8

El olvidonario

Sobre el escritorio de Macías había un café empezado, una máquina de escribir enfundada, un tintero inútil de bronce, un mástil enano con una banderita argentina y un florero ridículo con gladiolos amarillos. Y un sobre.

—Son éstas —dijo el inspector.

Abrió el sobre y las sacó. Las fotos no eran buenas pero cumplían con su objetivo. Peratta y Delia en la cama hacían de todo en blanco y negro.

En silencio, acaso perturbado, Macías las fue pasando de a una, poniéndolas frente a Etchenike.

—¿Quién fue el hijo de puta que se las mostró? —dijo el veterano sin tocarlas.

—Un idiota, no importa. Fue un error.

—¿Y para qué?

—Para que Peloso se sacara y confesase.

—Pero no habló.

—No.

—Ni va a hablar.

—No.

—Raro que alguien como Peloso se amasije.

Macías, lo que quedaba de Macías, lo que iba del de la noche anterior a esta versión desinflada, se dejó ir en un suspiro:

—Pero se amasijó. Y es una cagada.

Etchenike no pareció preocuparse por eso.

—¿Dónde estaban estas fotos?

—En una carpeta, en el departamento de Peratta —el inspector retomó un par, las levantó y volvió dejarlas sobre el escritorio—. Qué buena está la guacha…

—¿Quién las sacaba?

—El mismo Peratta, parece. Con cámara programada.

—¿Ella sabía?

—Supongo que sí. Mira ésta…

La foto estaba tomada desde los pies de la cama. Él, acostado de espaldas, casi no se veía; sólo las piernas extendidas en primer plano mientras todo el cuadro lo ocupaba el cuerpo, el culo de ella en realidad, inclinada hacia adelante, volcada sobre el sexo de él, chupando mientras le agarraba las pelotas, mirando de reojo al objetivo. Muy edificante.

—Es para matarse.

—Justamente. Usó el cinturón.

—Se lo dejaron…

—Segundo error. Ya hay tres sumariados.

Etchenike se paró, tomó distancia:

—Tenés buen ojo para elegir gente. El pelotudito de anoche; los de las escuchas telefónicas; el nabo que le pusieron en el baño a Delia, ahora esto. Todo un estilo.

Golpearon a la puerta.

—Sí —dijo Macías.

Abrieron. Etchenike ni se volvió.

—Lo llaman de Jefatura, señor.

Esa voz.

—Dígale que ya voy.

—Señor, es que…

—Ya voy. Y retírese, Barilari.

Cerraron la puerta.

Hubo un breve silencio. Etchenike se adelantó hacia el escritorio e iba a decir algo pero lo que dijo estaba claro que no era lo que iba a decir:

—Cuando yo era pibe… —y apoyó el dedo viejo—. Cuando yo era pibe les decíamos fotos de poses. Los tipos no se sacaban las medias y las minas eran gordas, eso era siempre así.

—Estas son todas yeguas.

—¿Hay más?

—Dos carpetas, con distintas minas. Pero la mayoría son con Delia.

—¿Se pueden ver?

Macías abrió el cajón de su derecha, levantó las dos carpetas y de pronto, como si se arrepintiera, las volvió a guardar.

—Suficiente, viejo pajero —y cerró el cajón con un golpe, hizo vacilar los gladiolos.

El veterano no pudo evitar sonreír.

—¿Alguna cara o culo conocido?

Macías negó con la cabeza.

—Pero faltan fotos. O parece que faltaran algunas, porque hay un par de huecos.

—¿Las usaba? ¿Se sabe que le haya mandado algo a alguien?

—¿Extorsión? Él tenía más que perder que ellas. Eran todas ratonas, fabriqueras o gatos. ¿O no?

—No sé.

Ahora Macías se quedó mirándolo, pero Etchenike ni se mosqueó.

—¿Qué pasó con Gómez Guiñazú?

—Arrugó. Dijo que no podía decir nada, entró en crisis… —el resoplido de bronca y desaliento hizo flamear apenas las fotos—. Un maricón. Lo mandé a la casa. El gordo del estacionamiento tampoco aportó.

Hubo otro suspiro.

Entonces Etchenike dijo lo que faltaba como si lo leyera, un subtitulado:

—Así que no tenés nada.

—Sí, un quilombo. Tenía un muerto y un probable asesino. Ahora tengo dos muertos.

—Y ningún asesino. El suicidio no prueba que haya sido él.

Macías enarcó las cejas.

—Tampoco lo niega.

Golpearon de nuevo, tímidamente, a la puerta.

—¡Qué carajo pasa!

La sombra del otro lado del vidrio esmerilado tardó en contestar:

—De Jefatura, que…

—Barilari… ¡No me rompa las pelotas! ¡Fuera!

La sombra se esfumó y el inspector tardó unos segundos en recomponerse.

—¿Sabes qué pasa? —dijo, y no preguntaba nada—. Es Saldívar, Julio.

Etchenike esperó lo que venía, lo que explicaría acaso su convocatoria de urgencia a ese lugar y en ese momento.

—Lo llamé hace un rato, le conté lo de Peloso y se puso como loco: me insultó, me trató de inútil, el hijo de puta. Qué mierda se cree, porque tiene banca arriba. Y ahora seguro que tocó al jefe…

Etchenike asintió:

—Te aviso algo: se enteró de lo de Peratta el mismo domingo de Pascua a la noche. Se hizo el sorprendido con vos, a la mañana, pero ya lo sabía.

—Claro, seguro… —y Macías pareció ratificar lo que sospechaba—. Tengo cómo defenderme de él. Pero necesito que vos me ayudes, que me ratifiques lo que sé.

—¿Qué cosa?

—Hasta ahora yo te pedí que me dijeras que era Peloso. Ahora no te pido que mientas: sé que fue Saldívar el que te encargó investigar a Peratta.

—No.

—Me lo dijo ella.

—¿Ella?

—La hija, Diana. Me llamó ayer. Sólo para eso.

—¿Y por qué me lo decís? Te pidió discreción, supongo.

—No particularmente.

—¿Cómo se enteró ella?

Macías enarcó las cejas, como si fuera obvio.

—Yo no fui —dijo el veterano.

El inspector meneó la cabeza y suspiró por sexta vez en un cuarto de hora mientras recogía las fotos. Sacó las carpetas del cajón, metió todo ahí, fue hacia la puerta y habló con la mano en el picaporte:

—Esperame acá. Pensalo, mientras.

—Voy con vos.

—Te quedás acá.

Etchenike lo vio salir, lo oyó dar una orden y vio cómo se estacionaba una alevosa sombra tras el esmerilado.

El veterano ni se asomó. Encendió un Particulares y dio un par de vueltas por la oficina toqueteando los papeles. Levantó el teléfono mudo, probó con los cajones trabados, se asomó a la ventana que daba al patio interior, después a la enrejada de la calle. Se quedó allí mirando ir y venir a la gente. Tiró el pucho a la avenida Belgrano y miró el reloj. Dio otro par de vueltas. Bajó de un estante un tomo de la Biblioteca del Oficial, se sentó en el sillón más chico y estuvo leyendo historias de estafadores y fugitivos más o menos célebres. Miró una vez más el reloj. Prendió otro cigarrillo. El cenicero había quedado lejos, sobre el escritorio, y casi se quema el dedo antes de soltar el fósforo, que cayó sobre el sillón y se apagó. Encendió otro y esta vez lo arrojó al mismo lugar. El fósforo también se apagó pero tras dejar una marquita marrón oscuro. Entonces arrancó la última hoja del tomo que leía, la retorció, le dio fuego y arrimó la antorcha al hueco entre el respaldo y el almohadón del sillón, la dejó ahí. Cuando vio que la llama vacilaba sopló un poquito; no mucho, lo suficiente. El humo era color blanco.

No fue necesario que gritara, bastó con empujar el sillón, hacer ruido y esperar que la sombra se moviera. Entonces se colocó al costado de la puerta con la izquierda en el picaporte y el volumen de la Biblioteca del Oficial en la derecha. Cuando Barilari abrió, cauteloso, Etchenike dio el tirón y se lo trajo a la rastra, desequilibrado.

—¿Qué? —llegó a decir el uniformado.

Como respuesta Etchenike le dio con el tomo en la nuca, y lo mandó al suelo. El joven universitario abrió la boca pero no llegó a gritar: la patada en la panza lo dejó sin aire ni argumentos, la piña en la cara lo sacó de la cuestión.

Etchenike cerró la puerta, vació el agua del florero sobre el sillón chamuscado, y tras un momento de vacilación dejó las flores cuidadosamente dispuestas sobre el ausente Barilari. Después pasó con un gran tranco por encima del cuerpo caído y salió.

Conocía bien el edificio y eligió la segunda escalera. Pasó como si nada. Recién en la calle se dio cuenta de que se había traído el volumen encuadernado. Estuvo a punto de volver y dejárselo al oficial de guardia pero después lo pensó mejor y aceleró el paso. Dobló la esquina y casi corrió hasta el Plymouth.

Al poner el culo sobre el cuero caliente se dijo que la próxima vez debería dejarlo a la sombra. Pero sabía que ya no habría próxima vez.

No podía volver a casa, así que desde un bar llamó al estudio de Gómez Guiñazú. Una voz femenina le dijo que el doctor no se encontraba pero tomó nota de su mensaje y le aseguró que se comunicarían a la brevedad. Después llamó a su oficina y ahí estaba, milagrosamente para el día, la hora y las circunstancias, alerta y vigilante, Sayago. Le informó que Tony no había vuelto aún pero había llamado y que su amiga Armonía sabía hacer los deberes:

—Acabo de colgar con ella. Tiene datos sobre lo del asalto al ingeniero. Es como vos decías pero no me adelantó nada. Me dejó un teléfono para que la llames a Montevideo esta noche.

Etchenike tomó nota.

—¿Cuánto nos va a cobrar?

—Favor por favor: tiene problemas para laburar acá. Le dije que vos podías ayudarla. Digo por Macías, ese amigo tuyo de la Federal…

—Seguro. ¿Qué dijo el gallego?

—Localizó a la señora Irma, la secretaria de Peratta.

Etchenike tomó nota. Era por Flores.

—Hoy es el día de las chicas —dijo—. ¿Ninguna rubia preguntó por mí?

—No.

El veterano colgó, disco y él sí preguntó por una rubia:

—¿La señora Diana?

Le preguntaron de parte de quién. Lo dijo. Le dijeron que no estaba.

—Aunque no esté, dígale que Peloso está muerto.

—¿Qué?

Ahora sí era ella.

—Lo que oíste: se colgó anoche, en la Central, con el cinturón. ¿No te contó tu padre?

—No me hablo más con él.

—Eso es nuevo.

—Puede ser. Pero las razones son viejas.

—¿Fue antes o después de mentirle a Macías?

—¿Qué?

—¿De dónde sacaste que yo espié para tu viejo?

Hubo un silencio de diez segundos. Algo más. Una cuenta tan larga como la de Firpo-Dempsey. Cada uno de los dos pensaba que el otro era el Toro Salvaje de las Pampas.

—Me lo dijo Ricardo. Que él te lo encargó, pero que fue una idea de mi padre…

—Es mentira.

—¿Qué?

—Todo.

—Él no miente.

—Vos sí.

Este silencio fue más largo que el anterior. Etchenike creyó oír algo así como un sollozo pero no podía estar seguro, había ruido en el bar y rumores de fritanga en las baqueteadas líneas de Entel.

—Igual ahora no importa —dijo finalmente ella—: ya está. Le dije que había sido Peloso.

—No fue Peloso, Diana.

—¿Quién fue?

—Tengo que hablar con tu marido.

—¿Qué querés decir?

—Sólo eso. Acordate de lo que te conté en La Moneda. Lo que va a pasar.

—No va a pasar nada: fue Peloso y listo. Además, Ricardo no puede hablar ahora. Está internado.

—Comunicame con él.

—No lo acoses, Julio. No lo ensucies: él es bueno.

—Ya oí eso.

—Yo también te oí a vos. Demasiado —hizo una pausa—. Voy a cortar, Julio: gracias por la noticia. Un hijo de puta menos.

—Una pregunta más: ¿Peratta te sacó fotos?

Nada.

—¿Se sacaron fotos? En la cama, digo…

Nada. Sólo el clic del auricular.

La calle José Bonifacio estaba en reparaciones. La señora Irma Domizzi de Montenegro, al parecer, también:

—Fue al pedicuro —dijo el señor Montenegro asomado, sin terminar de abrir la puerta.

—¿Tendrá para mucho?

—Un par de juanetes… —el consorte sonrió, levantó el mentón, se rascó la barba crecida—. ¿Para qué la busca?

—Vengo de la obra social de Mercantiles —Etchenike tenía un carnet genérico de inspector con un número más una sigla que, de muestra rápida, en un parpadeo, incluso podía pasar por eso—. Es por una encuesta sobre la calidad de las prestaciones. Pura rutina.

—Este pedicuro es particular —dijo Montenegro adelantando un dedo amarillo de tabaco—. La última vez que fue por la obra social se le infectó una uña y le quedó el dedo gordo así. No fue más: son unos ladrones.

Etchenike asintió.

—¿No va a anotar?

—Necesito el testimonio del titular.

—Como quiera. Pero es como le digo.

Pasó un auto y levantó tierra de la calle, Etchenike tosió, Montenegro cerró un poco más la puerta y dijo:

—Hace seis meses que hicieron el pozo para cambiar los caños del gas. Son unos ladrones.

Etchenike asintió otra vez.

—El pedicuro, ¿es lejos?

—Acá nomás, un par de cuadras por Mariano Acosta. Vaya a tomar un café, y dése una vuelta en una hora.

—Gracias.

No eran un par de cuadras sino cinco y media. Resultó ser una casa de familia. El cartel pintado a mano colgaba del balcón de hierro: Narciso Patiño. Pedicuro Diplomado.

El veterano estacionó a unos metros, sobre la vereda de enfrente. Hacía mucho calor incluso bajo los árboles y la inminencia de la tormenta no era alivio de momento ni consuelo a futuro.

Primero salió una mujer joven sin edad ni cara de Irma, después un pibe con un par de sifones. Finalmente salió una mujer flaca de vestido claro y pelo recogido que caminaba normal pero con cierta arritmia. Como si sus pies se le hubieran independizado, dieran cada paso con criterio propio, eligieran las baldosas: parecía estar cruzando un arroyo serrano por las piedras, no una vereda soleada de Flores Sur. Y no sola: de la mano.

—Señora Irma —dijo Etchenike sin bajarse.

La mujer se sobresaltó y la brevísima distracción le costó un leve, carísimo tropiezo:

—Ay… La reputísima madre… —dijo la señora.

El veterano se bajó y la tomó del codo:

—Disculpe. ¿Quiere que la alcance a su casa?

Ella se apoyó en el árbol más cercano, lo miró, algo enceguecida.

—Gracias. ¿Quién es?

—Su marido, el señor Montenegro, me avisó que estaba acá. Tranquila, soy policía. ¿La llevo?

—¿Policía?

—¿No se acuerda de mí? Estaba cuando declaró por lo de su jefe.

—Ah… ¿Y qué pasa ahora?

—Pura rutina, cuestión de un momento. Fuimos a buscarla a Eternel y me enteré de que no iba hoy. Por eso vine, en lugar de citarla, que es un lío para usted. Le explico mientras la llevo a su casa. Permítame.

—Gracias. No sabe cuánto…

La llevó, la subió al auto como si fuera la reina madre; o una réplica de cristal de la reina madre, mejor. Le cerró la puerta de su lado y después dio toda la vuelta para sentarse frente al volante. Pero no puso en marcha el Plymouth.

—Es una sola cosa que falta, Irma —dijo mirándola muy de cerca.

—Sí…

—¿Quién llamó el jueves después del mediodía a la oficina de Peratta? Usted atendió.

—Ya lo dije; era una voz de hombre.

—¿Quién era?

—No sé.

La mujer parpadeó, desvió la mirada.

—No tenga miedo, sólo tiene que decir la verdad —el veterano le buscó los ojos sin presionarla—. Nadie le pide que mienta, Irma.

—No sé quién era.

—Vamos… Sí que sabe.

La mirada de Etchenike se dulcificó aún más pero su pesado pie derecho se corrió del acelerador y se deslizó, en un movimiento leve pero definitivo, sobre el empeine y los dedos huidizos del pie izquierdo de la mujer. Se quedó ahí.

—Vamos…

—No…

Etchenike apretó apenas.

—Ay… Saque el pie.

—Vamos… Sólo la verdad. ¿Quién llamó?

—No sé quién era, no sé.

Etchenike apretó más.

—Aaay… —la señora Irma estaba a punto de lagrimear—. ¿Qué me van a hacer?

—Nada: diga la verdad.

Ella intentó separar el pie mientras agarraba el picaporte.

Etchenike la retuvo con el brazo y le dio un nuevo y definitivo pisotón:

—Hable de una vez, vieja de mierda. Hable…

El grito ahogado de la mujer sólo se interrumpió para decir entre sollozos:

—¡Basta, por favor! —Etchenike aflojó apenas la presión—. Fue Müller, el ingeniero Müller. Él fue el que llamó…

Etchenike levantó el pie, la soltó y se quedó mirando al frente.

—Vio que sabía…

La señora Irma Domizzi de Montenegro sollozaba bajito mirándose el pie.

—Es un animal, un bestia, un hijo de puta…

El veterano le alcanzó un pañuelo y puso la llave en el arranque.

—La llevo… —dijo sin mirarla mientras el Plymouth se movía—. Y disculpe lo de vieja de mierda. Estuvo de más.

Cuando paró en el semáforo de Primera Junta para comprar el diario ya llovía, y la Crónica que se apuró en alcanzarle el kiosquero por la ventanilla del auto estaba picoteada de gotas, húmeda. Etchenike repasó los titulares. Extrañamente, al pie y a cinco columnas, ya estaba la noticia de Peloso: Se suicida sospechoso en la Central de Policía. Adentro figuraba con nombre y apellido. Alguien cercano a Macías había filtrado la información. Era un preso suyo, se le había matado a él. Los días, las horas y acaso los minutos del Colorado estaban contados. No se decía nada de un principio de incendio en el segundo piso. Menos mal.

Le costó un rato largo llegar a Congreso bajo una lluvia tupida, dobló hacia el norte y demoró otra eternidad por Callao. Santa Fe estaba algo más liviana pero igual debió dar dos vueltas a la manzana hasta que encontró un hueco y pudo estacionar sobre Paraná, lejos. Se bajó, se cubrió a las puteadas con la Crónica y caminó chapoteando cinco cuadras. Tiró el diario empapado en un papelero y entró al edificio de Uruguay al 1200.

Según el tablero negro con letritas blancas de plástico el Círculo de Becarios de la UBA estaba en el cuarto piso. Había también una oficina de Marcas y Patentes y un dentista.

Lo pararon camino de los tres enfilados ascensores.

—¿Adónde va?

—Al cuarto —dijo como si nada, parado en un charquito.

Un portero, encargado de seguridad o lo que fuera salió de detrás del mostrador de recepción, el trapo amarillo al hombro.

—Hay un problema en el cuarto. ¿Adónde va?

—A Marcas y Patentes.

—Ah, porque el Círculo está clausurado. Séquese, pise ahí —y le tiró el trapo a los pies.

El tipo era gordo, bajo y estaba seco. Etchenike no. Tal vez por eso puso su mejor cara de pelotudo:

—¿Qué pasó? —y pisaba, marcaba el paso en el lugar.

—Vino la policía y puso una faja —el tipo recogió el trapo, le hizo un gesto de que lo siguiera—. Dejaron una custodia: parece que eran unos perversivos.

—¿Unos qué?

—Trata de blancos, pedestristas… —especificó el gordo—. Unos degenerados. Todo entre hombres, nada de mujeres, me entiende.

Etchenike se interesó:

—Se los llevaron.

—Cinco o seis eran. Se los llevaron de la ceja.

—De la pestaña.

—Eso. Así, con lo puesto se los llevaron. Disfrazados algunos, maquillados…

—Gente rara.

—Muy excéntricos. Quedó un custodia.

—¿Puedo subir igual? Voy al lado.

—Se tiene que registrar, dejar el documento.

—¿Son nuevas disposiciones?

—No. Siempre ha sido así.

El portero tenía un libro grueso de contabilidad donde anotaba el movimiento a doble columna con todos los datos: día, nombre, destino, hora de entrada y de salida.

Etchenike entregó su vieja libreta —el tipo la enfiló junto a otros documentos en una cajita de madera— y firmó donde correspondía.

—¿Qué va a hacer a Marcas y Patentes?

—Voy a patentar un invento —dijo.

—Y qué inventó.

—Un diccionario.

—Eso ya está inventado.

—Sí. Pero el mío es al revés. Tiene las definiciones adelante, no después de la palabra: porque uno las palabras las conoce, sabe lo que quieren decir, pero no las usa porque no se acuerda. Creo que le voy a poner Olvidonario.

—Olvidanorio.

—Olvido… nario… —Etchenike se acodó, didáctico—. Porque el diccionario es para los chicos, y sirve para leer. Cuando no entienden una palabra, lo que quiere decir, la buscan. El Olvidonario no, es para hablar, para cuando se te hace una laguna…

—Está bueno.

—¿Vio?

Y lo dejó pensando. O algo así.

Etchenike tomó el primer ascensor y marcó cuarto piso; pero no se bajó. Esperó unos segundos ahí y siguió viaje hasta el último, el noveno. Ahí sí abrió la puerta, salió y la dejó así. Llamó al segundo ascensor e hizo lo mismo: lo dejó abierto. Después bajó por la escalera hasta el cuarto.

—No sé qué pasa con los ascensores —le dijo al cana de guardia en el palier—. Hay dos arriba.

Dio un par de gritos hacia el hueco, llamando, y cuando vio que el único que quedaba en movimiento empezaba a subir se mandó por la escalera hacia abajo.

En el hall había gente esperando.

—¿Y el portero?

—Acaba de subir.

—Tengo que recuperar mi documento —les dijo a todos y a nadie.

Pasó tras el escritorio, sacó su vieja libreta de la cajita, y salió a la calle y a la lluvia tapándose la cabeza con el libro de registro de visitantes.

Resultó tan ineficaz como el diario.

Entró a un bar de Paraná y Córdoba y se sentó junto a la ventana. Pidió un cortado y una servilleta para secarse las manos y la cara. Puso el saco húmedo en la silla de enfrente, encendió un cigarrillo y se dedicó a revisar el libro. Abarcaba varios meses. Ricardo Müller aparecía seguido, más de una vez por semana, y había un par de nombres que se repetían junto al suyo. A Mauro Peratta le costó más localizarlo, hasta que lo encontró. Dejó señaladas las páginas con servilletas de papel mientras anotaba las fechas, los horarios y toda la información en la libreta. Al rato descubrió que se sentía mejor, que no había almorzado y tenía hambre. Pidió un especial de milanesa completo con una cerveza y se levantó para llamar a la oficina desde el público que había al fondo, entre las puertas de los dos baños.

Le tragó tres monedas. Al fin pudo:

—Alerta y vigilante.

—Soy yo, gallego. ¿Novedades?

—Llueve mucho.

—Ya sé. ¿Algo más? ¿Cómo te fue?

—La seguí a sol y a sombra.

—Hoy, difícil.

—Quiero decir: estuve siempre ahí. Diana no salió prácticamente de la casa. Sólo para ir a la masajista.

—¿Dónde es eso?

—En Recoleta, sobre Schiaffino. Habrá estado una hora. Después se fue caminando a tomar un café, sola, y volvió derecho a la casa. No volvió a salir.

—¿Adónde fue?

—Te digo que no volvió a salir.

—El café… ¿Dónde tomó el café?

—En la confitería que está en el parque, frente al Museo.

—La Bellas Artes.

—Esa, donde la otra vez lo seguimos a Peratta. Estábamos juntos, yo me embolé y me fui y vos te quedaste… Era una cita con un gato. ¿Te acordás?

Etchenike se acordaba.

—¿Qué más?

—Hace un rato te llamó Saldívar.

—¿Cómo estaba?

—Tranquilo, me pareció. Y dijo que te espera en la casa, a cualquier hora.

—¿Y Macías?

—En la tele.

—¿Ahora?

—Ahora. Lo estoy viendo.

Etchenike se volvió a ambos lados y vio él también, del salón en el ángulo oscuro, en la pantalla cagada por las moscas, al Colorado hablando ante un racimo de micrófonos.

—¿Qué dice?

—Según él está todo bien. Dice que Peloso se quebró.

—El cuello.

—No. O sí, eso también pero después… —el gallego traducía en diferido—. Dice que confesó, que se quebró en medio del hábil interrogatorio y que, ante el peso de las evidencias y presa de una profunda crisis emocional, decidió quitarse la vida…

—¿Así dice?

—Esperá: te arrimo el aparato y te subo la tele…

Etchenike lo veía a Macías mal y de lejos en el bar, lo escuchaba mal y lejos por teléfono:

—… es evidente que sufrió una profunda crisis emocional.

—Se habla de apremios ilegales, comisario.

—Desmiento terminantemente esa especie.

—¿El cinturón no era el suyo?

—¿Mío?

—No, de Peloso.

—No, había sido despojado del mismo.

—¿Cómo se produjo, digamos, el desenlace?

—El acusado solicitó permiso para ir al baño y allí, tras apoderarse del cinturón de un pantalón que había en el lugar, se ahorcó…

—Hubo negligencia entonces…

—Yo no la consideraría tal… Bueno, señores, por ahora es todo.

Se armó una pelota de ruidos que Etchenike vio en imagen: todos se abalanzaban sobre Macías, que se daba vuelta. Quedó el cronista solo frente a la cámara y dijo algo. En ese momento se cortó la comunicación.

Etchenike colgó y volvió a la mesa junto a la ventana. La cerveza se había entibiado en espera. La milanesa también. Comió con ganas pero masticando como si trabajara: un sándwich de milanesa completo con pan no demasiado fresco resultaba casi un desafío. Requería atención, cuidado y cierta disposición para el esfuerzo físico.

De pronto entró al bar una mujer joven sin paraguas, con el pelo mojado. No llevaba medias. El vestido verde de tela liviana se le había pegado a la piel, le marcaba el cuerpo, la raya del culo. Etchenike la miró al pasar. El mozo también le miró el culo a la mujer que siguió hasta el baño. Nadie dijo nada ni era algo demasiado importante. Era sólo eso: un culo. Y ahí el veterano se acordó de la charla sobre las milanesas. El culo y las milanesas, valores universales.

Peratta y Peloso se habían ido detrás de un culo, o poco más. Pero seguía pensando que las milanesas tenían menos contraindicaciones.

Pobres hijos de puta, pensó o se dijo mientras masticaba.