2

No me resultó difícil dar con él: estaba acodado en la barra del pub Ardenti, en un rincón, ante un vaso medio lleno de vodka con tónica donde bailaban una fina rodaja de limón y un par de cubitos casi derretidos. Pasaban ya de las once de la noche y estaba bastante borracho. Poco a poco fui acercándome. Tenía los ojos irritados y los labios caídos, la barba de varios días y la pesadez de párpados propia de los ebrios. Reposaba en un taburete y apoyaba los dos brazos sobre la barra. Junto a su vaso descansaba un plato de panchitos a medio comer.

Soy un gran admirador de Chandler, aunque en ocasiones no logro comprender totalmente sus tramas. Me atrapa, en cambio, el ritmo lento y cadencioso de su prosa, las largas oraciones impropias de los anglosajones (¿será la traducción?) que se deslizan por las páginas de sus novelas como una serpiente, llenando todos los espacios, cubriendo cada grieta del papel, ocupándolo todo como un líquido vertido en un terreno seco y resquebrajado. Me hubiera gustado comenzar este relato imitando El largo adiós:

La primera vez que le eché la vista encima, en el interior del pub Ardenti, en la calle Castaños de Alicante, Jaime Barceló estaba borracho.

Pero hubiera falseado la realidad: no era la primera vez que lo veía (llevaba más de dos semanas siguiéndolo), y tampoco la primera vez que lo veía borracho.

Había recibido la llamada una tarde lluviosa, sobre el puente Eiffel de Gerona, a comienzos de enero.

—¿Luis? ¿Hablo con Luis? —Era una voz femenina y, bajo las palabras, se percibía el nerviosismo.

Desde luego no era mi verdadero nombre; pero a él había recurrido en múltiples ocasiones.

—¿Con quién hablo? —pregunté. Siempre cabía la posibilidad de que alguien se hubiera equivocado de número; pero algo me decía que no era así.

—¿Es usted Luis? —insistieron desde el otro extremo.

Aparté el móvil de mi oreja y contemplé la pantalla. La llamada provenía de una cabina telefónica. No había ninguna duda: era a mí a quien buscaban.

—Sí, soy Luis. ¿Con quién hablo?

—Necesito... —Dudaba. Escuché un cuchicheo en un segundo plano. La mujer consultaba con otra persona. Creí reconocer una voz más grave. Nunca me dirían sus nombres, al menos por teléfono—. Quiero que mate a mi marido.

Había sido directa. Noté un suspiro de alivio mientras esperaba mi respuesta.

—¿Cómo ha conseguido este número?

De nuevo los cuchicheos, las consultas. Oía la otra voz, pero no alcanzaba a entender lo que decía.

—¿Es necesario responder? —preguntó.

—No, señora, es simple curiosidad. Comprenderá que a este número no suele llamar mucha gente preguntando por Luis.

Silencio.

—Me lo dio un amigo.

—¿Qué amigo?

—Un amigo que lo consiguió a través de otro amigo.

—Entiendo.

No iba a insistir. ¿Para qué? Ella tenía mi número de teléfono y me había llamado. Ahora solo podíamos continuar con la transacción comercial. Di la tarifa de rigor.

—Conforme —respondió. Con ponerle un poco de imaginación alcanzaba a contemplar a su acompañante asentir con fuerza y convicción.

Luego les informé de las instrucciones para el pago por mi trabajo. La voz, al otro extremo, se había calmado. Hablábamos de negocios; los sentimientos eran ya secundarios. Le dije que trabajaba solo y sin prisa. Ella aceptó. Le expliqué que debía entregarme una serie de datos sobre la víctima. Me hizo saber que el trabajo se llevaría a cabo en Alicante. Le di un apartado de correos de Madrid donde tenía que remitir el dossier y un adelanto por las molestias: un tercio del importe final.

Unos días después recogí el sobre. Jaime Barceló era un pobre infeliz que, al parecer, no tenía ganas de divorciarse. Su mujer había conocido a otro, tal vez igual de infeliz, pero más novedoso. El tipo tenía cuarenta y cinco años y trabajaba como profesor de Literatura en un instituto de un pueblo de la montaña alicantina. Llevaba una vida de lo más monótona y rutinaria: trabajo y familia. No tenían hijos; tanto mejor. No es que no hubiera aceptado el trabajo, pero seguro que al apretar el gatillo me hubiera dolido por los pobres chiquillos. Mejor así.

El dossier —un par de folios escritos a ordenador que contenían los horarios y algunos datos de escaso interés— vino acompañado por una fotografía de la víctima. No me gusta llamarlos objetivos, es demasiado impersonal. La foto había sido tomada durante alguna celebración porque, al fondo, se apreciaba la silueta de otras personas e incluso, colgando del techo, algunos globos de colores. La esposa me refería las salidas y entradas del marido. No iba a matarlo en su pueblo. Convulsionaría demasiado a la gente. Seré un asesino, pero tengo mis sentimientos y entiendo que no hay razón para molestar más de lo necesario a nadie. Además, yo no tenía ni pajolera idea de dónde estaba Biar. De todos aquellos datos (fecha de nacimiento, horarios de trabajo, amistades, etc.) solo uno servía para mis propósitos: todos los viernes, después de las clases, el tipo conducía hasta Alicante y pasaba la tarde allí. A la vuelta, ya de noche, sería sencillo deshacerme de él y simular un accidente.

El primer viernes después de recibir la información lo seguí desde la puerta del instituto de Biar. Conducía un Renault Laguna blanco. Paró en un restaurante junto a una gasolinera, a la sombra del Maigmó, y comió. Como el local estaba lleno, conseguí sentarme a una distancia prudencial y ocultarme.

En Alicante aparcó el coche en el parking subterráneo de Alfonso el Sabio, y yo también. No fue difícil seguirlo en su paseo por la ciudad. Primero se dio una vuelta por El Corte Inglés, donde se paseó por la sección de libros y películas. Hojeó algunos —sobre todo en las mesas de novedades—, luego recorrió los pasillos donde se exponían los DVD. No compró nada, no habló con nadie, no preguntó nada.

Ya en la calle, cruzó la acera y se metió en un bar. Pidió un vodka con tónica que se bebió con considerable ligereza. Eran solo las cinco y media, y estaba a punto de anochecer.

La siguiente parada fue en Fnac. Otro vistazo a los libros y a las películas. Compró dos películas cuyos títulos no alcancé a distinguir. Fuera, frente al edificio de la Diputación, se tomó otro vodka con tónica en un pequeño bar. Eran casi las siete de la tarde.

Su rastro me llevó con paso firme, a pesar de las dos bebidas, hasta la librería 80 Mundos. Nuestro hombre era un cliente habitual, porque fue recibido con un estrechamiento de manos por un sujeto que salió desde detrás del mostrador. Tras los saludos, Barceló comenzó a recorrer los anaqueles y las diversas mesas colmadas de volúmenes. Entré y lo imité. Tardó casi media hora en decidirse a comprar. Durante ese tiempo preguntó y consultó con el dependiente que lo había saludado (quizás fuera el dueño). Al final se quedó dos libros de la editorial El Acantilado —uno de Zweig, cuyo título no alcancé a ver, y El mandarín de Queirós—: tenía buen gusto, aunque algo ecléctico, porque añadió al lote una novela policiaca de Fred Vargas en edición de bolsillo. A mí no me dio tiempo a comprar nada, y lo lamenté.

Estaban a punto de dar las ocho cuando salió de la librería (y yo tras él) con su compra. Parecía contento, porque silbaba una melodía que intentaba parecerse al Moon River de Desayuno con diamantes. La reconocí, a pesar de lo mal que sonaba, porque tengo buen oído: no es jactancia. Descendimos hacia la plaza de los Luceros y, cuando la sobrepasamos, continuamos hacia Doctor Gadea. Se detuvo ante la puerta de una pizzería, consultó el reloj y entró. Yo me apoyé en una palmera y contemplé cómo se sentaba en una mesa donde ya había otros dos individuos. Hice tiempo fumándome un cigarrillo. Barceló había depositado la bolsa de los libros encima de la mesa y los mostraba. Los otros los tomaban, los hojeaban. Los tres hablaban gesticulando exageradamente. Me decidí a entrar.

Se estaba caliente allí. Pedí una mesa junto a la de mi futura víctima y el camarero me preguntó si iba ya a cenar. Observé que el tipo y sus amigos consultaban la carta. Yo también iba a cenar, claro. No me alargaré más en la descripción de lo que sucedió aquella tarde y el resto de la noche. Los retazos de la conversación que escuché fueron suficientes para construir la «historia de los viernes». Barceló era un escritor frustrado, como sus dos acompañantes. Cada viernes se citaban para cenar y hablar de libros leídos y de libros que, quizás, nunca llegarían a escribir y, sobre todo, nunca conseguirían publicar. Daba un poco de pena escuchar sus comentarios lapidarios sobre obras grandiosas de la literatura, sus críticas a los autores que ya estaban en la cumbre, sus quejas y lamentos ante las editoriales que preferían memeces del calibre de El código Da Vinci antes que la buena literatura (la que ellos aseguraban escribir). Yo imaginaba a su abnegada esposa abriéndose de piernas bajo (o sobre) el amante mientras el cretino de su marido se lamentaba de los editores sin escrúpulos. No me negarán que aquello no resultaba patético. Desde el primer momento me uní anímicamente a su causa: yo no escribo (Dios me libre de ello, como de la policía), pero tampoco mi trabajo es reconocido; de hecho, su principal característica reside en el anonimato. Podía comprender la frustración de aquellos hombres.

Tras la cena se desplazaron a la calle Castaños, al pub Ardenti, donde los tres cofrades siguieron lamentándose, criticando, alabando y consolándose recíprocamente mientras trasegaban más de dos copas. La conversación se animaba porque, al parecer, Jaime Barceló colaboraba eventualmente con alguna reseña literaria en el diario de la provincia. Ante el periódico Información, los tres debatían sobre la conveniencia o no de los comentarios vertidos. Alrededor de la medianoche, se quedaba solo. Sus dos amigos abandonaban el pub sujetándose el uno al otro. Entonces, el profesor y frustrado escritor dejaba la mesa y se acodaba en la barra para tomarse un par de vodkas más.

La primera noche podía haberlo matado ya, cuando se dirigía tambaleándose hacia el parking mientras buscaba las llaves del coche, o en el momento en que, ya sentado y con el motor en marcha, bajaba las ventanillas y resoplaba. No me gusta precipitarme y, además, el tipo había comenzado a caerme bien. Pero, si no lo mataba yo, lo más seguro es que algún viernes por la noche se rompiese la cabeza contra algún árbol o se despeñase a la altura del Maigmó. Por eso debía hacer mi trabajo cuanto antes, no fuera que el alcohol y la carretera me impidiesen ganar un poco de pasta.

Una semana después comenzó este relato que habíamos dejado en la barra del pub Ardenti, mientras yo intentaba acercarme lo más posible a Barceló y él comía lentamente panchitos salados y bebía breves tragos de vodka con tónica.

—Hola. —No hay mejor presentación.

Me miró pero no respondió al saludo. Quizás no me había visto: sus ojos debían de estar cubiertos por un velo etílico.

—¿Qué tal?

Ahora sí pareció despertar y mirarme. Me había sentado y estaba acodado en la barra.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Si había querido ser agrio y arisco, no lo había logrado. Las palabras surgieron de una boca pastosa y el tono, lejos de atemorizar, movía a la risa. Todo el mundo sabe que a los borrachos nunca hay que tomarlos en serio.

—Me suena tu cara, creo que te he visto antes —le tuteaba porque tenía solo unos pocos años más que yo. Mis afirmaciones eran ciertas; pero él no sabía dónde había visto su rostro con anterioridad—. ¿No escribes en el periódico? Creo haber visto tu cara en el diario, ¿puede ser? —mentí.

No hay mejor sistema para congraciarte con un fracasado que hinchar su autoestima, darle unto a su vanidad. No erré el tiro.

—Escribo, sí —dijo sonriendo ya—. Pero mi foto no aparece en el periódico.

—Pues no sé, a mí me suena de algo tu cara. —Hice una pausa—. ¿Te importa si te acompaño? —No le di ocasión a negarse—. ¿Escribes?

Llamé al camarero y pedí una cerveza. Él apuró su vaso de un trago largo y pidió otro de lo mismo. Estaba tan borracho que a esas alturas ya le daría lo mismo. Me tendió la mano y dijo llamarse Jaime Barceló; mentí y me presenté como Luis. Entablamos conversación sobre libros y escritores. En unos minutos ya parecíamos amigos de toda la vida: ¡hay que ver lo que une la cultura! Mientras hablábamos tomé otra cerveza; y él, otro vodka. Las palabras surgían cada vez más lentas y trabadas. En ocasiones yo asentía, pero no sabía muy bien qué me había dicho. Tuvimos varios encontronazos porque yo debía negar y, en cambio, afirmaba (no había escuchado lo que él había preguntado), y viceversa; entre cofrades, las riñas son breves y terminan ahogadas en alcohol. Como regla general, procuro no simpatizar con los encargos de mis clientes: es mejor no arriesgarse a tener remordimientos. Sin embargo, Barceló me parecía un tipo tan insignificante, tan desvalido, tan patético, que no entendía muy bien por qué su esposa (y el amante de esta) habían decidido darle boleto. No me pagan para buscar explicaciones, sino para apretar el gatillo y solventar supuestos problemas. Eran casi las dos de la madrugada, y se lo hice saber.

—Tendré que irme a casa —dijo, o creo que entendí.

—Mañana es sábado, no hay que madrugar. —Cuanto más desiertas estuvieran las calles, mejor haría mi cometido.

—Tengo una cita.

—¿Una cita? —Salpimenté la cuestión con una entonación pícara, pero el pobre cretino ni siquiera la captó.

—Con Alfonso Abellán.

Incluso a través de su borrachera debió de advertir mi cara de sorpresa.

—¿No sabes quién es?

—Ni idea.

—¡Coño! ¿Un tío al que le gusta leer y no conoce a Alfonso Abellán?

Me encogí de hombros.

—Es crítico en el Información. —Llamó al camarero—. Oye, ¿tienes por ahí el periódico de ayer?

—Busca en ese montón. —Y se alejó para atender a otros clientes.

El tipo se puso a buscar entre los ejemplares que se amontonaban en un extremo de la barra. Seguía hablando:

—El tío con la pajarita, ¿no te suena? Es cojonudo, escribe de la hostia.

Al fin encontró el diario que buscaba (creo) y comenzó a pasar las hojas hasta que se detuvo en un suplemento cultural, en las páginas centrales. Me señaló una foto junto a un nombre y un artículo escrito a una columna. Había poca luz en el bar, pero alcancé a distinguir a un señor entrado en años, sonriente y medio estrangulado por una pajarita.

—Mañana he quedado con él —me dijo—, no lo he visto en mi vida, salvo en las fotos de sus artículos; pero llevamos hablando por teléfono más de cinco años, cada mes.

—Curioso. —No había una palabra más a propósito.

—Mañana por la tarde, después de comer, hemos quedado en Pinoso, nos veremos en su casa.

—¿Dónde?

—En un pueblo de aquí... Pinoso. Vive allí, en el campo.

Cerró el periódico y apuró el vaso. Me dijo que ya era hora de irse. Terminé mi cerveza y salimos juntos. Hacía frío y la llovizna era persistente y molesta. Caminamos —es un decir: él iba tambaleándose, mimbreándose como un junco— hacia el parking. Estaba tan borracho que no extrañó mi presencia ni la casualidad de tener el coche en el mismo aparcamiento. Tuve que sujetarlo un par de veces para que no se cayera como una marioneta a la que se le ha roto algún hilo.

Ya en el parking, ante la máquina que cobraba los tickets, tuve que ayudarle a introducir el importe por la ranura. Seguía hablando de libros y autores; yo le respondía con monosílabos y lo alentaba a continuar. Podía notar el peso de la pistola en el bolsillo interior de mi chaqueta. Lo seguiría con el coche y a la salida de Alicante lo obligaría a detenerse: bastaría con un tiro en la frente, lo volvería a cargar en el vehículo y lo estrellaría contra algún árbol, o lo dejaría caer por un terraplén, asegurándome de que el coche se quemase.

Pero muy pronto comprendí que Barceló no podría salir por su propio pie de Alicante en aquel estado; quizás no pudiese abandonar ni el parking. Estaba ya metiéndome en mi coche, había dejado la chaqueta en el asiento de atrás, y observaba cómo mi objetivo no atinaba a abrir su vehículo.

—Tendré que llevarte hasta tu casa —dije.

—Puedo conducir —afirmó.

—No, no puedes. Estás muy borracho.

—No vivo en Alicante.

—No importa.

Me dio las llaves y ocupó el asiento del acompañante.

Ya lo he dicho antes: el tipo me caía bien. Por supuesto, resultaba patético: con su más que incipiente calvicie, sus ojos hinchados e irritados y soltando una sarta de tópicos sobre la literatura y sus creadores. No era degustador de poesía, por suerte, porque, de serlo, lo hubiera liquidado en ese momento.

—Coetzee... Ese sí es grande, el hijo de puta —dijo.

—¿Te gusta?

—Es cojonudo. ¿Tú has leído Desgracia?

—Sí.

—¿Y?

—Y nada..., ni fu ni fa. —No tenía necesidad de mentir. A pesar de la oscuridad que reinaba en el interior del coche, pude sentir su mirada de indignidad. Podía mirarme como le viniese en gana: dentro de unos minutos estaría muerto—. Lo que no consigo todavía explicarme es cómo pudieron darle el Nobel a un tipo que solo llevaba escritas diez novelas. Cosa de política, seguro.

—Porque son rematadamente buenas, ¡joder!

Imaginé que la proliferación de palabras malsonantes se debía al alcohol. A mí, la verdad, Coetzee nunca me había parecido nada del otro mundo. Claro que yo no era más que un asesino y no entendía de literatura; solo era un tipo que compraba y leía novelas según el tiempo de que disponía en cada desplazamiento. Tren Valencia-Madrid: algo ligero como Seda de Baricco o La leyenda del Santo Bebedor de Roth, por ejemplo. Vuelo Madrid-Londres: El capitán y el enemigo de Greene. Vuelo París-Chicago, con escala en Washington: Bartleby y compañía de Vila-Matas y menos de un centenar de páginas de El incidente del perro a medianoche, que no terminé porque me pareció una gilipollez como la copa de un pino y que dejé en el asiento del avión. De esta guisa elegía mis lecturas: tampoco hacía daño a nadie.

—Coetzee es un genio, te lo digo yo —continuaba exaltado, emocionado.

—¿Por qué? —Antes de matarlo tenía la oportunidad de que un crítico literario (aunque mediocre) me explicara los logros de Coetzee, que yo no advertía por ninguna parte: oportunidades así no se presentan siempre.

—Las historias que cuenta y cómo las cuenta... —Hizo una pausa. No sé por qué, pero supe que no encontraría palabras para explicar la supuesta genialidad del sudafricano. Siempre sucede así: algo nos entusiasma sin razón aparente; no hay datos objetivos para nuestras preferencias. En mi caso, por ejemplo, no sabría explicar muy bien la razón por la que siempre he preferido el tiro en la frente al disparo en la nuca; simplemente optamos por algo, y ya está.

Durante unos segundos reinó el silencio. Salíamos ya de San Vicente, pasaban pocos minutos de las tres de la madrugada. Cuando definitivamente perdiésemos de vista las luces de la ciudad, lo mataría.

—¿Has leído Desgracia? —continuó.

—Sí. —Ya me lo había preguntado y yo ya le había respondido. Es lo que suele pasar con los borrachos: al final resultan pesados.

—Pues esa es la gran novela del siglo XXI. Te lo digo yo.

«... Que estuve en Mallorca», pensé rememorando una antigua canción. En fin, hay que joderse, lo que hay que oír: si Desgracia es la gran novela de este siglo, ¡vaya mierda de literatura nos espera! Ojalá mi acompañante se equivocara.

—¿Te gustó el El último encuentro de Sándor Márai? —pregunté.

Iniciábamos las primeras cuestas del Maigmó. Estábamos solos en la carretera. Barceló no había respondido a mi pregunta: tenía los ojos medio cerrados y su cuerpo se inclinaba peligrosamente hacia delante. Se había dormido. Era el momento. Levanté el pie del acelerador y el coche sufrió una breve sacudida al aminorar la velocidad.

—¿Qué pasa? ¿Por qué estás frenando?

No estaba dormido.

—Creí que te habías dormido.

—No, solo pensaba. —Hizo una pausa. Opté por volver a acelerar y el coche, con un mínimo brinco, recuperó la velocidad—. ¿Y a ti? ¿Te gusta Márai?

—No lo sé. Solo he leído El último encuentro.

—¿Y qué te pareció?

—He sido yo quien te lo ha preguntado —dije.

¡Y entonces me di cuenta de que no tenía la pistola! La había dejado en la chaqueta, y esta dormía en el coche, en el aparcamiento de Alfonso el Sabio. Tendría que improvisar: no sería la primera vez. Era absurdo regresar a Alicante; Barceló, que ya no estaba tan borracho, sospecharía. Esto es lo que suele pasar cuando me pongo a hablar con alguien: pierdo el rumbo. Claro que un individuo como yo, que no tiene vida social ninguna, ha de aprovechar todas las oportunidades. Decidí detener el coche en la cuneta, en un camino rural.

—¿Por qué paramos?

—Estoy cansado —dije—. No me has dicho si te gusta o no te gusta El último encuentro.

Detuve el coche y apagué las luces. Mi acompañante no se alteró ni lo más mínimo: nunca pensé que una excusa tan absurda fuera tan efectiva; también él estaría muy cansado.

—No me gusta —dijo al fin—, ¿y a ti?

—Tampoco. Me parece que el argumento es muy pobre para alargarlo doscientas páginas.

—¡Eres el primer tío que me dice que no le gusta esa novela! Creí que era un bicho raro. A mí también me parecen unas alforjas demasiado cargadas para un viaje tan corto. Chesterton hubiera escrito un relato cojonudo con menos...

—De hecho ya escribió más de uno.

Calló. A pesar de la oscuridad, noté que cerraba los ojos. Se estaba durmiendo. Era el momento de hacerlo salir del coche con una excusa absurda y romperle la cabeza con una piedra. Seguía lloviendo. No caía con fuerza, pero era como un murmullo húmedo que terminaba mojándolo todo, calabobos lo llamábamos en mi tierra. Lo cierto es que tampoco a mí me apetecía salir del coche, que todavía estaba calentito. ¿Y qué hacer luego con el cadáver? ¿Y con el vehículo? Sobre todo si uno está sin chaqueta y a setecientos metros sobre el nivel del mar, en pleno invierno y bajo la lluvia.