró el revólver, envuelto en una franela pero descargado. Siempre se cobraban algo.

Estuvo un rato leyendo en la quinta el crimen de Mauro Peratta. Era el principal titular de Crónica, pero adentro no había casi nada. Como la policía no hablaba todavía y los testigos tenían miedo, había que inventar. Pero poco; no sabían con quién se metían. No había habido robo ni se había violentado la puerta, por eso la hipótesis era “crimen pasional”. Había una foto del edificio pero nada del cadáver, ni siquiera una de Peratta, descripto como “poderoso industrial” y “hombre de la noche”. Algo excesivo.

Etchenike puso en marcha el auto; por lo menos le habían dejado nafta. Condujo por Avenida de Mayo hasta 9 de Julio, dobló hacia el norte y siguió hasta Paraguay; volvió a doblar media cuadra y se metió en el estacionamiento donde había estado la vez anterior, semanas atrás, en su etapa de merodeador.

Recordaba perfectamente al encargado de la playa, un hombre gordo, grande y taciturno más sensible que lo habitual en un gremio para el que la vida es sólo algo divisible en fragmentos de cuarto de hora. El tipo también lo recordaba: un Plymouth de la época de la guerra no es algo que pase inadvertido:

—¿Cómo está el fierro? —dijo mientras lo anotaba: con la marca alcanzaba.

—Camina, camina… pero lo voy a cambiar.

—No haga eso.

—Por otro fierro más nuevo.

—Son una baba. Los coches de ahora están hechos para romperse: plástico, chapas que se pican.

—No todos. En Europa todavía se hacen coches sólidos.

—¿Dónde? Incluso el Opel, el Ford alemán… Son papelitos —exageró el gordo.

Etchenike retiró el ticket con la hora:

—Un amigo, que es chofer en la embajada sueca, maneja un Volvo impresionante.

—Ah, bueno… —concedió el otro—. Esas son palabras mayores: un fierro carísimo.

—Busco, pero no se ven.

—Son raros. Pero el otro día vi uno, color muy clarito.

—¿Acá? —el veterano abrió un poco más los ojos—. Me interesa.

El otro sonrió, se burló levemente:

—El viernes… No, el jueves a la tarde, cuando terminaba el turno. No sé si volverá porque no es cliente. El tipo lo dejó un ratito nomás: era uno de esos que tienen miedo que se lo afanen, se lo rayen… No lo dejan en la calle aunque se bajen para comprar fasos…

—Claro, un auto así. Si iba solo, por ahí era mi amigo… ¿Tenía chapa diplomática?

—Iba solo pero no parecía chofer. No me acuerdo de la patente diplomática —el gordo orejeó la planilla, espió—. Ni siquiera la puse. Autos así no hay tantos.

Ya había otro coche en la cola para entrar. El veterano golpeó con los nudillos la chapa del Plymouth antes de seguir hacia adentro:

—Si sabe de alguien… ¿Sabe que puedo sacar buena plata por éste? Es de colección… El tapizado original —mintió.

—¿Y el dueño?

Era rápido el gordo.

—También. Un poco chocado pero original.

El policía seguía ahí, en la puerta. No habían clausurado el edificio pero sí limitado el acceso, se pedía identificación, destino preciso. Etchenike supuso una negociación ardua y optó por la irrupción veloz, el beneficio de un tiempo que suele dar la sorpresa, y se mandó. Sin embargo algo en apariencia salió mal porque en camino hacia la entrada tropezó y mientras trastabillaba volaron sus anteojos, terminó caído y a las puteadas de cara contra el cerco de ligustro, a dos metros de la entrada principal. Soslayó ofertas de ayuda, se recompuso y aunque no fue fácil ni rápido localizó finalmente, a tientas, lo extraviado entre la tierra. Y no sólo: junto con los anteojos recogió de un manotazo un juego de llaves entreverado entre las ramas bajas.

Retomó rumbo y objetivo, pasó junto al policía y ya estaba adentro.

—¿Adónde cree que va? —lo humillaron de espaldas.

—Voy al catorce —dijo Etchenike sin detenerse.

El encargado, botón vocacional no uniformado, meneó la cabeza.

—No se puede subir: ahí hubo un…

El veterano vio recién entonces al otro policía, el que custodiaba los ascensores.

—Ya lo sé. Pero es la puerta de al lado: yo voy al catorce A, el abogado.

—Lo mismo.

—Escúcheme…

—No se gaste —el tipo mostraba, de pronto, una llamativa seguridad—. Sé quién es usted. El inspector Macías me acaba de indicar especialmente que no lo dejara pasar.

—Precisamente: necesito ver a un abogado —improvisó Etchenike—. No es justo que se me impida…

—Ahí viene el doctor. Digalé.

El que acababa de salir del ascensor a toda velocidad parecía cualquier otra cosa menos un abogado. Era Frank Zappa de traje y corbata. Etchenike lo reconoció al momento.

—Doctor Gómez Guiñazú…

—Sí…

El tipo no se detuvo, miró el reloj y siguió andando hacia la puerta como un cantante acosado por la prensa.

—Iba a su estudio.

—No tengo estudio —recién se detuvo en la salida, la custodia lo oía—. Al menos hasta que la Policía Federal decida que puedo volver a usarlo.

—¿Algún problema?

—Mataron a un tipo, un vecino. Y quieren que “colabore”. No sé cómo, si como primera medida me cierran el estudio, no puedo trabajar.

Entonces sí salió y Etchenike lo siguió por la vereda. Cruzaron la calle.

—¿Dónde lo puedo ver, doctor?

El abogado no contestó, llegó a la esquina, cruzó nuevamente la calle y se paró en la puerta del café El Notario. Se volvió como diciendo hasta aquí nomás.

—Hasta nuevo aviso atiendo acá: tengo un cliente que me espera adentro —dijo sin ironía—. ¿Qué es lo suyo?

—Lesiones. A mi socio lo golpeó la custodia de un mayor del Ejército.

—¿Fue a la policía?

Etchenike negó con la cabeza.

—No hay mucho que hacer. ¿Quién lo manda?

—Nadie. Vine porque lo vi por televisión.

Gómez Guiñazú había aparecido, aunque fugazmente, varias veces en los noticieros hablando en la puerta de Tribunales tras presentar algún escrito o declaración como miembro de cierta asociación defensora de derechos humanos.

—Tome mi tarjeta —se la dio—. Pero está complicado, ya sabe.

Etchenike asintió:

—¿Lo puedo esperar, ahora?

—Como quiera. No tengo mucho tiempo.

—Yo sí.

Y entró junto con él al café.

Mientras el abogado atendía en una de las mesas del fondo a una atribulada pareja de ciudadanos ostensiblemente maltratados por quién sabe qué circunstancias, Etchenike se instaló en la mesa de la ventana. Desde ahí alcanzaba a ver la entrada del edificio de Peratta, podía controlar el movimiento de la cochera y tenía el tránsito de frente. Seguro que Macías estaba adentro.

Se dedicó a tomar café y apuntes. Primero hizo una lista de nombres: Saldívar, Peratta, Diana, Müller, Peloso, Delia. Agregó Picabea junto a Saldívar. Después enfiló hombres de un lado y mujeres del otro. Cruzó flechitas. Escribió miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo e hizo casilleros partidos en mañana y tarde. Trató de reconstruir los movimientos; dónde estaba cada uno en esos días y horas.

A la altura del segundo café no había llegado muy lejos en sus deducciones. Tampoco había habido novedades en la calle. Sacó del bolsillo el llavero que había encontrado entre las tupidas ramas del ligustro. Un aro con la F y uno más chico. Tres llaves: la del coche, la del baúl y una yale. Lo volvió a guardar. Miró el reloj y al volverse vio que el doctor Gómez Guiñazú había sustituido a la pareja atribulada por una rubia de pelo largo a la que atendía con especial deferencia. Incluso su imagen corporal y el grado de inclinación respecto de la mesa se habían modificado. El abogado no hablaba con una clienta sino con una mina.

Etchenike le hizo un gesto que el letrado obviamente ignoró pero que el mozo cazó al vuelo; y se vino.

—Señor…

—Cóbrese —dijo resignado.

En ese momento, mientras dejaba las monedas, el veterano alcanzó a ver que una vez más se abría el portón de la cochera de enfrente. Reconoció el coche policial y salió corriendo del café.

No fue un golpe muy fuerte, acaso apenas un contacto a la altura de las rodillas, pero le dio argumento suficiente a Etchenike para desparramarse frente al patrullero que clavó los frenos entre puteadas uniformadas.

Macías se asomó:

—No puede ser…

—¿Me vas a dejar acá? —dijo el veterano, el culo en el pavimento.

El policía de guardia sonreía desde la vereda. Etchenike le hizo un gesto con el dedo medio de su mano derecha hacia arriba.

—Subí —concedió Macías.

Etchenike se sentó adelante porque el inspector no estaba solo; reconoció al funcionario que lo flanqueaba. Mientras e veterano trataba de acomodar sus largas y maltratadas piernas, el que supuso médico hizo una pausa cautelosa, suspendió la relación de los detalles de su faena, algo que sin duda venía haciendo hasta el momento de la frenada:

—Pero hay muchos elementos más a considerar, inspector —concluyó con voz finita.

—A ver… Siga nomás, Baldonedo —habilitó Macías.

A partir de ahí, el profesional se explayó con lujo de detalles. Mientras el inspector se limitaba a intercalar preguntas de una o dos sílabas, el tipo trazó en el aire trayectorias de bala y sus consecuencias, después adujo acerca del pelo encontrado, y finalmente se refirió al semen y la sangre con tecnicismos que no opacaban el siniestro brillo del escenario que el veterano había visto y recordaba. El prolijo especialista reveló, en los cinco minutos que tardaron en llegar a la Central, su condición de sujeto sin entrañas. Algo paradójicamente frecuente en los médicos forenses y sujetos afines.

—Perfecto, Baldonedo —lo despidió Macías en la vereda—. Déjeme el informe completo en la oficina. Nosotros seguimos.

—¿Al hospital, señor? —dijo el cana al volante.

Las miradas de los tres ocupantes del vehículo policial convergieron en la pierna del veterano, que participó de la inspección ocular con cara de póquer.

—No tiene nada —diagnosticó Macías—. Pasá atrás, Julio. Nos vamos a avenida San Martín, pasando el Cid Campeador, creo…

Etchenike confirmó la dirección. Dio la vuelta y se instaló en el asiento trasero.

—¿Sabe Saldívar que vas? —dijo.

—No.

El chofer arrancó y en la esquina puso la sirena.

—Apagá esa mierda. No hay apuro —dijo el inspector.

Anduvieron unas cuadras en silencio. Etchenike se revisaba el nuevo golpe, un moretón creciente bajo la rótula; Macías lo miraba hacer, admiraba la desnudez de esa canilla blanca y flaca de jubilado.

—¿Qué hacías ahí? —dijo finalmente.

—Te conseguía información.

—Seguro.

Etchenike, absorto en su rodilla y alrededores, meneó la cabeza, insinuó la consabida incomprensión policial.

—Peloso reconoce que anduvo por la zona —prosiguió el inspector como si nada—. Pero dice que en ningún momento se bajó del coche. Lo tuvo que llevar al médico de Saldívar…

—Picabea.

—Eso, Picabea… Son demasiadas pés, ¿no?: Peratta, Peloso y Picabea.

Etchenike asintió sin entusiasmo: todavía le dolía.

—Peloso dice —siguió Macías— que alrededor de las seis del jueves lo llevó a Picabea desde la clínica de Palermo a su consultorio, en Carlos Pellegrini al mil. Estacionó sobre Pellegrini entre Santa Fe y Arenales. El médico lo hizo esperar no más de diez o quince minutos abajo: subió, recogió unos papeles y volvieron a la clínica. Y ahí Peloso no se movió más. Eso declara.

—¿Y el médico qué dice?

—Lo cité hoy a la mañana. Y confirmó todo.

Etchenike estuvo a punto de decirle que él estaba en casa de Saldívar cuando Picabea había pasado por ahí, probablemente a recoger instrucciones antes de declarar. Macías se dio cuenta.

—¿Qué ibas a decir?

—Nada.

—Entonces digo yo: es probable que Picabea mienta para cubrir al chofer.

—Sí.

—Y es probable que vos mientas para cubrir a alguien —dijo Macías sin mirarlo.

—No es necesario —devolvió el veterano vuelto al otro lado—. Al menos en este caso.

—Pero sí me vas a decir quién te encargó que siguieras a Peratta.

—Sabés que no.

Se callaron. El Falcon iba rápido por Rivadavia, enhebraba los semáforos sin pausas bruscas, el tránsito se le abría como las bíblicas aguas del Mar Rojo. Cuando llegaron a Primera Junta, Macías se volvió y dijo con cierto desaliento:

—Decime algo para que no te baje.

Etchenike suspiró:

—Tengo la playa de estacionamiento donde estuvo el Volvo el jueves a la tarde. ¿Te gustó ésa?

Macías asintió a su pesar:

—¿Dónde es?

—A la vuelta, por Esmeralda. Estuvo un rato, poco tiempo. Un tipo solo, parece.

—¿Era Peloso?

Etchenike arqueó las cejas. Después agregó precisiones. Contó brevemente lo que había hablado con el gordo. Al hacerlo recordó que su auto estaba todavía ahí.

Macías tomó nota y en seguida, por la radio, dio instrucciones para que alguien moviera el culo, fuera a verificar los dichos del veterano.

—Si es así, está cocinado —y golpeó efusivamente la pierna de Etchenike.

—Ay.

—¿Alguien vio a Peloso entrar o salir del edificio?

—No por la principal. Por ahora nadie lo reconoció.

—¿Nadie?

—Ni el encargado ni el abogado payaso, ése de al lado…

—Gómez Guiñazú. ¿Estaba el jueves?

—Estaba. Y no vio ni oyó nada. Ni la puerta ni los tiros.

—Seguro —ratificó el veterano.

Macías lo miró raro pero no repreguntó, siguió en lo suyo:

—Aunque si usás la otra puerta del departamento, la de servicio, como hicimos nosotros ayer, se puede salir a pie por el garaje. Entrar, si no es con el coche, es más difícil, aunque también te podés escabullir. Es un colador, te dije.

—Pero yo hoy no me pude colar —intercaló Etchenike mientras jugueteaba con las llaves en el bolsillo.

Macías no acusó recibo:

—A esa hora Peloso pudo entrar y salir sin que alguien lo viera. Ésa no es la cuestión y no necesito eso para retenerlo. Tengo el móvil y evidencias suficientes. Me alcanzan para apretarlo.

—Si lo mató el jueves, ¿qué hizo después, hasta ayer?

—Primero negó que hubiera ido a algún lado.

—Miedo a Saldívar.

—Sí. Pero cuando le dijimos lo que marcaba el cuentakilómetros admitió que se había ido el sábado a Entre Ríos, a Gualeguaychú… Ida y vuelta en el día. Los kilómetros dan.

—A buscar a Delia.

—Es lo que ella le había dicho y nos confirmó a nosotros: que se iba a Entre Ríos, a casa de una tía. Peloso dice que, como sospechaba, se mandó para allá. Al no encontrarla se fue a apretar a la compañera de departamento y le sacó lo de Mar del Plata. Ahí se fue a buscarla a Retiro, y el resto ya sabés…

—¿Qué pensás?

—No le creo nada. Es una puesta en escena… Él se enteró de que Delia se iba con Peratta a Mar del Plata pero no lo dijo. Fue a buscarlo a él, lo liquidó, y siguió después con la rutina del amante preocupado.

Etchenike no pareció demasiado convencido.

—¿Y el arma?

—No apareció todavía. Es un veintidós.

—¿Peloso estaba armado?

—No.

—Ah… —Etchenike se quedó suspenso—. Ahí tenés un problema, es decir, otro problema.

Macías se encogió de hombros.

—Te propongo un canje —dijo el veterano pausadamente—. Tengo algo más, a cambio de que no me sigas rompiendo las pelotas con el nombre de mi cliente.

—A ver.

—Un rastro firme sobre el arma, sobre el veintidós, ¿te sirve?

—Sí.

Estaban llegando por Ángel Gallardo al cruce de las cinco avenidas que convergían en el excesivo monumento a Ruy Díaz de Vivar.

—Dejame acá —dijo Etchenike—. Ésta es una relación de hampa, así que mejor que no nos vean juntos.

A un gesto de Macías, el Falcon se detuvo.

—¿Cómo es lo del arma?

Etchenike puso la mano en el picaporte y abrió apenas.

—Sé discreto —dijo sin convicción—. Fijate cómo lo manejás, pero a Saldívar, el mismo jueves, dice que le desapareció un veintidós.

Sin esperar respuesta se bajó y cerró de un golpe. Se asomó a la ventanilla.

—¿Hecho?

—Hecho.

El coche policial se fue y, solo en la plazoleta, el veterano comprobó inmediatamente dos cosas: primero, que eran casi las cinco y media y estaba muy lejos de la oficina y sin auto; segundo, que no era gratis bajarse en público de un Falcon de la cana. Cuando sintió que lo miraban con el evasivo, ominoso desprecio que se merecen los hijos de puta paró un taxi y partió como quien se desangra. O se desgracia, mejor.