18

Flores

El Pájaro Saldívar había acabado de cenar o al menos había acabado con lo que había pensado o podido comer de lo que quedaba de la carne y las papas entre sus cubiertos, ya ostensiblemente abandonados. Tenía los codos apoyados en el borde de la mesa a ambos lados del plato y las manos juntas, con los dedos flacos y expresivos que se habían movido hasta hacía instantes, pausados, acompañando el reciente discurrir.

—¿Te lo dije o no te lo dije? —dijo, como si resumiera.

—Sí, me lo dijiste —dijo ella.

Diana Saldívar no tenía manos. No las tenía a la vista. A diferencia de su padre, apoyado en la mesa, ella apenas si se asomaba. Había dejado caer los hombros, inclinada hacia adelante, y sujetaba la cartera en la falda. El plato frente a ella estaba presumiblemente intacto; no la bebida, un vino espeso y oscuro que las luces suspendidas sobre la mesa hacían brillar en las tres copas altas.

—Picabea es testigo de que te lo expliqué desde el principio. Y que estuviste de acuerdo. ¿No fue así?

Picabea corroboró. Estaba parado a un costado, rígido y atento como uno de esos criados o mayordomos de las películas inglesas que hacen guardia al pie de las sopas, meten la cuchara, tocan y se van.

—Cuando te lo propuse lo hice pensando en vos, en tu futuro, y te pareció bien.

—Estabas enfermo, no supe decirte que no. Nunca supe. Pero después…

—Eso no importa. Es un… detalle. Pero tenía razón: los dos demostraron ser una basura. ¿Estás de acuerdo?

Ella no levantaba la mirada del plato.

—¿Estás de acuerdo?

—Sí, papá.

—No sirve ni para espiar —dijo Saldívar—. Cómo se pudo mandar semejante cagada… Yo lo banqué hasta acá para que vos tuvieras la oportunidad de ver qué clase de tipo es este boludo. Sacátelo de encima, Diana.

—Yo le creí. Hasta hoy le creí.

—Siempre les creés, a cualquier imbécil. Lo que yo diga no tiene valor para vos.

La referencia llegaba muy lejos.

—Hay dos posibilidades: o lo echás, te divorciás o lo que sea y lo sacás de circulación o me hago cargo yo. Me basta con un par de llamados.

—¿Lo vas a denunciar?

—No. Lo de Peratta está cerrado. Es ridículo, pero no vamos a volver atrás. Hay que tapar de algún modo todas las pelotudeces que hicieron ustedes en Uruguay, pero eso es fácil. Al putazo de tu marido le das salida vos y listo. Sabe que la saca barata. ¿Dónde está ahora?

Ella no dijo nada.

—¿No sabés dónde está?

Se hizo un profundo silencio.

En ese momento algo distrajo a Etchenike. Un movimiento casi imperceptible de las cortinas al otro lado de la habitación, en la entrada principal al comedor, de frente a Saldívar, hizo que supiera que algo se movía detrás y que —como era previsible— no estaba solo, no era el único que observaba, escuchaba solapado la conversación. Por un momento esperó ver aparecer una muchacha con una bandeja de frutas o los pocillos del café. Pero no, un silencioso relámpago le permitió reconocer la silueta de un revólver pesado que se asomaba clásicamente desde detrás de una cortina, apuntando al pecho del Pájaro.

Etchenike tosió.

Los tres que estaban en el cuarto se volvieron hacia el ruido, el revólver ominoso se retrajo a las sombras y Etchenike, mientras abría del todo y de golpe la puerta, creyó ver una leve sonrisa, probablemente la primera de la noche, en boca de Diana Saldívar.

—Perdón —dijo e irrumpió con dos pasos, bandeja en ristre—. Pasaba y me pareció oír que mencionaban a un boludo y me sentí aludido.

El Pájaro soltó la falsa carcajada:

—Hablábamos de otro, Julio. Pero qué manera de entrar es ésa.

—Las maneras de la servidumbre —dijo Etchenike haciendo sonar la bandeja como un gong—. Hay una chica descompuesta ahí atrás. Supongo que el servicio se va a demorar.

—De todos modos, es una pésima costumbre escuchar detrás de las puertas.

Etchenike se acercó a la mesa y se colocó exactamente frente a Saldívar, en medio de la hipotética línea de fuego del cazador oculto tras los cortinados. Apoyó el canto de la bandeja de aluminio sobre la mesa, la sostuvo con el brazo izquierdo y se apoyó, como hacía el gallego Tony García en sus tiempos de mozo del bar Ramos.

—No estaba escuchando, apenas oí algo, Pájaro —dijo pausadamente—. Es distinto oír que escuchar. Además, estaba invitado, no sé si sabías. Diana me dijo que viniera, que podías evacuarme un par de dudas.

Ella asintió con rápidos golpecitos de mentón.

—Sí, me contó que te habías demorado —dijo el Pájaro—. Pero evacuarte un par de dudas…

—Sí. No entré con ella porque me demoré evacuando yo —dijo el veterano con una sonrisa—. No hay como mear bajo la lluvia en el parque de una mansión solitaria. Pero tiene sus costos.

—¿Te resfriaste?

—Precisamente. Por eso… —y carraspeó—. Mirá cómo estoy.

—Los espías no tosen —dijo Diana.

Etchenike se inclinó sobre ella, la besó en la mejilla y volvió a su lugar:

—Eso es: pero los amigos sí.

—¿Venís como amigo? —dijo el Pájaro.

—Entre otras cosas.

—Ah, ya sé. Venís a cobrar.

—Sí, lo pensé bien —el veterano se hamacó apoyado en la bandeja—. Más que a cobrar, vine a hacer que alguno pague.

Por un momento nadie contestó a eso.

—Ese tono de superado me rompe profundamente las pelotas —dijo abruptamente Saldívar. Y después, sin transición—: ¿Cenaste?

—No tengo hambre, pero me tomaría un vino.

Estaban todos de pie alrededor de la mesa. Picabea agregó una copa y les sirvió a todos:

—Buenas noches, doctor —dijo Etchenike en diferido.

—¿Cómo anda mi paciente?

—Todavía dolorido. O tal vez sea el recuerdo lo que me duele.

El otro sonrió.

—¿Brindamos?

—Por los vivos.

—Por los muertos.

Bebieron.

Saldívar y Diana se sentaron; Etchenike y Picabea seguían de pie.

—Sentate.

—No, gracias.

—¿Qué querés saber? —dijo el Pájaro, solícito, y agregó—: fue Müller. Aunque por lo que me contó Diana ya lo sabés, llegaste solo… —esperó un gesto que no se produjo—. Y no vamos a hacer nada al respecto. ¿Entendiste?

Etchenike pareció darse por informado.

—¿Era eso lo que querías saber? —insistió Saldívar casi jovial—. ¿Qué más?

El veterano hizo una pausa teatral, los miró alternativamente a los tres:

—¿Qué hay de postre? —dijo con toda seriedad.

—No jodas, estamos hablando en serio…

—Necesito algo dulce, en serio. Vengo comiendo porquería, amargura, carne podrida desde hace un par de meses. Y no es un régimen que yo haya elegido.

El Pájaro suspiró con fastidio:

—No seas amargo, Julio.

—Es que lo básico ya lo sé y es repulsivo. Necesito algo mejor.

—¿A ver, qué sabés vos? Está todo dicho.

El veterano lo miró y aspiró hondo, como para una larga zambullida. Debería nadar sumergido un largo trecho, pero no en una pileta, ni siquiera en un río embravecido, sino en un inmenso tanque atmosférico, un auténtico mar de mierda:

—Lo que sé, lo que intuí, lo que oí hace un momento es que todo empezó con un perverso juego tuyo para probar la lealtad de tus socios, tus posibles herederos. Para confirmar su deslealtad, en realidad. Su capacidad de traicionar.

Saldívar asintió sin mover un músculo de la cara.

—Te podés incluir —dijo como por boca de otro.

—Por supuesto. Hay que tener un concepto muy pobre de la gente, de la humanidad en general, para hacer algo así. El filósofo chino de vuelta de todo, el tipo sereno y descarnado que representabas en tu cumpleaños era demasiado elaborado para ser cierto. Nunca te creí, Pájaro. Pero por ahí vos sí te lo creías. Suele pasar.

—¿Qué querés decir?

—Poner a prueba a los otros podía ser un gesto de escepticismo elegante ante la muerte a plazo fijo. Pero más parecía resentimiento. Se lo escuché decir a Diana: “Mi padre se muere y los hijos de puta van a seguir vivos”.

Ella asintió en silencio.

—Pero tampoco era eso. En realidad era algo más vulgar y mezquino: una nueva forma de mostrarle a tu hija que los hombres que ella elegía o que le podían interesar eran una mierda… Una mierda porque eran capaces de ir contra vos, porque eran menos que vos. Siempre quisiste ser el único hombre en su vida.

—No digas boludeces…

—Incluso la convenciste a ella de que si fingía traicionarte, cualquier macho se plegaría en la traición. Así lograste un objetivo mayor: que ella no creyera en nada. Ni en ellos ni en vos.

—No soy culpable de eso.

—Sos responsable, que es casi peor. Responsable de sacar lo peor de cada uno…

—Cómo te gustan las frases, ese tono de mierda…

—Lo siento —dijo el veterano sin sentirlo mientras Diana se hundía cada vez más en su silla—. Tenías todo armado para la gran puesta en escena el lunes después de Semana Santa. Y se lo anunciaste a Diana: ése sería el Día D. Alentaste a Ricardo para que apretara a fondo a Peratta con las evidencias de que te puenteaba y citaste a Peratta el lunes para que te pasara el informe sobre las actividades de Ricardo Müller en el Círculo de Becarios y sus amistades gay —Diana se movió en su silla pero no dijo nada—. Y alevosamente, lo hiciste coincidir con el nuevo chequeo que daría los nuevos análisis… —Etchenike miró fijamente al doctor Picabea—. Que milagrosamente dieron bien.

—Claro que sí —dijo el doctor.

—Pero lo notable es que no era ninguna novedad, Pájaro —y ahora el veterano se volvió hacia él—. Porque los de diciembre también habían dado bien…

—¡Qué sabés vos, qué te metés vos…! —dijo Saldívar y él también miró a Picabea—. Decile a éste…

Pero el médico esta vez calló. Diana levantó la cabeza.

—¿Vos lo sabías? —dijo Etchenike—. ¿Vos sabías que lo de la enfermedad terminal de tu viejo era un fraude, una broma macabra?

—No… no sabía, al principio —dijo Diana a tropezones.

El veterano hizo un gesto asqueado y se encaró con los otros dos:

—Yo lo supe el otro día, sólo es cuestión de saber mirar… —y les apuntó con el dedo—. Ustedes se fueron al carajo: con eso no se juega, algo les tendría que indicar que con eso no se juega… ¿Eh, doctor?

Picabea bajó la mirada. Saldívar, contra todo pronóstico, lanzó una carcajada:

—¿Pero de qué te las das? ¿Qué tiene de atroz? En serio te lo digo. Los que debían creérselo, y se lo creyeron, eran dos soberanos hijos de puta que no se merecían nada, ni la verdad. No seas hipócrita, Julio…

—No es cuestión de hipocresía sino casi de buen gusto.

—Sacale las pajerías morales sobre los medios y queda el hecho: conseguí desenmascarar a dos basuras.

—Conseguiste más que eso. Porque algo te salió mal o demasiado bien, nunca lo vamos a saber. Nunca podemos controlar todo. Ni siquiera vos. Porque Peratta apareció muerto después de la reunión que vos sabías que iba a tener con Ricardo.

—Tal cual: nada tuve que ver con eso, Julio.

—Eso estaba por verse. Se puede llegar a suponer y hay quien lo supuso —y miró de soslayo a Diana, que permanecía inmóvil, con la mirada fija en el mantel— que vos mismo lo alentaste o que le diste el arma para que lo asustara.

—Él niega todo, hasta hoy.

—Ya sabemos y ya veremos cómo cierra eso… Lo notable es que el mismo domingo a la noche que te llama la policía, te avisa del asesinato de Peratta y de la detención de Peloso.

—Y no entendí nada, Julio.

—Te creo. Es de lo poco que te creo. Ahí llamaste a Montevideo y el otro te dio su versión inverosímil. Negaba haber hecho nada, negaba haber tocado el arma… Vos tampoco estabas dispuesto a acusarlo, porque te salpicaba. Pero Diana le creía a Ricardo y vos no. Ahí me llamaste, por indicación de ella. Un montón de circunstancias hacían sospechoso a Peloso pero yo podía ayudarte a que al menos no te involucraran. Y lo hice. Te aseguro que después, en algún momento, pensé que podías haberlo mandado a Peloso a matar a Peratta antes de que llegara Müller, para dejarlo pegado. Con eso matabas dos pájaros de un tiro. Pero de pronto todos se subieron a la versión obvia del triángulo pasional de la policía. Cuando viste que podía resultarte más barato zafar por ahí, no dudaste…

—Reconozco que lo de la pistola en la Panamericana es burdo —admitió el Pájaro—. Pero ya Peloso estaba muerto y convenía cerrar eso así. Te lo dije.

—Aunque creías que había sido tu yerno…

—Y tenía razón.

Etchenike no se detuvo:

—Diana, mientras tanto, se movió todo el tiempo entre dos lealtades, supongo que incluso hasta hoy: le creía absolutamente a su marido y se aferraba a su versión o a su estrategia paranoica porque temía que vos hubieses hecho matar a Peratta vía Peloso y así me lo dijo: que vos estabas detrás de todo. ¿No es así, Diana?

Ella asintió.

—Mi hija es una sentimental.

—No es tu caso.

—No.

Etchenike resopló, tomó aliento como si estuviera llegando a algún tipo de conclusión final:

—Hablando de sentimientos, me gustaría hacerles escuchar algo bien romántico… ¿Te gustan los boleros, Diana? Me parece que es el momento.

Ella sólo parpadeó.

—Javier Solís —dijo él y sacó el cassette del bolsillo.

Diana asintió:

Escándalo…

—Seguro.

Etchenike se acercó al equipo ubicado en un ángulo del salón, entre dos sillones. Había un libro apoyado sobre la cobertura plástica del plato; eran las Memoires intimes de Simenon.

—No sé si funciona bien —avisó tarde Picabea.

El veterano pareció no escucharlo porque eligió el lado A de la cinta, la colocó y apretó play. Nada. Probó de nuevo del otro lado: nada.

—Le dije que creo que no anda, Etchenike. Si quiere oír música ponga un disco.

El veterano recuperó el cassette:

—No. Quería que oyeran éste…

—Prestámelo —dijo Diana.

Etchenike vaciló un momento y después se lo alcanzó.

—Me lo devolvés con el Simenon. Pero escuchalo…

Saldívar pareció perder la paciencia:

—Mejor escuchame a mí.

—¿Yo? —dijo Diana.

—Sí, hija. No le des bola a éste.

El Pájaro Saldívar asumía repentina y soberana autoridad. Hizo una pausa, primero la miró a ella:

—¿Sabés qué es éste, que se viene a florear acá, con nosotros, a darnos lecciones…? —y se volvió a Etchenike, lo midió con absoluto y al fin descontrolado desprecio—. ¿Sabés qué sos vos, Etchenike…? Sos un fracasado, un perdedor… Venís acá porque te invitamos, muerto de hambre… Y te metés en nuestras vidas. Lo único que sabés es hablar, decir cómo deberían ser las cosas, cómo debería ser yo, o ella… Y vos a quién le ganaste… Sos jubilado municipal, boludo. Un viejo patético; disfrazado, encima.

—Papá —dijo Diana.

—Dejalo —dijo Etchenike.

—Justo, ahí está: eso es lo único que sabés hacer… Quedarte en el molde. Sos un cagón: ni una mina te supiste ganar en tu vida. Arrugaste, siempre.

Etchenike no contestó.

—Sabés que tengo razón —siguió Saldívar—. Rajá: cobra tu laburo de alcahuete y tomátelas.

El veterano permanecía rígido, hamacándose apoyado en la bandeja que a esta altura parecía un escudo medieval en sus manos.

—Por un momento te supuse mejor de lo que sos, Pájaro —dijo sin poder evitar el tono algo solemne—. Pero hay que ser más que un simple escéptico para ganar guita pintándoles la cara y los bienes a curas y milicos. Es lo más parecido a un laburo de maquillaje…

—No me vengas con tus metáforas pelotudas. Todos hacen negocios con los milicos, vos mismo andás culo y calzoncillo con la policía, que no es mejor. Y sabés qué —se embaló Saldívar, los ojos de furia—: vos nunca dejaste de ser un puto policía.

El veterano le sostuvo la mirada:

—Puede ser. Pero no mando a matar gente.

—¿De qué hablás?

—De Peloso, de…

—¡Basta! —gritó Diana.

Saldívar pareció darse cuenta recién ahí de la enormidad de lo que estaban hablando, de sus efectos:

—Mirá lo que hacés… —y se levantó, tiró la servilleta con gesto airado junto al plato—. ¿Ves que con todo tu discurso moral sos una mierda, Etchenike? No sé para qué Diana te metió de nuevo en nuestra vida.

—Eso —dijo Etchenike como si le interesara—. Me invitaste a la fiesta, me recomendaste a tu viejo…

Ella no tenía respuesta al menos inmediata a esa pregunta, retórica o no. Debía haber gastado toda su energía con el grito porque parecía derrumbada, en silencio, la cabeza apoyada en los brazos, volcada sobre la mesa.

—Hablá, Diana —dijo el veterano.

Ella no contestó, agitó apenas la cabeza, como si fuera inútil.

—Andate, no te queremos acá, Etchenike —dijo Saldívar—. Desaparecé. Llevate la guita, te doy lo que quieras pero no quiero verte más. Te pago para eso, para que desaparezcas —y metió la mano en el interior del saco.

—Eso es de Flores.

—¡Sí, claro que sí! —ratificó el Pájaro con énfasis inusual—. Todo esto viene de la época de Flores.

—No es eso, al menos para mí —lo corrigió el veterano—. Digo que es de Celedonio Flores: Me revienta tu presencia, pagaría por no verte… ¿No es así, Picabea?

Margot —dijo el facultativo.

—Eso es: Margot —confirmó el veterano.

—Pedazo de hijo de puta —dijo Saldívar y sacó la mano empuñando la pistola.

Pero Etchenike fue más rápido. Apenas giró la bandeja y dijo:

—Quieto.

Le había estado apuntando todo el tiempo con el 38.

—Ponelo ahí —dijo y señaló con la cabeza.

Saldívar lo volvió a putear.

—Ponelo ahí —reiteró.

El Pájaro dejó el famoso 22 sobre la mesa como un cubierto más junto al plato. El veterano se inclinó y lo alejó un poco más, usando la punta de su revólver.

En ese momento sonó un disparo a espaldas de Etchenike y Saldívar cayó para atrás con un quejido.

El veterano giró.

Ricardo Müller estaba dentro del salón, con el arma en la mano.

—Baje eso, Etchenike… —dijo extrañamente sereno y dando dos pasos al frente y a la luz—. ¿Está muerto?

Diana gritaba, él la levantó de un brazo y la sujetó contra su pecho, la puso de frente a Etchenike.

—Fíjese si está muerto, le digo…

El veterano obedeció. Se asomó detrás de la mesa y vio los ojos desesperados de Saldívar, que se agarraba el hombro.

—Creo que sí —dijo volviéndose.

Diana gritó otra vez y Müller la zamarreó. Se agachó apenas y volvió a disparar al cuerpo caído, que se conmovió.

—Se lo merecía, Diana. Vámonos, te venís conmigo —y le puso el revólver en la cabeza, comenzó a retroceder.

—Espere, Müller —dijo el veterano.

Él lo miró. Fue lo último que hizo.

Etchenike escuchó el disparo a su izquierda y vio cómo el balazo le sacudía la cabeza. Antes de tocar el suelo, llevándose consigo a Diana, el ingeniero estaba muerto.

—Buen tiro —dijo Macías apareciendo por el fondo, encendiendo todas las luces.

El doctor Picabea bajó el 22 modestamente y lo puso otra vez sobre la mesa. Después se volvió, se agachó junto a Saldívar.

Etchenike se acercó a donde Macías trataba de apartar a Diana del cadáver de Ricardo Müller. Caído de espaldas, la joven promesa de Harvard daba lástima. Las últimas semanas y los últimos minutos se habían ensañado con su rostro. Los ojos claros y abiertos no entendían nada entre vendas sucias y un agujero limpio y redondo apenas encima de la ceja izquierda. Diana sollozaba contra su pecho, era el único sonido, más la tormenta que volvía.

Macías dejó de intentar levantarla, se irguió ante el veterano:

—¿Y aquél? —y señaló a Saldívar, del otro lado de la mesa.

—Creo que zafa.

El inspector hizo un gesto de contrariedad:

—Qué lástima… —dijo muy bajito.

Etchenike meneó la cabeza:

—Le soltaste a éste para que lo liquidara.

—Afirmativo.

—Avisale a Diana también. Esperaba eso mismo.

—¿Y vos?

Etchenike meneó la cabeza y se alejó a ver cómo el Pájaro aleteaba todavía.

Picabea le había hecho un torniquete alto en el brazo izquierdo.

—Por favor, téngaselo así —dijo mientras se ocupaba de la otra herida.

El segundo balazo del ingenierito había sido en la cadera.

Etchenike puso rodilla en tierra y sostuvo el brazo de Saldívar. No se había desmayado, tenía los ojos entrecerrados. De pronto los abrió, hizo foco en la cara del veterano:

—Arrimate, te voy a decir algo… —dijo con extraña claridad. El veterano se arrimó—. Sabés cómo chupaba la pija Teresa, tu mujer…

Etchenike se apartó bruscamente y lo miró un instante con una furia, un asco infinitos. Después cerró los ojos y los mantuvo así segundos interminables. Cuando los abrió era otro.

—No te voy a matar —dijo devolviéndole el brazo lentamente al suelo—. Aunque quieras que te mate, no te voy a matar. Porque sé que ya estás muerto, Pájaro…

Se puso en cuclillas, les habló a los dos, Saldívar y Picabea, paciente y médico:

—Vi los análisis. Manipularon los informes, cortaron la parte de arriba de las hojas, donde estaban las fechas. Y las trucharon, invirtieron el orden: las fechas, no los resultados. Y dan mal… —meneó la cabeza—. No los anteriores: los nuevos dan mal, Pájaro. Porque donde dice edad del paciente está la posta: el de cincuenta y nueve zafaba, pero el de sesenta está listo. No sé si sabías, no sé si te lo dijo —Saldívar y Picabea se miraron—. Estás muerto, hijo de puta.

Etchenike se puso de pie y casi casi lo escupe.

—Flores —dijo en cambio—. Te voy a mandar flores.