9
Alejandría
En enero de 1943, los líderes de las potencias aliadas se reunieron en Casablanca. A finales de ese mismo mes, el 8.º Ejército británico se hizo con Trípoli, lo que supuso un golpe inesperado para el mariscal Rommel.
En febrero, los soviéticos vencieron definitivamente en la batalla de Stalingrado. La victoria les había costado un millón de muertos.
La guerra seguía su curso mientras Adela daba sus primeros pasos. La pequeña balbuceaba en varios idiomas: español, inglés y árabe, además de griego, porque Dimitra se había empeñado en hablarle en este idioma.
A finales de abril el aire traías aromas de primavera, sin que tuviera mayor efecto en el ánimo de Catalina y de Fernando.
Catalina contaba con más alumnos de los que podía atender. Su vida se mecía impaciente entre las clases de piano, los paseos con el doctor Naseef y las confesiones con el padre Lucas. Mientras Fernando, tras dos meses de inactividad, había vuelto a instalarse en la rutina de la editorial bajo la mirada apenada de Athanasios Vryzas.
En la editorial supieron que había discutido con el señor Wilson, pero no alcanzaron a saber por qué. Leyda Zabat era extremadamente discreta y fiel, de manera que no dijo ni una palabra de más. Nadie se atrevió a preguntar por qué Fernando había abandonado el trabajo ni tampoco lo hicieron cuando regresó.
Athanasios Vryzas no había vuelto a recomendarle que se marchara de Alejandría, ni tampoco a invitarle a una taza de café.
A Vryzas no se le escapó que Fernando había regresado de su viaje, donde quiera que hubiera ido, con alguna muesca más en el alma.
Para Fernando no había sido fácil volver a la normalidad. Había matado por segunda vez y si la primera fue para vengar a su padre, en la segunda lo había hecho por su propia supervivencia, consciente de que aquellos agentes de la Gestapo no se habrían contentado con detener a Jana, sino que también los habrían detenido a Zahra y a él. Pero aun siendo esto cierto, no lograba acallar su conciencia porque los hombres a los que había matado habitaban en sus pesadillas.
También le atormentaba haberse dejado convencer por Wilson para embarcarse en una acción desde todo punto de vista descabellada y que podía haberles costado la vida a Zahra y a él. Le asustaba lo que había descubierto de la bailarina egipcia. Su dureza de ánimo, su entereza para enfrentarse a lo que fuera necesario, incluso matar.
Aún se encendía cuando recordaba cómo Benjamin Wilson le había felicitado por el éxito del rescate de Jana. Pero Fernando no había aceptado la felicitación, sino que le había anunciado su renuncia a continuar en la editorial.
—No voy a seguir trabajando aquí y mucho menos implicarme en sus actividades.
—Comprendo que hayan pasado por momentos complicados. Zahra Nadouri ya me ha explicado que tuvieron que deshacerse de dos tipos de la Gestapo. Pero lo resolvieron bien, Fernando. Descanse unos días y luego vuelva al trabajo. Vryzas tiene un par de libros para que los edite —le respondió Wilson.
—Creo que no lo entiende. No quiero saber nada de usted, ni de su editorial, ni de sus otros negocios. Me sorprende que no le importe haber puesto en peligro la vida de Zahra, además de la mía.
Benjamin Wilson fijó su mirada en la de Fernando. Era una mirada inexpresiva.
—Su vida la puso usted mismo en peligro el día en que decidió matar a los que habían participado en la muerte de su padre. Se convirtió en un paria, por eso está aquí —afirmó con frialdad Wilson.
Fernando se sobresaltó al escuchar las palabras de Benjamin Wilson. Palabras pronunciadas con un tono neutro de voz que le habían herido más que si hubieran sido un reproche.
—¡Usted no sabe nada de mí! ¡Cómo se atreve a acusarme de un asesinato! —La voz de Fernando estuvo a punto de quebrarse.
—No le acuso de nada. Ya le dije en su día que había indagado sobre usted y que no creo en las casualidades. Resulta curioso que saliera de Madrid junto a sus amigos en esos días en que alguien asesinó a un guardia y a un soldado que tuvieron relación con su padre. Mi hombre en Madrid ató cabos averiguando sobre ustedes y buscando lo que los periódicos habían publicado los días previos y posteriores a su marcha.
—¡Y se atreve a acusarme porque uno de sus lacayos ha atado no se sabe qué cabos! —gritó Fernando.
Benjamin Wilson le miró con frialdad sin inmutarse. La rabia y el dolor de Fernando no alteraron el tono de voz en su respuesta:
—Usted sabrá qué ha hecho y por qué. Pero si trabaja para mí es porque sé que tiene conciencia. No se equivoque, Fernando.
—El que se equivoca es usted. Y no vuelva a mencionar a mi padre —respondió Fernando, conteniendo a duras penas la rabia que sentía.
—No, yo nunca me equivoco al elegir a la gente en la que deposito mi confianza.
—¿Confianza? ¿Confianza para qué? —preguntó Fernando, elevando otra vez la voz.
—Para ayudar a ganar esta guerra y procurar que Hitler no se convierta en el amo del mundo. Para eso.
—Ni usted ni yo somos soldados.
—Hay muchos frentes de batalla no sólo en las trincheras de Europa o en las arenas del desierto. También una fiesta en El Cairo en la mansión de Musim Sadat es otro frente de batalla. ¿Recuerda que acompañó a Zahra?
—Sí, Musim el arqueólogo… Aquel viaje absurdo…
—Fue fructífero. Zahra hizo un buen trabajo.
—¡Qué tontería! Esa preocupación que usted tenía por Pedro López… Ese hombre lo único que quería era garantizarse la compra de algodón a buen precio. Y creo que usted lo sabía.
Wilson se encogió de hombros e hizo un gesto con las manos como desechando lo que decía Fernando.
—No voy a tratarle como si fuera simple porque no lo es. Le elegí para que acompañara a Zahra porque no tenía a nadie que en ese momento pudiera hacerlo, pero también porque pensé que quizá podía ser útil y necesitaba saber si servía para realizar determinados trabajos. Precisaba a alguien a quien nadie conociera y que pudiera pasar por un capricho de ella. Aquí en Alejandría nos conocemos todos y me hubiera resultado difícil encontrar quien hiciera el papel de acompañante. Zahra requiere de un apoyo para las misiones que realiza. Para una mujer es más fácil moverse con un hombre al lado.
—Un guardaespaldas. Pues búsquese a otro, no me gusta ese papel, y tampoco el de parecer que soy el capricho de una bailarina.
—Es una buena tapadera para usted y para ella.
—No creo que le cueste mucho convencer a otro para que haga ese papel —replicó Fernando poniéndose en pie y disponiéndose a salir del despacho.
—Ahora hay una segunda razón y es que Zahra quiere trabajar con usted. —Benjamin Wilson había bajado la voz.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? —Fernando seguía en pie, pero las últimas palabras de Wilson le hicieron detenerse.
—Porque dice que es inteligente, prudente y que tiene escrúpulos. Son las mismas cualidades que yo he visto en usted. Aunque yo añado una más igualmente importante. Le diré cuál es.
—No me interesa lo que usted piense de mí.
—De todas maneras se la diré. Si uno no es un asesino o un psicópata, matar no es fácil, lo más difícil es la primera vez. Pero si lo ha hecho una vez, será más sencillo que pueda volver a hacerlo, eso sí, siempre con una causa o en unas circunstancias determinadas. Yo no contrato a asesinos, a tipos a los que les guste apretar el gatillo. No me fiaría. Prefiero a aquellos a los que sé que cada muerto retumbará en su conciencia hasta impedirle dormir. Ésa es la mayor virtud que he visto en usted, Fernando.
—Me repugnan todas sus palabras. Me despido, señor Wilson.
Salió del despacho más apesadumbrado de lo que había entrado.
Durante dos meses Fernando no acudió a la editorial. Catalina insistía en que le contara qué era lo que le amargaba tanto. Le dolía su dolor, ver las profundas ojeras que evidenciaban sus pesadillas nocturnas. Pero Fernando se instaló en el silencio. No quería apesadumbrarla. Tampoco Adela era capaz de sacarle de su ensimismamiento. La pequeña le buscaba para jugar y se encaramaba en sus brazos mientras le sonreía y reclamaba su cariño.
Aunque era extremadamente discreta, Ylena Kokkalis también le observaba con preocupación. Acaso porque sabía la verdadera naturaleza de los negocios de Wilson y pensaba que Fernando había tenido algún contratiempo o simplemente porque Alejandría era una ciudad de secretos superpuestos en la que cada habitante tenía los suyos.
Mister Sanders y monsieur Baudin también se dieron cuenta de que algo le había sumido en la incertidumbre y acaso en la tristeza.
Las noches se le hacían eternas. Fumaba compulsivamente asomado a la ventana. Los rostros de Roque y Saturnino Pérez continuaban apareciendo apenas cerraba los ojos. Y a ellos se unía el hombre de la Gestapo, sólo que el rostro de este último aparecía difuminado; sin embargo, sentía su olor, sí, en sueños sentía el olor acre del hombre y también el olor de su sangre.
Algunas noches, después de la cena, mientras mister Sanders y monsieur Baudin jugaban su partida de ajedrez, Fernando se sentaba a fumar en el salón y Catalina lo hacía a su lado. Le leía en voz alta convencida del poder de los libros para calmar las enfermedades del alma. Sólo en una ocasión se atrevió a preguntarle cuándo se irían a Francia en busca de Eulogio. Pero él no supo qué responderle. Y no porque no pensara en su amigo, no dejaba de hacerlo, pero se sentía muerto por dentro, tan muerto como los hombres a los que había matado, y eso le impedía tomar ninguna decisión salvo la de respirar.
Fue Zahra quien logró devolverle a la realidad.
Una mañana se presentó en casa de Ylena. Dimitra la hizo pasar y se sorprendió cuando ella le pidió que avisara a Fernando.
Hacía un buen rato que éste se había despertado y en aquel momento cuidaba de Adela mientras Catalina daba la primera clase de piano del día.
Con Adela en brazos acudió a la biblioteca, donde Dimitra había llevado a Zahra.
—¿De qué te estás escondiendo? —le preguntó sin siquiera saludarle.
A Fernando le molestó el tono imperativo de la pregunta, pero al verla tuvo que aceptar que sentía algo por Zahra que era más profundo que la sola atracción física.
—La prueba de que no me escondo es que estoy aquí —respondió de mala gana.
—¿Por qué has dejado la editorial?
—Porque no me gusta tu amigo Benjamin Wilson, porque no quiero hacer determinados trabajos que nada tienen que ver con la edición de libros.
—Te pesa haber matado a aquel tipo de la Gestapo. Lo comprendo. Matar no es fácil, aunque sea a alguien tan odioso como aquel hombre.
—¿Me comprendes? No estoy seguro, Zahra. Tú y yo no somos iguales.
—No me conoces, Fernando. No sabes nada de mí, por tanto no me juzgues ligeramente.
—No te vi dudar cuando mataste a Berger.
—¿Y qué otra cosa podía hacer? Era de la Gestapo y estaba allí, al igual que su colega al que tú mataste; nos habrían detenido si no lo hubiéramos hecho. Eran ellos o nosotros. No podíamos elegir otra opción que la de defender nuestras vidas.
—Sí, teníamos otra opción: no haber aceptado lo que nos pidió Wilson. No debíamos haber ido a Praga.
—¿Te arrepientes de haber sacado de allí a Jana? —Zahra se había puesto de pie y le miraba con estupor.
—Tienes una manera tramposa de plantear las cosas. Me alegro de que Jana esté a salvo junto a su padre, pero hay cientos, miles de Janas, de mujeres y de hombres cuyas vidas corren peligro. Estamos en guerra, no lo olvido.
—Una guerra en la que no quieres participar, pero ¿sabes, Fernando?, uno no puede permanecer de brazos cruzados cuando lo que está en juego es la libertad no sólo de Europa sino del resto del mundo. Hitler es insaciable y no parará hasta convertirnos a todos en marionetas de Alemania.
—Yo ya participé en una guerra y la perdí. —La voz de Fernando se iba cargando de irritación.
—Y como la perdiste has decidido desentenderte de lo que pueda suceder. Te importa que Franco se haya hecho con tu país, pero te sientes ajeno a que Hitler, por cierto, aliado de Franco, se haga con el resto del mundo.
—Si has venido a echarme un discurso, ya lo has hecho. —Fernando no quería seguir aquella conversación con Zahra.
—Te tengo afecto, Fernando. Por eso es por lo que estoy aquí. Sí, eres parte del bando perdedor de la Guerra Civil española, eso no te lo voy a negar, pero deja de lamerte las heridas. No se puede olvidar lo que uno ha vivido o lo que uno ha hecho, pero hay que aprender a vivir con ello. Tienes que aprender a vivir con tus muertos, Fernando, y con aquellos a los que les has quitado la vida. La cuestión es por qué lo hiciste.
—¿Qué te ha contado Wilson? —le preguntó alterado.
—Mataste a un guardia de una prisión y a su hijo, un soldado que formaba parte del pelotón que ejecutaba a presos políticos. Lo hiciste por vengar a tu padre. No te juzgo por ello. Lo comprendo. Yo habría hecho lo mismo.
—¡Es inaudito que Wilson se atreva a hacer esa acusación! ¡Y tú, además, le crees!
La afirmación de Zahra le había sorprendido. Sentía la sinceridad de sus palabras. Sí, ella habría hecho lo mismo, se dijo.
De repente Adela, que hasta ese momento había estado muy quieta en sus brazos, empezó a balbucear que quería jugar. La dejó en el suelo. La niña se acercó a la puerta intentando salir. Fernando se lo permitió. Dimitra andaba cerca, de manera que se hizo cargo de la niña.
—¿Quieres que vayamos a dar un paseo? —le propuso Zahra.
Fernando aceptó. Le hubiera gustado pedirle que se fuera, que no quería volver a verla, pero temía que si lo decía sus palabras se hicieran realidad.
Salieron a la calle y durante un buen rato caminaron el uno junto al otro en silencio, sin rozarse. Llegaron al café «Pastroudis». Se sentaron cerca de un ventanal y pidieron dos cafés.
—Pienso irme de aquí. No tengo nada que hacer en esta ciudad —afirmó Fernando apenas el camarero depositó la bandeja con los cafés y dos vasos de agua.
—Lo comprendo.
—Eso que Wilson te ha contado…
—Tú sabes que su negocio es saber. En realidad, él ya te había dicho lo que sabía sobre ti. Quizá no claramente, pero te lo había dicho. Al principio no tenía la certeza de que…
—¿De qué? —le preguntó temiendo su respuesta y dispuesto a marcharse.
—De las razones que te obligaron a abandonar España, además de acompañar a esa chica, Catalina. En todo caso, jamás te hubiera contratado sin antes averiguar quién eras realmente.
—No me interesa el tipo de trabajo que pretende que haga.
—También lo comprendo. En realidad la culpable soy yo.
A Fernando le desconcertó la afirmación de Zahra. La miró, esperando una explicación.
—Benjamin Wilson te pidió que me acompañaras aquella primera vez al hotel Cecil para observar al español que acababa de llegar y que hacía negocios con Erick Brander. Los británicos no dejan de vigilarle aunque con discreción, puesto que está casado con una mujer que pertenece a una familia cercana a la corte. En realidad yo no hago esa clase de trabajos, pero alguien le pidió a Wilson que vigilara a ese tal Pedro López. Improvisó. No tenía a quien enviar aquella noche, así que me lo pidió a mí y le pareció buena idea que me acompañaras puesto que eres español. Yo desconozco ese idioma, así que la idea no era descabellada.
—Ese López no es nadie, me refiero a que sólo es un enviado del Régimen de Franco. En mi país no hay de nada, la guerra…
—Lo sé. Traía cartas para algunos ministros. Y el encargo de establecer contactos más personales que los que se pueden dar por vía diplomática. Aquí las delegaciones diplomáticas se espían las unas a las otras.
—Todo eso ya lo he ido aprendiendo.
—¿Recuerdas la fiesta en casa de Musim Sadat?
—Sí… claro…
—Era importante que yo estuviera allí. No por López, aunque eso es lo que te dijo Wilson, sino porque esa noche asistirían miembros de la familia real para encontrarse con ciertos agentes alemanes. Bastaba que yo le dijera a Musim que me invitara, pero eso le habría causado problemas con su mujer. Kytzia es muy celosa y desconfía de mí.
—Bueno, no me extraña, es bastante evidente que su marido está enamorado de ti.
—Por eso Wilson creyó conveniente justificar mi presencia en El Cairo con una actuación en el cabaret de Fazeli. Hacía tiempo que insistían a mi representante para que actuara en la capital.
—¿Y qué necesidad teníais de mí?
Zahra bebió un sorbo de café mientras parecía buscar las palabras adecuadas.
—La única manera de que Musim pudiera convencer a Kytzia para invitarme era decirle que había un hombre en mi vida y que iría con él a la fiesta. Benjamin y yo habíamos hablado en alguna ocasión de buscar a alguien que se hiciera pasar por mi… bueno, por mi amante. Sólo que es difícil encontrar a un hombre capaz de aceptar ese papel fingido, o por lo menos los nombres que barajamos me ofrecían más dudas que seguridad. Pero la noche del Cecil me di cuenta de que contigo estaría segura, que no saldría de ti intentar sacar rédito de la situación. Se lo dije a Benjamin y le pedí que fueras tú quien hiciera ese papel y me acompañaras a El Cairo.
—¡Os habéis burlado de mí! ¡Me habéis manipulado! —Fernando se estaba poniendo en pie dispuesto a marcharse y dejar allí a Zahra, pero ella le cogió del brazo y tiró de él para que se volviera a sentar.
—¡Por favor, no des un escándalo! No sé por qué, pero confié en ti desde el primer momento.
—Yo tenía derecho a saber —respondió airado.
—Sí… sí… no te voy a decir lo contrario. Pero estamos en guerra, Fernando, y antes de poner todas las cartas boca arriba hay que actuar con prudencia. Eso fue lo que hicimos. Luego, cuando el señor Brossler, el padre de Jana, le pidió a Benjamin que sacara a su hija de Praga, él no dudó en que yo tenía que ir y yo no dudé en que quería que fueras tú quien viniera conmigo. Ahora ya sabes toda la verdad.
Fernando guardó silencio. Quería marcharse, dejarla allí y no volver a verla más, pero por otra parte le retenía que le hubiera confesado que había sido ella la que le requirió a su lado.
—Siento el malestar que te he causado —dijo ella.
Fernando no respondió. Necesitaba pensar. Pero Zahra aguardaba expectante su veredicto. Así que decidió que ya que le había manipulado en su propio beneficio, él tenía derecho a saber quién era ella en realidad.
—Habéis jugado sucio conmigo.
—Me duele que lo creas así. No era nuestra intención.
—No se puede manipular a los demás aunque sea por una buena causa. No, no me puedo fiar ni de Wilson ni de ti. Sois capaces de todo. Creéis que el fin justifica los medios.
—No hablaré por Wilson, pero sí por mí, y sí, yo lo creo. Hay que derrotar a Hitler. Tienes razón en que Jana era una más de las personas que tienen que afrontar el horror de la guerra, pero a mí me satisface haberla arrancado de las garras de la Gestapo.
—Aunque para eso hayas matado a un hombre… —Fernando la miró con resentimiento.
—Sí. Aunque para eso tuviera que matar al tal Berger. No me arrepiento.
—Supongo que duermes bien por la noche.
Durante unos segundos Zahra pareció dudar. Miró la taza vacía mientras buscaba una respuesta.
—No siempre he dormido bien por la noche —musitó.
—¿A quién más has matado, Zahra?
El tono de voz de Fernando era frío e imperioso. Ella le miró con algo parecido a la indignación. Pero se conformó con morderse la comisura del labio.
—Maté a mi padre. —Y mientras lo decía, la mirada se le nubló por los recuerdos.
Fernando no supo qué responder. La afirmación de Zahra le había conmocionado.
Se quedaron en silencio. Cada uno perdido en sí mismo, buscando la manera de poner palabras a aquel momento.
—Supongo que te habrán llegado rumores… En Alejandría todo el mundo murmura de lo que sabe y de lo que cree saber.
—No… Bueno, sólo sé que tu abuela fue bailarina.
—Bailar es una tradición en las mujeres de mi familia. Mi madre también lo era, y muy joven, cuando conoció a un empresario, Jan Dinter. Quedó fascinada por él. Alto, guapo, rubio, con ojos de un azul intenso, seductor. Durante su estancia en Alejandría, Jan Dinter recibió la admiración y los halagos de unas cuantas mujeres. Al parecer era difícil permanecer impasible ante él.
»Mi madre comenzaba a tener cierta fama como bailarina. Mi abuela la había formado bien. Dinter fue a verla bailar y le propuso llevarla a Suiza prometiéndole fama y dinero. Pero no fue eso lo que indujo a mi madre a aceptar marcharse con él, simplemente se enamoró.
»Mi abuela no se fiaba de él. Supo ver que detrás de Dinter no había más que egoísmo y que mi madre no era ni sería nunca nada para ese hombre. Pero mi madre no quiso escuchar a mi abuela y se dejó seducir por él. Así que sin decirle nada se escapó con Dinter a Suiza convencida de que, una vez allí, contraerían matrimonio. Se había imaginado un futuro al lado de aquel hombre con aspecto de semidiós.
»La instaló en un pequeño hotel de Zurich. En aquellos momentos la Gran Guerra aún no había comenzado. Aunque Suiza, ya sabes, siempre se mantiene neutral, un reducto para los que nunca pierden las guerras.
»El padre de Dinter era alemán de Büsingen y su madre, suiza de Baden, una localidad pegada a Zurich. Así que él podía optar por lo mejor de los dos mundos. La familia de la madre de Dinter se dedicaba al negocio inmobiliario mientras que su padre comerciaba a ambos lados de la frontera. Büsingen es un pequeño y hermoso pueblo alemán situado en Suiza. Fue fundado por un caudillo germano llamado Buosingue, de ahí su nombre; perteneció al cantón suizo de Schaffhausen, luego pasó a formar parte del Imperio austríaco. Ya te contaré la historia, lo cierto es que por su situación geográfica las gentes de Büsingen dicen sentirse tanto alemanas como suizas; en realidad en cada momento se sienten lo que más les conviene.
»Jan Dinter, a pesar de presumir de patriota, no luchó en la Gran Guerra: en aquellos años hizo prevalecer su condición de suizo. Pensaba que eran otros los que debían combatir por Alemania mientras él seguía con su vida. Se había asociado con un pariente lejano, Ludger Wimmer, que había heredado una casa a los pies de los Alpes. Se les ocurrió convertirla en un refugio al que llamaron “La Casa del Bosque” donde la gente pudiera ir a cenar, beber y disfrutar de distintos espectáculos. Dinter se encargaba de contratar a los artistas… orquestas, magos, pero sobre todo bailarinas…
»En fin, te cuento esto para que sepas por qué llevó a mi madre a Suiza.
»Ella, ingenua, aguardaba impaciente a que él le propusiera matrimonio. En realidad la había envuelto con palabrería insinuándole que una vez dejaran atrás Alejandría estarían juntos. Pero los días pasaban y lo que ella había tomado por promesa no se concretaba.
»Para mi madre también fue una decepción actuar en aquella casa convertida en un singular y discreto cabaret. Allí los hombres no iban a verla bailar, sino que se divertían con chicas cuyo cometido era entretenerlos, chicas que trabajaban para Dinter. Mi madre no era la única atracción. Había otros números de baile y las chicas… bueno, a las chicas Dinter las conminaba a ser amables con los clientes.
»Al principio a mi madre la quiso sólo para él, lo que a ella, pese a la decepción que empezaba a sentir, la consolaba al pensar que él estaba enamorado.
»Pero una noche, una de las chicas le comentó a mi madre que Jan Dinter estaba casado y que unos meses antes había sido padre de un niño. Su esposa se llamaba Anke Ziegler y era muy hermosa. Los padres de Anke eran alemanes, de Munich, amigos de los padres de Dinter. Las dos familias estrecharon aún más la relación cuando comenzó la guerra y los padres de Anke decidieron refugiarse en Zurich. Ya sabes cómo son algunos “patriotas”. Pero el caso es que disponían de una situación desahogada a pesar de la crisis profunda que sufría Alemania. Creo que el padre de Anke era un importante financiero.
»Cuando mi madre le preguntó si era verdad que estaba casado, él no lo negó, lo admitió con naturalidad. Mi madre se puso a llorar y le pidió que la devolviera a Alejandría, pero él se rio de ella diciéndole que tenía que ganarse el pasaje de vuelta y los gastos derivados de su estancia en Suiza. Como ya imaginarás, para entonces Jan Dinter ya la había convertido en su amante. Ella nunca me lo dijo, pero creo que ésa fue la primera vez que le pegó.
»A los pocos días la obligó a trasladarse a una casa cerca del cabaret. Era una casa muy pequeña, con una sola habitación, pero mi madre se sintió afortunada en comparación con las otras chicas que trabajaban en “La Casa del Bosque”.
»Por lo menos disfrutaba de una cierta intimidad. Sin embargo, ser la amante de Jan Dinter no le supuso ningún privilegio más salvo que él estaba encaprichado con ella o quizá, como era un tipo fatuo, gozaba al notar la envidia de otros hombres que le ofrecían cantidades importantes por poder pasar una noche con ella. Incluso su socio, Ludger Wimmer, le insistía en que la compartiera con él. Pero a Dinter le gustaba decir que de momento era de su uso exclusivo.
Zahra buscó con la mirada al camarero. Su vaso de agua estaba vacío y sentía la boca seca. O quizá necesitaba hacer un receso en el relato. A Fernando le pareció verla envejecer mientras hablaba. Su mirada había perdido brillo, los labios contraídos, el gesto amargo y unas arrugas habían cruzado repentinamente su frente.
No le hizo ninguna pregunta. Estaba conmovido por lo que escuchaba y temía que si decía una sola palabra ella pudiera retraerse y no seguir desvelando aquellas intimidades que tanto le dolían.
Una vez que el camarero les sirvió otro par de cafés y llenó los vasos de agua, Zahra continuó hablando sin mirarle. Parecía como si sus palabras estuvieran dirigidas a ella misma.
—Cuando terminó la Gran Guerra, Dinter decidió instalarse en Berlín convencido de que la gente necesitaría ciertas diversiones después de tantos sufrimientos. Mi madre le siguió. Para ese momento yo ya había nacido, a pesar de que Dinter hizo lo imposible para evitarlo ya que consideraba que mi madre se había quedado embarazada para atarle a ella: un día le dio una paliza que la tuvo postrada durante semanas en la cama y a punto estuvo de perderme. Mi madre suplicaba que le permitiera volver a Alejandría, pero él se resistía, no porque la quisiera sino porque estaba encaprichado de ella y, sobre todo, el público, aquellos hombres que acudían a «La Casa del Bosque» la deseaban. Cuando nací, mi madre me inscribió con el nombre de Mandisa Rahim.
—Entonces… —Fernando estaba cada vez más desconcertado—, entonces te llamas Mandisa…
—Ya no. Pero ése fue el nombre con el que mi madre me inscribió en el registro de Zurich. ¿Sabes qué significa Mandisa? Dulce.
—¿Y el apellido?
—El padre de mi madre se llamaba Abir Rahim, de manera que al ser madre soltera me inscribió con su propio apellido. Dinter estaba casado, pero además nunca me habría reconocido. Yo sólo era un estorbo, un inconveniente del que se quería deshacer.
»Si en la puritana Zurich mi madre había triunfado, estaba seguro de que cuando la guerra acabara, en Berlín sería un buen reclamo. Así que cuando la guerra terminó, Dinter se instaló con su familia en una hermosa casa en la Unter den Linden y junto a Ludger Wimmer abrieron un nuevo negocio; “Amanecer Rosa” se llamaba el cabaret, y aún existe. Pronto se convirtió en uno de los cabarets favoritos de los berlineses.
»Para entonces Jan Dinter había tenido otro hijo con su esposa legítima.
»En Berlín vivíamos en un piso muy luminoso situado en Sophienstrasse, muy cerca de un lugar llamado Bäckerei Balzer donde se venden los mejores pasteles y la mejor tarta… Y el pan… Aún recuerdo el olor a pan recién hecho… Sí, primero Dinter intentó que mi madre abortara; después, una vez instalados en Berlín, insistió en entregarme a la beneficencia. No quería asumir ninguna responsabilidad para conmigo. Él tenía sus propios hijos y yo sólo era una bastarda que se entrometía en su vida.
»Dinter la amenazó con arrancarme de su lado si faltaba un solo día al trabajo.
»Mi madre se desesperó. No conocía a nadie en Berlín, de manera que no tenía a quien encomendarme mientras trabajaba. Pero si Dios existe, se apiadó de ella, porque frente a nuestro piso vivía un matrimonio ya entrado en años que se preocupó por mi madre. Los Levinson eran judíos. Gedeon había sido profesor y su esposa Betania violinista. Pero además de por su edad, los estragos de la guerra los habían empobrecido, de manera que subsistían malamente. La señora Levinson llegó a un acuerdo con mi madre para cuidarme las tardes y noches hasta que ella regresaba del cabaret. Parte del dinero que Dinter le daba a mi madre ella lo utilizaba para pagar a frau Betania.
»Mi madre trabajaba sin descanso. Era la atracción principal del cabaret. Los berlineses la aplaudían entusiasmados. Ella era diferente no sólo por su aspecto físico sino también porque las danzas orientales constituían el culmen del exotismo. Cuando mi madre salía a escena y bailaba la danza del vientre, los espectadores se volvían locos. Muchos hombres le ofrecieron a Dinter cuantiosas cantidades de dinero por permitirles pasar una noche con ella. Pero cuanto más la deseaban los otros, más se aferraba Dinter a que fuera para él solo.
»Pasó algún tiempo antes de que a Jan se le avivara el interés por la política. Entre sus clientes había hombres que se lamentaban de las condiciones impuestas a Alemania después de la guerra. El Tratado de Versalles lo consideraban una afrenta. Comenzó a ir a reuniones políticas y a asumir como suya la furia de tantos hombres que sentían humillada a Alemania. No le importaba lo bien que fuera el cabaret: “Amanecer Rosa” estaba a rebosar noche tras noche.
»Yo fui creciendo ante la indiferencia de Dinter. Cuando visitaba a mi madre me enviaban a la casa de los Levinson. De allí no me podía mover hasta que mi madre no me reclamaba.
»He de decirte que no me importaba demasiado. Pasaba tanto tiempo con frau Betania y con su esposo herr Gedeon que había llegado a sentirlos como a mis abuelos. Siempre fueron cariñosos y pacientes conmigo. Herr Gedeon me enseñó a leer y a escribir. Decía que aunque la guerra los había empobrecido, él se sentía rico porque había podido conservar sus libros.
»Tardé en saber que Jan Dinter era mi padre. En realidad no es que me importara tener un padre, no hasta que empecé a ir a la escuela. Allí me di cuenta de que todas las niñas tenían padre y madre, y un día me atreví a preguntarle a mi madre dónde estaba mi padre.
»Ella me sentó en sus rodillas y se puso a llorar. Me contó que Jan era mi padre, pero que a él no le gustaban mucho los niños, que era mejor no molestarle y, sobre todo, no se lo podía decir a nadie. Pero entonces mi curiosidad era enorme, pues mi apellido era otro distinto.
»Mi madre no supo darme ninguna respuesta satisfactoria e insistía en que me conformara con el que tenía, que no era otro que Rahim, el apellido de su padre, mi abuelo.
»Así que yo era Mandisa Rahim, lo que provocaba no pocas burlas entre los otros niños, que no dejaban de decirme que yo no era alemana porque tenía un nombre y un apellido raros. Además, nadie llevaba el mismo apellido de su madre como era mi caso.
»Herr Gedeon me consolaba diciendo que debía sentirme orgullosa de mi apellido puesto que era único entre los alemanes. Pero he de confesarte que aquello sólo me provocaba confusión. Mi padre me ignoraba y me apartaba de un manotazo en cuanto me veía, y por si fuera poco, en vez de tener su apellido, compartía el mismo de mi madre.
»Creo que tenía nueve o diez años la primera vez que vi cómo Dinter pegaba a mi madre. Ella se sentía indispuesta y cuando él fue a buscarla para llevarla al cabaret le rogó que la dejara descansar al menos aquella noche. Él se mostró inflexible y le reprochó estar manteniéndola sin recibir ningún beneficio. Mentía, claro está; era mi madre quien llenaba cada noche el “Amanecer Rosa” con sus danzas.
»La levantó de la cama y la arrastró por la habitación ordenándole que se vistiera. Mi madre le suplicaba y él comenzó a golpearla. Yo me asusté y empecé a gritarle: “Deja a mi mamá, déjala, está malita, eres un hombre malo”. Me empujó tirándome al suelo y perdí el conocimiento. No sé qué sucedió después. Cuando volví en mí, Betania me llevaba en brazos y Gedeon me prometió contarme todos los cuentos que quisiera si dejaba de llorar. Pero yo gritaba que quería ir con mi madre. Aquella noche fue la primera en la que odié a mi padre. No vi a mi madre hasta la tarde siguiente. Betania y Gedeon se habían ocupado de mí.
»Mi madre había llegado al amanecer y se había acostado rendida. Cuando la vi me asusté al descubrir los cardenales en brazos y piernas. Más tarde supe que cuando Dinter la golpeaba, además de extender una capa de maquillaje allí donde la había dejado marcada, lo disimulaba envolviéndose en grandes tiras de seda.
»Los Levinson solían hablar de Dinter. Gedeon no ocultaba su antipatía por él y se decía que quizá debería intervenir cuando escuchaba los gritos de mi madre cada vez que Jan le pegaba. Pero su esposa le aconsejaba ser discreto, diciéndole que era demasiado mayor para enfrentarse a un hombre más joven y además, si intervenían, sería peor para todos, ya que Jan se había convertido en un destacado simpatizante del Partido Nacionalsocialista. Herr Gedeon era socialdemócrata y le preocupaba tanto como le repugnaba que el Partido Nazi fuera capaz de envenenar con su retórica a tanta y tanta gente. También sentía temor porque era consciente de que se estaba cuajando el antisemitismo que predicaba su líder Adolf Hitler.
»Los diarios berlineses se hacían eco de los discursos pronunciados por Hitler. Los judíos y los marxistas eran las obsesiones de aquel austríaco que encandilaba a sus seguidores.
»Jan Dinter nunca mostró el menor interés por mí. Jamás me dio un beso, ni tuvo ningún gesto cariñoso. Cuando llegaba a nuestro piso, me ordenaba desaparecer y yo salía de inmediato. Me preguntaba por qué mi padre era tan diferente de los padres de las otras niñas. No es que recibiera muchas invitaciones para visitar las casas de mis compañeras de clase, pero cuando asistía a alguna fiesta de cumpleaños envidiaba el ambiente festivo y cálido que reinaba en ellas.
»A mediados de los años veinte, en Alemania comenzaba a ser un problema serio ser diferente. No fueron pocas las ocasiones en que alguna niña me preguntaba si era gitana. El color de mi piel delataba que yo no era una verdadera alemana. Ya ves, aunque tengo sangre alemana, la sangre maldita de Dinter, apenas heredé nada de él.
—Tus ojos son azul oscuro —se atrevió a decir Fernando, arrepintiéndose al momento de sus palabras y de haber interrumpido el relato.
Zahra le miró con desconcierto y luego sonrió.
—Sí, depende de la luz mis ojos son azul oscuro… pero mi piel es oscura y mi cabello también.
—Castaño… tienes el cabello castaño —dijo él.
—¿Te parece que puedo pasar por alemana?
Fernando dudó. No sabía qué responder. Zahra le parecía hermosísima, pero no se había parado a pensar en que su belleza fuera cuestión de raza.
—Hablas alemán a la perfección.
—Sí, y eso los desconcierta. Pero, como ves, no soy el ideal ario; aunque, todo hay que decirlo, los nazis no tienen nada en contra de los árabes ni tampoco de los egipcios. Nos consideran razas aceptables.
—¿Entonces…?
—Entonces yo no me parecía a las niñas de mi escuela. Así de simple. Pero he de reconocer que las familias de mis amigas suspiraban aliviadas al saber que yo no era ni gitana ni judía. Que mi madre fuera egipcia les resultaba llevadero. Aun así, en cuanto se enteraban de que mi madre era bailarina, las puertas se cerraban. Una bailarina oriental que se dejaba ver medio desnuda en un cabaret. Imagina lo escandaloso que les resultaba. Yo no era una buena compañía para aquellas niñas. Así que no eran muchas las ocasiones en que jugaba con mis compañeras fuera del colegio. Pero esas pocas ocasiones las envidiaba por tener unos padres cariñosos.
»Mi madre intentaba que yo no sufriera y me decía que mi padre era un hombre ocupado, con muchas preocupaciones, y no tenía tiempo para dedicarme. Así que me acostumbré. Sí, me acostumbré a que aquel padre fuera poco más que un extraño.
»De vez en cuando él acudía a nuestro piso en compañía de otros hombres y de algunas de las chicas del cabaret. Le gustaba organizar lo que él decía eran sus fiestecitas por más que mi madre le recriminaba que llevara gente a nuestra casa puesto que yo estaba allí. Pero él se reía y le decía que me mandara a casa de los Levinson pues, al fin y al cabo, ya pagaba a Betania por cuidarme.
»En una ocasión en que yo estaba en mi cuarto y él llegó para ver a mi madre, me quedé muy quieta, callada, para no tener que irme a casa de los Levinson. Me gustaba pintar y estaba haciendo un cuadro para regalarle a mi madre. Los oí discutir y me asusté cuando escuché el llanto de mi madre. Jan la estaba insultando mientras la golpeaba. Entré en la habitación y los encontré desnudos: ella estaba tirada en el suelo tapándose la cabeza mientras él, enfurecido, le tiraba del pelo y le daba patadas. “¡Deja a mi madre!”, grité mientras me acercaba a ella. Dinter me empujó y me caí al suelo. Iba a darme una patada, pero mi madre sacó fuerzas para cubrirme con su cuerpo. Él se enfureció más y la pateó hasta que perdió el conocimiento. Yo estaba quieta, casi sin respirar debajo del cuerpo de mi madre. Él se vistió y se marchó.
»La cubrí con una sábana y fui a buscar a Betania Levinson. Mi madre estuvo enferma durante dos semanas. Dinter no apareció, pero mandó a una de las chicas del cabaret para saber cuándo iba a regresar mi madre al trabajo. Era lo único que le importaba.
»No ha pasado ni un solo día desde entonces en que no le haya maldecido y le pida a Dios que le tenga en el Infierno para siempre jamás.
Era tanto el sufrimiento y la ira que habían cubierto el rostro de Zahra que Fernando se asustó. Aquella pátina de frialdad, de seguridad y entereza ocultaban más odio del que había visto jamás. Se preguntó si él odiaba con la misma intensidad a los asesinos de su padre. Y por un momento intentó llenar su cerebro con los rostros cada vez más difuminados de Roque y Saturnino Pérez.
—No creas que todo fue malo en aquellos años. Mi madre hacía todo lo posible para que yo fuera feliz. A veces me llevaba a merendar al «Romanisches Café» de la Kurfürstendamm o al café «Buchwald» a comprar su especialidad, una tarta hecha con mermelada de albaricoques cubierta de chocolate.
»En esos momentos yo era feliz. No necesitaba a nadie más que a mi madre. Cuando nos sentábamos en los cafés yo le contaba mis preocupaciones, le decía que las niñas de mi clase se sentían orgullosas de ser alemanas, pero que yo no sabía qué tenía que hacer para sentirme orgullosa de serlo. Ella se reía y me decía que sólo había que mirarme para saber que yo era más egipcia que alemana y entonces me contaba la historia de los faraones, me hablaba de los secretos del desierto, de los bazares, de la alegría de Alejandría… Fue sembrando en mí la añoranza de lo desconocido, que era su añoranza del mundo perdido.
»Me hablaba de mi abuela Yasmin y la describía con una mujer bondadosa, además de ser la mejor bailarina de Egipto. Y se le escapaba alguna lágrima al recordar a su padre, al que perdió demasiado pronto, siendo ella una niña.
»Mi madre era una mujer muy bella. No imaginas cuánto. Aún la recuerdo una noche en que mi padre decidió llevarla al teatro Nelson donde actuaba una cantante norteamericana, Joséphine Baker. Imagínate, en ese momento era la atracción de Berlín. Fue ella quien introdujo la moda del charlestón.
»No es que mi padre se prodigara en público junto a mi madre, pero aquella noche su esposa estaba de viaje fuera de Berlín y él había decidido acudir con ella. Le había regalado un vestido de seda del color de los rubíes con un escote bajo, y tan pegado al cuerpo que parecía una sirena. Mi madre parecía feliz. La señora Levinson me enseñó dos días más tarde una foto en un periódico en el que aparecía mi madre rodeada de unos cuantos hombres. Yo me sentí muy orgullosa de ella.
»Precisamente esa foto provocó que la esposa de Dinter le diera un ultimátum. Sin duda sabía de las relaciones de su marido con las chicas del cabaret, pero no le daba importancia, su papel era más importante como la perfecta ama de casa alemana, que le proporcionaba hijos sanos y fuertes. Las chicas del cabaret no constituían un peligro, eran sólo trozos de carne para el esparcimiento de su marido y de otros hombres. Pero cuando vio la foto de mi madre… eso fue demasiado para ella y le exigió una reparación.
»Sin embargo, Jan Dinter no quería renunciar a mi madre, ni mucho menos a su esposa. El padre de Anke se había convertido en uno de los financiadores del Partido Nazi y se codeaba con el mismísimo Hitler. Así que Dinter decidió que mi madre se fuera de Berlín durante una temporada. Además, estaba delicada de salud. El clima helado de Berlín le estaba dejando secuelas en los pulmones y ya había padecido dos neumonías. Por eso nos envió de regreso a Zurich. Allí fuimos felices. Yo tenía a mi madre sola para mí, pero sobre todo no nos acechaba la presencia malévola de Dinter.
»Pero al parecer, los clientes del “Amanecer Rosa” no dejaban de preguntar por mi madre, así que Dinter nos hizo regresar. La misma noche que llegamos a Berlín, él le dio una paliza y los Levinson tuvieron que llevarla al hospital.
»Estábamos cansadas del viaje y ella decidió no ir al cabaret hasta el día siguiente, pero él se presentó eufórico en nuestra casa y durante un buen rato no habló de otra cosa más que de la suerte de Alemania por contar con un hombre como Adolf Hitler. Luego ordenó a mi madre que se vistiera para ir al “Amanecer Rosa”. Ella le dijo que acabábamos de llegar y que no estaba en condiciones de bailar aquella noche. Pero Dinter no se atenía a razones. Le había dado una orden y no estaba dispuesto a rectificar, así que hizo lo que en otras ocasiones, la agarró del pelo y la comenzó a golpear. Mi madre rompió a llorar y entonces él le pegó con más saña. Yo escuchaba los gritos y durante unos segundos me tapé los oídos; luego salí de mi cuarto y entré en el de mi madre. Él nada más verme me empujó, tirándome al suelo. Mi madre se había golpeado la cabeza con el pico de la mesilla de noche y había perdido el conocimiento. Dinter no la socorrió, salió de la habitación no sin antes darme una patada. Cuando oí que se cerraba la puerta me levanté tambaleándome y fui en busca de los Levinson. La llevaron al hospital. El médico que atendió a mi madre quiso saber qué había sucedido, pero ella se negó a denunciar a Dinter; tampoco habría servido de nada.
»Yo temblaba cada vez que él venía a nuestra casa. Mi madre me mandaba a donde los Levinson, pero yo prefería encerrarme en mi cuarto porque temía que le pegara. Rezaba para que él se fuera pronto. Me comía las uñas y me arrancaba el cabello hasta que le escuchaba marcharse.
»Le temía, sí, pero también temía a Ludger Wimmer. Ya te he dicho que a veces venían los dos acompañados de otros hombres y algunas de las chicas del cabaret. Mi madre protestaba diciéndole que ya que no tenía respeto por ella, al menos que lo tuviera por mí, que también era su hija. Pero Dinter se reía y respondía: “En cuanto esa pequeña zorra crezca un poco me la llevaré a trabajar al ‘Amanecer Rosa’, de manera que empieza a enseñarle a bailar”.
»Pero lo peor no era su amenaza sino que permitía que su socio me hablara de manera soez, y no fueron pocas las ocasiones en las que intentó manosearme ante la indiferencia de Dinter. Mi madre inmediatamente intervenía, pero mi padre se reía diciendo que yo era una arisca y que Ludger sólo pretendía ser amable conmigo.
»Una de esas noches en que Dinter había organizado una de sus juergas en casa, Ludger entró en mi habitación. Yo estaba metida en la cama, con la cabeza tapada para no oír las risas y las conversaciones soeces. Ludger se sentó en la cama y… de repente sentí sus manos levantándome el camisón y su respiración acelerándose. Grité con todas mis fuerzas. Mi madre entró en la habitación y se tiró sobre él golpeándole. Pero Ludger la apartó de un manotazo y la tiró al suelo. Dinter entró a continuación y comenzó a reírse. Mi madre gritaba que no iba a consentir que me hicieran nada y mi padre se reía diciendo que alguien tenía que desflorar a la “pequeña zorra” y quién mejor que un hombre de verdad como era Ludger.
»Dos de las chicas del cabaret entraron después y se hicieron cargo de mí y de mi madre. La ayudaron a ponerse en pie y a mí me cubrieron con una bata mientras insultaban a los dos hombres. A pesar de que ya era de madrugada, mi madre me envió a casa de los Levinson. Cuando Gedeon abrió la puerta no dijo nada, me hizo pasar y llamó a Betania.
—¿Nunca… nunca tuvo un gesto de cariño hacia ti? Al fin y al cabo eras su hija —preguntó Fernando, abrumado por cuanto estaba escuchando.
—Nunca me consideró su hija. Yo no era nada para él, nada salvo un objeto con el que chantajear a mi madre. Cuando le amenazaba con regresar a Egipto, él se reía diciendo que no podría hacerlo porque él haría que me retuvieran en Alemania. Se iría, sí, pero sin mí. Decía que aunque no me hubiera reconocido yo había nacido en Zurich y, por tanto, era suiza, pero gracias a él tenía la residencia en Alemania y las autoridades no me permitirían salir. Me llevarían a una institución hasta que fuera mayor de edad. Por eso mi madre no escapó. Tenía miedo de que cumpliera su palabra y me separaran de ella.
El relato de Zahra había provocado en Fernando un malestar profundo que estaba culminando en un fuerte dolor de estómago, tal era la tensión que sentía. Pensaba en el cariño incondicional de sus padres y le costaba entender la falta de afecto de Dinter hacia su hija.
—No imaginas el ambiente en Berlín durante aquellos años… Yo era una niña, pero era consciente de cómo había ido prendiendo el odio hacia los judíos, a quienes los nazis acusaban de ser los causantes de los problemas de Alemania. Los señalaban diciendo que el poder económico estaba en sus manos y que eran los que explotaban a los trabajadores alemanes. Lo más terrible fue que los alemanes asumieron con entusiasmo el desprecio a los judíos, persiguiéndolos, señalándolos y haciéndoles culpables de todas las desgracias. Gedeon Levinson se lamentaba de que Betania y él fueran demasiado viejos y carecían de medios para marcharse.
»Gedeon hablaba de los pogromos y decía que se estaba organizando el peor de todos los que habían vivido los judíos. Betania le regañaba recordándole que eran alemanes, buenos alemanes, tan alemanes como el que más, y que no habían hecho nada malo para tener que huir. Pero Gedeon se sabía de memoria la historia de las persecuciones sufridas por su pueblo y se las enumeraba una por una, hasta dejarla a ella y a mí sumidas en la intranquilidad y el desaliento.
»Yo no quería que se fueran. Además de mi madre, los Levinson eran cuanto tenía. No podía imaginar mi vida sin ellos. Así que me abrazaba a Gedeon llorando y pidiéndole que no se fueran y que si lo hacían, nos llevaran también a nosotras.
»Por las noches, antes de dormir, imaginaba cómo sería vivir en un lugar donde no tuviéramos que ver a Jan Dinter. Se me antojaba que la vida sin él sería poco menos que estar en el Paraíso.
»Dinter estaba convencido, al igual que los Ziegler, los padres de su esposa, de que sólo Adolf Hitler lograría que Alemania volviera a ser una potencia respetada por el resto del mundo.
»Se había convertido en un devoto militante del Partido Nazi y el “Amanecer Rosa” pasó a ser uno de los cabarets preferidos de los jerarcas del partido y, desde luego, de muchos de sus financiadores. En el “Amanecer Rosa” siempre eran bien recibidos y Dinter se mostraba generosos con ellos.
»Un día sucedió algo terrible…
Zahra contrajo el gesto. Con la mirada ausente y las manos crispadas sobre el regazo, ofrecía un aspecto que a Fernando le sobresaltó. Tardó unos segundos en recomponerse por dentro.
—Una noche en el cabaret, un oficial de las SA se encaprichó de mi madre, exigiéndole a Dinter que le facilitara una cita inmediata. Hasta entonces Dinter se había reservado a mi madre para su exclusivo disfrute, pero ya fuera porque estaba cansado de ella, o porque no se atrevió a contrariar a un alto mando de las SA, el caso es que ordenó a mi madre que subiera a uno de los reservados con aquel hombre. Ella se negó, y Dinter, como era habitual, le pegó, aunque se contuvo más que otras veces puesto que si la lastimaba demasiado no podría enviarla con el tipo de las SA.
»Mi madre tomó una decisión. Le dijo que subiría con aquel hombre pero que antes debía retocarse el maquillaje para cubrir la rojez de los golpes que le había propinado. Dinter aceptó. Entonces mi madre aprovechó para escaparse por la puerta de atrás. Corrió hasta encontrar un taxi que la llevó hasta casa.
»Yo estaba estudiando. Cuando la oí llegar, salí y le pregunté por qué regresaba tan pronto. Vi la huella de la mano de Jan Dinter en el rostro de mi madre, y sus brazos señalados por moratones fruto de los golpes recibidos. “¡Otra vez te ha pegado! ¡Es un malvado! Le odio tanto”, le dije a mi madre. Ella siempre intentaba quitarle importancia a las palizas de Dinter, en algunas ocasiones incluso intentaba tranquilizarme diciéndome que los moratones eran consecuencia de que se había caído. Pero yo ya no era una niñita a la que se podía engañar. Tenía catorce años y mi madre era todo mi mundo.
»La ayudé a curarse las heridas y luego insistí en que descansara. Me pidió que le llevara una jarra con agua, tenía mucha sed. Estaba en la cocina preparándole un vaso de leche cuando escuché un portazo y, a continuación, a Jan Dinter gritando. Me quedé quieta, temblando. Le tenía miedo. “¡Zorra! ¡Cómo te has atrevido a desobedecerme! ¡Vas a volver al cabaret y yo mismo te meteré en la cama de ese hombre! ¡No sirves para nada! Suerte tienes que aún alguien se fije en ti. ¡Te has convertido en un desecho! Ya no sirves para nada…” Gritaba tanto que me puse a temblar, mientras, como en otras ocasiones, me tapaba los oídos intentando no escuchar las cosas horribles que le decía a mi madre. De repente oí un grito desgarrado, como el de un animal al que estuvieran sacrificando. Era mi madre. No sé cómo me atreví… Busqué un cuchillo afilado; luego me dirigí a la habitación y allí estaba él, con su cinto en la mano. No había trozo de piel donde no la hubiera golpeado. El rostro de mi madre era un amasijo de sangre. Estaba en el suelo y además de con el cinto, la estaba pateando. Parecía que hubiera pasado un huracán por la habitación. Entré y le pedí que dejara a mi madre. Creo que se lo pedí porque ni yo misma era capaz de escuchar mi voz. Cuando él me vio, se volvió hacia mí y me dio con el cinto con tanta saña que me caí al suelo. Mi madre gemía pidiendo que me dejara. Entonces él empezó a reírse y dijo que ya que ella no le servía para nada, yo ocuparía su lugar, que a buen seguro al oficial de las SA tanto le daría meter en la cama a la hija en vez de a la madre.
»Yo me arrastré junto a mi madre. Ella apenas respiraba. Él le dio una patada y oí cómo la quebraba por dentro. Entonces… entonces, no sé cómo, pero me incorporé y le clavé el cuchillo a la altura del corazón. Aún no me lo explico, pero le clavé aquel cuchillo con todas mis fuerzas. Él me miró desconcertado. La sangre le empezó a brotar en abundancia. Me apartó de un manotazo… pero el cuchillo lo tenía tan clavado que empezó a tambalearse. Se lo extraje. Aún tuvo aliento para insultarme, después cayó de rodillas… Le vi tendido en el suelo, con la mirada perdida. Yo me incliné sobre el cuerpo de mi madre. Estaba inmóvil, con la mirada perdida. Intenté incorporarla para subirla a la cama, pero me faltaban las fuerzas.
»Dinter se desangraba y yo sólo deseaba que lo hiciera cuanto antes. Tardó en morir. No me preguntes cuánto, no lo sé.
»Permanecí junto a mi madre, cubriendo su cuerpo con el mío, diciéndole que Dinter ya nunca más la maltrataría. Le acariciaba la cara y empecé a asustarme al ver que sus ojos no se movían. Tenía que buscar ayuda. Salté por encima del cuerpo de Dinter. Estaba muerto, o eso me parecía, y sentí la necesidad de golpearle; le di una patada en la cabeza con toda la fuerza de la que fui capaz aun sabiendo que seguramente él ya no sentía nada. Y le escupí. ¡Cuánto le odiaba!
»Fui a casa de los Levinson. Betania gritó asustada cuando me vio. Mi rostro, mis manos, mis piernas, mi vestido, todo estaba empapado por la sangre. Gedeon se acercó diciéndome que estuviera tranquila, que le contara qué había pasado. A mí no me salían las palabras. Me di media vuelta para regresar a mi casa y Betania y él me siguieron. Se quedaron inmóviles cuando entraron en la habitación de mi madre y la vieron tirada, rodeada de sangre y cerca el cuerpo de Dinter. Betania me abrazó mientras Gedeon se dirigía al teléfono para llamar a una ambulancia.
»Luego… no lo recuerdo muy bien. Sé que Betania me obligó a quitarme la ropa manchada de sangre y que me ayudó a lavarme y a vestirme. Llegó una ambulancia y la policía…
»Empezaron a hacerme preguntas pero las palabras habían huido de mí. Me había quedado muda. No es que no quisiera hablar, es que no podía. Intenté agarrar la mano de mi madre, que no me separaran de ella. Escuché al médico explicar a un policía que no habían podido hacer nada porque los dos cuerpos ya eran cadáveres. Sonreí. Dinter estaba muerto. Y la sonrisa se convirtió en una carcajada. Pero inmediatamente me sobresalté, ¿había escuchado que había dos cadáveres? ¿Acaso mi madre se hallaba muerta? Me acerqué deprisa al cuerpo de mi madre, que aún estaba en el suelo, ahora tapado con una sábana. Una mujer policía me impidió levantar la sábana; entonces me volví hacia ella y la mordí para que me soltara. Me incliné y descubrí el cuerpo de mi madre y comencé a acariciar su rostro. Le habían cerrado los ojos y me dije que estaría durmiendo. Dos policías me levantaron a la fuerza. No recuerdo muy bien lo que pasó a continuación… Me llevaron a un lugar para interrogarme, pero como te he dicho yo había perdido el habla. Me visitó un médico, y luego un psiquiatra. Ellos hablaban y hablaban pero yo no los oía. Los veía gesticular, mover los labios, pero era como si me hablaran desde muy lejos.
»Recuerdo que Ludger Wimmer, el socio de mi padre, estaba en aquel lugar y que hablaba sobre mí. Decía que mi madre y yo éramos dos vulgares rameras que intentábamos extorsionar a un ciudadano ejemplar como Jan Dinter. Que él mismo había tenido que rechazar mis intentos de engatusarle, que lo mismo hacía con Dinter e incluso que me había escuchado amenazarle si no aceptaba darnos dineros a mi madre y a mí. Quise gritar que mentía, pero las palabras se quedaron en mi garganta. Él me miraba de reojo y en sus ojos podía sentir cuánto me despreciaba.
»Me internaron en un psiquiátrico a la espera de juicio. Allí conocí el Infierno. Pero no te lo describiré. ¿Para qué? Me daban unas medicinas que me producían unos dolores de cabeza insoportables, me movía como si fuera un espectro. Y… no, no te diré lo que pasaba allí… Una noche se abrió la puerta de la celda donde me tenían atada… y le vi; sí, era él, estoy segura, Ludger Wimmer. Se acercó a mi lecho riendo… El celador le pidió que no hiciera ruido; me puso una inyección y se marchó, dejándome sola con él. No sé cuánto tiempo estuvo allí… no recuerdo bien lo que pasó… A veces tengo pesadillas y creo revivir lo que sucedió… pero no sé si es verdad… Me veo quieta, sin poder moverme, mientras Ludger me sube el camisón… Siento un dolor agudo y miedo, un miedo profundo. No puedo hablar, ni gritar, no me puedo mover, pero veo que sus manos se van acercando a mí… Unos meses después hubo un juicio. El día en que me llevaron al tribunal me sentaron al lado de un hombre que luego supe que era mi abogado. Al hombre le vi sólo en aquella ocasión. Ni siquiera me había visitado para conocer el psiquiátrico donde me habían encerrado.
»Vi a Betania y a Gedeon sentados entre el público. Betania lloraba y Gedeon intentaba consolarla. Me miraban con ternura sufriendo por mi sufrimiento.
»El abogado de la familia de Jan Dinter los llamó como testigos. Los habían amenazado si no declaraban en mi contra. Por más que los presionaron para que me acusaran de haber asesinado a Jan Dinter, no lo consiguieron. Repetían una y otra vez que me presenté en su casa y que estaba conmocionada e intentaron explicar que Dinter maltrataba a mi madre, pero ni el abogado de la familia ni mi propio abogado se lo permitieron. Decían que ésa no era la cuestión, que se trataba de confirmar que yo era la asesina.
»Ludger Wimmer fue el testigo principal. Subió al estrado a repetir sus mentiras, aunque apenas recuerdo sus palabras ya que los medicamentos que me suministraban me habían convertido en un ser sin alma.
»Se reafirmó en el juicio en lo que había manifestado antes a la policía. Dijo que mi madre extorsionaba a mi padre, que era una prostituta y que yo, a pesar de mi corta edad, también lo era, que me gustaba provocar a los hombres y que en alguna ocasión me había abalanzado sobre él ofreciéndome sin ningún pudor. Me acusó de matar a Jan Dinter. Describió una escena que nunca existió: mi madre reclamándole dinero y yo amenazándole. Dijo que Dinter se intentó defender y forcejeó con mi madre y que ella se dio un golpe perdiendo la vida. Entonces yo me abalancé y le apuñalé. De nada sirvió que los Levinson dijeran lo contrario, que explicaran cómo mi madre había sido golpeada con brutalidad y que no era la primera vez que sucedía. Mi abogado no pidió que fueran a declarar los médicos que acudieron al lugar, ni los funcionarios que levantaron el cadáver.
»Todo era una farsa. Yo ya estaba condenada de antemano. A nadie le importaba por qué maté a Dinter. Durante los tres días que duró el juicio no dejé de sentir la mirada de una mujer. Anke Ziegler, la esposa de Jan Dinter, se había sentado en primera fila y no apartaba sus ojos de mí. En su mirada había repugnancia y odio. Yo pensé que ella sentía lo mismo que yo había sentido por su marido.
»La llamaron a declarar, y Anke Ziegler no tuvo el menor reparo en asegurar que Jan Dinter era un marido ejemplar que había sufrido el acoso de mi madre y que él, como hombre de bien y amante de su familia, se había resistido a las vergonzosas insinuaciones de “esa” bailarina egipcia que actuaba en el “Amanecer Rosa”. No le preguntaron qué hacía en mi casa aquella noche, ni por qué había maltratado a mi madre hasta causarle la muerte.
»Lo único que importaba era la muerte de Dinter. El juez concluyó que yo era culpable y que debía pasar el resto de mi vida en un psiquiátrico.
»Vi el gesto de desolación que se dibujaba en los rostros de Betania y de Gedeon. Pero yo ya no era un ser humano. Era sólo un cascarón con forma de persona porque mi cabeza me había dejado de pertenecer a causa de los fármacos que me suministraban en el psiquiátrico.
»Me llevaron de regreso a aquella celda diminuta donde todas las noches me ataban al camastro donde dormía. La celadora me empujó, quejándose de tener allí a una asesina.
»Ludger Wimmer volvió en otra ocasión. La celadora me había atado las manos y no podía defenderme, de manera que él pudo abusar de mí a su antojo.
»Al cabo de unos meses, una noche, poco antes de que amaneciera, una celadora entró en mi celda seguida por tres personas. Dos hombres y una mujer vestida de enfermera. La mujer me sonrió y luego me inyectó algo en el brazo. Cuando desperté no sabía dónde estaba. En realidad todo lo veía a través de una bruma. Escuchaba hablar en susurros y sentí una mano que me acariciaba el rostro. Me reconfortó el olor a flores que desprendía la persona que me estaba acariciando. Su mano era suave y le oía a lo lejos susurrar palabras que no entendía pero que me tranquilizaban. Creo que tardé varias horas en recuperar la conciencia. Y cuando por fin lo hice, ni siquiera me di cuenta de que estaba en el vagón de un tren. Sólo alcancé a comprender que había varias personas a mi alrededor. Dos hombres y dos mujeres, además de Gedeon y Betania. La presencia de los Levinson me alivió. ¡Temía tanto a los desconocidos!
»Betania se inclinó sobre mí sonriendo mientras me decía: “Ya eres libre, Mandisa, ya eres libre. Ya nadie te podrá hacer nada”. Gedeon estaba a su lado y parecía feliz. “Pequeña, el doctor te va a examinar, pronto estarás bien.” Un hombre alto y con una sonrisa bondadosa se acercó y con mucho cuidado comenzó a tomarme el pulso. Yo me dejaba hacer. Las medicinas me tenían en estado semivegetal, de modo que no oponía resistencia a nada.
»Sentía que el lugar en el que estaba se movía y tardé meses en enterarme de que había viajado en tren desde Coblenza hasta La Haya. Apenas tengo recuerdos de lo que sucedió en aquellos días, pero sí de la voz de Betania.
»“¿Te acuerdas, Mandisa, de las historias hermosas que te contaba tu madre? Ya verás como te gustará Alejandría. Allí te recuperarás”, me decía, aunque yo no comprendía sus palabras. Cuando el tren se paró, un hombre me cogió en sus brazos y yo con las pocas fuerzas que tenía intenté zafarme. El miedo me había vuelto a invadir.
»Yo no quería separarme de Betania y de Gedeon, eran mis únicas certezas, de manera que cuando Betania se acercó a tranquilizarme, me agarré con fuerza a su cuello. El hombre alto y amable también me hablaba mientras el otro hombre me llevaba en brazos. Luego supe que el hombre amable era médico y que fue él quien decidió que los Levinson deberían acompañarme, que ellos eran parte del tratamiento que necesitaba para recuperarme.
»En La Haya me subieron a un barco, a un barco que tú conoces bien. El Esperanza del Mar, el barco del capitán Pereira, el Portugués. Pero yo en ese momento tampoco era consciente de que me estaban trasladando a un barco. La niebla seguía instalada en mi mirada. Te explicaré para que lo comprendas.
»Fue Gedeon quien escribió a mi abuela para informarle de lo sucedido. Una carta en la que no le ahorró detalle. Confiaba en que ella respondiera, y mi abuela hizo algo más, decidió ir a buscarme a Berlín para traerme con ella a Alejandría. Lo consiguió gracias a Benjamin Wilson. Sí, mi abuela habló con Wilson y le pidió que le ayudara a sacarme de Berlín. No era fácil. Los Levinson no sabían a qué psiquiátrico me habían trasladado después del juicio, así que lo primero era encontrarme. Tres semanas, sí, tres semanas fue el tiempo que Benjamin Wilson tardó en saber dónde me hallaba. Como te he dicho, yo estaba condenada a morir. Durante unos meses los médicos me administraron todo tipo de fármacos que me anularon la voluntad; en realidad me secaron el alma hasta convertirme en un cuerpo sin pensamientos, palabras ni voluntad.
»Wilson es el mejor buscador de personas, como lo fue su abuelo. Hace todo lo necesario para lograrlo. Así que cuando logró averiguar dónde me encontraba, organizó la operación para sacarme de allí y le dijo a mi abuela que eligiera un nuevo nombre para los documentos que me dotarían de una nueva identidad. Mi abuela eligió el nombre de Zahra, que significa flor, florecer, brillante… y su propio apellido, Nadouri. Así es como me llamo hoy, ésa es quien soy.
»El hombre de Wilson en Alemania, junto a un médico y una enfermera de su confianza, organizó mi “secuestro” del hospital. En realidad lo que hicieron fue comprarme. Sí, los que trabajaban en el psiquiátrico no tenían ningún sentimiento para con los enfermos, éramos carne, sólo carne con la que experimentar. Así nos trataban los médicos, de manera que puedes imaginar que para los celadores y guardianes éramos menos que nada. Sobornaron a algunos de los que trabajaban allí, por eso pudieron entrar una noche y sacarme de aquel lugar que era la antesala del Infierno.
»Mi abuela y los Levinson me esperaban en la estación desde donde nos trasladamos a La Haya y de allí en el Esperanza del Mar hasta Alejandría.
»Le debo mi vida a mi abuela, a Benjamin y, desde luego, a los Levinson.
»Ya te he dicho que el médico había aconsejado que ellos estuvieran cerca de mí; eran mi única referencia de cuando yo aún habitaba en el mundo de los vivos. Mi abuela estuvo de acuerdo y les propuso que fueran sus invitados en Alejandría.
»Betania me quería mucho, pero al principio se resistía a dejar su hogar, pero Gedeon no lo dudó. Era consciente de que en Alemania ya no había lugar para los judíos, de manera que viajaron con nosotras. El resto puedes imaginarlo. Tardé meses en volver a hablar, en desintoxicarme de todos los fármacos que me habían anulado la voluntad y, sobre todo, en comprender cuanto había sucedido. Mi abuela no escatimó medios para lograrlo. Y los Levinson fueron parte importante de mi curación.
»Ellos me ayudaron a reconstruir el rompecabezas de lo ocurrido aquella noche en la que maté a Dinter y de los hechos de los días posteriores. Les debo tanto… Mi abuela, Betania y Gedeon, Benjamin y los médicos volvieron a darme la vida.
»Por eso estoy aquí, Fernando, por eso hago lo que hago. Le debo mucho a Benjamin Wilson. Pero no te engañes, no creas que me pesa haberle quitado la vida a mi padre. Tampoco temblaré cuando algún día regrese a Berlín para matar a Ludger Wimmer. Tendré que esperar a que acabe la guerra, pero le mataré. Me lo debo a mí misma.
Sobrecogido por cuanto había escuchado, Fernando no se sentía capaz de decir nada porque cualquier palabra hubiera estado de más. Permanecieron en silencio, cada uno recomponiéndose por dentro. Luego Zahra tendió su mano a Fernando y se marcharon del café. Él la siguió como un lazarillo. Ella le llevó hasta su casa. Una hermosa mansión situada frente al mar. Zahra le guio hasta su habitación y allí permitieron que fueran sus cuerpos los que hablaran. Las horas pasaron sin necesidad de palabras. Piel con piel, mirada con mirada.
Ya había entrado la noche cuando Zahra se levantó y le dijo que esperara. Se puso una bata y al cabo de un rato regresó con una bandeja en la que había dispuesto dátiles, queso, hummus, pita y frutas. Se sentaron en la terraza y comieron dejando que sus miradas vagaran sobre la superficie de las olas, temiendo hablar por si las palabras pudieran separarlos.
Fernando se refugiaba en el silencio preguntándose si en aquella casa no habría nadie más, pues sabía que Zahra vivía con su abuela.
Volvieron a buscar refugio entre las sábanas. Amanecía cuando Fernando se despertó. Zahra no estaba. Se levantó sobresaltado y se vistió. Cuando salió de la habitación encontró a una joven que le indicó que le aguardaba un coche para llevarle de vuelta. La casa seguía en silencio. No se atrevió a preguntar por Zahra. No era necesario. Ahora ya sabía por qué era una mujer diferente y sobre todo por qué no había amanecido con él. Alguien que había viajado a la profundidad del Infierno y que había logrado escapar. Alguien que había derrotado a los demonios que la habitaban. Alguien que después de tanto sufrimiento ya no sería de nadie.
De manera que se dejó conducir hasta la entrada. Allí le aguardaba un chófer con la puerta del coche abierta. No hizo falta que le dijera adónde iba. El hombre ya lo sabía.
Cuando llegó a la casa de Ylena, la encontró en el comedor repasando unos papeles mientras tomaba una taza de café. Le invitó a acompañarla y Fernando aceptó. Ella le miró intrigada, pero no hizo preguntas.
Fernando la observó. Si estaba allí, en casa de aquella griega generosa, era gracias al capitán Pereira. El destino había cruzado a Pereira en su vida y en la de Zahra.
Aquella mañana se presentó en Wilson&Wilson. Al entrar en la librería encontró a Sara Rosent pasando un plumero por las estanterías repletas de libros. Le sonrió y se acercó a recibirle.
—Benjamin no vendrá esta mañana, pero se alegrará de saber que vuelves al trabajo. Nuestro querido Vryzas está desbordado. Nos eres tan necesario, Fernando…
Sara le cogió de las dos manos y no necesitaron palabras. Fernando no podía dejar de sentir un afecto sincero por aquella mujer. En realidad lo había sentido desde la primera vez que la vio. En Sara todo era equilibrio, serenidad y, sobre todo, pasión por los libros. Nada la complacía más. Siempre se había mostrado afectuosa con él. No dudaba que si Wilson le había contratado había sido, además de por la recomendación de Farida, por indicación de Sara.
Ella le acompañó hasta la sala donde Vryzas y los otros editores ya estaban con la mirada atenta en los textos que tenían entre manos.
Cuando Vryzas le vio no fue capaz de disimular la decepción que le producía que hubiera vuelto. El viejo editor había llegado a creer que Fernando había seguido su consejo y estaba en busca de su propia Ítaca.
Aquel mes de junio de 1943, los egipcios se asombraron por la rendición de las fuerzas del Eje en el norte de África.
En los cafés de Alejandría aún se discutía sobre las discrepancias en el Alto Mando alemán, entre Rommel y el general Von Arnim, quien a principios del año combatía en la zona oeste mientras que Rommel se había replegado en el este con lo que quedaba del Afrika Korps. Ambos militares habían disentido sobre la manera de actuar, y Rommel libró su última batalla en marzo para después regresar a Berlín. Su estado de salud dejaba mucho que desear.
El 12 de mayo, las fuerzas alemanas fueron definitivamente derrotadas y el general Von Arnim se rindió al general británico Alexander.
Para algunos el triunfo de los Aliados supuso un alivio; para otros, una contrariedad. Cada alejandrino había hecho su apuesta particular.
Fernando se preguntaba cuándo volvería a encontrarse con Zahra. No se habían vuelto a ver desde la noche que pasaron juntos. En realidad no se atrevía a buscarla, convencido de que hacerlo la podría contrariar. Sabía cuánto le había costado desnudar su cuerpo y su alma. Sólo cabía esperar y, mientras tanto, sumergirse en el quehacer de cada día.
El reencuentro con Benjamin Wilson había sido peculiar. Pero lo cierto es que aquel hombre lo era. Cuando le vio sentado a su mesa enfrascado en un manuscrito que le había dado Vryzas, Wilson se acercó a él y le dio una palmada en la espalda. Nada más. Ni una palabra, ni un gesto.
Ambos dejaron pasar los meses. Benjamin Wilson no le volvió a encargar ningún trabajo especial, dejando que se dedicara a la edición bajo la supervisión del viejo Vryzas.