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Paula se dio cuenta de que había calculado mal la distancia. La imagen de san Blas, balanceándose sobre su trono, precediendo a las autoridades y a las fuerzas de orden público, se encontraba mucho más lejos de lo que había previsto. Para llegar cuanto antes a los guardias debía colarse entre los arcabuceros, meterse en la calzada y correr agachada para salvaguardar los tímpanos y evitar que le hicieran el pelo chamusquina. A la altura de la plaza Mayor, donde la barrera de espectadores perdía densidad ante el cortejo, se metió en plena guerrilla, aprovechando un intervalo entre una salva de truenos y la operación de carga de los trabucos. Sintió el picor de la pólvora en las fosas nasales, su ascensión hasta casi herirle el cerebro. Estornudó varias veces sin dejar de correr a ciegas, debido al escozor de los ojos; tropezó, cayó de rodillas y se alzó, para descubrir que la calle se estrechaba y no quedaba otro remedio que meterse de nuevo entre los espectadores de la acera y avanzar como pudiese. De este modo, al llegar a una encrucijada, descubrió a las dos mujeres, cargadas con sus maletas, ascender por una solitaria cuesta camino del barrio de La Peña. Se apoyó en la esquina. Aprovechó para tomar resuello, toser y tratar de expulsar el humo que le ardía en la garganta.

Por unos instantes, la turbación ante el dilema que se le planteaba la mantuvo inmóvil, agachada, sin dejar de mirar de reojo a la Merche y a la cubana. «¡Que se las arregle el Tito como pueda!», se dijo. La sudaca tenía una orden de búsqueda y captura. No podía perderle la pista bajo ningún concepto. ¿Acaso no era policía? Memeces: ¿a quién quería engañar? Lo que más deseaba era trincar a la puta de la Merche y hacerle saber que de ella no se reía nadie. Y menos una desgraciada a la que había protegido, primero del camello de su marido, después de las lenguas viperinas del pueblo, llenándole La Luna de clientes y su lecho de amor; haciendo que la respetaran y cubriendo su mierda de pasado con una capa de silencio. Ni Guardia Civil ni hostias. Ella se bastaba para capturar a la sospechosa y cantarle las cuarenta a su amante. Echó mano a la automática extrayéndola de la funda sobaquera. Pegándose a la pared, comenzó a caminar con cautela, con la pistola en la mano. ¿No iban moros y cristianos armados hasta los dientes? A ver quién coño se atrevía a decirle algo, a fijarse simplemente en su Bereta.

Cuando las dos mujeres doblaron hacia la derecha, perdiéndose en una solitaria calleja, Paula ya tenía en la cabeza el plano del lugar. Al menos el del itinerario que llevaba a casa de la Merche. El pasadizo que habían tomado, después otro callejón perpendicular con escalones y, al final, la corredera de la Ermita, uno de cuyos lados albergaba viviendas horadadas en la roca. En una de esas casas, Merche y ella se habían amado, a lo largo de una semana, hacía más de dos años.

Aunque trataba de no perder los nervios, al doblar la primera esquina estuvo a punto de echárseles encima. Se ocultó instintivamente en un portal. Escuchó el resuello de las dos mujeres. ¿Se estaban riendo? No. Por lo menos que no hubiese cachondeo. Las mataba allí mismo. Lo cierto es que no había concebido ningún plan y debía obrar con prudencia o con lógica. Ninguno de los dos posibles recursos lograba tranquilizarla. La prudencia era imposible: salirles al paso y fingir un encuentro casual le parecía una solemne imbecilidad. La lógica, tal y como estaba el patio, no le proporcionaba ninguna conclusión satisfactoria. Si la Merche andaba en compañía de Estrella, la ausencia de complicidad en lo que demonios anduviese metida esta última era del todo improbable.

Miró hacia el callejón y las vio entrar en la corredera de la Ermita, por donde transitaba un grupo de festeros que anunciaba el inicio de otro sector de algarabía. Metió la pistola en el bolsillo y avanzó unos metros hasta poder observar sin ser vista. Las dos mujeres se habían detenido, intercambiaron algunas palabras, se obsequiaron con un breve beso en los labios y Merche, cargando con todos los bultos, se dirigió hacia la izquierda mientras la cubana tomaba la dirección contraria.

Al llegar a la misma encrucijada, Paula supo que su amiga caminaba hacia su casa y Estrella, por las razones que fuesen, optaba por meterse en un tugurio llamado El Tumbaíto. Era lo mejor que le podía ocurrir; primero haría una visita a la amiga, luego ya vendría la segunda parte: cumplir con su deber.

A la cubana, antes de entrar en el tugurio, al echar una última mirada a su acompañante, no le gustó ni la facha ni las maneras de aquella tipa embutida en una cazadora de cuero que evidentemente seguía a Merche. No tardó más de unos segundos en saber de quién se trataba, antes de que un cristiano almogávar, borracho, con el arcabuz en bandolera, la cogiese por la cintura y le pusiese un vaso de whisky en los labios.

—Bebe, prenda, que estás más buena que el pan.