13
A las diez y media de la mañana, bien duchado, recién afeitado, tras un masaje con Vetiver de Puig y vestido con la ropa sin estrenar que llevaba el profe Alfonso en la maleta, puse unas mudas, un par de camisas y otro jersey dentro de la bolsa de los billetes, la cerré y me miré en el espejo. La pajarita me sentaba fatal, pero me la guardé, sin saber por qué, en el bolsillo de la chupa de cuero. Me sentía totalmente vacío por dentro. Saqué la treinta y ocho y me la puse en la sien con intención de poner punto y final a la historia. Después decidí colocarme el cañón en la boca, cerrar los ojos y ¡pum!, «Adiós Rafael, mi amol». Pero entonces se me cruzaron los cables, me volví y ¡pum!, esta vez de verdad, le solté un balazo al fiambre de Alfonso Abellán en el pecho. La habitación retumbó. Agarré la bolsa y, antes de salir, le dije:
—Ahí tienes la fecha exacta de la Carta Magna de Inglaterra, ¡cabrón!
Cogí el ascensor, descendí hasta el vestíbulo del hotel, todavía abarrotado de gente, y salí a la fría mañana, no sin antes subirme la cremallera de la chupa.
Por unos momentos dudé entre echar a mano derecha, en dirección al puerto, o dirigirme en sentido contrario para perderme en el corazón de la ciudad. Experimenté un ligero mareo, un gran vacío: ¿qué coño me importaba la derecha o la izquierda, el centro o el infierno? Estaba totalmente zumbado. Y tiré hacia el puerto, en busca de la Explanada, del mar y los barcos. Por primera vez en la vida no tenía absolutamente nada que hacer y el mañana era un borrón tan neblinoso que no existía. Eso creí. Al menos hasta que introduje la mano en el bolsillo y palpé el móvil de la cubana. Entre la lluvia se encendió la luz de un sentido que ponía en marcha el calendario. Bendita suerte. El teléfono de la tipa me unía al ayer, al aparato de su amante, Rafael, que estaría en el bolsillo del Socio. Y ¿dónde coño estaba el Socio? Me reí, sin poder imaginar su paradero. A pesar de todo, me caía bien. Si la suerte continuaba de mi lado podía darle un susto de cojones. Bastaba con mirar la agenda del aparato: ¿Rafa?, ¿mi Rafa?, ¿Rafael Abellán?, ¿casa?, ¿amor? ¿Cómo lo habría registrado? Sonaría el himno del Real Madrid y el Socio, cauto, lo dejaría interpretar hasta que saliese la voz solicitando el depósito del mensaje. El coco se le pondría en marcha como una locomotora consumiendo adrenalina hasta el momento en que se decidiese a abrir el buzón de voz y ¡cataplam!: «Soy tu Sabio, socio, tu Sabio Salomón: corre, corre, que te pillo».
No lo pensé más. Busqué el número del suicida. Solo había un Rafa. Marqué. Fueron necesarios ocho o diez tonos para que saltase el contestador.
—¡Te voy a joder vivo! —le grité. A estas alturas de la película, con distancia por medio y la bolsa a rebosar de billetes, el enfado era solo paripé, pero ¡qué leche!, me divertía meterle el miedo en el cuerpo—. Entérate, tío listo: ¡cuando te coja voy a darte una patada en los cojones que te voy a arrancar la cabeza de cuajo! ¿Lo captas?
Luego colgué y tuve que apoyarme en una fachada mientras me reía a carcajadas.
Sentado, ante la cristalera de un café del espigón de Levante, tras pedir un batido y una ensaimada, por hacer gasto, me entretuve un rato mirando la lluvia que caía entre los mástiles de los barcos y la Explanada, rizando, levemente, las aguas inmóviles de la dársena. Luego me puse a trastear el móvil. ¡Coño! La cubana tenía un número cuyo nombre me pareció tan familiar como excitante: Jaime Barceló; o sea, el muerto de mi socio. El mundo era un pañuelo. Y más abajo, «Barceló, casa». Le di a la tecla verde. Diez segundos y la voz de una mujer —la viuda, me dije—:
—¿Sí? —escuché.
—¿Hablo con Pinoso, es usted María, de Pinoso? —ensayé.
—No, lo siento, se ha equivocado.
—¿No es Pinoso? —insistí.
—No, esto es Biar, se ha equivocado.
Pi pi pi pi...
Esto del móvil era la hostia. Biar.
Al apagar el aparato sentí que la sangre volvía a correr por mis venas y que valía la pena estar en este mundo, con una chupa de cuero y una cuenta corriente de cojones en una bolsa de viaje. Al levantar la vista hacia la cristalera, no pensé lo mismo. Casi me cago encima. El Bolas y el Luciano, con sus narices pegadas al vidrio, hechos unos zorros, me hacían señas bajo la lluvia, sin parar de reír.