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Una tarde de invierno de mucho frío, junto al brasero, en un piso destartalado de Alicante —donde se cobija eternamente la primavera, según contó algún idiota—, mi madre me dijo:
—Cuando hace este helor que llega del mar y se mete en los huesos, a mí no me sale bien la tortilla y tú te equivocas en las cuentas. Todo lo que tienes de listo, lo tienes de vulnerable, chico: te pierden las circunstancias.
Mi madre debía creerse Ortega.
Y yo no sabía sobreponerme. No al frío —¡pobre mujer!—, sino a cuanto no comprendía: la soledad y la tristeza de aquellos años cincuenta que, a semejanza de una clueca tísica, empollaba niños miserables, enanos radioescuchas y futbolistas de asfalto y callejón. Y ahora me envolvía el frío más jodido de mi vida, junto a las circunstancias de un siglo XXI, en plenas y enloquecidas saturnales, lleno de descerebrados y estúpidos, enmarañando una simple suma de decimales, cuyos sumandos no sabía colocar correctamente. La trena, en última instancia, me había descolocado para siempre.
Recordé un tebeo, uno de aquellos cuadernos apaisados de la editorial Maga, no sé si de la serie «Apache» o de «Sigur, el vikingo». Se titulaba, de eso estoy seguro, La vorágine y era la primera vez que leía esa palabra, ilustrada por un torbellino de agua que arrastraba al héroe hacia las profundidades oceánicas.
La vorágine la empezó el gilipollas de la pasma que nos estaba aguardando tras la puerta del Constantinopla. Aunque tampoco hay que negar que el borde del Luciano, que debió pillar un tenedor de la mesa al llevarse consigo los polvorones, puso su granito de arena. El poli me echó la mano encima, yo arrojé al Luciano contra su corpachón y, antes de que pudiese abrirme paso entre los espectadores que miraban a los arcabuceros, mientras ambos caían al suelo entre el alborozo y la risa de la gente que debió creerles curdas, ¡pumba!, se escuchó un petardazo seco. ¡Cataplam! bramaron los arcabuces.
Al colarme entre la multitud y la humareda de pólvora a base de codazos y empellones, volví la vista atrás, escuché un grito que no era de alegría y se me quedó la imagen del Luciano alargando la mano del tenedor contra la jeta del poli. Un revuelo de cojones. Los comparsistas alzaron sus armas, bailando a los sones de Paquito, el Chocolatero. Un moro, al atravesar la calzada, me dio en la cabeza con el arcabuz. Se cagó en mis muertos y, trastabillando de dolor, fui a parar a la acera opuesta, donde la muchedumbre me acogió como a un niño indefenso que acabasen de sacar de un encierro de los Sanfermines.
—¡Pero, hombre, qué hace usted! —exclamó alguien.
—¿A quién se le ocurre? —masculló una señora.
—¡El forastero, coño, que se aparte del desfile que lo van a desgraciar! —advirtió el líder de una pandilla de treintañeros que olía a sangría y a berberechos de lata.
Me ayudó a sentarme en el alféizar de una ventana enrejada y luego me olvidó. Comprendí que se levantaba un abismo: una colosal vorágine, acústica y humana, entre mi acera y aquella en la que había quedado el loco del Luciano y el jodido poli. En un santiamén se había fraguado un torbellino, remedo de la Reconquista, utilizando las armas del sitio de Niebla y amenizado por un griterío que hubiera sido la envidia de Wagner para musicar el Infierno de Dante. Todavía hubo otra descarga de arcabuces antes de que me encaramase a la reja y otease el otro lado de la laguna Estigia: la puerta del Constantinopla. La mejilla del poli ensartada por el tenedor; su brazo, firme, descendiendo desde lo alto con la pistola en la mano hasta alcanzar la horizontal. Un fogonazo. Más gritos. Lo que había sido la cabeza del Luciano estallando como una granada vomitando sangre por la boca, tiñendo de rojo abrigos de pieles y melenas recién salidas de la peluquería. Y, de nuevo, el estribillo de Paquito, el Chocolatero. Risas y aplausos. Un grito histérico. Otro. Un breve paréntesis de silencio que hiela más que la noche y parece que va a enquistarse al otro lado de la calle, jodiendo la fiesta. Y de nuevo la música, con otro viejo pasodoble que entonan todos los treintañeros
No te puedo querer,
porque no sientes lo que yo siento.
No te puedo querer,
apártate de mis pensamientos.
y secunda la multitud.
No me queda más salida que la claraboya, como dijo Dick Turpin echando mano a su florete —otro chiste carcelario— y, con la espalda pegada a la pared, me voy acercando hasta la esquina más próxima que, casualmente, da a un callejón mal iluminado, ajeno al estruendo festero, donde brilla tan solo un letrero luminoso: Teatro Cervantes. Y acelero el paso para perderme en su oscuridad, dejando atrás la vorágine: el dolor del poli, la cabeza en flor del Luciano y los arcabuceros de los cojones.
Echo mano a la pipa, por si las moscas, y me adentro en la penumbra hasta dar con otra calleja perpendicular, pina, mal empedrada, que solo puede conducir al barrio alto del pueblo. Me apoyo en la esquina para filtrar, entre los dientes, el aire frío que me piden los pulmones y que ha convertido en hielo el agua de un antiguo abrevadero: «Ayuntamiento de Sax, 1945», reza la inscripción.
—¡Eh, Libros! —escucho unos diez metros atrás.
Me vuelvo empuñando la treinta y ocho.
—Tranqui, Libros, soy amigo. Me manda el Yayo.