8

Alejandría

Al concluir la jornada de trabajo, cuando estaba a punto de salir de la editorial, Athanasios Vryzas se acercó a Fernando.

—Es imperdonable que viviendo en Alejandría un editor y traductor de poesía no conozca el café «Al Togariya».

A Fernando le sorprendieron las palabras de Vryzas y no supo qué decir.

—A Cavafis le gustaba escribir allí. No creo que el talento sea contagioso, pero muchos escritores suelen acudir a Al Togariya —afirmó Vryzas, provocando el estupor de Fernando.

—Ya… bueno, la verdad es que no he tenido la oportunidad de ir a ese café. Pero intentaré ir en algún momento.

—¿Conoces los poemas de Cavafis? —le preguntó Vryzas, mirándole con sorna.

—Si no los conociera, los habría conocido al llegar aquí. La señora Rosent me regaló uno de sus libros insistiendo en que lo leyera —respondió Fernando.

—«Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca, / pide que tu camino sea largo, / rico en experiencias, en conocimientos. / A Lestrigones y a Cíclopes / o al airado Poseidón nunca temas, / no hallarás tales seres en tu ruta / si alto es tu pensamiento y limpia / la emoción de tu espíritu y tu cuerpo. / A Lestrigones ni a Cíclopes, / ni al fiero Poseidón hallarás nunca, / si no los llevas dentro de tu alma…»

Athanasios Vryzas, que murmuraba el poema con emoción, de repente se quedó en silencio.

—Es un poema bellísimo —comentó Fernando.

—Es más que un poema… es… En realidad la vida es un largo viaje en busca de Ítaca, pero pocos logran llegar a puerto. —Vryzas habló con la mirada perdida.

—Ítaca… Mi padre me hizo leer la Odisea… —confesó Fernando.

—Procura no perderte en el camino, Fernando. Procura que las sirenas no te engañen. Procura no enredarte entre los dedos suaves de Circe. Procura llegar a puerto. No te quedes aquí —respondió en voz baja el editor.

A Fernando le impactaron las palabras tan sentidas de Vryzas, aunque no terminaba de comprender qué le quería decir. Sólo acertó a responder lo que consideró una banalidad:

—Me gustaría mucho conocer el café «Al Togariya».

—Estaré encantado de servirte de guía e invitarte a un buen café.

Caminaron hasta la Corniche. A pesar de su edad, Athanasios Vryzas andaba con paso rápido y seguro.

Al Togariya resultó ser un café acogedor, decorado estilo art déco, donde algunos alejandrinos se entretenían jugando al backgammon y se veía a algunos extranjeros intentando cerrar un negocio.

Un camarero reconoció a Vryzas y le abrió paso entre la gente conduciéndole a una mesa que estaba a punto de ser ocupada. Sin embargo, el camarero no dejó lugar a dudas de que aquella mesa era para su viejo amigo y su joven acompañante. Tampoco preguntó qué iban a tomar, sino que pocos minutos después apareció con una bandeja en la que llevaba un par de cafés negros y espesos como la noche junto a dos vasos de agua.

El editor jefe y su pupilo tardaron unos minutos en hablar. Ambos parecían preferir el silencio del otro.

Fue el primero quien inició la conversación:

—No debes quedarte en Alejandría. Éste no es tu lugar. Ve en busca de tu destino, intenta llegar a Ítaca.

—¿Ítaca? ¿Y dónde cree que está mi Ítaca?

—No lo sé. No soy yo quien te lo puede decir, pero sí sé que no está aquí.

—¿Y cómo lo sabe? —insistió Fernando.

—No sé mucho sobre ti, sólo lo que he oído o me han contado los Wilson. Pero puede que sea lo suficiente para atreverme a aconsejarte que no desperdicies tu vida. Te veo como a un náufrago que arribó a Alejandría y, una vez aquí, se ha visto atrapado como el pez en las redes del pescador. Tú no querías venir a Alejandría, simplemente te encuentras aquí. Márchate antes de que el paso del tiempo convierta tu estancia en definitiva.

—¿Por qué me dice esto?

Vryzas meditó unos segundos la respuesta antes de volver a hablar:

—Por piedad.

—No quiero que se compadezca de mí. No tiene por qué —respondió Fernando molesto.

—¿Por qué te ofende la piedad? No me respondas… En realidad los hombres rechazamos la piedad porque creemos que nos empequeñece. El orgullo, la soberbia, nos impide aceptar la piedad de nuestros semejantes.

—No necesito su piedad.

—Te equivocas, amigo mío; todos necesitamos que se apiaden de nosotros. Sólo somos hombres. ¿Recuerdas lo que Poseidón le dijo a Ulises cuando estaba a punto de naufragar?

Fernando no lo recordaba. Se sentía demasiado confundido para rebuscar en la memoria cualquier pasaje que hubiera leído de la Odisea. Miró a Vryzas expectante, esperando a que se lo dijera.

—«Poseidón, ¡qué quieres de mí!», gritó Ulises. «Que recuerdes que los hombres sin los dioses no son nada» —recitó el viejo editor, clavando su mirada en los ojos de Fernando.

—No entiendo qué es lo que me quiere decir, sería mejor que lo hiciera sin tanta complicación. —Fernando se sentía tan irritado como interesado.

—Mi hijo pequeño murió hace unos años. Cáncer. Era un hijo tardío. Ni mi esposa ni yo podíamos imaginar que a cierta edad ella pudiera volver a quedarse embarazada. El caso es que después de cinco hijos llegó Andreas. Dios nos bendijo con ese milagro. Puedes imaginar que se convirtió en lo más preciado para nosotros. Su madre y yo y sus hermanos sólo vivíamos para él. Hasta que la enfermedad se instaló en sus entrañas y en pocos meses murió. Aún no había cumplido los veinte años. Y no sé por qué, pero cuando te miro veo a mi Andreas. La misma ansia por vivir y el mismo desconcierto ante la vida. Él recitaba de memoria «Ítaca», el poema de Cavafis, y me decía que su mayor empeño era salir a su encuentro. Mi esposa y yo temblábamos al pensar que un día decidiera emprender su propio camino, que dejara Alejandría en busca de su propia Ítaca. Desgraciadamente, no pudo cumplir su sueño.

—Lo siento, comprendo su dolor. —Fernando estaba impresionado por lo que acababa de escuchar. Podía sentir la profundidad de la pena que anidaba en el alma de Vryzas.

—Le debo mucho a Benjamin Wilson. Cuando supo que mi Andreas estaba enfermo no dudó en enviarle a Inglaterra para que le trataran los mejores médicos. Su generosidad fue tanta que no sólo cubrió los gastos de Andreas, sino también los de mi esposa y los míos, ya que insistió en que nuestro hijo nos necesitaría en Londres. Se portó como sólo un alma buena puede hacerlo. Nuestro sufrimiento le inspiró piedad y nosotros aceptamos su compasión.

Fernando escuchaba con atención pero seguía sin comprender el alcance de cuanto le decía. Cada minuto que pasaba se sentía más confundido.

—Estoy seguro de que el señor Wilson es un buen hombre —dijo Fernando por no quedarse callado.

—Sí, es un hombre bueno y justo. Pero tú debes buscar tu propio camino. Si te quedas aquí, estarás renunciando a encontrar tu Ítaca.

—¿Y qué tiene que ver el señor Wilson con lo que yo pueda hacer?

—El señor Wilson tiene un negocio próspero. No sólo se dedica a la edición y la venta de libros, como bien sabes. Pero esas otras actividades en las que te has comprometido no por ser loables dejarán de apartarte de tu propio camino.

»Quiero que sepas que el señor Wilson está al tanto de que íbamos a mantener esta conversación.

—Vaya… —El desconcierto de Fernando aumentaba con cada palabra que escuchaba.

—Nunca le sería desleal, nunca. Le dije que tú me recordabas a mi Andreas y que como padre no me habría gustado que mi hijo se hubiera visto enredado en una existencia que no era la que él ansiaba. Y eso es precisamente lo que te está pasando a ti. Comprendió mi preocupación y fue él quien me animó a que te invitara a un café aquí, en el «Al Togariya». Pero también me pidió que, una vez que tuviéramos esta conversación, no insistiera y dejara que tú decidieras qué querías hacer.

Se quedaron en silencio, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Fernando, confundido, intentaba comprender el alcance de cuanto le acababa de decir Athanasios Vryzas, y éste no podía dejar de evocar al hijo que le había arrebatado la muerte.

Ninguno de los dos parecía capaz de encontrar las palabras adecuadas para retomar la conversación, así que durante un buen rato permanecieron ensimismados ante las tazas de café.

Fue Fernando quien se atrevió a romper el silencio que se había instalado entre ellos.

—Siento que Alejandría me absorbe de tal manera que no sé cómo escapar de ella —confesó en voz baja.

—Marchándote. Busca un pasaje en el primer barco que salga del puerto y vete.

—No sé muy bien adónde ir. Me gustaría volver a casa pero… bueno, eso está descartado. No puedo regresar a España.

—¿Quieres contarme por qué? —le preguntó Vryzas sin que en su voz hubiera un asomo de curiosidad sino simplemente de preocupación sincera.

Fernando vaciló. ¿Debía contarle que había matado a dos hombres para vengar la muerte de su padre? No dudaba de su buena fe, pero aun así… No, no lo haría, sólo Eulogio y Catalina sabían que había cometido aquel asesinato y sentía que nadie más debía saberlo.

Buscó las palabras para que la respuesta fuera sincera pero no le delatara.

—Sabrá de la contienda civil en España. Los que se alzaron contra la República ganaron la guerra, pero el triunfo no les parece suficiente. Los perdedores, aquellos que se mantuvieron leales a la ley, además de perseguidos y encarcelados son asesinados en nombre del nuevo Régimen. ¿Ha oído hablar del general Franco?

—Desde luego. Es el nuevo hombre fuerte de España, el militar que derrotó a tu República, ¿no es así?

—Sí, así es. Su ansia de venganza es criminal. Todos los días los tribunales militares firman sentencias de muerte contra quienes lucharon en el bando perdedor. A mi padre le fusilaron. Era editor, como usted, y también traductor. Su falta fue mantenerse fiel a la legalidad de la República y luchar contra los traidores. Las familias de los perdedores estamos estigmatizados. Franco y los suyos desconfían de nosotros. En España no hay ningún porvenir para gente como yo.

—¿No tienes familia?

—Tengo a mi madre.

—¿Y ella sigue en España?

—Sí.

—¿Por qué no la has traído contigo?

Fernando también se había hecho esa pregunta, pero la desechaba de inmediato. ¿Por qué había dejado a su madre en Madrid? No tenía otra respuesta que la verdad y eso suponía tener que confesar que había matado a dos hombres. Su madre habría sufrido al saberlo. Pero además había otra razón que le hacía sentirse aún más miserable, y era Catalina. Había llegado a creer que al huir con ella, al tenerla bajo su amparo, podía haber dado lugar a que ella le mirara con otros ojos y descubriera que le podía querer, y eso se le antojaba imposible si su madre hubiera estado de por medio. Y aquella razón le pesaba en el alma como la peor de las cargas, aún peor que la del asesinato de aquellos dos hombres.

Vryzas no insistió. Le bastaba ver cómo el dolor afloraba en el rostro del joven para saber que la respuesta le atormentaba.

El camarero se acercó preguntándoles si deseaban otro café. Vryzas asintió y Fernando se lo agradeció. Deseaba seguir allí, en el Al Togariya, abriéndose paso en una conversación que le provocaba alivio y pánico.

—¿Crees en Dios? —se atrevió a preguntar Vryzas.

—¿En Dios? No, claro que no. ¿Por qué habría de creer? Mi madre sí, ella va a misa, reza. Todos los días le pedía a Dios que le devolviera con vida a mi padre. Si Dios existiera lo habría hecho. Mi padre era un hombre recto y bondadoso.

—Así que estás enfadado con Dios…

—Bueno, no es que haya dejado de creer en Dios, es que nunca me ha interesado. Mi padre tampoco creía, pero eso no le hacía peor que otros hombres que se santiguan a diario. Él me enseñó que la bondad, la honradez, la rectitud, el hacer el bien, nada de eso tiene que ver con la religión.

—Sin embargo, te haría bien buscar consuelo. Quizá si hablaras con algún sacerdote sabrías cómo aliviar la pesadez de la carga que llevas dentro.

—¿Carga? No creo llevar ninguna carga —se defendió Fernando.

—Yo diría que sí… que no estás satisfecho contigo mismo, que hay asuntos que te golpean la conciencia… A todos nos sucede.

—¡La conciencia! ¡Maldita sea!

—¿Lo ves?

—La religión manipula nuestra conciencia para convertirnos en rehenes de sus normas —respondió Fernando, elevando la voz.

—¿De verdad lo crees?

—Sí, claro que lo creo. ¿Usted no?

—Nos guste o no, con religión o sin ella, todos nacemos con conciencia. Cada hombre se las arregla con ella como puede.

Volvieron al silencio mientras el camarero disponía sobre la mesa otros dos cafés. A través de los cristales vieron que comenzaba a caer una lluvia tan intensa como inesperada. Aunque estaban en febrero el día había sido claro y nada indicaba que el cielo pudiera albergar una tormenta.

A pesar de la hora y de la lluvia había gente andando por la Corniche. El lugar parecía ejercer de imán sobre los alejandrinos.

—¿Usted es católico? —preguntó Fernando con curiosidad.

—Ortodoxo. Soy griego.

—Ya… Me sorprende que haya tantas confesiones religiosas en Alejandría.

Vryzas se encogió de hombros y por primera vez en la tarde sonrió.

—Es parte de la esencia de la ciudad. Al contrario que en El Cairo, Alejandría siempre estuvo abierta a gente de todo el mundo que se fueron asentando aquí. Diría que las distintas confesiones han logrado un statu quo, pero es un equilibrio muy tenue. Como sabes, no siempre fue así. Se ha derramado demasiada sangre en nombre de las creencias de unos y de otros. Es escandaloso matar en nombre de Dios. El peor de los pecados —afirmó Vryzas, de nuevo con el rostro serio.

Fernando no se sentía cómodo con el giro de la conversación y decidió regresar a la casilla de salida preguntando por Cavafis.

—¿Sabe?, no sé mucho de Cavafis salvo que en esta ciudad le tienen entre los más grandes poetas. Además de «Ítaca», me gusta especialmente otro de sus poemas, «El dios abandona a Antonio».

—Tú posees sensibilidad, así que no te costará sumergirte en los poemas de Cavafis.

Hacía un buen rato que Fernando dudaba si debía preguntar a Vryzas por Zahra. Necesitaba saber de ella, pero no se atrevía a preguntarle a Ylena y aunque Dimitra solía ser una buena fuente de información, lo que quería saber no estaba seguro de que estuviera al alcance de la criada.

Vio que Vryzas miraba el reloj y se dio cuenta de que seguramente no tendría otra oportunidad como ésa, así que tragó saliva y preguntó:

—¿Y Zahra? ¿Qué papel juega Zahra en la organización del señor Wilson? No acabo de comprender qué necesidad tiene una mujer como ella de mezclarse en los negocios de Wilson.

Athanasios Vryzas fijó su mirada en la de Fernando. Éste se sintió incómodo porque temió que el viejo editor pudiera estar leyendo en su alma.

—Zahra tiene muchas razones para colaborar con el señor Wilson. Pero no trabaja para él, no recibe ni una sola libra.

—Entonces… bueno, es que no se me ocurre por qué hace lo que hace…

Vryzas meditó unos instantes. Fernando notó que el cariz de la conversación incomodaba al editor.

—¿Te has enamorado de Zahra? —le preguntó directamente.

—No… no… es que… —Fernando balbuceó y se sintió ridículo al hacerlo, pero mentir nunca había sido su fuerte.

—No hace falta que me lo digas. Sientes fascinación por ella como la mayoría de los hombres que la conocen. De Zahra emana algo especial, algo muy sutil, que despierta admiración y ansias de poseerla en cuantos se le acercan. Tú no ibas a ser diferente. Además, siendo tan joven es aún más comprensible.

—No quisiera que me malinterpretara. —Fernando se intentó defender de lo que para Vryzas era evidente.

—No te preocupes, entiendo lo que te pasa. No me gusta dar consejos y hoy ya te he dado uno diciéndote que te marches en busca de tu propia Ítaca. Ahora te daré otro: no te enamores de Zahra. Ella nunca será de nadie. No puede serlo. Es la última mujer de la que debes enamorarte. Y no porque no le falten cualidades, es tan buena como inteligente, pero está enferma, irremediablemente enferma, su enfermedad es mortal.

A Fernando le sobresaltó saber que Zahra estuviera enferma. Le parecía imposible. Su aspecto denotaba todo lo contrario. No quería parecer curioso, pero no pudo dejar de preguntar por el mal que la aquejaba.

—El mal está en su alma —respondió Vryzas con sequedad mientras perdía la mirada en la taza vacía de café, y puesto que estaba vacía se concentró en el vaso de agua apurándola de un trago. Se preguntaba si debía sincerarse más con el joven español, si no estaría quebrantando la intimidad de otros si se decidía a hablar. Pero la mirada anhelante de Fernando le volvió a recordar la de su hijo. Sintió que Andreas le miraba desde el pasado o acaso desde la Eternidad—. Voy a hacer algo que no debería… —Y se calló como si se arrepintiera de lo que iba a hacer.

—Por favor… —El tono de voz de Fernando era una súplica.

Athanasios Vryzas rehuyó la mirada de su pupilo y volvió a preguntarse si tenía derecho a contar lo que el joven tanto ansiaba saber. Se consoló pensando que si le explicaba la verdad sería la única manera de que Fernando dejara Alejandría en busca de su propia Ítaca.

—Yasmin y su hija Heba fueron las mejores bailarinas de Alejandría. Bailaban ante la corte y contaban con el aprecio y la protección del rey. Para ningún alejandrino es un secreto que el difunto rey Fuad era un gran admirador de Heba. Dicen que el rey se enfureció cuando supo que se había marchado a Alemania…

Vryzas hizo una pausa y miró a través de los cristales. La lluvia parecía estar amainando. Fernando no se atrevía a preguntar.

—Como habrás comprobado, ésta es una ciudad cosmopolita, de manera que era cuestión de tiempo que alguien le ofreciera a Heba un buen contrato para bailar fuera de Egipto. Quien lo hizo fue Jan Dinter, dueño de unos cuantos cabarets en Alemania, sobre todo uno muy famoso en Berlín, el «Amanecer Rosa». Dinter le ofreció un contrato suculento y la promesa de convertirla en una artista internacional.

»Imagínate la primera década del siglo en Berlín, la ciudad era un sueño para los artistas. Así que Heba aceptó sin dudar la oferta de aquel hombre y se mostró insensible a las súplicas de su madre, la gran Yasmin, que la alertaba sobre la personalidad del alemán. Pero Heba se había enamorado de Dinter. Era un tipo alto, rubio, de ojos azul oscuro… Quienes le conocieron podrían pensar que tan azules y tan oscuros como los de Zahra… Los alejandrinos sentimos la marcha de Heba, sobre todo al saber que su madre se oponía y estaba a punto de retirarse. Heba era poco más que una adolescente, pero una adolescente muy hermosa que enloquecía a cuantos la contemplaban bailar.

»Yasmin no pudo retenerla y la pena la llevó a retirarse a vivir en su casa al borde del mar. Está situada en una zona conocida por Bulkeley, muy cerca del casino de San Stefano y de la mansión de los Wilson. En esa casa Yasmin sigue viviendo ahora acompañada por Zahra.

Fernando estaba atento al relato. Intentaba no perder detalle para poder encajar todas las piezas.

Vryzas hizo una seña al camarero, que acudió de inmediato. Preguntó si querían más café, pero los dos lo rechazaron. Vryzas pidió que les llevara agua, una jarra grande para ayudarle a refrescarse la boca, seca en ese momento por tantas palabras dichas.

—A Jan Dinter, la juventud de Heba no le impidió convertirla en su amante y en utilizarla para su propio capricho. Sin duda era un hombre sin escrúpulos acostumbrado a hacer su voluntad sin importarle las consecuencias. En parte cumplió su promesa de convertir a Heba en una gran artista. Todas las noches llenaba el «Amanecer Rosa», adonde los berlineses acudían entusiasmados a verla bailar la danza del vientre. Heba les resultaba tan exótica… su piel del color de la canela, los ojos negros brillantes y un cuerpo que cuando empezaba a bailar cortaba la respiración. Lo que Heba vivió en Berlín no lo sé y lo poco de lo que tengo noticia no soy quién para desvelártelo, pero te diré que Heba nunca regresó a Alejandría.

—¿Qué tiene que ver todo esto con Zahra? ¿No puede contarme nada más?

—Te he contado lo suficiente para que saques tus propias conclusiones y, si te atreves, pregunta a Zahra. En realidad, lo que te he contado es lo que la gente sabe o cree saber.

—Pero usted conoce el resto de la historia —se atrevió a decir Fernando.

Vryzas se encogió de hombros y apretó los labios.

Fernando supo que no diría una palabra más al respecto. Le había abierto la puerta de Zahra, pero si quería saber qué había detrás tendría que preguntárselo a ella.

Se separaron con un apretón de manos. Vryzas le sonrió con tristeza y le volvió a aconsejar que partiera en busca de Ítaca.

Dimitra estaba convencida de que Adela la reconocía cuando la cogía en brazos.

El doctor Naseef aseguraba que la pequeña aún estaba por debajo del peso que debía tener, lo que preocupaba no sólo a su madre sino al resto de la casa.

Mientras Catalina daba las clases de piano en el salón era Dimitra quien se ocupaba de Adela. Ylena había consentido, dado que la niña no lloraba y permanecía muy quieta en el cochecito. A veces a Dimitra le ponía nerviosa tanta pasividad y por eso la cogía en brazos y la agitaba en busca de una sonrisa o incluso del llanto, cualquier cosa que mostrara que estaba en este mundo.

La alumna de Catalina se esforzaba siguiendo sus instrucciones para hacer reconocibles las notas de la partitura. Pero Dimitra sospechaba que aquella jovencita, como las otras niñas que acudían a las clases de Catalina, lo hacía obligada por sus padres.

Tocar el piano era un signo de distinción y la mayoría de las hijas de las familias británicas que aún quedaban en Alejandría sabían defenderse con las teclas negras y blancas.

Catalina se mostraba como una maestra paciente y cariñosa que además gustaba de charlar con sus alumnas, lo que hacía que éstas, aunque poco amantes de la música, aceptaran de buen grado ir a recibir clases de piano.

Lo que Catalina debería hacer, pensaba Dimitra, era casarse con el doctor Naseef. Resultaba patente que el médico la miraba con ojos de enamorado y Catalina le sonreía de una manera que ponía en evidencia que no le era indiferente.

Pero como ella misma había comprobado, la española era tozuda y había convertido en obsesión casarse con el padre de su hija.

Dimitra le había aconsejado que se olvidara de Marvin y que eligiera un buen hombre capaz de solucionar sus problemas. Pensaba que Catalina tenía donde elegir entre el doctor Naseef y Fernando.

Cuando Catalina fue en busca de Adela la encontró en brazos de la criada, que le estaba haciendo muecas para conseguir alguna reacción de la niña.

—Gracias por cuidarla. ¿Se ha portado bien? —preguntó Catalina.

—Se porta tan bien que me aburre —respondió Dimitra con sinceridad.

—Mejor así. Mi niña parece darse cuenta de que tiene que portarse bien para que yo pueda trabajar. Bueno, por hoy ya he terminado. Voy a salir un rato con ella. Mira qué sol… y no parece que vaya a llover.

—No te fíes, que aún estamos en marzo —le recomendó Dimitra.

Ya en la calle y con Adela en el cochecito, Catalina se dirigió hacia la catedral. Quería ver al padre Lucas. Aunque se había confesado en ocasiones con él, aquella tarde lo que necesitaba era el consejo de un amigo más que el del sacerdote.

En realidad el padre Lucas no se parecía en nada a don Bernardo, el cura de la parroquia de su barrio de Madrid. Con éste jamás hubiera podido hablar con tanta franqueza, ni siquiera se habría atrevido a confesarle todos sus pecados, pecados que el comprensivo padre Lucas rechazaba como tales y la invitaba a reflexionar sobre la verdadera naturaleza del mal y no perder el tiempo en tonterías.

Sentir un cosquilleo cuando veía al doctor Naseef no era pecado, le insistía el padre Lucas, sino una reacción normal en una joven, y lo único que denotaba era que el médico le gustaba.

Soñar con que el doctor Naseef le acariciaba el rostro tampoco era pecado, en opinión del sacerdote. Como tampoco lo era olvidarse de rezar sus oraciones alguna que otra noche.

En su última confesión, el padre Lucas le había dicho a Catalina que dejara de ir al confesionario para contarle esas niñerías. «Mira, si lo que necesitas es poner en orden tus sentimientos, ven a verme y hablaremos como dos buenos amigos. Pero no en el confesionario. Al confesionario se viene a pedir el perdón del Señor para curar el alma. Y lo que tú me cuentas no necesita en absoluto de ningún perdón.»

Así que había decidido seguir la recomendación del padre Lucas e iba a charlar un rato con él. Suponía que a esa hora le encontraría leyendo.

Un joven sacristán le indicó que fuera al jardín trasero, efectivamente, allí estaba el sacerdote.

El padre Lucas no estaba leyendo sino que permanecía quieto, ensimismado y en el rostro dibujada una mueca de sufrimiento.

De eso sí que se había dado cuenta Catalina. El padre Lucas parecía atormentado, incluso cuando sonreía.

—Siento molestarle… —se excusó ella, temiendo resultar indiscreta.

—Ah, eres tú… No te preocupes, estaba pensando. ¿No querrás confesarte otra vez? Te confesaste el domingo y estamos a jueves —dijo receloso.

—No… En realidad he venido a hablar con usted, ya que cree que lo que le cuento no es pecado —se excusó ella.

—Pues claro que no son pecados las cosas que me cuentas. ¿Te apetece andar? A mí sí… Podríamos pasear un rato —propuso él.

No le dio tiempo a responder porque comenzó a caminar con paso rápido y Catalina tuvo que hacer un esfuerzo para seguirle mientras empujaba el cochecito.

Llegaron a la rue Rosette dejando a la derecha la estación.

—Y bien, ¿de qué quieres que hablemos? —preguntó el sacerdote.

—No sé lo que debo hacer. Estoy bien aquí, pero temo que no tiene sentido seguir en Alejandría. Nadie me dice si Marvin regresará… Yo supongo que algún día lo hará puesto que Farida es alejandrina, pero ¿y si no lo hace?

—Regresa a España, ya te lo he dicho en otras ocasiones. Tus padres te quieren y no dudarán en ayudarte.

—Mi madre me ayudaría y puede que mi tía Petra también, aunque debe de estar muy enfadada porque me escapé de su casa, pero mi padre… No, no puedo hacerle pasar por la vergüenza de regresar con Adela puesto que estoy soltera. Usted no imagina lo que dirían de mí si regresara sin estar casada. Así por lo menos nadie mirará a mis padres con desprecio.

—Tienes miedo, Catalina. Y no puedes vivir con miedo a lo que la gente piense de ti. Tener un hijo no es motivo de vergüenza.

—¡Pero no me he casado!

—Bueno, eso es un contratiempo, pero no significa que debas avergonzarte de tu hija.

—Y no me avergüenzo, pero he cometido un pecado —recalcó ella.

—Un pecado del que insistes en confesarte todas las semanas por más que te digo que Dios ya te lo ha perdonado.

—¿Cree que Nuestro Señor no me lo tiene en cuenta?

—Estoy seguro de que no. Sin duda habría preferido, lo mismo que tus padres, que encontraras a un hombre de bien con el que formar una familia, pero Dios no te va a mandar al Infierno por haber tenido a Adela.

Catalina no estaba segura de lo que le decía el padre Lucas; no es que no quisiera creerle, es que sabía que don Bernardo le habría dicho todo lo contrario y le habría puesto penitencia para el resto de su vida y sin darle demasiadas esperanzas de que Nuestro Señor la perdonara por su falta.

—Entonces ¿qué debo hacer?

—Pues como has decidido no hacerme caso y no quieres volver a España, realmente me lo pones muy difícil. Europa está en guerra, y aquí cerca, en la Cirenaica, los alemanes acechan para hacerse con Egipto. Quizá podrías irte a América.

Catalina guardó silencio. En realidad, si había ido a ver al padre Lucas era porque quería pedirle algo.

—¿Por qué no me ayuda a encontrar a Marvin? A usted le dirán dónde está. Yo sólo pretendo que vea a Adela y que me mire a los ojos y me diga si de verdad no quiere saber nada de nosotras. Estoy segura de que esa mujer, Farida, le impide que nos vea. Pero Marvin tiene un gran corazón y sé que sería incapaz de no asumir su responsabilidad con nosotras.

—Tú sabes que Marvin está en Francia —le recordó el sacerdote.

—Pero no me dicen dónde. Estoy preocupada porque ahora que América ha entrado en guerra, Francia no es un lugar seguro para él. Lo que quiero saber es si está en París… él tenía un piso en París. Pensaba llevarme allí.

Al padre Lucas le conmovía la ingenuidad de Catalina, pero al mismo tiempo le irritaba su tozudez. La joven se negaba a aceptar la realidad, que no era otra que el americano no quería saber nada de ella. No era el primero que después de mantener relaciones con una chica se desentendía de las consecuencias. Pero Catalina no reconocía los hechos consumados, y había convertido a Farida en la culpable de su situación.

A Marvin no le conocía, pero a Farida sí, aunque no mucho, en realidad; la había visto en un par de ocasiones y apenas habían hablado, pero no le pareció una mujer malvada ni tampoco una frívola seductora.

—Asume de una vez que Marvin no te quiere en su vida y que, por tanto, tienes que organizar la tuya sin él. Puedo comprender que te resulte difícil volver con tus padres, pero no que te niegues a tener tu propia vida, incluso a enamorarte y casarte con otro hombre. En realidad estás un poco enamorada del doctor Naseef y mucho me equivoco si él no está interesado en ti. Sería un buen esposo y un buen padre para tu hija.

—¡Qué cosas dice! Una cosa es que… bueno, que a veces sueñe con él y que…

—¡Vamos, Catalina, deja de engañarte! Naseef te gusta y es normal que sea así. Yo diría que es guapo, además de un buen hombre. Es normal que te guste y que tú le gustes a él.

Catalina estuvo a punto de ponerse a llorar de rabia. Había ido a buscar consuelo y ayuda en el padre Lucas y el sacerdote se negaba a comprenderla.

—Me casaré con Marvin o no me casaré. No habrá otro hombre en mi vida.

—Te estás condenando a ti misma negándote a aceptar que ya hay un hombre por el que te sientes atraída —respondió el padre Lucas, mirándola fijamente.

—Sí, y ése es otro pecado que debo añadir a mi lista.

—¡Eso no es pecado! Pero ¡qué idea tienes de Dios!

—Es lo que me diría don Bernardo.

—Ese don Bernardo te ha llenado la cabeza de miedos infundados. Te aseguro que a Dios no le importa lo más mínimo que te guste el doctor Naseef, y desde luego no te va a condenar por haber dado vida a Adela. Te lo puedo asegurar.

El sacerdote a punto estuvo de soltar un improperio contra aquel dichoso padre Bernardo. Pero Catalina le tenía ley, la había bautizado y recibido de sus manos la primera comunión. Y también había sido su confesor. De nada serviría que le dijera que, en su opinión, aquel cura español conocía muy poco a Dios. Pero no dijo una palabra y su propio pensamiento le llevó a preguntarse si tal vez no estaba pecando de soberbia al dar por hecho que el Dios que él imaginaba era el verdadero frente al Dios del padre Bernardo.

La acompañó hasta casa de Ylena. Para el sacerdote no fue una sorpresa que Dimitra le hiciera un guiño cómplice a Catalina al decir que el doctor Naseef se encontraba en el salón esperando ver a Adela.

El tiempo se escapaba de sus vidas casi sin darse cuenta. 1942 estaba a punto de despedirse, pero cada mes se parecía al anterior salvo por la climatología.

Fernando de vez en cuando veía a Zahra. Así lo había dispuesto Wilson, que insistía en que ambos debían seguir manteniendo la ficción de que eran amantes.

Solía acompañarla al cabaret donde actuaba, otras veces paseaban por la Corniche o se dejaban ver en alguna fiesta a las que acudían todos aquellos que eran alguien en Alejandría. Apenas hablaban de nada que no fuera banalidades, ya que Zahra evitaba las conversaciones que tuvieran un cariz personal. Él se había propuesto en varias ocasiones decirle a Wilson que se negaba a seguir haciendo el papel de chevalier servant que tanto le humillaba, pero eso habría significado dejar de ver a Zahra. Tuvo que elegir entre su orgullo y la necesidad que tenía de sentirla tan engañosamente cerca.

No entendía por qué Wilson se empeñaba en que mantuvieran la farsa, aunque estaba seguro de que tarde o temprano encontraría la respuesta.

Mientras, continuaba con su labor de editor y tuvo la satisfacción de saber que el libro de Marvin había sido un éxito en Estados Unidos e incluso, a pesar de la guerra, había vendido unos cientos de ejemplares en Inglaterra. No había librería neoyorquina que no se preciara de tener aquel poemario entre sus libros más destacados. La crítica había ensalzado la magia de Marvin Brian para sacudir el alma de cuantos leían sus poemas.

Los periódicos se preguntaban dónde estaba el joven poeta y cuándo tendrían la oportunidad de entrevistarle. Nadie sabía dónde se encontraba y su familia mantenía un discreto silencio.

Cuando Fernando entró en la librería aquella cálida mañana de finales de noviembre nada le hacía pensar que aquél fuera a ser un día diferente a los ya vividos.

Se había instalado en una rutina que sabía le estaba adormeciendo, pero no se había sentido capaz de seguir el consejo del viejo Athanasios Vryzas y lanzarse a la mar en busca de su propia Ítaca.

De inmediato se dio cuenta de que algo pasaba porque encontró a Sara Rosent esperándole impaciente.

La esposa de Wilson se acercó a él apenas le vio traspasar la puerta. Brevemente le explicó que debían subir al despacho de Wilson.

Fernando se sobresaltó. ¿Acaso los británicos habían sufrido alguna derrota en las arenas del desierto y los alemanes se acercaban? Descartó de inmediato que eso pudiera pasar ya que aquel verano, a más de cien kilómetros de la ciudad, los británicos se habían apuntado un buen tanto bajo el mando del general Auchinleck deteniendo a los alemanes en El Alamein. La derrota había supuesto un duro revés para Rommel. Y pocos meses después, en octubre, el general Montgomery había afianzado definitivamente el sitio de El Alamein.

Pero el rictus de dolor en el rostro de Sara le produjo una intensa inquietud.

Aún más le sorprendió encontrar a Zahra en el despacho de Benjamin Wilson. Apenas intercambiaron un saludo. Wilson explicó el motivo de la reunión:

—Hemos tenido noticias de Marvin y Farida. Desgraciadamente, monsieur Rosent ha muerto.

—Lo siento —acertó a decir Fernando mirando a Sara.

Ella bajó la cabeza evitando que la vieran llorar.

—¿Cuándo regresarán? —preguntó Fernando sin disimular su ansiedad.

—¿Regresar? No es tan fácil. Marvin y Farida se han ido a América. En cuanto a su amigo Eulogio… bien, al parecer ha decidido quedarse en Francia.

—¡Pero eso es una locura! ¿Por qué no se ha ido con Marvin? Eulogio quería ir a América. Dígame la verdad…

—No le puedo decir más que su amigo decidió quedarse en Lyon.

—¿En Lyon? Pero ¿no habían ido a Vichy?

—Sí, y de Vichy a Lyon. Y de allí tenían que escapar por la frontera de Suiza. Monsieur Rosent murió cuando estaban a punto de cruzarla. Marvin y Farida lo consiguieron, pero Eulogio no quiso acompañarlos. Desconozco el porqué.

—Iré a buscarle —afirmó Fernando decidido a hacerlo.

—Eso no es posible. Al menos no ahora —afirmó Benjamin Wilson.

—Si pudo llevar a Eulogio, a Marvin y a Farida a Francia, podrá llevarme a mí —insistió Fernando.

—Lo siento, ahora no puedo hacerlo.

Zahra permanecía quieta, en silencio, como si estuviera esperando que Wilson dijera algo más.

Benjamin Wilson carraspeó antes de volver a hablar. Y Fernando temió que después de las buenas noticias vinieran las malas.

—No es sólo por eso por lo que quería hablar con usted. Necesito que acompañe a Zahra a Praga.

El librero hablaba con un tono de voz que procuraba fuera neutro, como si ir a Praga fuera tan sencillo como quedar a cenar en el Cecil.

—¿A Praga? —acertó a decir Fernando mientras intentaba asumir las palabras de Wilson.

—¿Ha oído hablar de Reinhard Heydrich? —preguntó Wilson.

—Sí… claro… es… bueno, creo que le mataron hace unos meses.

—El día 27 sufrió un atentado, pero murió el 4 de junio. Sí, lo mataron un grupo de soldados checos.

—Heydrich era uno de los hombres de total confianza de Heinrich Himmler y también del propio Hitler. Un asesino implacable —afirmó Zahra con el mismo tono de voz neutro que había utilizado Wilson.

—Pero ya está muerto —acertó a decir Fernando.

—Y los valientes que lo hicieron también lo están. Fueron enviados por el Gobierno checo al exilio y alguien los traicionó. Después del atentado se escondieron en la iglesia de San Cirilo y San Metodio. Pero como le he dicho, alguien los delató y murieron todos. Ya ve…

—Si Heydrich está muerto —insistió Fernando—, por lo menos ya no podrá seguir haciendo el mal.

—Su muerte añadió otras doscientas víctimas a su larga lista de asesinatos en Checoslovaquia. Hitler ordenó arrasar un pueblo cercano a Praga, Lídice. A los hombres y a todos los niños mayores de quince años los fusilaron, y a las mujeres, ciento noventa y cinco, las han enviado al campo de Ravensbrück —continuó diciendo Zahra.

Fernando se sentía confundido. No entendía por qué la bailarina debía ir a Praga y mucho menos por qué de nuevo Wilson le implicaba a él en su extraña actividad de buscar personas.

—Heydrich ha sido uno de los jefes más sangrientos del nazismo. Como sabrá fue su esposa, Lina von Osten, quien le introdujo en el Partido Nazi y quien le presentó a Himmler —añadió Wilson.

—No comprendo qué es lo que quieren —le interrumpió Fernando.

—Sí, claro que lo comprende. Debe acompañar a Zahra a Praga. Tengo un encargo… Un viejo amigo quiere sacar a su hija de allí… si es que aún vive.

Se hizo el silencio. Wilson y Zahra aguardaban la reacción de Fernando sin mostrar ninguna emoción mientras que el rictus en los labios de Sara evidenciaba su preocupación.

—Es una locura. No se puede ir a Praga. ¿Cómo podríamos hacerlo? Que yo sepa, estamos en guerra —dijo Fernando, intentando mostrarse irónico.

—La joven a la que tienen que encontrar se llama Jana Brossler. Hace unos meses se incorporó a un grupo de estudiantes que intentaba ponerse en contacto con la Resistencia; en realidad el grupo estaba siendo observado por los jefes de la Resistencia de Praga, y aún no los habían aceptado entre ellos. No es momento de fiarse de nadie. De manera que este grupo de jóvenes nada tuvo que ver ni nada supo del atentado a Heydrich. Rudolf Brossler, el padre de Jana, es un reputado profesor de Física que ahora vive en Estados Unidos. Su esposa murió cuando Jana era una niña y él la consintió demasiado. Jana se negó a acompañarle al exilio. En realidad engañó a su padre. Poco antes de que los alemanes se hicieran con Checoslovaquia, cuando estaban en el aeropuerto para coger un avión con destino a París, ella se dio la vuelta atrás. Es una joven con mucho carácter.

—De modo que pretende que vayamos a Praga y convenzamos a una jovencita de mucho carácter para que nos acompañe. Ella, naturalmente, no se opondrá y los tres regresaremos a Alejandría como si de una excursión se tratara sin que los alemanes pongan el más mínimo impedimento. ¿Es eso? —Fernando siguió mostrándose irónico.

—Guárdese sus ironías. Acompañará a Zahra a Praga, donde hemos conseguido que actúe. Los mandos en Berlín suelen tener la manga ancha a la hora de permitir que sus oficiales disfruten de los placeres tanto de la vida como de la guerra. Zahra irá a bailar a Praga. Usted es el hombre del que ella está enamorada y del que no se separa. Sólo tiene que hacer eso, acompañarla. Tiene la documentación en regla para no levantar las sospechas de los alemanes. Sus espías en Alejandría ya habrán enviado todo tipo de informes sobre Zahra y usted. De manera que no debe preocuparse.

—Ya… así que no debo preocuparme… —Fernando a duras penas contenía la irritación que le provocaban las palabras de Wilson.

—En cuanto a su cobertura no, naturalmente la misión es complicada, no voy a negarlo. Pero lo único que deben hacer es encontrar a Jana, de la que desde hace tres meses su padre no tiene ninguna noticia. Era alumna en la escuela de una famosa bailarina, Lenka Zmek. Cuando se encuentren con Lenka, deberán decirle esta contraseña: «Me gustaría descansar en el balneario». Una vez que sepan que está bien, intentarán traerla y su misión habrá terminado —afirmó Wilson.

—Así de fácil.

—Saldrán para Praga dentro de tres días. Primero irán a Suiza y desde allí irán a Checoslovaquia —respondió Benjamin sin hacer caso de la nueva ironía de Fernando.

—Lo haré si después me ayuda a llegar a Francia para buscar a Eulogio.

—Cuando regrese, veremos lo que se puede hacer —dijo Wilson sin comprometerse a más.

Durante los días previos al viaje Fernando estuvo tentado de plantarse en el despacho de Benjamin Wilson para decirle que no pensaba ir a Praga, que se negaba a seguir siendo una marioneta en sus manos aunque eso implicara tener que dejar su trabajo en la editorial.

En su ánimo pesaba además la preocupación de Catalina, que se había asustado cuando le explicó que Eulogio había decidido quedarse en Francia y que él debía marcharse a Checoslovaquia. No fue capaz de mentirle. Si ella le sabía guardar su más temido secreto, el asesinato de los verdugos de su padre, cómo no iba a confiarle su cometido en Praga.

Catalina no tenía dobleces, era incapaz de cualquier hipocresía, de manera que no dudó en decirle que temía tanto por él como por ella.

—Si te pasa algo… ¿qué haremos Adela y yo? Sin ti no sabría qué hacer. Al igual que tú, empiezo a sentir que esta ciudad es como una trampa en la que nos hemos metido y de la que en algún momento deberíamos salir. Pero cuando busco la respuesta de adónde podríamos ir no se me ocurre nada sensato. A Madrid no podemos volver ninguno de los dos. Cuando regreses de Praga nos iremos a Francia contigo. Y luego… bueno, en cuanto pueda yo me iré con Adela a América a buscar a Marvin.

—Lo decidiremos en cuanto regrese. No te preocupes. Volveré. Seguiré cuidando de Adela y de ti. Confía en mí.

No podía dejar de pensar en su mirada asustada, tan distinta a la mirada de Zahra.

Se alojaban en un lujoso pero discreto hotel de Zurich, su primera escala camino de Praga. Sus habitaciones estaban comunicadas para seguir dando pábulo a que no eran más que dos amantes enamorados.

Habían llegado la noche anterior al Baur au Lac, pero no había sido hasta que despertó por la mañana cuando había podido disfrutar de las vistas sobre el lago. Después de desayunar, Zahra le había propuesto dar un paseo. Ni el frío ni la lluvia la arredraban.

El conserje del hotel les facilitó un paraguas y bajo su protección salieron a la calle.

—Te voy a enseñar dos iglesias —le propuso Zahra.

—¿Dos iglesias? No sabía que te interesaran las iglesias —respondió él sorprendido.

—¿Y por qué no me iban a interesar?

—Bueno… la verdad es que… No sé, no te sabía religiosa y mucho menos católica.

—No soy católica. Soy musulmana. Pero me eduqué en Alemania. Las iglesias que te voy a enseñar son luteranas. Merece la pena verlas, son el símbolo de Zurich.

—Así que no es la primera vez que vienes a esta ciudad.

—No, no es la primera vez. Cuando era niña… estuve con mi madre aquí, en este mismo hotel. Salíamos a pasear y a ella le gustaba sentarse en los bancos de las iglesias. Decía que rodeada de silencio y de espiritualidad podía pensar mejor.

—Ella era también musulmana, ¿no?

—Sí, pero encontraba esa dimensión espiritual en cualquier lugar donde la gente va a rezar, sea una mezquita, una iglesia católica o luterana o una sinagoga. Como supondrás, en Zurich no hay mezquitas, de manera que a ella le servían las iglesias protestantes lo mismo que en Berlín.

La Grossmünster no estaba muy lejos del hotel, apenas unos minutos caminando. Zahra le explicó que era una iglesia de origen románico que había tenido un papel importante durante la Reforma. A Fernando le sorprendió su relato minucioso del cisma entre los cristianos. Luego caminaron hasta la Fraumünster, la otra iglesia con su torre verdosa que era también una enseña de la ciudad.

Zahra era presa de la melancolía, aunque se la veía disfrutar del paseo por la ciudad.

Él se dejó guiar a pesar de que el frío y la lluvia habrían aconsejado refugiarse en un lugar cerrado. Pero ella parecía inmune al mal tiempo y caminaba con paso ligero cogida de su brazo mientras le iba señalando los lugares que recordaba; era como si añorase el verano que pasó allí junto a su madre.

—Esta ciudad parece que es especial para ti —comentó mientras apretaba el paso porque la lluvia arreciaba.

—Sí que lo es. Disfruté mucho con mi madre, fue una de las pocas ocasiones en las que estuvimos solas, la una con la otra. Mi madre fue feliz aquí, no le costó recuperarse de…

Se quedó callada. Fernando la miró de reojo. Vio que el rostro de Zahra se había contraído en un gesto de tristeza. Se dio cuenta de que si quería saber algo de ella no encontraría otro momento en el que pareciera tan vulnerable.

—¿Cuántos años tenías entonces?

—Creo que cinco o seis.

—¿Y puedes acordarte? Eras muy pequeña.

—Sí, me acuerdo perfectamente porque aquí fuimos felices.

—¿Y tu madre? ¿Murió?

La tensión en la mandíbula de Zahra era tan evidente como la sombra de ira que cruzó por su mirada. Fernando no insistió. Se quedaron en silencio y Zahra no habló durante unos minutos.

—Sí, mi madre murió. Desde entonces sé lo que es la soledad.

—A una madre nadie la puede sustituir, pero habrá otras personas que te quieran, tu abuela, otros familiares, tus amigos…

—No lo entiendes, Fernando… ¿Tu madre vive?

—Sí… ella sí, pero a mi padre le fusilaron.

—Ya… Supongo que te dolerá el alma por su pérdida. Para mí no hay nada peor que la ausencia de mi madre. Es como si me hubieran arrancado el suelo y ya no tuviera techo… No creo que me puedas entender…

Fernando dudaba en atreverse a preguntarle de qué había muerto su madre. Al fin y al cabo, él le había confiado las circunstancias de la muerte de su padre. Fusilado por los vencedores de la Guerra Civil que había asolado España.

—¿Sabes por qué nos alojamos en el Baur au Lac? —le preguntó ella.

—¿Era donde estuviste con tu madre?

—Sí, y mi habitación es la misma que ocupé entonces. Se lo pedí a Benjamin Wilson y él lo ha conseguido.

—¿Qué hicisteis aquel verano?

—Salíamos temprano a pasear. Hicimos un par de excursiones a los Alpes… Como has podido ver desde la ventana, están muy cerca. También subimos a un barco que nos llevó por el lago. Solíamos ir a un café, el «Schober», a comer tarta de chocolate. Pensaba llevarte… Pero lo mejor era que tenía a mi madre para mí sola. Aunque… bueno… me fastidió que encontrara a unos amigos de Berlín y le insistieran en invitarla a cenar para que conociera el cabaret «Voltaire».

»¿Tienes idea de lo que es el dadaísmo?

—No —admitió Fernando.

—Es un movimiento artístico que nació precisamente en esta ciudad. Quién lo diría… aquí la gente es tan seria… sólo parece importarles el dinero… Bueno, en realidad, uno de los padres del dadaísmo fue un poeta rumano, Tristan Tzara.

—O sea que es un movimiento literario —respondió Fernando con interés.

—No sólo eso, en el cabaret «Voltaire» se reunían artistas de todo tipo: escritores, pintores, músicos, bailarines… Defendían un arte libre, sin corsés, sin escuelas que marcaran cánones. Mi madre volvió entusiasmada. Y aunque yo era pequeña, me contó que nunca antes se había sentido tan libre bailando, dejándose llevar por la música, sin preocuparse de tener que agradar al público, simplemente bailaba y bailaba… No fue más que dos o tres noches, pero lo recordaba siempre, aunque, claro, no podíamos hablar de ello en presencia de los demás. Me pidió que no se lo contara a nadie.

—¿Tampoco a tu padre? —Fernando sabía que estaba intentando inmiscuirse más allá de lo que seguramente ella le permitiría.

Zahra dudó antes de responder y lo hizo sin referirse a su padre.

—Yo sabía guardar secretos. Nuestros secretos.

La sintió temblar. El paraguas no bastaba para impedir que la lluvia los calara. También él tenía frío, aunque no se atrevía a proponerle que se refugiaran en alguna parte porque eso supondría interrumpir la conversación. Zahra no era dada a las confidencias. Fue ella quien propuso terminar el paseo.

—Quizá deberíamos buscar un lugar donde tomar un buen café. Nos estamos empapando.

Almorzaron en un pequeño restaurante en la Paradeplatz, cerca de la iglesia de Fraumünster. Por la tarde cesó la lluvia y pudieron continuar el paseo sin rumbo. Apenas eran las cinco cuando la tarde se convirtió en noche y Zahra insistió en ir a tomar una taza de chocolate al café «Schober». Fernando estaba cansado y con ganas de regresar al hotel, pero no la contrarió.

Aquel día había estado más cerca de ella de lo que lo había estado hasta ese momento.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, encontró un papel doblado debajo de su puerta. Zahra le avisaba de que pasaría la mañana fuera y no regresaría hasta después del almuerzo.

Le fastidió que no se lo hubiera dicho el día anterior. La lluvia continuaba anegando la ciudad, de manera que decidió quedarse en el hotel. Buscó un rincón en uno de los salones y se enfrascó en la lectura de Cavafis hasta olvidarse de su propia soledad.

Cuando Zahra regresó, no le dio ninguna explicación salvo que se había reunido con un amigo de Wilson que había organizado el resto del viaje. Al día siguiente saldrían hacia Praga. Tenían todos los permisos firmados para adentrarse en el corazón del Tercer Reich. Primero irían a Austria, hasta Viena, y desde allí en tren hasta Praga, pero antes debía actuar aquella misma noche en una fiesta privada. Era lo que justificaba su estancia en Zurich.

Fernando la acompañaría. Era su papel. Ella descansó el resto de la tarde. Un coche los recogería a las siete para llevarles a una mansión situada sobre el lago.

Zahra ya le había explicado a Fernando que, aunque se negaba a actuar en fiestas privadas, había tenido que hacer una excepción y esa noche bailaría en la fiesta de cumpleaños de un comerciante libanés, un hombre muy rico dedicado al negocio de las piedras preciosas que estaba casado con un bellísima suiza.

Benjamin Wilson no había encontrado otra manera de justificar su estancia y la de Fernando en Suiza para después viajar hasta Checoslovaquia.

A las siete en punto los aguardaba en el vestíbulo del hotel un hombre alto, de cabello gris, complexión fuerte y ropas caras. Se dirigió a Zahra con una sonrisa y la estrechó entre sus brazos.

—¡Querida, qué honor tenerla aquí! Soy Kaspar Meier. Y usted es… —preguntó mirando a Fernando.

—Fernando Garzo —respondió sin dudar.

—Ya, ya… En fin… me habían dicho que la gran Zahra venía acompañada por un caballero español.

Zahra agarró con fuerza el brazo de Fernando sabiéndole incómodo por el comentario.

—Ni yo mismo podía creerme que pudiera ofrecer a la distinguida familia Jabib una actuación suya en su fiesta. Pero los milagros existen y cuando su representante, el señor Chamoun, me llamó para decirme que estaba dispuesta a viajar a Europa, di gracias a Dios.

Zahra le miró con indiferencia mientras se subía el cuello del abrigo. Llovía y hacía frío. Un coche negro aguardaba en la puerta del hotel y Kaspar Meier se apresuró a abrir la puerta.

Camino de la mansión de los Jabib, Meier volvió a retomar la conversación:

—Por cierto, querida, ¿cómo está mi buen amigo Zaid Chamoun? Le debo algunos de los mejores espectáculos que he ofrecido en mis cabarets. Espectáculos de calidad, claro está. Chamoun sabe que mis clientes son personas destacadas que rechazan la vulgaridad. Permítame que le diga que no son muchas las bailarinas capaces de imprimir tanta elegancia, además de sensualidad, a la danza del vientre. Hace años tuve el inmenso placer de ver bailar en El Cairo a la gran Yasmin. Ya era una mujer entrada en años y sin embargo… aún tiemblo al recordarla.

Fernando permanecía en silencio escuchando a aquel hombre. Por él acababa de saber que Zahra tenía un representante, el tal Zaid Chamoun. Ella no le había hablado de él, tampoco lo había hecho Benjamin Wilson. Y eso hizo que de nuevo se sintiera una marioneta en manos de los dos.

Kaspar Meier de repente fijó la mirada en él y Fernando esbozó una sonrisa. Aún no sabía si aquel tipo era un sinvergüenza o sólo un hombre de negocios.

No regresaron al hotel hasta pasada la medianoche. Kaspar Meier les recordó que a primera hora debían continuar viaje hasta Viena donde Zahra actuaría dos noches.

Fernando estaba en su cuarto fumándose un cigarrillo mientras miraba la negritud del lago cuando Zahra empujó la puerta que comunicaba las dos habitaciones.

Se había envuelto en una bata y lucía el rostro limpio y brillante después de haberse quitado el maquillaje.

—¿Estás preocupado por algo? Esta noche te he notado extraño.

—¿Preocupado? ¿Debería preocuparme?

—¿Qué pasa, Fernando? ¿Qué es lo que te molesta?

La miró con rabia. Si estaba allí era por ella, sólo por ella, y sin embargo Zahra no le consideraba. Su presencia era sólo parte de la tapadera.

—Te diré lo que me molesta. Tu falta de confianza. No me quejaré de la falta de confianza de Benjamin Wilson, pero tú… ¿En tan poca consideración me tienes?

—No te comprendo…

—Ni siquiera sabía que tenías un representante, ese tal Zaid Chamoun al que ha hecho alusión el señor Meier. Creía que era Wilson quien había organizado toda esta farsa para que lleguemos a Praga.

Ella se sentó en el borde de la cama. En su rostro se dibujó un rictus amargo.

—Quien ha organizado todo esto es Benjamin Wilson. ¿Para quién crees que trabaja mi representante? Todo lo que hago tiene que ser lógico, tiene que parecer que sólo soy lo que aparento ser, una bailarina egipcia. Por eso tengo un representante y por eso cuando Wilson decidió mandarnos a Praga le pidió a Zaid Chamoun que organizara todo lo necesario para que nadie pueda pensar que nuestro cometido no es otro que el de una famosa bailarina.

—Acabas de decir que tienes que aparentar ser una bailarina egipcia. Zahra, ¿qué eres tú realmente?

—Soy una bailarina egipcia que ayuda a Benjamin Wilson a buscar personas. También le ayudo a recoger información en determinados ambientes.

—Una espía, ¿es eso lo que eres? —preguntó Fernando con un deje de desprecio.

—No, no soy una espía. Ayudar a la gente a escapar de esta guerra y escuchar conversaciones que pueden ser útiles a quienes combaten a los nazis no me convierte en una espía.

—Entonces ¿por qué haces todo esto?

—Porque tengo mis razones. Razones que no tengo por qué compartir contigo, Fernando. Sólo te diré que creo que es mi deber ayudar a salvar vidas.

—¿Sólo eso?

—No, hay más. Hay una razón que sólo me pertenece a mí.

—Wilson tiene sus razones, tú tienes las tuyas… Ambos sois iguales… utilizáis a la gente en vuestro propio beneficio.

—¿En nuestro beneficio? ¡Cómo puedes decir eso! ¡Yo no cobro ni una sola libra por lo que hago! ¡Ni una! En cuanto a Wilson… pregúntale a él. Pero no es difícil de comprender que lo que hace es poner su grano de arena para ayudar en esta maldita guerra.

—Buscar personas le reporta beneficios.

—¿Eso crees? —Zahra le miró con desdén.

—Sí, eso creo.

—Ahora su negocio es algo más que buscar personas. Antes de la guerra las personas perdidas solían ser jóvenes que se embarcaban hacia Oriente en busca de aventuras y Dios sabe qué más. Algunos se metían en líos, otros terminaban siendo objeto de algún chantaje… Pero no sólo eran jóvenes los que desaparecían voluntaria o involuntariamente… en fin… Y los Wilson los buscaban, los encontraban y en la mayoría de las ocasiones los devolvían a Inglaterra. Pero la guerra ha cambiado todo, también su negocio. Benjamin tiene una red de agentes que trabajaba para él y esa red es de gran ayuda en estos momentos. Pero no es una red de espías, no te equivoques. Además, como bien sabes, es británico, pero también judío, porque su madre es una judía alejandrina de origen griego. Él se educó en Inglaterra junto a su abuelo y siente una lealtad sin fisuras por su país. Ayudará cuanto pueda en esta guerra. Si le piden que haga algo, lo hace, sin reclamar nada a cambio.

—Pues a mí me parece que él y su red actúan como si fueran espías —insistió Fernando.

—No entiendes nada… Hitler es un monstruo, ¿no te habías dado cuenta? Todos tenemos la obligación de combatir en esta guerra. Unos lo hacen en el Frente con las armas, exponiendo sus vidas. Pero hay otras maneras de combatir. Yo lo hago bailando.

—¡Tú lo haces escuchando y espiando a los que van a verte bailar! —respondió Fernando airado.

—No comprendes nada… y lo siento… sí, lo siento por ti, por mí… lo siento. —El tono de voz de Zahra era apesadumbrado.

—¿Y por qué tienes que sentirlo? —Las últimas palabras de Zahra le habían desconcertado.

No respondió. Le miró fijamente mientras se ponía en pie.

—Si quieres regresar a Alejandría, puedes hacerlo. Tienes derecho. Benjamin Wilson no te puede obligar a nada, y aunque pudiera, no lo haría. Me doy cuenta de que aún no sabes qué clase de hombre es. Buenas noches.

Fernando no pudo dormir. Intentaba comprender y hacer suyas las explicaciones de Zahra, pero no lo lograba. Se sentía engañado.

Pensó que lo mejor sería regresar a Alejandría y convencer a Catalina para que, o bien volviera a España con sus padres, o bien los dos intentaran llegar a América e iniciar una nueva vida. Pero no se sentía capaz de hacerlo porque eso supondría abandonar a Zahra a su suerte, y no podía dejar de reconocer que ella se estaba convirtiendo en una obsesión tan grande y profunda como lo era Catalina.

A la mañana siguiente la encontró tomando café junto a Kaspar Meier. El vienés llenaba los silencios con su charla. Por un momento Fernando agradeció su presencia.

Viena le deslumbró. Pensó que era la ciudad más bella que existía. Claro que salvo un viaje a Londres junto a sus padres cuando era adolescente, no había vuelto a salir de España hasta el día en que, junto a Catalina y Eulogio, huyó a Lisboa y de allí a Alejandría.

Zahra y Fernando se evitaban cuanto podían y aunque Meier les había reservado en el hotel Wien habitaciones comunicadas, la puerta permaneció cerrada.

Fernando encontró en su habitación una cubitera con una botella de champán obsequio de Kaspar Meier, que daba por hecho la relación entre él y Zahra. La noche de su llegada Fernando no dudó en beberse la botella entera, lo que le provocó un persistente dolor de cabeza.

Las dos actuaciones de Zahra estaban programadas en la Volksoper, un hermoso teatro inaugurado en 1898 donde los vieneses gustaban de ir a escuchar operetas. La sorpresa fue que Zahra no conquistó Viena. La ciudad se comportaba como una gran señora que contemplaba con distancia y desdén todo lo que le resultaba ajeno.

Kaspar Meier achacó la evidente falta de entusiasmo del público a la preocupación por la guerra. Él mismo decía no comprender que los vieneses se mostraran tan distantes ante el arte de Zahra. Aunque como era un hombre entusiasta y expansivo, aseguró que en Praga todo sería distinto.

Los periódicos destacaron la actuación de Zahra pero sin darle el relieve que Meier esperaba.

A ella parecía resultarle indiferente tanto la frialdad del público como la preocupación de Meier. En cuanto a Fernando, seguía ensimismado en su propio laberinto.

La última noche que pasaron en Viena, Meier los llevó a un concierto de valses. Zahra escuchaba con los ojos cerrados y una sonrisa que ablandaba sus rasgos tan a menudo tensos. Fernando tampoco permaneció inmune a la música de Strauss que invadía los sentidos.

Cuando salieron a la calle la nieve se había adueñado de la ciudad. Kaspar Meier rio con ganas mientras hacía una pelota de nieve y se la lanzaba a Fernando, que consiguió esquivarla. Zahra imitó a Meier y arrojó otra bola de nieve a Fernando, pero ésta sí le dio de lleno. Fernando dudó, pero la sonrisa de Zahra fue una invitación para contraatacar. Durante unos minutos los tres estuvieron enzarzados en una batalla de copos blancos hasta que, empapados, tuvieron que regresar al hotel.

Esa noche Zahra tampoco abrió la puerta que la separaba de la habitación de Fernando, pero al menos le dio las buenas noches con una sonrisa.

—¿A qué hora sale el tren para Praga? —preguntó Fernando impaciente, mirando el reloj de la estación.

Era la tercera vez que le hacía la misma pregunta a Meier. Pero el vienés parecía disponer de una paciencia ilimitada y no le molestaba la insistencia de Fernando.

—En una hora. Tomaremos un café mientras esperamos y les pondré al corriente del programa en Praga. Estoy seguro de que allí Zahra obtendrá un gran triunfo. La ciudad aún anda de luto por el asesinato del Protector de Bohemia y Moravia, creo que incluso el propio Hitler le había recomendado evitar los coches descapotables. Pero Reinhard Heydrich no era un hombre que temiera el peligro, creía que eran los demás quienes debían temerle a él, así que no renunció a su costumbre de moverse por la ciudad en un coche descubierto.

—Espero disponer de algún tiempo para conocer la ciudad —respondió Zahra con indiferencia.

—Desde luego, querida. Su representante, mi buen amigo el señor Chamoun, me indicó en su carta lo que debo hacer para que su estancia resulte agradable —respondió Kaspar Meier.

—Tengo mucho interés en conocer la escuela de baile de Lenka Zmek. La tengo por una de las mejores bailarinas de Europa —comentó Zahra mientras buscaba la mirada de Fernando.

—Sí, es una gran bailarina. Debería haberla visto interpretar El lago de los cisnes en la ópera de Viena. El público aplaudió puesto en pie durante casi una hora. Pero eso fue antes de que comenzara la guerra. En realidad Lenka Zmek estudió ballet en Viena, su padre es checo pero su madre es austríaca. Nosotros los vieneses la consideramos nuestra, aunque… bueno, hace unos años se enamoró de un checo y decidió irse a Praga. Fue una decisión desafortunada… Viena había puesto el mundo a sus pies. Desgraciadamente, su matrimonio no duró mucho, su esposo murió en un accidente de coche. Y ahora se niega a salir de Praga, rechaza todos los contratos que le ofrecen sin importarle lo mucho que podría ganar. En Praga vive volcada en su escuela de danza. Es lo único que parece importarle. Incluso ha rechazado una invitación para bailar en Berlín, contrariando al mismísimo Goebbels. En fin, las grandes artistas como usted y Lenka se pueden permitir casi todo…

Meier no paraba de hablar, pero Zahra parecía no escucharle. Apenas respondía con monosílabos. Aun así, Kaspar Meier no se desanimaba y convirtió a Fernando en su interlocutor. Durante el trayecto a Praga dio cuenta de sus actividades como agente artístico presumiendo de haber logrado que grandes artistas de otras latitudes actuaran en las ciudades más importantes del corazón de Europa, un corazón que se estaba desangrando a causa de la guerra.

A Fernando le hubiera gustado hablar con el vienés sobre la marcha de la guerra y, especialmente, sobre Hitler, al fin y al cabo era austríaco como el propio Meier. Pero sabía que debía evitar toda pregunta o conversación que tuviera que ver con la política. Era una instrucción precisa que le había dado Wilson. Claro que no hacía falta ser muy listo para saber que Kaspar Meier se sentía como pez en el agua con los nazis, aunque él no fuera o al menos no pareciera especialmente fanático.

Lo primero que vieron al descender del tren fueron soldados alemanes y patrullas de las SS controlando cada metro de la estación de Praga. Pedían la documentación a todos los que entraban y salían. La tensión y el miedo eran patentes.

Sin embargo, Kaspar Meier no parecía preocupado. Se abrazó a un hombre aún más alto y voluminoso que él al que presentó como Petr Mezlik, su socio en Praga.

El hombre les estrechó la mano con fuerza y mientras salían de la estación Fernando observó que Mezlik apretaba los dientes en un gesto de contrariedad viendo la prepotencia y la brutalidad con que dos miembros de las SS detenían a un joven que había intentado escapar.

—¡Ah, los rebeldes! —exclamó Meier como si la escena que estaban viendo no tuviera importancia.

Petr Mezlik no respondió y siguió caminando con paso rápido.

El hotel París se encontraba en el centro de la ciudad. Al igual que el hotel Baur au Lac de Zurich o el Wien de la capital vienesa, atravesar sus puertas era entrar en una isla donde el lujo y la belleza hacían del lugar un mundo aparte.

Zahra dijo estar cansada y se retiró de inmediato a su habitación. Fernando no pudo seguirla porque Kaspar Meier insistió en que compartiera con él y con su socio, Petr Mezlik, una copa. Aceptó de buen grado porque sentía curiosidad por Petr Mezlik. Su mirada denotaba una permanente tensión, un malestar de fondo.

Mezlik pidió Becherovka, un aguardiente que el camarero sirvió en vasos pequeños. Meier propuso un brindis por el éxito de Zahra.

Fernando a punto estuvo de atragantarse cuando el licor amarillento le recorrió la garganta. Estaba muy frío y tenía un lejano sabor a medicina agridulce. Kaspar Meier rio al ver la reacción del español.

—¿No le gusta? Si es así no lo diga, es la bebida nacional.

—Pero ¿de qué diablos está hecha? —quiso saber Fernando, que a duras penas podía dejar de toser.

—De hierbas. Al emperador le gustaba especialmente… —aseguró Meier.

Petr Mezlik carraspeó antes de hablar:

—Dicen que este licor se lo inventó un médico inglés, pero en realidad fue un farmacéutico de Karlovy Vary el que supo hacer buen uso de la receta. ¿Sabe dónde está Karlovy Vary?

—La verdad es que no —admitió Fernando.

—Es un balneario de la Bohemia, uno de los más importantes de Europa. Personajes de la realeza de todas las cortes iban a tomar las aguas, también políticos y personas relevantes. Es un trozo de tierra privilegiado bañado por los ríos Teplá y Ohře. Fue en el siglo XIX cuando Jan Becher, el farmacéutico de Karlovy Vary, empezó a elaborar un aguardiente para los dolores y afecciones del estómago. Es fuerte pero le sentará bien.

Para entonces Fernando sentía que las tripas se le habían caldeado.

—Se acostumbrará y le terminará gustando —aseguró Kaspar Meier.

Los tres hombres volvieron a brindar. A Fernando le sorprendió que tanto Meier como Mezlik apuraran de un trago el licor ambarino pero, sobre todo, que no pareciera afectarles.

Después Petr Mezlik detalló el programa que había preparado para Zahra. Fernando ya lo conocía porque en Viena Meier se lo había especificado a la propia Zahra, pero Mezlik debió de pensar que tenía que explicárselo a aquel joven que viajaba con la bailarina y que a todas luces era más que un simple acompañante.

—Hoy descansarán. Ya está anocheciendo y va a continuar nevando con fuerza. Mañana a primera hora visitaremos la escuela de danza de Lenka Zmek. No ha sido fácil convencerla para que reciba a Zahra. Después tienen tiempo libre para conocer la ciudad. Yo mismo los acompañaré. Espero que no nieve demasiado y podamos caminar. Por la tarde Zahra podrá descansar hasta la hora de su actuación. Será en el teatro Vinohrady, ya están todas las entradas vendidas.

—Será un gran honor para ella actuar en el Vinohrady. Es un teatro novísimo, lo inauguraron en 1907 —añadió Meier.

Lenka Zmek era una mujer que no dejaba indiferente. La intensidad de su mirada era devastadora. Parecía que pudiera leer hasta en los rincones más recónditos del alma.

De estatura mediana, cabello rubio oscuro y los ojos verdes, parecía flotar cuando andaba. Todo en ella era armonía y elegancia, pero también fuerza.

Los recibió con desgana. Petr Mezlik hizo las presentaciones. Lenka estrechó la mano a Zahra y durante un segundo las dos se midieron con la mirada. Luego la bailarina indicó dónde podía situarse el grupo que constituían Zahra, Fernando, Kaspar Meier y el propio Mezlik, dejando claro que deberían guardar silencio.

Los alumnos de Lenka estaban formados por una treintena de chicas y diez chicos. Todos esperaban en silencio a que su maestra diera comienzo a la clase, aunque no podían dejar de mirar de reojo con curiosidad a aquellos inesperados visitantes.

Durante dos horas Lenka dirigió la clase, insistiendo en que sus alumnos repitieran hasta la extenuación los pasos de baile hasta alcanzar la perfección. Ella era el espejo en el que se miraban. La maestra ejecutaba un paso y ellos lo repetían hasta que asentía satisfecha.

Su voz era armónica pero firme y el respeto que le mostraban sus alumnos era reverencial, conscientes de estar ante una leyenda del ballet.

Zahra estaba sobrecogida ante la elegancia de los movimientos de Lenka. Parecía irreal. No había visto jamás a nadie como ella.

Dos horas más tarde Lenka levantó la mano indicando a sus alumnos que disponían de quince minutos para descansar.

Los rostros de aquel grupo de jóvenes mostraban una gran tensión y era evidente que necesitaban un receso.

Lenka ofreció un café a sus visitantes en su despacho, aunque recordando que en pocos minutos reanudaría la clase y que daría por terminada su visita.

Zahra se preguntaba cómo podría hablar a solas con Lenka. Era del todo imposible hacerlo ante la presencia de Kaspar Meier y de Petr Mezlik.

Bebieron aprisa el café y Zahra le preguntó a Lenka si podía regresar en algún otro momento a la escuela de baile.

—Es tanto lo que he aprendido hoy que me atrevo a abusar de su amabilidad para que me permita asistir a otra de sus clases.

Lenka Zmek puso un gesto de contrariedad y con palabras poco amables dijo haber accedido a la presencia de Zahra porque Petr Mezlik y ella eran viejos amigos. Zahra insistió, y ella casi se mostró grosera diciendo que no entendía su interés puesto que tan diferentes eran el ballet y las danzas orientales.

Pero Zahra no era de las que se rendían y le dijo que quizá podría ir a verla al teatro aquella noche. Lenka desechó la invitación admitiendo su falta de interés por la danza oriental, sobre todo por un espectáculo que tendría como público a soldados cuyo único objetivo era entretenerse. Todo el mundo sabía que aquella noche irían a ver a Zahra buena parte de los oficiales nazis del ejército que ocupaba Checoslovaquia.

Kaspar Meier asintió, añadiendo que aunque los nazis aún lloraban a Heydrich, el Alto Mando había decretado que no cabían más duelos en Praga, y que sería un privilegio para ellos ver a Zahra.

—¿Cuándo puedo volver? —insistió Zahra.

—Querida, no creo que disponga de demasiado tiempo. Esta noche usted actúa y mañana también —le recordó Kaspar Meier, intentando que la egipcia aflojara un poco.

—Actuaré por la noche, el día tiene muchas horas —respondió Zahra.

Durante un minuto aguardaron a que fuera Lenka quien señalara el momento en que Zahra podría volver.

—Bien, mañana doy una clase a mis alumnos más aventajados; no son muchos, sólo diez. Quizá podría venir a verlos bailar. Comenzamos a las nueve en punto.

—Se lo agradezco. Aquí estaré.

Cuando salieron del estudio de Lenka el frío los envolvió.

—Si no le molesta andar, podemos aprovechar que no nieva para enseñarle esta parte de la ciudad —propuso Petr Mezlik.

—Todo esto me parece encantador —afirmó Zahra.

—Éste es el barrio de Malá Strana. Está situado a los pies del castillo. Es una ciudad dentro de la ciudad.

Estuvieron andando un buen rato. Kaspar Meier, dando por sentado que Fernando, como español, sería un devoto católico, se empeñó en entrar en todas las iglesias que encontraban a su paso. Fernando no quiso contrariarle y tampoco evidenciar su falta de creencias religiosas.

Meier parecía entusiasmado al anunciarle que la siguiente iglesia en la que iban a entrar era la de Nuestra Señora de la Victoria.

—No imagina lo que va a ver. Esta iglesia tiene mucho que ver con España.

No por no ser creyente Fernando dejaba de admirar el valor artístico de cuanto veía. Su padre le había enseñado no sólo a respetar las creencias ajenas, sino también a disfrutar del arte, fuera arte religioso o de otro signo. Fernando no podía dejar de recordar que su padre solía decirle que no se podía entender la civilización occidental sin la enorme influencia de la Iglesia de Roma. Se preguntó si su padre disfrutaría de la visita de aquellas iglesias de Praga.

—Pues como le iba diciendo, aquí se guarda la estatua del Niño Jesús de Praga —la voz de Kaspar Meier devolvió a Fernando al tiempo presente—, pero mejor que le cuente la historia nuestro amigo Petr.

Petr Mezlik continuó la explicación iniciada por su socio.

—Mire, esa pequeña figura del Niño Jesús es del siglo XVI y llegó a Praga con la duquesa María Manrique de Lara. Esta aristócrata estaba casada con Vratislav von Pernstein. En fin, quién le iba a decir a tan ilustre señora que la imagen que trajo consigo iba a terminar siendo venerada con tanta devoción en Praga.

El resto de la mañana lo dedicaron a visitar aquella orilla de la ciudad y Mezlik les descubrió una joya bien guardada: la biblioteca de la basílica de Nanebevzeti.

—Era una sorpresa que le tenía preparada. Kaspar me dijo que entre sus aficiones estaba la lectura y que coleccionaba libros antiguos. De esta biblioteca no podrá llevarse ninguno, pero sí admirarlos.

Petr Mezlik se sentía especialmente satisfecho de haber conseguido que les abrieran las puertas que tan celosamente guardaban un tesoro de libros único.

—Como verá, querida, hemos tenido en cuenta todos sus gustos; su representante, el señor Chamoun, me indicó su interés por las bibliotecas. En Viena no tuvimos demasiado tiempo, pero el señor Mezlik ha tenido la bondad de prepararle esta agradable sorpresa.

Zahra se mostró agradecida y Fernando la vio entusiasmada durante la visita a la biblioteca sin dejar de sentirse molesto por haber descubierto esa otra afición de Zahra. En realidad no sabía nada sobre ella, admitió con cierta amargura.

Más tarde pasaron delante de un palacio por el que Zahra preguntó.

—Es el palacio Petschek —comentó Petr Mezlik con gesto sombrío.

—Perteneció a un importante banquero —añadió Meier.

—Dice bien, perteneció a un importante banquero, pero ahora es la sede de la Gestapo —apostilló Mezlik, y en su tono de voz se reflejaba una ira difícilmente contenida.

Poco antes del almuerzo, Petr Mezlik los invitó a visitar su oficina, donde Zahra tenía que firmar algunos papeles.

La oficina de Mezlik estaba en la calle Celetná, cerca de la Torre Astronómica y a pocos pasos del hotel París, donde se alojaban Zahra y Fernando.

Después del almuerzo, Zahra dijo que deseaba retirarse a descansar. Tenía que prepararse para la actuación de la noche. La nieve había vuelto a adueñarse de la ciudad y el frío les había calado la ropa de abrigo.

Zahra empujó la puerta que la separaba de la habitación de Fernando y le encontró mirando por la ventana. Parecía fascinado por la nieve.

—Tenemos que convencer a Lenka Zmek para que nos guíe hasta Jana Brossler.

A Fernando casi se le había olvidado el verdadero motivo que los había llevado a Praga; Jana Brossler se había desdibujado en su mente.

—Wilson nos dijo que Jana era una de las alumnas de Lenka. Es la única pista que tenemos. También dijo que alguien le alertaría de que su padre iba a enviar a alguien a por ella —insistió Zahra.

—No será fácil que esa mujer te diga algo. Creo que estaba más que molesta por nuestra presencia. Y no sé si te has dado cuenta del gesto de contrariedad cuando insistías en que querías volver.

—Sí, y lo entiendo. Ella sólo siente desprecio por mí.

—¿Desprecio?

—Es una gran bailarina.

—Y tú también.

—Pero seguramente piensa que mis danzas nada tienen que ver con el arte. En fin, no me importa. Nuestro objetivo es encontrar a Jana y, a ser posible, sacarla de aquí.

—¿Sacarla? No creo que sea factible. Hay soldados alemanes por todas partes. Los nazis son los dueños de Checoslovaquia. Difícilmente podemos llevar con nosotros a esa chica.

—Ya veremos. Ahora lo importante es conseguir que Lenka confíe en nosotros. He pensado que podrías acercarte a su estudio y revelarle por qué estamos aquí.

—Supongo que nos estarán vigilando. ¿Cómo explico que voy al estudio de Lenka Zmek?

—Pues porque yo quiero invitarla a mi actuación de esta noche y te he insistido en que vayas.

—Un argumento endeble. Ya lo has hecho esta mañana.

—Es la única excusa que puede resultar creíble.

—Creo que es mejor esperar a mañana. Supongo que nos acompañarán Meier y Mezlik, procuraré convencerlos de que es mejor dejarte sola viendo la clase de Lenka mientras nosotros tomamos un café.

—Tienes razón… es que estoy impaciente. Esta ciudad es hermosa, pero se siente el peso de la opresión. Los soldados y esos tipos de las SS…

—Esos tipos de las SS irán esta noche a verte bailar. Así que ve haciéndote a la idea de que tendrás que saludar a los jefes y mostrarte encantadora.

—Seré yo misma. Y ya sabes que nunca tengo trato con quienes me van a ver. No tengo por qué.

—Ya veremos lo que sucede esta noche. Ah, y no sabía que coleccionabas libros antiguos. —Su voz era un reproche.

—No tenías por qué saberlo. Yo no te lo he dicho —afirmó ella sosteniéndole la mirada.

—Entre tú y Wilson lográis que me sienta poco menos que nada.

—Ése es tu problema, Fernando. Yo ignoro todo sobre ti y eso no me hace sentirme ofendida.

A Fernando le hirió la respuesta. Zahra le había marcado los límites de su relación. No podía esperar nada más de ella.

—No creo que vuelva a acompañarte en ningún otro viaje. No me siento cómodo con el papel que Wilson me ha asignado.

—Sí, eso ya me lo has dicho, y tendrás que decírselo a él. Yo no decido ni dónde voy ni con quién voy. Sólo hago lo que debo hacer —respondió Zahra con frialdad.

Ella pasó el resto de la tarde en su habitación y él, a pesar de que seguía nevando, decidió salir a pasear. No soportaba la soledad de la habitación.

Aquella noche Zahra enardeció al público con sus danzas. Los aplausos le impedían abandonar el escenario. Los asistentes, en su mayoría soldados, aplaudían con admiración.

En la puerta de su camerino se agolparon varios oficiales reclamando verla y sin atender a las razones que tanto Kaspar Meier como Petr Mezlik les daban para que se fueran.

—Señores, mañana habrá una recepción a la que asistirá la señorita Nadouri, allí podrán hablar con ella. Pero esta noche debe descansar —explicó Mezlik, intentando hacerse oír entre las quejas de aquellos oficiales.

Zahra le había insistido a Kaspar Meier que no era necesario que la acompañara al estudio de Lenka Zmek, pero el austríaco no pensaba dejarla sola por Praga aunque fuera escoltada por Fernando. Petr Mezlik tampoco veía conveniente que ella se arriesgara por las calles de la ciudad, así que ambos la acompañarían, aunque Zahra les había hecho prometer que no se quedarían con ella y le permitirían disfrutar de la sesión de ballet de Lenka.

—Si ustedes se quedan, ella se sentirá incómoda… No se puede dar una clase con un público no deseado. Yo me quedaré en un rincón y se olvidarán de mí, pero si estamos los cuatro, querrá que nos marchemos cuanto antes.

Aceptaron. Fernando los convenció sugiriendo que quizá mientras Zahra disfrutaba de la clase de ballet ellos podían ir a tomar un café a alguna parte.

La propia Lenka abrió la puerta a Zahra y con un gesto la invitó a pasar.

—Ha madrugado mucho. Hasta dentro de unos minutos no llegarán mis alumnos. ¿Le apetece un café?

—Sólo deseaba hablar con usted a solas, si me lo permite. En realidad estoy en Praga por eso.

Lenka la miró extrañada y su cuerpo se tensó sorprendida por las palabras de la egipcia.

—¿Qué es lo que quiere?

—Encontrar a Jana Brossler. Estoy segura de que le dijeron que alguien se pondría en contacto con usted.

El rostro de Lenka adquirió la tonalidad del hielo y en sus ojos brilló la preocupación.

—¿Jana Brossler? No sé a quién se refiere, ¿quizá a una antigua alumna?

—Por lo que sé, Jana Brossler es una de sus alumnas favoritas. Una joven valiente pero algo temeraria que bajo ningún concepto acepta la ocupación alemana y eso le llevó a intentar formar parte de la Resistencia. —Zahra había bajado la voz, hablaba casi entre susurros.

—No sé de qué me habla. —La voz de Lenka sonó fría y rotunda.

—Disponemos de poco tiempo, señora Zmek. Me dijeron que debía confiar en usted. Y es lo que estoy haciendo. El padre de Jana acudió a un buen amigo para que le ayude a encontrar a su hija. El señor Brossler quiere sacarla de aquí. Y es lo que me dispongo a hacer si usted me dice dónde encontrarla.

—Aunque fuera verdad lo que dice, ¿por qué debería yo fiarme de usted? Sólo sé que usted es una bailarina de danzas orientales. También sé que los alemanes tienen muchos amigos entre los egipcios.

—¿Amigos? Sí, supongo que desgraciadamente tienen amigos en todas partes. Pero yo no me encuentro entre ellos. Me dijeron que debía utilizar una frase para que usted confiara en mí. Ayer no encontré la manera de decírsela, pero ahora lo haré: «Me gustaría descansar en el balneario».

Los labios de Lenka Zmek dejaron entrever una ligera sonrisa.

—De acuerdo. Ésa es la contraseña.

—Tiene que confiar en mí. Yo no tengo otra opción que confiar en usted.

—Es difícil confiar en nadie en estos tiempos —dijo Lenka suspirando.

—Lo sé, pero no tenemos más remedio que hacerlo. ¿No le dijeron que vendría?

—Me avisaron, sí, pero no me dijeron quién.

—No sé… pero tengo la impresión de que Petr Mezlik… —Zahra no terminó la frase.

—Señorita Nadouri, el señor Mezlik es un patriota checo.

—No lo dudo… aunque cuesta creerlo sabiendo que es socio del señor Meier.

—¡Ah, las apariencias! Usted misma ha sido contratada por el señor Meier, ¿por eso debería desconfiar de usted? Sí, es una buena razón, pero no suficiente. Hay muchas maneras de esconderse.

—Entonces ¿el señor Mezlik forma parte de la Resistencia?

Lenka clavó su mirada verde en la de Zahra. Encontraba que la pregunta estaba fuera de lugar.

—Ignoro los nombres de los que forman parte de la Resistencia, si es que queda alguno vivo. Estar en contra de los nazis no significa ser parte de la Resistencia. En fin… ¿cómo piensa llevarse a Jana?

—He traído documentación falsa. Espero que sirva.

—No sabemos si los nazis la buscan. En realidad, ella nunca ha formado parte de la Resistencia aunque conocía a gente que… En fin, los nazis se han vuelto locos con la muerte de Heydrich. Mataron al grupo que atentó contra él. Sólo se libró el traidor, Karel Čurda. Que Dios le castigue en el Infierno. Luego Himmler se vengó ordenando asesinar a todos los hombres de Lídice.

—Lo sé, todo eso lo sé.

—Pero lo que no sabe es que no será fácil sacar a Jana.

—¿Dónde está?

—En Karlovy Vary. Es un balneario, un hermoso balneario, no muy lejos de Praga.

—¿Por qué está allí?

—Porque aquí corría peligro. Alguien podía delatarla, ir con el cuento de que había intentado unirse a la Resistencia. De hecho, uno de sus amigos conocía a uno de los jóvenes que atentaron contra Heydrich. Jana es mi mejor alumna. Si esta guerra termina alguna vez, será la mejor bailarina de este maldito siglo. Conseguí llevarla a Karlovy Vary a casa de mi tía Aneta, allí se hace pasar por su señorita de compañía.

—Pero Jana está muy expuesta.

—A veces es más fácil ocultar lo que se ve. Mi tía Aneta es una mujer muy especial. Es hermana de mi madre. Tiene mucho genio y todo el mundo la teme un poco. Es muy conocida y respetada en Karlovy Vary. Sus veladas musicales son famosas. Se ha casado cuatro veces y ha sobrevivido a sus cuatro esposos. No tiene hijos y yo soy su única sobrina. Tenemos algo en común y es que ambas queremos ver a los alemanes fuera de nuestro país, pero además odiamos a estos malditos nazis.

—Hitler es un loco. Sólo hay que escucharle para darse cuenta —afirmó Zahra.

—No, no está loco. No sea benevolente con él.

—Tiene razón, y ahora dígame de qué manera podemos traer a Jana hasta Praga.

Lenka se quedó pensativa. Buscaba una solución y pareció que la había encontrado.

—Se me ocurre que venga conmigo a Karlovy Vary. La invitaré a visitar el balneario. También invitaré a Meier y a Mezlik. Iremos a casa de mi tía. Y allí ya se nos ocurrirá algo. Pero puede que Jana no desee abandonar el país. Debe saber que no quiso acompañar a su padre cuando se marchó —explicó Lenka.

—Lo sé, pero ahora su vida corre peligro —le recordó Zahra.

—Sí… En realidad sé que están buscando a todos aquellos que han tenido relación con lo que quedaba de la Resistencia. Han detenido y torturado a mucha gente para sacar confesiones inútiles, porque la mayoría no tenía ninguna relación con la Resistencia.

—Le propongo que vaya a verme esta noche al teatro. Tenemos que dar la impresión de que hemos simpatizado. Sé que esta noche me han organizado una recepción a la que debo ir. Usted podría acompañarme. De ese modo a nadie le extrañará que yo vaya con usted a Karlovy Vary.

—¡Ir a una recepción con los nazis! ¡De ninguna manera! —exclamó Lenka.

—Tiene que ayudarme a sacar a Jana. Tenemos que convencer a todos de que hemos simpatizado.

—Iré a verla bailar, pero no asistiré a esa recepción. Mi estómago tiene un límite, señorita Nadouri.

—El mío también, señora Zmek, salvo cuando se trata de salvar una vida. Primero procuro salvarla, después vomito. Siempre por este orden.

—La veré esta noche en el teatro. Dígale a Petr Mezlik que me mande un par de entradas.

—Por cierto, ¿qué opinión le merece Mezlik?

—Confío en él. Nos conocemos desde hace muchos años. Fue él quien unos días atrás me dijo que alguien vendría a verme y me dio la contraseña que usted me acaba de decir.

—¡Así que está al tanto de que he venido!

—No, en absoluto. Las cosas no funcionan de forma tan simple. A él alguien le dijo que me dijera una frase que en algún momento alguien me repetiría. Pero desconocía quién, lo mismo que yo tampoco sabía quién vendría ni por qué.

—¿Por eso se mostró tan contrariada por mi presencia?

—¿Y qué quería? Yo no sabía que la persona que iba a darme la contraseña era usted. Mezlik tampoco lo sabía entonces, ni debe saberlo ahora.

—Ya… Pero usted confía en Petr Mezlik…

—Ya le he dicho que es un patriota checo aunque sea socio de Kaspar Meier. Incluso eso nos es muy conveniente.

—¿Quién le dijo a él que iba a venir alguien para ponerse en contacto con usted?

—No lo sé, hay preguntas que es mejor no hacer. Cuanto menos sepamos los unos de los otros, menos peligro correremos. Hay muchas maneras de formar parte de la Resistencia, la nuestra es una de esas maneras. Procuramos ayudar a los que están en primera línea jugándose la vida.

—Como Jana.

—Sí, como pretendía Jana.

El grupo de alumnos escogidos de Lenka era realmente excepcional. Auténticos virtuosos del ballet. Lenka Zmek se olvidó de la presencia de Zahra y ni siquiera se despidió de ella cuando se marchó. Ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse.

Aquella noche en el teatro se elevaron los murmullos cuando el público se dio cuenta de la presencia de Lenka Zmek. La bailarina, vestida con un traje negro de terciopelo hasta los pies y peinada con un moño, hizo su entrada del brazo de un hombre de cierta edad que se apoyaba en un bastón.

Ambos eran elegantes y tenían un gesto aristocrático y distante. Caminaban ignorando a cuantos estaban a su alrededor.

Los comentarios arreciaron. ¿Por qué Lenka Zmek se había dignado a acudir al teatro Vinohrady a ver el espectáculo de una bailarina oriental? Todos sabían que Lenka, más que arrogante, era soberbia y que no había bailarina en el mundo a la que considerara su igual. Pero allí estaba, espléndida y orgullosa del brazo de Pavel Ostry, otra gloria nacional, el mejor director de orquesta de Checoslovaquia, un mito en el resto de Europa.

Pero el público aún se extrañaría más al ver a Lenka y Pavel aplaudir a la bailarina egipcia.

En el intermedio, unos camareros ofrecían champán a los asistentes al espectáculo. Petr Mezlik se acercó a Lenka y a Pavel Ostry insistiéndoles en que acudieran a la recepción que había organizado en honor de Zahra. La bailarina se negó en redondo a asistir, pero no escatimó elogios hacia la egipcia. Lo hizo con la voz fría y firme que la caracterizaba. Muchos de los asistentes pudieron escucharle decir que Zahra Nadouri era una gran bailarina.

Cuando terminó la función, Zahra acudió a saludar a Lenka. El público comentó el gesto deferente de la egipcia para con Lenka Zmek.

—Tenga cuidado, está aquí Ernst Gerke, y a lo que parece asistirá también a la recepción que le ha organizado Meier esta noche —susurró Lenka.

—¿Quién es ese Ernst Gerke? —quiso saber Zahra.

—El jefe de la Gestapo en Praga.

Ambas interpretaron con precisión el papel que ellas mismas habían elegido. Lenka no acudió a la recepción en honor de Zahra, pero al día siguiente en Praga se sabría que la gran Lenka Zmek se había mostrado amable con Zahra Nadouri e incluso la había elogiado. La noticia sería más agradable de comentar que los avatares de la guerra.

La recepción resultó un éxito. Zahra tuvo que hacer un esfuerzo al aceptar los halagos de aquellos oficiales alemanes ansiosos por cortejarla y a los que no parecía importarles la presencia de Fernando.

Ni a él ni a Zahra se les pasó por alto el entusiasmo que Kaspar Meier demostró ante la llegada de un hombre ante el que todos los presentes acudían a saludar.

—Es el Obersturmbannführer Ernst Gerke, jefe de la Gestapo de Praga, el hombre más poderoso y temido de la ciudad —dijo Petr Mezlik.

—¿Es amigo de Meier? —preguntó Fernando.

—Al menos se conocen y parecen simpatizar. Sin duda Meier se lo presentará. Podría decirse que hace un gran honor a Zahra al haber ido a verla bailar al teatro, y también ahora viniendo a la recepción. Esta noche, querida, están los oficiales más importantes del Ejército alemán, además de los de las SS y, por supuesto, de la Gestapo.

El tono de voz de Mezlik intentaba ser neutral, pero Fernando creyó detectar un poco de miedo y de asco.

Petr Mezlik consiguió prorrogar las actuaciones de Zahra tres días más de los previstos, tal era el éxito obtenido. Los periódicos publicaron que Zahra había sido invitada por Lenka Zmek a dar una clase magistral en su escuela de ballet.

—De manera que nos quedaremos unos días más —comentó Zahra con Fernando.

—En España diríamos que toda la operación para sacar a Jana está cogida con alfileres. ¿Creéis que los nazis son unos ingenuos? Nos estarán vigilando.

—Puede que sí o puede que no le den importancia a que dos bailarinas hayan simpatizado. Tenemos que correr el riesgo. El próximo fin de semana iremos a Karlovy Vary. Kaspar Meier parece entusiasmado con la idea. También nos acompañará.

—Es obvio que Meier está a favor de los nazis. ¿Es que no escuchas las cosas que dice? Que si Hitler les ha devuelto el orgullo a Austria y a Alemania, que si Europa se convertirá en el faro del mundo cuando Hitler la gobierne de norte a sur…

—Precisamente por eso debe acompañarnos. Naturalmente, él cree que Lenka me ha invitado a conocer el balneario y a su tía, que es todo un personaje. Meier me ha explicado que el último marido de la tía de Lenka era un conde y, por tanto, eso la convirtió en condesa. Y para Meier ser recibido en casa de una condesa le hace sentirse especial.

—¿Crees que Meier es tonto? Pues no, no lo es. No ha conseguido hacer fortuna por ser tonto. Es ambicioso y carece de refinamiento, pero detrás de su aparente simpleza hay un hombre hecho a sí mismo que sabe lo que quiere —replicó Fernando.

—En cualquier caso, él ha decidido venir y no encuentro razón para negarme. Iremos todos a Karlovy Vary —sentenció ella.

Zahra sentía fascinación por la nieve; tanta como por la arena interminable del desierto o por el mar infinito. Aunque temblaba de frío. Petr Mezlik y Kaspar Meier habían ido a buscarlos al hotel al amanecer. Mezlik iba al volante de un coche negro salpicado por la nieve.

El vienés no había dejado de hablar desde que salieron de Praga. Fernando intentaba seguirle su cháchara, pero Zahra apenas los escuchaba. Hasta que llegaron a Karlovy Vary no le prestó atención. Los árboles se abrían paso hacia el cielo y las laderas de los montes estaban salpicadas de mansiones de cuyas chimeneas se escapaba un humo que parecía desperezarse.

Con el rostro pegado al cristal de las ventanillas del coche Zahra escuchó las explicaciones de Kaspar Meier cuando, tras señalar el río Teplá que discurre frente al Balneario Imperial, se apresuró a decir que había sido construido bajo la dirección de dos arquitectos vieneses en 1895, apenas cincuenta años atrás, que habían sido pródigos en convulsiones en Europa con la Gran Guerra y la Revolución rusa.

—Los personajes más importantes de Europa han pasado por este balneario. Imagínese… Beethoven, Chopin, Liszt, Tolstói, Goethe, Freud… Ah, y el zar Pedro I, quien solía venir algunas temporadas seguido de los miembros más preeminentes de su corte. Pero no sólo él gustaba de tomar las aguas aquí, el mismísimo Karl Marx visitó el balneario. ¿Imagina, querida? Usted debe beber esta agua prodigiosa. Estoy seguro de que nuestra admirada Lenka lo habrá arreglado para que pueda disfrutar de la experiencia.

De vez en cuando Petr Mezlik cruzaba su mirada con la de Zahra a través del espejo retrovisor. Había permanecido en silencio durante el viaje dejando que fuera Meier quien los distrajera.

Un mayordomo los aguardaba en la puerta. La mansión estaba rodeada de árboles centenarios, tantos y tan frondosos que desde el camino quedaba oculta.

Dos doncellas acudieron a hacerse cargo del equipaje.

Apenas entraron en la casa se encontraron con Lenka y su tía Aneta.

—Bienvenidas —dijo ésta.

—¿Han tenido buen viaje? —se interesó Lenka.

Tía Aneta los invitó a seguirla hasta la biblioteca, donde unos cuantos troncos se iban consumiendo en el fuego de la chimenea.

Si Lenka Zmek era una mujer de una belleza singular, su tía lo era mucho más. Resultaba difícil calcular qué edad tenía. Más alta que Lenka, muy erguida y delgada, con el cabello rubio plateado por alguna cana recogido en un moño y unos ojos aún más verdes que los de su sobrina. Todo en ella irradiaba inteligencia, elegancia y autoridad. Su presencia llenaba la estancia.

El mayordomo acudió seguido de una doncella con una bandeja y un servicio de café. Hablaron de banalidades mientras se iban midiendo los unos a los otros hasta que la condesa Aneta se levantó y los invitó a instalarse en las habitaciones que les había preparado.

—Descansen. Los veré a la hora del almuerzo. —Y salió de la estancia dejándolos con su sobrina.

—Bien —dijo Lenka—, una vez que se hayan instalado si quieren podemos dar un paseo por la ciudad. Quizá Petr y el señor Meier prefieran quedarse a descansar… Al fin y al cabo, ustedes ya conocen Karlovy Vary y esta mañana hace mucho frío, pero la señorita Nadouri y el señor Garzo puede que prefieran dar un paseo.

—Desde luego —afirmó Zahra sin preocuparse siquiera en preguntar a Fernando.

—Entonces suban a su habitación un momento para indicar a las doncellas cómo quieren que dispongan su equipaje y yo los esperaré aquí —respondió Lenka.

—Yo prefiero descansar. No es fácil conducir en medio de una tormenta de nieve —se excusó Petr Mezlik.

—Pues yo no estoy cansado y no me importa acompañarlos —dijo Kaspar Meier.

Lenka no podía negarle que los acompañara, pero frunció el ceño. Le hubiera gustado hablar con Zahra y Fernando sin un testigo tan comprometedor como Meier.

—Si no la incomoda, puede llamarme por mi nombre en vez de «señorita Nadouri» —intervino Zahra.

—Yo también preferiría que me llamase por mi nombre —añadió Fernando.

—Si lo prefieren así… —Lenka no parecía muy convencida de que debieran tratarse con informalidad, pero aceptó para no desairarles. Ella siempre se había protegido de los demás marcando todas las distancias que facilita la buena educación.

La mansión no estaba lejos del centro de la ciudad. Andar bajo una nevada no era fácil, así que Zahra se cogió del brazo de Fernando. No olvidaba que tenían que interpretar el papel de dos jóvenes amantes.

Lenka les mostró la Columnata del Mercado y la del Molino, construidas a finales del siglo XIX… En ambas había fuentes donde fluía el agua milagrosa. Les sorprendió sacando de su bolso unas pequeñas jarras de porcelana para que las llenaran con el agua caliente que, según dijo, curaba casi todo.

Fernando y Zahra se animaron a beber en una de las fuentes.

El gesto de asombro de ambos hizo sonreír a Lenka.

—¿No les gusta? Son aguas sulfurosas, quizá tienen un cierto gusto a metal…

—¿Y cómo saben que son buenas para la salud? —preguntó Zahra.

—A Carlos IV, emperador del Sacro Imperio Germánico, le gustaba cazar por estos bosques y descubrió las aguas calientes que brotaban por la zona. De manera que desde el siglo XIV se convirtió en un lugar para venir a tomar las aguas. Pero fue en el siglo XVIII cuando un médico, David Becher, convirtió Karlovy Vary en un auténtico balneario. En fin, este lugar es muy especial, apreciado por muchos personajes destacados. Se podría decir que es el mejor balneario de Europa —explicó Lenka con orgullo mientras señalaba los edificios barrocos y de estilo Belle Époque que se apiñaban junto a otros neoclásicos haciendo del conjunto una auténtica joya.

Tuvieron que regresar a la mansión de la condesa porque la nieve les dificultaba andar y les estaba empapando las ropas.

El almuerzo se sirvió en un comedor cuyos amplios ventanales permitían sumergir la mirada en el bosque cubierto de blanco.

La condesa Aneta les presentó a una joven de aspecto delicado.

—Jana no es sólo mi señorita de compañía, también cuida de mi salud. Sin ella no sé qué sería de mí.

Kaspar Meier observó con atención a aquella jovencita de modales elegantes que de tan tímida apenas levantaba la mirada.

—Así que esta señorita es su enfermera —concluyó Meier.

Aneta no respondió, se limitó a sonreír mientras hacía un gesto a Fernando para que se sentara a su derecha en la mesa. A Petr Mezlik le colocó a su izquierda.

Hablaron de todo y de nada, pero principalmente de teatro y de arte. Kaspar Meier no dejaba de meter baza explicando los numerosos conciertos, ballets y compañías teatrales que en Viena pugnaban por conseguir el favor del público. La condesa se interesó por el baile de Zahra y escuchó atentamente sus explicaciones.

—Me gustaría verla bailar. Nunca he asistido a un espectáculo de baile oriental. Pero hasta aquí ha llegado el eco de su éxito en Praga.

—Siento haber dejado parte de mi equipaje en la ciudad; al igual que el ballet, mis danzas necesitan de un vestuario especial.

La condesa Aneta anunció que, a pesar del mal tiempo, esa tarde irían al teatro.

—Lo bueno de Karlovy Vary es que hay gente que viene todo el año a tomar las aguas. Lo malo es que no siempre la que nos visita es la mejor gente. La ventaja es que nuestro teatro está abierto incluso en esta época del año.

Cuando terminaron de almorzar la condesa les propuso entretenerse jugando al ajedrez o leyendo o escuchando música.

Petr Mezlik propuso a Kaspar Meier y a Fernando tomar una copa de coñac y jugar una partida de cartas; el vienés aceptó de inmediato y Fernando no se pudo negar. Las señoras prefirieron retirarse y prepararse para la hora de ir al teatro.

Sin embargo, ninguna se refugió en sus habitaciones sino que fueron todas a la de Aneta. Allí, una vez cerrada la puerta, Zahra pudo hablar con Jana y explicarle por qué estaba allí.

Jana Brossler la escuchó atenta y emocionada. Hacía meses que había dejado de comunicarse con su padre y soportaba mal la angustia que provocaba esa incertidumbre.

Zahra le explicó que estaba allí para llevársela a Suiza, donde su padre la estaba esperando. Después los dos viajarían a Estados Unidos, si es que los avatares de la guerra se lo permitían.

—Pero no puedo marcharme. Estoy segura de que me buscan. Detuvieron a varios de mis amigos sólo por conocer a alguno de los miembros de la Resistencia.

—Nadie ha dado tu nombre, o de lo contrario no estarías aquí —argumentó Zahra.

—Eso no lo sabemos. Cuando comenzaron las redadas los nazis acudieron a las casas de muchos de los amigos de Jana —afirmó Lenka.

—¿Han detenido a todos sus amigos? —insistió Zahra.

—Por lo que sabemos, algunos sólo fueron interrogados, pero de otros no hemos vuelto a saber nada —volvió a intervenir Lenka.

—¿Estabas muy comprometida con la Resistencia? ¿Sabía mucha gente de ti? —preguntó Zahra.

—En realidad, yo… bueno, conocía a un joven que a su vez conocía a algunos integrantes de la Resistencia, pero yo nunca estuve con ninguno de ellos. Tenían miedo de que los delataran y no se fiaban de nadie. Ni siquiera sabía sus nombres —explicó Jana.

—Entonces no creo que te busquen —afirmó Zahra.

—Eso no lo sabemos —terció Lenka.

—La cuestión es que deberías irte con tu padre, es lo más sensato, Jana, eso si logramos que puedas marcharte —concluyó la condesa Aneta.

—Pero yo no puedo irme… Éste es mi país… No podemos huir y permitir que los nazis se hagan con todo.

—Aquí no haces nada, Jana. Ya no puedes hacer nada. No hay Resistencia, han acabado con ella después de lo de Heydrich —afirmó Zahra.

—Pues habrá que empezar de nuevo —respondió la joven.

—Sí, supongo que alguien lo volverá a intentar. Pero ahora mismo tu participación es imposible, puesto que pondría en peligro a los que intenten volver a formar un grupo de resistentes. Sólo por conocer a alguien que a su vez conozca a alguno de los detenidos es suficiente para ponerte en peligro —recordó Lenka.

—Permítame preguntarle cómo piensa sacar a Jana del país. Supongo que tiene usted un plan —quiso saber la condesa, que ya consideraba irreversible que Jana acabaría marchándose.

—Puesto que usted ha presentado a Jana como su señorita de compañía, además de enfermera… si yo me pongo enferma, podría sugerir que cuidase de mí —explicó Zahra.

—¿Qué quiere decir?

—Nos quedaremos un par de días aquí y la noche antes de nuestro regreso a Praga yo caeré enferma. Usted ofrecerá que Jana me acompañe hasta Suiza para cuidarme, dando por hecho que luego hará el camino de vuelta. Estoy segura de que Kaspar Meier sabrá cómo arreglarlo. Es lo único que se me ocurre que podemos hacer —afirmó Zahra sin demasiada convicción.

—Pero ese hombre simpatiza con los nazis —terció Lenka con preocupación.

—Lo sé, pero es un tipo simple —arguyó Zahra.

—Yo no estoy de acuerdo con que Meier sea un simple, creo que se lo hace. No le menosprecie —le recomendó la condesa.

—Llegamos a Praga en tren y en tren debemos salir. Jana será mi enfermera. Tengo un pasaporte para ella con un apellido falso, aunque, eso sí, el nombre es el mismo, Jana. El pasaporte es suizo. También tengo un título de enfermera expedido en Suiza a nombre de Jana.

—Jana no es un nombre suizo —replicó la tía Aneta.

—No, no lo es. Su nueva identidad es la de una chica de padres suizos aunque su madre es de origen checo. Digamos que Jana es el nombre de una abuela. Ésa es la explicación.

—Pero yo no me quiero ir —insistió Jana.

—Querida, tu presencia aquí ya es del todo inútil. Regresa con tu padre, es lo mejor para todos —sentenció la condesa.

—Sí, hemos tentado demasiado a la suerte —aceptó Lenka.

El rostro de Jana se llenó de lágrimas. No le dejaban otra opción salvo regresar a Praga y enfrentarse a su suerte, y eso podría suponer acabar detenida y Dios sabía qué más.

—¿Sabe, Zahra?, me sorprendió cuando me explicó en Praga que había traído un pasaporte falso. Usted no sabía lo que se iba a encontrar —dijo Lenka, mirando a Zahra con curiosidad.

—Ya le expliqué cuál era mi cometido. Quien me mandó aquí sabía que usted había cobijado a Jana. Por eso me ordenaron ponerme en contacto con usted. No sé si esa persona sabía que Jana estaba con su tía, eso lo ignoro, no me lo dijo, pero puede que también lo supiera. Las personas con las que colaboro tienen muchos ojos en todas partes, de manera que me explicaron que la única manera de sacarla era que yo me pusiera enferma y la hiciera pasar por mi enfermera.

—Pero usted desconocía que Jana estaba aquí con mi tía —insistió Lenka.

—Usted misma me lo dijo, es mejor no saber más que lo justo, de manera que yo sabía lo estrictamente necesario: que debía ponerme en contacto con usted y traer conmigo un pasaporte y un título de enfermera para Jana.

—¿Y qué es lo que sabe Fernando Garzo? —La pregunta de Lenka desconcertó a Zahra.

—¿Saber? ¿A qué se refiere?

—¿Sabe a qué ha venido usted a Praga? —Una pregunta tan directa no daba lugar a otra respuesta que no fuera igual de directa.

—Desde luego, está al tanto de todo. Fernando es… es… es mi prometido. A él le confío mi vida. Cuida de mí y cuidará de Jana.

—¿Sabe, querida?, no dudo de que usted pueda confiarle su vida, pero deberían disimular mejor, se muestran demasiado distantes y fríos el uno con el otro como para ser amantes. Le aconsejo que pongan un poco más de pasión. —Las palabras de Aneta sonrojaron a Zahra.

La primera sorpresa que les aguardaba en el teatro era la bóveda pintada por Gustav Klimt; la segunda, el impresionante telón igualmente pintado por Klimt; la tercera, que la función que iban a ver era nada menos que Las Bodas de Fígaro de Mozart, la misma obra con que se inauguró el teatro de Karlovy Vary en 1886.

Disfrutaron de la velada, y cuando regresaron a la mansión lo hicieron con mejor ánimo.

Al día siguiente, Lenka les anunció que su tía los acompañaría a recorrer la ciudad. Del mal tiempo sólo quedaba el frío, pero aquella mañana el sol regalaba algunos rayos que se filtraban entre las nubes reflejándose en las copas de los árboles.

La condesa los llevó a ver la Columnata del Castillo, donde unos años antes se había erigido una estatua dedicada al Espíritu de los Manantiales. También visitaron la iglesia de María Magdalena. Lo que no esperaban era que al entrar en los Baños Imperiales dos de las doncellas de Aneta los aguardaran con todo lo necesario para acceder a las instalaciones.

Así se les fue el día, aunque al regresar a la casa, Aneta le pidió a su sobrina que llevara a sus invitados a visitar la iglesia de los rusos dedicada a san Pedro y san Pablo.

—Antes de que estallara esta guerra venían muchos nobles rusos a tomar las aguas. Les gustará.

Kaspar Meier aprovechó para maldecir al Ejército Rojo y auguró que tarde o temprano Hitler les daría su merecido. Pero no recibió respuesta a sus comentarios. El día era demasiado hermoso como para dejar que Meier lo estropeara.

Tuvieron que esperar otro día para poner en marcha el plan previsto para engañar a Meier y sacar a Jana de Checoslovaquia.

Fernando bajó a desayunar con gesto preocupado y le comento a la condesa, delante de Meier y de Mezlik, que Zahra se encontraba indispuesta.

Aneta le preguntó si creía necesario la presencia de un médico, a lo que Fernando respondió que habría que esperar a que Zahra se despertara puesto que había estado en vela durante toda la noche aquejada de fuertes dolores de estómago.

Petr Mezlik se mostró preocupado y sugirió que regresaran de inmediato a Praga, donde podría ser atendida por un médico. Meier secundó la propuesta de su socio. Pero Fernando les pidió calma hasta que la bailarina despertara.

Él prometió informarles y regresó a la habitación de Zahra.

A media mañana le pidió a Aneta que llamara a un médico puesto que Zahra decía sentirse incapaz de levantarse al sufrir un ataque de vértigo. Había sido ella quien había elegido la enfermedad que la aquejaría. No es que en su vida hubiera sufrido vértigo, pero su madre sí y recordaba los síntomas y todo lo que ese mal acarreaba.

Kaspar Meier se ofreció a acompañar a Petr Mezlik a buscar al doctor para llevarle a casa de Aneta.

Aquél era uno de los momentos más expuestos del plan, puesto que el médico que la iba a visitar no estaba en el secreto de la operación de rescate de Jana. De manera que Zahra tendría que fingir, y de su actuación dependería lo que pudiera pasar en la segunda parte de la misión.

El doctor Novák examinó minuciosamente a Zahra acompañado de Jana, que estrenaba su papel como enfermera. La egipcia estaba pálida, con los ojos cerrados, y suplicaba que no la movieran porque toda la habitación giraba a su alrededor.

Jana también estuvo a la altura de lo que se esperaba de ella y antes de que el médico diagnosticara el vértigo, fue ella quien sugirió que acaso ése era el mal que aquejaba a la bailarina, a lo que el doctor Novák asintió sin dudar.

Fernando tenía una mano de Zahra entre las suyas y su gesto de preocupación era conmovedor.

Aneta y Lenka aguardaban en la puerta de la habitación y tras ellas estaban Mezlik y Meier. El sagaz vienés intentaba no perder palabra de cuanto se decía dentro, ya que el inglés que hablaba el doctor Novák era un tanto rudimentario.

Zahra hizo ademán de vomitar y Jana acercó diligente una jofaina pequeña mientras le sujetaba la cabeza. Después de varios esfuerzos, la cabeza de Zahra se escapó de entre las manos de Jana y volvió a reposar en la almohada.

—Doctor, yo creo que hay demasiada gente en la habitación. No es bueno para la enferma; además, en el estado en el que se encuentra no creo que le guste que la contemplen. —La voz de Jana sonó con convicción.

—Tiene razón, enfermera. Aquí hay demasiada gente y entre todos le quitamos el aire. Lo mejor es que se quede usted con ella. Le recetaré unas pastillas que le cortarán los vómitos, pero en cuanto al vértigo… me temo que no hay mucho que hacer. Puede durarle varios días.

—¡Pero podrá hacer algo! No se tiene en pie. No puede caminar sola —dijo Fernando con un punto de angustia en la voz.

—Me temo que no tenemos ningún remedio eficaz para el vértigo, aunque probaremos con algún fármaco. Lo mejor es que la mantengan en cama pero con la cabeza levantada, eso la ayudara a estar mejor.

Fernando siguió al doctor Novák fuera de la habitación y cerró la puerta dejando dentro a Jana.

Se reunieron en el salón donde el doctor les dio las últimas indicaciones, entre ellas que permitieran descansar a la paciente unos cuantos días.

—Doctor, no podemos quedarnos aquí. La señorita Nadouri tiene compromisos artísticos ineludibles. Y en todo caso ella me ha insistido en que quiere regresar a casa —afirmó Fernando.

—Imposible, ¿cómo pretende que viaje así hasta Egipto? De ninguna de las maneras. Aunque sea su voluntad, no podrá ponerse en pie. Al menos tendrán que esperar unos días. Y aunque mejore, tal como está, viajar no es lo más conveniente.

Cuando el doctor Novák se marchó Aneta les preguntó qué les parecía la situación. Fernando insistía en que debían regresar cuanto antes a Alejandría, mientras que Mezlik defendía que había que trasladarla a un hospital en Praga. Kaspar Meier, que temía tener que quedarse velando a la enferma, sugería que lo mejor sería llevarla a Viena donde los más eminentes doctores la podrían tratar.

El doctor Novák visitó a Zahra al día siguiente, certificando que su estado continuaba siendo delicado. Jana y Fernando no se separaban de su lado.

Tres días después, Kaspar Meier no podía ocultar su nerviosismo. Su negocio le reclamaba en Viena. Representaba a otros artistas, promovía espectáculos, no podía alargar su estancia en Karlovy Vary, de manera que solicitó a su anfitriona que entre todos tomaran una decisión sobre qué hacer con Zahra.

Hábilmente, Aneta sugirió que lo mejor era llevarla a Viena tal y como defendía el propio Meier.

—¿Podrá viajar? —inquirió él preocupado.

—Le preguntaremos al doctor Novák. Está a punto de llegar. Que él tome la decisión —determinó la condesa.

Cuando el doctor Novák llegó, la doncella le indicó que la siguiera hasta el gabinete privado de la señora de la casa.

La condesa estaba sentada tras su escritorio escribiendo una carta. Se levantó para estrechar la mano del médico.

—Mi querido doctor, tenemos un problema. El estado de la señorita Nadouri es delicado, pero por otra parte ni ella ni sus acompañantes pueden prolongar durante más tiempo su estancia aquí. Es comprensible, el señor Meier tiene que regresar a Viena y el señor Mezlik tiene igualmente asuntos que tratar en Praga. Mi sobrina Lenka tampoco puede ausentarse por más tiempo de su escuela de ballet. ¿Qué cree que debemos hacer?

—Señora condesa, es difícil tomar una decisión dado el estado de la señorita Nadouri.

—Sí, tiene razón, pero el otro día usted le encargó a mi enfermera que no se separara de la cabecera de la enferma. ¿Cree que si mi enfermera la acompañara, el viaje podría ser menos gravoso para la señorita Nadouri? —preguntó Aneta con una voz engañosamente almibarada.

El doctor Novák dudó unos segundos. Que una enferma de vértigo partiera de viaje era una temeridad, pero comprendía que la condesa debía de estar harta de que se alargara la estancia de sus huéspedes, tanto como para estar dispuesta a renunciar a los cuidados que le prestaba su señorita de compañía, que había descubierto que también era enfermera a raíz del problema de salud de la bailarina egipcia. La condesa Aneta era una mujer importante y con una excelente salud, y no comprendía por qué se había empeñado en disponer de una enfermera a su servicio; claro que teniendo en cuenta que sus cuatro maridos habían caído enfermos dejándola viuda, quizá la mujer tuviera aprensión. En cualquier caso, él se sentía dispuesto a complacerla.

Primero visitó a Zahra. Jana le informó de que seguía sin poder ponerse en pie aunque los vómitos parecían estar remitiendo. El doctor la examinó y miró sonriendo a la condesa.

—Creo que con la asistencia de la enfermera, la señorita Nadouri podrá emprender viaje.

Cuando la condesa Aneta y el doctor Novák entraron en la biblioteca, Meier y Mezlik hablaban acaloradamente y Fernando los observaba mientras fumaba.

—Señores, el doctor Novák acaba de ver a la señorita Nadouri y… mejor dígaselo usted, doctor —le pidió Aneta.

—La señorita Nadouri empieza a recuperarse aunque el vértigo no es algo que desaparezca de un día para otro. Entiendo que ella quiere regresar a Egipto y podrá hacerlo siempre que viaje acompañada por alguien cualificado. Una enfermera. La condesa, con la generosidad que la caracteriza, está dispuesta a prescindir durante un tiempo de la señorita Jana.

—¡Qué gran noticia! —exclamó Kaspar Meier sonriendo.

—Dígame, ¿hasta dónde acompañará la enfermera a la señorita Nadouri? —preguntó Petr Mezlik, sorprendido por el anuncio del doctor Novák.

—Hasta donde sea necesario. Si la señorita Nadouri se siente con fuerzas, mañana mismo podrán marcharse a Praga. Entiendo que desde Praga irán a Viena y de allí no sé de qué manera a Egipto —dictaminó la condesa.

—¡Cuánto se lo agradezco! Sé que Jana no es sólo su enfermera sino también su señorita de compañía… Cuánta generosidad por su parte. —Fernando había cogido la mano de Aneta y se la besaba agradecido.

—Es una magnífica solución. La enfermera podrá cuidar de la señorita Nadouri y así estaremos todos tranquilos. Habría sido una temeridad que viajara sin cuidados médicos. Yo mismo me encargaré junto a mi amigo Mezlik de tramitar el papeleo para que la enfermera no encuentre ningún obstáculo para acompañar a nuestra querida Zahra —afirmó Meier.

Aquella noche durante la cena todos se mostraron animados.

—Querida, ¿podrá arreglárselas sin su enfermera? —quiso saber Meier.

—Tendré que hacerlo. Como bien sabe, Jana no es sólo enfermera, también me acompaña en mi soledad después del fallecimiento de mi cuarto esposo. Me siento tan sola en esta casa… Mi querida sobrina Lenka no viene a verme tanto como desearía.

—Tía, ya sabes que no puedo dejar por mucho tiempo la escuela de ballet —se disculpó Lenka.

—Lo sé… lo sé… no es un reproche. Claro que ahora que voy a quedarme sola, quizá podrías decirle a tu madre que viniese a hacerme compañía…

El doctor Novák había recomendado que Zahra viajara en tren y no en el coche de Petr Mezlik. La condesa Aneta había puesto a su disposición la silla de ruedas que utilizaba su último marido. Así llevaron al tren a Zahra y entre Fernando y Kaspar Meier la instalaron en un vagón de primera bajo la mirada vigilante de Jana, imbuida en su papel de enfermera.

En Praga volvieron a sus habitaciones del hotel París para descansar hasta el día siguiente en que saldrían hacia Viena y de allí a Zurich.

Kaspar Meier se comprometió a tramitar un permiso de viaje para la enfermera. Meier contaba con buenos amigos entre los oficiales de las Oficinas del Protectorado, además de conocer a Ernst Gerke, el jefe de la Gestapo, de manera que esperaba que le facilitaran de inmediato los papeles para Jana. Meier insistió a Petr Mezlik para que le acompañara y éste no pudo negarse, aunque su desagrado era evidente por tener que entrar en aquel edificio desde donde los alemanes gobernaban Checoslovaquia.

El pasaporte de Jana estaba a nombre de Jana Flugzentrale, un apellido común en Suiza. En él constaba que era hija de padres suizos.

El pasaporte parecía estar en orden; sin embargo, el funcionario que los atendió les dijo que aguardaran porque tenía que enseñárselo a su superior. Tardó un buen rato en regresar, tiempo en que Meier empezó a irritarse mientras que en la mirada de Mezlik se había instalado una sombra de preocupación. Por fin el funcionario les indicó que pasaran a un despacho donde los recibiría su superior.

En realidad los recibieron dos hombres, uno checo, que debía de ser el superior del funcionario, y otro que ni siquiera los saludó pero que no se perdió palabra de la conversación.

—¿Dónde está la joven a la que pertenece este pasaporte? —preguntó el funcionario.

Meier dio todo tipo de explicaciones sobre la dueña del pasaporte y la necesidad de que acompañara a Zahra Nadouri, enferma de un vértigo que la tenía postrada. Mezlik también respondió a las preguntas de aquel hombre que sólo hacía que mirar el pasaporte de Jana. Finalmente se lo entregó a Meier, y los despidió sin más explicaciones.

—Qué extraño, ¿no le parece? —le dijo Kaspar Meier a su socio Petr Mezlik en cuanto estuvieron en la calle.

—¿Extraño? No veo por qué. Los alemanes desconfían de todo aquel que pretende marcharse.

—Pero la enfermera… En fin, esa chica no es checa, es suiza, su pasaporte es suizo y además no es nadie como para que les importe —adujo Meier.

—Amigo mío, usted no conoce hasta dónde llega la desconfianza alemana. Aquí todos somos sospechosos por si acaso —replicó Mezlik malhumorado.

—¡Pero ustedes deben sentirse tranquilos! ¡Checoslovaquia cuenta con la protección del Führer! —exclamó Meier.

Petr Mezlik no respondió, pero su boca se contrajo en un gesto que sorprendió a su socio vienés, que hasta aquel momento había dado por hecho que era un simpatizante de la causa nazi como lo era él mismo.

Fernando había insistido a Meier en que el viaje de regreso a Egipto tendrían que hacerlo por etapas dado el estado de Zahra. Meier hubiera preferido no tener que seguir prestándoles su apoyo, puesto que en Viena le esperaba trabajo pendiente. Pero no podía negarles el que fueran hasta Viena y de allí a Zurich, tal y como había decidido Fernando.

El tren a Viena estaba repleto y no encontraron un compartimento donde poder ir todos juntos. Meier iría en uno cercano mientras que Zahra, Fernando y Jana compartirían viaje con un hombre al que habían asignado el mismo vagón y el mismo compartimento.

Fernando sugirió que quizá aquel hombre podía cambiar su asiento con el de Meier, pero el pasajero se negó por más que el propio Meier intentó convencerle. El hombre, de cabello rubio, espaldas anchas y manos gruesas y poco cuidadas, parecía fuera de lugar en aquel elegante compartimento. No les habló ni tampoco ellos se dirigieron a él el resto del viaje.

Cuando llegaron a Viena, Meier los acompañó al hotel donde dormirían aquella noche. Zahra seguía fingiendo, parecía no poder mantenerse en pie y Jana afirmó que debía descansar.

A la mañana siguiente, Kaspar Meier acudió a visitarlos al hotel para anunciarles que no podrían viajar en el tren de mediodía a Zurich sino en el de la noche. Les entregó los billetes diciéndoles que estaba a su disposición si necesitaban algo durante el día, no obstante iría a buscarlos a las ocho para llevarlos a la estación.

No tuvieron otra opción que pasar el resto del día en sus habitaciones del hotel. Zahra y Jana no se dejaron ver, pero Fernando aprovechó para dar un largo paseo por Viena. La ciudad le parecía tan hermosa como fascinante.

A las ocho en punto Meier los aguardaba en el vestíbulo. Jana empujaba la silla de ruedas donde Zahra, con la cabeza inclinada hacia un lado y los ojos cerrados, parecía ignorar cuanto sucedía a su alrededor.

«Nos estamos acostumbrando a mentir. A no ser nosotros mismos. Interpretamos con naturalidad el papel que nos han asignado sin que parezca costarnos adquirir una naturaleza distinta. ¿Qué será de nosotros si nos habituamos a vivir en el engaño?», pensó para sí Fernando.

Kaspar Meier le ayudó a subir la silla de ruedas hasta el vagón y el revisor los acompañó al compartimento asignado situado al final del pasillo, frente a la puerta. Un hombre estaba sentado leyendo el periódico. Fernando se sobresaltó al ver que era el mismo hombre que habían encontrado en el trayecto de Praga a Viena. El tipo no hizo ningún ademán de que los reconociera. Tampoco Meier. Jana miró a Fernando y Zahra no movió un músculo aunque también había reconocido a aquel sujeto rubicundo de espaldas anchas, con un traje aún de peor calidad que el que llevaba en Praga. Sobre su asiento tenía cuidadosamente doblado un abrigo negro y un sombrero.

Meier se despidió de ellos sin entretenerse. Parecía ansioso por dejarlos.

Jana y Zahra se sentaron juntas mientras que Fernando lo hizo al lado de aquel hombre. Estaba convencido de que su presencia allí no se debía a la casualidad. Intercambió una mirada fugaz con Zahra en la que pudo leer que estaba igualmente preocupada. A Jana los ojos le brillaban de miedo.

El hombre aparentó enfrascarse en la lectura del periódico, pero Fernando se había dado cuenta de que su compañero de asiento no había pasado ninguna página y que de reojo no perdía de vista a Jana.

Hacía un buen rato que el tren había dejado atrás la estación de Viena cuando el revisor entró en el compartimento. Comprobó los pasaportes y los billetes, diciendo uno por uno los nombres de todos ellos al devolvérselos.

—A ver… este pasaporte es del señor Garzo; éste de la señorita Nadouri, este otro de la señorita Flugzentrale y éste del señor Berger —dijo entregando el pasaporte al hombretón—. Bien, dentro de una hora haremos la primera parada. Quince minutos, por si alguien quiere estirar las piernas.

Al salir, el revisor intercambió una mirada con el tal señor Berger.

Cuando el tren hizo su primera parada Berger salió al pasillo y bajó al andén. Parecía esperar a alguien, pero tuvo que subirse de nuevo al vagón.

En la segunda parada Berger volvió a abandonar el compartimento.

—Voy a salir fuera un rato —dijo Fernando, decidido a seguir al hombre.

—Ten cuidado. Es evidente que nos está siguiendo —murmuró Zahra.

Jana se puso tensa. Ella también pensaba lo mismo, pero se decía que igual era fruto de su imaginación.

—Es el hombre del tren de Praga —señaló Jana.

—Sí. Y yo no creo en las casualidades —dijo Fernando mientras salía del compartimento cerrando la puerta.

Herr Berger se había bajado del tren y hablaba con un hombre en el andén, un hombre de un aspecto parecido al suyo que le mostraba un papel. Fernando los observó mientras encendía un cigarrillo y se hacía el distraído mirando por la ventanilla. Aquellos dos hombres tenían un aspecto sombrío y de repente pensó que eran policías, seguramente de la Gestapo. Recordó que Petr Mezlik había comentado de pasada que no había sido tan sencillo como Meier esperaba conseguir los papeles para Jana. Regresó al compartimento. No quería preocupar a las dos mujeres, pero pensó que mejor sería que estuvieran alerta.

—El tal Berger está hablando con otro hombre. Me temo que ambos puedan ser de la Gestapo —les dijo sin más preámbulo.

—Sin duda lo son —admitió Zahra—. Estaremos atentas. El tren volverá a parar dentro de una hora.

—¡Dios mío! ¡Y qué podemos hacer! —exclamó Jana asustada.

—Supongo que intentarán detenernos antes de salir de Austria —concluyó Fernando.

—Puede ser —convino Zahra.

—¿Y por qué no lo han hecho antes?

—Seguramente no han recibido confirmación hasta ahora de tu verdadera identidad. Puede que la confirmación se la haya dado a Berger el hombre que dice Fernando que hablaba con él en el andén.

Zahra pidió a Jana que le alcanzara un pequeño maletín de mano. Para sorpresa de Jana y de Fernando, el maletín tenía un doble fondo del que Zahra sacó dos pistolas.

—Nos servirán si las necesitamos —dijo mientras le entregaba una a Fernando.

—No pretenderás que disparemos a un tipo de la Gestapo —replicó él.

—Guarda la pistola, pero tenla a mano. Quizá no tengamos que usarla o quizá sí. En cualquier caso, no vamos a permitir que se lleven a Jana. Además, no se conformarían sólo con ella. Puedes imaginar que a nosotros también nos interrogarían.

Fue en la tercera parada cuando Berger se encontró con otro hombre en el andén que, después de intercambiar unas palabras, subió al tren. Fernando encendió un cigarro mientras miraba por la ventanilla como si estuviera abstraído. El revisor indicó al hombre que le acompañara a un compartimento situado cerca del que ocupaba Berger.

En cada parada los dos hombres bajaban al andén y paseaban impacientes como si aguardaran a alguien que nunca llegaba.

La noche avanzaba y ni Fernando, ni Zahra ni Jana eran capaces de dormir. Estaban alerta, pendientes de cada gesto y movimiento de los que hacía Berger. Éste seguía fingiendo leer el periódico, aunque de cuando en cuando cerraba los ojos y parecía dormitar.

Fernando salió de madrugada a respirar un poco de aire al pasillo y allí encontró al revisor, quien le anunció que ya no faltaba mucho para llegar. «En cuatro horas estaremos en Suiza», dijo.

Fue después de la penúltima parada cuando Berger entró en ese momento en el compartimento y miró a Jana de arriba abajo.

—Tendrá que acompañarme —le dijo sujetándola del brazo.

—¿Qué dice? ¿Por qué debe acompañarle la señorita? —preguntó Fernando, levantándose del asiento e interponiéndose entre Jana y Berger.

—Apártese —le ordenó Berger, y empujó a Fernando.

Zahra se puso en pie y se plantó delante del hombre al que sonrió causando su desconcierto.

—¡Quítese de en medio! —espetó.

Pero Zahra se acercó aún más hasta pegar su cuerpo al del hombre. A Berger no le dio tiempo a apartarla porque un rictus de dolor y de asombro se dibujó en su rostro mientras intentaba llevarse las manos al pecho.

El ruido del disparo lo había amortiguado la cercanía del cuerpo de Berger y el traqueteo del tren. Porque eso era lo que había sucedido: Zahra le había disparado y ahora agonizaba en los brazos de Fernando, sobre el que había caído.

Zahra cerró con pestillo la puerta del compartimento mientras Fernando y Jana la miraban sin saber qué decir y mucho menos qué hacer. Pero ella no se amilanó y se sentó junto al cadáver vaciándole los bolsillos hasta encontrar su documentación.

—Es de la Gestapo —dijo enseñándoles una placa.

—¡Dios mío! —exclamó Jana, que apenas se sostenía en pie.

—Vamos a tirarle por la ventanilla —anunció Zahra.

—¡Pero no podemos hacer eso! ¡Encontrarán su cuerpo! —protestó Fernando.

—Sí, claro que lo encontrarán. Pero tardarán unas horas. Es de noche y, con un poco de suerte, cuando lo descubran estaremos ya en Suiza. Vamos a desnudarle; quizá incluso deberíamos golpearle el rostro para hacer más difícil la identificación.

Fernando no era capaz de hablar. Le estremecía la frialdad con que Zahra había matado al hombre de la Gestapo, pero mucho más la manera en que se estaba comportando al proponer desfigurar el rostro del cadáver.

—¿No te parece suficiente con haberle matado? —Fernando miraba a Zahra con una mezcla de rechazo y estupor.

—No, desgraciadamente no es suficiente si lo que queremos es salir vivos. Son ellos o nosotros, Fernando, no hay elección —respondió con calma.

—No voy a hacerlo —aseguró él.

Ella se encogió de hombros. Parecía resultarle indiferente tener que ser ella quien desfigurara el rostro del cadáver.

—No hará falta hacer nada más. Si le tiramos de frente seguro que se aplastará la cara —alcanzó a decir Fernando con una mueca de asco.

—Tienes razón —aceptó Zahra—. Ahora, ayúdame a desnudarle. Tú también, Jana.

La joven bailarina no era capaz de hablar ni de moverse. En su rostro había anidado el terror. Pero Zahra la zarandeó obligándola a ayudar a desnudar a Berger.

—¿Qué haremos con la ropa? —preguntó Fernando.

—Nos desharemos de ella, naturalmente. Pero primero debemos arrojar el cadáver por la ventanilla, después haremos lo mismo con la ropa —ordenó Zahra.

—¡Pero alguien podría vernos! —contestó Jana.

—Nadie nos verá. Es noche cerrada. Le tiraremos en cuanto entremos en un túnel. Así la oscuridad será más completa.

—Pero ¿y si cuando llegamos a la siguiente parada hay otros hombres de la Gestapo esperando? —preguntó Fernando.

—Te diré lo que creo que ha pasado. Berger nos sigue desde Praga. Recuerda que Petr Mezlik nos contó que había habido problemas a la hora de arreglar el permiso de salida de Jana. La Gestapo decidió que uno de sus hombres nos investigara y no nos dejara ni un momento. Los nazis siguen buscando a cualquiera que tuviera relación con los chicos que mataron a Heydrich. Berger esperaba la confirmación de la verdadera identidad de Jana, pero sólo queda una parada antes de llegar a Suiza, de manera que no le quedaba otra opción que detenerla. Supongo que había decidido bajarla del tren en la próxima estación —concluyó Zahra.

—En la próxima estación el tren parará ocho minutos. Me lo ha dicho el revisor —informó Fernando.

—Vayamos por partes. Lo primero que debemos hacer es desprendernos del cadáver —insistió Zahra.

Unos golpes en la puerta les hizo guardar silencio. El cuerpo inerte de Berger estaba sobre el asiento. Fernando tumbó el cadáver y lo cubrió con el abrigo para dar apariencia de que estaba durmiendo. Con un gesto indicó a las dos mujeres que se sentaran. Los golpes en la puerta se hicieron más intensos y Fernando abrió.

La figura del hombre que se había subido al poco de salir de Viena, y que sin duda era un colega de Berger, ocupaba toda la puerta de entrada.

—¿Qué desea? —preguntó Fernando con más decisión de la que sentía.

Pero el hombretón le apartó y entró en el compartimento mirando a Berger sentado con la cabeza ladeada y los ojos abiertos contemplando el rostro de la muerte. Se dio la vuelta mientras sacaba una pistola, pero no le dio tiempo siquiera a amenazarlos. Fernando le disparó tres veces.

—Gracias —dijo Zahra mientras miraba cómo a Fernando le temblaba la mandíbula.

Le puso la mano en el hombro apretándoselo como si con ese gesto pudiera devolverle a la realidad. Fernando no había dudado en disparar y matar a aquel hombre, pero hacerlo le había provocado una conmoción.

Jana rompió a llorar y Zahra la regañó. No era momento de lágrimas, ni tampoco de permitir que las emociones afloraran. Tenían dos cadáveres en el compartimento, y sangre en el suelo. En cualquier instante el revisor podía llamar a la puerta. Quizá el ruido de los disparos se había alzado sobre el traqueteo del tren.

—Tenemos que tirarlos ya. Dentro de poco amanecerá —recordó Zahra.

Entre Fernando y ella desnudaron a los dos hombres. Fernando se sentía abrumado por lo que estaba haciendo. Los cuerpos aún estaban calientes y por un segundo temió que pudieran ponerse en pie.

Mientras tanto, Jana doblaba la ropa de ambos, tal y como le había ordenado Zahra.

Luego entre los tres lograron alzar el cadáver de Berger y aprovecharon la negrura de un túnel para arrojarlo por la ventanilla. Lo tiraron boca abajo con la esperanza de que el golpe lo convirtiera en un amasijo difícil de reconocer.

Se quedaron unos segundos en silencio, recuperando fuerzas.

—Vamos a esperar un poco antes de lanzar al otro —sugirió Fernando.

—No podemos, podría venir el revisor o cualquier otra persona —respondió Zahra.

De manera que se dispusieron a levantar el cuerpo del hombretón. Era aún más alto y más pesado que Berger, pero entre los tres empujaron el cadáver por la ventanilla aprovechando de nuevo la negrura de otro túnel.

A continuación, Jana se puso a limpiar el suelo mientras Zahra hacía lo mismo con los asientos. No podían permitirse que ni una sola gota de sangre los delatara. Luego tiraron las ropas de los dos hombres.

Cuando el compartimento estuvo limpio, Zahra y Fernando encendieron un cigarrillo.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jana con voz temblorosa. Estaba asustada y los ojos nublados por las lágrimas.

—Esperar. Puede que la Gestapo nos esté esperando en la última parada antes de dejar Austria, porque ya les haya llegado la confirmación de tu identidad o simplemente porque sea su última oportunidad para detenerte. No lo sabremos hasta que llegue ese momento —respondió Zahra.

—Pero los hombres de la Gestapo buscarán a herr Berger y al otro hombre —dijo Jana con su voz que parecía un gemido.

—Sí… puede ser. El revisor les informará de que Berger está en este vagón y que el otro hombre en el de un poco más allá. Nosotros debemos decir que a Berger no le hemos vuelto a ver desde la última parada. Comentaremos que a lo mejor ese pueblo era su destino, que no lo sabemos porque herr Berger no hablaba —siguió diciendo Zahra.

—No nos creerán —respondió Jana, cada vez más desconsolada.

—No adelantemos lo que puede pasar. Lo importante es que no haya contradicciones entre nosotros y que si nos interrogan mantengamos hasta el final la versión que hemos acordado —afirmó Fernando.

—Si nos detienen nos torturarán —dijo Jana, dejando que de nuevo se le escaparan las lágrimas.

—Vamos, no te rindas antes de tiempo. Es posible que no suceda nada.

Unos golpes secos en la puerta los puso en alerta. Fernando abrió la puerta mientras sentía la pistola que llevaba metida en el bolsillo de la chaqueta.

—La próxima parada es la última y a continuación entraremos en Suiza —anunció el revisor—. En realidad, sólo nos separarán cien metros de la frontera. Vengo a entregarles la silla de ruedas. Yo les ayudaré a bajar a la señora —añadió mirando a Zahra, que había cerrado los ojos para interpretar su papel de enferma.

El revisor no pudo obviar la ausencia de Berger y preguntó por él. De nuevo Fernando fue quien habló, en tono indiferente:

—Salió durante la última parada y desde entonces no ha regresado al compartimento.

—Ya… Qué raro… No le he visto en el vagón restaurante… —El revisor los miró desconcertado.

Fernando se encogió de hombros dando a entender que Berger no era su problema y que aquel hombre les traía sin cuidado.

—Le agradeceremos mucho su ayuda cuando lleguemos a Zurich. No es fácil manejar esta silla —dijo Fernando.

—Sí… claro… desde luego… En fin, iré a ver.

El tren se detuvo en la frontera, antes de entrar en Suiza. Había dos hombres en el andén. Su aspecto siniestro y su gesto de matones arrogantes los delataba. No podían ser más que de la Gestapo. Hablaron con el revisor y subieron al tren. Zahra interpretaba el papel de enferma con arcadas y poniendo los ojos en blanco, mientras Jana le colocaba un pañuelo empapado en colonia sobre las sienes. A Fernando le pidieron que saliera del compartimento y si tropezaba con el supervisor, que le pidiera ayuda diciendo que necesitaban urgentemente un médico para Zahra. Él no quería dejarlas solas, pero la bailarina se mostró impaciente.

—Si esos dos hombres suben aquí, no nos pueden encontrar sentados esperándolos.

—¿Y qué lograremos haciéndote la enferma? ¿Crees que les importará? —Fernando se resistía a marcharse.

—Por favor, busca a un médico, tiene que haber alguno en el tren —casi le suplicó Zahra.

Salió del compartimento y, nervioso, empezó a llamar a las puertas de los otros. Cuando abrían, preguntaba si había algún médico. No fue hasta el siguiente vagón cuando un hombrecito de aspecto tímido se levantó asegurando que era doctor. Fernando le explicó que viajaba con una mujer enferma y necesitaba con urgencia asistencia médica.

Fernando acompañó al hombre hasta el compartimento que ocupaban. El médico examinó a Zahra mientras Jana le explicaba que la señorita Nadouri sufría desde hacía días un ataque agudo de vértigo, y que aquella mañana había amanecido peor.

—Este compartimento huele… discúlpenme, pero huele a sangre.

—Bueno, es que yo… lo siento, doctor… pero es que se me han adelantado esos días especiales… Supongo que es por la tensión del viaje, pero sobre todo por la preocupación por la enfermedad de la señorita Nadouri. Mire cómo está… —justificó Jana.

—Quizá deberían airear este lugar o, si me apuran, colocarla en la silla y sacarla un rato al pasillo para que le dé el aire. ¿Cuánto hace que no toma alimentos?

—Un día largo… Se niega. Incluso rechaza el agua.

—¡Ah!, pues eso sí que no. La llevaremos al vagón restaurante para que le preparen una infusión. Allí se aireará durante un rato.

Zahra protestó fingiendo que no se encontraba en condiciones, pero el médico insistió en que debía abrir los ojos, mirar al frente y colocarse lo más recta posible para paliar el vértigo. Con la ayuda de Fernando y Jana la colocaron en la silla y se dirigieron al vagón restaurante. Fernando se quedó atrás al escuchar voces. El revisor y dos hombres más corrían en dirección a su compartimento; sin duda eran de la Gestapo. Miró su reloj. Apenas quedaban dos minutos antes de que el tren arrancara. Corrió hacia el vagón restaurante mientras un pitido anunciaba que el tren iba a reanudar la marcha.

En el vagón restaurante el médico había pedido a un camarero una infusión para Zahra, insistiendo en que mientras tanto bebiera un poco de agua.

La voz del revisor sonó cercana junto a las de los hombres, que gritaban apartando a la gente a su paso. El tren comenzó a arrancar y los dos policías saltaron a tiempo al andén. El revisor entró en el vagón restaurante y miró a Zahra, a Fernando y a Jana sintiéndose burlado. Los habían buscado por los compartimentos de primera convencidos de que se habían ocultado, pero no se le había ocurrido que pudieran exponerse ante el resto de los pasajeros. Se asomó a la ventanilla agitando los brazos para indicar a los de la Gestapo que había encontrado a sus presas, pero la mano de Fernando se cerró sobre su brazo.

—La señorita no se encuentra bien —le indicó mirándole fijamente.

—Ya… ustedes… ustedes… los están buscando. Son delincuentes —acertó a decir el revisor.

—¡Cómo se atreve a insultarnos! ¡Debe de estar confundido! ¿Buscarnos? ¿A nosotros? ¿Sabe quién es esta señora? —Y Fernando señaló a Zahra.

—Yo no sé nada… La policía los busca —insistió.

—¿La policía? Pero no a nosotros. Le diré quién es esta señora. Nada menos que Zahra Nadouri, la gran bailarina.

Fernando se sacó un recorte de periódico de un bolsillo de la cartera; era de un diario de Praga donde aparecía una foto ocupando media portada. En ella, Ernst Gerke, el jefe de la Gestapo en Praga, se inclinaba ante Zahra besándole la mano.

El revisor miró el recorte y se quedó desconcertado. Debía de haber un error en alguna parte. Era imposible que el jefe de la Gestapo de Praga se inclinara ante aquella mujer rindiéndole pleitesía si ella no fuera de su más absoluta confianza.

—No lo entiendo… —alcanzó a decir.

—Presentaremos una queja formal por su atrevimiento por señalarnos como delincuentes —le advirtió Fernando.

—Les debo una disculpa, señor… No era mi intención. Buscaban a dos mujeres acompañadas de un caballero… y a dos de sus colegas que también viajaban en el tren. Herr Berger ocupaba el mismo compartimento de ustedes…

Jana hizo una seña a Fernando para que mirara a través de la ventanilla. Un cartel indicaba que acababan de entrar en Suiza. La joven no pudo evitar que se le escaparan las lágrimas.

Más tarde, cuando se bajaron del tren y mientras Fernando buscaba un mozo para que los ayudara con el equipaje, Zahra aprovechó para advertir a Jana.

—Lo que ha sucedido en el tren, nunca, nunca podrás contárselo a nadie. Ni siquiera a tu padre. Tendrás que vivir con el secreto.

—Ha sido horrible… Esos dos hombres… —Jana no sabía qué responder.

—Escucha, Fernando y yo hemos matado a esos dos hombres para salvarte a ti. Tarde o temprano la Gestapo te habría detenido, de manera que nos hemos jugado la vida por sacarte de Checoslovaquia. Nos lo debes, Jana, nos debes tu silencio. —La voz de Zahra tenía un tono de dureza inusitada.

—Yo… no sé qué decir… Agradezco que me hayan salvado pero lo de esos hombres… —Jana no pudo evitar el reproche.

—¿Hubieras preferido que te detuvieran y te torturaran? —preguntó Zahra con tanta ironía como amargura.

—No… no es eso…

—Si te remuerde la conciencia, estás a tiempo de coger el próximo tren para Praga. Ve directa al palacio Petschek y pregunta por Ernst Gerke, estoy segura de que el jefe de la Gestapo estará encantado de verte. Eso sí, cuando confieses no se te olvide decir que nos ayudaste, que eres nuestra cómplice. —Zahra habló con tanta dureza como tranquilidad.

—Por favor… por favor… no diga esas cosas.

—Sólo tienes dos opciones, Jana: regresar o aprender a dominar tu conciencia. Aprenderás, no te preocupes. Es sólo cuestión de tiempo. Pero si hablas, que sea ante Gerke, y si no, cierra la boca para siempre.

Rudolf Brossler paseaba muy inquieto por el vestíbulo del hotel Baur au Lac. Hacía un par de días que aguardaba impaciente la llegada de su hija, pero hasta la tarde anterior no le habían avisado de que llegaría aquella misma mañana. Le indicaron que debía esperar en el hotel y allí estaba, ansioso por volver a ver a su hija.

De repente vio entrar a una mujer con aspecto cansado y gesto resuelto. Junto a ella estaba Jana y dos pasos detrás un hombre joven de rostro circunspecto. Jana corrió hacia su padre y al sentir su abrazo comenzó a llorar con desconsuelo. Zahra y Fernando aguardaron en silencio a que padre e hija se calmaran.

Brossler tendió la mano primero a Zahra y luego a Fernando.

—Gracias, muchas gracias… Estaré en deuda con ustedes el resto de mi vida. Mi amigo Benjamin Wilson me aseguró que ustedes me la devolverían. Yo… no sé qué puedo decirles ni hacer para demostrar cuán agradecido les estoy…

—Nada, señor Brossler, no tiene que decir ni hacer nada. Es una satisfacción haber ganado una partida a la Gestapo. Como ve, Jana está bien. Creo que lo mejor será que se la lleve cuanto antes con usted a América. En Europa no hay más futuro que la guerra —afirmó Zahra.

—A veces me siento egoísta por no estar combatiendo —dijo Brossler, bajando la mirada.

—Hay muchas maneras de combatir, señor Brossler. Quizá usted pueda hacer mucho bien sin necesidad de estar en el Frente.

Se quedaron una sola noche en el hotel. Zahra deseaba regresar a Alejandría tanto como Fernando. Se despidieron de Jana con afecto y en la mirada de Zahra la joven bailarina leyó una advertencia o quizá una amenaza. Pero ya había decidido que aprendería a domeñar su conciencia. Había sobrevivido.