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Felices Pascuas

Semana Santa cayó la última semana de marzo con adecuado sol de otoño. Para entonces Tony García tenía dientes flamantes pero aún masticaba poco y las invencibles Memoires intimes de Simenon ya eran un libro usado que Etchenike usaba menos. Ni noticias de la gente de Eternel y sus cuestiones internas. Había poco trabajo, y lo que salía eran cosas menores, casi de risa: una consulta sobre la posibilidad de demanda por picadura de aguavivas en Punta del Este que trajo la impresentable amiga del Negro Sayago y la desaparición de un televisor y un gato persa durante el divorcio de un matrimonio de Congreso. Poco y nada.

Por eso cuando el mediodía del domingo sonó el teléfono, aunque el personal en pleno de Etchenike Investigaciones Privadas ya estaba en el pasillo y se disponía a rumbear para la mesa pascual tendida por la piadosa madre del gallego, el veterano dejó la puerta del ascensor abierta y volvió para atender:

—Julio, habla el Colorado —dijo del otro lado de la línea el inspector Antonio Macías, de la Policía Federal.

—Sí…

—Vení ya y no hables con nadie. Ni siquiera con tu ayudante —aclaró porque lo conocía bien—. ¿Querés que te mande a buscar?

—¿Qué pasa?

—Tengo un muerto que te conoce.

—Voy.

Etchenike despachó sucinta y misteriosamente a Tony y Sayago al cercano Oeste y diez minutos después estaba en la Central de Policía de la avenida Belgrano. El Colorado Macías ni siquiera lo hizo pasar a la oficina del segundo piso. Bajó él y se lo llevó de nuevo. Subieron al patrullero:

—¿Estuviste espiando últimamente?

Etchenike puso cara de póker.

—No te pregunto quién te contrató…

—¿Quién lo quiere saber?

—Yo.

—¿Por qué?

—Porque te hice un favor que nos puede costar caro —Macías sacó del bolsillo un papel doblado en cuatro—. Hace un par de semanas hubo una denuncia contra vos, por eso: por espiar. Y como un pelotudo la archivé.

—Sos un amigo. A ver…

El papel era un formulario común, estándar, de la policía.

—El tipo fue a la comisaría y te denunció, con nombre y apellido.

Etchenike leyó, verificó firma y dirección:

—Es cierto —dijo.

Macías suspiró:

—Estás jodido.

El cadáver de Mauro Peratta había quedado atravesado boca abajo en medio del largo living de su departamento del piso catorce. Parecía cómodo, tirado detrás de la mesita ratona y en bata granate manchada oscuramente de sangre, pero se notaba que no había tenido una buena Semana Santa.

—Tu amigo —lo presentó Macías.

—Ah, la puta…

Estaban solos. Por la ventana de cortinas corridas se veía mucho cielo, entraba mucha luz impiadosa. El policía se movía como dueño de casa, Etchenike curioseaba desde lejos, se asomaba sin tocar ni pisar nada.

—Lo mataron el jueves, entre las últimas horas de la tarde y las primeras de la noche. Nadie oyó nada, al menos por ahora —dijo el Colorado con un bostezo—. Lo descubrió la mujer de la limpieza que tenía que venir el mismo jueves y el viernes pero vino excepcionalmente recién hoy a las siete. Se suponía que Peratta estaba en Mar del Plata.

—Pero se quedó.

Macías soslayó el humor negro, tenía sueño:

—¿Sabés si hay parientes?

—Nadie cercano, que yo sepa. Pero sí mucha vida social, contactos. No tenía custodia pero se juntaba con tipos que tenían.

—¿Qué querés decir?

Etchenike señaló el cadáver por encima de la mesita como si pudiera responder todavía:

—Más o menos para cuando él me denunció a mí porque lo seguía, a Tony lo cagaron a trompadas, mal…

—¿Quién fue?

—La custodia de un mayor. Pero yo no hago denuncias.

—No. Hacés cagadas nomás.

Macías se había dejado caer en una silla al lado de la entrada, junto a los diarios del fin de semana pasados por debajo de la puerta. Había un policía de civil en el pasillo.

—Cuando vi el nombre y la dirección me acordé de vos, fui a buscar este papel… —el Colorado suspiró—. Me vas a tener que ayudar, porque si no lo resolvemos rápido esto va a saltar: no le di bola a la denuncia de un tipo que a los pocos días aparece asesinado.

—Entiendo —redundó Etchenike.

—Por eso nadie lo sabe todavía: la mujer de la limpieza, el encargado… Nadie más. Para bien o para mal el edificio está casi vacío —Macías se levantó cansadamente—: Te explico lo que hay. Es mucho y poco.

Primero le mostró, sin revolver demasiado el duro cadáver, cómo Mauro Peratta había sido ultimado por tres tiros desprolijos —hombro, muslo, pecho— de un arma que habría que buscar.

—Un veintidós, algo chico; y un tirador inexperto —concluyó—. Además, la puerta estaba cerrada sin llave, intacta. Fue alguien conocido de Peratta, que lo hizo entrar o vino con él. No falta nada; encontramos guita en los cajones. Hay restos de whisky en dos vasos, un disco franelero de Fausto Papetti que quedó sonando y sonando, fasos en el cenicero, papelitos manuscritos… Todo recogido para analizar.

—¿Una mina?

—Seguro. Si vas a la pieza vas a ver que hubo encamada, incluso ya encontramos pelos… —y agitó un sobre plástico transparente que sacó del bolsillo—. O lo mató o estaba acá cuando lo mataron, o estuvo antes. Hay muchas desprolijidades, indicios a patadas.

—Ya veo.

Habían llegado hasta el baño y también había pelos en el jabón; alguna toalla elocuente todavía estaba tirada en el piso.

—Pero contame vos.

Etchenike se sentó en el inodoro de tapa negra y aclaró sin mentir que hacía dos semanas o más que no lo seguía, que había trabajado con el gallego, que había terminado ese laburo y hecho el informe a quien correspondía. Sobre el final insinuó que eventualmente podía compartir esos datos.

—¿Qué tenías que buscar?

—Con quién andaba, qué hacía fuera de la oficina.

—¿Cuernos?

—No estaba previsto.

Macías alzó las cejas.

—Y hay algo más —puntualizó el veterano—. Tengo ese informe escrito de cinco hojas…

Las cejas subieron más aún.

—Para mí.

—Para vos, si querés. Supe recuperarlo sin dejar rastros…

—Qué bien.

Etchenike soslayó ironías. Las circunstancias no daban para que se jactara de sus habilidades de manipulador de papeles y de basquetbolista retirado. Además, había sido un laburo de mierda y lo reiteró como conclusión:

—Fue un laburo de mierda.

Después sí, volvieron al living y mirando al cadáver dijo bastante de lo que sabía, habló de Eternel, de la gran familia, de Saldívar y su salud, de su yerno y su hija, de Peloso, de los contactos políticos y económicos, de Peratta. Y de las minas, de las indiscriminadas minas de Peratta.

—¿Quién es Delia? —se cruzó Macías.

—Puede ser una empleada de Eternel que se cogía.

—Hay varias llamadas de ella en el contestador automático a partir del viernes. Lo debe estar esperando todavía en Mar del Plata, ya estamos en eso…

El Colorado oprimió con cuidado la botonera. Había tres comunicaciones. En la primera ella le pedía —si es que estaba todavía ahí— una pulsera que dejé en el baño. Después la voz de la chica se volvía más ansiosa o resignada. Tengo miedo de que te haya pasado algo, decía antes de colgar, con un beso, la última vez.

—La pulsera está… —dijo Macías—. ¿Es ella?

Etchenike reconoció que no se acordaba de la voz; pero que el culo era inolvidable.

—Servirá para reconocerla —dijo Macías con su primera sonrisa pascual—. En los papelitos que encontramos aparece dos veces la inicial “D”.

—¿Qué tipo de papelitos?

—Mensajes privados, notitas que parecen de mina… Estaban sobre la mesa, hechas un bollo.

—¿Las tenés?

—Se las llevaron para analizar. Con los vasos, los puchos, las huellas que puedan aparecer en los picaportes tenemos mucho material. Hay de todo.

—Demasiado, ¿no?

—Puede ser.

Macías lo tomó del brazo.

—Vamos.

Dieron un último vistazo al living.

—Quien entró por la puerta principal pudo haber salido también por ahí —dijo el inspector—. Había bastante movimiento el jueves y no es una hipótesis a desechar. Mañana veremos si alguien vio u oyó algo raro. El departamento de al lado es de un abogado y no hay nadie. Lo estamos buscando.

—Ah.

—Pero te quiero mostrar otra cosa. Hay otra salida. Este edificio es un colador.

—Conozco.

Salieron del departamento por la puerta trasera y bajaron por el ascensor de servicio directamente hasta la holgada cochera. El único auto que había quedado esperando toda la Santa Semana era un Fairlane de vidrios oscuros; ahora dos tiras de papel le sellaban las puertas.

Macías y Etchenike siguieron de largo hasta la hermética salida.

Junto al portón automático de la cochera había una puertita también de metal, que estaba cerrada como siempre debía estarlo. El policía sacó una llave.

—Todos los propietarios tienen esta llave, que a mí me dio el encargado —explicó el Colorado—. Pero no es ninguna de las del llavero de Peratta.

—Claro, él la tenía con las llaves del auto —acotó el veterano con soltura—. Que seguro…

—Que no están —se apresuró Macías a confirmarle, no fuera a creer que era deducción suya—. No aparecen por ningún lado.

—El asesino pudo haberse ido por acá, caminando.

—Pudo.

Ellos también pudieron. Salieron a la calle, se detuvieron junto al tupido ligustro que cercaba plantas de grandes hojas verdes sin flores ni fe en la lejana primavera; siguieron tirando hipótesis y desmenuzando detalles un par de minutos más.

El policía uniformado que hacía guardia en la vereda soleada saludó a su jefe y al hombre viejo y grandote que lo acompañaba. No era la primera vez que lo veía con él. Hacían una extraña pareja: el inspector era algo más joven y apenas le llegaba al hombro pero le hablaba y lo llevaba del brazo, del codo más precisamente, como si lo condujera por la calle o por la vida.

Se subieron al patrullero.

—Ahora me vas a dar ese informe; y quedarte a mano por si te necesito —dijo Macías a manera de resumen mientras doblaban por la 9 de Julio—. No te muevas ni te cruces. No hables con nadie. Y tené en cuenta que si me apuran te voy a tener que entregar…

—¿Eh?

Etchenike parecía lejos de ahí.

—¿Qué te pasa?

—Nada. Estaba pensando…

—¿Qué pensabas?

El veterano se volvió hacia la desolada avenida.

—Te doy la copia en carbónico —especificó como si nada.

Una vez que quedó solo en la oficina, Etchenike llamó a la casa del ingeniero Müller. El teléfono sonó largamente y cuando atendieron no era ninguna de las dos voces que esperaba. La mujer dijo con cierto fastidio que los señores no estaban, que se habían ido el jueves al Uruguay. El veterano recordó que Diana le había hablado de una casa en La Pedrera. Sí, estaban en La Pedrera, volvían esa noche, tarde. No, no tenía el teléfono de Uruguay. Etchenike dejó el suyo, dijo que era importante y que lo llamaran a cualquier hora. No pudo ir más allá.

Eran las cuatro de la tarde. Tony y Sayago estarían aún de sobremesa bajo la parra maternal. El veterano fue a la ventana y comprobó que su amigo Macías le había dejado una discreta vigilancia nunca suficientemente discreta.

Volvió al escritorio, revolvió un poco los papeles del gallego hasta que encontró la carpeta de Peratta y, entre tantos datos, la dirección de Delia Gutiérrez.

Era por el Abasto.

Calentó café, se lo tomó mientras cargaba y revisaba el revólver, y bajó comiendo un par de galletitas. Se subió al Plymouth y al enfilar por Avenida de Mayo hacia Congreso comprobó que el Falcon con los dos policías a bordo se movía tras él. Dobló por Paraná al norte, tomó Córdoba, viró a la izquierda y siguió derecho hasta el Hospital de Clínicas. Estacionó enfrente y subió la escalinata lentamente mientras uno de los del Falcon se bajaba veinte metros más atrás.

Una vez adentro el veterano pasó raudo ante los ascensores y embocó el primer pasillo a la derecha. Aceleró sin volverse por Hemoterapia, esquivó Ginecología, incluso corrió un poco eligiendo los departamentos de nombre más largo y poco transitado, y dobló un par de veces más hasta que llegó exhausto a la puerta de Paraguay. Tuvo suerte: estaba abierta. Salió, paró un taxi y al subir comprobó que no lo seguían.

—Valentín Gómez al 3100 —dijo.

Se dio el lujo de volver a pasar por la puerta del Hospital y ver a los canas en la calle. Se miraban como defensores a los que les acaban de hacer un gol de cabeza en un corner.

Era un primer piso por escalera. Tocó timbre. La chica que entreabrió con cuatro dedos la puerta del departamento A no era Delia.

—Pensé que era el médico —dijo al ver a Etchenike con un solo ojo—. No es.

—Pensé que era Delia. No es.

—Soy la prima —dijo detrás de la cadenita.

—Soy un amigo. Tengo un mensaje de Mauro para ella, sé que lo anduvo buscando.

—Ah.

—¿A qué hora viene?

—No sé. Váyase.

La chica quiso cerrar, Etchenike metió estratégicamente el pie y ella gritó.

—Tranquila —dijo el veterano mirando a su alrededor. Había otras dos puertas: B y C—. Abrime, no tengas miedo.

Ella dio un par de pasos atrás, dijo confusamente que si no se iba llamaría a la policía. Era flaquita, estaba muy asustada. Etchenike vio recién ahora el manchón rojo del pómulo, el corte y la hinchazón en el otro ojo.

—¿Quién te hizo eso?

—No le importa. Váyase —repitió ella desde lejos.

—Está bien.

El veterano se volvió y dio un paso pero cuando ella se acercó a la puerta para cerrarla metió la mano por el hueco y la agarró de la muñeca. Pegó un tirón:

—Abrí y no grites.

Ella agitó la cabeza, negó con ojos desesperados. Etchenike le apretó el brazo con la puerta. Ella gritó otra vez.

—Abrí, gil —y metió el revólver por el hueco, se lo apoyó en las costillitas—, o el médico no va a saber por dónde empezar.

La prima aflojó.

Diez minutos después Etchenike que bajaba se cruzó en la escalera con una mujer de delantal blanco abierto y valijita, que subía.

—Está mejor, un poco asustada —le dijo al pasar—. Ya le hice una primera cura. Déle un par de días, porque tiene el ojo así y una piba tan joven no puede ir a trabajar en ese estado, qué van a decir.

La médica asintió sin decir nada, lo miró bajar apurado los escalones de dos en dos.

Había mucho movimiento en la terminal de Retiro. Etchenike miró el reloj. Tenía tiempo. Se acodó en el mostrador de un bar frente a los andenes y pidió un café. Estaban todos los lugares ocupados por gente ruidosa y llena de bolsos que se reía de cualquier cosa; eran de los que se iban. En una mesa del fondo había alguien solo y sin bolso que iba por la tercera botella de cerveza y no se había reído al parecer en mucho tiempo. El ominoso Peloso era de los que esperaban, como él.

Etchenike se encogió, retrocedió a la punta del mostrador para quedar fuera de su radio y desde el teléfono público que había junto a la puerta llamó a la oficina.

Atendió el gallego. Le pidió sin mayores explicaciones que se viniera ya para Retiro.

—No puedo —dijo Tony después de un momento—. Sayago se rompió un brazo, creo. Voy a llevarlo al hospital.

—¿Se rompió? ¿Qué hicieron? —y el veterano sospechaba lo peor.

—Me acompañó a dársela a esos hijos de puta…

Después de unos segundos Etchenike se oyó decir algo que jamás hubiera sospechado:

—Están despedidos: los dos.

Y cortó.

Pensaba hacer otra llamada pero no pudo. En ese momento se anunció por altoparlantes el coche de la empresa Micromar proveniente de Mar del Plata hace su entrada por plataforma número 16 y debió partir detrás de Peloso, que dejó las botellas tambaleando y tropezó con un par de bolsos al salir tan resuelto como inseguro.

Delia fue de los últimos en bajar, delante de un par de tipos neutros. Y Peloso de los primeros en despegar del pelotón que esperaba para recibir a los viajeros. Desde un segundo plano expectante Etchenike vio la sorpresa de ella, el brazo extendido de él, el gesto de la mano que la aferró del codo y se la llevó como un bulto más, sin mediar casi palabras, hacia la salida.

Los siguió de lejos, entre la gente. El hombre miraba sólo para adelante, la arrastraba casi, y ella daba tirones salteados, sin convicción. Para Delia tampoco la Semana Santa había resultado lo que esperaba. Para nadie, en realidad.

Salieron y Peloso la llevó para el estacionamiento, que estaba lleno pero no había casi gente. Ahí tuvo que soltarla un momento para caminar entre los coches y la chica se adelantó unos pasos, corrió un poco incluso, Etchenike pensó que se escapaba.

Pero Delia no fue muy lejos. La caminata y la furia habían despertado a Peloso, que la acorraló contra la pared del fondo y la sujetó del cuello. Le dio una cachetada de ida y volvió con un revés mientras ella trataba de revolearle el bolso, lo puteaba de arriba abajo.

El veterano se apuró para intervenir. Pero algo lo retuvo.

—Quedate ahí —dijeron a sus espaldas.

Sintió la mano en el hombro y los dos tipos neutros que habían bajado del micro detrás de la chica se le pusieron a los costados.

—Policía —abundó el de la derecha y le clavó la pistola en la cintura.

El otro murmuró algo en el walkie-talkie que llevaba pegado a la boca mientras Etchenike quedaba fuera del juego, lo desarmaban, lo hacían agacharse detrás de un Renault, rodillas en tierra.

Desde ahí alcanzó a ver cómo Peloso conseguía meter a la chica en un auto grande, maniobrar hacia la salida.

—Ahí va —dijo el del walkie-talkie—. Es un coche gris, un importado.

Cuando Peloso asomó la trompa tuvo que clavar los frenos.

Etchenike reconoció el Falcon que se le cruzó. Adelante iban los mismos tipos que había dejado pagando frente al Hospital de Clínicas. Del asiento de atrás se bajaba el Colorado Macías.

Lo retuvieron en la Central sin motivo aparente ni pregunta pertinente alguna hasta las diez de la noche. A esa hora le avisaron que se podía ir pero Etchenike dijo que no sin su arma y que viniera Macías.

Al rato vino Macías, pero no se la trajo. Quedaron solos:

—A ver si ahora te quedás quieto, Julio —y el inspector se esforzó en que sonara como amenaza—. Casi me arruinás todo el laburo. Por el encargado del edificio conseguí el teléfono del departamento de Peratta en Mar del Plata; los muchachos de allá sacaron la dirección y localizaron a la mina, la siguieron hasta acá sin levantar la perdiz y tenían orden de no intervenir, dejarla moverse, marcarla para nosotros… Pero apareciste vos y hubo que interrumpir.

—¿Por qué?

—Qué sabían ellos, animal. Podías querer matar a alguien… —sonrió ante sus propias palabras—. Tuve que inventarle a los de la regional Mar del Plata que sos un colaborador mío…

Etchenike meneó la cabeza:

—Peloso sí que la podía matar.

—No creo, no estaba armado.

—¿Qué pasa con él? ¿Tenés algo?

Macías sacó cigarrillos y le convidó:

—No te voy a habilitar información.

—Está bien. Dame el revólver que me voy.

El Colorado seguía con el paquete extendido:

—Nada te voy a dar.

—Entiendo —Etchenike fue hasta la puerta y se volvió—: Pero no lo dejes ir a ese hijo de puta.

—Tranquilo —Macías insistió con el cigarrillo, el brazo extendido—. Me alcanza con lo de hoy para retenerlo: privación ilegítima de libertad, incluso intento de secuestro, lesiones leves. Pero no va a andar porque ella no va a declarar en contra.

Ahora sí el veterano aceptó uno, lo encendió, volvió:

—¿Por qué?

—Dice que es el novio, el macho, bah. Una cuestión privada, dice.

—Pero también le pegó, la cortó a la prima… Tengo los datos.

—¿No habrás sido vos?

Etchenike desestimó la chicana, se jactó de su capacidad persuasiva y de la limpieza de sus medios —ni un peso ni un pelo ni una teta— y contó brevemente su experiencia en el departamento de la calle Valentín Gómez:

—Pobre piba —concluyó—. Esta bestia la cagó a trompadas hasta que le sacó lo que quería: dónde estaba Delia y cuándo volvía. Se supone que sabía con quién había ido porque eso no se lo preguntó.

Macías anotó sonriendo los datos de la prima, se quedó pensando:

—Hay algo: los separamos y los dos cuentan la misma historia, no se pisan —dijo.

—¿Y Peratta?

—Todavía no les dije que está muerto.

Etchenike lo miró raro:

—¿Ellos lo nombraron?

—Ella sí, Peloso no.

—¿Qué dice Peloso?

—Que fue a la terminal a buscarla porque Delia le mintió, dijo que se iba a Entre Ríos a visitar a unos tíos pero se fue a Mar del Plata. Fue a ver con quién.

—¿Lo averiguó?

—Dice que no.

—¿Y ella?

—Se da cuenta de que buscamos algo más, pero le tiene miedo a Peloso. Le mintió, le dijo que se fue sola a un hotel, se bancó las cachetadas… A mí me dijo lo que sabemos: que estuvo esperándolo dos días en el departamento y que Peratta no apareció; entonces se volvió. Pero me pidió que no se lo contara a Peloso. “Si se entera lo mata”, dijo, exactamente.

—Qué tal.

—A ella la voy a largar, a ver qué hace.

Golpearon a la puerta. Macías hizo pasar a un oficial con cara de niño:

—Ya está listo, señor.

—Gracias.

El oficial se fue. El Colorado se volvió a Etchenike:

—Se lo dejé un rato a los muchachos. Es importante, antes de tirarle lo de Peratta, que este hijo de puta sepa lo que son un par de cachetadas… ¿No te parece?

Etchenike no contestó a eso. Dijo, en cambio:

—Me das el revólver…

—Ni el revólver ni el auto. Portarte bien —y Macías sonrió paternalmente—. Mirá que si no te mando un rato a los muchachos.

Saludó y se fue.

Tony García y el Negro Sayago estaban esperándolo. Charlaban y de pronto se callaron. Uno en cada sillón, uno sano y otro vendado; uno con el mate, el otro con café. Había una rosca de Pascua empezada y un cuchillo y muchas migas sobre su escritorio. Etchenike comprendió una vez más que había cosas que hacía mal:

—¿Qué hacen acá? Están despedidos.

—No nos despediste —puntualizó el gallego—. Nos echaste, que es diferente.

—Nos quedamos para poder despedirnos —dijo el otro moviendo el yeso.

No estaba para sofismas:

—Chau, tómenselas. Asunto concluido.

Se sacó el saco, lo colgó en el perchero.

—¿Y la máquina? —dijo Sayago al descubrir el hueco en la sobaquera.

Etchenike los miró de a uno, como para que se convencieran:

—La empeñé. Cerramos. Se acabó —dijo a tres toques.

—Pará… —dijo el gallego.

El veterano siguió derecho al baño y cerró la puerta de un golpe.

—Pará… —insistió el otro.

Pero no paró. Tony y Sayago se quedaron atentos. Ni hablaron, sólo el ruido de la bombilla del mate que tapó el tronar del inodoro. Después, la ducha.

Cuando salió con el pelo mojado y una toalla azul a la cintura los encontró tales cuales:

—¿Todavía están acá?

—¡Felices Pascuas! —corearon sin inmutarse mientras levantaban sendos vasos de ginebra.

Y los mantuvieron en alto hasta que él los puteó otra vez, se echó a reír, tiró metafóricamente la toalla.