4
—¿Cómo que se ha ido? ¡Es imposible! No, no puede haberse ido… no puede hacerme esto —se lamentó Catalina, a punto de llorar.
—Anda, pasa y cálmate —le pidió Eulogio.
Eulogio había regresado a las nueve de la mañana a su casa después de trabajar toda la noche en el almacén. Estaba cansado y se acostó nada más llegar, pero no le dio tiempo a dormirse porque al poco escuchó el timbre y a su madre hablar con alguien que resultó ser Catalina. Se levantó y poniéndose sólo los pantalones salió a ver qué pasaba.
Piedad acababa de decirle que Marvin se había marchado hacía cuatro días y ella, incrédula, alzaba la voz negándose a aceptar lo que le decían.
Catalina no se movía del umbral de la puerta y Piedad le tendió la mano invitándola a entrar. Si seguía allí, se iba a enterar toda la vecindad.
—Siéntate, te daré un vaso de agua. Y tú, hijo, ponte una camisa —les ordenó Piedad.
—Tiene que haber un error —insistió Catalina mientras se sentaba.
—Ha tenido que irse antes de lo que quería. Al parecer, un miembro de la embajada de Estados Unidos tenía que viajar a Inglaterra y le invitó a hacer el viaje juntos. Marvin aceptó, para él era más seguro. Le hubiera gustado despedirse de toda la gente que conoce, pero no ha podido —le explicó Piedad.
—Pero tendría que habérmelo dicho. ¡No podía irse sin llevarme! —respondió Catalina sin poder contener las lágrimas.
—Ya te escribirá, no te preocupes —le dijo Eulogio, que ya había vuelto vestido.
—Tengo que ir a París… tienes que darme su dirección… tengo que ir. —Catalina no atendía a razones.
—París está tomado por el Ejército alemán. No es fácil viajar ahora tal y como están las cosas, y además, ¿quién te iba a poder acompañar en un viaje así? Tu padre no tiene buena salud, y tu madre… bueno, yo no creo que vaya a dejar a tu padre desasistido para irse contigo. Y otra cosa: Marvin no se ha ido a París sino a Londres, donde le están esperando sus padres —añadió Eulogio.
—¿No ha dejado una carta para mí? —preguntó Catalina esperanzada.
—No… no ha dejado nada. Se ha tenido que ir tan aprisa… —intervino Piedad, conmovida por las lágrimas de Catalina.
—Y ahora qué voy a hacer… —dijo ella.
—Pues esperar y dejar de comportarte como una niña —respondió Eulogio con severidad.
—Es que… Bueno, tú no lo sabes, pero Marvin y yo… me prometió que me llevaría a París, que cuidaría de mí, que él y yo…
—¿Sabes?, no creo que Marvin te prometiera nada excepto comportarse como un buen anfitrión si un día vas a París. Y para eso hace falta que termine la guerra. Los alemanes dominan media Francia, están en París. Pero eso ya lo sabes. Creo que te has hecho ilusiones falsas y no porque Marvin te haya dado pie. —Eulogio le hablaba sin miramientos.
—Pero, hijo, no digas las cosas así… —le interrumpió Piedad.
—Madre, sabes lo unidos que estamos Marvin y yo, de manera que sé que lo único que siente por Catalina es amistad, y no caben engaños —respondió Eulogio de malhumor.
—¡Tú no sabes nada! ¡Nada! Marvin y yo nos vamos a casar, ¡entérate! Y si se ha ido es porque ha sucedido algo que le ha obligado a hacerlo. Puede que su padre le haya apremiado para que viajara a Londres porque tenga algo importante que decirle. Sí, eso es, ha sucedido así —replicó Catalina, convencida de sus palabras.
—Piensa lo que quieras, allá tú —contestó Eulogio, encogiéndose de hombros.
Catalina se puso en pie y se dirigió a la puerta seguida por Piedad.
—Muchas gracias por su amabilidad…
—De nada, hija, y serénate, ya verás como todo se arregla —la consoló Piedad.
Cuando madre e hijo se quedaron a solas, Piedad le reprochó a Eulogio su brusquedad.
—No hacía falta que fueras tan duro con ella. Es una buena chica.
—Con la cabeza llena de pájaros. Oyéndola hablar parece que Marvin se hubiera comprometido con ella, y yo sé mejor que nadie que él no lo ha hecho.
—Puede que ella haya confundido la amabilidad de Marvin… —admitió Piedad.
—Sé que he sido desagradable, pero prefiero sacarla de su error.
—Pobre Fernando —se lamentó Piedad.
—Sí, él sigue enamorado de Catalina. Ojalá se le pase, se merece a alguien que le quiera —asintió Eulogio con cierto sentimiento de rabia.
Catalina caminaba deprisa sin hacer nada por domeñar las lágrimas. Se resistía a aceptar que Marvin se hubiera marchado sin decirle nada. Él no sólo la quería, sino que era un caballero, y después de lo que había pasado entre los dos en la Pradera de San Isidro no podía dejarla. Otro quizá sí, pero él no.
Se echó la culpa por no haber impedido su marcha. Ahora se daba cuenta de que tenía que haber pensado que el silencio de Marvin debía de tener una razón. Pero se habían encontrado un par de veces en la calle, e incluso un día pasearon un buen rato sin que él le advirtiera de que se iba a marchar tan pronto. Recordaba que unos días antes Marvin le había hablado de la carta de su padre, pero ni por un momento le dijo que se iría solo, sin llevarla.
Se paró en seco para dominar una arcada. Llevaba dos semanas con aquellos vómitos y esa sensación de malestar que la retenía por las mañanas más tiempo del habitual en la cama.
Precisamente esa misma tarde tenía que ir al médico con su madre. Pero poco le importaba que le pudiera anunciar que padecía una enfermedad, incluso fantaseó con la idea, pensando que de esa manera Marvin no tendría otra opción que regresar. Desechó aquel pensamiento. No. Eso no estaría bien. No sería digno de ella, aunque, se dijo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de hacerle volver.
Se cruzó por la calle con la mujer del estraperlista, pero no la saludó. Aquella mujer la irritaba tanto como su hijo. Antoñito se presentaba en su casa todas las tardes y allí se quedaba una hora. Su madre los vigilaba entrando y saliendo de la salita.
Antoñito y ella apenas hablaban. Él se tomaba una taza de café, del café con que los obsequiaba todas las semanas, e intercambiaban algunos comentarios intrascendentes. Ninguno de los dos se sentía a gusto en compañía del otro, aunque ella podía leer en los ojos de Antoñito el deseo de que pasara a ser de su propiedad. Se estremecía pensando en lo que él podía ser capaz de hacer. Le hablaba con tanto resentimiento, como si ella tuviera la culpa de haber nacido en una casa con posibles mientras que él no dejaba de ser el hijo de un tendero.
«Deberías ir preparándote para cuando estemos casados, en mi casa fregarás y cocinarás como lo hace mi madre», le advertía constantemente. «A mí no me gustan las zánganas; si crees que te vas a levantar de la cama después de las ocho, estás muy equivocada.» «No me mires con tanto descaro, las mujeres honradas no miran a los hombres, permanecen con la mirada baja.» «Tú no tienes opiniones, tú opinarás lo que yo te diga de cada cosa. Sólo faltaba.» Y así le iba dibujando cómo sería su vida el día en que se casaran.
En realidad a Catalina le daba lo mismo lo que dijera porque no pensaba casarse con él por más que su padre se hubiera empeñado en convertirla en esposa de Antoñito. Había consentido en admitir sus visitas para no contrariar a su padre, pero ya estaba harta y cualquier día le sacaría de su error, no pensaba casarse con el hijo del estraperlista.
Cuando llegó a su casa se fue a su habitación y se tumbó sobre la cama. Estaba mareada y las náuseas la agotaban.
Su madre y su padre entraron en el cuarto extrañados de que no hubiera ido a saludarlos.
—Pero, hija, ¿qué tienes? —preguntó su madre, poniéndole la mano sobre la frente.
—Esta niña tiene el estómago mal, a ver si esta tarde el doctor nos dice qué le sucede y le da algún remedio. Don Antonio quiere que la boda se celebre a finales de año, ya le he dicho que es un poco precipitado, pero, si ha de ser, será —dijo don Ernesto.
—Eso ahora no es importante, lo que tenemos que saber es qué le pasa a la niña, lleva un par de meses que no levanta cabeza. Mira qué mala cara tiene —añadió doña Asunción.
Catalina no se molestó en responder a ninguno de los dos. En realidad repetían siempre lo mismo.
—Mujer, mal aspecto no tiene, incluso está más gordita —indicó don Ernesto.
—Tú vete a lo tuyo, Ernesto, que yo me quedo con ella. Herviré unas hierbas de esas que me da mi hermana Petra.
Cuando se quedaron a solas, doña Asunción miró a su hija con más preocupación de la que quería admitir.
Por la tarde acudieron a la consulta de don Juan Segovia. Asunción y él se conocían casi desde niños puesto que sus padres habían sido amigos. Si hubiese sido por su marido habrían cambiado de médico, porque don Juan siempre había simpatizado con los azañistas y aunque no había participado en política tampoco se había librado de la guerra.
El médico examinó a Catalina, hizo unas cuantas preguntas y cuando terminó la exploración le ordenó sentarse.
—Bien, si no me equivoco, y creo que no me equivoco, lo que te pasa es que estás embarazada. ¿Tengo razón?
Doña Asunción dio un grito al tiempo que protestaba mirando al médico con aprensión.
—Pero ¡qué dices! Por Dios, Juan, cómo se te ocurre pensar que la niña está embarazada. Lo que le pasa es que todo lo que come le cae mal… Además, Catalina se casará a fin de año, no sé si lo sabes, pero se casa con Antoñito Sánchez.
—Ya, el hijo del estraperlista… Algo he oído, aunque me resistía a creerlo. Catalina con ese chico… no sé yo… Bueno, pero parece que ellos han adelantado algunas cosas que debían de haber dejado para después de la boda y esto ha tenido consecuencias.
—¡No, no, no! ¡Qué disparate! ¿Cómo se te ocurre insinuar que mi hija…?
—A ver, niña, ¿tengo o no tengo razón? —preguntó don Juan a Catalina.
Estaba noqueada. Cuanto decían don Juan y su madre eran palabras que le sonaban lejanas, como si no estuvieran allí, tan cerca, mirándola.
—¡Catalina, por Dios, habla! —la conminó su madre.
—Dale un respiro: le traeré un vaso de agua, es normal que esté asustada.
Don Juan salió del despacho y doña Asunción se puso en pie delante de su hija.
—No puede ser… dime que no… tú…
Catalina seguía sin responder y su madre le sacudió los hombros con fuerza intentando sacarla de su ensimismamiento.
Don Juan regresó con un vaso de agua que hizo beber a Catalina.
—Bien, lo mejor es que les cuentes a tus padres lo que ha pasado. Debes de estar embarazada de un par de meses como mucho. ¿Desde cuándo te falta el período?
Ambas mujeres se sonrojaron por la pregunta directa, pero él era médico y habiendo pasado una guerra no le impresionaba el embarazo de una jovencita que se había comportado de manera inadecuada.
Catalina tragó saliva mientras pensaba. Rechazaba la posibilidad que había sugerido don Juan, pero en algo tenía razón el médico: hacía un par de meses que no sangraba.
—Mira, Catalina, si quieres que te ayude deberías decirme la verdad. Comprendo que no te lo esperabas, pero cuando uno hace ciertas cosas… en fin… esto suele pasar. Tú y Antoñito deberíais haber esperado a la boda, total sólo os quedan pocos meses, pero lo hecho, hecho está. Si no te quieres casar con mucha tripa, tendréis que adelantar el enlace como mucho a septiembre u octubre. Por fortuna, tú eres delgada y si no te da por comer mucho, cosa fácil hoy en día, lo mismo no se te notará el día de la boda.
—Pero, Juan, ¡no digas estas cosas! Catalina no… Catalina no… no está… no está…
—¡Está embarazada, Asunción! Sé que es un disgusto muy grande para ti y no quiero pensar en qué dirá tu marido, pero estas cosas pasan, han pasado antes, pasan ahora y pasarán en el futuro. Lo que hay que hacer es casarlos cuanto antes y asunto resuelto. De la salud de Catalina ya me encargaré yo.
—Hija, te lo ruego, ¡dile que se equivoca! —suplicó doña Asunción a Catalina.
El médico la miró con compasión y la joven comenzó a llorar con desesperación, así que él le hizo un gesto a doña Asunción para que no dijera nada y permitiera desahogarse a su hija. Al cabo de un rato, cuando parecía que a Catalina ya no le quedaban más lágrimas, el médico volvió a hablar:
—Lo mejor es que les cuentes todo a tus padres. Es normal que se disgusten, pero eres la niña de sus ojos y resolverán lo mejor para ti. En cuanto a Antoñito… tendrá que responder como un hombre haciéndose cargo de la situación.
—No ha sido él —murmuró Catalina.
—¿Cómo has dicho? —preguntó don Juan, creyendo que no la había entendido.
—No ha sido con Antoñito. —Y Catalina volvió a llorar.
Doña Asunción sufrió un vahído y el médico y Catalina tuvieron que prestarle atención. Mientras su hija la sostenía y abanicaba, don Juan fue a buscar otro vaso de agua.
En un momento se cambiaron las tornas y era doña Asunción la que lloraba con desconsuelo, abrumada por lo que estaba viviendo.
Don Juan tardó un buen rato en lograr que madre e hija se serenaran lo suficiente para retomar la conversación.
—No es asunto mío preguntarte con quién has hecho lo que no debías hacer, pero cuanto antes se lo digas a tus padres, mejor. Supongo que será algún joven conocido y que se hará cargo de la situación, ¿o no? —quiso saber el médico.
—¡Fernando! ¡Ha sido Fernando! —gritó doña Asunción, que parecía haber tenido una revelación.
—¿Fernando Garzo? ¿El hijo del editor? —preguntó don Juan.
—No, no ha sido él… Ha sido… Marvin, sí, ha sido con Marvin.
Con voz entrecortada, Catalina le explicó a don Juan quién era Marvin, que se habían hecho novios sin decírselo a nadie y que una noche en la Pradera de San Isidro sucedió lo que sucedió, pero que él se había marchado a Londres sin despedirse de ella, aunque estaba segura de que en cuanto supiera lo sucedido regresaría para casarse.
—Pero tú tienes que casarte con Antoñito, ¡qué dirá tu padre! —gimió doña Asunción.
—Lo importante es que se case con el padre de su hijo, ¿no te parece, Asunción? Además, no creo que en estas circunstancias Antoñito vaya a hacerse cargo de lo que viene no siendo suyo…
Salieron de la consulta de don Juan apoyándose la una en la otra, porque a las dos les faltaban las fuerzas para caminar. Madre e hija estaban en estado de shock, incrédulas por lo que el médico les había desvelado sobre el estado de Catalina.
—Pero, hija, ¿cómo has podido…? —le preguntó doña Asunción llorando.
—Mamá, no lo sé… Fue la noche del cumpleaños de Antoñito, cuando nos invitó a la Pradera… Bebí vino y se me subió a la cabeza… No me di cuenta de lo que hacía, ni siquiera me acuerdo bien… Pero sí te digo que prefiero que haya sido con Marvin. Le quiero a él. Antoñito me da asco. No pienso casarme con él diga lo que diga mi padre.
Doña Asunción apretó el brazo de su hija sin atreverse a decirle que era Antoñito el que ya no querría casarse con ella.
Sintió un escalofrío al pensar lo que sucedería si el americano no volvía, si se negaba a hacerse cargo de Catalina y el hijo que iban a tener. Era un extranjero y no tenían manera de presionarle para que cumpliera con su obligación. Temblaba al pensar en la reacción de su marido, al que sabía un hombre bueno pero apurado por las deudas. La boda se había convertido en una solución para resolver la difícil situación en la que estaban.
—No sé cómo se lo vamos a decir a tu padre. Le puede pasar algo del disgusto —se lamentó doña Asunción.
—Lo siento, mamá, no me perdonaré que a papá le pueda suceder algo por mi culpa, ¿qué puedo hacer? —preguntó Catalina con angustia.
—No lo sé, hija, no lo sé.
Madre e hija caminaron con paso lento, sabían que a partir de aquel momento sus vidas no volverían a ser las mismas.
A Catalina le costaba hacerse a la idea de que iba a ser madre. Se decía que quizá don Juan se había equivocado y se atrevió a preguntar a su madre si una mujer podía quedarse encinta por haber hecho «eso» sólo una vez.
—Sí, hija, sí, esa desgracia tenemos —respondió doña Asunción, atenazada por la preocupación.
Don Ernesto estaba en su despacho hablando con don Antonio. Catalina y su madre entraron a saludar y los dos hombres las miraron extrañados ante la evidencia de que habían llorado. Tenían los ojos enrojecidos y el rostro demacrado y no podían ocultar que algo les sucedía.
—Os veo cansadas. Anda, descansad un rato mientras yo termino de hablar con don Antonio —dijo don Ernesto.
—Sí… es que hace calor… ya se sabe que en Madrid el calor es insoportable —respondió doña Asunción.
—Pues sí que les afecta el calor —murmuró don Antonio, sorprendido por el mal aspecto de las dos mujeres.
Una vez que el estraperlista se hubo marchado, don Ernesto llamó a su mujer para que le comentara cómo había ido la visita al médico. Doña Asunción se echó a llorar, incapaz de decirle la verdad.
—Pero bueno, ¿qué es lo que pasa? Asunción, si la niña tiene algo malo, dímelo… —dijo don Ernesto angustiado.
Pero su esposa no era capaz de responderle y se refugiaba en las lágrimas para no hacerlo, de manera que don Ernesto llamó a su hija. Habida cuenta de la reacción de su esposa, empezaba a pensar que Catalina tenía una enfermedad mortal.
Cuando lograron calmar a doña Asunción, don Ernesto, en un gesto poco común en él, se sentó junto a su hija y cogiendo su mano, como si intentara darle ánimo, insistió a su esposa para que se explicara.
Doña Asunción miró a su hija dudando qué hacer y Catalina, abrumada por el estado de su madre, decidió ser ella quien hablara. No supo de dónde sacó las fuerzas, pero sin miramientos le anunció a su padre la verdad.
—Estoy embarazada, don Juan dice que de dos meses. El niño no es de Antoñito, es de Marvin, el americano. —Lo dijo todo seguido mirando a su padre a los ojos y viendo cómo cambiaba su expresión. Primero de incredulidad y después de dolor hasta concluir en ira.
Don Ernesto se plantó delante de su hija dándole una bofetada que la hizo tambalearse. Catalina dio un paso atrás buscando mantener el equilibrio, pegándose a la pared mientras se llevaba los brazos a la cara al ver que su padre volvía a levantar la mano.
—¡Ernesto, por Dios Santo! ¡Déjala! ¡Te lo ruego, Ernesto! —gritó doña Asunción, intentando colocarse entre el marido y la hija.
Pero la rabia de don Ernesto era tal que empujó a su mujer y volvió a descargar la mano sobre el rostro de Catalina.
—¡Desgraciada! ¡Eres una cualquiera! ¡Cómo has podido hacernos esto! ¡Perdida! ¡Mujerzuela!
Catalina le escuchaba aterrada. Nunca había visto a su padre así. Él, siempre tan comedido, tan caballero, incapaz de decir una palabra más alta que otra, se había transformado en un ser irreconocible con el rostro enrojecido, los ojos saltones y la saliva escapándose por la comisura de los labios con cada insulto.
Aguantó como pudo los golpes de su padre hasta doblarse en dos y caer al suelo mientras su madre suplicaba que no le pegara más.
Doña Asunción se agachó intentando protegerla con su propio cuerpo porque el padre estaba dando patadas a Catalina.
—¡Te arrancaré a ese bastardo con mis propias manos! ¡No lo tendrás, por mis muertos que no lo tendrás! —continuó gritando don Ernesto.
Madre e hija recibieron algún golpe más hasta que el padre sintió un vahído y tuvo que agarrarse al respaldo de una silla.
Llorando, doña Asunción intentó levantar a Catalina del suelo.
—Hija, por favor, levántate… Por favor…, hija mía…
Catalina tenía un ojo hinchado y apenas veía por él, pero sintió que su padre se estaba recuperando del vahído y, haciendo un esfuerzo, se incorporó. Después, protegida por los brazos de su madre, se dejó llevar a su habitación. Una vez dentro, doña Asunción cerró la puerta con el pestillo y la ayudó a tumbarse sobre la cama.
—No te preocupes, mamá —murmuró Catalina, más preocupada por la desolación de su madre que por el dolor de los golpes recibidos.
—Iremos al médico para que te vea, no vaya a ser que… ¡Pobre hija mía! Perdona a tu padre… perdónale…
—¿Perdonarle? ¡Nunca, me oyes, nunca! —se atrevió a decir sin ocultar su rabia.
—Tienes que hacerlo, hija… Perdónale… Los hombres son así, para ellos la honra es lo más importante —le suplicó la mujer al tiempo que le pasaba por la frente un pañuelo empapado en colonia.
A Catalina le sangraba la nariz y, además del ojo inflamado, tenía otras rojeces por el cuerpo. Doña Asunción no había salido mejor librada, pero no se quejaba, su única preocupación era su hija.
—Quédate aquí tranquila. Iré a por agua y te traeré algo de comer. Cuando salga, echa el pestillo y no abras hasta que no vuelva.
—Madre, quédate conmigo… Padre es capaz de hacerte cualquier cosa… —respondió Catalina llena de temor.
—No me hará nada… es un buen hombre… Perdónale, hija, ha sido la impresión. Hay que dejar que se le pase… Ya verás como todo se arregla, tu padre te quiere, eres la niña de sus ojos…
Catalina no respondió. No reconocía en aquel ser furioso a su padre. Esperaba una reprimenda y un castigo, pero no aquella violencia que había empleado con las dos.
Cuando su madre salió de la habitación echó el pestillo. De repente sentía un temor profundo de su padre y pegó el oído a la puerta dispuesta a socorrer a su madre si la escuchaba gritar.
Pero no oyó nada y, rendida, se volvió a echar sobre la cama. Cerró los ojos e intentó no pensar, pero no lo lograba. Se decía que quizá había sido demasiado brusca al anunciarle a su padre que estaba embarazada, tendría que habérselo dicho de otra manera o haber dejado que fuera su madre quien se lo explicara esa noche cuando se retiraran a su habitación. Pero ya no había vuelta atrás. Lo peor es que tendría que volver a enfrentarse a su padre.
De repente se sobresaltó. ¿Y si no lograba ponerse en contacto con Marvin? No sabía dónde escribirle. Sólo Eulogio sabía su dirección y no se la daría a no ser que le dijera por qué era tan urgente comunicarse con él. Pero si le decía a Eulogio que esperaba un hijo de Marvin, no guardaría el secreto y tarde o temprano se enteraría todo el barrio y a ella le daría mucha vergüenza. La criticarían a sus espaldas, podía imaginar las cosas que dirían. No fue hasta ese momento cuando se dio cuenta de la gravedad del problema.
Se recostó de nuevo a esperar que regresara su madre y se pasó la mano por el vientre. No sentía nada. ¿Era posible que dentro de ella estuviera el hijo de Marvin? «Un hijo», pensó por primera vez. Iba a tener un hijo que no deseaba tener. Inmediatamente se arrepintió de su propio pensamiento. Claro que quería tener hijos con Marvin, pero una vez casados y no de aquella manera. Pero ¿y él?, ¿se enfadaría al saber que iba a tener un hijo?, ¿pensaría que había sido una trampa de ella? No, no podía pensarlo, lo que pasó en la Pradera fue algo fortuito, y él lo sabía. Además, había sido Marvin quien no había sido capaz de contenerse, porque ella realmente no sabía lo que hacía a causa del efecto del vino que se le había subido a la cabeza anulando su voluntad.
Le dolía la espalda, allí donde su padre le había dado una patada, y tenía la visión nublada a causa del golpe en el ojo; también sentía que se le estaba moviendo un diente. No quería mirarse en el espejo, temía lo que pudiera ver.
Se quedó adormilada hasta que unos golpes suaves en la puerta la devolvieron a la realidad. Escuchó a su madre susurrar su nombre.
Abrió la puerta y doña Asunción entró con paso rápido. Llevaba una bandeja en la mano con un vaso de leche y un trozo de pan.
—No tengo hambre —advirtió Catalina.
—Tienes que comer, no tienes más remedio aunque sólo sea por él. —Y dirigió la mirada al vientre de su hija.
—Papá… ¿te ha dicho algo? —preguntó temerosa.
—Le he tenido que preparar una tila. Está muy nervioso, para él ha sido un golpe muy duro.
—No tengo la culpa de lo que ha pasado —se defendió Catalina.
—Bueno… ya da lo mismo, lo hecho, hecho está. Ahora tenemos todos que afrontarlo.
—Pero tú no estás tan enfadada conmigo. —Y en la mirada de Catalina había una súplica a su madre.
—¿Enfadada? No sé cómo estoy, hija… Aún no me he hecho a la idea de que estés… bueno, de que estés embarazada. No me ha dado tiempo a pensar, estoy… estoy sorprendida, nunca habría pensado que tú… Te he enseñado a ser prudente con los chicos y sin embargo llega ese extranjero y te dejas seducir…
—¡Mamá, por favor, ayúdame!
—Claro, claro que lo haré, lo que no sé es cómo ni qué debemos hacer. En cuanto tu padre se tranquilice, hablaremos y tendremos que tomar decisiones. Pero de lo que no tengo dudas es de que el americano tiene que hacerse cargo de la situación. Si es necesario, iré yo misma a decírselo. Cuanto antes os caséis, mejor. Es una pena que no podamos organizar una boda decente.
—Mamá…, Marvin se ha ido. Eulogio me ha dicho que se ha ido a Londres y yo no tengo su dirección. Si Eulogio no me la da, no sabré dónde encontrarle…
—¿Cómo le has dejado marchar sin que te haya dicho adónde se iba?
—Se ha ido sin despedirse de mí. —Y Catalina se puso a llorar.
—¡Dios mío, qué catástrofe!
Doña Asunción se sentó en el borde de la cama retorciéndose las manos. El labio inferior le temblaba. Catalina buscó refugio en sus brazos y así estuvieron un buen rato.
—Esté donde esté, tenemos que encontrarle y que vuelva cuanto antes —sentenció doña Asunción.
—Eulogio sabe su dirección, pero no nos dará las señas de Marvin en Londres sin antes decirle por qué queremos encontrarle —insistió Catalina.
—¡Y a él qué le importa! Estaría bueno que tuviésemos que darle explicaciones. Mira, quizá te pueda echar una mano Fernando, ¿no es tan amigo de Eulogio?
—¿Y decir a Fernando que estoy… que estoy esperando un hijo de Marvin? No puedo, madre, no puedo hacerlo.
—No tienes por qué darle tanta explicación —respondió doña Asunción sin demasiada convicción.
Catalina volvió a llorar con desconsuelo. Empezaba a darse cuenta de que su vida había dejado de pertenecerle.
Su madre la obligó a tomar la leche con el pan y después la dejó sola. Ella también necesitaba recomponer sus pensamientos e hizo un esfuerzo por contener las lágrimas mientras se dirigía a su habitación.
Su marido estaba sentado en una butaca junto al balcón, que permanecía abierto. Hacía mucho calor. La taza con la tila reposaba en una mesita cercana, doña Asunción suspiró con alivio al verla vacía. Se sentó en una silla.
—Tiene que abortar —susurró don Ernesto.
Doña Asunción dio un respingo asustada por lo que acababa de escuchar. No se atrevió a decir nada salvo mirar a su marido con aprensión.
—No voy a consentir que se case con ese americano. La he comprometido con Antoñito y con él se casará, pero antes tiene que desprenderse de lo que sea que lleve en el vientre. Buscaremos a alguien que resuelva el problema. En Madrid tiene que haber quien haga esas cosas. Naturalmente, nadie debe enterarse ni de que está preñada ni de lo otro. —Y pronunció estas últimas palabras como una advertencia a su mujer.
—No puede ser… no podemos… somos católicos… Además, Catalina no lo consentirá: está enamorada del americano, ella quiere casarse con él… ¡Por Dios, Ernesto, cómo se te puede ocurrir esa monstruosidad!
Don Ernesto dio un puñetazo sobre la mesita y la taza cayó haciéndose añicos.
—¿Es que tú también te has vuelto loca como tu hija? Estamos arruinados, ¿es que no te has dado cuenta? Le debo mucho dinero a don Antonio, sin ese dinero no podríamos ni comer. Don Antonio tiene el capricho de que su hijo se case con una señorita y la que más a mano tiene es Catalina.
—¡¿Y no te importa darle tu hija a ese patán?! —le reprochó su esposa.
—¡Pero en qué mundo vives, Asunción! La guerra arruinó el negocio de tu padre y ahora sólo tenemos deudas. Mi hermano no anda mucho mejor, intenta que las tierras vuelvan a dar algo, pero por ahora lo poco que saca es para vivir. Mira, no tenemos otra solución, Catalina está acostumbrada a que no le falte de nada y con Antoñito tendrá cuanto necesite.
—Pero ella no le quiere, le aborrece…
—¿Acaso nos queríamos nosotros cuando nos casamos? Nuestros padres acordaron nuestra boda porque era lo mejor para los dos, y aquí estamos, ¿nos ha pasado algo? Tú has sido una esposa ejemplar y yo un marido fiel, ¿qué más se puede pedir?
—Pero no podemos obligarla… Además, el americano podría reclamar a su hijo…
—¿Qué hijo? No habrá ningún hijo, de eso me encargo yo. La niña abortará.
—¡De ninguna manera permitiré que mi hija cometa un pecado mortal! —Doña Asunción se puso en pie y miró a su marido con algo parecido a un desafío.
—¿Y no es pecado mortal cometer actos impuros? Irá al Infierno igualmente.
—¡Dios Santo, qué cosas dices! Mira, Ernesto, ahora debes descansar, mañana hablaremos de todo esto… Estamos nerviosos y no sabemos lo que decimos… ¡Que Dios nos perdone!
—Sí, que nos perdone, pero la niña abortará.
Catalina se había levantado al poco de amanecer. Se aseó rápidamente y salió de su casa sin hacer ruido decidida a ver a Eulogio en cuanto éste regresara del almacén. En la calle se encontró con Fernando, que se iba a trabajar.
—¿Qué haces en la calle a esta hora? —preguntó extrañado.
—Tengo que ver a Eulogio —respondió Catalina sin pensar.
—¿Tan temprano? Estará a punto de llegar, pero ¿por qué tienes que verle con tanta urgencia? ¡Qué te ha pasado! Tienes un ojo morado y también el brazo… ¿Te has caído?
Catalina guardó silencio mientras se mordía el labio inferior hasta sangrar.
—Oye, si no me lo quieres decir no me lo digas, a mí no me importan tus asuntos. Bueno, adiós. —Y Fernando le dio la espalda malhumorado.
—No te vayas… No es que no te lo quiera decir… es que… —Y rompió a llorar.
Fernando se quedó inmóvil, sorprendido. Nunca la había visto llorar, ni siquiera cuando era niña y se caía desollándose las rodillas.
—Pero ¿qué te pasa? —dijo echándole un brazo por los hombros.
Aquello aumentó el llanto de Catalina y Fernando se asustó.
—Mira, te acompaño a casa, no creo que en este estado debas andar por la calle. Y explícame lo que te pasa, que ya sabes que conmigo puedes contar para lo que sea.
—¿Lo que sea? —gimió ella.
—Sí, ya lo sabes —admitió él.
Ella aún dudaba. Necesitaba desahogarse con alguien y nadie mejor que su amigo de la infancia que sabía que le tenía devoción, pero sentía demasiada vergüenza para decirle que estaba embarazada.
Fernando se impacientaba, pero no quería dejarla sola y en aquel estado en la calle. Llegaría tarde a la obra y el capataz bien podía despedirle. Aun así, decidió que ella le importaba más que nadie en el mundo y que si perdía el trabajo por ayudarla no lo lamentaría. La quería de tal manera que estaba dispuesto a dar su vida por ella.
Catalina se arrebujó en sus brazos buscando consuelo y él no pudo evitar un desasosiego en todo el cuerpo.
—Anda, ven, nos sentaremos en un banco y me lo cuentas todo.
Caminaron los pocos metros que los separaban de la plaza de la Encarnación y se sentaron muy juntos en un banco. Él le cogió las manos y le sonrió.
—Te pase lo que te pase, yo te ayudaré a resolverlo.
—¿Me lo prometes? —preguntó ella con una súplica.
—Te lo juro.
—¡Eres tan bueno conmigo!
—Bueno, cuéntame qué te pasa.
—Pues que…
—Vamos, Catalina, si en alguien puedes confiar es en mí —le insistió él.
—Estoy embarazada. —Lo dijo en un susurro al tiempo que sorbía las lágrimas que le corrían por las mejillas.
Fernando le soltó las manos y su mirada debió de reflejar mucho dolor y desesperanza, además de indignación, porque Catalina en aquel mismo instante se arrepintió de haberse confiado a él. Durante unos segundos permanecieron quietos, mirándose sin verse, desesperados, incapaces de darse consuelo.
Por fin Fernando recuperó el dominio de sí mismo y, luchando contra la ira que sentía, le preguntó:
—¿Quién ha sido?
—Tú sabes quién ha sido… ¿Te acuerdas del día de la Pradera?
—Marvin.
—Sí.
Fernando cerró el puño y lo estrelló en el banco. Ni siquiera sintió dolor a pesar de que se le despellejaron los nudillos. Era tal la rabia que sentía que de haber tenido enfrente a Marvin, le habría molido a golpes.
—Cómo pudiste hacerlo… —se lamentó.
—Yo… no sé lo que pasó… ni siquiera lo recuerdo… Lo siento, Fernando, lo siento…
Y era sincera en el lamento. Miró con aprensión a Fernando, no podría soportar que él la juzgara mal y mucho menos que no quisiera saber de ella nunca más. En ese instante se dio cuenta de lo unidos que siempre habían estado. Ella sabía que él estaba enamorado y había dado por descontado que, hiciera lo que hiciese, contaría con ese amor total y generoso que en todo momento le había mostrado.
Se quedó muy quieta a su lado mientras Fernando, con la mirada perdida, intentaba controlar sus emociones.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó él con la voz cansada, como si fuera la de un viejo.
—Pedir a Eulogio que me dé la dirección de Marvin. Le escribiré a Londres y a París, le diré lo que me ha pasado y… bueno, espero que él se haga cargo de la situación, que vuelva para casarnos.
Las palabras de Catalina le dolieron tanto como si se hubiera echado sal en un herida abierta.
—¿Estás segura de que volverá?
—Sí, no puede dejarme así…
—Ya… De manera que le contarás a Eulogio que estás embarazada…
—No tengo más remedio, él es el único que sabe dónde está Marvin. Me da vergüenza contarle cómo estoy y que se entere todo el mundo, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
—Podría pedírsela yo.
—¿Tú? ¿Y crees que te la daría?
—Eulogio es mi amigo, el mejor que tengo, y estoy seguro de que puede guardar un secreto, pero por si acaso será mejor que hasta que Marvin no vuelva no le digas a nadie que estás… que estás así…
Catalina bajó la cabeza avergonzada. Sabía que Fernando intentaba protegerla y eso aún la hizo sentirse más culpable.
Él le pasó la mano por la cara mirándola con tal intensidad que ella bajó los ojos al suelo.
—Mi padre me ha pegado —confesó en un hilo de voz.
—Estos morados, ¿te los ha hecho tu padre?
—Sí, se puso furioso, creí que iba a darle una apoplejía, nunca le había visto así, gritando… Ahora le tengo un poco de miedo.
—No dejaré que te pegue. Hablaré con él —le dijo Fernando, decidido a hacerlo.
—No, no… mejor que no aparezcas por casa, no sé de lo que sería capaz.
—Ni él tampoco sabe de lo que yo soy capaz si alguien te hace daño —respondió Fernando muy serio.
—¿Me ayudarás?
—Qué remedio. Ahora vete a casa, ya hablaré yo con Eulogio a mediodía.
Fernando pasó el resto de la mañana pensando en Catalina, apenas podía concentrarse en lo que estaba haciendo. Pascual, el capataz, le gritó un par de veces al verle distraído; su error fue darle un empellón al que Fernando respondió con un puñetazo que dejó al hombre tirado en el suelo.
El resto de los obreros miraron a Fernando espantados. ¿Cómo se había atrevido el joven a golpear a un hombre mayor que además era el capataz de la obra? Le despedirían seguro; además, el empellón no había sido tan fuerte como para merecer un puñetazo.
El capataz se levantó, se limpió la sangre del labio y se encaró con Fernando.
—Estás despedido y te voy a denunciar. Los hijos de los rojos no merecéis compasión. Terminarás en la cárcel como tu padre, así os fusilarán a los dos.
Uno de los trabajadores sujetó a Fernando, que iba a responder con otro puñetazo.
—Vamos, chaval, no hagas más tonterías, coge tus cosas y márchate, no te compliques más la vida.
Fue lo que hizo. Se marchó sin una pizca de arrepentimiento. El capataz era una mala persona y tarde o temprano sabía que habría terminado propinándole un puñetazo.
Estuvo vagabundeando por la ciudad sin saber muy bien adónde ir. El jornal de la imprenta no les daba para vivir. Por primera vez no lamentó que su madre se hubiera puesto a trabajar en casa de don Luis. A mediodía, antes de pasar por su casa, subió por fin a la buhardilla de Eulogio. Le abrió la puerta Piedad.
—Mi hijo está todavía durmiendo, hoy ha llegado muy cansado. Le diré que has venido.
Cuando entró en su casa, su madre se dio cuenta de que algo le pasaba, pero no le preguntó.
Comieron patatas con un poco de pimentón y se repartieron una manzana que le había regalado doña Hortensia, la esposa del farmacéutico.
Su madre esperó a terminar el frugal almuerzo para preguntar qué le pasaba.
—Le he dado un puñetazo a Pascual y me ha despedido.
—Pero, hijo, ¡cómo se te ocurre pegar al capataz! Eso puede tener consecuencias para nosotros… Pero ¿qué te ha hecho?
—Me dio un empujón.
—Ya, ¿y ése es motivo suficiente para pegarle?
—Cada uno mide como quiere su dignidad y yo no voy a consentir que nadie me levante la mano por muy capataz que sea.
Isabel miró a su hijo y supo que la pelea con el capataz había sido consecuencia de algo más. Fernando no era violento, al contrario, de manera que algo más que un empellón es lo que había provocado esa reacción tan desmedida de su hijo.
—¿Y qué más? —le preguntó su madre.
—¿Qué más? No sé a qué te refieres.
—Qué más te ha pasado —insistió la madre con gesto serio.
—Nada.
—A mí no me engañas, Fernando. Me duele que no confíes en mí, pero no me mientas.
El gesto apesadumbrado de su madre le conmovió. No tenía derecho a echarle más pena sobre los hombros.
—No quiero engañarte, madre, tienes razón, hoy no he tenido un buen día.
Isabel se quedó en silencio esperando a que él continuara hablando.
—Madre, lo que voy a decirte tiene que quedar entre tú y yo.
—¿Acaso soy una chismosa?
—No, claro que no, pero es que no se trata de mí, sino de otra persona.
Fernando tragó saliva. Confiaba en su madre, pero aun así le costaba desvelarle la situación de Catalina. Isabel siempre se había mostrado amable con ella, pero él tenía la impresión de que no terminaban de simpatizar. Seguramente porque para ella no era un secreto que Catalina no estaba enamorada de él.
—Catalina está embarazada —dijo de pronto y miró de frente a su madre, expectante por su reacción.
—¿Quién es el padre? —preguntó Isabel a su hijo sin ninguna emoción en la voz.
—¿Crees que he sido yo?
—No, sé que no has sido tú.
La respuesta de su madre le molestó. En realidad le dolía que fuera tan evidente que para Catalina él no dejaba de ser su compañero de juegos de la infancia.
—Marvin —respondió—. Ha sido el americano.
—El americano… Sí, tenía que ser él —dijo sin un deje de asombro.
—Lo dices muy segura, ¿por qué tenía que ser él? Podría haber sido yo.
—¿Tú? Desde luego que no. Ella no te quiere como a ti te gustaría. Catalina es buena chica, pero ya sabes que es muy fantasiosa; es lógico que el americano la haya deslumbrado. Ahora bien, debería haber sido más lista y no hacer lo que no debía.
—Su padre le ha dado una paliza.
—Líbrenos Dios de la furia de los mansos. ¿Y su madre?
—Su madre intenta protegerla, pero quiere que escriba a Marvin contándole lo que sucede para que regrese de inmediato de Londres.
—No volverá —afirmó Isabel.
—¡Y tú qué sabes! Estoy seguro de que se ha ido sin conocer que Catalina estaba embarazada; no es mi amigo, pero le tengo por un hombre de bien y sé que se hará cargo de la situación.
—Hijo, no digo que el americano sea mala persona, pero está en su propio laberinto. Por lo que me has contado y lo poco que he hablado con él, regresó a España a perdonarse a sí mismo y me parece a mí que se ha ido como vino. No le veo capaz de preocuparse por nada que no sea su propia angustia. Puede que me equivoque, ojalá, por el bien de Catalina.
—No soporto verla tan desamparada.
—Algún día tendrás que aceptar que Catalina no es para ti. Nunca te querrá como mereces, como necesitas. Te aprecia, de eso estoy segura, pero no te ve como el hombre que eres. ¿Te ha pedido ayuda?
—Me he ofrecido yo a pedirle a Eulogio la dirección de Marvin. Si ella se la pidiese, tendría que decirle por qué.
—¿Y cuál será la excusa que le vas a dar a Eulogio?
—No sé, quizá que se ha dejado unos libros y unos papeles y que a lo mejor quiere que se los envíe… ¡Qué sé yo!
—Sí, esa excusa puede estar bien, es creíble.
—Madre, ¿por qué eres tan dura?
—¿Dura? No, no lo soy, sólo que el problema de Catalina es fruto de su estupidez y atolondramiento. Yo no dejo de llorar, hijo, lo hago por lo que tu padre sufre en la cárcel, por la incertidumbre de no saber si nos lo devolverán… Lloro por todas esas mujeres y esos hijos y esos hermanos que como nosotros aguardan a que se abra la puerta de la cárcel para dejarnos ver brevemente a los nuestros. Lloro también por lo que Franco y los suyos están haciendo con nuestro país. Pero no me pidas que llore porque una chica tonta se ha dejado seducir.
—¿Qué tienes contra ella?
—Es buena chica, pero egoísta y coqueta. Sabe que la quieres y cómo la quieres y te da carrete sólo para tenerte atado a ella; le resulta muy cómodo saber que eres incondicional, sin importarle lo que tú puedas sufrir precisamente porque la quieres —sentenció Isabel.
Fernando no respondió. Sabía que su madre tenía razón, pero aun así estaba dispuesto a seguir haciendo, a cambio de nada, de caballero andante de Catalina.
Eulogio le garabateó en un papel la dirección de Marvin en París.
—Pero no está allí, ya te he dicho que se ha ido a Londres para reunirse con sus padres que viajan a Europa con la intención de convencerle para que vuelva a Nueva York. Desconozco dónde se aloja en Londres. Pero si quieres enviarle esos libros a París… Claro que lo más seguro es que no le lleguen nunca. Además, si te dejó unos libros y se ha marchado sin reclamártelos a lo mejor es que no eran importantes para él. Aunque con Marvin nunca se sabe… No está bien; como buen poeta, es inestable.
Con la dirección en el bolsillo, Fernando respiró aliviado por haber cumplido la misión a la que él mismo se había comprometido con Catalina. Tenía que ayudarla, se dijo, aunque eso significaba perderla para siempre. Pero ni él mismo soportaría verla sufrir por estar embarazada y el estigma que eso le supondría.
Por la tarde, ya en la imprenta, don Vicente le preguntó qué le preocupaba.
—Te veo ausente, ¿hay noticias de tu padre?
—Mañana tenemos cita con el abogado. Ojalá nos dé buenas noticias.
Y a continuación le contó al bueno de don Vicente que le habían despedido de la obra y el porqué.
—Pues sí que tienes malas pulgas… darle un puñetazo al jefe… En fin, tendré cuidado, no vaya a llevarme yo también alguna galleta si te contrarío —le respondió con una sonrisa.
—Usted no es como Pascual, que además de fascista es mala persona. No pienso consentir a nadie que insulte a mi padre —replicó Fernando.
—Pero tienes que contenerte. La manera de resolver los problemas no es a puñetazos. Tu padre te habría dicho lo mismo que te estoy diciendo yo. Y ten cuidado con lo que dices, que hay oídos por todas partes, pero don Víctor es buena persona y aunque es de los que han ganado la guerra, ya sabes lo mucho que aprecia a tu padre. Aquí editábamos y seguimos editando algunos de los libros de Editorial Clásica donde trabajaba don Lorenzo antes de la guerra.
—Lo sé, don Vicente. Mi padre también le aprecia mucho a usted y está muy agradecido a don Víctor por haberme dado trabajo.
—Ya te he dicho que don Víctor es un buen hombre, de los que ayudan a todo el mundo sin mirar si son azules o rojos. Y deja de llamarme «don Vicente», que aunque sea el encargado de la imprenta sólo soy un tipógrafo y a mucha honra.
—Es por respeto…
—Sé que me respetas, yo no te consentiría lo contrario. Pero llámame por mi nombre.
—De acuerdo, don Vicente.
—Pero ¡qué te acabo de decir! —El tipógrafo reía por la cara de estupor de Fernando.
—Sí… sí…
—Mira, haremos una cosa, vendrás a hacer alguna hora por la mañana, y le pediré a don Víctor que te pague algo más…
—¿Cree usted que querrá?
—Por pedírselo no perdemos nada. ¿Sabes?, quizá no te venga mal haber dejado la obra. Eso no era para ti, aunque hoy en día hay que trabajar en lo que se puede, no en lo que se quiere, y además contentos porque no están las cosas para elegir.
—Gracias, don Vicente.
—¡Pero será posible! Vicente, llámame Vicente, que no es tan difícil mi nombre.
Al día siguiente cuando Fernando llegó a la imprenta el bueno de Vicente le hizo un gesto para que pasara al despacho de don Víctor.
Fernando se puso nervioso. Don Víctor siempre había sido amable con él, pero le imponía respeto. Llamó a la puerta y aguardó a que le mandara pasar.
—Adelante, chaval… Siéntate.
—Gracias, don Víctor.
—Me ha dicho Vicente que te vendría bien trabajar aquí unas cuantas horas más.
—Sí… sí que me vendría bien.
—¿Qué te ha pasado en la obra?
—Bueno… he tenido un problema con el capataz.
—¿Qué clase de problema? —Don Víctor le observaba con atención y parecía poder leer sus pensamientos.
—No le voy a engañar, tuvimos una discusión y yo… bueno, le di un puñetazo… Sé que no está bien, pero ese hombre faltó a mi padre.
—Ya…, te comprendo. Yo tampoco hubiera consentido que nadie faltara al mío. Pero no tomes por costumbre ir dando puñetazos por ahí. Tu padre, Fernando, es todo un caballero, un hombre culto y cabal. Siempre le he tenido aprecio a pesar de nuestras diferencias políticas. Un buen editor tu padre, de los mejores. Todavía recuerdo nuestras conversaciones. Le gustaba traer personalmente algunos de los textos de los libros. Me solía decir: «Víctor, a éste trátamelo bien, que es muy especial». Sus preferidos solían ser libros de poesía y de historia.
—Gracias, don Víctor. —Fernando se sentía tan aliviado como sorprendido por la reacción de aquel hombre.
—No me des las gracias. Esta guerra… En fin, deberíamos haberla evitado.
—Usted la ha ganado —se atrevió a responder Fernando.
—¿Ganado? Sí, un bando ha vencido a otro, pero ¿ahora qué? ¿Sabremos volver a mirarnos los unos a los otros sin odio ni rencor? ¿Seremos capaces de superar lo que hemos hecho? Yo… bueno, a mí no me gustaban las izquierdas revolucionarias, no creo que tuvieran la solución para los problemas de España; es más, creo que los estaban agravando. De eso discutía con tu padre. Yo soy católico y una persona de orden, nada más. Pero bueno, no tengo por qué darte explicaciones. Cuéntame cómo sigue tu padre…
—Sufriendo, don Víctor. No se queja, pero cada día está más delgado. Ocupa una celda de pocos metros con otros treinta hombres. Están apretados como en una lata de sardinas. La comida es bazofia. Pero él no desespera.
—Iré a verle esta misma semana. ¿Sigue en las Comendadoras?
—Sí, allí le tienen.
—Pues me acercaré a llevarle algún libro, espero que le permitan leer. Y… bueno, no te prometo nada, pero hablaré con algunos conocidos para ver si se puede hacer algo.
—Si usted pudiera… ¡se lo agradecería eternamente! Aún no comprendemos por qué le han condenado a muerte. Nuestra única esperanza es que le conmuten la sentencia.
—Veré qué puedo hacer. Y ahora habla con Vicente, él te dirá el nuevo horario y lo que tienes que hacer.
—Gracias, don Víctor.
—De nada, hombre.
Cuando salió de la imprenta pasaban de las nueve, pero la luz aún bañaba la tarde. Se dirigió hacia su casa con la esperanza de encontrarse a Catalina, al fin y al cabo vivía dos portales más allá del suyo por lo que no era difícil que pudieran coincidir. Pero a quien vio fue a Antoñito acompañando a «la Mari», que acababan de echar el cierre a la tienda de ultramarinos. Se saludaron sin siquiera pararse. También se cruzó con Piedad y con dos chicos del barrio con los que había compartido aula en el instituto.
El ir y venir calle arriba calle abajo terminaría llamando la atención porque los porteros de las casas le conocían e intentaban darle charla.
—¿Qué?, ¿no te animas a subir a tu casa y prefieres tomar la fresca? —le dijo Pepita, la portera, una mujer entrada en carnes pese al hambre que ella, como tantos otros españoles, pasaba.
—Es que hace mucho calor y, además, tengo ganas de estirar las piernas… —se disculpó él.
—Tu madre ha llegado hace un rato.
—Sí… claro… Bueno, ahora subiré…
Le fastidiaba tener que explicarse con la portera. No es que fuera una mala mujer, a Pepita la conocía desde niño, pero siempre estaba ojo avizor sobre las idas y venidas de los vecinos. Mientras Madrid fue republicano ella parecía afín a la República, pero en cuanto entró Franco se avino sin problemas a la nueva situación, incluso parecía más conforme que antes.
Decidió subir a su casa. Isabel estaba zurciendo su mejor camisa, una de color blanco, que era la que se ponía para ir a ver al abogado, como debía hacer al día siguiente.
—¡Hola, madre!
—¿Estás mejor? —preguntó preocupada.
—Sí… Además, he hablado con don Víctor. Don Vicente me ha recomendado para que me den trabajo por la mañana, el salario no será mucho, pero algo es algo hasta que encuentre otra cosa.
También comentó que don Víctor se había ofrecido para interesarse por su padre. Isabel se mostró esperanzada.
—Ojalá pueda hacerlo. Sé que tiene un cuñado militar. Tu padre y él siempre se llevaron bien a pesar de sus diferencias.
—No parece mala persona. Al fin y al cabo me dio trabajo porque don Vicente le explicó nuestra situación.
—Sí, te dio trabajo por ser hijo de tu padre. Mañana por la tarde tenemos que ir al abogado —le recordó.
—Lo sé, madre, y espero que nos dé una buena noticia y tengamos pronto a padre en casa.
El timbre sonó y Fernando fue a abrir la puerta. Era Eulogio, que quería fumarse un cigarro con él antes de irse al almacén.
Eulogio sabía que Fernando no podía gastar ni un céntimo comprando tabaco, él tampoco, pero en ocasiones don Antonio le daba unos cuantos cigarrillos, y cuando no era así, ya se encargaba él de quitarle alguno.
—¿Hace un pitillo?
—Claro que sí, pasa.
Charlaron un rato de todo y de nada. Luego Eulogio se despidió para ir a trabajar.
A esa hora, poco antes de la cena, en casa de los Vilamar no reinaba la misma armonía.
Don Ernesto acababa de llegar a su casa después de haber pasado buena parte del día fuera sin que doña Asunción ni su hija supieran dónde había estado. Cuando le oyeron girar la llave de la puerta, Catalina corrió a encerrarse en su habitación y su madre se preparó para afrontar la ira de su marido.
—Dile a la niña que venga al despacho —le dijo sin siquiera saludarla.
Doña Asunción no se atrevió a preguntarle nada y fue en busca de Catalina.
—Pero yo no quiero verle, ¿y si me vuelve a pegar? —preguntó temerosa.
—Hija, tienes que venir, si no puede ser peor —le pidió su madre.
Ambas mujeres entraron muy juntas en el despacho de don Ernesto. Él se había sentado tras la mesa de roble macizo que había heredado de su padre, y éste del suyo, y así unas cuantas generaciones atrás.
Don Ernesto les hizo una seña indicándoles que se sentaran en los sillones fraileros colocados delante de la mesa. Lo hicieron sin rechistar.
—Un amigo me ha hablado de una mujer que ayuda a deshacerse de hijos bastardos. Vive en la Corredera. Iréis a verla mañana mismo. Cobra cien pesetas. Aquí las tengo.
—Pero, Ernesto, eso es un pecado mortal, condenarás a nuestra hija —gimió doña Asunción.
—No me importa su alma. Es ella quien la ha puesto en peligro, no yo. El problema lo tenemos ahora, lo que tenga que pasar en el Más Allá, será.
»No podemos afrontar la vergüenza ni las consecuencias del embarazo. Antoñito no se querría casar con ella, y en cuanto a don Antonio… No, no nos lo podemos permitir.
—No lo comprendo, tú eres católico, ¿te atreverás a confesarte con don Bernardo y decirle que has obligado a abortar a tu hija? Yo me moriría de la vergüenza y también tendría que hacerlo. En cuanto a Catalina, cuando muera irá derecha al Infierno.
—¡Pues que vaya! —gritó don Ernesto, dando un puñetazo sobre la mesa. Su rostro se enrojeció y le empezó a latir una vena en la sien con tanta intensidad que se llevó las manos a la cabeza.
Doña Asunción se calló asustada y Catalina, lívida, apenas se atrevió a respirar. Cuando don Ernesto se recuperó del dolor intenso que había sentido en la frente, las miró con tanta ira que se asustaron aún más.
—Si te da vergüenza confesarte con don Bernardo, busca a otro cura para hacerlo, y si Catalina va al Infierno, como irá, poco me importa, allí es donde debe estar para purgar lo que ha hecho. No consentiré que acabe con nosotros. Hemos sobrevivido a la guerra en esta ciudad rodeados de rojos, temiendo cada día que nos vinieran a buscar para fusilarnos esos desgraciados del Frente Popular, y ahora no será esta perdida la que nos lleve definitivamente a la ruina.
—Pero, Ernesto…
—¡Cállate! Tu deber es obedecer. Irás con ella mañana a casa de esa mujer y cuando regreséis, asunto terminado.
—¿Es que no te das cuenta del peligro? Muchas chicas mueren cuando les hacen eso…
—La prefiero muerta que deshonrada —afirmó con rabia don Ernesto.
—¡Dios Santo, qué cosas dices!
—No me discutas más, Asunción, o terminaremos mal.
Su esposa bajó la cabeza mientras dejaba escapar las lágrimas que había contenido hasta ese momento. Catalina apretó la mano de su madre agradeciéndole sin palabras que la hubiera defendido enfrentándose a su padre. Tragó saliva y cerrando los ojos comenzó a hablar:
—No voy a ir al Infierno ni por ti ni por nadie. He cometido un pecado mortal, es verdad, pero Dios me lo puede perdonar, lo que no me perdonará es que mate. Puedes pegarme cuanto quieras, padre, pero no iré a casa de esa mujer; tendré mi hijo y, si Dios quiere, me casaré con Marvin. Mañana a más tardar tendré su dirección y le escribiré. Estoy segura de que responderá porque sé que me quiere tanto como yo a él. Eso es lo que haré y si mientras tanto prefieres que no esté aquí para que no me vea nadie, pues me iré. —Lo dijo todo seguido, controlando el miedo que atenazaba su estómago.
Su padre se puso en pie y antes de que se diera cuenta le dio una bofetada que la hizo caer al suelo. Doña Asunción se agachó para proteger a su hija con su propio cuerpo, de manera que recibió en el costado otro golpe que iba dirigido a Catalina.
—¡Zorra! ¡Eres una zorra! ¡Y aún te atreves a decir que me vas a desobedecer! ¡Si es necesario, te mataré a palos, pero ese bastardo no nacerá! ¡Te lo juro por mis muertos!
Esta vez Catalina no lloró. Se tragó las lágrimas y con ayuda de su madre se incorporó. Una vez en pie, se acercó a su padre y le miró con tanto odio como él la miraba a ella. Contuvo sus propios deseos de abofetearle, de darle una patada, incluso de escupirle. Sin embargo, se conformó con quedarse muy quieta dispuesta a encajar cuantos golpes quisiera darle.
Pero su madre se interpuso entre los dos y tiró de su brazo llevándola a la puerta antes de que don Ernesto volviera a pegarle.
—Vete a tu cuarto, hija, ahora iré yo. Tengo que hablar con tu padre.
Cuando se quedaron a solas, don Ernesto volvió a sentarse detrás de la mesa y ella lo hizo en el sillón frailero.
—Ernesto, no consentiré que continúes pegándole. Es nuestra hija, nuestra única hija, la sangre de nuestra sangre por más que haya cometido un error. No es la primera mujer que tiene un contratiempo, ni será la última —le dijo mientras sentía el escozor del golpe que su marido le había propinado cuando protegía con su cuerpo a Catalina.
—¿Contratiempo? —gritó su marido—. ¿Le llamas contratiempo a dejarse preñar?
—Sé que Catalina ha hecho mal, pero a su pecado no debemos añadir un pecado mayor. No permitiré que la condenes al Infierno.
—¿Que no lo permitirás? ¿Tú no lo permitirás? Pero ¡cómo te atreves! —Y don Ernesto se levantó de su asiento gritando con los ojos inyectados en sangre.
Doña Asunción miró a su marido temiendo que le fuera a pegar. Aquel hombre taciturno y enfermizo, un pazguato, se había transformado en alguien distinto al que le costaba reconocer.
—Esta tarde hemos ido a ver a mi hermana Petra. Le hemos contado lo que nos pasa y nos ha dado una solución —respondió a su marido con voz temblona.
—¡Cómo te atreves a contárselo a tu hermana! Ahora lo sabrá todo el mundo —volvió a gritar él.
—Sabes que Petra es discreta, pero además es mi hermana y quiere a Catalina como a una hija porque es su única sobrina. A veces desde fuera se ven las cosas con más claridad —se disculpó.
—¿Y qué es eso que te ha aconsejado la lista de tu hermana? —preguntó don Ernesto con desprecio.
—Que en cuanto Catalina engorde un poco, se vaya a su casa si es que para ese entonces no ha venido el americano. Si ese Marvin llega a tiempo, se casan en una ceremonia discreta y ya está, no será la primera ni la última mujer que se case embarazada. Pero si no viniera… bueno, Catalina pasará el embarazo en su casa y allí tendrá a la criatura y luego… será doloroso, pero Petra la llevará al hospicio. De esta manera Catalina podrá retornar a su vida como si nada. Sólo tendrás que aplazar la boda con Antoñito. Decirle a don Antonio que la enviamos fuera porque no está bien de salud o porque es mi hermana la que tiene algún padecimiento y la tiene que cuidar. Lo que mejor te parezca. Si Marvin viene, se rompe el compromiso y si no viene, es cuestión de esperar.
—Y… bueno, ¿quién la asistirá en el parto? No creo que ni Petra ni tú estéis capacitadas para hacer de comadronas.
—Iré a ver a Juan Segovia, puede que él conozca a alguna mujer que pueda ayudar cuando llegue el momento; al fin y al cabo, es nuestro médico y conoce a Catalina desde pequeña y ha sido él quien se ha dado cuenta de que está embarazada.
Don Ernesto se quedó pensativo. Nunca había considerado demasiado a su mujer, a la que no creía con muchas luces, pero en esa ocasión tanto ella como su hermana Petra podían haber dado con la solución. A él tampoco le satisfacía ayudar a cometer un crimen con esa criatura que estaba por nacer. Era un buen católico y sabía que algún día Dios le pediría cuentas. Claro que para eso faltaba tiempo. El problema en aquel momento no era otro que convencer a don Antonio. Era un bruto acostumbrado a que todos hicieran su voluntad, y más cuando se le debía dinero, y él le debía más del que nunca podría devolver.
Su mujer aguardaba expectante, rezando mentalmente para que consintiera.
—¿De cuántos meses está? —preguntó esta vez sin gritar.
—Casi de tres…
—O sea que en nada se le empezará a notar.
—Sí, en un mes más.
—Estamos en agosto, de manera que el bastardo vendrá al mundo allá por febrero.
—Así es.
—Don Antonio no querrá esperar tanto…
—Le daremos largas. Catalina puede escribir a Antoñito mientras tanto, así le tendrá entretenido.
—Sea. Pero hasta que se vaya no quiero que salga de casa salvo para ir a misa. Y cuando esté con tu hermana Petra hará lo mismo.
—No te preocupes; además, dejaremos en el hospicio un ajuar para el bebé, de manera que tenemos mucho que coser.
—¿Catalina ha consentido?
—Al principio no, ha llorado y se ha resistido, pero mi hermana la ha convencido de que es lo mejor. Además, es una solución en caso de que el americano no venga, aunque yo espero que lo haga.
Su marido permaneció en silencio mientras golpeaba con los dedos suavemente la superficie de la mesa. Doña Asunción volvió a encomendarse a Dios, no fuera que su esposo cambiara de opinión.
Pero don Ernesto, aunque obcecado, era un buen católico y la solución de su cuñada Petra le empezaba a parecer más acertada que la suya.
—¿Cómo ha podido hacernos esto? —preguntó a su mujer ahora ya con voz calmada.
—Es sólo una niña atolondrada. En realidad no recuerda muy bien lo que pasó. Fue el día del cumpleaños de Antoñito. Y fuiste tú quien consintió que fuera con él y con los jóvenes del barrio a la Pradera. Acuérdate que a mí no me parecía bien. —Con estas palabras doña Asunción se reivindicaba a sí misma.
—¿Y cómo iba a negarme? Don Antonio insistió en que Catalina asistiera al cumpleaños de su hijo.
—¡Menudo cumpleaños! Uno celebra el cumpleaños en casa y no en una pradera con unas cuantas botellas de vino. Pero claro, no se puede esperar nada de esa gente —afirmó con desprecio doña Asunción.
—A la Pradera de San Isidro suele ir la gente a pasar la tarde del domingo. No veo qué había de malo en que fuera la niña.
—Mira, Ernesto, tú sabes que nuestra Catalina es muy inocente y ella no está acostumbrada a beber, y al parecer Antoñito le insistió para que bebiera de la bota. ¡Imagínate! Eso lo hacen las chicas de otros barrios, pero ella…
—Don Antonio me dio su palabra de que su hijo cuidaría de ella —se defendió don Ernesto.
—Pues no lo hizo.
—Al menos, puesta a pecar, la descarada podría haberlo hecho con Antoñito —masculló don Ernesto.
—¡Que Dios te perdone! ¿Cómo puedes decir semejante barbaridad?
—No sé si Dios me perdonará, pero lo que sí sé es que don Antonio no me perdonará ni una sola peseta de las muchas que le debo.
—¡Qué bajo hemos caído! —exclamó doña Asunción, y no pudo evitar una mirada de decepción.
Al día siguiente, Fernando y su madre llegaron al despacho de Alberto García media hora antes de la cita prevista. No era un mal hombre, aunque sospechaban que se aprovechaba de la desesperación de quienes como ellos intentaban sacar a sus familiares de las cárceles. Y había tantos presos que el negocio era redondo. Las más de las veces no se conseguía nada, pero las familias pagaban, empeñando y vendiendo cuanto tenían.
De nuevo, el abogado les dio largas. El caso de Lorenzo Garzo estaba siendo estudiado, debían tener paciencia y esperanza. Eso sí, volvió a insistirles en que era más que necesaria una carta del cura de la parroquia garantizando que don Lorenzo siempre había sido un buen católico.
Fernando bajó la cabeza y fue su madre la que encaró la situación.
—Mi esposo siempre ha sido un hombre de bien, querido y respetado por cuantos le conocen. Un hombre intachable. Sólo era editor de libros. ¿Acaso es un delito? —alegó Isabel.
—Yo no lo dudo, señora, pero no es a mí a quien hay que convencer. En el expediente de su marido sigue faltando la carta del párroco.
Isabel sabía que esa batalla la tenía perdida. Don Bernardo se venía negando a darle la carta garantizando que Lorenzo era un buen católico. En realidad, tan sólo le conocía de haberse cruzado con él por el barrio, ya que su marido nunca había pisado la iglesia. El cura sospechaba que Garzo era masón y se lo había dicho en más de una ocasión a Isabel, a quien sin embargo tenía por una buena católica.
—Si don Bernardo no nos da la carta, ¿qué pasará? —preguntó Fernando.
—Que las cosas se pondrán difíciles. Necesitamos que alguien de la Falange, además de un cura, avale que tu padre es un hombre de bien.
—¡Y qué saben la Falange y la Iglesia cómo es mi padre! ¡Quiénes son ellos para certificar sobre la bondad de nadie!
—Por Dios, hijo, no te enfades, don Alberto sólo quiere ayudarnos. —Isabel cogió la mano de su hijo con aprensión, temiendo las consecuencias de su estallido de rabia.
—Mira, chaval, en España hay muchos traidores y es lógico que Franco no se fíe, de manera que hay que demostrar que tu padre no estuvo entre quienes pudrieron este país. Se trata de separar el trigo de la cizaña.
—¿Quiere decir que si uno no es falangista o no va a misa, entonces es cizaña? —preguntó Fernando desafiante.
El abogado le miró de arriba abajo con pereza antes de responderle:
—Ya que lo preguntas, hoy en día la respuesta es que sí.
—Pues está equivocado —afirmó Fernando, mirándole a los ojos.
—¡Vaya con el chaval! Yo que tú tendría cuidado con lo que dices, no vaya a ser que alguien te interprete mal. Mira, yo soy honrado y estoy diciendo lo que hay; con esas dos cartas a lo mejor salvo a tu padre, sin ellas… Dios dirá.
Le pagaron las cien pesetas que les cobraba por visita. Un abuso que les obligaba a ahorrar hasta el último céntimo y a pasar más hambre de la que debieran.
Se marcharon desolados. Isabel con lágrimas en los ojos, Fernando con el gesto crispado por la rabia.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Isabel a su hijo.
—Iré a hablar yo con don Bernardo en vista de que a ti no te hace ni caso. Menudo cura malvado, qué pena que alguien no se le llevara por delante.
—Pero ¡qué dices! Don Bernardo nos ha ayudado, gracias a él tengo el trabajo en casa de don Luis y doña Hortensia, él me recomendó y bien que nos vienen las pesetas que me dan.
—Sí, a ti, que eres medio beata, te ha recomendado, pero a padre le quiere ver fusilado porque nunca entró en la iglesia y sabe que era republicano. Dirás lo que quieras, pero es un miserable.
—Mira, Fernando, te prohíbo que vayas a ver a don Bernardo. Iré yo, me pondré de rodillas, le suplicaré. Esta vez me hará caso. Estoy dispuesta a hacer toda la penitencia que me imponga.
—Como siempre haces y yo no sé por qué. Te pasas el día rezando rosarios, imagino que son parte de las penitencias que te pone el cura por estar casada con un republicano.
—Déjalo ya, hijo, dices unas cosas… Y vamos a darnos prisa para llegar a tiempo de ver a tu padre. ¿Dónde tienes el paquete?
Isabel había envuelto en una servilleta un par de manzanas, unas cuantas galletas y un trozo de tortilla de patata. Esperaba que no se lo confiscaran en la puerta de la prisión. Sobre todo temía por la tortilla de patata. Se había esmerado en hacerla al gusto de su marido.
Lorenzo Garzo caminaba con pasos cortos, como si a pesar de su extrema delgadez le pesaran las piernas. Fernando se dio cuenta de que sin las gafas su padre tenía un aire ausente.
Empezaron a hablar los tres a la vez, queriendo saber cómo les iba a los unos y al otro.
—Bueno, por orden, que de lo contrario no nos entenderemos —dijo don Lorenzo, levantando la mano para hacerlos callar.
—Padre, venimos de ver al abogado; no nos promete nada, pero tampoco nos quita la esperanza.
—Eso es buena señal, hijo —respondió don Lorenzo para animar a Fernando.
—Ya verás como te dejarán ir… Tú no has hecho nada —afirmó Isabel con más convicción de la que sentía.
—Claro, claro… No os preocupéis, todo saldrá bien. Y ahora contadme qué hacéis y cómo van las cosas ahí fuera.
No le hablaron del hambre que pasaban, habría sido un sarcasmo estando como estaba él en los huesos. Fernando le contó a su padre que le habían despedido de la obra y que por mediación de Vicente, don Víctor había aceptado que fuera a trabajar también por las mañanas.
—Don Víctor es un hombre cabal, bueno donde los haya, en cuanto a Vicente… Aprende de él, Fernando, que puede enseñarte mucho. El oficio de tipógrafo es tan bueno como cualquier otro, incluso mejor, porque me temo que nuestros sueños de que te conviertas en editor como yo…
—¡No digas eso, Lorenzo! Fernando será editor, ¿por qué no van a permitirle terminar sus estudios? —protestó Isabel aun sabiendo que ni siquiera tenían dinero para intentarlo.
—Bueno, ya se verá, lo importante es que Fernando sea un hombre de bien. Las cosas deberían haber sido diferentes, pero ya veis, poco podemos hacer, de manera que es mejor ser realistas aunque no hay que rendirse, hijo.
—Yo no me rindo, padre, y como conservo tus libros, voy preparándome por si acaso.
—Cuida bien de mis libros, Fernando, son mi mayor tesoro, además de vosotros.
—Confía en mí, padre.
—Pues claro que confío. Cómo no habría de hacerlo.
Isabel insistió en que comiera el trozo de tortilla de patata, quería estar segura de que su marido al menos disfrutara él solo de su comida favorita. Lorenzo obedeció a su mujer y aunque estaba hambriento, su estómago se resistía ante la tortilla de patata.
—¿Es que no te gusta? —preguntó Isabel decepcionada.
—¡Cómo no va a gustarme! Es que tengo el estómago cerrado… Me duele últimamente.
—Tiene que verte un médico —dijo su mujer, como si eso fuera posible.
—Cuando salga de aquí, no te preocupes.
Pero se fueron preocupados. Don Lorenzo parecía deteriorarse por días.
—Tengo que hacer algo —murmuró Fernando.
—¿Y qué vas a hacer? Mira, lo único que nos queda es pedirle a don Bernardo que nos dé esa carta que requiere el abogado. Ahora mismo iré a la parroquia. En cuanto a un certificado de buena conducta de la Falange… no sé, quizá don Antonio…
—¿El estraperlista? Pero, madre, si nunca nos hemos tratado con él. No nos lo dará.
—Bueno, tú conoces a Antoñito, fuisteis juntos al instituto, quizá podrías hablar con él. Además, parece buen chico, ¿no te invitó a que fueras a la Pradera de San Isidro junto a los otros chicos del barrio a celebrar su cumpleaños?
—Y fui porque me obligaste.
—No se les puede hacer ningún feo, Fernando, les hemos dejado mucho a deber…
—Y bien que se lo han cobrado.
—Mira, hijo, no es momento de ser orgullosos, haré lo que sea por sacar a tu padre de la cárcel. Si no quieres hablar con Antoñito, lo haré yo con don Antonio.
—¡Ni se te ocurra! No quiero que le supliques a ese fascista.
—Fascista o no, puede darnos esa carta que nos reclama el abogado. Y si tengo que suplicarle, lo haré. ¿No crees que la vida de tu padre vale más?
—Es su dignidad lo que vale más —replicó Fernando.
—No voy a abandonar a tu padre. Quizá podrías hablar con Eulogio, él puede ayudarnos.
—¿En qué?
—¿No trabaja para don Antonio? Puede hacer de intermediario… No seas tan orgulloso, hijo, no nos lo podemos permitir.
Su madre tenía razón, hablaría con Eulogio, su amigo siempre le daba buenos consejos y conocía bien de qué percal era don Antonio. A él le llamaba la atención el desprecio que Eulogio sentía por su jefe, lo que le llevaba a robarle con descaro, sin remordimientos de conciencia.
Subió a la buhardilla de su amigo, pero ya se había marchado al almacén, así que decidió ir a verle allí después de cenar.
Cuando llegó, tuvo que esperar a que Eulogio terminara de colocar unos sacos de patatas que habían llegado aquella misma tarde junto con unas cuantas cajas de vino peleón y más sacos con lentejas y arroz.
Hasta que no terminó de colocar la mercancía Eulogio no prestó atención a Fernando. Cuando hubo acabado con la última caja, le invitó a sentarse sobre un saco lleno de lentejas.
—¿Quieres echar un cigarro? No he parado desde que he llegado. ¿Ves esas cajas? Don Antonio me ha mandado ordenarlas porque mañana las van a llenar con no sé qué cosas que tiene que llevar al cuartel donde está destinado su hermano Prudencio. Seguro que es para sobornar a alguien. Hace unos días también mandamos una caja con unas cuantas botellas de vino.
—Pues sí que es generoso tu jefe —respondió Fernando.
—¿Generoso? ¡De eso nada! Cuando da algo es porque espera recibir mucho más.
—Necesito que me hagas un favor —dijo Fernando impaciente.
—Pues claro, ¿qué necesitas?
—Que tu jefe firme una carta diciendo que mi padre es un hombre de bien. El abogado nos ha vuelto a decir que sin una carta de la Falange y otra del cura no hay nada que hacer.
Eulogio se quedó en silencio. Lo que le estaba pidiendo Fernando no era un favor sino un imposible. Don Antonio odiaba a los rojos, y al padre de Fernando le tenía por tal. Además, don Lorenzo nunca tomó en cuenta al estraperlista, era una de las pocas personas del barrio a las que se le notaba que le costaba saludar.
—No me estás pidiendo un favor sino un milagro —le dijo a su amigo.
—¿Se lo pedirás? —A Fernando le temblaba la voz.
—Sí, se lo pediré, pero no creo que quiera escribir la carta. Tú sabes que a don Antonio nunca le cayó bien tu padre. En más de una ocasión le he oído despotricar contra él. Dice que en la cárcel a tu padre «le bajarán los humos de intelectual». Es un bruto, Fernando, ya lo sabes.
—Sí, lo sé —asintió con pesar.
—¿Y don Bernardo escribirá la carta?
—No lo sé, mi madre iba a hablar con él. Como hemos llegado tarde a casa no ha podido ir a la parroquia, irá mañana. Espero que siendo cura al menos sienta compasión.
—¿Don Bernardo? No es por desanimarte, pero yo no estaría tan seguro. Ya sabes que perdió a dos hermanos en la guerra, que llegaron unos milicianos a su pueblo y fusilaron a todos los fascistas… Claro, eso es difícil de perdonar —afirmó Eulogio.
—Pero es un cura —insistió Fernando.
—Yo no perdonaré nunca a los que mataron a mi padre aunque fuera en la guerra. Para mí todos los fascistas son iguales, así que puedo entender que para los fascistas todos los rojos seamos iguales. Nadie perdona las deudas de sangre, aunque uno sea cura. —Eulogio sabía que sus palabras herían a Fernando, pero no quería darle falsas esperanzas.
—Tengo que intentarlo —respondió desesperado éste.
—Y yo te ayudaré en lo que pueda. Mañana se lo pediré. Y ahora coge un saco y mete unas cuantas patatas, también hay tomates y alguna cebolla y un puñado de lentejas y otro de garbanzos.
—Pero don Antonio se lo olerá.
Eulogio se encogió de hombros. Estaba dispuesto a recibir un pescozón del estraperlista con tal de ayudar a su amigo. Él mismo añadió un trozo de tocino en el saco.
—¡Pero si me das todo esto se dará cuenta! —protestó Fernando.
—¡Qué va! Esto es poca cosa, yo todos los días le birlo algo.
—¿Y a tu madre no le importa? —preguntó Fernando, intrigado por la reacción que pudiera tener Piedad.
—Creo que no. Ella sería incapaz de robar, pero no me dice nada y yo no creo que debamos tener mala conciencia por robar a los que nos han jodido la vida. Yo he perdido a mi padre y al tuyo le tienen en la cárcel. No les debemos nada, Fernando.
—Sí, claro que les debemos, les debemos nuestra desgracia.
De regreso a su casa, Fernando iba pensando en cómo darle a Catalina la dirección de Marvin. No había logrado verla ni aquel día ni el anterior y, dada la premura de la situación, no podía retrasarse más. No tenía otra opción que pedir ayuda a su madre. Él no podía presentarse en casa de los Vilamar porque don Ernesto le echaría de malas maneras, pero su madre sí podía presentarse con alguna excusa.
Cuando se lo pidió, Isabel miró preocupada a su hijo.
—Así que quieres que me presente en casa de los Vilamar y que con disimulo le entregue este papel a Catalina, y si ella no estuviera, que se lo dé a su madre.
—Sí, es lo que te estoy pidiendo.
—¿Y qué hay escrito en este papel? —preguntó Isabel con severidad.
—Una dirección, la del americano.
—¡Vaya! ¿Y con qué excusa me presento en esa casa?
—Di que vas a visitar a doña Asunción… qué sé yo…
—Iré mañana en cuanto salga de trabajar; podría hacerlo a primera hora, pero a don Ernesto le extrañaría que me presentara en su casa a las ocho de la mañana para preguntar por su mujer.
—Gracias, madre.
—Eres muy bueno, hijo.
—¿Yo? ¿Por qué? —preguntó sin comprender el significado último de la afirmación de su madre.
—Por ayudar a la chica de la que estás enamorado a que se case con otro.
—¡Madre!
—Fernando, a mí nunca me has engañado. Bebes los vientos por Catalina desde que eras niño. Sé que para ti habrá sido una decepción, un gran dolor saberla con otro.
Fernando bajó la cabeza avergonzado. Su madre tenía razón. Le dolía el alma, si es que el alma está situada cerca del corazón, oprimiéndolo de tal manera que el dolor se hace insoportable. El alma que por la noche ronda los sueños impidiendo el descanso.
—Cada uno se enamora de quien quiere, y entre Catalina y yo nunca hubo nada ni ella me ha dado pie a pensar que podía haberlo —respondió haciendo de tripas corazón.
—Ya te dije que es una coqueta y aunque tú seas tan tonto para no haberte dado cuenta, ella siempre te ha dado carrete. No digo que con mala intención, pero como todas las coquetas gusta de tener una corte de admiradores.
—No hables así de ella —le pidió, dolido por el juicio de su madre.
—Haré lo que me pides, Fernando, pero no por ella. Lo haré por ti.
—¿Es que no te conmueve su situación? —le preguntó, sorprendido por la dureza de sus palabras.
—No le deseo ningún mal —respondió ella.
—Catalina es buena y se merece lo mejor —afirmó él.
Isabel se encogió de hombros y dudó unos segundos antes de responder a su hijo. No quería entristecerle más de lo que ya estaba.
—La conozco desde niña y no tengo nada en su contra. Sólo que no me gusta que sufras por ella. Tú crees que vale más de lo que vale, eso es todo.
Fernando prefirió no replicar. Le bastaba con que al día siguiente fuera a casa de los Vilamar y entregara a Catalina o a su madre la nota con la dirección de Marvin.
—¿Y esto de dónde lo has sacado? —preguntó Isabel nerviosa, señalando el saco de donde sobresalían unos tomates.
—Me lo ha dado Eulogio. Seis patatas, tres tomates, dos cebollas y una cabeza de ajos, un puñado de lentejas, otro de garbanzos y, lo mejor de todo, un trozo de tocino. —En los labios de Fernando se había dibujado una sonrisa.
—¡Madre mía! Como le pille don Antonio… No sé si debemos aceptarlo… —dudó Isabel.
—Pues claro que sí. Eulogio dice que los fascistas nos han jodido la vida y tiene razón. Don Antonio es un fascista y además de los peores, se dedica al estraperlo.
—Ya, pero nosotros nos somos como él, y no me parece bien que Eulogio coja cosas que no le pertenecen, aunque sea comida…
—Madre, don Antonio no se va a dar cuenta de que le faltan unas cuantas patatas, y nosotros pasamos mucha hambre.
—Pero esto no es nuestro —insistió Isabel.
—Pues ahora lo es. Don Antonio se aprovecha de todo el mundo y vende sus productos a precios que no podemos pagar aun sabiendo que en este barrio, como en el resto de Madrid, hay mucha hambre. Mira, piensa que es un regalo de Eulogio y ya está. A ti te salen muy bien las patatas con tocino. Anda, madre…
Fernando colocó el saco en la pequeña cocina y vació su contenido. Isabel parecía indecisa, pero terminó aceptando.
—Te ha dado un buen trozo de tocino, por lo menos tenemos para dos o tres días. Pero ahora lo mejor es que haga una ensalada, los tomates están muy maduros y no aguantarán un día más.
A Isabel le hubiera gustado mantenerse firme rechazando el regalo de Eulogio, pero el hambre los acechaba de la noche a la mañana sin darles tregua, mientras que el fascista de don Antonio se enriquecía a cuenta de las necesidades de la gente. Aun así, le preocupaba que el hambre y la miseria pudieran restarle un ápice de dignidad. Sabía que su marido no habría aceptado aquellas patatas, ni los tomates, ni siquiera la cabeza de ajos. Volvió a dudar, pero Fernando la devolvió a la realidad:
—Anda, madre, deja de pensar, los dos tenemos hambre.
Isabel se puso a lavar con cuidado los tomates. Al menos aquella noche no se irían a la cama con el estómago vacío.
Al día siguiente, en cuanto salió de trabajar, Isabel se presentó en casa de los Vilamar dispuesta a cumplir con el encargo de su hijo. Se sentía incómoda por la hora, el filo de las dos de la tarde, cuando bien mirado podría encontrar a la familia almorzando.
Le abrió la puerta la propia Catalina, que la invitó a pasar.
—No… no puedo entretenerme, sólo quería saber qué tal está tu madre… Hace días que no la veo en la iglesia… aunque será porque vamos a horas diferentes —musitó como excusa para justificar su presencia mientras con disimulo colocaba en la mano de Catalina el papel que Fernando le había dado.
Catalina lo apretó con fuerza mientras esbozaba una sonrisa, segura de que aquel papel contenía la ansiada dirección de Marvin que tanto le había rogado a Fernando.
—Pero, doña Isabel, pase… Avisaré a mi madre…
—No, hija, no tengo tiempo… Dile tú a lo que he venido…
—Mi padre no está en casa, aunque le estamos esperando para el almuerzo —dijo Catalina, animando a Isabel a entrar.
Doña Asunción salió al recibidor para ver con quién hablaba su hija y, al igual que ella, insistió a Isabel para que entrara.
—Aunque sea un momento… ¿Cómo va lo del indulto de tu marido?
—El abogado se muestra cauto, dice que necesitamos recomendaciones. Pero la verdad, no es fácil conseguirlas, aunque puede que don Bernardo nos eche una mano.
—¿Y nosotros podríamos hacer algo? —preguntó Catalina, deseosa de ayudar.
—Bueno… no lo sé… —respondió Isabel incómoda.
Doña Asunción miró preocupada a su hija. No creía que su marido estuviera en la mejor disposición para que le pidieran que intercediera por Lorenzo Garzo. Aun así, como era una mujer bondadosa, se ofreció a intentarlo.
—Mira, Isabel, Ernesto está a punto de llegar; si quieres, quédate y le explicas la situación por si él puede hacer algo.
Pero Isabel decidió que no quería tentar la suerte y encontrarse de frente con Ernesto Vilamar. No es que le temiera, pero nunca se había sentido cómoda con él y seguramente se extrañaría de su presencia, sobre todo a aquella hora.
En cuanto Isabel se fue, Catalina corrió a su habitación y desplegó el trozo de papel. Con letra cuidada Fernando había escrito la dirección que ella tanto ansiaba: Marvin Brian, rue de la Boucherie, 25. Tercer piso. París (V).
Y una anotación: «Pero Marvin está en Londres y dudo que vaya a ir a París».
Catalina fue en busca de su madre, que se afanaba haciendo un puré de patata.
—¡Lo tengo! ¡Fernando lo ha conseguido! —exclamó entusiasmada.
—¿Qué dices, niña? —preguntó su madre distraída.
—La dirección de Marvin. Le escribiré de inmediato para decirle que… bueno, supongo que le sorprenderá la noticia, pero es un caballero y no me dejará en la estacada. Además, está enamorado de mí.
Doña Asunción miró a su hija con desconsuelo. No eran pocos los supuestos caballeros que habían abandonado a chicas que les habían resultado fáciles de conseguir. Ella no conocía al tal Marvin y no sabía sí estaba o no enamorado de su hija, como ella insistía.
—Sí, escríbele, pero no te hagas muchas ilusiones… Puede que no quiera saber nada del asunto o puede que ni le llegue la carta. Los alemanes están en París y lo mismo él prefiere evitar Francia, puesto que, según me has dicho, tiene ideas liberales…
Catalina no quería pensar que eso pudiera suceder. Se había convencido de que después de que Marvin se reuniera con sus padres en Londres regresaría a París. Era la ciudad que él amaba y le había prometido que se la enseñaría, que la llevaría a todas partes.
Cuando don Ernesto llegó a su casa, encontró a su hija de buen humor, menos apocada que los días anteriores, aunque seguía evitando todo contacto con él. Le saludaba inclinando la cabeza, pero no le daba un beso, como era costumbre. No le perdonaba que le hubiese pegado, pero él estaba seguro de que se le pasaría el enfado. ¿Qué padre no habría hecho lo mismo si su hija le hubiera dicho que estaba deshonrada?
Durante el almuerzo comentó que aquella misma tarde cogería el tren. Tenía que hablar con su hermano.
Cuando dos días más tarde regresó, doña Asunción notó a su marido apesadumbrado. En los últimos meses cada vez que iba a Huesca regresaba deprimido. Ella intentaba consolarle.
—¿Cómo has encontrado a Andrés? —preguntó preocupada.
—Ya sabes cómo está… A mi hermano le han destrozado la vida.
—¿Y Amparito? —inquirió temerosa porque sabía la respuesta.
—Sigue sin recobrar el juicio.
—Quizá con el tiempo… —dijo ella sin excesiva convicción.
—Sabes que eso no va a suceder. Está completamente loca y no es para menos. Imagínate que nos hubiera pasado a nosotros… Aquellos malnacidos se presentaron en la finca y no se conformaron con quemar cuanto encontraron, ordenando a todos que salieran al patio. Mi hermano les pidió que al menos respetaran a los tres peones que ayudaban en las tareas del campo, pero ellos, ¡maldita sea!, se burlaron de todos reprochándoles que siguieran trabajando para unos terratenientes, y además de abroncarles y maltratar a mi hermano… tuvieron…
—¡Calla! Ya sé lo que pasó. ¡No me lo vuelvas a contar! ¡No sigas recordando! Lo pasado, pasado está, no podemos cambiarlo.
—¡Cómo puedes decir eso! —le reprochó su marido.
—La guerra saca lo peor de los hombres y se han cometido tantas tropelías… —quiso justificarse ella.
—¡Asesinaron a mi padre y a Andresito! Era el único hijo de mi hermano; cuando un miliciano empujó a su madre y él se encaró con el hombre, éste le dio un tiro en la frente, al chiquillo ni siquiera le dio tiempo a intentar defenderse —continuó diciendo don Ernesto, rememorando unos recuerdos que le partían el corazón.
—¡Por Dios, Ernesto, déjalo ya! —Doña Asunción cogió las manos de su marido y las apretó entre las suyas.
—Se rieron… Luego simularon que los iban a fusilar a todos… y ahí Amparito perdió el juicio. ¿Y tú quieres que no olvide? ¡Nunca! Jamás los perdonaré. Espero que alguno de los nuestros los haya mandado al mismísimo Infierno.
No era la primera vez que don Ernesto rememoraba lo sucedido en la finca familiar. En aquella ocasión parecía más afectado y lo relataba como si Asunción nunca lo hubiera escuchado.
—Pero debemos perdonar, Ernesto… Sentir odio no es cristiano.
—¡Que digan lo que quieran los curas! ¡Yo no voy a perdonar a los que han matado a mi padre y a mi único sobrino y destrozado a mi hermano!
—Pero, Ernesto, en una guerra… sabes que ha pasado de todo en los dos bandos… También los nuestros llegaban a los pueblos y daban el paseo a los rojos. Debemos olvidar.
—Pues olvida tú si quieres. Yo sólo espero que fusilen a todos esos rojos que llenan las cárceles.
—Pero no todos son asesinos… Hay gente que estaba en el otro bando, pero que no hicieron daño a nadie. Mira el caso de Lorenzo Garzo. Era un buen hombre —se atrevió a decir su mujer.
—¡Un masón! Es lo que era. Tú eres tonta, Asunción, y crees que todo se arregla rezando. ¿No te importa que mataran a mi padre y a mi sobrino, ni tampoco te importa que mataran al marido de tu hermana? No creo que a Petra le haga ninguna gracia escucharte hablar así.
—Al marido de Petra lo mataron en el Frente y… bueno, seguramente él también mató a otros. Que Dios los perdone a todos.
—Pues que Dios los perdone porque lo que soy yo no voy a perdonar a nadie. ¿Es que se te ha olvidado el miedo que hemos pasado todos estos años de guerra? Cada día me preguntaba cuándo nos llevarían a una de esas checas. ¿Es que no quieres acordarte de que uno de mis hermanos no salió vivo de la checa de Fomento?
—Pero Dios nos protegió —respondió doña Asunción con terquedad.
—¿Y por qué no los protegió a ellos? Mira, no sigamos hablando porque va a ser peor.
—Pero debemos perdonarnos los unos a los otros porque de lo contrario el rencor nos envenenará la sangre.
—Asunción, no sé si eres tonta o qué, pero no te consiento que sigas diciendo que debemos perdonarnos los unos a los otros. Yo no voy a perdonar a los asesinos de mi padre y de Andresito ni a los que han desgraciado la vida de mi hermano y su mujer.
—Sabes que tengo un gran afecto por Andrés y por Amparo y que no dejo de rezar por el alma de tu padre y de Andresito… y de tus otros hermanos.
—Pues sigue rezando —respondió malhumorado.
—Precisamente hace un rato ha venido Isabel. Está tan preocupada por su marido… Tú sabes que Lorenzo Garzo es un hombre de bien y como editor de libros… bueno, tú mismo alababas que editara a los clásicos.
—La gente parece una cosa y luego es otra. Lorenzo Garzo es republicano, socialista y masón.
—Bueno, lo de republicano y socialista sí, pero masón… eso no lo sabemos… No nos dejemos influir por las habladurías de la gente. Isabel nos ha contado que está tramitando el indulto de su marido y que el abogado dice que le ayudaría contar con unas cuantas cartas de recomendación diciendo que es un hombre de bien. Creo que tú podrías escribir una de esas cartas…
—¡Ni hablar! Pero ¡qué cosas dices! De ninguna de las maneras voy a pedir clemencia para un rojo. ¿Cómo puedes pedirme eso sabiendo lo que le han hecho a mi familia?
Doña Asunción se asustó al ver tan agitado a su marido. Temió que le pudiera dar una apoplejía y se reprochó haber sido tan inoportuna al plantearle que intercediera por el marido de Isabel precisamente cuando llegaba de ver a su hermano Andrés. Intentó apaciguarle cambiando de conversación:
—He estado hablando con Catalina…
—No me hables ahora de esa desvergonzada, que lo que tiene que hacer es parir cuanto antes y casarse con Antoñito. Don Antonio me ha mandado recado diciendo que quiere hacer la pedida estas Navidades. Su mujer se ha empeñado en que se casen en primavera.
—Pero estas Navidades no pueden venir a pedirnos la mano de Catalina. Estará de siete meses.
—Pues que dé a luz antes. Ya te lo he dicho: la pedida será en Navidad.
Aquella tarde, mientras don Ernesto se encerraba en su despacho repasando los libros de cuentas y Catalina se sentaba junto al balcón para sacar las costuras de uno de sus vestidos antes de que siguiera aumentando de peso, doña Asunción fue a visitar a don Juan.
No sólo porque era el médico de la familia, sino porque confiaba en su buen juicio.
Don Juan había pasado la mañana en el hospital atendiendo a pacientes de todo tipo y condición y por la tarde se dedicaba a recibir en su casa a amigos y conocidos que buscaban su consejo clínico.
No esperaba a doña Asunción y se sorprendió cuando su vieja criada anunció su presencia.
—Vaya, vaya, Asunción… ¡Qué sorpresa! No esperaba verte tan pronto. ¿Catalina está bien? ¿Y Ernesto? No será que eres tú quien no se encuentra bien…
—Me encuentro bien dentro de las circunstancias que ya conoces.
»He venido a pedirte ayuda y consejo.
—Pues siéntate mientras le pido a la criada que nos traiga un poco de café.
Ella le miró agradecida y no pudo evitar emitir un ligero suspiro. Dado que se conocían desde niños, no era raro que las dos familias se vieran de cuando en cuando. Ella incluso estuvo enamoriscada de él, pero nunca se atrevió a confesárselo, ni siquiera a su madre. Así que cuando sus padres le anunciaron que la familia Vilamar había sugerido un posible noviazgo entre su hijo Ernesto y ella, no tuvo el valor de negarse.
Ernesto empezó a visitarla casi a diario mientras las dos familias iban tejiendo el noviazgo que daría lugar a la boda.
Aún recordaba el día en que sus padres y los Vilamar organizaron una merienda para comunicar a sus amigos más cercanos que sus hijos se iban a casar. Allí estaba Juan felicitándola sin intuir siquiera que ella estaba enamorada secretamente de él.
Juan Segovia se había casado con una mujer muy guapa, Pilar, que siempre se había mostrado cariñosa con ella.
—Pareces muy pensativa —le dijo el médico cuando regresó al saloncito que le servía de consulta—. Y ahora que te veo bien, ¿qué es ese moratón que tienes en el pómulo izquierdo? Deja que lo examine…
—No es nada, Juan… me he dado un golpe… Han sido unos días difíciles… Ernesto… bueno, puedes imaginar que para él ha sido muy duro saber que Catalina está embarazada.
—Y te ha… ¡Dios mío! ¡Te ha pegado!
—No, no, claro que no… pero intentó dar una bofetada a Catalina y yo me puse en medio…
—Ernesto es mi paciente y además es tu marido, pero… En fin, no diré una palabra de más de la que seguro me arrepentiría.
—Mi hermana Petra ha tenido una idea para ayudar a Catalina.
—¿Y qué idea es ésa?
—Pues que tenga a su hijo y luego lo dé a la inclusa. Es lo mejor. Ernesto quería… bueno, quería que abortara.
—¡Pero ese hombre está loco! ¿Cómo puede pensar en algo así? Catalina no ha actuado bien, pero mandarla abortar… No es sólo porque viola las leyes de Dios, es que ¿quién le iba a hacer el aborto? ¿Una mujer en un cuchitril? ¿Sabes cuántas mujeres mueren cuando intentan abortar?
—Por eso Petra cree que la mejor solución es la de llevar al niño a la inclusa.
—Pero vamos a ver, ¿y qué pasa con el chico que ha dejado embarazada a Catalina?
—Pues ya te dijimos que es norteamericano y que se ha ido de España. Antes vivía en París y ahora… En realidad no sabemos dónde está, parece que se iba a reunir con sus padres en Londres y luego… No sé, Juan, no sé si regresará a Estados Unidos con sus padres, si volverá a París o qué es lo que puede hacer ese chico. Pero Catalina le ha escrito una carta que cuando salga de aquí echaré en el correo. Se la manda a la dirección de París, pero vete a saber si la carta llegará a sus manos.
—¿Y qué quieres que haga yo?
En aquel momento la criada entró con una bandeja y dos tazas de café y ambos guardaron silencio hasta que la mujer hubo salido.
—Volviendo a la conversación, lo que te pido es que cuides de Catalina hasta el día del parto, que vayas a verla a casa de mi hermana, que sea tu paciente como lo ha sido hasta ahora y que nos recomiendes una matrona o alguna mujer que sepa cómo se trae un hijo al mundo. Y… bueno, tú conoces a mucha gente, quizá algún matrimonio que no pueda tener hijos quiera quedarse con el niño… Eso sería lo mejor. Creo que para Catalina sería menos duro saber que su hijo está en buenas manos.
Durante unos segundos el médico reflexionó. No podía decir que no a Asunción. La ayudaría, claro que lo haría.
—Soy el médico de tu familia y por tanto Catalina seguirá siendo mi paciente. Iré a visitarla a casa de tu hermana Petra. Me haré cargo de su embarazo y llevaré a una buena partera para ayudarla cuando llegue el momento. Pero dime, ¿Catalina quiere entregar a su hijo en un hospicio?
—Catalina no, pero Ernesto se muestra inflexible. La guerra… Hemos perdido mucho, Juan, las cosas no son como antes. Sé que Ernesto se enfadaría si supiera que te lo he dicho, pero… tenemos problemas…
—¿Y quién no tiene problemas después de haber sobrevivido a una guerra? Todos los tenemos, Asunción.
—A Ernesto no le van bien las cosas… cosas de dinero… Tiene compromisos que cumplir. El tendero, don Antonio Sánchez, se está haciendo de oro con el estraperlo… presta dinero…
—¿Desde cuándo a los tenderos se les da ese tratamiento?
—Bueno, don Antonio ahora es un hombre importante. Combatió en la guerra y tiene amigos bien situados, y Ernesto ha recurrido a él para resolver algunos problemas y al final ha sido peor el remedio que la enfermedad. Pero tiene un hijo, Antoñito, y Ernesto y don Antonio tienen ilusión que se case con Catalina, pero claro, no se casará con ella si sabe que está embarazada y que va a tener un hijo de otro.
—¿Y ella quiere casarse?
—No, pero tendrá que hacerlo. Es ley de vida obedecer a los padres. Ya lo sabes.
—¿Tú obedeciste a los tuyos o te casaste con Ernesto porque estabas enamorada?
Asunción se ruborizó. La pregunta la pilló desprevenida, sin ninguna defensa para responder como debía.
—Te has puesto colorada. —Y en los ojos de don Juan brillaba una sonrisa.
—Es que… bueno, yo hice lo que mis padres creyeron más conveniente para mí.
—Y tú, ¿qué hubieses querido?
—¡Por favor, Juan, no me preguntes! Hace mucho tiempo que me casé. Yo tenía diecisiete años cuando pidieron mi mano y dieciocho cuando me casaron…
El médico se acercó a ella y le cogió la mano, provocando que el rubor volviera a colorear el rostro de Asunción.
—Me acuerdo, me acuerdo… Fui a tu boda con mis padres. Y estabas guapísima. Pero quizá podrías haber esperado —insistió él.
—¿Por qué dices eso? Yo… yo no decidí nada… Esperar… ¿Qué debía esperar?
—A encontrar un hombre del que estuvieras enamorada. Yo me casé con Pilar porque estaba enamorado de ella y ella de mí, aunque he de confesarte que mis padres no estaban muy de acuerdo con la boda, habían pensado en otra chica para mí. Pero yo no habría podido ser feliz con ninguna otra que no fuera Pilar.
—Pero tú pudiste imponerte a tus padres, yo no habría sido capaz de hacerlo. Así que en eso me llevas ventaja —se atrevió a confesar Asunción.
—¿Tú no has sido feliz?
—Seguramente soy demasiado romántica, eso es lo que dice Ernesto. He sido y soy una buena esposa y he conseguido acomodarme al matrimonio, a no desear nada fuera de lo que tengo.
—Eso no tiene nada que ver con la felicidad —protestó él.
—Para mí ha sido suficiente y lo seguirá siendo. Mi padre estaba enfermo y le preocupaba lo que pudiera ser de mí cuando él no estuviera. Quería verme casada y protegida.
—Al menos tienes suerte de tener a Ernesto. Yo llevo dos años interminables en los que no he dejado de llorar la pérdida de Pilar y de mi hija. Las perdí a las dos. Lo más doloroso fue no poder hacer nada por evitarlo. No imaginas la frustración de un médico cuando no puede hacer nada por conservar la vida de quienes quiere. ¡La maldita guerra!
—La maldita tuberculosis.
—La guerra, Asunción, la guerra: yo en el Frente y ellas aquí sufriendo todo tipo de privaciones como el resto de la gente. Enfermaron, y cuando yo regresé durante un permiso la enfermedad ya había avanzado y era imposible hacer nada. Primero murió mi Pilarín, no sabes lo que para Pilar y para mí fue enterrar a nuestra hija. Pilar no lo resistió y se fue tras ella.
—Demos gracias a Dios de que todo ha terminado. Las cosas no son fáciles, pero Ernesto dice que Franco sabe lo que hace.
—Pero ¡qué va a saber ese zoquete!
—¡Juan! ¡Cómo te atreves! ¡Tú has luchado con los nacionales! —le recriminó Asunción.
—¡Calla, Isabel! Tu marido es como es… En fin, que no me extraña que se haya convertido en un devoto franquista aunque siempre fue monárquico, pero tú…
—Yo estoy contenta con que Franco haya ganado la guerra. ¿Qué querías, la revolución? Yo no, Juan, a mí me daban miedo esa gente violenta en las calles… los comunistas, los anarquistas, los de Largo Caballero… llenos de odio y dispuestos a vengarse de todo aquel que no pensara como ellos.
—Las cosas no son tan simples, Asunción. La gente estaba harta, harta de corrupción, harta de políticos incapaces de arreglar los problemas del país, harta de que unos pocos tuvieran todos los privilegios mientras otros apenas tenían para comer.
—Pero tú no eres un revolucionario… Tú has luchado contra ellos…
—No, Asunción, yo no soy un revolucionario, y los revolucionarios tampoco me gustaban y mucho menos el caos que sembraron por el país. Yo hablo del pueblo, de la buena gente que día a día malvivía como sigue malviviendo ahora.
—¡Estás justificando a los rojos! —le reprochó Asunción escandalizada.
—Lo que digo es que las cosas no pasan porque sí. Si España hubiera sido un país próspero con políticos capaces de dar de comer a la gente, nadie habría querido hacer ninguna revolución.
—Si no estabas de acuerdo con los nacionales, entonces ¿por qué luchaste con ellos?
—Ya te he dicho que no me gustaba el Frente Popular, pero además la guerra me cogió en zona nacional. Yo estaba como médico militar cuando empezó todo, ¿no te acuerdas? Y mi regimiento era de los que se sublevaron. Y a mí, lo mismo que a ti, los revolucionarios no me parecía que tuvieran la solución para España. Pero yo habría querido ser fiel a la República. Ya sabes de mi admiración por Azaña.
—Ernesto dice que Azaña tiene buena culpa de lo que ha pasado.
—¡Tu marido es…! Bueno, es su opinión. No voy a discutir con Ernesto a través de ti, que bastante suelo discutir con él cuando viene a la consulta.
—Entonces ¿no te gusta Franco?
—No me gusta nadie, Asunción, no me gusta nadie, y el que menos, Franco. Pero también sé que la solución de España no era una revolución ni convertirnos en Rusia. Si a Azaña le hubieran dejado… Así que ahora sólo queda esperar a ver qué pasa, pero no me gusta que haya tanta gente en la cárcel, los fusilamientos, el miedo a que si dices algo contra Franco alguien te denuncie. Yo soy un hombre de orden, un burgués, y si los revolucionarios hubieran ganado puede que me hubieran matado, por eso, por señorito burgués, como decían antes de la guerra. ¿Sabes lo que más temía durante los años que estuve en el Frente?
—No.
—La posibilidad de enfrentarme a mi hermano. Él combatía a favor de la República, yo con los nacionales, y no sabía dónde estaba. Me preguntaba qué sucedería si un día nos encontrábamos frente a frente en el campo de batalla. ¿Nos habríamos matado? ¿Habría disparado yo primero o lo habría hecho él? Ésa es la pesadilla que tuve durante toda la guerra.
—Siento que mataran a José Mari.
—Sí, le mataron en la batalla del Ebro luchando y yo le he llorado como le lloraron mis padres y como otros hermanos y otros padres habrán llorado a los hombres que mató mi hermano. En la guerra no hay nada de lo que sentirnos orgullosos. Nada, Asunción, nada.
—Salvo al mayor, los rojos mataron a los hermanos de Ernesto y asaltaron el convento de su hermana monja… —insistió Asunción.
—Sí, ¿y qué crees que hacían los nacionales cuando llegaban a un pueblo? Se llevaban a los rojos y los mataban y después los dejaban tirados en una cuneta. La guerra es una atrocidad en la que aflora lo peor de cada hombre, por más que se esconda detrás de una idea que proclama que es justo matar y así no desesperarse por verse las manos chorreando de sangre, de sangre de otros hombres.
—Pero ahora todo ha pasado, nosotros hemos ganado la guerra, Juan; tú también.
—¿Yo? No, yo no he ganado ninguna guerra, nadie ha ganado la guerra, la hemos perdido todos. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que nos perdonemos los unos a los otros? No será fácil, Asunción, no será fácil. Nos seas ingenua y creas que ahora vivimos en paz. De una guerra civil no se sale impunemente. Todos nos miramos con desconfianza, con aprensión; puede que el hombre que te cruzas por la calle, ya sea rojo o nacional, fuera quien disparó contra tu hijo, tu hermano o tu padre. Yo soy médico, pero también he disparado. He matado. Puede que haya matado a alguno de los maridos de esas mujeres que acuden al hospital para que yo las atienda. Sólo los malvados pueden sentirse satisfechos después de la guerra. No hay nada de lo que vanagloriarse, nada.
—¿Hubieras preferido que ganaran ellos? —Asunción hizo la pregunta temiendo la respuesta.
—Hubiera preferido que nadie encendiera la mecha que nos llevó a matarnos. Eso es lo que hubiera preferido. Pero soy contradictorio y egoísta y, por tanto, prefiero saber que España no será la nueva Rusia. No creo en la revolución, si es lo que te preocupa. Pero dejemos esta conversación. Bastantes problemas tienes tú para que encima yo te abrume con la política.
—Sabes que conmigo puedes hablar.
—Llevo dos años viudo, me siento solo, no tengo a nadie. Mis padres están muertos, mi hermano está muerto, mi esposa está muerta y mi hija también. En fin, no tengo motivos para alegrarme de nada. Pero volviendo al problema de Catalina, no te preocupes; aunque lo que sobran son huérfanos, preguntaré si hay alguna buena familia que pueda hacerse cargo de su hijo.
—Gracias, Juan.
Asunción salió conmocionada de la consulta de Juan Segovia. La conversación la había trastornado.
Caminó un buen rato sin rumbo, no tenía ganas de volver a su casa por más que sabía que Ernesto se pondría de malhumor por su tardanza. Pero en aquel momento necesitaba estar sola hasta recomponerse por dentro para volver a ser la esposa dócil cuando atravesara el umbral de la puerta de su hogar.
Cuando por fin volvió, su marido, seguía en el despacho echando cuentas y Catalina en su cuarto intentando arreglar otro vestido para cuando avanzara el embarazo.
—¿Me pondré muy gorda? Es que no tengo ningún vestido que tenga suficiente costura de donde sacar.
—Hija, ése ahora no es el problema; además, cuando te vayas a casa de tu tía Petra no deberás salir a la calle para evitar que alguien te pueda ver, así que tanto da cómo te quede la ropa.
»He estado con don Juan y me ha prometido que intentará buscar una familia para que se haga cargo de la criatura que vas a traer al mundo.
—¡Pero yo no quiero dar a mi hijo!
—Lo sé y te costará, pero no tenemos otra solución. No puedes tener un hijo soltera. Quedarías señalada para siempre y nadie querría casarse contigo.
—Pero, mamá, Marvin vendrá, ¿has echado la carta al correo?
—Claro que lo he hecho, pero tenemos que pensar en qué pasará si no la recibe o simplemente no quiere volver a saber nada de ti.
—¡No digas eso! Te lo he dicho, Marvin me quiere.
—Niña, los hombres son como son y suelen huir de las mujeres que les crean problemas. Son muchos los que después de seducir a una mujer la dejan abandonada y no quieren saber nada de las consecuencias.
—¡Mamá!
—Hija, rezo para que Marvin regrese, pero si no es así, tendrás que dar el niño y casarte con Antoñito.
—¡No pienso casarme con él! Me da asco, siempre huele a sudor y su aliento… Que no, que no voy a casarme con él.
—Tendrás que hacerlo, Catalina. Mira, ya no eres una niña y… bueno, hay cosas que debes saber aunque tu padre no quiera preocuparte con nuestros problemas.
—¿Qué problemas, mamá? —preguntó Catalina desconcertada.
—La guerra nos ha dejado casi sin nada, estamos arruinados, y gracias a don Antonio estamos saliendo adelante… Le ha hecho algunos préstamos a tu padre, pero las cosas no van bien y no hay manera de devolverle el dinero.
—¿Y eso supone que yo me tengo que casar con su hijo? ¿Es que mi padre me ha puesto en venta?
—¡Por Dios, qué cosas dices! Tu padre cree que Antoñito te conviene, tiene medios para darte una vida decente y que no te falte de nada.
—Pues yo prefiero pasar hambre antes que casarme con él.
—Mira, Catalina, los hijos deben obedecer a los padres, que son quienes saben lo que mejor les conviene.
—¿Y no será que a mi padre lo que le conviene es que don Antonio le perdone las deudas que tiene con él?
—Pero ¡cómo te atreves a decir semejante impertinencia! Le debemos mucho a don Antonio, si no fuera por él no podríamos ni comer, y es de bien nacidos ser agradecidos. Vamos a dejar esta conversación. Voy a hacer la cena, así que ven conmigo a la cocina y ayúdame. Ya ves lo que supone estar arruinados, que hemos tenido que despedir a la criada.