5
En cualquier vida, incluso en las más extraordinarias, la rutina se suele abrir paso en silencio. Y así habría sido si Benjamin Wilson no hubiera estado tan cerca de Fernando.
No hacía ni una semana que había regresado del desierto cuando de nuevo le llamó para hacerle otro encargo.
—¿Recuerda a Erick Brander? —le preguntó a bocajarro.
—Sí… el hombre que se reunió con un español… Pedro López…
—Efectivamente. Los dos están en El Cairo. Como usted mismo les escuchó decir, López iba a ser recibido por algunos personajes importantes de la corte de Faruk.
—Lo que me es indiferente.
—No debería decir eso. Cuanto suceda en esta guerra tendrá repercusión en España. Usted es antifascista. Le conviene que ganemos los británicos, y ahora que los norteamericanos se han implicado, hay más posibilidades de vencer al monstruo alemán. Hitler es un peligro para el mundo entero.
Wilson no perdió el tiempo en circunloquios y le pidió a Fernando que saliera hacia El Cairo, allí debía reunirse con Zahra Nadouri en el hotel Shepheard donde estaba alojado López y donde mantenía sus encuentros con Brander. Lo único que debía hacer era acompañar a Zahra. No le pedía más.
Fernando intentó resistirse pero sin demasiada convicción, y la única razón era Zahra. Aunque estaba enamorado de Catalina, no podía negarse a sí mismo que cuando vio a Zahra bailar le produjo tal impacto que alguna noche se sorprendía soñando con ella. Incluso a Wilson le extrañó que no mostrara más resistencia.
Benjamin entregó a Fernando una maleta donde, dijo, había algo de ropa seleccionada por Sara.
—Necesita vestir adecuadamente.
—Gracias, pero no es necesario.
—Por favor, no haga de esto una cuestión de dignidad. Usted huyó de España con lo puesto y aquí ni siquiera ha tenido tiempo para comprarse ropa. Lo que hay en la maleta lo necesita para el trabajo que le he encomendado. Cuando regrese puede quedarse la ropa o tirarla, decídalo usted. Pero ahora la necesita. Vaya a su casa a por el resto de las cosas que le puedan hacer falta. Mi chófer le llevará y luego le trasladará a la estación. Esta noche dormirá en El Cairo.
Leyda Zabat llamó a la puerta y, sin esperar respuesta, entró seguida de un hombre alto vestido como un beduino. El hombre miró a Wilson y éste hizo un gesto invitándole a hablar.
—Rommel se dirige hacia Bengasi —anunció el hombre con solemnidad.
Wilson se dirigió a Fernando:
—Váyase cuanto antes.
Fernando quedó deslumbrado por la suntuosidad del hotel Shepheard. Cada rincón era un monumento al lujo, y las mujeres y los hombres que estaban en el vestíbulo vestían con elegancia y tenían el aspecto despreocupado que suelen aparentar los verdaderamente ricos.
El recepcionista le recibió con amabilidad; le informó de que su habitación estaba lista y de inmediato le acompañarían, aunque también le dijo: «La señorita Nadouri le espera en el bar».
Zahra había elegido una mesa apartada y parecía ensimismada leyendo un periódico. Fernando se paró unos segundos para mirarla. No parecía la misma mujer que había visto bailar en «La Ciudad». Si la bailarina resultaba una explosión de sensualidad, la mujer que tenía enfrente no destacaba por nada. Vestía con elegancia pero con sencillez, apenas llevaba maquillaje y el cabello recogido en un moño bajo. En realidad pasaba inadvertida junto a las otras mujeres que, sentadas con sus parejas, parecían sacadas de cualquier revista de moda parisina.
De repente ella levantó la mirada del periódico y la fijó en él. Fernando se acercó con paso rápido, avergonzado de que le hubiera sorprendido observándola.
—Llega a tiempo para cenar —dijo Zahra.
—Sí… claro… aún no he subido a la habitación. En recepción me dijeron que me estaba esperando.
Se quedaron en silencio como si no tuvieran nada más que decir. El día en que se conocieron, Fernando se había dado cuenta de que ella no gastaba una palabra de más.
—Suba a cambiarse. Aquí la gente se viste de manera formal para la cena. Ya sé que es un poco pronto, pero después daremos un paseo antes de ir al cabaret.
—¿Al cabaret? —preguntó él extrañado.
—Bailo esta noche. Es la coartada para que estemos aquí.
—Su coartada… La mía no sé cuál es.
—Es mi acompañante. El capricho de una bailarina famosa. Nada que llame la atención.
—¡Vaya!
—A nadie le puede extrañar que me encapriche de un guapo extranjero y le convierta en mi acompañante oficial.
A Fernando se le agrió el gesto, incómodo por el papel asignado. Wilson le había dicho que sólo se trataba de acompañar a Zahra.
—No se moleste… pero ¿de qué otro modo podemos justificar su presencia aquí?
—Me iré a cambiar. No tardaré mucho —respondió contrariado.
—Su habitación está junto a la mía, de hecho están comunicadas. Es lo más conveniente —le informó ella.
Unas horas después, Zahra parecía distraída mientras Fernando cenaba con apetito. Ella apenas había probado el bistec que tenía en el plato.
—¿No tiene hambre? —preguntó él.
—Nunca ceno antes de una actuación. En realidad, si estamos aquí es a la espera de que aparezcan Brander y su compatriota Pedro López.
—No es mi compatriota —protestó Fernando.
—Es español como usted.
—Ya, pero es un fascista, y yo no tengo nada que ver con los fascistas, hayan nacido donde hayan nacido.
—Uno no puede dejar de ser quien es. Farida Rahman diría que uno es lo que es en función de los otros.
—Vaya, no sabía que le interesaba la filosofía.
—No sabe nada de lo que me interesa. En cuanto a la filosofía… en realidad me interesa la visión que tiene Farida sobre el ser humano.
—¿Son muy amigas?
—Nos conocemos bien.
En aquel momento entró en el comedor Erick Brander acompañado de Pedro López. El maître los acomodó en una mesa situada al lado de la de Fernando y Zahra.
Los dos hombres parecieron ignorar su presencia y enseguida se enfrascaron en una conversación en español.
—Como ya me había advertido, el ministro se ha mostrado muy diplomático pero crítico con la presencia de los británicos. Me ha dado a entender que preferirían una alianza con Alemania y parece seguro que Rommel ganará la batalla del desierto —le explicó López a Brander.
—El problema del rey Faruk es que no puede demostrar su simpatía por Alemania. Los británicos no dudarían en derrocarle.
—Mi objetivo es que Egipto firme algunos tratados con España y, sobre todo, asegurar unas relaciones de buenos amigos. Cuestiones ambas que el ministro me ha asegurado. Está dispuesto a recibir a algunos amigos… hombres de lealtad absoluta al Caudillo para encauzar esos acuerdos comerciales.
—Y usted no se olvidará de mí, claro está.
—Desde luego que no. Los diplomáticos tienen unos cometidos, pero otros debemos hacer el trabajo real. Usted es un buen amigo de España y se lo sabremos agradecer. Ah, se lo he pedido al ministro pero creo que esto lo hará usted mejor, me gustaría tener alguna información sobre los exiliados españoles en Egipto.
—No creo que haya muchos —respondió Erick Brander.
—Pero alguno habrá, y es de vital importancia tenerlos controlados. La mayoría de los enemigos de España han emigrado a América, pero no descarto que alguno se haya perdido por aquí. Recibirá una compensación por cada español del que nos dé noticia.
Los dos hombres continuaron hablando de los negocios comunes mientras Zahra y Fernando escuchaban atentos. Zahra había tendido su mano a Fernando invitándole con la mirada a que se la cogiera. Ella sonreía por nada, como si lo que él le estaba diciendo la hiciera feliz.
A Fernando le costó un rato meterse en el papel que debía desempeñar y con el que tan incómodo se sentía.
—Sonría —susurró Zahra mientras le apretaba la mano—, no parece un joven enamorado sino más bien un marido contrariado.
Antes de que el alemán y el español terminaran de cenar, Zahra y Fernando dejaron el restaurante y subieron a sus habitaciones. Ella le dijo que debía descansar un rato antes de salir para su actuación.
El cabaret estaba situado en un edificio vetusto de aire señorial. Los coches se paraban ante sus puertas de madera y grupos de mujeres y hombres con vestimentas formales y elegantes entraban dispuestos a disfrutar del champán, la música y lo que pudiera brindarles la noche.
Zahra y Fernando entraron por la puerta de atrás, donde el dueño del local los estaba esperando. Zahra los presentó.
Era un tipo alto, de cabello oscuro y bien parecido aunque entrado en años. El hombre miró con suspicacia a Fernando, presentado por Zahra como mon petit ami.
Se estrecharon la mano y Fernando alcanzó a oír su nombre, Tarek Fazeli.
Luego se dirigieron a su camerino, donde un gran biombo dividía la habitación en dos; allí una doncella esperaba a Zahra. Fernando se sentó en un sillón mientras ella comenzaba su transformación tras el biombo. Escuchaba la conversación de las dos mujeres pero no las entendía porque hablaban en árabe.
Era casi medianoche cuando unos golpes sonaron en la puerta del camerino que la doncella se apresuró a abrir. Había llegado el momento de la actuación de Zahra.
El dueño del local acompañó a Fernando hasta su mesa, cerca del escenario, donde un cubo con hielo enfriaba una botella de champán. Allí otro hombre de riguroso esmoquin aguardaba impaciente. El hombre apenas le prestó atención, pero Fernando sí se fijó en él: cabello rubio oscuro, ojos azules, porte elegante. Tampoco se le escapó que cerca de ellos se encontraban Erick Brander y Pedro López. Brander saludó al dueño del local y le presentó a López diciendo: «Tarek Fazeli es los ojos de Egipto. Todo lo ve, todo lo sabe». Pedro López miró con curiosidad a Fazeli y ambos se estrecharon las manos. Brander también le presentó al hombre que estaba sentado junto a Fazeli: «Arthur Collins, socio de Fazeli».
Fernando escrutó con interés a Collins. «Así que este hombre es inglés», pensó.
La luz se apagó y los músicos que estaban tras el escenario silenciaron sus instrumentos. Durante un minuto que pareció una eternidad, se escucharon susurros que se fueron apagando hasta que la sala quedó en silencio. Entonces un foco se posó sobre el escenario. Al principio no parecía verse nada, pero pronto el crujir de la seda y el tintineo de unas pulseras los puso en alerta. De repente entró en el haz de luz una mano, seguida de un pie; luego la sombra de un cuerpo femenino moviéndose lentamente y, por fin, la figura entera de una mujer que se movía como si estuviera en trance.
La bailarina, al principio con los ojos cerrados, se deslizaba por el escenario provocando una tensión creciente en los espectadores. Durante hora y media bailó y bailó sin que se escuchara un murmullo, y cuando terminó la danza, los gritos y los aplausos eran tales que Fernando no pudo por menos que participar del entusiasmo del resto de los espectadores.
De nuevo el escenario se quedó en penumbras y cuando unas tenues luces volvieron a iluminar el local, Zahra había desaparecido.
Fernando hizo ademán de levantarse para ir en su busca, pero Arthur Collins se lo impidió.
—Quédese, ella vendrá.
—Esta noche hay mucha gente importante que quiere saludarla —añadió Tarek Fazeli.
Fernando aceptó sentarse de nuevo. Zahra no le había dicho qué debía hacer y él había pensado que nada más terminar la actuación regresarían al hotel, pero al parecer Fazeli y Collins la esperaban.
Cuando ella entró en la sala apenas la dejaban dar un paso. Hombres y mujeres salían a su encuentro ansiosos por verla de cerca y escucharla.
Tarek Fazeli se abrió paso y apartó a los curiosos conduciéndola hasta la mesa. Arthur Collins se levantó y le hizo una reverencia antes de besarle la mano. Ella ni le prestó atención.
—¡Magnífica, querida! ¡Inigualable! Deberías dejar de una vez por todas Alejandría y trasladarte a El Cairo —dijo Fazeli mientras le ofrecía una copa de champán.
Zahra se acercó a Fernando y le besó en los labios. Él se quedó paralizado, sin saber qué hacer ni qué decir. Ella le miró con el gesto contrariado.
—Vaya frialdad, amigo; la mujer más deseada de Egipto le besa y usted ni siquiera sonríe —dijo Tarek Fazeli, observándolos a ambos.
—Él es así —afirmó Zahra con desdén.
—Yo que usted no me mostraría tan displicente, aquí hay muchos hombres deseando ocupar su lugar, yo el primero —dijo Fazeli sonriente.
Fernando, que estaba muy incómodo, fue consciente de su error. En ese momento muchos ojos estaban pendientes de ellos. Se había olvidado de que tenía un papel que desempeñar, el de chevalier servant de Zahra. La orquesta estaba ya tocando en el escenario y Fernando cogió la mano de Zahra y se la llevó a la pista de baile sin decir palabra.
Empezaron a bailar y Zahra intentó acomodar su cuerpo al de él.
—¿Qué clase de amante es usted? —preguntó ella.
—Yo… no sé qué quiere decir.
—Se supone que somos amantes y sin embargo me mantiene a distancia, como si fuera a pegarle el sarampión.
Fernando no pudo menos que reír y ella le respondió con otra carcajada.
—Verá, es que no me esperaba lo del beso. Me he quedado paralizado.
—Lo cual ha sorprendido a todos los que nos estaban mirando, incluidos el alemán y el español.
—Debería haberme avisado de lo que pensaba hacer, lo siento.
—Pues hágase a la idea de que en público nos tenemos que comportar como dos enamorados. No es tan complicado el papel. Espero no resultarle tan desagradable.
—No… no… todo lo contrario… Es que… bueno… yo… La verdad es que todo esto me coge de improviso…
—Pues métase en el papel. Acérquese a mí, estrécheme contra usted y béseme. Todos nos miran.
—¿Quiere que la bese? —preguntó asombrado.
—¡Por favor, no lo haga tan difícil! No es lo que yo quiero sino lo que se espera de nosotros. Besarnos es parte del papel que tenemos que interpretar.
—Tiene razón, perdone…
La besó con timidez temiendo haber enrojecido y ser el hazmerreír de cuantos los observaban. Pero Zahra se hizo cargo de la situación y no le permitió apartar sus labios de los suyos, y así le mantuvo durante unos segundos que a él le parecieron años.
Bailaron un buen rato sin dejar de besarse. Fernando creyó que se iba a marear. Sintió alivio cuando ella le indicó que debían regresar a la mesa, pero advirtiéndole que no volviera a cometer errores.
—Compórtese como se espera de usted.
Tarek Fazeli los recibió con una amplia sonrisa. Para entonces alrededor de su mesa se habían instalado unas cuantas parejas. Los hombres estaban ansiosos por estar cerca de Zahra, las mujeres la miraban con admiración y envidia.
—Nos vamos. Estoy cansada —anunció Zahra, ignorando los esfuerzos de los invitados de Fazeli para que les prestara atención.
No hablaron hasta llegar al Shepheard. Allí el botones abrió la puerta del coche y les hizo una reverencia. La bailarina se lo agradeció con un gesto.
Fernando estaba en su habitación quitándose la pajarita del esmoquin cuando vio que se abría la puerta que comunicaba su cuarto con el de Zahra.
Ella se había puesto una bata de seda rosa y andaba descalza. Él la miró azorado.
—Llame a recepción y pida que nos suban una botella de champán y bombones.
Fernando obedeció mientras ella se sentaba en un sillón con aspecto cansado.
—En cuanto traigan el champán me iré a mi habitación. Pero el camarero tiene que verme aquí; se lo contará a todo el personal del hotel, de manera que mañana todo El Cairo creerá saber que dormimos juntos.
—La criticarán por esto.
—Es lo que se espera de una bailarina, que tenga amantes jóvenes y guapos. No creo que su reputación sufra porque crean que se acuesta conmigo —afirmó ella contrariada.
—¡Pero si lo que me preocupa es lo que puedan decir de usted! —protestó él.
—Lo que debe preocuparle es hacer bien su papel.
—No se enfade, por favor… Es que todo esto… En fin… no estoy preparado.
—Ya lo veo… creo que Benjamin tiene demasiada fe en usted.
—¿El señor Wilson? Sí… en realidad no sé por qué me ha metido en todo esto.
El camarero llamó al timbre y Zahra hizo un gesto a Fernando para que abriera al tiempo que ella se desabrochaba la bata dejando ver un camisón transparente.
Mientras el camarero depositaba la cubitera con el champán miraba de reojo a Zahra, que le ignoraba a la vez que se miraba las uñas aburrida a la espera de que el hombre se marchara.
Cuando lo hizo, ella se puso en pie y se abrochó la bata.
—Bueno, ahora puede tomarse el champán o tirarlo, tanto da. Eso sí, mañana sin falta revolveremos su habitación de manera que las camareras crean que hemos pasado una apasionada noche de amor.
—¿Y usted por qué hace esto? —le preguntó Fernando, aunque inmediatamente se arrepintió de haberse atrevido.
—¿Hacer el qué? —murmuró ella, dándole la espalda.
—Trabajar para Wilson… hacer estas cosas extrañas que ponen en entredicho su reputación…
—¿Y usted por qué huyó de España y vino a Egipto? Sé que ha abandonado a su familia, a su madre… Aquí no tiene amigos, no tiene a nadie y sin embargo ya ve… está aquí. Supongo que tiene una buena razón para ello. Yo también tengo una buena razón para hacer lo que hago.
—No quería molestarla ni ser indiscreto. Lo siento.
Zahra regresó a su cuarto cerrando la puerta que comunicaba las dos habitaciones. Fernando se quedó sentado un buen rato intentando entender todo lo que le estaba pasando. Pero no encontraba respuestas para sus pensamientos.
Se tumbó sobre la cama sin desvestirse y así amaneció a la mañana siguiente, cuando abrió los ojos y se encontró frente a él a Zahra.
—Bajaremos a tomar un café. Ya son más de las diez. No le he querido despertar antes porque estaba tan dormido… Avíseme cuando esté listo.
Quince minutos más tarde Fernando salió del baño y se la encontró revolviendo la cama.
—Le dije que vaciara la botella de champán… Ya veo que no se tomó ni una copa. Los pantalones del esmoquin los he dejado sobre el sofá. La pajarita está bien ahí al lado de los bombones. He puesto mi camisón y mi bata sobre su cama. Creerán que hemos pasado una noche muy intensa.
Salieron a la calle y caminaron un rato. Ella parecía saber dónde iban, pero no se lo dijo. El destino resultó ser un café en el que sólo parecía haber extranjeros. El camarero los acompañó a una mesa situada en el centro donde podían ver y ser vistos. Fernando se sintió agradecido al beber un café muy cargado que le ayudó a despejarse. Zahra también pidió café, pero lo bebió muy despacio. Ella le tendió la mano mientras murmuraba: «Recuerde que estamos enamorados».
Fernando apretó la mano de Zahra entre las suyas. Nada podía desear más que sentir la piel fresca de la bailarina. No podía negarse a sí mismo la atracción que sentía por ella. En su presencia se sentía torpe y empequeñecido. También se reprochaba estas emociones puesto que se decía que estaba enamorado de Catalina y nunca podría querer a otra mujer, pero entonces, se preguntaba, ¿qué era lo que sentía por Zahra?
—Míreme. Está ensimismado —le reprochó ella.
—Perdone… es que…
—Ya sé, todo esto es nuevo para usted. Pero tampoco es tan difícil que juntemos nuestras manos y sonriamos.
—Claro que no.
—Bien, ahora le diré lo que vamos a hacer. Tengo dos actuaciones más en El Cairo y el lunes regresaremos a Alejandría.
—¿Por qué es tan importante Pedro López? —preguntó él, aunque imaginaba la respuesta.
—¿El español? Pues porque ahora mismo las potencias quieren saberlo todo sobre los demás. Pedro López está aquí para abrir una vía de intercambio comercial con Egipto. España está arruinada y necesita amigos.
—Tiene a Alemania y a Italia. Franco, Hitler y Mussolini son aliados —afirmó Fernando.
—La España de Franco está con el Eje, de eso no hay duda, pero quién sabe lo que pasará en el futuro.
—Nada, no pasará nada. Lo más probable es que Alemania gane la guerra y entonces Franco se hará eterno. Y desgraciadamente parece que la va a ganar —se lamentó él.
—Aún no se ha librado la última batalla, en realidad quedan muchas por librar. Ni usted ni nadie puede dar por sentado lo que sucederá.
—Yo doy por perdido a mi país. Franco está matando a todos los que lucharon contra él.
—Yo no doy perdida ninguna batalla, y si la pierdo, vuelvo a intentarlo.
—Es muy fácil decir eso… No sabe lo que es perder una guerra; estar en el bando de los vencidos te convierte en menos que nada.
Zahra le miró fijamente y a Fernando le sorprendió la repentina dureza de su mirada y esperó a que hablara.
—Pues luche para que las cosas cambien y para que los vencedores hoy sean los perdedores mañana. No pierda el tiempo lamentándose. No sirve de nada.
—No creo que España le importe a nadie. No creo que los británicos, si es que llegan a ganar la guerra, vayan a ir a liberarnos de Franco. En todo caso, yo ya la he perdido, a mi padre le fusilaron porque luchó en el bando republicano. No sabe lo que supone eso. Mi madre y yo íbamos a la cárcel a verle… Si supiera cómo estaba… Los presos hacinados… Incluso un día se le cayeron las gafas y uno de los guardias las pisó rompiéndolas en pedazos. Mi padre no veía sin ellas y le condenaron a vivir entre nieblas. Y luego el temor a que se abriera la puerta de la celda y leyeran la lista de los que ejecutaban cada mañana. Pedimos el indulto pero lo denegaron.
De nuevo el silencio se instaló entre ellos, aunque seguían con las manos entrelazadas.
—Nadie va a devolverle a su padre. Es algo que tiene que aceptar. Sólo le queda luchar para impedir que otros hombres mueran. —El tono de voz de Zahra carecía de emoción.
Fernando soltó su mano y se enderezó en el asiento buscando con la mirada un camarero que le trajera otro café.
Zahra cambió de conversación y le propuso ir a ver las pirámides.
—Hoy no tengo que actuar. Así que disponemos del día para hacer lo que queramos.
—¿Y mientras tanto qué pasa con Erick Brander y Pedro López? —quiso saber él.
—Nada, no pasa nada.
—O sea que ya no tenemos nada que hacer aquí.
—Bueno, yo tengo dos actuaciones más. Ya se lo he dicho. Y usted tiene que quedarse conmigo, recuerde que es mi chevalier servant.
—Me refiero a Brander y a López.
—En mi opinión, no creo que esos dos deban preocuparnos demasiado.
—¿Ni siquiera Brander?
—Es un agente alemán al que tanto los británicos como Wilson tienen bien vigilado. Brander pasa información a los hombres del almirante Canaris, que es el jefe de la Abwehr, el servicio secreto alemán. No es que sea el mejor agente, pero sí tiene acceso a información del entorno de palacio. Su tarjeta de visita en la corte es su esposa, Halima.
—Entonces Erick Brander sí es importante —insistió Fernando.
—Lo es en la medida que a través de él podemos tener noticia de quienes desde la corte conspiran a favor de los alemanes.
—¿Y López?
—Ya se lo dije, ha venido a otear, a intentar abrir vías de comercio ahora que España está devastada. Su misión es importante para su país, pero no para nosotros. Y ahora, ¿le gustaría o no ver las pirámides? Quizá no tenga otra ocasión. Esta mañana le pedí a un amigo que nos viniera a buscar para llevarnos.
—¿Ya sabía que vendríamos aquí?
—Pues claro.
Por un momento Fernando estuvo tentado de enfadarse. Zahra parecía manejarle a su antojo. Tenía razón; él sólo era un simple chico de compañía, un papel que despreciaba.
Salieron a la calle y Zahra aguardó expectante hasta que vio aparecer un vehículo gris que se paró delante del café. Ella no lo dudó y abrió la puerta delantera para sentarse junto al conductor. Fernando no tuvo otra opción que colocarse en el asiento de atrás.
Zahra hizo las presentaciones. El hombre que conducía se llamaba Musim Sadat y era arqueólogo. Al menos así lo certificaba su paso por Oxford, donde había tenido el privilegio de estudiar.
Fernando sintió una punzada de celos al observarle. Musim Sadat era sin duda un hombre atractivo. El cabello negro perfectamente cortado, bigote, ojos grandes y un aire de distinción propio de alguien a quien nunca le había faltado nada.
Musim hablaba un inglés impecable; tanto, que si no fuera por sus rasgos y su piel morena podría pasar por un caballero británico. En un momento le contó a Fernando que consideraba a Inglaterra como su segunda patria. Los años más felices de su vida habían transcurrido allí, aunque, según confesó, al principio le había costado adaptarse. Pero sus padres se habían empeñado en que tuviera la mejor educación que Gran Bretaña pudiera ofrecer. Por su parte, Zahra añadió que la familia de Musim se dedicaba al comercio, pero además eran miembros preeminentes de la corte.
Fernando escuchaba en silencio. No tenía ningún interés en intimar con ese egipcio amigo de Zahra.
No obstante, Musim era desde luego un hombre expansivo, así que llevó el peso de la conversación explicando detalladamente y con orgullo la historia de las pirámides.
—Son sus tumbas las que han hecho inmortales a Keops, Kefrén y Micerino. En la Antigüedad no eran tal y como las vas a ver, estaban recubiertas con caliza blanca. Las pirámides pertenecen a la IV Dinastía y ya verás, la de Keops tiene más de ciento cuarenta y seis metros de altura; luego le sigue la de Kefrén, con más de ciento cuarenta y tres, y la pequeña, la de Micerino, sólo llega a los cien metros. —Y Musim rio como si lo último que hubiera dicho fuera gracioso.
—Los antiguos egipcios creían que había vida después de la muerte —añadió Zahra.
—Mejor para ellos, yo no creo que haya nada —afirmó con rotundidad Fernando.
—Peor para ti. Siempre es un consuelo vivir con esperanza —intervino Musim.
—O sea que eres partidario de engañar al pueblo con cuentos para niños. —Fernando estaba irritado.
—Mis antepasados disponían de una guía para llegar a la otra vida. Lo llamaban Libro de los muertos. —Musim parecía decidido a no discutir con Fernando.
—¡Qué organizados! ¡Nada menos que una guía para desenvolverse por la Eternidad! La religión es un arma de dominación de los poderosos. Lo fue en la Antigüedad y todavía lo sigue siendo hoy. Asustar a la gente diciéndoles que el alma vaga eternamente es sin duda malévolo —insistió Fernando.
—En realidad nuestras creencias no difieren de las vuestras. Los antiguos egipcios creían que cuando uno muere su espíritu se dividía en dos, Ba y Akh. Ba se quedaba con el difunto y Akh se tenía que presentar ante Osiris para juzgarle. Anubis, el dios con cabeza de chacal, tenía una balanza donde en una parte colocaba el alma del muerto y en la otra colocaba una pluma, símbolo de Ma’at, la diosa de la Justicia. Si la balanza no permanecía en equilibrio entonces el alma recibía un castigo, porque eso significaba que en vida esa persona no había sido buena. Algo así pasa en el cristianismo, ¿no? —Musim miraba a Fernando a través del espejo retrovisor esperando su respuesta.
—Sí, y es la mejor manera de aterrar a los vivos asustándolos con castigos en una supuesta vida eterna. Claro que las reglas para ser feliz en la Eternidad siempre las han marcado los poderosos —insistió Fernando.
—¿No crees en nada? —quiso saber Musim.
—No, ¿y tú?
—Mira a tu alrededor; mira la arena del desierto, mira hacia arriba, la inmensidad del cielo, mira el mar…
—O sea que el mar, el desierto y el cielo te llevan a creer que Dios existe. ¡Fantástico! Muy racional.
—Te haré una pregunta que suele hacer Farida. ¿Crees que Todo es Nada? —Y Musim aguardó la respuesta.
Las palabras del egipcio desconcertaron a Fernando, al tiempo que aumentaban su irritación. Zahra se dio cuenta de que la excursión podía terminar siendo un desastre, así que decidió interrumpirlos:
—Dejemos a Dios en paz y disfrutemos de la única de las Siete Maravillas de la Antigüedad que ha sobrevivido el paso del tiempo.
Y allí estaban, alzándose orgullosas sobre la arena reseca del desierto, las tres pirámides, provocando que cualquier ser humano se sintiera poco menos que un grano de arena ante su misteriosa inmensidad.
Musim Sadat aparcó el coche a cierta distancia y luego caminaron un buen rato hasta llegar a la de Keops.
Hasta aquel momento, Fernando no se había dado cuenta de que Zahra se había vestido para la ocasión. Llevaba una falda pantalón de tono claro y unas botas altas que le permitían pisar con seguridad la arena del desierto. Cuando Musim se bajó del coche le pareció que llevaba vestimenta de explorador; en realidad, el arqueólogo vestía de manera cómoda y adecuada para aquel terreno. Era él quien desentonaba con su traje claro y los zapatos que se le llenaban de arena a cada paso. Si Zahra tenía planeada aquella excursión debería haberle avisado.
El entusiasmo de Musim era tal que dedicaron el resto de la mañana y hasta bien entrada la tarde a ir de una pirámide a otra, contemplando la Esfinge y comentando los pormenores de aquellas extraordinarias construcciones.
Cuando regresaron a El Cairo Musim los invitó a cenar. Zahra no dudó en aceptar por los dos.
El arqueólogo se comprometió a enviarles un coche para recogerlos a las siete y media en el hotel, hasta entonces tendrían tiempo para descansar.
Zahra y Fernando no dijeron ni una palabra hasta llegar a sus habitaciones. Esta vez fue él quien llamó a la puerta de ella.
—Supongo que no es obligatorio tener que cenar hoy con tu amigo.
—En realidad, sí. Iremos a su casa, allí siempre hay gente importante: ministros, hombres de confianza del rey Faruk… en ocasiones incluso el propio rey asiste a casa de los Sadat.
—Dijiste que nuestro trabajo había terminado —le recordó Fernando malhumorado.
—Nuestro trabajo, querido, no terminará hasta que no termine la guerra. E incluso puede que ni entonces. Te recuerdo que el negocio del señor Wilson es encontrar personas. Siempre habrá alguien a quien buscar.
—Pues en El Cairo no hemos venido a buscar a nadie.
Zahra se encogió de hombros. No parecía importarle el mal humor de Fernando.
—El señor Wilson, de manera excepcional, ayuda puntualmente a las autoridades británicas.
—Eso ya lo sé. Me lo dijo él mismo.
—Iremos a casa de Musim. Será interesante, ya verás.
Zahra le dio la espalda y Fernando regresó a su habitación.
Se tumbó sobre la cama y cerró los ojos cuando, sin previo aviso, le asaltaron los rostros de Roque y Saturnino Pérez. Durante unos segundos permaneció con los ojos cerrados intentando desembarazarse de los semblantes de sus víctimas, pero ambos le miraban desde la muerte; no había expresión en sus ojos, que le parecieron helados.
Se incorporó sintiendo que el sudor le empezaba a empapar. Aquellos dos hombres aparecían y desaparecían a su antojo. Le visitaban en los momentos más inesperados recordándole que les había arrebatado la vida.
—¡Hijos de puta, vosotros matasteis a mi padre! ¡Dejadme en paz! —dijo en alto con la voz alterada.
Pero no se fueron, sino que permanecieron allí impidiéndole descansar.
Fernando nunca había sido dado a beber, pero buscó entre las botellas y se decidió por un coñac. Se sirvió una copa que se bebió de un trago. El líquido le quemó la garganta y así siguió hasta llegar hasta el fondo de las entrañas.
Volvió a tumbarse en la cama evitando cerrar los ojos, como si así pudiera salvarse del acoso de los muertos.
No dejaba de preguntarse cómo podría esquivar en el futuro aquellos rostros fantasmagóricos.
Como no pudo descansar, pasó el resto de la tarde mirando el techo y añorando a su madre, su casa en Madrid, las pequeñas rutinas que habían conformado su vida hasta el día en que decidió vengar a su padre.
Se dijo que no podía dejar pasar más tiempo sin hacer llegar alguna noticia suya a su madre. Ya que Benjamin Wilson se jactaba sin reparo de tener colaboradores en España, quizá podría encargar a alguno de ellos que se acercara hasta su casa para decirle a su madre que su hijo se encontraba bien. Sí, se lo pediría a Wilson.
¿Cómo podía transformarse una mujer hasta el punto de resultar irreconocible? Por la mañana Zahra le había parecido una chiquilla casi insignificante, sólo su ropa cara evidenciaba que era alguien importante. Y ahora que la tenía ante él casi dudaba de que fuera la misma con la que había visitado las pirámides.
Zahra llevaba un vestido de fiesta de seda color esmeralda totalmente ceñido a su cuerpo. El cabello castaño rojizo suelto pero peinado con esmero, y unos ojos azules oscuros que le brillaban de manera especial, o eso le pareció a él.
En la mano sujetaba un chal de un color verde más intenso que el del vestido. Notó que ella no esperaba que elogiara su aspecto, pero tampoco Fernando hubiese sido capaz de encontrar las palabras para decirle lo bella que resultaba.
La casa de Musim Sadat estaba fuera de la ciudad, junto a la orilla del Nilo. Tenía su propio embarcadero y una falúa parecía descansar entre las aguas del río.
Fernando sintió las miradas curiosas de los invitados de Musim. La mayoría de ellos le envidiaban. Zahra Nadouri era la mejor bailarina no sólo de Egipto sino también de Oriente Medio, y a pesar de su juventud se estaba convirtiendo en una leyenda.
Musim Sadat los recibió con afecto mientras algunos de sus invitados se acercaban deseosos de ser presentados.
Zahra se comportaba como si fuese una reina, regalando escuetas sonrisas e intercambiando alguna palabra amable pero sin dar confianza a quienes parecían admirarla sin reservas.
Una vez más le dio la mano a Fernando para que la estrechara entre las suyas. Quería que todos supieran que aquel joven moreno y delgado, con el flequillo rebelde y una mirada franca, era el único hombre que le interesaba y que era inútil que otros intentaran reemplazarlo. Las reinas eligen a sus favoritos y también el día en que los desechan. Pero ese día aún no había llegado para aquel extranjero.
De pronto Fernando se sobresaltó. Allí estaba Erick Brander hablando con un grupo de hombres entre los que se encontraba Pedro López. Apretó la mano de Zahra y ella le sonrió.
—Es natural que estén aquí. No te preocupes —susurró ella.
—¿Sabías que estarían?
—Pues claro. Ya te he dicho que Erick Brander es un personaje con muchas amistades en la corte.
A Fernando le molestó que ella no le hubiera informado de la presencia del alemán.
—¿Y no crees que yo debería haberlo sabido?
Zahra no respondió, se limitó a sonreír a uno de los invitados que se dirigía hacia ella. El hombre le besó la mano de manera solemne y ella le presentó a Fernando calificándole como «mi más querido amigo»; al rato, otros invitados se aproximaron ansiosos de contemplarla de cerca y después poder presumir de haber hablado con ella.
Para alivio de Fernando, aquellas personas hablaban en inglés y no parecían tener ningún problema en utilizar este idioma en vez del árabe.
Una mujer se abrió paso hacia ellos. Era alta, delgada, morena, con el cabello negro tan largo que casi le rozaba la cintura a pesar de que lo llevaba recogido en la nuca. Caminaba con paso firme, sin mirar a nadie, regia, vestida con elegancia. Sin duda el traje que llevaba debía de ser de alta costura.
—¡Zahra, qué alegría! Musim me dijo que vendrías, pero no terminaba de creerle, te prodigas tan poco…
La mujer tendió sus manos a Zahra y ésta las tomó entre las suyas, luego se abrazaron brevemente.
—Gracias, Kytzia. La fiesta es deslumbrante.
Kytzia sonrió satisfecha por el elogio antes de responder. Mientras tanto miraba de reojo a Fernando.
—Éste debe de ser el joven del que me ha hablado Musim, creo que han tenido una animada conversación esta mañana.
Fernando la besó la mano, tal y como había visto hacer al hombre que minutos antes había saludado a Zahra.
—Kytzia es la esposa de Musim Sadat —dijo Zahra con sequedad.
—Tenemos a otro español esta noche… Los presentaré, seguro que tendrán mucho de que hablar. Ha venido con nuestro querido amigo herr Brander.
En aquel momento Erick Brander y Pedro López se acercaron hasta donde estaban y Kytzia hizo las presentaciones.
—Señor López, este joven que tiene el privilegio de acompañar a la bailarina más importante de Egipto es español como usted. Y usted, Erick, debería haber traído a la querida Halima. Hace tiempo que no tenemos la suerte de tenerla entre nosotros.
Erick Brander dio una excusa para justificar la ausencia de su esposa y a continuación miró con interés a Fernando.
—Así que es usted español… Supongo que usted y el señor López no se conocían de antes…
—No he tenido ese placer —respondió Pedro López, que no aparentaba demasiado interés ni por Zahra ni por Fernando.
—Bien, si no les importa, vamos a saludar a unos amigos —cortó Zahra para no dar lugar a ninguna charla.
—¿Se quedará mucho tiempo en Egipto? —preguntó López dirigiéndose a Fernando.
Pero fue Zahra la que respondió por Fernando mientras le cogía el brazo como si fuera de su propiedad:
—Espero que no se marche nunca. —El tono de Zahra era el de una mujer posesiva y enamorada.
Fernando se sentía confundido y no encontraba las palabras. En realidad no sabía lo que se esperaba de él. Así que improvisó sintiéndose torpe:
—Mi intención es permanecer en Egipto, confío en que para siempre.
—¡Qué romántico! Bueno, el romanticismo está bien para los jóvenes, ¿no creen, caballeros? —Kytzia hablaba con desdén intentando ridiculizar a Zahra y a Fernando.
—Si nos lo permiten… hay algunos amigos que nos están esperando —insistió la bailarina mientras tiraba del brazo de Fernando y dejaba a Kytzia con el español y el alemán.
Zahra se dirigió hacia un grupo de personas a las que parecía conocer y a los que presentó su acompañante, siguiendo la pantomima de que ambos tenían una aventura.
—Por lo que veo, no simpatiza con la bailarina —le dijo Pedro López a Kytzia.
—Desde luego que no. Es sólo una bailarina. Está fuera de lugar en esta casa —respondió Kytzia con un deje de ira.
—Es la mujer más deseada de Egipto y su compatriota tiene la suerte de ser su elegido —dijo Erick Brander mirando a Pedro López.
—¡Suerte! ¡Erick, le tenía por un hombre más cabal! ¿Llama suerte a que un joven caiga en las manos de una bailarina? —protestó Kytzia con indignación.
—Anoche me dijeron en el cabaret que es su último capricho. —Erick Brander intentó rebajar su apreciación sobre Zahra.
—¿Y desde cuándo se ha convertido en ese capricho? —quiso saber López.
—Por lo que me contaron, hace tiempo que están juntos. Ella no suele exhibir a sus amantes, pero parece que este joven es especial. Quién sabe, lo mismo se ha enamorado.
—Es curioso que un español esté aquí y, además, haya conquistado a la bailarina más famosa de Egipto… —comentó López.
—Bueno, es bastante guapo —replicó Kytzia—; lo que no entiendo es por qué un joven con su atractivo y prestancia se ha dejado engatusar por una cualquiera —apostilló.
Pedro López y Erick Brander no respondieron. Podrían haberle dado cien razones a su anfitriona de por qué un hombre podía perder la cabeza por la bailarina. Pero sin duda habría sido una descortesía por su parte, así que optaron por el silencio.
Cuando Kytzia fue requerida por otros invitados, López aprovechó para pedirle al alemán que indagara sobre el joven español.
—Es extraño…
—¿Extraño que esté con Zahra? Yo diría que es un tipo con suerte.
—Desde luego… Me refería a que me intriga cómo llegó hasta aquí y por qué.
—No creo que me cueste mucho averiguarlo. No se preocupe.
—Por lo que veo, a nuestra anfitriona no le resulta simpática la bailarina —añadió Pedro López.
—Es natural. Todo el mundo sabe que su esposo está enamorado de Zahra y que si ella no le hubiese rechazado, Kytzia no sería hoy la dueña de esta casa.
—Vaya con Musim… le creía sólo interesado en las momias y en las antigüedades.
—Pues ya ve que Zahra Nadouri no es ni una cosa ni la otra.
Pedro López observó a la pareja con curiosidad. Pese a la opinión de Kytzia, la mayoría de los invitados parecían ávidos de hablar con la bailarina. Ella recibía los tributos de admiración con frialdad, aunque de cuando en cuando se entretenía más con alguna persona; pero, en general, se mostraba tan distante como cortés.
Fernando se aburría. Se sentía extraño en aquella casa y además le molestaban las miradas irónicas de aquellos hombres que, por otra parte, le envidiaban por ser él quien acompañaba a Zahra.
Algunas de las conversaciones de la bailarina transcurrían en árabe, lo que le hacía sentirse más aislado. Fernando se preguntaba de qué estaría ella hablando con aquellos hombres que se acercaban ansiosos de recibir su beneplácito.
Ocasionalmente, Zahra pedía a Fernando que le buscara una copa de champán e incluso le animaba a que saliera a la terraza a fumar; él, aunque molesto por el encargo, cumplía el cometido. Se daba cuenta de que lo que ella quería era alejarle de la conversación que mantenía con alguno de los invitados. Aun así, no dejaba de sorprenderle que ella tuviera tanta resistencia al champán.
Para cuando terminó la fiesta, Erick Brander había averiguado quién era el acompañante de Zahra. El propio Musim Sadat no tuvo empacho en informarle.
—Es editor de libros, trabaja para Benjamin Wilson —afirmó el arqueólogo.
—Ya… pero ¿desde cuándo?
—Eso no lo sé, pero sí que Wilson le tiene mucho aprecio y también Ylena Kokkalis, ya sabe usted quién es… una mujer no sólo respetable sino con amigos importantes cercanos al rey.
—Wilson… Ese hombre no me gusta —admitió el alemán.
—¿Por qué? Sólo es un editor de libros, y le aseguro que de los mejores. Es una suerte que una editorial británica tenga una sucursal en Alejandría —afirmó Musim sonriendo.
—¿Está seguro de que Benjamin Wilson sólo se dedica a la poesía? —quiso saber el alemán.
—Usted ya es casi un alejandrino más y sabe que Wilson& Wilson es una institución en nuestra ciudad. Editan y venden libros, además de ser un lugar de encuentro y debate entre los intelectuales. Si yo fuera usted no me preocuparía —le tranquilizó Musim.
—En cuanto a ese joven español, ¿no hay otro lugar en el mundo para trabajar de editor? —insistió Brander.
—En realidad es un protegido de Pereira, el capitán del Esperanza del Mar; habrá oído hablar de él.
—¿Del Portugués? Sí, ése no tiene miedo a nada ni a nadie. ¿Y qué tiene que ver el español con Pereira?
—Ya se lo he dicho, es su protegido, un pariente lejano o algo así. Le trajo consigo en uno de sus viajes, conoció a Zahra ya no quiso marcharse, así que buscó trabajo en Alejandría para estar cerca de ella.
—Todo muy romántico, demasiado, ¿no le parece?
—Sólo sé que es un tipo con suerte. No me importaría estar en su piel. Ser capaz de enamorar a Zahra Nadouri es más que una hazaña. Ella no es una mujer asequible para cualquiera. —Las palabras de Musim Sadat se habían teñido de melancolía.
—¿Y qué ha visto en el español? —preguntó Erick Brander con curiosidad.
Musim rio con ganas. También a él le hubiera gustado tener una respuesta. Había pretendido a Zahra sin lograr más que su amistad. No era mujer a la que se pudiera conquistar con joyas o con dinero. Era ella quien elegía, y había elegido a aquel joven español. A quienes soñaban con ella, como era su caso, sólo les quedaba esperar a que se cansara del español y entonces volver a pujar para tener una oportunidad.
Erick Brander le explicó a Pedro López cuanto le había contado su anfitrión y al español parecieron bastarle las explicaciones. Llegó a la conclusión de que aquel joven compatriota en realidad no era nadie que le debiera preocupar.
De camino al hotel, Zahra guardó silencio y Fernando no lo alteró con ninguna palabra. No hablaron hasta llegar a la habitación.
—Espero que haya sido provechosa la noche —dijo él con cierto resentimiento.
—Lo ha sido, Fernando. Ahora sabemos qué es exactamente lo que ha negociado Pedro López con algunos de los ministros del rey Faruk.
—¡Vaya! Así que ya lo sabemos… Lo que es yo, no sé nada.
—Bueno, pero yo sí, y es lo mismo.
—No, no lo es; ya te he dicho, y se lo diré también al señor Wilson, que no pienso hacer el papel de un estúpido acompañante —replicó él enfadado.
Zahra se encogió de hombros antes de responder:
—Haz lo que creas conveniente. Buenas noches, Fernando, descansa.
Cuatro días más tarde, Zahra y Fernando regresaron a Alejandría junto a Musim Sadat. El arqueólogo se había ofrecido a llevarlos en su propio coche, ya que estaba invitado a una reunión con un grupo de arqueólogos que seguían trabajando en donde antaño estuvo el Faro, que era considerado como una de las Siete Maravillas del mundo antiguo.
Para Musim era la excusa que necesitaba para poder estar más tiempo cerca de Zahra, y sobre todo alejarse de Kytzia. Si su esposa no fuera hija de una familia poderosa la habría repudiado. Pero sabía que no podía ni pensarlo. La familia de Kytzia era más importante que la suya y sin duda los negocios de los Sadat se habrían visto afectados. Así que no tenía más opción que aceptar que estaría unido a su mujer por el resto de su vida, aunque él seguiría soñando con Zahra. Quizá algún día…
Zahra y Musim dejaron a Fernando en casa de Ylena. Ya era tarde, y los tres estaban cansados.
Dimitra aconsejó a Fernando ir directamente al comedor donde el resto de los huéspedes, con Ylena a la cabecera de la mesa, aún estaban cenando.
Antes de entrar Fernando oyó la risa de Catalina y se sorprendió. Hacía muchos meses que no la escuchaba reír.
Ylena le recibió con agrado invitándole a sentarse a la mesa mientras mister Sanders y monsieur Baudin le preguntaban por su visita a El Cairo. Antes de responder Fernando no pudo por menos que fijarse en el doctor Naseef. El médico estaba sentado junto a Catalina.
—Nuestro querido doctor ha pasado a ver a Adela y ha aceptado compartir nuestra cena.
Fernando saludó al médico y ambos se midieron con la mirada; el español se preguntó por qué.
Durante un buen rato la conversación giró en torno a los tesoros de Egipto y, entre ellos, las pirámides, que Fernando había tenido el privilegio de ver de cerca. El coronel Sanders, en su condición de arqueólogo, les dio una lección sobre las dinastías de los faraones amén de explicarles con minuciosidad cómo se habían construido aquellas maravillas que reinaban sobre el desierto.
Catalina expresó el deseo de ir algún día a conocerlas y el doctor Naseef se ofreció a acompañarla cuando llegara el momento.
¿Qué había pasado en su ausencia? ¿O había sido antes, quizá durante los muchos días en que Adela había permanecido en el hospital? Fernando percibía una complicidad entre Catalina y el médico de la que no se había percatado hasta entonces. ¿Acaso Catalina estaba abandonando su obsesión por Marvin? En cuanto tuviera la oportunidad se lo preguntaría. Al fin y al cabo tenía derecho a saberlo, puesto que si estaba allí era por ella.
A la mañana siguiente fue Catalina quien le despertó con unos golpes suaves en la puerta. Fernando la encontró sonriendo y con Adela en los brazos.
—Quería verte antes de que te fueras, como sueles salir temprano…
—Pasa.
Fernando se sentó en el borde de la cama y ella en una silla junto a él.
—¡Voy a trabajar! ¡Estoy tan contenta!
—¿A trabajar? Pero ¿de qué?
—Daré clases de piano… para enseñar a unas crías pequeñas no se necesita mucha ciencia. Ha sido el doctor Naseef quien me lo ha propuesto… Bueno, en realidad yo le dije que necesitaba ganarme la vida y comenté que sabía tocar el piano. Ayer vino para decirme que unos amigos tienen dos niñas y les gustaría que aprendieran a tocar. Les habló de mí y hoy me llevará a conocerlos. Espero que me den el visto bueno, ¿crees que lo harán?
Catalina estaba nerviosa y hablaba sin parar. Fernando sintió alivio al saber que el motivo de su alegría y de sus risas de la noche anterior se debía a la posibilidad de poder trabajar. Se reprochó haber desconfiado del doctor, aunque no pudo por menos de recordar la mirada de éste, que le pareció diferente.
—Me alegro por ti, pero ¿qué harás con Adela?
—Ylena dice que Dimitra puede hacerse cargo de ella mientras estoy un par de horas fuera. Ya sabes que Adela es muy buena y no suele llorar. Fernando, tengo que hacer algo… no puedo depender de la caridad…
—¿Caridad? ¿Cómo puedes decir eso? —respondió él molesto.
—Te debo tanto… también a Eulogio y al capitán Pereira, a Ylena, al doctor… Tengo tantas deudas…
—¿Deudas? A mí no me debes nada, tenlo claro.
—Pero no puedes mantenerme el resto de mi vida. De algo me tienen que servir las clases de piano de mi tía Petra, y mira que me aburrían…
—Bien, darás clases a unas niñas, ¿crees que será suficiente para mantenerte? —El tono de voz de Fernando había pasado del asombro a la dureza.
—No, seguramente no… Pero al menos podré contribuir en algo…
Catalina se sentó en el borde de la cama y aunque sujetaba a Adela contra su cuerpo fue capaz de inclinar el cuerpo para intentar abrazar a Fernando. Él sintió un escalofrío y desplegó sus brazos en torno a la madre y a la hija, recogiéndolas en un abrazo.
—Sólo te tengo a ti, Fernando. Ojalá me hubiese enamorado de ti —admitió apesadumbrada.
Fernando se incorporó a la rutina de la editorial sin que Benjamin Wilson mostrara el mínimo interés en que le informara sobre lo sucedido en El Cairo.
Era evidente que Zahra le había contado cuanto deseaba saber. En realidad, él no hubiese podido darle ninguna explicación porque su papel se había ceñido al de simple acompañante y seguía molesto por ello.
Le sorprendía la discreción de Athanasios Vryzas, incapaz de hacer la menor referencia a sus ausencias. Eso sí, le presionó para tener preparada la edición del poemario de Marvin para marzo y la traducción de los poemas de Omar Basir casi al mismo tiempo.
Cuando llegaba por la mañana al trabajo la primera persona que se encontraba era a Sara Rosent, que siempre le saludaba con afecto y se interesaba por la suerte de Catalina y su hija. Él solía preguntarle por Marvin y Farida con la esperanza de saber de Eulogio, pero Sara entristecía la mirada y aunque aseguraba que debían de estar bien, añadía que aún no tenía noticias precisas. El término «preciso» era lo que desconcertaba a Fernando, que tampoco se atrevía a presionarla para obtener más información. Lo cierto era que estaba preocupado por la suerte que hubiera podido correr su amigo. Se reprochaba no haber sido capaz de convencerle de que no se le había perdido nada en Francia.
La rutina no conseguía acomodarle a la situación en la que vivía. Se sentía atrapado en aquella ciudad cosmopolita que parecía una Torre de Babel. La única satisfacción que tenía era que Catalina y él estaban recuperando la confianza el uno en el otro. Le sorprendía que Catalina aceptara con resignación vivir en Alejandría. Desde que había comenzado a dar clases de piano parecía incluso satisfecha. En pocos días el doctor Naseef le consiguió tres alumnas más. No era mucho el dinero que obtenía de las clases, pero ella se sentía reconfortada de aportar algo para su manutención y la de su hija.
A Ylena se le ocurrió mandar afinar el viejo piano que dormitaba en un rincón del salón, sugiriendo que Catalina podría dar allí sus clases de manera que no tuviera que salir de casa.
No es que Fernando no estuviera de acuerdo con la propuesta de Ylena, pero le desazonaba sentir que se estaban estrechando las puertas de salida para buscar el porvenir en otro lugar que no fuera Alejandría.
Buscaba refugio en el trabajo y solía llevarse a casa los poemas de Omar Basir que le daban más quebraderos de cabeza de lo que había esperado. En cuanto a Zahra, no la había vuelto a ver y eso también le desazonaba. No podía negar la atracción que sentía por ella, por más que se decía que seguía enamorado de Catalina.
También le pareció que el doctor Naseef sentía cierta atracción por Catalina. El médico había comenzado a visitar la casa de Ylena con asiduidad con el pretexto de comprobar la salud de Adela, aunque lo cierto era que siempre encontraba la ocasión para quedarse un buen rato y hablar con la joven.
Catalina parecía contenta con estas visitas y Fernando comprobó que cuando el médico llegaba, ella acudía a su cuarto a peinarse.
Ylena confiaba en el doctor y sabía que tenía en él a un buen amigo en caso de necesidad. Cuando Naseef aparecía poco antes de la hora de cenar explicando que acababa de salir del hospital y había ido a ver cómo estaba su pequeña paciente antes de ir a casa, Ylena le invitaba a cenar y él no se resistía y aceptaba de inmediato.
Una noche, después de que el doctor Naseef se hubiera marchado, Fernando acompañó a Catalina a su habitación como solía hacer para charlar un rato. Adela dormía en la cama y ellos se sentaban el uno junto al otro y hablaban en voz baja para no despertarla.
—¿Te gusta el doctor Naseef? —le preguntó.
Catalina se sonrojó y se movió nerviosa en la silla mirándole fijamente.
—Pero ¡cómo puedes pensar algo así! Sabes que estoy enamorada de Marvin y que ni hay ni habrá otro hombre en mi vida. El doctor Naseef se ha portado muy bien con nosotras, sin él Adela no habría salido adelante. Lo menos que puedo ser es amable con él —respondió molesta.
—Le sonríes de una manera… Se nota que te pones contenta cuando viene, y en cuanto a él… es evidente que le gustas, lo que no me extraña porque cada día estás más guapa.
—¡Qué cosas dices! Mira, Fernando, no veas lo que no hay y piensa en mi situación. Soy una mujer con una hija con la obligación de darle un padre, el suyo de verdad.
—Pero yo lo que te he preguntado es si te gusta, no he dicho que quieras casarte con él.
—¿Que si me gusta? Qué pregunta tan tonta… Es un hombre amable y bueno, es atractivo… pero ya te he dicho que le estoy muy agradecida por lo que ha hecho por Adela, y… bueno, acepto que me alegra que venga a vernos… tiene mucho sentido del humor…
—O sea te gusta pero te niegas a admitirlo —respondió él contrariado.
—¡No! No he dicho que me guste. ¡Por Dios, no saques conclusiones absurdas! Fernando, no quiero que hagas bromas con estas cosas.
—Te digo lo que veo —insistió él.
—Pues estás equivocado. No me hagas sentirme mal. Nada más lejos de mí que interesarme por ningún hombre. Te lo vengo repitiendo: en mi vida sólo cabe el padre de mi hija.
—Lo que no quita para que pudieras enamorarte de otro.
—¡Oye, ya está bien de tonterías! Te lo diré más claro: no me interesa el doctor Naseef.
Pero Fernando no se quedó convencido de que aquella afirmación tan rotunda de Catalina se correspondiera con la realidad. Sin duda ella seguía empeñada en Marvin pero eso no quitaba que sintiera atracción por Naseef, de la misma manera que él estaba enamorado de ella pero se sentía atraído por Zahra.
Así de complicada es el alma humana.