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Seguía lloviendo cuando abrí los ojos. Eran casi las diez. También me había dormido. La cabeza de Barceló reposaba contra el cristal. Hacía frío. Salí a echar una meada a pesar de la lluvia. Cuando regresé —aliviado, pero mojado—, mi compañero ya estaba despierto.

—Me dormí —dijo, como si yo no me hubiera dado cuenta.

—Y yo también.

Abandonó el vehículo. De espaldas, orinando, lo tenía a mi merced; pero ya estaba clareando y, de cuando en cuando, un coche pasaba silbando por la carretera. Era demasiado arriesgado. En menos de media hora el tráfico sería más intenso.

Abrió la puerta del lado del conductor, donde yo estaba.

—Creo que ya me toca conducir a mí —dijo.

Asentí y le cedí el sitio. Me dio las gracias, dijo que le había salvado la vida —¡el muy cretino!—, que se hubiera roto la crisma si hubiera intentado conducir bajo los efectos del alcohol (un eufemismo para decir que tenía una trompa de órdago). Se ofreció a devolverme a Alicante, es lo menos que podía hacer. Así que iniciamos la marcha de regreso: los dos vivitos y coleando. Hay días en que las cosas vienen de una manera un tanto especial: aquel había sido uno de ellos. Me dejaría en el parking, y yo no podría hacer nada hasta la próxima semana, siempre contando con que bajase, claro, porque estábamos en pleno invierno y a lo mejor el tipo prefería quedarse en su pueblo, calentito junto a la chimenea encendida y a su infiel mujer. Tenía que arriesgarme; no perdía nada.

—¿Puedo ir contigo a ver a ese crítico?

Me miró de reojo (la vista fija en el tráfico que había comenzado a ser más denso al llegar a San Vicente), pero con asombro.

—¿Le importará si te acompaño? Comemos en Alicante y luego vamos a Pinoso.

Seguía en silencio. Sopesaba mi propuesta: al fin y al cabo yo era un tipo al que acababa de conocer. Sí, le había salvado la vida aquella noche (¡había que ser gilipollas!), pero no dejaba de ser un desconocido, un desconocido «salvador».

—Sí. Bien, no creo que pase nada —concluyó—. Tan pronto como lleguemos a Alicante llamo a mi mujer y le digo que no voy a comer —dudó—. ¡Y si se enfada, que se joda!

Era un cretino patético, y no digo más.

La comida discurrió entre libros y escritores, como era de esperar. No voy a alargar este relato con la retahíla de obras maestras que me citó y de pestiños indigestos que me hizo jurar que nunca iba a leer. Decidimos que lo más conveniente sería desplazarnos con los dos coches hasta Pinoso, y allí yo dejaría el mío en el pueblo y subiría al suyo. Parecía leer mi pensamiento.

A las dos y poco estábamos ya en Pinoso. Dejé el coche en una calle poco transitada, a las afueras. No creo que nadie me viera subir a su vehículo: la gente estaría comiendo. Esta vez sí había cogido la pistola. Abandonamos el pueblo y cruzamos la carretera que venía de Murcia. Conforme tomábamos los desvíos y los caminos de tierra, Barceló ejercía de cicerone y repetía las instrucciones que había recibido de Alfonso Abellán días atrás, por teléfono. Muy pronto perdimos de vista la silueta monótona y llana del pueblo, y también los chalés que se alzaban a ambos lados al comienzo del camino. Estábamos solos.

—¿Puedes parar un momento, por favor? —le pedí.

—¿Qué ocurre?

—Necesito mear.

—No tenemos que estar muy lejos, ¿puedes aguantar?

—Si pudiera no te lo diría —insistí.

Detuvo el coche en medio del camino. No venía nadie. Bajé y me alivié. Luego abrí la puerta, pero no entré.

—Oye —dije. Tenía que hacerlo bajar—, tienes un golpe detrás. Una de las luces está rota.

Lanzó una maldición mientras abandonaba el coche. Seguía lloviendo. Cuando advirtió que las luces estaban bien, su rostro dibujó una mueca de asombro y de incomprensión. Disparé a la frente, mirándole a los ojos. La pistola tenía silenciador y el disparo sonó como una ventosidad (perdón). Cayó de espaldas, erguido, y salpicó de barro la puerta trasera izquierda. No me costó ningún esfuerzo cargarlo y meterlo en el maletero: pesaría poco más de setenta kilos y yo pasaba de los noventa. El tío era precavido y guardaba un paraguas allí. Lo cogí; él ya no iba a necesitarlo. ¿Y ahora qué? Imposible estrellar el coche a plena luz del día. Quizás fuera mejor cavar una fosa y deshacerme del cadáver lo antes posible, pero ¿dónde encontraba yo una pala un sábado por la tarde, y lloviendo? El camino era tan estrecho que no podía girar el vehículo sin arriesgarme a encallar en alguno de los bancales que delimitaban la vía. Distinguí entre la lluvia, bajo el paraguas, un grupo de árboles a unos quinientos metros —varios pinos, algún chopo—, y también el tejado rojo y ocre de una casa. Ya que estaba enfangado hasta las rodillas, lo mismo me daba terminar de ensuciarme. Tenía que ser la casa de Alfonso Abellán, seguro que tendría una pala: cavaría dos hoyos en lugar de uno. Además, los críticos literarios, por regla general, siempre me habían tocado las pelotas.

Eran casi las cuatro y media cuando aparqué frente a la casa. Había luz dentro. Guarecido bajo el paraguas pulsé el timbre. Me abrió la puerta un viejo con camisa de tirantes y una toalla verde entre las manos. Había estado lavándose. No se parecía en nada al tipo de la foto, al de la pajarita que aparecía en la página del diario Información. Otra cosa no, pero para recordar caras y voces soy el mejor.

—Hola. Alfonso Abellán —me dijo, y me tendió la mano.

¿Qué podía hacer yo? El vejete mentía, pero otra vez me había dejado la pistola en la chaqueta, y la chaqueta en el coche. Se estaba convirtiendo ya en una costumbre asquerosa.

—¿Qué tal? Jaime Barceló —mentí, y le estreché la mano que me ofrecía.