5
Isabel llamó a la puerta de la sacristía. Acababa de terminar la misa de la tarde, de manera que era seguro que encontraría a don Bernardo.
No había visto demasiada gente en la iglesia, pero el cura se empeñaba en mantener la misa diaria a las siete. Su voz la invitó a pasar.
—¡Adelante!
—Buenas tardes, don Bernardo…
—Pasa, Isabel, ¿qué haces por aquí a estas horas?
—Quería hablar con usted.
—Bien podrías haber venido a las cinco a rezar el rosario.
—A esa hora no podría aunque quisiera, padre. Algunos sábados doña Hortensia y don Luis suelen tener invitados a cenar y la señora me pide que me quede para echar una mano.
—Los Ramírez son buena gente, de lo mejor —afirmó don Bernardo.
—Sí, claro que lo son. Les estoy muy agradecida.
—Sé que no debe de ser fácil para ti… No hace tanto eras tú quien disponía de servicio y ahora…
—No me importa trabajar, se lo aseguro.
—Bueno, tú dirás, hija —la alentó con afecto.
—Verá, el abogado que lleva el caso de mi marido insiste en que necesitamos todas las recomendaciones posibles para que la petición de indulto llegue a buen fin. Y… si usted pudiera darme una carta diciendo que mi Lorenzo siempre ha sido una buena persona, digna de toda confianza…
—Ya… aunque poco le conozco porque nunca venía por aquí… —se lamentó el cura.
—Bueno, él tenía sus ideas, no era muy religioso… —le excusó Isabel.
—No, cómo va a serlo si se dice que es masón —afirmó don Bernardo, mirándola fijamente a los ojos.
—¡Por Dios, don Bernardo, no haga caso de las habladurías!
—No hago caso, hija, no hago caso, pero a veces cuando el río suena…
—Yo… en fin, le rogaría que me diera una carta de recomendación y si pudiera pedirle a otras personas que hicieran lo mismo…
—¿Qué personas, Isabel? Porque ya debes de tener pensado a quién quieres que le pida el favor.
—Pues si no fuera mucha molestia, ¿podría pedirle una carta a don Antonio? Él y su hermano se han convertido en hombres influyentes de tan afectos que son al nuevo Régimen… Y también a los Gómez, don Pedro es funcionario en Hacienda y presume de tener buenas relaciones.
—¿Y por qué no se lo pides tú? —quiso saber don Bernardo.
—Pues… la verdad es que nunca simpatizamos ni con los Gómez ni con don Antonio. No sé si accederían a darme esa carta si se la pidiese yo… Pero usted… a usted no le dirán que no.
—No es fácil lo que me pides —aseveró el cura.
—Lo sé, don Bernardo, pero si usted pudiera…
—No te prometo nada, veré qué puedo hacer.
Isabel abandonó la sacristía con un sabor agridulce. Esperaba que don Bernardo pidiera la carta de recomendación a don Antonio, pero de lo que no estaba segura es de que el estraperlista aceptara la petición. Tampoco tenía demasiada esperanza de que don Pedro Gómez quisiera ayudarla. Cuando se encontraban en el portal, él bajaba la cabeza para ni siquiera mirarla.
Cuando Isabel se fue, don Bernardo dejó la sacristía y salió a dar un paseo mientras fumaba un cigarro. No podía dejar de asistir a Isabel, que era una buena mujer que nunca había faltado a sus obligaciones para con la Iglesia a pesar de estar casada con un masón. Porque de lo que no tenía duda es de que Lorenzo Garzo, además de socialista, era masón. Y ayudar a un masón le revolvía el estómago, pero no hacer algo por Isabel sería tanto como traicionar su conciencia.
No se lo pensó dos veces y se dirigió al almacén con la esperanza de que Antonio Sánchez aún no se hubiera marchado a casa.
Tuvo suerte. Le encontró en el minúsculo despacho repasando unas cuentas.
—¡Vaya, don Bernardo! Usted por aquí. ¿Qué me va a pedir? —preguntó el tendero, torciendo la boca en una sonrisa y mirando al cura con suspicacia.
—¿Y por qué he de pedirte algo? —respondió molesto el cura.
—Porque de otro modo no estaría usted aquí a estas horas, que van a ser las nueve y no es momento de que un cura ande por la calle. —Al tendero le divertía poner al sacerdote en aprietos.
—¡Ea!, ya que eres tan listo no perderé el tiempo. He venido a que escribas una carta a favor de Lorenzo Garzo. Una carta que ayude a la concesión del indulto.
—¡Ésta sí que es buena! ¿Y por qué he de firmar una carta a favor de Garzo? Ese hombre no ha sido nunca mi amigo. Y a lo que sé, es un masón empedernido. No voy a comprometerme dando la cara por un masón, y usted tampoco debería hacerlo —dijo mirando expectante a don Bernardo.
—Antonio, antes de juzgar a nadie mírate por dentro porque no eres precisamente un ejemplo de buen cristiano. ¿Cuándo fue la última vez que te confesaste? ¿Y que fuiste a misa? Hace meses que no te veo el pelo. Así que no juzgues a los demás porque, como dice el Evangelio, el que esté libre de culpa que tire la primera piedra —le recriminó el cura, molesto por la actitud del tendero.
—Pues yo la tiro, claro que sí. ¿Que no voy a misa? Bueno, pero soy un hombre de bien, un hombre que ha peleado en el bando bendecido por Dios, por eso hemos ganado.
—No metas a Dios en esto —respondió incómodo don Bernardo.
—¡Ahora me dirá que Dios no estaba en el bando de Franco! Pero ¿qué clase de cura es usted?
—Pues la clase de cura que se preocupa de sus feligreses. Dejemos a Dios en paz porque éste es un asunto que nada tiene que ver con Él. Se trata de echar una mano a un vecino, de escribir una carta diciendo tan sólo que Lorenzo Garzo es un hombre de bien.
—¿Y usted me pide que mienta? Yo no puedo decir lo que no sé. Garzo nunca hizo más que saludarme. No somos ni hemos sido amigos.
Para desesperación de don Bernardo, el tendero se estaba poniendo terco.
—Yo sólo te pido una carta que no te compromete a nada. Antonio, deja esa actitud que no me gusta nada. La guerra ya ha terminado y bastante tiene esa pobre gente que la ha perdido.
—¿Pobre gente? Se nota que usted no estuvo en el Frente. ¡Hijos de puta!
—¡Antonio, no te consiento ese lenguaje!
—Perdone, don Bernardo, pero es que me enciendo cuando pienso en el daño que toda esa gentuza ha hecho a España. ¿Es que se olvida usted de todos los curas a los que dieron el paseo? ¿Y de los conventos que quemaron?
—No digo que olvidar sea fácil —admitió don Bernardo—, pero Isabel es una buena mujer y teme perder a su esposo. Mi obligación es dar consuelo a los que sufren —explicó cada vez menos seguro de su misión ante el tendero.
—Bueno, padre, a usted no le puedo decir que no a nada de lo que me pida. Hablaré con mi hermano y a ver qué se puede hacer —dijo mientras pensaba que no movería un dedo.
Pero a don Bernardo le bastó para irse tranquilo. No estaba convencido de que Antonio fuera a hacer nada por Lorenzo Garzo, pero él ya había hecho todo lo que estaba en su mano.
En cuanto a don Pedro Gómez, ya hablaría con él cuando fuera a confesarse.