26
Paula marcó en el ábaco su quinta carambola consecutiva mientras Tito, más encandilado por las posturas provocativas de su cuerpo que por su juego, estaba a punto de tener una erección. El reloj de Coca-Cola de La Luna señalaba las siete y media de la tarde y se hacía la hora de ir a cenar. A las dos había terminado su turno y habían quedado en verse después de comer; el dichoso lío de Reata y de Biar los mantenía en vilo.
Se encontraban solos en el local, los parroquianos de diario llegarían más tarde, tras la cena. La Merche, desde la barra, ordenando los vasos que extraía del lavavajillas, no quitaba ojo a la pareja y, de cuando en cuando, sonreía, imaginando su conversación.
—Esta la voy a hacer de espaldas, a la remanguillé —dijo la sargento colocando el taco por encima de su trasero e inclinándose sobre el tapete verde, guardando milagrosamente el equilibrio con sus talones.
Tito se le acercó.
—Así, como estás ahora —le hablaba al oído, muy quedamente—, te la estaría clavando toda la tarde.
Paula, a causa de una estruendosa carcajada, cayó de espaldas sobre la mesa, soltó el taco y desbarató la jugada.
—Se lo voy a contar a Marieta en cuanto la vea —atacó Paula sin poder poner freno a la risa.
—Y yo también —respondió Tito uniéndose al jolgorio.
La entrada del sargento Cuerdas con un número de los civiles interrumpió la conversación. Los agentes del orden se saludaron, en la distancia, con un leve gesto de la mano.
—¡La jodida de la Merche! —dijo Tito en voz baja a Paula—. A esos no les cobra nunca el café y a nosotros hasta los mondadientes.
—Siempre ha habido clases, Tito.
—¿Clases? Eso es el miedo inconsciente, ancestral, que tiene el pueblo a la Benemérita. Y no es cuestión del franquismo de los cojones ni de la guerra. ¡Quiá! La cosa viene de mucho antes. Estoy por decirte que en la época de Tartessos ya estaban estos aquí gorroneando.
Paula se quedó observando fijamente a su compañero.
—Recuérdame que te diga una cosa luego, cuando vayamos para casa.
Guardaron los tacos y colocaron las tizas en el casillero. Mientras Paula entraba al lavabo, Tito se limitó a limpiarse los dedos en las culeras de sus vaqueros y pagó a la Merche las dos cervezas.
—¿Alguna novedad, sargento? —preguntó a Cuerdas, por decir algo.
Este negó con la cabeza mientras sorbía su café caliente. Se pasó una servilleta de papel por los labios y, cuando la Merche entró discretamente en la cocina, murmuró:
—Tan solo lo de Biar. ¿Están al corriente?
—Desde luego.
—Pues eso es todo, que sepamos. A nosotros nos han mandado peinar el vecindario rural. Pero nadie sabe ni ha visto nada. Y no creo que sea por miedo, ya me entiende. —Sin saber muy bien la razón, siempre se trataban de usted—. Sospecho que los asesinaron a la hora de comer, más o menos; lo digo porque esa era una de las preguntas que venía en el cuestionario que nos mandaron. Y claro, lloviendo, como estaba a esas horas, ¿quién podía ir por ahí?
—A lo mejor es cosa de los rusos.
—Sí, o de los serbios. Paramilitares de esos que están ocupando silenciosamente este país. Se les fue la mano y la liaron.
Paula, que había salido del aseo, se sumó al grupo.
—Se le saluda, sargento.
El aludido hizo un gesto con la cabeza.
—¿Qué, nos vamos? —preguntó a Tito.
Salieron del bar subiéndose las solapas de sus cazadoras para resguardarse de las ráfagas secas de frío que bajaban de la sierra del Carche.
—A ese no le hagas ni caso —dijo Paula mientras caminaban por la acera, arrimándose mucho a las fachadas para evitar el viento helado—. El tío miente más que respira.
Tito Lozano dio un respingo.
—¿De qué estás hablando?
La sargento sonrió.
—Esta mañana eras tú quien fardaba de tener información recién salida del horno. Ahora soy yo la que te está pisando la guitarra. —Se detuvieron junto a la fachada de la CAM. A Paula no le gustaba caminar y hablar al mismo tiempo—. Tienen ya un sospechoso sin identificar. Un tipo desconocido que el sábado caminaba solo por la carretera, bajo la lluvia, hacia Reata. Solo y sin paraguas. Según han podido averiguar por las declaraciones de algunos testigos, el individuo no parecía un vagabundo, pero tampoco un marqués. Lo sé por Ana, la de Roque Lobatón. Salió de la casa para llevar la ropa a la lavadora, en el garaje, cuando vio al tipo. Más cerca de los sesenta que de los cincuenta; uno sesenta y cinco de altura, más o menos; ancho de espaldas; sin embargo, no pudo verle la cara porque andaba ya subiendo la cuesta. Le llamó la atención porque el individuo parecía ir hablando solo y no hacía el más mínimo esfuerzo por guarecerse de la lluvia bajo un árbol o en cualquier porche.
El guardia invirtió unos segundos en aprehender la información y sumarla a lo que ya sabía. No le gustó el resultado: lejos de clarificar las cosas, las enturbiaba más. Recordó las palabras de su amiga unos minutos antes, en el bar.
—¿Eso es lo que me querías decir ahí dentro? —preguntó.
—No. Es otra cosa. Te pago la última: una caña en el bar del mercado, allí podremos hablar tranquilos.
Entraron en el edificio circular que ocupaba el centro de la plaza de Colón y pidieron dos cervezas a Jesús, el dueño del bar, que atendía a otros parroquianos. Se sentaron alrededor de una de las muchas mesas vacías, pegadas a la pared.
—Te noto preocupada —dijo Tito.
—Estoy preocupada. La otra noche hice una tontería. Bueno, creo que hice dos tonterías.
El policía guardó silencio.
—La primera no debía contártela: fue una gilipollez. Me enrollé un rato con Elenita Molina. Punto en boca. No me gustaría que se enterase la Merche, porque supuestamente tenía que haber ido a su casa. Le dije que tuvimos una reunión urgente por lo de los muertos. ¿Tú me cubres?
—¡Coño! No vas a dejar a una viva. Cuéntame el truco.
—No estoy para bromas, Tito. Estoy muy cabreada conmigo misma. Pero en fin: hecho está y ya no hay vuelta atrás. La segunda es que esa noche, me parece a mí, no cumplí con mi deber por culpa de esa pájara. Debí haber trincado al Florito y llamarte para haberle hecho un careo.
—¿Al Florito?
—Sí. Me lo encontré en La Luna y tuvimos unas palabras amistosas. Tuve una conversación con él y me la acabas de recordar cuando, en La Luna, has dicho esa frase sobre la Guardia Civil.
—¿Qué frase?
—No lo sé. Una cosa que no sonaba a ti, para nada: lo del miedo ancestral o algo parecido.
—Pues es de un servidor. ¿O crees que soy analfabeto? —Estaba molesto por la insinuación.
—Sé que no lo eres. Pero aun así no parecía cosa tuya. Eso es todo.
—¿Y qué tiene que ver lo que yo he dicho hace un momento con el Florito?
—Tampoco lo sé a ciencia cierta. Es una intuición. El Florito dijo dos o tres frases en latín.
Tito, que en ese momento estaba dando un sorbo a su cerveza, a punto estuvo de escupirla.
—¿En latín?
—Sí, unos topicazos, frases hechas, cosas que no me extrañarían en la boca de otra persona. Pero me mosquearon en la del inepto de mi primo. Sabía, por ejemplo, quién era Virgilio.
—¿Y quién coño es el tal Virgilio?
—¿Te das cuenta? Eso es lo que quiero decir. Y, además, hay otra cosa. Cuando se largaba, con dos cubatas de más en el cuerpo, se me acercó con disimulo y me hizo entender que sabía algo sobre el asunto de Reata.
—¿Y...?
—¿Y? ¡Pues que me fui con Elenita!
—La cagaste.
—Ya lo sé. Por eso estoy mal y por eso te lo cuento.
Un momento de silencio en el que los dos aprovecharon para tomar otro sorbo de sus cervezas. Tito miró a través del ventanal. Ana, la de Tomás Fiambre, sacaba la bolsa de basura y la dejaba junto al portal. «Muy pronto —pensó el policía— los gatos la van a despanzurrar y luego la calle apestará toda la semana.»
—¿Creíste al Florito? —preguntó—. A él siempre le gustó mucho fardar y hacerse el interesante.
—Pues lo creí, Tito; por eso estoy peor. Y cada vez que lo pienso, más enferma me pongo. El Florito soltando latinajos nada más salir de chirona: no me cuadra. Después me insinúa que sabe algo. ¿Con quién estuvo el Florito año y pico en la trena?
—Eso puede tener remedio.
Paula no respondió inmediatamente. Terminó la cerveza y se entretuvo pasando los dedos por el círculo húmedo que el vaso había dibujado en la mesa de mármol. Levantó la cabeza y miró fijamente a su subordinado.
—¿Cuándo quieres que le hagamos una visita al hospital? —preguntó al fin.
Tito miró su reloj, bebió de un trago la media cerveza que le quedaba y sacó el móvil.
—¿A quién llamas ahora?
—A mi mujer. Que no me espere a cenar. Vamos a Elda ya, cagando leches porque, si no me quito el reconcomio esta noche, no voy a poder dormir.