18

París

Podemos ir a Madrid, ya no hay nada que temer —dijo Catalina mirando fijamente a Fernando a la espera de su reacción.

Era domingo y habían ido a desayunar cerca del Louvre para después entrar en el museo y ver una exposición. Fernando llevaba unos días alterado. Le conocía bien. Sabía que algo le sucedía pero que por el momento no lo quería compartir con ella. Imaginaba que tenía que ver con Sara, quizá estaba enferma. Decidió insistir en la idea de ir a Madrid.

—¿No me dices nada?

Él la miró expectante. Llevaban días hablando de lo mismo.

—Todavía no, tenemos que esperar a ver si es verdad que aprueban la Ley de Amnistía, pero ya lo has oído en la radio, están negociando.

—La aprobarán.

—Veremos.

—Deberíamos avisar a nuestras madres de que pensamos ir. No podemos presentarnos sin decírselo.

—¿Por qué no vas tú primero? Si aprueban la ley, yo iré a continuación.

—Eso ya lo hemos hablado y sabes que no me moveré de París si no es contigo. Sigues teniendo miedo.

—Sí, claro. No me gustaría que me detuvieran en la frontera. Imagínate el sarcasmo de verme en la cárcel mientras los que dieron el golpe de Estado y han tenido en un puño a España todos estos años ahora se están convirtiendo en personas honorables.

—Nadie te va a meter en la cárcel, Fernando. En todos estos años no te han buscado, ni te han reclamado. En Alejandría fuimos al consulado a renovar nuestros pasaportes y no nos preguntaron nada. También los hemos renovado en París. Si hubiera habido algo, te habrían retenido, y de paso a mí también, al fin y al cabo soy tu cómplice, yo te di el arma de mi tío. Tienes que olvidarte de lo que hiciste.

—¿Olvidarme? Sabes que no puedo, que no he dejado de pensar en aquellos dos hombres.

—¿Te arrepientes? —preguntó Catalina, bajando la mirada para permitirle responder con tranquilidad.

—No, no me arrepiento, y eso es lo peor.

—Pues si no te arrepientes, no le des más vueltas. Yo tampoco me arrepiento de haberte dado la pistola.

—Pero tú no disparaste.

—¿Y qué? Tanto da. Yo te di un arma para que mataras, por tanto estaba de acuerdo contigo. Soy tu cómplice —insistió Catalina.

—Me gustaría no estar preocupado, pero lo estoy.

—Tenemos que arriesgarnos, Fernando, tenemos que volver. Nuestras madres son demasiado mayores y si se mueren sin que les hayamos dado un beso, de eso sí que nos arrepentiríamos el resto de nuestras vidas.

—Adela está en Madrid.

—¿Ah, sí? ¿Y cuándo te lo ha dicho?

—Hace unos días. No le van bien las cosas con Peter.

—Y se ha ido a refugiar con su abuela.

—Tu madre y tu hija han hecho buenas migas.

—Dime, Fernando, ¿qué te pasa? Y no me contestes que no te pasa nada. Estás triste. Sé que te pasa algo…

Fernando se limitó a besarle el dorso de la mano.

—Termina el cruasán y entremos en el Louvre —se limitó a responder.