1

Estaba terminando de lavarme cuando sonó el timbre; así que, puesto a descender a los infiernos guiado por Virgilio, acudí a abrir la puerta con la toalla entre las manos. Había estado lloviendo todo el santo día, y continuaba. A través del cristal esmerilado podía ver la silueta del individuo, bajo un paraguas. Juzgué que, siendo un poco más alto que yo, no alcanzaría el metro ochenta. Tampoco era tan joven —rondaría los cuarenta—, pero cuando uno, como el menda, está cerca de los sesenta, cualquiera nos parece un chaval. Al abrir la puerta y sonreír advertí la cara de sorpresa: yo hubiera actuado igual si un desconocido, con el torso cubierto solo por una camiseta interior de tirantes y con las manos envueltas en una toalla verde, me recibiera en una casa solitaria en medio de un paraje invernal semidesértico. Lo vi dudar y me anticipé.

—Hola. Alfonso Abellán —me presenté, con un par de cojones, y le tendí mi mano.

El tipo seguía en el umbral, con el paraguas abierto. Me hice a un lado y con un gesto lo invité a entrar. Me estrechó la mano mientras el paraguas goteaba sobre el suelo de gres.

—¿Qué tal? Yo soy Jaime Barceló —se presentó—. En un primer momento no lo había reconocido.

—Nunca nos habíamos visto antes —le dije, marcándome un farol.

—A veces veo su foto en el periódico.

Recordé aquella fotografía.

—Entonces era más joven... y distinto. Los archivos fotográficos de los periódicos no se renuevan con la frecuencia que debieran. Ya sabes, la crisis...

Le sugerí que podía cerrar ya el paraguas y dejarlo en un rincón; pero el tipo se aturulló en aquella acción tan simple. ¿Sospechaba algo?

—Temí llegar tarde —se disculpó.

Yo no tenía muy claro a qué hora se había concertado la cita. Miré el reloj de la pared: las cuatro y media. El frío y el cielo encapotado me habían hecho creer que era más tarde.

Unos minutos después estábamos ya en el salón, sentados ante una mesa repleta de libros y papeles, sin necesidad de encender la luz, porque la claridad que entraba por los amplios ventanales era suficiente. Mientras dejaba que se acomodase, yo había aprovechado para subir al dormitorio y terminar de vestirme con una camisa cualquiera. En el hogar, un fuego nos colmaba de caricias y dotaba a la estancia (salón, comedor y cocina a un tiempo) de una sensación acogedora que invitaba a la conversación.

El fulano me recordó que había entablado amistad conmigo a través del teléfono: ambos colaborábamos como críticos literarios para un conocido periódico de la provincia. No solo los libros, también el cine nos apasionaba. Yo decía a todo que sí, asintiendo lentamente. El tipo me caía simpático: transmitía seguridad y bonhomía. La conversación fluctuaba entre novelas y películas, entre autores y directores, actores y actrices. Me sentía a gusto y supuse que él también. Ambos éramos bastante vehementes y cuando algo nos agradaba o nos disgustaba lo defendíamos o atacábamos alzando la voz. Paulatinamente, casi sin darnos cuenta, la tarde fue venciéndonos y la conversación, muy pronto, fue inclinándose hacia el género policiaco.

—¿Qué me dices de El enigma de París? —preguntó Barceló.

Era una novela del argentino Pablo de Santis. Lo cierto era que me había parecido una mierda pinchada en un palo, utilizando mi jerga habitual; pero le dije que la novela era algo estúpida.

—¿No te gustó nada?

—Nada, ni lo más mínimo. ¿A ti sí?

—No me pareció tan mala. Tampoco es una maravilla, pero creo que tiene algunos momentos brillantes.

Yo estaba lanzado; recordaba aquella novela especialmente porque me había sentido estafado cuando la leí. Le dije que me parecía un cúmulo sin sentido de pequeñas anécdotas curiosas que el autor había intentado vertebrar muy débilmente sin conseguirlo.

—Vamos, que De Santis no ha hecho nada por dotar de un poco de coherencia el engendro —añadí—; porque eso es lo que a mí me parece: un auténtico engendro.

Podía haber repetido lo de la mierda y el palo, opté por un estilo más fino. Advertí que se ponía tenso. Supe que me había excedido con mis adjetivos: no me importaba nada, la verdad. Estaba en mi territorio, podía campar como me diera la gana. A esas alturas de la tarde ya todo me importaba un comino.

Hubo unos segundos de silencio. Recordé que me había comportado como un auténtico maleducado y no le había ofrecido nada de comer ni de beber.

—Perdona, tú —me disculpé—. Soy un pésimo anfitrión. No te he preguntado si te apetece tomar algo. ¿Un café?

—No, gracias. Nunca tomo café.

—Yo tampoco.

El tipo fijó la vista en la cafetera eléctrica que descansaba en el poyo de la cocina, al otro lado de la barra que dividía la estancia. Levantó la ceja izquierda; se lo había visto hacer durante toda la tarde.

—La cafetera no es mía —y no mentí—. A mi mujer le gusta el café. ¿No quieres tomar nada, entonces?

—Me da igual, Alfonso. Bueno, una infusión..., si puede ser.

—Te acompañaré.

Me incorporé de un salto y en pocos pasos estaba ya ante los cajones de la cocina.

—Veamos qué hay por aquí...

Abrí varios armarios hasta que di, ¡bingo!, con unas cajas llenas de sobres.

—¿Qué prefieres? —Comencé a enumerar, conforme los iba colocando sobre la repisa de la cocina alineados—: manzanilla, poleo, tila, salvia, tomillo...

—Salvia estará bien.

—Dicen que es relajante.

—Entonces la salvia estará bien —zanjó.

Guardé el resto de cajas. Yo también tomaría salvia. Me costó un poco de tiempo dar con un cazo donde calentar el agua. Lo encontré al fondo de uno de los cajones inferiores.

Barceló se levantó y se acercó a los ventanales. Ambos aguardábamos tranquilamente a que hirviera el agua.

—¿Este jardín es tuyo? —me preguntó.

—Sí, pero ya ves: no tengo tiempo para cuidarlo, viajo mucho —mentí.

No respondió. Era absurdo intentar piropear el jardín: era un basurero, cualquiera podía apreciar que hacía muchos meses, tal vez años, que nadie lo cuidaba. Los yerbajos se habían adueñado de la plaza y solo la sombra de un chopo de tamaño considerable parecía plantarles cara.

Cuando el agua hirvió, preparé las infusiones y volvimos a la mesa.

—Han dado otro Óscar a Daniel Day-Lewis —dijo él.

—Todavía no he visto la película —me disculpé.

—Tampoco yo. —Bebió un sorbo de salvia, no sin antes haber soplado sobre la taza—. Por cierto —añadió—, ¿sabes quién es Daniel Day-Lewis?

—El hijo de un poeta inglés.

—De un poeta irlandés —rectificó mi invitado. ¿A que iba a ser un sabihondo tocapelotas?—; pero que vivió y trabajó en Oxford gran parte de su vida.

Lo cierto es que me importaba una mierda de quién demonios fuera hijo el dichoso Day-Lewis —tampoco él me entusiasmaba mucho—, ni mucho menos si había estudiado en Oxford o en los Salesianos. Por mí, como si era analfabeto y trabajaba de chapero los fines de semana.

—¿Pero sabes quién fue Cecil Day-Lewis?

¡Y dale! ¿Se había echado algo en la salvia sin que yo me diese cuenta? El tipo se estaba poniendo ya un poco pesado y comenzaba a tocarme los cojones.

—Un poeta —dije.

—Y también un autor de novelas policiacas.

Me había sorprendido, la verdad. No me lo esperaba. Después de una sarta de topicazos el tipo se había sacado un as de la manga. ¡Coño! Me había dejado con la boca abierta.

—Nunca oí hablar de él —dije por decir algo y porque era un modo de disimular mi sorpresa.

—Day-Lewis y Nicholas Blake ¡eran la misma persona!

—¡Joder! —se me escapó, pero no era para menos. Estábamos hablando del creador de Nigel Strangeways, del autor de esa novela genial que fue (y sigue siendo) La bestia debe morir.

Hubo un tiempo muerto en nuestra conversación y mi invitado aprovechó para levantarse del sillón y acercarse al fregadero. No me gustó nada el silencio. Tomó un vaso y lo llenó de agua del grifo, bebió con fruición, apurándolo de un trago largo y sonoro; luego depositó el vaso sobre el mármol y cogió un cuchillo de tamaño considerable que escurría junto al fregadero. Lo hacía todo en cámara lenta, como en la moviola aquella de la tele de hace no sé cuántos siglos. Me cagué vivo.

—Tengo que hacerte una pregunta, Alfonso —dijo y se me acercó lentamente.

Yo observaba el cuchillo que sostenía entre sus dedos. Se sentó de nuevo y depositó el arma sobre la mesa. Esperaba la pregunta y, quizás, algo más; pero Barceló no decía nada. Con un dedo hacía girar el cuchillo lentamente. No me miraba a mí. Observaba algo inexistente más allá de la ventana, en el jardín húmedo y descuidado, tal vez entre las ramas desnudas del viejo chopo.

—Tengo que hacerte una pregunta —repitió.

—¿Y bien?

—¿Tienes una pala a mano?

Confieso que no me sorprendió: una vez metido en faena, y tal y como había discurrido la tarde, ya todo era posible.

—No lo sé, pero creo que no... Yo también he estado buscándola antes de que llegaras tú —añadí.

Sonrió. Y entonces, en el fondo de sus ojos, columbré un brillo que me hizo hablar, un acicate que espoleó mi lengua y me obligó a confesar la verdad. Vi en su mirada una muestra de complicidad.

—Tampoco hay ninguna azada ni nada con lo que poder cavar un hoyo —dije—. He buscado por toda la casa y nada. ¿No ves cómo está el jardín? Hecho un asco, hace años que nadie lo cuida.

—Igual que Comala, ¿verdad? —dijo mi visitante, sin dejar de dar vueltas al cuchillo. El jodido me estaba examinando de literatura.

—¿Comala? ¿Te refieres al pueblo de Pedro Páramo?

—Sí. Si no eres un buen crítico, al menos estás bien informado. Comala: el lugar de los muertos, donde la vida se eterniza con todos nuestros pecados y las almas salen de la tierra para cogernos por los pies y hundirnos en el fango de la historia.

¡Coño con el melón! Me había salido metafísico, el tío. El tono de la perorata no me tranquilizó lo más mínimo.

—No es mala esa lectura. Pero si dejases de mover el cuchillo de los cojones, a lo mejor te tranquilizabas y pensabas en algo más romántico y decadente. ¿Qué te parece El jardín de los Finzi Contini?

Barceló hizo un gesto de contrariedad. Le había pillado con mi talante más académico. Me miró con un deje de ironía, el muy cabrón, y dejó de mover el cuchillo. Puso sus ojos ante los míos y esbozó una sonrisa fría: el mismo tipo de sonrisa congelada que había visto muchas veces durante los últimos años. Le sostuve la mirada y aproveché el momento de confianza para ponerme en pie y colocar mi mano sobre su hombro.

—Por favor —le dije—, ¿te importaría venir conmigo?

Hizo ademán de afianzar el arma, pero lo detuve.

—Mira, macho, es mejor que dejes eso. No te hará falta.

Obedeció sin rechistar. Salimos del salón cruzando la cocina y, a través del corto pasillo, llegamos al pie de la escalera.

—Está arriba —dije.

El tipo no contestó. Tampoco yo había esperado que lo hiciese: me seguía como un cordero, o como el turista que se deja conducir por el guía en una visita a un museo. Todo resultaba de lo más normal dentro de aquel lío de cojones, de aquella escena de Ionesco.

Subimos la escalera y, en el primer rellano, doblamos a la derecha y nos internamos en otro pasillo. Me detuve ante la segunda puerta a mi izquierda. Sentía detrás de mí su presencia y aquello, lejos de amedrentarme, me producía una especial seguridad, como si estuviera ahora más arropado que al comienzo de la tarde cuando llegué a la casa. Entonces ya llovía.

Abrí la puerta. No fue necesario encender la lámpara porque las cortinas estaban descorridas y la última luz de la tarde todavía se filtraba por las ventanas, a pesar de los goterones y de las manchas de sangre que ensuciaban los cristales. Aquello era un auténtico pifostio, como la enfermería de la trena después de una reyerta.

—Te presento a Alfonso Abellán —dije. Y señalé el cadáver que yacía sobre la cama deshecha, boca abajo, vestido con una camisa que antes había sido beis y en la que ahora destacaban unas manchas rojas.

El tipo se limitó a sonreír. Asintió lentamente, como si fuera precisamente una cosa así lo que iba a encontrarse. Durante unos segundos los dos permanecimos en silencio.

—Jaime Barceló está en el maletero de su coche —dijo él.

—Vaya...

La lluvia no cesaba y la noche iba ganando la partida. Cada vez teníamos menos tiempo.

—¿Y no hay ninguna pala?

—No.

Hubo una pausa.

—Pues estamos jodidos.