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El Florito, sentado en una silla de ruedas, cubierto con una manta que le ocultaba hasta la mitad de la pierna en cabestrillo, estaba harto de aguardar en aquel vestíbulo atestado de enfermos, de parientes de enfermos, de amigos de enfermos, de amigos de los parientes de enfermos, de celadores, de mujeres de la limpieza y de niños que no paraban de correr de un lado a otro con el riesgo de volcar su carricoche y partirle la otra pierna. Y no estaba harto solo por el olor a humanidad, detergente o medicinas, por las conversaciones y gritos de la chiquillería que le estaban provocando dolor de cabeza, sino porque los capullos de los enfermeros le habían dejado allí a las cuatro menos veinte, y el reloj marcaba las cuatro y veinticinco. Ni siquiera la visión de una hermosa hembra, embutida, milagrosamente, en unos vaqueros y con un aparatoso vendaje en el cuello, le sirvió de alivio para los nervios. La tía era sudaca —a juzgar por los rasgos faciales y el color de la piel—, pero lo mismo daba que hubiera sido esquimal: de buena gana el Florito se la hubiese tirado con pierna rota o no.
Mientras mantenía los ojos clavados en las tetas de la caribeña y empezaba a notar una erección que quería tensar el pantalón, se le pasó el hastío y la impaciencia, de sopetón, como si le hubieran metido un chute de jaco de carreras y este hubiese esprintado por el hipódromo de su sangre hasta el cerebro. Se quedó lívido.
—Hola, Floro, esclavo, ¿cómo va ese latín? —preguntó el Libros.
—¡Hostia, Libros, amigo! —balbuceó el camello. Sintió que la minga se le encogía hasta la rabadilla y se le aflojaban los esfínteres.
Las desgracias nunca vienen solas, dice el refrán. Y el Floro columbró las figuras atléticas de Paula y Tito que se acercaban, por la explanada, hasta las puertas de cristal del hospital.
—Parece que hayas visto a un muerto, Floro —continuó el Libros.
—¿A un muerto? ¡Qué va! No jodas, colega..., amigacho.
—No jodo, Floro, pero podría, ya sabes, podría. ¿Has estado esquiando? Hay que tener más cuidado, hombre. —Hubo una pausa que al camello no le gustó nada—. Mira, ¿ves esto? —El Libros le puso ante los ojos una bolsa de viaje que, acto seguido y sin ningún miramiento, depositó con fuerza sobre los muslos del inválido—. Guárdamela como oro en paño. Te va el pellejo en el asunto. Y ya la recogeré, no te preocupes, Floro, solo tienes que protegerla como si fuese tu propia madre.
Dicho esto, el Libros se metió entre la multitud y desapareció por una puerta lateral que daba a la zona de ambulancias.
Paula y Tito se habían detenido ante la pierna escayolada, abriéndose paso a empellones entre los niños.
—Puntuales, Floro, cinco minutos de retraso —dijo Tito—. ¡Coño, colega, vaya bolsa de viaje que te marcas!
—Un regalo.
—¿Un regalo? —dijo Paula palpando el material e intentando abrir la cremallera—. Estás más blanco que una pared, Floro. Sí que es grave la cosa. ¿Y quién te quiere tanto para hacerte estos obsequios? ¿A que va a resultar que te has prometido a una enfermera?
—O a un enfermero —añadió Tito.
—¿Por qué no me tocas los huevos, macho? Mira, prima, la gente me aprecia.
—¿Prima? ¿A que te rompo la otra pierna? —Pero no pudo continuar con la amenaza. Miró el interior de la bolsa y estalló en una sonora carcajada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tito.
—¿Será cabrón el pringao este? ¿Pues no ha mangado el papel higiénico de la habitación?