5
—¿Has odiado a alguien sin llegar a conocerle? ¿Odiarle hasta el punto de desear verle muerto a tus pies, destripado, con el miedo dibujado en sus ojos, abiertos como platos?
El tipo, asido al volante, se limitó a girar la cabeza unos segundos para observarme. Esbozó una sonrisa que parecía decir «menuda pieza». Ni caso, como si no me hubiera percatado de su actitud elitista y canalla. Me importaba una mierda, la verdad.
—Yo sí, yo he odiado así. Durante quince años estuve deseando acabar con él.
—¿Me enciendes un cigarro? Están ahí, en la guantera —dijo.
—Quince años pensando en el puto individuo. Día y noche. Y en el trullo las noches son muy largas. ¿Y sabes por qué fui a dar con los huesos en la trena? ¿Lo sabes? ¿Lo adivinas?
—Oye —dijo el hombre echando una calada profunda al cigarrillo, expeliendo el humo por la nariz—, no hace falta que me cuentes nada. Yo te llevo hasta Monóvar, te dejo allí y eso es todo. ¿De acuerdo?
—¿No quieres saberlo, eh, listillo?
—No. Y no me llames listillo.
—Está bien —le dije. Punto en boca.
Había anochecido antes de dejar la casa y llovía con fuerza. El continuo oscilar del limpiaparabrisas me estaba mareando y, a pesar de la calefacción, empecé a sentir frío. Debí coger el anorak del difunto o una gorra, o un chubasquero, algo mejor que esta chaqueta cochambrosa. Te encuentras con el fiambre de un tío, te enseñoreas de su casa, la pones patas arriba para simular un robo y, luego, arramblas solo con la pistola y con el jodido móvil del individuo. A eso lo llamo yo hacer el gilipollas, con todas y cada una de las letras: gi-li-po-llas. Pero eso es lo que soy y no hay que darle más vueltas: un gilipollas. Aquí el menda que conduce, por lo menos, se quedó con ciento cincuenta euros del bolsillo del muerto y cargó con algunos recuerdos: el televisor de plasma, el vídeo, una maleta con muchos DVD. Calderilla de mercadillo o para el ajuar de casa o, quién sabe, quizás un obsequio para la parienta, porque hay que tenerla contenta siempre. Aunque lo dudo. No veo yo a este chalaneando en un rastro. Tiene algo de clase. Pero no es muy listo. Al menos no tanto como se cree. Puestos a citar buenos «polars», ahí tenía al Jim Thompson para marcarse un farde, al Boris Vian escupiendo sobre las tumbas. ¡Menudo escupitajo le solté yo al tal Alfonso Abellán antes de dejarle caer en el agujero!
¿De dónde habrá salido este prenda con su muerto a cuestas?
—Tampoco tiene que parecer esto un velatorio —dijo aplastando la colilla en el cenicero.
—¿Un velatorio? —Me entró la risa. El tipo soltó también una carcajada mientras le miraba con guasa—. ¿Y de dónde coño venimos, eh?
—A partir de ahora de ningún sitio. —Volvió a ponerse serio. Tenía unos cambios de carácter muy bruscos—. Tú y yo no venimos de ninguna parte. De hecho, no nos conocemos. ¿Me has visto alguna vez?
—No.
—Pues eso.
En el fondo tenía razón. «Pues tanto mejor, membrillo —me dije—, tanto mejor.»
—Si quieres hablamos del tiempo, como los ingleses. Yo soy Anthony Hopkins, un estirado profesor de Oxford, y tú sir Alec Guinnes, un poeta filósofo de Cambridge —me dije para volver a retomar la cháchara intelectual.
Pero el jodido no me respondió y continuó con la mirada fija en el agua que brillaba y corría por el asfalto, reflejándose en las luces de los escasos automóviles que pasaban por la carretera: cuatro gatos cada dos o tres kilómetros. De hecho, dado el escaso tráfico de la tarde, podía fingir que tenía ganas de echar una meada, bajar del coche, quitarle el seguro a la pipa y pegarle un tiro al menda este sin que se enterase ni Dios. Y a otra cosa, mariposa. Al menos habría matado a alguien esta perra tarde y tendría un buen pretexto para comerme el marrón cuando se descubriese el pastel. Pero no. El Socio me estaba cargando, aunque no lo suficiente; nada comparado con el odio que sentí hacia Alfonso Abellán. Nada igual al odio que me hizo estallar contra Carlos de Arce aquella mañana, hace ya quince años, cuando se me revolvieron las tripas, me puse ciego y le machaqué el cráneo con aquella bola de cristal, recuerdo de París, hasta salpicarme la camisa, la cara, los zapatos. Y los calzoncillos. ¿Cómo mierda fueron a parar a los calzoncillos aquellas salpicaduras de su cerebro sin manchar siquiera los pantalones? Misterios de la vida: están las pirámides de Egipto, las piedras aquellas de no sé qué coño de sitio de Inglaterra y los sesos manchando mis calzoncillos sin ensuciar los pantalones. ¡Hay que joderse! Eso mismo dijo el mamonazo de Carlos cuando le pregunté con qué mimbres había llegado a la dirección del Banco Altamira, siendo un zoquete en el colegio, mientras el menda lerenda, «cuadro de honor», pescuezo preferido de las caricias del padre Ridruejo, se encontraba en el paro, con la madre enferma, suplicándole un puesto de conserje en su digno establecimiento, un mísero empleo de encargado para sacar los perros y los gatos a mear. «Misterios de la vida», me soltó el tío. Y encima se rio y puso esa cara de capullo que ponía ya en el colegio —no la había cambiado. Total, ¿para qué?—. Y me puso los mil duros encima de la mesa, a cámara lenta, sin dejar de sonreír como un cardenal, al lado justo de aquella horterada de bola de cristal. No me explico cómo no se rajó. Debió llenarse de nieve. La bola, digo. Por fuera, de sangre, al igual que la mesa y la foto de su señora, las paredes, la moqueta, la mañana pintada en la cristalera de su ventana y el rostro de la tía aquella, la secretaria, que irrumpió como si fuera una fan histérica de Julio Iglesias. Y tres o cuatro chupatintas. Hasta el segurata..., otro cantamañanas que cobró su parte. Tenía un ojo a la funerala y le habían pespuntado el labio por cuatro sitios cuando entró a declarar, por morse, a la comisaría. Me endosaron treinta años de chirona que se quedaron en quince.
¡Madre de Dios, cómo odiaba a Carlitos! Pero no fue un odio súbito, irracional, un pronto. Qué va, todo lo contrario: se había ido cociendo a lo largo de la vida en el puchero de mi sesera y lo mismo le hubiese matado de darme ese empleo de conserje. Venía de lejos. De la clara conciencia que siempre tuve acerca de su estupidez, de que era un mierda y un baboso, un energúmeno que no tenía derecho a la vida. Unos odian a los animales; otros, a su suegra, a las películas de Woody Allen, a su mujer, a los ciclistas que se pasan (casi todos) por el forro de los huevos las señales de tráfico, a un vecino que no saluda en el ascensor, al tipo del tiempo de la tele que anuncia un pedrisco con la sonrisa en la boca. Yo siempre he odiado a los mierdas y a los prepotentes, a los que se instalan confortablemente en la vida para mirar por encima del hombro a los demás. A los capullos con suerte. Por eso odiaba tanto a Alfonso Abellán.
—Cuatro kilómetros para Monóvar —informó el Socio.
—Me dejas en un bar.
—¿No ibas a coger un autobús?
—Lo he pensado mejor, párame en un bar. Después ya veré lo que hago.
Hubo una pausa: la lluvia, el baile del limpiaparabrisas, las luces abriendo la noche.
—No me gusta la idea —insistió el tipo.
—Me importa un pijo lo que te guste o te deje de gustar. Tú me dejas en un bar... y santas pascuas. Si te he visto, no me acuerdo.
—No me gusta dar consejos. —Seguía sin mirarme, con la vista fija en la carretera mojada y los coches que venían hacia nosotros—. Y ya eres mayorcito para saber qué debes hacer, pero yo que tú me largaría de aquí todo lo lejos que pudiese.
—No te inquietes, sé cuidarme solo.
—Preferiría llevarte hasta la estación de Elda y que cogieses cualquier autobús o un tren. A lo mejor, con un poco de suerte, en tres o cuatro horas estabas en la otra punta de España.
—Y yo preferiría que cerrases esa bocaza. ¿No habías dicho que no te gustaba dar consejos? Pues eso.
Estuvimos un rato en silencio. Con disimulo introduje la mano en el bolsillo de mi chaqueta buscando la pipa, pero lo que encontré fue el móvil del muerto. La pipa estaba en el asiento, entre mis piernas; no me acordaba. El Socio la miró de reojo en ese instante y debió de pensar que yo era un novato. Se hizo el longuis y continuó con la vista puesta en la carretera.
—Era un chivato y por eso le metiste el cañón en la boca y apretaste el gatillo. Fue por eso, ¿verdad?
—Yo no he dicho que fuese un chivato. Si acaso un bocazas, como tú.
—¿No lo cogerías durmiendo?
—Estaba despierto. Trasteando bajo el ordenador, liado con los cables de Dios.
—Lo cogiste por la espalda.
—Lo llamé por su nombre: «¡Alfonso Abellán!», le grité. Se volvió y se quedó de piedra al ver la pistola. Farfulló algo. Le dije lo que había ido expresamente a decirle: que era un escritorzuelo de medio pelo, un cobarde que abusaba de su posición y disfrutaba humillando a la gente. Que le había llegado su hora. Entonces le metí el tubo en la boca y ¡pumba!
—¿Le dijiste quién eras?
—Eso y algo más.
—Vaya —meditó el Socio—, para ser un artista celoso, eres algo raro.
—No soy un artista.
—Me lo hiciste creer con tus pamplinas literarias.
—Me limité a seguirte el rollo. —El tío me estaba resultando ya cargante—. Un rollo muy pueril, por cierto. No tienes ni puta idea de nada.
—Y tú eres el sabio Salomón, ¿no?
Que te den. En ese momento no tenía ganas de hablar. Estaba dispuesto a contarte algo, a darte una pista para que pudieses aprender sobre la condición humana, sobre cómo son los demás —yo, en concreto—, sobre lo frágil que puede ser la vida de un individuo, por muy seguro que se encuentre, si a otro se le mete en la cabeza que ya respiró bastante. Pero ya no tenía ningún deseo de dar más explicaciones, entre otras cosas porque comenzaba a dolerme la cabeza y las sorpresas del día me estaban ofuscando. Además, en ningún momento había pretendido contarle al Socio la verdad del asunto. Lo fácil, lo extraño que había resultado todo. ¿Tendría que haberlo hecho? Decididamente, no. Todo, desde el principio hasta el final, resultaba kafkiano, como sacado adrede de una mala película o de una novelucha. Y, la verdad, podría mosquearle. Tal vez, incluso, tratase de matarme y entonces tendría que ser yo el que le dejase tieso de un disparo, aquí, bajo la lluvia, pretextando una meada, como había pensado. Lo peor de todo es que todavía no odiaba lo suficiente al Socio. Y eso era lo más extraño, porque el odio lo tenía en la boca del estómago, como un gato dispuesto a saltar sobre un gorrión. Pero era un gato congelado en posición de ataque, sólido como un corte de digestión que aguarda el alivio del vómito o la diarrea y que estaba yendo del frío anterior a un calor peligroso, nauseabundo.
—Si te encuentras mal podemos parar —dejó caer.
Afirmé con la cabeza. El Socio frenó casi en seco y eché mano a la pipa guardándola en el bolsillo, al tiempo que descendía del coche y me alejaba unos metros para echar el felino, convertido en una mezcla de salvia y bilis, sobre los charcos de la cuneta. Fue al entrar de nuevo al vehículo cuando, de pronto, el teléfono del muerto se puso a sonar con el himno del Real Madrid.
—No lo toques —dijo el Socio.
«¡Hala Madrid! ¡Hala Madrid!...»
—No pensaba hacerlo.
—Déjalo sonar.
—Eso hago.
Nos quedamos un rato en silencio escuchando la melodía del aparato hasta que cesó. Durante ese tiempo, hubiese dado mil euros por saber qué pasaba por la cabeza de mi compañero de viaje que, aferrado al volante, miraba fijo, sin pestañear, hacia la oscuridad de la carretera.
—¿Estás mejor?
Asentí con fuerza.
—Te han dejado un mensaje de voz —insistió.
—Ya.
El Socio arrancó el coche y apagó los limpiaparabrisas. Había dejado de llover cuando se vieron las luces de Monóvar; pero el frío seguía siendo intenso.
—¿No piensas abrir el mensaje?
—No.
—¿Por qué no destrozas el aparato y vas echando las piezas por la ventanilla?
—Tal vez luego, cuando me aburra y quiera darle alpiste a los gorriones.
—Eso es una prueba, tío.
¿Una prueba de qué? ¿De homicidio? ¿De homicidio, allanamiento de morada y robo? ¡Y una mierda! Era una prueba, pero a esas alturas de la tarde no sabía exactamente de qué. Posiblemente de todo. Pero no era la única.
A las diez de la mañana había subido al autobús en Alicante. A las once y cuarto, a pesar de haberme sentado en la parte de atrás, más de uno de los veinte viajeros podía haber retenido mis facciones. A las doce, cuando el bus llegó a Pinoso y comenzó a llover, pregunté a una vieja —otro testigo más— por el camino de Reata, la partida donde vivía Alfonso Abellán. Y quién sabe si algún otro garrulo me vio caminar durante los tres kilómetros y pico que había hasta el caserío; o un guiri desde su ventana, sentado al lado de su setter; o una burguesita desde la cocina mientras preparaba la comida para el marido, que se rompía los cuernos trabajando para pagar la hipoteca del chalecito; o una niña pecosa y mocosa jugando con su perro, o su perro con ella. ¡Pruebas: a buenas horas, mangas verdes!
—¿Y tú qué coño llevas en el maletero? Solo te ha faltado meter el tresillo y la vajilla. ¿Eso no son pruebas?
El Socio guardó silencio. Pero algo me decía que no le había cogido por los huevos. Sabía su respuesta.
—Eso son los móviles, amigo —dijo al cabo de un rato—. El asesino o los asesinos entraron a robar. Se llevaron todo cuanto encontraron de valor en la casa. Despistará a los polis por un tiempo.
—Claro y, de paso, arreglas el apartamento de tu novia, ¡no te digo!
—De todo esto no quedará el menor rastro. Me gustaría que hicieses lo mismo con el móvil y la pipa. Sin arma no hay criminal.
La pipa. La pistola sí que podría armar un buen lío, me dije. Sobre todo si averiguaban quién era su propietario. No lo pude remediar y me entró la risa floja. De pronto comencé a sentirme mejor mientras el Socio me miraba de reojo, convencido de que viajaba al lado de un psicópata. Ya le daría yo psicópata. El menda tenía las manos más limpias que un bebé recién salido de la bañera. Si exceptuamos lo de Carlitos, claro. Pero por Carlitos ya había pagado.
Cuando dejé de reír estábamos cruzando Monóvar y entonces el Socio, sin venir a cuento, dejó la carretera que cruzaba la población y giró por una calle a la derecha y, después de repetir la misma operación varias veces, aparcó en lo que parecía ser un polígono industrial desierto, habitado, de nuevo, por la lluvia que caía ahora más fuerte.
—Vamos a ver, tío —dijo poniéndose muy serio—. Esta es la situación. Hemos dejado dos cadáveres atrás. No nos hemos matado el uno al otro de puro milagro. Yo no sé nada de ti y tampoco tengo ningún interés en saber nada más, excepto que te has cargado a un sujeto llamado Alfonso Abellán de un tiro en la boca y lo has descerebrado. Solo has dicho que lo odiabas. No me importa. Por mí como si me hubieras dicho que lo querías hasta el punto de acostarte con él. Lo sé porque me lo has dicho, y ya lo estoy olvidando.
»Yo me he cargado a otro y si no recuerdas su nombre, mejor. Ni te va ni te viene este asunto. Nos hemos deshecho de los fiambres y cuando los descubran —porque al final siempre los encuentran, créeme— se armarán un verdadero lío. La hipótesis del robo puede despistarles aún más. Hemos tratado de limpiar las huellas. Pero yo no sé lo que hiciste tú antes de que yo llegase a la casa. No eres un profesional y estás fichado, eres un exconvicto. En cambio, yo trabajo de otro modo. No tengo antecedentes y sé desaparecer mejor que el hombre invisible. En resumidas cuentas: no me interesa tu compañía. Te saqué de allí para evitarme problemas. Quiero que se despida el duelo cuanto antes. Así están las cosas. Ahora te toca jugar a ti, ¿estamos?
Entonces volvió a sonar el glorioso himno del Real Madrid. «¡Hala Madrid! ¡Hala Madrid!...»
—¡Me cago en Dios! —dijo el Socio.
Lo dejé sonar. Otro mensaje de voz.
—¿Qué coño vas a hacer con eso?
—Me desharé de él —mentí.
—De acuerdo. —Hizo una pausa, tal vez esperase que yo dijera algo, pero me callé como una puta en Semana Santa—. ¿No vas a decir nada? Estoy esperando que abras esa boquita de oro que tienes y con la que me has estado dando el coñazo durante todo el viaje.
Por un momento, para acojonarle, estuve a punto de contarle la verdad. De decirle que cuando llegué a la casa de Alfonso Abellán todo salió a huevo. A huevo de mal, claro. La puerta estaba entornada y en una hoja de papel clavada con una chincheta ponía:
Barceló, se fue la luz. No funciona el timbre. Pasa y llámame.
Estoy arriba.
Alfonso
Así que entré. Llamé al tipo. Pero como si nada. Subí las escaleras y allí estaba, en el dormitorio, desmadejado sobre una silla, frente al ordenador. Se había pegado un tiro en la boca y había dejado los sesos en la pared. ¡Otra vez los putos sesos! Y me volví a pringar. No sé si cuando le ladeé la cabeza para mirarle la jeta destrozada, o cuando le di una patada en los huevos, o cuando registré el cajón de las pajaritas y lo moví sin darme cuenta, o cuando lo tiré encima de la cama para abrir con más facilidad la puerta del armario. Me pringué, eso fue todo. El muy cabrón me había ahorrado la faena. Y me encontraba fatal. Vacío por dentro. Casi diez años esperando el momento de cargármelo y todo ese tiempo se había escurrido por un sumidero hasta las cloacas. Huérfano. Así me sentí. Como si estuviese solo en la vida y en el mundo, y como si todo lo que yo creía hasta ese momento real y auténtico, de repente, hubiese desaparecido. No existía el pasado ni el mañana, solo un recuerdo borroso de la cárcel. Y eso había sido ayer mismo. ¡Pero una mierda le iba a contar yo todo esto al Socio!
—Vale —le dije—. ¿No quieres líos, verdad?
—Tú lo has dicho. ¿Necesitas algo de dinero?
—Puedes metértelo por el culo... A lo mejor hasta te gusta.
Lo cierto es que no tenía la menor idea de qué podía hacer. Y se me ocurrió una parida.
—Mira —le dije—. Yo bajo del coche, voy ahí, a ese portalón de enfrente, y abro el móvil. Me llevo la pipa. Si intentas largarte, disparo y se jode tu tranquilidad. Escucho los mensajes, vuelvo y me llevas a la estación de autobuses de Elda. Lo que tú querías, ¿te vale así?
El Socio lo pensó un momento.
—Bien.
Y bajé, llevando en una mano el móvil y en la otra la treinta y ocho. Corrí unos metros bajo la lluvia y me situé bajo el alero de una fábrica de repuestos, mostrando el arma al Socio. Miré el otro trasto: había tres mensajes de voz. Abrí el primero y al escuchar aquello una luz se encendió en mi cerebro. El segundo iluminó todavía más mis neuronas. Me encantaron aquellos sollozos. El tercero me devolvió la vida. Respiré hondo y crucé la calle de nuevo hacia el automóvil. Allí me di cuenta de que Dios existía y de que, precisamente en ese momento, estaba dándose un paseíto por la provincia de Alicante. El Socio estaba escuchando las noticias en la radio. No pude dar crédito a lo que oía. Una bomba había estallado en el aeropuerto de Alicante a las seis de la tarde y los vuelos estaban cancelados. La excitación se apoderó de todo mi cuerpo. Entré y me senté con toda la cachaza que pude fingir.
—He cambiado de opinión —dije, y vi cómo el otro levantaba su ceja izquierda—. Quiero que me lleves lo más cerca posible del aeropuerto de Alicante.
—¡Tú estás loco, tío!
Y arrancó el coche.