7
Dentro del mal fario general del día, tuve suerte. Yo siempre he tenido un punto de favor con la diosa Fortuna. Tal vez porque soy algo enclenque, más bien bajito y, desde luego, nada guapo, la Suerte siempre me ha echado una manita. Si alguien está tratando de pensar que tres lustros en chirona no es, lo que se dice, «tener suerte», bueno, le aseguro que pasar ese tiempo entre rejas y poder salir sin haber perdido la chola es algo que se parece bastante a la suerte.
A lo que íbamos, que cuando me da el punto cojo carrerilla y me tienen que grapar los labios para impedirme hablar.
Podía haber echado a correr detrás del hijo de puta del Socio vaciando el cargador contra el coche, armando un cirio de cojones entre el vecindario. Pero no soy Harry el Sucio. Lo mismo no le hubiese dado y necesitaba la pipa llena. Me cagué en todo lo cagable y di gracias por no haber caído en el barro. La chatarra del vertedero impidió que mi aspecto fuese algo más impresentable que el de uno al que se le ha escacharrado el automóvil y ha caminado un rato, bajo la lluvia, en busca de un teléfono para llamar a un taxi o una grúa.
Bajo la colina estaba el Arenda Golf. Localicé el sendero que llevaba a la carretera y me dirigí hacia el club social o lo que coño fuese aquel local de amplios ventanales iluminados que servía de entrada a la urbanización. Mientras caminaba, pensé que continuaba sin odiar al Socio y que la suerte siempre estuvo de mi parte: en el trullo, cuando me hicieron encargado de la biblioteca; en mi culo, que salió tan virgen como entró; en el gitano Carrascosa, que se puso a mis órdenes como el perro de un pastor alsaciano y se dedicó a contener a los de su tribu para que nadie intentase subírseme a la chepa; en mis esclavos, el Fando, Tomasín, el Florito, buenos chavales, alumnos disciplinados, cortitos de mollera, eso sí, ¿para qué negar la evidencia?, pero buena gente. Tan solo me jodía que el Socio supiese ahora tanto como yo y se estuviese partiendo de risa pensando que había pasado el día con un chapuzas de medio pelo. Me jodía, pero no me inquietaba. Cosas de mi intuición, de la suerte, de mi cerebro, que no paraba, siempre zumbando como una locomotora sin freno; escrutando, en fracción de segundos, el pasado, el presente, todo lo que podía suceder. Igual que la mollera del conde Mosca, el personaje de Stendhal, urdiendo tramas y conspiraciones maquiavélicas para salir del peor de los embrollos. ¡Qué bueno era el jodido de Stendhal! ¿Lo habría leído el tonto del haba del Socio? Lo mismo sí; al tipo se le veía muy culto y muy puesto; aunque con algunas lagunas. Claro que quizás no había tenido la misma suerte que yo, ser bibliotecario en la trena —con todo el tiempo del mundo y nada mejor que hacer que leer en lugar de matarse a pajas— es una situación que ya quisieran muchos para sí.
El cerebro era mi salvavidas. Tic-tac, tic-tac, siempre echando humo. En el test que me hicieron los loqueros de Fontcalent quedó muy claro: «Posee usted un coeficiente intelectual muy superior a la media», escribieron en el informe. ¡Vaya descubrimiento! Eso lo había sabido yo de siempre, como sabía que volvería a vérmelas con el Socio, más tarde o más temprano, y que allí, en el club social o lo que fuese, todo saldría bien.
Y salió. Salió de puta mierda para el Genares, que se quedó con el brazo colgando. Y cojonudo para el Luciano, Juanito el Bolas y el menda lerenda.
Al Genares le dejamos en el bar de unos colegas, en un desvío de la carretera de Elche. No íbamos a llevarle al puticlub del Rebolledo que había sugerido el Bolas, enfrente justo de Fontcalent. Un tarado, el Bolas, pero con dos cojones. Fue él quien eligió el buga, un BMW. No quería llegar a casa, dijo, con una mierda de coche, ni liarla con un taxista que, o bien se habría negado a llevarnos, o bien se habría tenido que conformar con una somanta de hostias a la hora de cobrar la tarifa y sin el jornal para su parienta. El Bolas siempre fue un chuleta, amigo del farde y del peligro, un tarado violento; pero legal y respetuoso con la inteligencia del prójimo. ¿Para qué había que amargarle el día y la vida a un pobre taxista, si siempre había algún fantasmón que se dejaba el cochazo de diez millones a huevo? Yo seguía siendo muy antiguo, la verdad: a mí no sé cuántos miles de euros no me decían nada, pero diez kilos ya tenían otro aspecto.
El Bolas se llevó un alegrón del carajo al reconocerme en el aparcamiento del club social cuando me topé con la panda, de «permiso de fin de semana» (tenemos un aparato judicial cojonudo, ¿para qué negarlo?), en la oscuridad y me disponía a preguntarles por un teléfono. Se partió el culo de la risa. Y el Genares, gitano fino de los Carrascosa, y el Luciano, asaltador de cajas de ahorros en el ámbito rural, «el moderno Curro Jiménez», como se presentaba en el patio del talego. Mucha risa y mucho abrazo, y palmadas en la espalda de las que hacían daño, y apretones de manos que te hacían polvo las falanges de los dedos. Iban curdas, medio ciegos. Olían a coñac, como el mostrador de una bodega, y llevaban encima, todavía, el tufillo de la jaula.
—¡Coño, coño, coño! —dijo el Bolas, que era muy religioso y quizás por eso citaba a la Santísima Trinidad—. El mismísimo Libros en persona.
—¡Joder, qué casualidad! —apuntó el Genares.
—El mundo es un pañuelo, viva la madre que nos parió. Un beso, Libros, un besazo para tu hijo Luciano.
—¡No me lo puedo creer! —exclamé sorprendido.
Pero, a los dos segundos, la sorpresa se había disipado. ¿Acaso no esperaba que todo saliera bien? ¿No estaba con ese pálpito, a pesar de toda la mierda de la jornada? En menos de dos segundos estaba al corriente de la situación. O sea: que los camatas y los tipos que miraban desde el interior del club social estaban más que moscas; que mis colegas habían parado a repostar, nada más salir del trullo, y acababan de montar un número de la virgen; que si el Bolas decía que no quería presentarse mañana (dentro de unas horas, cuando amaneciese) ante su prole con el coche de su hermano, un desvencijado Fiat; que si quieres arroz, Catalina.
—¿Adónde va mi Libros? —preguntó el Bolas, llevándome cogido por los hombros, moviendo la cabeza hacia los colegas que se internaban en la zona oscura del aparcamiento.
—Estoy en un lío de padre y muy señor mío —dije apelando a la solidaridad etílica y religiosa del tarado.
—Tú no tienes ningún lío estando con los colegas. ¿Lo sabes, Libros? Ni una mierda de lío. ¿Verdad, socios?
—Tengo que ir urgentemente al aeropuerto de El Altet.
—Hostia, Libros, tú estás loco. ¿Sabes la que se ha armado allí? —dijo el Genares.
—Sí, pero tengo que ir, macho. Es cuestión de vida o muerte.
—Es que nosotros vamos para Valencia, a la casa de este —comentó el Luciano señalando al Bolas—. Ya que no pudimos salir para Año Nuevo nos ha dado el punto de comernos mañana para desayunar las uvas con su parienta y con unas jays que nos van a chupar la polla a cada campanada.
—Ya ves, Libros, un antojo como cualquier otro —puntualizó el Genares.
—Íbamos, Luciano, íbamos —sentenció el Bolas—, porque a nosotros nos da lo mismo ir por Fuente La Higuera que por Benidorm. ¿O es que no te tirarías esta noche a una guiri rubia, con las tetas de una vaca holandesa? El Libros es un colega y se le lleva donde quiera. ¡Y santas pascuas! —Ya lo había notado yo, al Juanito le había entrado la vena religiosa y estaba sembrado—. ¿A que sí, mi Libros?
Asentí. El resto fue cuestión de minutos. El ventanal, de pronto, se despejó. Pero nadie vio salir a un gilipollas francés armado con un palo de golf. Así que, cuando el Bolas abrió el BMW en un plisplás y ya estaba sacando la chispa del arranque, el franchute, surgiendo como un fantasma entre las sombras, maldiciendo en gabacho, ya le había roto el hombro al Genares, que se había puesto de pantalla, en plan Cassius Clay, y que lanzó un aullido de dolor que ni el hombre lobo americano en Londres. Un grito que tuvo la virtud de quemarle los huevos al Luciano con adrenalina hirviendo. Este soltó el puño como un ariete e impactó en el cuello del gabacho, arrojándolo al asfalto, mientras el palo caía en manos del Luciano. Yo, por aquello de la solidaridad, le metí un puntapié en la entrepierna con más fuerza de la que pensaba. Sentí, a través del zapato, que le rompía algo y que le dejaba inútil para la reproducción. Mientras el Luciano le daba un repaso brutal con el palo y el tío se quedaba más tieso que una momia, el menda había cargado con el Genares metiéndolo en el asiento de atrás del buga y, al grito de «¡En marcha!», el Bolas, como un auténtico Fitipaldi, hacía rechinar las ruedas en el asfalto, se colaba por la rotonda y entraba como un rayo en la autovía.
—¡Al Topolino! —ordenó el Bolas.
—Ni se te ocurra —dije yo—. Por Fontcalent ni de coña.
—¡A El Rifirrafe!—intervino el Luciano—. El Paco tiene «gracia» para el asunto de los huesos rotos.
El Genares no dijo ni Pamplona. Se había desplomado sin conocimiento sobre la ventanilla y había echado hasta la primera papilla de su vida, llenando el vehículo de un olor agrio a coñac número cinco.
Una vez aparcados frente a El Rifirrafe, un tugurio perdido entre una maraña de caminos secundarios, en el término de Elche, bordeados de palmerales, el Luciano entró en el local y salió con el Paco, una especie de púgil de lucha libre americana, de poco más de uno sesenta de estatura, ataviado, el tío, solo con una camiseta de manga corta de Lacoste y unos vaqueros apretados para combatir el frío de la noche. Cuando llegó a nuestra altura, introdujo la cabeza por la ventanilla y echó una ojeada al Genares, componiendo un gesto de contrariedad o de disgusto.
—¿Tenéis pasta? —preguntó al Luciano.
El Luciano, por toda respuesta, le pasó el brazo por los hombros y se lo llevó unos metros más allá del vehículo. No me hizo falta saber de qué hablaban para comprender los pormenores de la conversación. Conocía de sobra los argumentos convincentes que estaba utilizando mi colega para que el cachas del Paco cargase con el herido: que si el Genares era sobrino del Yayo Carrascosa, y este era hombre agradecido; que el Luciano, terror de las cajas de ahorros, tenía pasta por un tubo para recompensarle; que si estimaba la decoración de su local y la salud de su madre, lo mejor que podía hacer era cuidar al herido, dejándolo como nuevo, y algún etcétera más por el estilo. En fin, a lo Vito Corleone: propuestas que no se podían rechazar. Cuando regresaron al coche, cargaron ambos con el Genares y lo introdujeron por una puerta, camuflada entre cajas vacías de cerveza, que daba entrada a una vivienda aneja al bar. El Bolas apagó el motor, salió del vehículo, abrió mi portezuela y me hizo un gesto para dirigirnos a El Rifirrafe. Mientras caminábamos, me ofreció un cigarrillo.
—Mala suerte, Libros. El pobre Genares no folla ni en Benidorm ni en Valencia. Su padrino, el Yayo Carrascosa, o lo mata a hostias o lo deshereda, o a lo mejor las dos cosas.
—Mala suerte —le respondí por decir algo.
Pero yo estaba dándole a las neuronas para conservar la mía. El Bolas me debía cartas a la parienta, alegaciones, información judicial, mucho folio mecanografiado y haber mantenido el pico cerrado cuando pinchó al Mantecas en las duchas o cagaba las bolas de chocolate en el retrete de la celda. Llevaba, además, una «mona» sentimental. Y eso, en un tarado violento, era señal inequívoca de mi buena suerte.
Ya dentro, en la barra del bar, mientras se tragaba un gin-tonic de Bombay azul, me soltó dos o tres besos explosivos en la mejilla y no paraba de darme la vara en torno a lo cojonudo que era yo y lo hermosa que era la camaradería, hasta que reparó en una tipeja con un par de buenas tetas que, sentada en una mesa junto a la puerta de los retretes, no le despreció una convidada. Hasta en eso la suerte estuvo de mi lado, porque su repentina ausencia me permitió escuchar, sin interrupción, el Informatiu Especial que Canal Nou estaba ofreciendo sobre los sucesos de la tarde. Era raro, la verdad, porque en ese canal únicamente hablaban de los logros de Camps, de la marcha futbolística del Valencia (y solo cuando ganaba) y de la nieve que muy de tarde en tarde caía en algunos pueblos de la Comunidad. Invertir unos minutos en el aeropuerto de Alicante era para darse con un canto en los dientes. O a lo mejor es que la cosa había sido realmente importante.
Los comentarios del presentador iban acompañados de imágenes algo borrosas. El Altet era un caos, aunque no había que lamentar ninguna víctima. Se buscaban dos artefactos más que podían hacer explosión, y la totalidad de los vuelos habían sido cancelados. Todos los viajeros habían sido desalojados del recinto y no podrían reanudar sus viajes hasta, al menos, veinticuatro horas después. Sumé dos y dos y me dio que el Abellán y su titi estaban en tierra. Y mi cerebro comenzó a echar humo mientras acariciaba la pipa en mi bolsillo con idéntico placer al que experimentaba, en la litera, las noches de la trena, con la panza llena, al palparme los huevos, pensando en la venganza.
¿Qué sabía yo del asunto? Bueno, estaba la foto en la repisa de la chimenea de Reata, la casa de aquel cabrón. Una foto con el tipo «a una pajarita pegado»; Quevedo, Rostand, posando ante un todoterreno o una ranchera. ¿Qué sabía yo de vehículos? Nada. ¿El color? Rojo. Eso sí: rojo intenso. Y el tipo posando como ante un alazán o un pura sangre. El trasto tenía que estar aparcado en algún lugar del parking del aeropuerto porque desde luego no estaba en la casa de Pinoso. O tal vez en el aparcamiento de un hotel, si habían conseguido salir para pernoctar antes de que se reanudase el viaje. Y no en un hotel cualquiera, en un hotel de cojones, de mucho postín. Dinero. Mucho dinero. Nadie se larga con la querida sin mucha pela. Máxime si esta es la mujer del hermano. Nadie bien forrado, con una hembra que le haga perder la sesera, se va a hospedar en una pensión de mala muerte. Y menos si hay remordimiento de conciencia de por medio. Gran cenorra bañada con champán francés, y un polvo en una cama como una plaza de toros, con una tele con pantalla en cinemascope y tecnicolor. Un buen hotel. Y no muy lejos, por si mañana había que madrugar para regresar al aeropuerto. Un buen hotel por las cercanías. Otra vez mi cabeza iba a cien por hora...
Cuando el Bolas y el Luciano me dejaron a la entrada de Alicante, frente al hotel Gran Casino, como les indiqué, este último me acompañó hasta la puerta y metió la mano en mi bolsillo. Dio un respingo al descubrir la pipa, pero me dejó un fajo de billetes.
—¡Ahí tus huevos, Libros! La pasta es para que empieces bien el año y también va mi número de teléfono. Ya me lo cobraré, si puedo. Y si no..., pues bien empleado está, ¿verdad?
Agradecí el detalle y, aunque me moría de ganas por perder de vista a los dos elementos, aguardé hasta que pusieron el buga en marcha y, sin la más mínima precaución, dándole al claxon para abrirse paso, derrapando, salían a toda leche. Los saludé con un gesto de la mano y la sonrisa de un hijo que se despide de su madre antes de partir a enrolarse en la Legión.
Después, aprovechando el gentío que entraba por las puertas del hotel, pasé al vestíbulo, repleto de presuntos clientes, de maletas, botones y encargados moviéndose a toda leche, entre protestas, ruegos y reclamaciones. Todo el personal con el carné y el billete en la boca. Me abrí paso hasta una esquina del mostrador de recepción y ¡bingo!: la suerte de la fea, la guapa la desea. Allí, junto a dos atribuladas azafatas, con su «pita, pita, pajarita», el mamonazo de Alfonso Abellán gesticulaba visiblemente enfadado. A su lado, destacando entre la marabunta, una tipa espectacular con pinta de sudaca. Un producto exótico, embutido en unos ajustados vaqueros, de esos en los que los sordos son capaces de leer en los labios, y un jersey de cuello alto. Mediría casi un metro ochenta y era capaz de convertir en verano la nochecita que hacía en la calle. Por unos instantes no pude apartar la vista de aquel monumento, de aquella belleza morena, de labios rojos y carnosos, que parecía algo cohibida y que no llevaba puestas las gafas de sol para protegerse, precisamente, de sus rayos. Mar de fondo, me dije. Pero no me dejé ni deslumbrar ni ofuscar. Así que fijé la vista en mi futuro muerto. Esta vez no se me iba a escapar.