17
Demasiado
Etchenike bajó del auto tomándose la cabeza pero el dolor del golpe le duró poco. Dos alevosos mosquitos lo picaron en la mano y la frente, lo distrajeron, le recordaron que estaba otra vez donde había estado.
Esta noche había amenaza de tormenta también, pero nada era igual. La casona de estilo seudocolonial no estaba iluminada como aquella otra noche, tampoco había custodios vigilando la puerta con una lista botona. No había música ni invitados en el parque ni mesas tendidas ni autos importados enfilados a un costado de la entrada. Sólo un Volvo gris estacionado adelante, un par de luces en la casa, al fondo, y un revólver que le apuntaba al pecho.
—¿En qué vino, ingeniero? Por un momento pensé que ése era el suyo…
Ricardo Müller no bajó el arma. La empuñaba con la mano derecha mientras agarraba el brazo de su mujer con la izquierda.
—Vine a pie.
—¿De Uruguay?
—En lancha, desde Carmelo. Es más discreto y me deja aquí nomás.
—Buena elección.
—Te dije que no vinieras —dijo Diana.
—Sólo por vos. Yo no tengo nada que hablar con ese hijo de puta —murmuró Müller moviendo el arma hacia la casa—. ¿Y usted?
—Me trajeron.
—No conversemos acá, nos pueden ver —dijo ella—. Y bajá el revólver, Ricardo.
Subieron a las sombras de la vereda de tierra pero el ingeniero no hizo caso. Encañonó a Etchenike:
—¿Habló?
—No.
—¿No le dijo a la policía que yo lo hice espiar a Peratta?
—No. Creen que fue Saldívar el que me contrató y además quieren que les diga eso: que fue Saldívar, para acusarlo de autor intelectual del asesinato. Es la verdad.
—Qué bien.
Una leve sonrisa se dibujó en su cara maltratada. Bajó el arma, se volvió a su mujer:
—¿Por qué lo trajiste?
La derecha de Etchenike fue de abajo hacia arriba y se estrelló en una de las pocas zonas no vendadas de la cara del ingeniero, que quedó sentado en el suelo.
—A mano —dijo el veterano.
—¿Por qué carajo lo trajiste? —repitió Müller incorporándose.
—Quería hablar con vos —dijo ella rapidito.
Etchenike no podía ver bien la cara de Diana, en la penumbra. No veía claro nada, en realidad.
—Hay cosas que me tenés que explicar, Müller —dijo tuteándolo con el derecho que le daban las piñas idas y devueltas.
Ricardo Müller se volvió hacia su mujer:
—¿Qué sabe?
—Sé lo que le contaste a ella —se cruzó el veterano.
—Ricardo… —comenzó a explicar ella.
—Te vieron entrar y salir del departamento de Peratta el día y a la hora del crimen, Müller.
—¿Quién?
—Uno que ya está muerto: el abogado de la oficina de al lado. Te vio entrar sin anteojos y salir con los anteojos puestos.
Ricardo Müller se llevó instintivamente la mano a la cara.
—¿Cómo puede saber que era yo? No me conoce. Además, usted mismo dice que está muerto.
Etchenike suspiró, se mató un mosquito más y dijo con mal disimulado fastidio:
—Müller, tu grado de estupidez es insuperable —lo acalló con un gesto—. No conozco caso de un sospechoso que haya hecho más que vos para llamar la atención. Sólo un par de casualidades que apuntaron hacia Peloso y la imbecilidad, comodidad y corrupción de la policía explican que no te hayan ido a buscar.
—Yo no fui.
—¿Y por qué actuaste todo el tiempo como si?
—No entiendo.
—La cuestión del coche, por ejemplo. ¿Quién andaba ese jueves?
—¿Qué coche?
Etchenike contuvo apenas su derecha:
—El de ustedes, el Volvo de ustedes, carajo… —dijo entre dientes.
—Andaba Ricardo —dijo ella.
—Bien. Está claro que fuiste vos y no Peloso, el Volvo de ustedes y no el de tu padre, Diana, ese que está ahí —señaló Etchenike en la semioscuridad—, el que estuvo esa tarde en el estacionamiento de la vuelta de lo de Peratta.
Se miraron, lo miraron a él, se volvieron a mirar. Recién entonces ella atinó a argumentar, a balbucir, como si tirara de una soga, levantara un peso interior:
—Bueno, pero eso no significa que…
—Claro que no. Pero es así —dijo Etchenike casi con vergüenza ajena, acaso a su pesar—. Uno es gris acerado y el otro verde claro y metalizado, los dos muy parecidos, casi iguales si no estás muy atento. El gallego se los confundió una vez. El gordo del estacionamiento no registró la chapa pero recordaba muy bien el coche raro, inusual, y cuando le mostraron el de Saldívar se ensartó, no se dio cuenta del cambio de color. Pero aunque la policía lo apretó, no consiguieron que reconociera a Peloso. Sólo dijo que el conductor iba sin anteojos cuando llegó y que tenía anteojos negros al irse. Otro más.
—Tampoco a mí me reconocería —dijo Müller.
—Hiciste lo posible para que no te reconozca ni tu madre, supongo.
—No entiendo.
—Es increíble tu capacidad para hacerte el boludo.
—Yo me voy —dijo Diana.
—Quedate —dijo Müller.
—Quedate —dijo Etchenike.
La retuvieron.
La situación era ridícula, con los tres discutiendo en la calle oscura, bajo los árboles agitados por aires inquietos de tormenta, sin levantar la voz y a las puertas de la casa de Saldívar:
—Te lo explico yo, Müller —prosiguió el veterano—. Se fueron la noche del jueves a Uruguay sabiendo lo que sabían y supongo que habrás pasado una Semana Santa de mierda esperando la noticia. Cuando saltó, recién el domingo, y se sospechó de Peloso, eso no te tranquilizó. Al contrario. Porque además de las otras evidencias, la pista firme que llevaba hasta Peloso era el Volvo. Y ahí te volviste loco.
—¿Yo? —dijo el ingeniero como si en realidad se lo preguntase—. Seguro, era para volverme loco con lo que me pasó. Y fue este hijo de puta.
—No te pasó nada que no quisieras, Müller.
—¿Qué quiere decir?
Etchenike se desentendió del ingeniero y le habló a Diana:
—Este imbécil sabía que tarde o temprano, cuando las pruebas contra Peloso se cayeran, iban a ir por él… Entonces, cuando vos te viniste, no se le ocurrió nada mejor que inventar un asalto, hacerse golpear para después tener el rostro tapado como ahora y dejarse robar el coche, hacerlo desaparecer… Es todo tan elemental que parece un chiste, nena.
Se produjo un breve silencio.
—No es… —comenzó Müller.
Diana se cruzó con la frase de la noche:
—La idea fue mía.
Etchenike miró al ingeniero, que levantó las cejas.
—No entendés, Julio —prosiguió Diana—. Cuando vimos cómo venía todo, Ricardo se puso muy paranoico. No se animaba a volver. Tenía miedo de que lo identificaran y de que reconocieran el auto, así que decidimos que lo mejor era armar algo. Que lo golpearan un poco —y acarició la cara de su marido— y que se llevaran el auto.
—Los Paisanitos no son gente discreta, Diana.
Ella miró a Müller, él miró a Etchenike:
—¿Los agarraron?
El veterano asintió:
—Y hablarán, si no hablaron ya. Va a ser muy fácil seguir la ruta del Volvo y del dinero con que les pagaron, un cheque de Saldívar que habrá firmado alguno de ustedes, ya veremos… Supongo que por eso los del taller de Morosoli se apuraron y soltaron el coche ni bien le cambiaron el color. Era lo convenido, ¿no?
Nadie dijo una palabra. Etchenike encendió un cigarrillo y sopló el primer humo contra los mosquitos que los acosaban por todas partes.
—Esta es la situación. Dejemos de lado por un momento, sobre todo con estos mierdas que joden tanto y no dejan pensar, la cuestión de si mataste a Peratta o no. Lo que queda claro es tu terrible paranoia, Müller. Si sos inocente, no fuiste a la policía a contar lo que sabías…
—No podía —se defendió—. Y Diana coincidió en eso.
—Pero tampoco le contaste todo a ella.
—Sí.
—Yo creo que no.
Diana había tomado leve distancia de su marido, medio paso atrás, no más que eso. Parecieron kilómetros. Él la miró esperando algo que no llegó.
—O ella no me contó todo lo que le dijiste… —concluyó Etchenike.
—¿Cómo puedo saber eso?
—Contale lo del arma que me dijiste a mí —dijo Diana y por un momento no estuvo claro a quién se dirigía.
—Yo no vi ningún arma —dijo el ingeniero con el arma en la mano—. Ésta la compré ayer en el mercado negro, en Montevideo.
Parecía tonto o lo hacía muy bien.
—La del crimen, no esa mierda —dijo Etchenike.
Müller agitó la cabeza:
—Nunca.
Diana se echó a llorar.
—¿Qué pasa? —dijo él.
—Me mentiste —dijo ella.
Ricardo Müller levantó el arma y la apoyó directamente en el pecho de Etchenike mientras el cielo tronaba, alevosa música incidental:
—¿Qué le dijo a Diana, hijo de puta? ¿Con qué le llenó la cabeza?
—¡Basta, Ricardo, no va a hacer nada, dejalo! ¡No lo mates a él también! —gritó ella sin dejar de llorar—. Estás loco.
—Pero qué decís.
—Me mentiste…
Diana retrocedía sin dejar de llorar, comenzaba a correr hacia la puerta de la quinta. Ricardo Müller vaciló:
—Diana…
Fue inmediato. El veterano aprovechó el momento en que la mano y el arma quedaron por un momento desguarnecidos de atención y sujetó a Müller por la muñeca, le retorció el brazo y se lo puso a la espalda.
—Dame eso, idiota —le dijo al oído.
El machucado ingeniero casi no se resistió. Mientras Etchenike lo obligaba a soltar el revólver y lo empujaba contra la pared él sólo miró cómo Diana entraba a la quinta, casi corriendo, llorando y sin volverse ni una vez.
—Fue él —dijo como para sí—. Fue él y ella no me cree.
Etchenike lo dio vuelta. Cara a cara, le puso el caño de su revólver en el cuello:
—Pedazo de pelotudo: me vas a decir la verdad y toda la verdad.
—Ella no me cree.
—Me importa tres carajos. Hablá, contámelo a mí.
Ricardo Müller se dejó caer, se fue deslizando hasta quedar sentado en el suelo, apoyado en la pared:
—¿Qué le dijo a Diana?
Etchenike se agachó para ponerse a su altura:
—El arma, Müller: agarraste el arma del Pájaro…
—No.
—Fuiste a reunirte con Peratta, discutieron, te sacó con algo que te dijo o te amenazó, y lo mataste…
—¡No!
—Saliste asustado, te pusiste los anteojos, pasaste a retirar el Volvo y fuiste a la cita con Diana. Pero el arma te quemaba en el bolsillo, tenías miedo de que ella sospechara. Entonces fuiste al baño y en el camino viste el canasto de los manteles sucios y tiraste el arma ahí…
—¡No! —y Ricardo Müller se revolvió para escapar.
Etchenike le puso la mano en el hombro y lo empujó hacia atrás.
—Volviste y para cuando llegó Diana ya habías armado un argumento. Y ella, no sé cómo, pero te creyó, tal vez porque era todo cierto menos lo principal. ¿No?
—¡No, no y no!
—¿Seguro?
—¡Basta! —el ingeniero se fue poniendo de pie—. Yo no lo maté, nunca vi el arma… Soy un imbécil, hice todo mal después pero lo de ese día fue así. Fue Peloso, Etchenike, y este hijo de puta lo mandó. Pero además, como el otro está muerto, me quiere involucrar. ¿Quién inventó lo de El Cisne? No quiere a nadie, él. Fue Saldívar el que me dijo que investigara a Peratta…
—Eso me gustó. Esa declaración me gustó…
Los dos se volvieron a la vez hacia la oscuridad.
—Buenas noches —dijo el inspector Macías dando un paso al frente—. Hace un par de meses que esperaba escuchar algunas de las frases que acabo de oír.
El Colorado tenía las manos clásicamente enterradas en los bolsillos de su saco arrugado. Las armas las empuñaban los dos policías de civil que lo escoltaban. Etchenike no sabía cuánto habían oído pero tampoco estaba dispuesto a preguntar:
—Inspector Macías, Ricardo Müller —los presentó formalmente.
—Macías a secas, hoy —dijo el Colorado jovialmente—. Era hora de vernos las caras, ingeniero… Aunque ya veo cómo se la han dejado los esbirros de su suegro. Gente desprolija.
Müller no llegó a decir nada pues el veterano se le cruzó:
—Es más complicado que eso, Macías.
—¿Sí? —con gesto amplio, el Colorado invitó a Etchenike y Müller a seguirlo—. Vamos acá nomás.
Y los arreó con firmeza y sin violencia de las inmediaciones de la puerta, se los llevó media cuadra hasta la esquina más lejana, bajo el foco y junto al discreto coche particular que lo trasladaba esa noche especial, intencionalmente fuera de toda regla.
—Para mí está muy claro —dijo cuando los ubicó frente a sí, auditorio privilegiado—. Este hijo de puta, como bien lo califica, según oí, el amigo Müller —y señaló la lejana claridad de la quinta—, los usó bien a todos. O al menos a ustedes dos: el yerno y el forro.
Por estrategia o falta de argumentos, nadie lo contradijo.
—Quién sabe con qué promesas —prosiguió— le encargó al yerno la vigilancia de su socio; el yerno, a su vez, contrató al forro, un investigador diplomado y bastante torpe para que lo siguiera y le simplificara la tarea. El tipo lo hizo, mal, como siempre, pero lo hizo. Después, el hijo de puta armó todo para que su brazo derecho, que tenía su propia motivación, liquidara a Peratta. Antes de que hablara se deshizo de él con la ayuda de algunos de mis compañeros uniformados. Pero no paró ahí: la quiso hacer completa y buscó la manera de acallar al yerno, incluso involucrarlo —y Macías señaló al absorto ingeniero.
El señalado asintió sin demasiado entusiasmo; no sabía bien cómo seguía eso. No era el único:
—No entiendo —dijo Etchenike, que nunca se había imaginado decir algo así ante la cátedra de Macías.
El Colorado pasó a usar las manos, parecía un profesor de origami a la hora de explicar los plegados finales, las patitas de la grulla:
—Primero lo mantuvo alejado, con una típica advertencia mafiosa —y ahí puso el dedito en alto—. Lo hizo cagar a palos por Los Paisanitos y le quitó el coche.
El veterano y Müller cruzaron miradas que no se podrían calificar de inteligencia, pero acordaron callar.
—Después se cebó: una vez que apareció el arma, montó el operativo para terminar de enterrar a Peloso.
—Esa versión de la Panamericana… —se reivindicó Etchenike.
—¿Sabías que cuando se recuperó el arma lo llamaron a Saldívar, a espaldas mías, y estuvo él a solas con ese chorrito…? El pendejo no había hablado hasta que este hijo de puta charló con él.
—Me extrañó que le devolvieran el arma como si nada. Pero bien que compraste esa versión —dijo el veterano resentido.
—Yo sabía que era falsa, pero me servía: nunca sabremos cuál es la verdadera, cómo llegó ese veintidós de Peloso al pibe. Saldívar les dio guita a los Cabeza para que el pendejo declarara eso… —Ahí Etchenike hizo un gesto: tenía algo que decir. Pero Macías no lo dejó—. Te vigilamos mientras hacías papelones con la hermana en la comisaría de Vicente López y en el supermercado… Seguro que a vos te habrán dado otra versión cualquiera.
Etchenike pensó en Zulema, en las reticencias de Zulema:
—Seguro —mintió sin asco.
—¿Te salió muy caro? Porque a este hijo de puta todo eso le va a salir carísimo.
Etchenike se encogió de hombros, alzó las manos. El Colorado pareció darse cuenta recién en ese momento de que el veterano tenía un arma en la mano.
—Dame eso.
Se la dio. Macías sopesó el pesado revólver, lo olió.
—Era de él —dijo Etchenike y marcó a Müller.
El Colorado señaló también al ingeniero:
—¿Es suyo?
Müller negó con la cabeza.
—No es mío. Lo compré en Uruguay, no lo usé.
—Porque no pudo.
—Todavía —completó el otro.
Macías lo miró un instante, como buscando qué hacer con Müller. No sabía o parecía que no. Se volvió a sus hombres:
—Llévenselo. Ténganlo ahí —y les pasó el revólver.
Como poner la comida en el congelador, pensó Etchenike divertido pese a todo.
—¿De qué te reís?
—De la situación. Estamos todos. Ni que hubiéramos programado un final a toda orquesta. Es demasiado.
Macías no le veía la gracia, ni siquiera estaba de acuerdo:
—No todos. ¿Dónde está ella? Cuando me llamaste de la confitería, que te lo agradezco, dijiste que venías con ella.
Etchenike suspiró, adoptó un tono acorde con los excesos de la situación:
—Ha vuelto al padre.
—¿Y sabe que estás acá, que el marido está acá…?
—Sabe todo, Colorado. Diana sabe todo —el veterano hizo el gesto de ponerse en camino—. Me cansé de los mosquitos y de esta situación ridícula. Voy a entrar a buscarla.
—Déjeme a mí… —propuso de lejos, fuera de tono y lugar, el desplazado Müller.
—Vos quedate ahí, pelotudo —lo paró Etchenike sin volverse.
Ahora el que sonrió fue Macías.
—Me lo merezco —le explicó el veterano mientras el cielo refucilaba—: vos no hubieras llegado hasta acá si no era por mí. Además, yo estoy invitado y ustedes no. Mejor escóndanse, va a llover.
Se acomodó el 38 y encaró hacia la única luz, media cuadra más allá.
Nadie lo detuvo. Acaso esperaban eso de él. Y él de algún modo lo sabía.
Lo primero que vio tras el portón abierto fue que el Volvo del Pájaro ya no estaba solo. Había otro coche que acababa de llegar. Un relámpago iluminó la placa de libre estacionamiento con la cruz roja pegada en la parte interior del parabrisas. El doctor Picabea pagaba dos pesos.
Ladró un perro que ya había ladrado antes. Volvió a ladrar, lejos. Etchenike se encogió en el pique cuidadoso, a tientas sobre el césped, pero igual las primeras gotas y la segunda serie de truenos lo alcanzaron justo cuando buscaba refugio bajo la visera de tejas con el farol sobre la sólida puerta doble de madera. No había timbre aparente ni garantías de cordial recepción esa noche para los de afuera, así que decidió soslayar la entrada oficial. Se quedó ahí, haciendo escala mientras la tormenta se decidía de una vez y él no, todavía.
Pasaron un par de minutos. Llovía con ganas. Se asomó a ambos costados con las solapas levantadas. La galería que, según recordaba, circundaba la casa, se abría en puertas y ventanas mudas y oscuras a unos metros de la entrada. Dio un par de saltos bajo la lluvia y se largó a recorrerla. La claridad permitía ver lo mínimo para no irse de boca. Al andar reconocía el acceso a los salones; repentinas claridades celestes iluminaban el interior ominoso de sombras a través de las ventanas de cortinas corridas. Llegó a un ángulo de la casa y dobló, fue probando puertas reticentes hasta que una cedió: supuso que no era la que habían usado todos, esos pocos que creía estaban adentro.
Abrió y se internó por un pasillo a oscuras. Al pasar vislumbró una arcada a su derecha y creyó reconocer, en el aire generoso y la frescura que sintió en la cara, el amplio ámbito donde había hecho el ridículo en compañía, comido torta y bailado la raspa el día de la fiesta. Dio unos pasos y un relámpago lo ayudó a confirmar, acaso recordar la distribución de las aberturas, las varias puertas. Eligió desde esas precarias certezas y tanteó hasta encontrar un picaporte.
Abrió apenas. Se asomó a la claridad de un pasillo. Una mujer joven de delantal celeste que venía con una bandeja redonda de aluminio vacía casi choca con él.
—No se asuste —y le sostuvo la bandeja vacilante—. No grite.
—¿Quién es?
—Un invitado a los postres.
La mujer no le creyó y abrió la boca.
Etchenike no le dio tiempo a decir algo; le puso una trompada terrible en la cara con la mano libre y la tiró contra la pared. Quedó ahí. La agarró de las axilas y la metió por la puerta abierta a sus espaldas en el cuarto oscuro del que venía. Lo cerró con llave.
Avanzó por el pasillo y con la bandeja en el sentido inverso del de la mujer, caminando hacia el lugar de donde ella venía. Dobló y había otra puerta. Apagó la luz y la abrió apenas, lo justo para espiar, filtrar el ojo que parpadeó ante la repentina claridad.
Era una habitación grande, un comedor antiguo con una mesa central. Y estaban ahí, el Pájaro y Diana sentados y enfrentados, Picabea de pie y de soslayo, los tres plantados como en un escenario, sólo para él.
—Es demasiado —decía en ese momento Saldívar, acaso al terminar un resumen que Etchenike se había perdido.
—Claro que es demasiado —acordó él por lo bajo y para sí, absolutamente convencido.