19

No somos nada

Se fue a buscar un café a la cocina y encontró a dos policías cancheros y tres empleadas aterrorizadas. Se disculpó con la de delantal celeste y labio partido y como vio que el clima general no daba para pedidos, se sirvió solo. El café estaba tibio y debió calentarlo, después lo cortó apenas con leche y salió a la galería con el pocillo.

Había parado de llover y estaba mucho más iluminado. Un par de ambulancias y un patrullero con los faros encendidos colaboraban, además, con el ruido. Vio de lejos cómo sacaban a Saldívar en una camilla, lo subían en una ambulancia, cerraban las puertas y partían. Picabea no iba con él.

Terminó el café y volvió al comedor. Había más policías y algo de olor a pólvora todavía. La mesa seguía tendida, la carne con papas cada vez más fría y el vino entibiándose en las copas. Había un charco de sangre en el suelo, junto a la silla derribada donde había estado sentado Saldívar, y del otro lado del salón el cadáver de Ricardo Müller tapado con diarios. Se acercó y se quedó ahí, mirando.

—¿Qué hace? —dijo el policía más cercano.

—Leo los titulares.

—Ah.

El cana leyó también.

—No somos nada —dijo.

—No.

En eso llegó Macías de afuera. Tenía un aire diligente y levemente acelerado, como si actuara, pese a la raleada platea:

—Apareciste… —dijo al verlo.

—No me fui, necesitaba un café.

—No te vayas más, hay que esperar un rato que vengan los de la científica. Sos testigo clave de todo esto.

Etchenike lo miró de frente y con el cadáver de por medio:

—Está bien. Pero las cosas no están cerradas, Colorado. No fue así como se dijo acá.

El otro no pareció escucharlo:

—¿Qué te dijo Saldívar?

—Nada, cosas viejas. Lo que te digo es que… —y de pronto notó el vacío—: ¿Dónde están los demás?

—El médico, Picabea… Esposado y en el patrullero.

—¿Y Diana? —todas sus cosas habían quedado ahí, tiradas sobre la mesa.

—Crisis de nervios. Sedada, en la ambulancia. ¿Querés verla?

Etchenike negó enfáticamente con la cabeza:

—No, ya no. Pero retenela, que no se te vaya.

—No te preocupes. Es testigo también…

—Pero no sólo por eso, hay algo más.

—Seguro, ya sé —dijo el Colorado con naturalidad—. A Peratta lo mató ella.

Etchenike se quedó quieto, aparatosamente sorprendido, como si se le hubieran adelantado en una cola, como un delantero que se vuelve hacia el árbitro pidiendo penal:

—¿Cómo sabés?

Macías le apoyó el índice en el pecho, empujó con una sonrisa.

Se miraron un momento y después Etchenike se dio vuelta, dio unos pasos como para irse, se detuvo, giró como si fuera a decir algo, se arrepintió.

—Parecés Columbo —dijo el Colorado.

—No me jodas. Es que no entiendo, es todo tan… —el veterano buscaba las palabras mientras Macías sonreía apenas— tan desprolijo; todo debería haber sido muy distinto.

—No salió como pensabas.

—No. Y esto —y tocó con el pie el cuerpo de Müller— lo podríamos haber evitado.

—Culpa tuya. Por canuto, por no compartir información.

—No digas boludeces.

—Como quieras.

Macías oscilaba entre la ironía y la condescendencia. Ensimismado, Etchenike había vuelto a la mesa y reconstruía gestos y palabras:

—Estaba todo armadito, Colorado: hubiera sido un final clásico. Todos los implicados juntos en un solo lugar, el mismo del principio de la historia, una noche de tormenta, la policía afuera y yo con la palabra, batiendo la justa.

—Y te salió como el culo.

Etchenike asintió:

—Con todo calculado, un detalle…

—Podría haber sido peor —lo consoló curiosamente Macías—. Yo te miraba de afuera. Reconocé que lo del tocadiscos fue patético.

Etchenike tomó el cassette abandonado sobre la mesa, junto al plato en que había comido —muy poco— Diana Saldívar:

—No funcionó. Pero era una gran escena, Colorado.

—En realidad, te ahorraste un papelón.

—¿Un papelón? —y levantó la cinta como quien alza un billete premiado, el número que acaba de salir—. ¡Qué sabés vos!

Por toda respuesta Macías fue hasta el equipo, apretó un botón, se encendió una lucecita verde.

—Hacelo ahora —dijo—. No es que esto no ande: es que estás viejo, no sabés manejar las funciones de estos aparatos, te confundís…

Etchenike fue al equipo y colocó el cassette en el lado A:

—Vas a ver —dijo de pronto reanimado—. Vas a oír, digo.

El sonido era pésimo, lleno de roces extraños, pero sin embargo el veterano esperó unos segundos más, paciente, mirando a Macías a los ojos, a que comenzaran las revelaciones de Gómez Guiñazú.

No sonó eso, sin embargo.

Muy por el contrario, arrancaron un poco distorsionadas las trompetas y luego de un floreo excesivo se escuchó, clara y afinada pese a todo, la voz del mexicano:

Porque tu amor es mi espina, / por las cuatro esquinas, / hablan de los dos… / Que es un escándalo, dicen, / y hasta me maldicen / por darte mi amor…

Etchenike se volvió extrañado.

Macías lo miraba serio, pero los ojos sonreían.

Otros dos policías se habían acercado a escuchar, juntaban los dedos hacia arriba, preguntaban. Sólo Ricardo Müller estaba en otra cosa.

—Me cambiaste el cassette… —dijo el veterano con rencor.

El Colorado no se ensañó:

—Sí, y mejor que no anduvo. Hubiera sido penoso.

—Me lo cambiaste en el hotel —repitió Etchenike mientras silenciaba el aparato.

Vos lo cambiaste —y Macías extendió la mano como disculpa, como tregua, incluso como reconocimiento—. Yo sólo te lo recambié.

Dejó la cinta otra vez sobre la mesa y continuó:

—Cuando te fui a buscar al Mediterráneo tuve un rato para revolver. Hiciste la boludez de dejar todo en la pieza. Cintas, un grabador… Porque sos bueno, pero estabas cansado o quién sabe qué te pasó. Te conozco: había algo ahí. Y enseguida saltó.

—Qué hijo de puta.

—Hijo de puta vos, que quisiste pasarme. Había tres cintas: D’Agostino-Vargas, Javier Solís y una suelta, sin identificar. Puse ésa primero, y era ésta, la de los boleros… Así que en la de Javier Solís tenía que haber otra cosa. Tal cual: no tuve tiempo de escuchar toda la cinta porque podías volver en cualquier momento, pero fue fácil cambiar otra vez las etiquetas que habías pegado con jabón, ridículo. Todo por no compartir lo que tenías…

Etchenike se había sentado por primera vez a la mesa. Agarró la copa más cercana y probó apenas el vino; después se la empinó. La dejó otra vez sobre el mantel, en el mismo lugar pero vacía.

—No te podía dar esa cinta —dijo—. Viste lo que le pasó a Gómez Guiñazú… No te puedo decir ni cómo me llegó. Se hizo un silencio largo.

—¿La tenés ahí?

Macías se palmeó a la altura del bolsillo interior del saco.

—¿Y escuchaste todo? ¿Los dos lados?

—Sí. Buen laburo.

—Gracias.

—Habría sido un golpe de efecto bárbaro. Te hubiera aplaudido detrás de la cortina.

—La idea era que, al escuchar, ella saltara.

—Claro. Pero no sé si con eso…

—Alcanzaba y era el momento, Colorado —Etchenike no podía evitar decir su parte; la función suspendida o malograda lo había dejado caliente y acaso resentido—. Si vos soltaste a este pelotudo para que mate a Saldívar, yo tuve que aparecer justo para que no lo matara… antes de que se supiera la verdad, toda la verdad, si se puede decir.

—Sabés que ese hijo de puta de Saldívar tiene razón: sos un soberbio charlatán.

—Pero puedo ser efectivo —opinó modestamente el veterano—. Era una puesta brillante, si Müller no se metía, como el león sordo del cuento, y me cagaba el desarrollo. Incluso estaría vivo ahora. La primera vez pude evitar que tirara, pero la segunda ya no…

—¿Vos preferías que Müller le disparara a ella?

—No, claro que no… —dijo Etchenike muy rápido, casi demasiado—. Creo que quería que él supiera que ella mentía, que en lugar de ayudarlo le había armado una trampa.

—Ni se enteró.

Los dos miraron hacia al cadáver tapado por los diarios.

—Mejor, tal vez —dijo Macías.

Etchenike se empinó la otra copa. Quedó mirando al vacío, no dijo nada.

Entró un policía y se llevó al inspector a un costado. Hablaron un momento y el Colorado volvió.

—Quiere hablar conmigo —informó.

—¿Quién?

—Ella.

El veterano había tomado posesión definitiva de la botella. Se sirvió y tomó un trago largo:

—¿Confesará? —dijo.

Pero era más un deseo que una pregunta.

—No creo.

—Yo creo que Diana ya sabe que yo sé —dijo Etchenike y se empinó la copa.

Macías se sirvió también. Por un rato sólo se oyó la lluvia que volvía.

—Qué mina hija de puta —dijo el Colorado. Era la conclusión de una tácita serie de razonamientos que no necesitaba explicitar—. ¿Cómo armaste vos toda la historia?

—Es lo que te digo ahí, en la cinta.

—No alcanza. Quiero decir, no me alcanza legalmente.

—Entonces dámela. Si no la vas a usar, dámela, que te cuento lo que te falta.

Macías metió la mano en el bolsillo y sacó el cassette sin marcas ni etiquetas. Etchenike lo miró un momento y se lo guardó:

—¿No lo vas a probar? —dijo Macías.

—Ya me cagaste, así que no creo que tengas interés.

—Me interesa cerrar la historia. La use o no.

Etchenike suspiró.

Estaba muy cansado, y eso sumado a la absoluta certeza de que se había equivocado feo y desde el principio. Varias veces había estado a punto de borrarse, irse a casa. Y no lo había hecho. No sabía por qué. O sí, pero no tenía ganas de averiguarlo.

—¿Vas a contar o no? —lo apuraba Macías—. Es que vos no estás convencido de que ella sea tan jodida…

—No sé cómo es, Colorado —se oyó decir finalmente Etchenike—. Pero es cierto que lo planeó bien y después improvisó mejor. Eso está en los hechos, en lo que hizo o fue haciendo. Ahora, las razones…

—A Peratta…

—No. En el fondo tiene que ver con el padre, no ha hecho otra cosa que pelearse con el padre. Y perdió, claro.

—No entiendo.

—Se convirtió en él.

—Ah… Pero mejor vamos a los hechos —dijo Macías, como si tuviera poco tiempo para esos desvíos.

—Los hechos: fue ella la que se llevó el arma de la casa de Saldívar después de almorzar, porque sabía de la reunión de Müller con Peratta y ya había armado todo.

—¿Por quién lo sabía?

—Ni por el marido ni por el padre. Por el mismo Peratta. Tené en cuenta que tenían una relación vulgar de trampa pero rara, complicidades que incluían el morbo. Cuando él se lo cuenta, ella le propone de encontrarse esa misma tarde, incluso ir a su casa, antes de que llegue Müller. Una despedida con todos los chiches por Semana Santa.

—Pero había estado Delia la noche anterior…

—No importa. Peratta calculaba que en el depto estaba todo en orden, que la mina de la limpieza ya había estado temprano. Además, ellos llegan juntos, él no tiene tiempo de arreglar nada. Como otras veces, se habían citado en la confitería Bellas Artes. Ella incluso se hizo dejar por Peloso ahí cerca, con el pretexto de ir a la masajista, que fue lo que me dijo. Pero averigüé que en Semana Santa la mina no atendió… Fue directamente a encontrarse con él y de ahí al depto, en el Fairlane. Lo vieron entrar pero nadie supo decir si solo o acompañado.

—¿Y qué pasó ahí?

Etchenike creyó necesario un desvío:

—Fijate que en algún momento, antes de lo de Gómez Guiñazú, llegué a suponer que se habían cruzado los tres, que Müller los había encontrado juntos por culpa de un alarde morboso de Peratta, que cayó con ella justo antes de que él llegara, y que este nabo, que iba armado, lo había matado de caliente nomás. Y que después habían acordado con Diana que lo mejor era ocultar todo. Eso explicaba el afán de ella por defenderlo tanto.

—Pero no cierra.

—Para nada.

Macías quería la otra explicación, la que cerrara del todo:

—Entonces, quedamos en que llegan y… —buscó cortar camino—. ¿Se encamaron o no?

—No. Pero evidentemente primero “se pusieron cómodos” porque él estaba en bata, habrán franeleado en el sillón, acaso ella le haya hecho una escena o no por el desorden de la pieza y entonces se quedaron ahí, eso no importa. Bebieron, fumaron —Diana, los mismos cigarrillos que fumó Müller en mi oficina el primer día— y escucharon a Fausto Papetti mientras rascaban. Estoy seguro de que él no se la esperaba. Cuando se acercaba la hora de que llegaba el marido, en medio de la franela ella se habrá apartado, habrá dicho esperá un cachito o algo de eso, metió la mano en la cartera, le apuntó y ahí le habrá dicho, supongo, lo que quería decirle antes de matarlo, para que se enterara.

—¿Qué le dijo?

—“Sos un hijo de puta” o algo así, no sabemos.

—¿No “te creíste que iba a ayudarte a cagar a mi viejo”?

—No creo. Supongo que “mandaste matar a Tito Famularo” es más probable.

—Y ahí le metió los tres tiros.

—Desparejos, porque se le movió. Pero debe haber sido muy rápido. A Peratta ni se le habrá bajado la pija. Esos son los disparos que oyó Gómez Guiñazú, desde al lado, superpuestos con el saxo de Papetti. Y no hizo nada pero quedó atento. Después Diana montó contrarreloj la escena adecuada para justificar la motivación de los celos, contando con que yo entraría por ésa.

—¿Vos? —el Colorado juntó los dedos hacia arriba—. Si fui yo el que te metí en el caso…

Etchenike trató de no parecer suficiente, pero no pudo evitarlo:

—Yo sabía de antes del crimen, de cuando lo espié para Müller, que Diana era amante de Peratta. Y ella sabía que yo sabía, incluso se puede haber mostrado para que la viera, a propósito. Por eso, paradójicamente, le pidió a su padre que me llamara a mí a investigar…

El veterano alzó las cejas.

—Si quería cagar al marido —completó Macías— vos eras el único que le garantizaba que terminarían sospechando de Müller.

—Y más si ella se obstinaba después, todo el tiempo, en defenderlo aparatosamente…

—Y vos lo protegiste a éste —y Macías señaló al cadáver bajo las noticias— sabiendo que era sospechoso de salida…

—Ella me dejó entrampado, Colorado: éticamente entrampado, entendés. Me corría por derecha y por izquierda. Que mantuviera el secreto de su infidelidad y que le creyera en la defensa de un marido inocente pese a todas las evidencias en contra…

—Y esas evidencias…

—Eran alevosas: después de dispararle a Peratta puso por ahí los papelitos con firma D que había traído, dejó los cigarrillos que su marido fumaba e incluso se llevó las fotos del álbum en que aparecían ella y Peratta juntos.

—¿En cuánto hizo eso?

—Estuvo un rato largo sola con el cadáver. Tuvo mucha sangre fría. Y además supo calcular la reacción del marido. Se bancó la espera mientras Peratta se le enfriaba y cuando sonó el timbre del portero eléctrico abrió sin decir nada.

—Este desgraciado nunca supo quién lo había hecho subir.

—Claro. Diana le dejó la puerta del depto entreabierta y rajó por la de servicio con las llaves del auto de Peratta. Bajó por el otro ascensor, salió a la calle por la puerta del garaje y tiró las llaves. Mientras, Müller subió despreocupadamente por el ascensor principal, haciendo el ruido natural. Gómez Guiñazú, que estaba atento por los disparos anteriores, lo espió y lo vio salir del ascensor, empujar la puerta y entrar. Tuvo tiempo de identificarlo perfectamente. Y apenas dos o tres minutos después lo vio salir, tenso, cauteloso y con los anteojos puestos.

—Cagado de miedo, dispuesto a ir a encontrarse con su mujer y contarle lo que pasaba, pedirle consejo… Un nabo.

—No sé. Evidentemente Diana lo conocía muy bien si se animó a semejante estrategia. Sabía que lo único que se le iba a ocurrir a él era rajarse… La cuestión es que él sale del edificio, va a buscar el Volvo tratando de pasar inadvertido y se va inmediatamente para El Cisne. Llega temprano. Espera y espera, juntando ansiedad. Acaso haya ido al baño. Cuando llega Diana le cuenta a ella lo que le pasó: ya lo sabemos. Pide consejo y ella al principio le dice de ir a la policía pero rápidamente adhiere a su tesis paranoica. Lo deja pensando y va al baño, tira la pistola en el canasto y vuelve.

—No se entiende.

—Sí se entiende, si lo que querés es que te agarren —Etchenike se paró y dio unos pasos, se volvió—. Diana suponía que había dejado suficientes evidencias como para que lo inculparan a Müller ni bien descubrieran, esa misma noche o al día siguiente a más tardar, el arma en ese lugar. Qué iba a suponer…

—Que lo de Peloso enmascaró todo.

—Claro: como nadie, excepto Gómez Guiñazú, lo vio a Müller entrar y salir y se dieron las coincidencias de Diana y Peloso, más el Volvo, más el veintidós, todo se orientó contra el otro.

—Y compramos.

—Compraste vos.

El veterano había recuperado algo de la suficiencia inicial:

—Lo notable es la sangre fría de Diana —agregó casi con admiración—. Cómo improvisa, cuando la sospecha cae sobre Peloso, para inducir a su marido a que se fabrique coartadas como el asalto de Los Paisanitos y el cambio de color del Volvo, alimentándole la paranoia y dejando cada vez huellas más claras, con ese comportamiento sospechoso, de su aparente culpabilidad…

—Pero no pudo evitar que Müller pensara que todo era una trampa tendida contra él por… Saldívar.

—Claro. Y Diana no podía refutarlo sin descubrir su juego. Entonces ella fingió que le creía a él todo el tiempo hasta que alguien, en este caso yo, le diera motivos de sospecha al descubrir, por fin, dónde había aparecido el arma… Entonces actuó frente a él la decepción, le dijo que él le había mentido y se refugió con su padre —Etchenike meneó la cabeza, se volvió a sentar—. Lo demás lo viste y lo conocés…

Macías asintió. Ahora lo miraba con una leve sonrisa:

—Te cagó el género…

—¿Cómo?

—Claro. Vos pensás en términos literarios… Un cierre a lo Agatha Christie, un final tipo El halcón maltés en este caso.

—No vas a comparar.

—No, claro.

Y quedó la cuestión en el aire. Ni siquiera se aclararon qué era lo que no se podía comparar.

En eso llegaron por fin los de la policía científica y Macías se apartó con ellos, Etchenike aprovechó para recuperar su libro de Simenon de arriba del equipo de música y salir sin permiso otra vez a la galería. Ahora, y quién sabe por cuánto tiempo, ya no llovía. Evitó acercarse a los patrulleros y a la ambulancia. Supo que no quería verlos más, a ninguno de ellos. Se había regodeado hacía un rato nomás con la posibilidad de un final soberbio, ganador ante un público culpable y estupefacto. Ahora estaba vacío, no hubiera podido abrir la puerta de la ambulancia o meterse en el patrullero para encarar a Diana o a Picabea.

Volvió al rato para la declaración; fue prolijo y obediente. Macías se encargaría de maquillar los motivos de su presencia allí, ya que incluso debía explicar la suya propia, fuera de cualquier forma orgánica de procedimiento.

—Gracias —dijo el Colorado—. Con esto me reacomodo.

—¿Vas a poder usar lo que te conté? —quiso saber Etchenike.

—¿Lo otro? No creo.

—¿Y qué vas a hacer con ella?

—¿Con Diana Saldívar? —el Colorado meneó la cabeza—. Por lo de Peratta, no sé: ya tuvimos tres culpables al hilo para un solo crimen. Es lo más parecido a no tener a nadie. Además, está cerrado con Peloso muerto y me sacaron del caso… Esto, en cambio, es algo nuevo. Si consigo empalmar esta muerte con la otra, por ahí… Le voy a buscar la vuelta. Al que quiero cagar es a ese hijo de puta de Saldívar.

Etchenike sintió que debía algo:

—Yo ahora puedo declarar sobre cómo espié a Peratta para Müller, mandado por el Pájaro, si querés.

—¿Ahora? No me hagas calentar —Macías lo miró como para pegarle—. Te lo pregunté, te lo pedí hace dos meses… Sos un forro, vos. ¿Ves lo que te digo del género? Protegés a un tipo porque es tu cliente, pero terminás con el tipo muerto y pensando lo peor de vos. Algo estás haciendo mal, Julio. Y qué amigos que te echaste…

—Si lo decís por vos…

—Bastante te banqué. Y en el fondo, de todo lo que juntaste, casi nada sirve.

—Lo de Gómez Guiñazú es contundente.

—Sí, pero ya no está para corroborarlo. Está bien: no fue Müller, porque los disparos fueron antes de que entrara. Más allá de que vos tenés indicios, que son sólo eso, como lo de la masajista, lo más difícil de probar es que era ella la que estaba ese día en el departamento de Peratta. Podía ser cualquiera, Peloso incluso…

—Eso yo lo tenía previsto —dijo Etchenike con cierta melancolía, con el orgullo en retirada—. Tenía preparado el golpe de efecto, después de la cinta, que la iba a hacer saltar.

—¿Qué cosa?

—Las llaves del auto —dijo el veterano.

—¿Qué llaves?

—Las de Peratta. Con la que usó Diana para salir por el garaje después de meterle los tres tiros.

—¿Dónde están? Nunca aparecieron.

—Las tiene ahí, en la cartera —y la señaló, sobre el mantel.

—¿Seguro?

—Seguro: se las puse yo esta tarde en El Cisne, cuando fue al baño.

Subió al Plymouth y arrancó sin que nadie preguntara o se interpusiera. Cuando salía de la casona se cruzó con un Falcon sin chapa que entraba y le pareció reconocer a Mendoza y Garay entre la tripulación. Agradeció no haberse quedado ni un minuto más. La función, para Macías, iba a ser bastante más larga que para él.

Paró en una YPF de Libertador a la altura de Olivos y descubrió que apenas tenía plata para la nafta. Cargó lo justo para llegar a casa ante miradas curiosas; le observaban el auto como si paseara un perro de raza infrecuente. Algo así.

Era casi la una de la mañana cuando llegó a la oficina.

El gallego dormía en el sillón y se sobresaltó al oír la puerta.

—Julio…

El veterano prendió la luz:

—¿Qué hacés acá? Pensé que estarías todavía en Montevideo.

—Se me acabó la guita —dijo Tony García enceguecido, parpadeando.

—Entonces somos dos.

Apagó la luz y fue al baño.

—Voy a vender el auto, gallego.

—Ah.

—Tengo problemas de género.

—¿Con las mujeres?

Se estaba lavando las manos, se miró al espejo:

—No… Sí, bah. Con las mujeres también.

Salió del baño y cerró la puerta. El gallego lo miraba sentado en el sillón, algo más despierto:

—¿Cómo terminó todo?

—Más o menos. Más mal que bien.

—¿Por eso vas a vender el auto?

—Mañana te explico.

Se acostó y trató de dormirse de prepo. No pudo. Entre su propia máquina mental y los ronquidos del gallego terminó desvelado, prendiendo el velador, buscando qué leer. Y ahí estaban las recuperadas Memoires intimes de Simenon.

Cuando fue a liquidar las páginas finales algo se movió entre las hojas, un papel doblado en cuatro cayó sobre la cama.

Era una carta. De Diana y para él. Escrita con birome en los dos lados de una hoja de cuaderno arrancada, estaba fechada dos días atrás.

Querido Julio:

Supongo que cuando leas esto todo habrá terminado y ya no importe. No es fácil lidiar con un padre como el mío y yo nunca pude. Te aseguro que todos —Mauro, Ricardo y mi viejo— se merecen lo que les pasó y lo que les pase. No voy a entrar en detalles, esto no es una confesión ni una disculpa. Igual, estoy segura de que de un modo u otro vas a llegar a saber lo que ocurrió. Sólo quería decirte que, aunque yo te defraude, vos no me defraudaste.

Si zafo, me voy a ir lejos y no creo que nos volvamos a ver.

Perdoname. Mi vieja tenía razón.

Un beso.

Diana

Estrujó la carta y la tiró en un rincón. Ya prácticamente se había limpiado el culo con la de Gómez Guiñazú, así que bien podía también condenar a la humedad y a la pelusa una tramposa declaración de lealtad y agradecimiento.

Eso sí: le quedaron unas ganas de llorar que le duraban todavía cuando lo despertó la llamada del embalado Macías a la mañana siguiente:

—Venite ya, Julio.

—¿Qué?

—Anoche arreglé con Mendoza y Garay —dijo sin pudor alguno—. Como saben que soy el que más conoce de este quilombo, me devolvieron el caso Peratta siempre que no toque a Saldívar. Lo de anoche cierra solo, como está. Me conviene, ¿entendés?

Etchenike no entendía demasiado bien los avatares de la interna policial pero creyó adecuado no contradecir al Colorado:

—Supongo que sí —dijo—. ¿Y para qué tengo que ir yo?

—Ahora vamos contra ella… —dijo el Colorado con cierta euforia excesiva para esa hora de la mañana—. Aprovecho que la tengo adentro y con la guardia baja, y le tiro el camión encima. No creo que aguante. Pero para eso necesito tu declaración, que reconstruyamos prolijo todo el asunto. Ahí sí podemos usar la cinta, y después me tenés que ayudar a armar lo de las llaves. Yo le secuestré las cosas y están ahí, así que si la apuramos…

El veterano lo interrumpió:

—No va a andar. Olvidate de lo de las llaves. No voy a usar eso.

—Pero me dijiste.

—Sí, pero no —iba a decir “no me da la cara” pero no, tampoco dijo eso—. Mejor, ya que vas a reflotar el caso, quedate con la versión de que fue Müller, es más simple y cierra con lo de anoche. A ella la guardás un rato largo por complicidad y encubrimiento y quedás como un duque. Hasta ahí te ayudo.

Macías pareció meditar la propuesta.

—Sos un viejo pajero —dijo como conclusión.

—Pajero viejo —corrigió Etchenike antes de cortar.