6
Madrid
Los días transcurrían iguales. Demasiado, pensaba la madre de Fernando mientras caminaba hacia la iglesia.
Hiciera frío o calor, don Bernardo insistía en mantener los sábados el rezo del rosario a las cinco en punto. Fue Isabel la que vio a doña Asunción y caminó hasta ponerse a su paso.
—Me alegro de verte, ¿cómo está tu marido?
—Sigue en el hospital, le está costando recuperarse de esta crisis.
Isabel no dijo nada. Sabía que cualquier palabra de consuelo piadoso estaría de más, puesto que Asunción era consciente de la gravedad de su marido.
—¿Necesitas que te eche una mano? —se ofreció.
—Te lo agradezco. Han venido a verle su hermano Andrés y su esposa, Amparo, ya les conoces.
—Mejor así, seguro que Ernesto agradece tener cerca a su hermano.
—Sí, aunque Andrés tampoco está bien… Ya sabes lo que le pasó durante la guerra.
—Lo sé, lo sé… Todos sufrimos mucho, Asunción, todos.
—Pero lo de Andrés… En fin, ver matar a su padre ante sus propios ojos y a su hijo Andresito… No, no lo va a superar nunca.
—Es difícil superar la muerte de los que nos arrebatan de manera injusta.
—Perdona, Isabel… no creas que no me hago cargo de lo que ha supuesto para ti el fusilamiento de Lorenzo. Tu marido siempre fue un hombre ejemplar. No merecía acabar así.
—Ni él ni tantos otros. Y siguen fusilando, Asunción; parece que a los que mandan no se les apaga la sed de venganza contra quienes defendieron a la República.
—A la República unos y otros al comunismo, Isabel… Acuérdate cómo estaba España…
—Harta, así estaba España, harta de tanta injusticia. Por eso tanta gente se hizo comunista y anarquista, para defenderse de los poderosos, Asunción. Pero no discutamos por lo que pasó, ninguna de las dos tenemos poder sobre el pasado, aunque podemos quejarnos del presente y yo no perdono a quienes habiendo ganado la guerra siguen empeñados en hacer desaparecer a cuantos se les opusieron. Esas ejecuciones no dejan de ser asesinatos.
—¡Qué cosas dices! Mira, ya sabes lo mucho que te aprecio, así que prefiero no oírte decir estas cosas. Tú defiendes a tus muertos y yo a los míos.
—Pero las dos deberíamos coincidir en que no tendría que haber más muertos.
Guardaron silencio. Un silencio teñido de incomodidad. Se apreciaban, sí, pero entre ellas se alzaba la frontera insalvable de la guerra.
Llegaron a la iglesia y se sentaron juntas para el rezo del rosario. Don Bernardo parecía tener prisa porque tardaron menos que en otras ocasiones. Como siempre hacían después de rezar el rosario, acudieron a la sacristía para despedirse del cura.
—Hoy no tengo mucho tiempo, voy a merendar a casa de don Fidel Nogués. Os supongo enteradas de que Antoñito se casa con Mari Paz, la hija mayor de don Fidel. Sabéis quiénes son los Nogués… viven aquí cerca, en la calle Bailén… Tanto don Fidel como don Antonio quieren que asista a la pedida de Mari Paz. Hay que empezar a pensar en una fecha para la boda —les informó muy ufano don Bernardo.
—¿Mari Paz? Sí, claro que la conozco, es la mayor de los Nogués. Catalina y ella eran amigas… fueron juntas a las Teresianas… Pero yo había oído decir que Antoñito bebía los vientos por Lolita, la hija de ese sastre que tiene una tienda en la Gran Vía. ¡Quién lo iba a decir! —exclamó sorprendida doña Asunción.
—Pobrecilla —acertó a decir Isabel.
—¡Qué dices! Menuda boda va a hacer. Don Fidel es un hombre de bien, aunque ha tenido mala suerte, en la guerra salió malherido en los ojos. Don Antonio es un hombre con posibles y don Fidel un abogado ilustre aunque casi no ejerza —respondió don Bernardo enfadado.
—Pero sin posibles —le interrumpió Isabel.
—Precisamente por eso es una buena boda para ambas familias, como lo habría sido que Catalina se hubiera casado con Antoñito. En esta vida no hay lugar para romanticismos infantiles sino para actuar con sensatez y cordura respetando las leyes de Dios —dijo el cura, mirando con severidad a las dos mujeres.
Doña Asunción se sentía incómoda, pero don Bernardo no parecía darse cuenta. Ella, al igual que Isabel, compadecía a la hija de Nogués lo mismo que había compadecido en secreto a su propia hija cuando su marido dispuso casarla con Antoñito. Emparentar con el tendero no era la idea que ella tenía de una buena boda.
—¿Y desde cuándo son novios? —quiso saber Isabel.
—Llevan hablando desde poco después de que se fuera Catalina. Es verdad que a Antoñito le gustaba Lolita, pero quien manda, manda, y don Antonio ha decidido que sea Mari Paz. Está como unas castañuelas y como es hombre generoso correrá con la mayor parte de los gastos de la boda —respondió ufano don Bernardo.
—¿Tan mal les va a los Nogués como para casar a su hija con Antoñito? —insistió Isabel.
—Pasan sus apuros, como todos. Ten en cuenta que don Fidel no puede trabajar tanto como quisiera. —Don Bernardo parecía encantado de la boda que se estaba fraguando.
—Me alegro por ellos, sólo queda desearles que sean felices —dijo doña Asunción por decir algo.
—Qué oportunidad perdió tu Catalina… En fin… ¿y cuándo va a regresar a Madrid? ¿Continúa con tu hermana Petra? —quiso saber el cura.
—Sí… están en el campo… —A doña Asunción se le daba mal mentir.
—Pues debería regresar teniendo a su padre tan enfermo. Su primera obligación es para con el padre.
—Sí, claro… pero Ernesto prefiere que se quede allí… Ya sabe, padre, que no fue fácil romper el compromiso con Antoñito. Don Antonio no nos lo ha perdonado. Catalina no estaría cómoda encontrándose a Antoñito todos los días como quien dice.
—Catalina merece un buen correctivo. No será fácil que Dios la perdone por lo que hizo —respondió don Bernardo.
—¿Cree que Dios la va a castigar por haber roto su compromiso con Antoñito? Pues yo no lo creo. Dios tiene cosas más importantes de las que ocuparse que de una chica que no se quiera casar —replicó Isabel, que miraba de reojo cómo doña Asunción había enrojecido.
—¡Vas a decir tú de lo que se ocupa Dios! —replicó enfadado don Bernardo.
—Es que… bueno, yo creo que mi hija no se portó bien, pero no por eso Dios la va a condenar al Infierno —acertó a decir doña Asunción.
—¡Será posible lo que tengo que oír! Ahora me voy porque llego tarde, pero ya os veré en el confesionario…
Don Bernardo se fue, muy malhumorado. ¡Cómo se atrevían aquellas dos mujeres a cuestionar lo que pensaba Dios! ¡Si lo sabría él!
Doña Asunción se había puesto nerviosa. No estaba acostumbrada a discutirle nada a don Bernardo, y se reprochaba haberlo hecho pero le dolía que juzgara con tanta dureza a Catalina.
Isabel, por su parte, estaba irritada con el cura. Ella creía en Dios sin ninguna fisura, pero a veces, que Él la perdonara, se preguntaba si don Bernardo era un buen intérprete de los designios divinos.
—Me alegro de que Antoñito se case. Así don Antonio dejará de fastidiarnos —comentó doña Asunción en voz baja.
—Don Antonio es un mal hombre, Asunción, y debes dar gracias a Dios de que Catalina no se haya casado con su hijo, que es tan retorcido como su padre —afirmó Isabel.
—A mí nunca me gustó esa boda… pero Ernesto consideró que era lo mejor para todos. Sabes que tenemos deudas con don Antonio…
—¿Y quién no? Todo el barrio le debe dinero, y él bien que se aprovecha.
—Pero a nosotros nos iba a perdonar lo que debíamos una vez que nuestros hijos se hubieran casado.
—Pues he de decirte que… —Isabel se calló. No quería herir a doña Asunción.
—Lo sé… sé que crees que hicimos mal comprometiendo a nuestra hija, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer?
—Don Antonio quiere comprar respetabilidad. Es lo que pretende ahora casando a Antoñito con Mari Paz Nogués —respondió Isabel con desprecio.
—El pobre Nogués se quedó viudo al poco de nacer Mari Paz, pero hay que reconocer que la educó bien. Nunca han dado que hablar —siguió comentando doña Asunción.
—Ahora sí que van a dar que hablar con esa boda. Ojalá tu hija se enterara de que Antoñito se casa. Seguro que se sentiría aliviada —afirmó Isabel.
—¿Y Piedad? ¿Cómo le va en el taller? —preguntó Asunción para cambiar de conversación.
—Trabaja muchas horas, pero al menos gana lo suficiente para comer.
—Nuestros hijos… no deberían haberse marchado, Isabel… Yo no hay día que no rece por Catalina y le pida a Dios que me la devuelva.
Isabel acompañó a doña Asunción un buen rato hasta llegar casi a las puertas del hospital y allí se despidieron. Se quedó unos segundos viendo cómo la mujer entraba cabizbaja mientras la envolvían las palabras de los que salían y llegaban. ¡Cuánto dolor!, se dijo. Cuánto dolor en los cuerpos y en las almas de los que habían sobrevivido a la guerra. No pudo dejar de sentir el suyo propio, aquel dolor que le atenazaba la garganta hasta hacerla llorar de desesperación. La soledad se había convertido para ella en un peso insoportable. Nunca se lo reprocharía a su hijo, pero su ausencia la había vaciado por dentro y se preguntaba qué sentido tenía ya su vida.