24 de diciembre de 1941. Catalina veía las nubes difuminarse entre las sombras de la noche. Sintió un escalofrío mientras abrazaba a Adela, que dormía en sus brazos.

El capitán Pereira había pasado con ella buena parte de la tarde e Ylena había ido a verla por la mañana; la mujer se lamentó de que el doctor Naseef no le diera el alta a Adela para pasar en casa la Nochebuena. El médico era muy estricto y no quería que la niña saliera del hospital por más que, aunque lentamente, estuviera mejorando.

Catalina no se había atrevido a preguntar a Ylena ni al capitán por Fernando y Eulogio. Tampoco ellos habían hecho ningún comentario.

No habían vuelto al hospital a verla desde aquella mañana en que ella les reprochó su mala suerte. No lograba arrepentirse de sus palabras. Sentía el dolor que les había causado, pero estaba convencida de que buena parte de la razón estaba de su parte, aunque reconocía que si estaba allí era por su propia voluntad. Quizá Eulogio tuviera razón y si había escapado era para huir de la vergüenza de presentarse ante su familia y amigos con una hija sin padre. Pero aun así se decía que ella amaba a Marvin y que no cejaría en el empeño de encontrarle y ponerle ante la responsabilidad de asumir que tenía una hija.

Claro que no podía dejar de pensar en la insistencia de Eulogio al afirmar que Marvin no la quería y que estaba enamorado de otra mujer. No podía creerle. Estaba segura de que ella significaba mucho para Marvin, pero aunque no fuera así, él no tendría otra opción que asumir su responsabilidad para con Adela. La niña nada tenía que ver con sus sentimientos o los de Marvin y estaba en su derecho de tener un padre además de una madre. Sí, formarían una familia, y aunque Marvin no la quisiera como ella ansiaba lo terminaría haciendo por Adela. No sería ni el primer ni el último hombre que, aunque obligado por las circunstancias, acababa convirtiéndose en un buen padre y marido. Su padre tenía razón: un buen matrimonio no se basaba en los sentimientos, sino en la razón y en la conveniencia. Claro que su madre creía que el amor no estaba de más.

Nunca lo había pensado, pero de repente se dio cuenta de que quizá su madre había echado en falta el amor. Para ella no había sido suficiente la razón ni la conveniencia. Pero Catalina se dijo que, dadas las circunstancias, para ella sí lo serían. Lo único que ansiaba era regresar a casa con la pequeña Adela y del brazo de Marvin como marido.

El capitán Pereira le había llevado un paquete con dulces. No tenía hambre, pero había terminado por comerse un pastel de almendras y miel que le resultó tan exquisito como empalagoso.

Pensó en sus padres. Los imaginó cenando en la casa familiar de Huesca junto a su tío Andrés y su esposa, la tía Amparito, y la abuela Agustina, madre de su padre. También estaría la tía Petra. Desde que se quedó viuda no había dejado de pasar con ellos la Navidad.

De repente sintió nostalgia de los días en que todos se reunían junto al fuego de la chimenea con sus dos abuelas, organizando la cena.

Apenas había podido tratar a sus abuelos porque murieron siendo niña, pero sus dos abuelas habían estado presentes en su vida. Sobre todo la abuela Adela, que había vivido con ellos tantos años y que murió apenas unos meses antes de que terminara la guerra.

Recordó la rivalidad entre las dos abuelas y cómo la mimaban intentando ganarla para su causa.

Si había llamado a su hija Adela era en homenaje a su abuela. De repente se dio cuenta de que la niña no estaba bautizada y se santiguó. Si Adela no sobrevivía iría al Limbo por culpa suya. ¿Cómo podía haber olvidado la urgencia del bautismo? Tenía que hablar con el doctor Naseef para que le permitiera llevar a la niña a una iglesia para bautizarla. O quizá que un sacerdote fuera al hospital a bendecirla con agua bendita.

Dimitra sirvió el pavo adornado con ciruelas. Antes habían elogiado unas berenjenas rellenas que pasaban por ser la especialidad de Ilora.

El capitán Pereira había llevado unas cuantas botellas de vino, de las que estaba dando buena cuenta junto a mister Sanders y monsieur Baudin. Eulogio hacía honor a la cena, pero Fernando parecía desganado. No podía dejar de pensar en Catalina sola en el hospital y se culpaba por no hacer nada para remediarlo. Sin embargo, Eulogio le había advertido que si iba seguramente le despediría de malas maneras, tal era su obcecación.

También le vino a la mente su madre. La imaginó sola, pensando en él. Seguramente llorando. Se arrepentía de haberse despedido con una carta y no haberse sincerado con ella. Sabía que le habría hecho un daño infinito si le hubiera confesado el asesinato de los verdugos de su padre. Se habría asustado y se lo habría reprobado, pero sin que el asesinato cometido enturbiara la relación entre los dos. Su madre nunca le hubiera fallado. Si pudiera escribirle… pero sabía que no debía hacerlo. Ignoraba si le estaban buscando por la muerte del guardia y de su hijo soldado, pero si lo estaban haciendo una carta a su casa sería tanto como entregarse. Y eso sí que su madre no lo podría soportar. Verle en la cárcel y luego fusilado para ella sería insoportable.

Su madre quizá creía que se había fugado con Catalina. Porque era indudable que en el barrio correrían rumores sobre la ausencia de los tres.

—¿No le gusta el pavo? —preguntó Ylena, interrumpiendo sus pensamientos.

—Sí… claro que sí… está muy bueno… Es que no tengo mucho apetito —se excusó Fernando.

—Entonces es que te pasa algo… Los jóvenes siempre tienen hambre —apostilló el capitán Pereira, mirándole fijamente.

—Cansancio, sólo eso… Han pasado tantas cosas… —respondió Fernando.

—Todo es nuevo para nosotros… No es fácil encontrarse de repente en una ciudad como ésta tan lejos de casa… Hemos tenido suerte, pero qué duda cabe que nos está costando adaptarnos —dijo Eulogio, intentando desviar la atención sobre su amigo.

—¿Piensan quedarse mucho tiempo en Alejandría? —preguntó mister Sanders.

—Mi intención es irme a América cuanto antes, lo que no sé si será posible ahora que Estados Unidos ha entrado en guerra. Estoy a la espera de lo que diga Marvin Brian, mientras tanto he de reconocer que Sudi Kamel es un jefe de lo más aceptable. Sorprende su energía dada la edad que tiene —comentó Eulogio.

—Por cierto, ¿qué se sabe de nuevo de la explosión en el puerto? —preguntó Ylena, mirando a mister Sanders.

El inglés se movió incómodo en la silla y apuró un sorbo de vino antes de responder a su anfitriona.

—En realidad nada que usted no sepa ya. Si hay alguien bien informado en Alejandría es usted, mi querida señora.

Ylena sonrió. El coronel tenía razón, ella contaba con información precisa de lo sucedido. También sabía que Sanders no diría ni una palabra de más. Era extremadamente discreto.

—Hay secretos que no se pueden guardar —dijo Pereira—. Yo mismo fui testigo de la explosión puesto que estaba en mi barco. Y aunque las autoridades se empeñen en imponer censura sobre lo acontecido, lo cierto es que es un secreto a voces que unos cuantos hombres rana italianos se introdujeron en el puerto y que ahora están detenidos. Propongo un brindis por el fracaso de sus planes. —Y el capitán levantó la copa de vino.

—¿Y qué hay de Rommel? —se interesó monsieur Baudin.

—Sigue moviéndose por el desierto como si fuera su propia casa —afirmó Ylena con un deje de irritación.

—Dicen que Churchill está preocupado —apuntó monsieur Baudin mirando a mister Sanders.

—Nuestro premier es inteligente y sabe que no hay que menospreciar las cualidades del enemigo. Ignorar que Erwin Rommel es un buen militar sería una estupidez —respondió el coronel.

—Rommel será un buen militar, pero su jefe no parece serlo. Invadir la Unión Soviética puede que sea la peor idea que se le ha ocurrido nunca. También creo que el ataque de los japoneses a Pearl Harbor ha provocado que la intervención de Estados Unidos en la guerra pueda ser decisiva para que Hitler no se salga con la suya —opinó el capitán Pereira.

—Tiene razón, capitán, Hitler ha metido una mano en el avispero ruso y sus aliados japoneses han hecho lo mismo provocando a los norteamericanos —asintió mister Sanders.

La noche se fue alargando mientras hablaban de la guerra. Fernando y Eulogio escuchaban atentos a aquellos hombres que parecían tener todas las claves de cuanto pasaba. La guerra de España se les antojaba lejana en aquel momento cuando en el mundo se estaban librando tantas otras batallas.

Una semana más tarde, en vísperas del nuevo año, la secretaria del señor Wilson le pidió a Fernando que subiera al despacho del jefe.

—¿Sucede algo, Leyda? —le preguntó extrañado.

—Supongo que no… sólo sé que el señor Wilson quiere verte.

Hacía días que no veían a Wilson. Se rumoreaba que había viajado fuera de Egipto, lo que a nadie extrañaba porque eran frecuentes sus ausencias. Sara llevaba el negocio sin parecer necesitar de la presencia de su marido. Los empleados la respetaban por su buen juicio, pero sobre todo porque para ella los libros no guardaban ningún secreto que no fuera capaz de desentrañar.

Benjamin Wilson parecía ensimismado leyendo unos papeles cuando Leyda abrió la puerta del despacho indicando que Fernando Garzo aguardaba.

—Gracias, Leyda, dile que pase.

Fernando se estiró la camisa y entró con cierta preocupación. Hablaba con Sara a diario, pero a Wilson apenas le había tratado.

Se miraron; Fernando se dio cuenta de que le estaba calibrando y no supo por qué.

—Siéntese —le pidió Wilson.

No había terminado de hacerlo cuando Wilson le entregó una carpeta con unos papeles que le pidió que leyera.

Fernando abrió la carpeta y se sorprendió al ver el enunciado del primer folio.

RESULTADO DE LA INDAGACIÓN SOBRE FERNANDO GARZO, EULOGIO JIMÉNEZ Y CATALINA VILAMAR

Levantó el rostro mirando a Wilson con un deje de desafío.

—Lea —le insistió su jefe, sin inmutarse por la mirada de Fernando.

Lo que aquellos papeles contenían era una información precisa sobre Catalina, Eulogio y él: quiénes eran ellos, quiénes eran sus padres, el efecto de la Guerra Civil española en sus familias, señalando a Catalina como hija de los vencedores y a Eulogio y a Fernando como hijos de los perdedores; había también una copia de los certificados de defunción de su padre y del de Eulogio, uno fusilado en la cárcel y el otro fallecido en el Frente, así como la atribución al padre de Fernando de ser masón, además de los trabajos desarrollados antes de la guerra. Fernando se sobresaltó al leer también los pormenores de la relación de Piedad, la madre de Eulogio, con don Antonio Sánchez; el compromiso de Catalina con Antoñito… y la desaparición de los tres sin dejar rastro.

Fernando levantó el rostro airado. No comprendía por qué Benjamin Wilson se entrometía así en sus vidas.

—No entiendo el motivo de que nos haya investigado. No creo que tenga derecho a hacerlo.

—Siga leyendo. Hay algún periódico que le puede interesar.

Fernando se encontró con varias páginas de periódicos españoles con fechas distintas que iban desde finales de noviembre hasta los primeros días de diciembre; en todos ellos habían hecho un círculo sobre una noticia: «Conmoción en la capital por el asesinato de Roque Pérez, que combatió con valor en la batalla del Ebro, y de su hijo Saturnino, soldado destinado en el pelotón de fusilamiento de…»; «Asesinados dos hombres en Madrid»; «Roque Pérez, excombatiente y en la actualidad celador de la cárcel de las Comendadoras, y su hijo Saturnino Pérez fueron asesinados anoche a sangre fría en los alrededores de la cárcel de las Comendadoras. El hijo había acudido a buscar a su padre, como hacía todas las noches, cuando las balas asesinas les arrebataron la vida»; «La policía sospecha que el asesinato de estos dos mártires se debe a la acción de un hombre solo»; «Se investiga en el entorno de los presos de Comendadoras»; «Las autoridades han prometido a la viuda de Roque Pérez que no descansarán hasta detener al asesino de su marido y de su hijo».

Leyó todas y cada una de las páginas de los periódicos guardadas en aquella carpeta sintiendo que la boca se le enturbiaba de acidez. Cuando terminó de leer, cerró la carpeta y se la devolvió a Benjamin Wilson, que le observaba con gesto indiferente.

—Usted me explicará todo esto —le pidió Fernando con una firmeza que no sentía.

—Hace unos días llegó descompuesto a trabajar. ¿Lo recuerda? Le costaba contener las lágrimas. Me sorprendió. Como sabe, si le he contratado ha sido por hacerle un favor a Marvin Brian, que me lo había pedido encarecidamente. Tengo derecho a saber quién trabaja para mí. No hace tanto que usted y sus amigos llegaron en un mercante en busca de Marvin. El hecho en sí ya era sorprendente. Tres jóvenes embarcan en Lisboa y se juegan la vida en el mar navegando en un buque que tiene que sortear los barcos alemanes hasta llegar a Alejandría… ¿Por qué? ¿Huyendo de Franco o huyendo de qué y por qué? Puede que usted matara a esos dos hombres.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo puede acusarme de algo así? En los periódicos no dicen el nombre de quién los mató.

—Mi hombre en Madrid es un buen investigador. Aunque no lo crea, si uno sabe leer los periódicos tiene la mitad del trabajo de investigación hecho. Se trata de saber atar cabos, analizar, encontrar pistas que están ahí pero que se nos presentan perdidas entre la hojarasca. Las fechas son claves, y las fechas coinciden con su huida. Además, su padre estuvo en aquella cárcel en donde Roque Pérez era celador. En cuanto al hijo, formó parte del pelotón que le fusiló. Pero tranquilo, la policía española no ha hecho la misma ecuación. Para empezar, ni su madre ni la de Eulogio Jiménez han dado parte de su desaparición. En cuanto a Catalina Vilamar, sus padres creen que ha huido con ustedes para escapar del matrimonio concertado con el hijo de ese tal Antonio Sánchez —Wilson miró un papel antes de continuar—, al que le deben dinero. Tanto sus padres como la madre de su amigo y la de usted creen que los motivos de su huida no son otros que, en su caso, ayudar y proteger a Catalina, de la que está enamorado, y en el de Eulogio, vengarse de su madre y escapar de la venganza de don Antonio para el que su amigo trabajó.

—Pero usted nos acusa de asesinato.

—Yo no acuso a nadie —respondió Benjamin Wilson sin dudar.

—Sólo porque escapamos coincidiendo con la muerte de esos dos hombres… es un argumento absurdo —insistió Fernando.

—No lo es, y le aseguro que sobre este asunto no vamos a jugar al ratón y al gato.

—Bien, está en su derecho a pensar lo que quiera. Recogeré mis cosas y me marcharé ahora mismo —respondió Fernando sin reflejar ninguna emoción.

—No puede irse.

—¿Ah, no? ¿Y por qué no puedo? No estoy obligado a trabajar aquí si no quiero.

—Desde luego que no. Simplemente va a cambiar de trabajo.

—¿Cómo? No le comprendo.

—Sí, seguirá haciendo de ayudante de editor, pero además realizará otras funciones que me serán más útiles.

—¿Y si no quiero?

—No creo que importe lo que quiera, sino lo que puede o no puede hacer.

—¿Me está chantajeando?

El tono de voz de Fernando se endurecía por momentos, mientras que Benjamin Wilson ni siquiera parecía preocupado.

—¿Chantaje? Es una palabra fea. Sólo le estoy proponiendo un cambio en las condiciones laborales en beneficio de ambos, si es que realmente es la clase de hombre que creo que es a pesar de su juventud.

—Cree que soy un asesino y sin embargo quiere que trabaje para usted… ¿Piensa encargarme algún asesinato? —preguntó Fernando con un deje de ironía.

—Pienso encargarle un trabajo del que estoy seguro saldrá airoso. Pero no, yo no encargo asesinatos. Aborrezco la violencia innecesaria. Soy editor y librero, no lo olvide.

—Y algo más, ¿no?

—Básicamente eso, pero digamos que hay otra parte del negocio.

—Que es en la que ahora pretende que trabaje… No sé qué quiere, pero creo que lo voy a rechazar.

—No debe hacerlo, Fernando. No le conviene.

—De manera que sí que me intenta chantajear, porque da por bueno que yo tengo algo que ver con esos asesinatos.

—¡Basta! Ya le he dicho que no quiero jugar al ratón y al gato. Sencillamente, el gato ya ha cazado al ratón. Y ahora le diré unas cuantas cosas; luego decidirá qué hacer, aunque si es inteligente aceptará, porque lo que le voy a confiar supone ciertos riesgos para mí, y yo nunca corro riesgos gratuitos.

—¿Me está diciendo que si me niego se deshará de mí?

—¿Va a escucharme o no?

—No. Prefiero no escuchar nada que luego no me deje lugar para la elección.

—De acuerdo. Si lo prefiere así… Lo siento por usted y por sus amigos.

Fernando se levantó de la silla dispuesto a marcharse. Pero las palabras de Wilson parecían una velada advertencia de que hacerlo tendría consecuencias no sólo para él sino también para Catalina y Eulogio. Volvió a sentarse.

—Le escucho.

—Yo sé todo sobre usted pero sin duda le han contado también algo sobre mí. Este negocio es parte del que heredé de mi abuelo. Él me educó y con él estuve hasta el día de su muerte.

»Mi abuelo era un hombre extraordinario que heredó el negocio de su padre, mi bisabuelo. Pero además de librero y editor, viajó por Oriente Medio logrando hacerse en Londres un nombre escribiendo en los periódicos cuanto veía. Durante sus viajes conoció a gente muy diversa… El Foreign Office no tardó en pedirle que colaborara con ellos, lo que hizo en algunas ocasiones. Pero no sólo la diplomacia británica supo ver las cualidades de mi abuelo. Otras instituciones más discretas también requirieron de su experiencia y conocimientos. Mi abuelo comprendió que el valor que tenía para los demás se basaba sobre todo en la información de la que disponía. Información fruto de su capacidad analítica, de la gente que confiaba en él, de las relaciones que iba tejiendo allá por donde quiera que fuera. Tenía talento para ver, oír y callar. Y sin pretenderlo, se convirtió en la última esperanza para personas que buscaban algún ser querido desaparecido.

»Nunca quiso trabajar para los servicios secretos, estimaba demasiado su libertad e independencia, pero su fama de hombre que conocía bien Oriente Medio y que estaba bien relacionado trascendió entre la buena sociedad británica. Así que banqueros que querían saber si sus intereses peligraban, hombres de negocios recelosos, inversores cautos, padres angustiados porque alguno de sus hijos había decidido emprender la aventura de Oriente y había desaparecido sin dejar rastro… todos acudían a mi abuelo en busca de consejo e información. Y esa información valía dinero.

»Yo heredé su negocio, todo su negocio, me convertí en una prolongación de él como editor y librero. Pero Wilson&Wilson era y es un negocio de compra-venta de libros además de información. Allá donde no pueden llegar ni siquiera los gobiernos, en ocasiones podemos llegar nosotros. Vienen a mí a preguntar por tal o cual cosa, y si no la sé, busco las respuestas a sus preguntas. Mi negocio se basa en la confianza y no trabajo para cualquiera. Tengo mi propio código ético. No hay dinero en el mundo por el que yo vendería una información a un alemán por nimia o banal que fuera.

Benjamin Wilson se quedó en silencio unos segundos intentando calibrar el efecto de sus palabras en Fernando. Pero éste permanecía inmóvil escuchando y en sus ojos no había ni sorpresa ni interés.

—Como supondrá, también heredé de mi abuelo la amistad y colaboración de mucha gente a lo largo y ancho de Oriente Medio. Pero yo he ampliado el negocio y tengo buenos colaboradores en otros lugares. Le aseguro que mis fuentes de España son de toda confianza.

—¿Y yo qué tengo que ver con todo lo que me está contando? —preguntó Fernando en un intento por mantener la calma.

—Lleva pocos días aquí, pero creo que tiene ciertas cualidades.

—No quiero convertirme en un espía de nadie.

—¿Espía? No, mi negocio nada tiene que ver con el espionaje. Ya se lo he dicho. En cuanto a espías… Alejandría está llena de espías de todas las nacionalidades. Hombres de negocios que no lo son, mujeres aparentemente frívolas o inocentes… Aquí encontrará de todo.

—¿Qué quiere de mí?

—Algo relativamente fácil. Quiero que esta noche vaya al bar del hotel Cecil. Por cierto, es uno de los lugares favoritos de quienes buscan información. Irá acompañado de una joven que trabaja para mí. Sólo tiene que sentarse en el bar y escuchar.

—No le entiendo…

—Esta noche se reunirán allí dos hombres, uno es alemán y el otro español, de nombre Pedro López; aparentemente López es un hombre de negocios que simplemente simpatiza con los alemanes pero en realidad es un agente de Franco. No hace mucho que llegó a Alejandría, sólo un poco antes que usted y sus amigos. Sin duda trae buenas cartas de presentación. La excusa de su viaje es comprar algodón. Su contacto es Erick Brander, el alemán del que le he hablado; asentado hace muchos años en el país, está casado con una alejandrina de nombre Halima Altassan, hija de un influyente funcionario. Tienen dos hijos. Antes de llegar a Alejandría, Brander vivió en América del Sur. En realidad su madre es argentina; su padre se dedicaba al comercio de lana. El joven Brander pasó su infancia en Argentina hasta que su padre decidió trasladarse de nuevo a Alemania. La familia se instaló en Hannover. Más tarde Brander comenzó a viajar a Egipto para comprar algodón. Decidió dejar el negocio familiar y montar el suyo propio exportando esta y otras materias primas; para ello le fue muy útil el matrimonio con Halima. Su matrimonio es su escudo de protección, ni siquiera los británicos se atreven a molestarle.

—¿Por qué me cuenta esto?

—Porque se preguntará quién es Brander.

—Me da igual —afirmó Fernando con demasiada rapidez.

—Claro que no, sin duda siente un atisbo de curiosidad por los dos hombres a los que tiene que escuchar esta noche.

—El interés es de usted, no mío.

—Tiene razón, llama mi atención que ese hombre parezca mantenerse ajeno a la guerra. Es tal su desinterés que resulta sospechoso.

—No iré a ese bar. No tengo por qué ni quiero saber nada de sus asuntos —afirmó Fernando con toda la contundencia de la que fue capaz.

—La joven que le acompañará se llama Zahra Nadouri. Es una mujer singular; además de inteligente, es la mejor bailarina de la danza del vientre. Suele actuar un par de veces a la semana en un cabaret al que acuden todos los hombres importantes de la ciudad. Es un cabaret respetable, los caballeros suelen ir acompañados de sus esposas, aunque no siempre, claro está.

—¿Y esa joven tan extraordinaria trabaja para usted? —El tono de voz de Fernando adquirió un deje despectivo.

—Sí. Ella tiene sus razones. En fin, lo que le pido es sencillo.

—No tengo ninguna razón para hacerlo —insistió Fernando.

—Claro que la tiene… no sólo porque yo conozca los motivos por los que ha huido… también porque su estancia en Alejandría podría ser más difícil… Marvin Brian se irá en cuanto pueda y su amigo Eulogio se marchará con él… En cuanto a usted y a Catalina… creo que se quedarán porque no tienen muchas opciones. Catalina quiere encontrar a Marvin, pero él no se dejará y además usted no desea que le encuentre. Por otra parte, sería una temeridad someter a Adela a un viaje por mar. Puede que no sobreviviera. Necesita trabajar y yo le he dado un trabajo al que le añado algunos extras… nada que no pueda hacer. Además, el sueldo es bueno.

Fernando sintió un malestar profundo en la boca del estómago. De repente aborrecía a aquel hombre. Se sentía engañado por él. Le había manipulado desde el principio y ahora le estaba chantajeando. Y lo hacía sin aparente esfuerzo.

—No tiene muchas opciones —le recordó Wilson.

—Siempre se puede decir «no» —respondió Fernando.

—Desde luego. Usted decide. —Y aguardó en silencio mientras su mirada se endurecía de tal manera que Fernando se sobresaltó.

—¿Por qué yo?

—Habla español. En Alejandría oirá hablar muchos idiomas, pero no el suyo. Curiosamente, Erick Brander conoce el español, que es como se comunica con Pedro López. Sólo tienen que sentarse cerca y escuchar. Usted habla con fluidez inglés y sabe algo de francés, de manera que no tendrá dificultad en entenderse con Zahra.

—¿Sólo tengo que escuchar?

—Sólo eso. Estar atento y escuchar, y sí, hay algo más… La información no sólo se extrae de las palabras, podemos saber mucho de alguien si analizamos bien sus gestos, sus miradas, su comodidad o incomodidad… Hay pequeños detalles que resultan tan reveladores como escuchar una conversación. En cuanto a sus amigos… comprenderá que no puede decirles nada de todo esto. Busque una excusa para justificar su salida de esta noche, quizá que yo le he pedido que acompañe a una joven amiga.

»Y ahora llamaré a Sara. Creo que tiene algo para usted. Espere aquí.

Sara no tardó en entrar en el despacho con un paquete.

Su sonrisa abierta y confiada desarmó el malhumor de Fernando.

—Benjamin me pidió que buscara algo para tu cita de esta noche. Creo que esto te servirá. —Y abrió el paquete sacando una chaqueta de corte elegante.

En el paquete también guardaba una camisa, un pantalón y un par de zapatos lustrados a la perfección.

—Sí, te estará bien… —dijo Sara mientras le ayudaba a ponerse la chaqueta.

—Mañana se lo devolveré —dijo Fernando por decir algo, abrumado como estaba por la situación.

—Desde luego que no. Quédatelo, quién sabe cuándo lo podrás necesitar. En Alejandría vestir bien nunca está de más, sobre todo si se es joven y se quiere prosperar. No deseo ofenderte, pero me gustaría que vinieras a mi casa cuando dispongas de tiempo… Te daré, si me lo permites, algo de ropa. —Sara fijó su mirada en la de Fernando.

Él no se sintió ofendido porque era difícil que Sara ofendiera a nadie. Su franqueza y dulzura mezclada con resolución hacían de ella una mujer especial.

Salieron juntos del despacho; seguramente para Leyda sería evidente su confusión, pero la secretaria de Wilson se conformó con despedirlos con una sonrisa.

Eulogio estaba tumbado sobre la cama con un libro en la mano.

—Vaya, hoy has llegado pronto. A mí también Sudi Kamel me ha liberado antes. ¿Sabes?… me doy cuenta de que el trabajo que estoy realizando es ridículo. En realidad, Sudi Kamel está haciendo un favor a Farida, porque a él le sobra personal que le traiga y le lleve. Nos entendemos en francés, pero no soy de gran ayuda porque no conozco ni una palabra de árabe. Aquí me tienes con este libro, intentando aprender algo. Me lo ha dejado Farida.

—Ya… Creo que Marvin te conoce demasiado bien y sabe que eres orgulloso y por eso ha debido de pensar que más valía que hicieras algún tipo de trabajo mientras estés aquí.

—Yo… bueno, yo me iré con Marvin y Farida cuando se vayan a América. Ya lo sabes. Éste no es mi sitio y te confieso que aunque hablara árabe tampoco me gustaría vivir aquí… Todo me es ajeno.

—Pues fuiste tú el que tuvo la idea de que viniéramos a Alejandría —le reprochó Fernando.

—En realidad fue Catalina la que insistió cuando se enteró de que aquí estaba Marvin.

—Nos hemos metido en una ratonera de la que tú puedes escapar, pero yo no —dijo Fernando.

—Sabes que Marvin te pagaría gustoso el pasaje a América… A España no puedes regresar… —le recordó Eulogio.

—¿Y Catalina? ¿Pretendes que la deje aquí? No ignoras que depende de nosotros.

—La verdad es que depende de ti. No sé cómo la aguantas, es una chica muy obcecada.

—Le debemos haber podido escapar. Tú querías hacerlo por una razón y yo por otra, pero lo cierto es que ella nos ayudó.

—Para ayudarse a sí misma —apostilló Eulogio.

—Sí, nos necesitábamos todos. Pero ahora ella es la parte más débil. Tiene una hija enferma y vive para encontrar a Marvin. Está convencida de que cuando dé con él se arreglarán todos sus problemas.

—Marvin no quiere saber nada de ella. Lo sabes. En cuanto a Farida… bueno, ella no le da ninguna importancia a Catalina. Otra en su lugar estaría celosa o mosqueada, pero Farida no, es una mujer especial.

Eulogio miró con curiosidad el paquete que Fernando había depositado sobre su cama. Pero esperó a que su amigo le hablara de su contenido.

—Voy a salir esta noche. Sara me ha regalado una chaqueta y una camisa… Wilson me ha pedido que acompañe a una joven hija de unos buenos amigos de su familia.

—¿Y te lo ha pedido a ti? —preguntó Eulogio con extrañeza.

—En realidad me ha invitado a tomar una copa con él y con Sara en el Cecil y no he podido negarme. La joven vendrá a buscarme para llevarme allí.

—No imaginaba que los Wilson iban a actuar de casamenteros —respondió Eulogio riendo.

—Sara es muy maternal… No deja de preguntarme si como bien y si no me siento muy solo. Lo de esta noche huele a encerrona, pero no me puedo negar. —Fernando se sintió mal al estar mintiendo a Eulogio.

—Espero que la chica sea guapa y tú dejes bien alto el pabellón español —dijo Eulogio, siguiendo con la broma.

—No me hace ninguna gracia salir con ninguna chica…

—Vamos, Fernando, tienes que empezar a pensar en otra que no sea Catalina. Ella nunca será para ti. Sé que te duele que te lo diga, pero soy tu amigo y no voy a decirte lo que no es.

Fernando se dio la vuelta. Las palabras de Eulogio le dolían, pero sabía que tenía razón. Dejó volver a su amigo al estudio del árabe mientras sacaba la ropa del paquete.

Eulogio le estaba ayudando a hacerse el nudo de la corbata cuando Dimitra llamó a la puerta anunciando con admiración que Zahra Nadouri le esperaba en el salón.

La criada y su amigo le siguieron expectantes, Dimitra porque no podía ni quería controlar su curiosidad y Eulogio porque estaba deseando conocer a la joven con la que al parecer los Wilson querían emparejar a Fernando.

Encontraron a Ylena Kokkalis hablando despreocupadamente con la joven. Por el tono de la conversación parecían conocerse. Fue la propia Ylena la que hizo las presentaciones.

—Fernando, ésta es la señorita Nadouri… Zahra, éstos son Fernando y Eulogio, a los que tengo el placer de alojar en mi casa. Dimitra, por favor, encárgate de que la cena se sirva a la hora de siempre.

Eulogio examinó a Zahra con más detenimiento del que marcaban las reglas de la buena educación. No encontró que la joven fuera especialmente agraciada. De estatura media, cabello castaño rojizo recogido en un moño, ni delgada ni gorda, y eso sí, unos sorprendentes ojos azul oscuro. Iba sin maquillar y su piel tenía la tonalidad de la canela.

Durante unos minutos hablaron de banalidades hasta que Ylena les recordó que debían marcharse. Fernando pensó en que quizá su anfitriona también trabajaba para Benjamin Wilson, pues no parecía sorprendida por la aparición de Zahra y era evidente que se conocían.

Un coche los esperaba en la puerta. Fernando se sintió incómodo. No sabía qué decir y fue Zahra la que tomó las riendas de la conversación preguntándole si le gustaba Alejandría y qué había visitado hasta el momento. Una conversación tan formal como insustancial que les sirvió para no permanecer en silencio durante el trayecto al hotel Cecil.

Cuando entraron en el bar un camarero acudió presuroso para guiarlos hasta una mesa discreta. Zahra pidió dos copas de champán.

—Tranquilícese. No será difícil. Sólo tiene que escuchar —le recordó ella.

—¿A quién? La mesa de al lado está desocupada.

—Ya vendrán. Sólo tiene que estar tranquilo y hablar conmigo.

—¿Y si no vienen?

—Si Benjamin ha dicho que esos dos hombres vienen esta noche, entonces así será.

—¿Y usted por qué hace esto?

—Tengo mis razones.

—Sí, lo supongo…

—¿Usted no las tiene?

—¿Venir aquí para escuchar una conversación? No… no diría que estoy aquí por ninguna razón, sino más bien obligado por las circunstancias.

—Míreme y sonría, y luego coja mi mano. Su compatriota ya está aquí.

El camarero abría paso a un hombre de cabello oscuro salpicado por unas cuantas canas, gesto adusto, no mal parecido y perfectamente trajeado. El hombre los miró despreocupadamente, aunque Fernando sintió que detrás de esa despreocupación los estaba evaluando. Pidió un martini al camarero y se sentó con dejadez. Sin denotar ninguna inquietud.

No había pasado un minuto cuando un hombre alto, de cabello cano y complexión fuerte, ya entrado en años, entró con paso ágil buscando con la mirada a alguien. No tardó en encontrar a quien buscaba, que no era otro que el español. Se sentó frente a él después de saludarse con un apretón de manos y echar un vistazo a los dos jóvenes de la mesa de al lado. Miró con detenimiento a la chica, pero su expresión no cambió.

Zahra tendió su mano a Fernando y él la cogió entre las suyas incómodo por la situación. Ella se acercó y le susurró algo en el oído que le obligó a sonreír.

—Tengo buenas noticias —comenzó a decir el alemán al español—, le recibirán en la corte. Yo mismo le acompañaré a El Cairo.

—Vaya, no imaginaba que iba a conseguirlo tan rápido.

—Como bien sabe, la mayoría de los egipcios no simpatizan con los británicos, están hartos de que los tutelen. Y en la corte son muchos los que aguardan impacientes el devenir de la guerra.

—¿Y qué me dice del mariscal Rommel? Corren rumores de sus desavenencias con el Alto Mando italiano —apuntó el español.

—Acaba de llegar y ya se ha dejado contagiar por los rumores… No haga caso, amigo mío; sin lugar a dudas Rommel ha cambiado el curso de la guerra en el norte de África. Sin la ayuda de Alemania los italianos habrían sido ya arrojados al mar —sentenció Erick Brander orgulloso.

—Ya, pero no es buena cosa que alemanes e italianos tengan diferencias… —Pedro López aguardó la respuesta de Brander.

—No olvide que Italia es aliada de Alemania y que el norte de África era su zona de influencia, de manera que formalmente Rommel tiene que reportar al mariscal Graziani. Pero convendrá conmigo que el talento de Rommel es superior al de cualquier general italiano —respondió con orgullo Brander.

—Pero por ahora los británicos parece que no retroceden —continuó insistiendo Pedro López.

—Precisamente ésa es una de las causas que enervan a Rommel. Verá, la guerra del desierto tiene sus propias reglas. Todo es arena y roca, pero hay ciertos lugares que son estratégicos como los pasos de Fuka, Halfaya y Sidi Rezegh. A Rommel le resulta incomprensible que hace un año por estas fechas, en diciembre de 1940, el general británico O’Connor con dos divisiones fuera capaz de destruir al décimo ejército italiano capturando a más de cien mil soldados italianos. Lo sorprendente es que los británicos no continuaran la ofensiva y decidieran replegarse aquí en Egipto. Por eso está aquí Rommel y el Afrika Korps, para impedir que los Aliados ganen la guerra en esta parte del mundo.

—De manera que Rommel y Graziani tienen sus más y sus menos —apostilló Pedro López.

—Digamos que el mariscal toma sus propias decisiones. Está aquí para ganar. Y la prueba es el éxito obtenido en El Agheila y luego en Marsa el Brega.

—Dicen que el general Philip Neame no tiene el genio militar de O’Connor…

—Bueno, los británicos son sorprendentes, O’Connor ahora se ocupa de Suez. Y no se equivoque respecto a Neame, porque no es precisamente un militar pusilánime. Pero al parecer hay diferencias entre los dos generales. En mi opinión, el comandante en jefe de las fuerzas británicas, el general Archibald Wavell, se equivocó mandando a O’Connor a Suez.

—Bueno, los enfrentamientos entre generales son comunes en todos los ejércitos. Si no me equivoco, el general Von Paulus envió un informe a Berlín poco halagüeño sobre la manera en que Rommel dirige el Afrika Korps, incidiendo en su fracaso para hacerse con Tobruk a pesar de los éxitos posteriores —recordó el español.

Erick Brander se removió incómodo en su asiento. Pedro López parecía disponer de una información precisa sobre lo que estaba pasando en el escenario africano. Con los españoles nunca se sabía…

—En estos momentos Rommel domina la Cirenaica. Le recuerdo que después de lo de Tobruk hizo frente a una ofensiva de Wavell y derrotó a los tanques británicos… ¿Sabe usted cuál es la gran ventaja de Rommel, además de su valor y de su genio militar? La información, sí, la información. Y las interceptaciones radiofónicas, por descontado. Por eso no pudieron cogerle desprevenido en el Frente de Capuzzo-Sollum.

—Lo que al general Wavell le ha costado un buen disgusto, porque el viejo Churchill no le ha perdonado esa derrota y al quitarle el mando ha hecho más grande a Rommel —sentenció el español.

—No tenga dudas, amigo mío, de que ganaremos la guerra también aquí. En cuanto a su visita a la corte… le recibirán dentro de una semana. Como le he dicho, le acompañaré a El Cairo. Naturalmente, la visita no tendrá carácter oficial. Será discreta —afirmó Brander, observando con fijeza a su interlocutor.

—Desde luego, es lo más conveniente —convino López con gesto despreocupado.

—En cuanto al algodón que ha venido a comprar, ya tengo el precio negociado con un buen amigo. Antes de salir para El Cairo podrá dejar resuelta la operación. Y ahora le dejo para que descanse. ¡Ah!, se me olvidaba, mi esposa insiste en que nos acompañe mañana para recibir el nuevo año. Vendrán algunos amigos que seguro serán de su interés.

—Dígale a su esposa que acepto encantado.

—Bien, ya sabe dónde vivo; si le parece, le esperamos a las ocho.

Los dos hombres se pusieron en pie despidiéndose con otro apretón de manos. Erick Brander volvió a mirar de reojo a Zahra como si la reconociera. Pedro López también miró a la joven pareja con disimulo, pero no parecieron despertar su interés. Fernando tenía las dos manos de Zahra entre las suyas y ambos reían y se susurraban al oído como dos enamorados. Así estuvieron un buen rato, aunque el alemán y el español ya se habían ido. Fue Zahra la que con una sonrisa dio por terminada la actuación.

—Ahora saldremos cogidos del brazo. Debemos continuar dando la impresión de que somos una pareja de enamorados. El coche nos estará esperando a dos manzanas de donde estamos. Caminemos despacio, como si no tuviéramos ganas de separarnos.

Fernando siguió sin protestar las indicaciones de Zahra. Se sentía agotado. Había estado atento a la conversación entre López y Brander, además de fingir interés por Zahra, que le conminaba a mirarla y a sonreír.

Cuando llegó a casa de Ylena, encontró a Eulogio dormido de manera que para no despertarle se instaló en la biblioteca, intentando reproducir en el papel cuanto había escuchado.

Ylena le sorprendió escribiendo y, sin preguntarle, se sentó a su lado.

—¿Lo ha pasado bien?

—Sí… claro… Ha sido una velada muy agradable… —Se sintió incómodo diciendo aquellas palabras para salir del paso.

—Usted no lo sabe, pero ha tenido el honor de estar con la mujer más deseada de Alejandría.

No supo qué responder. En realidad no había visto que nadie mirara a Zahra de manera especial, incluso diría que pasaba inadvertida. Zahra no era ninguna belleza. Ylena pareció intuir lo que pensaba.

—Mañana termina el año, cenaremos aquí. Vendrá el capitán Pereira y después iremos al cabaret donde actúa Zahra, entonces comprenderá lo que le digo.

—Yo… bueno, en realidad no deseo ir mañana a ninguna parte…

—Lo comprendo. Se siente solo en un país extraño con gente aún más extraña. Pero no rechace la amistad. La vida junta a las personas sin pedirles permiso. Hoy está aquí, y espero que el día que se marche guarde un buen recuerdo de mí y de esta casa.

—Siempre le estaré agradecido por lo que está haciendo por nosotros. Nos acogió sin saber quiénes éramos ni si podíamos pagar por la estancia —respondió con sinceridad.

—Nunca me niego a nada de lo que me pide el capitán Pereira. Es un amigo muy querido. Y espero que no le desaire negándose a ir a ver actuar a Zahra.

—Por nada del mundo querría desairarle, sólo que… comprenda que… en fin… es la primera vez que paso una Navidad fuera de mi casa. No tengo ganas de celebrar nada.

—Pues tiene mucho que celebrar, mi joven amigo. Debe celebrar que está vivo. Celebre también que ha llegado a puerto sano y salvo y que ha encontrado un lugar donde le han acogido sin preguntas, donde… creo que podrá ir cicatrizando todas esas heridas del alma que me atrevería a decir que le sangran sin cesar. Celebre también su juventud, los años que le quedan por delante para ser quien quiere ser, para moldear su propio destino. Sí, en realidad tiene mucho que celebrar, aunque créame que comprendo la nostalgia que siente por la ausencia de aquellos a quienes quiere.

Ylena le sonrió con tristeza como si de repente a ella también le hubiera asaltado el dolor de los ausentes.

Luego le puso la mano en el hombro y salió de la biblioteca dejándole solo.

El Portugués escuchaba con atención al doctor Naseef en aquella última mañana de 1941. Había acudido temprano porque quería pagar los gastos de la estancia de Catalina y Adela, pero sobre todo para saber del estado de la pequeña.

El médico nunca daba esperanzas sin fundamento, pero reconoció que el caso de Adela era extraordinario porque no conocía niños prematuros que además fueran capaces de sobrevivir a una pulmonía. Adela lo estaba haciendo. Lentamente, pero cada día que pasaba era un día que había ganado en la batalla por la vida. Incluso había decidido que en breve podrían abandonar el hospital, siempre y cuando Catalina siguiera sus instrucciones al pie de la letra.

—Adela vivirá, no tengo la menor duda. Una niña que nace en medio de una tempestad es capaz de salir adelante —aseguró Pereira.

Después de la conversación con el doctor Naseef fue a la habitación donde estaban madre e hija. Catalina le abrazó agradecida y le dio un sonoro beso en la mejilla. El capitán se había convertido para ella en lo más parecido a un padre, por más que él procuraba hacer el papel de marino endurecido.

Pereira cogió a Adela en brazos y la meció. La niña abrió los ojos y él creyó que le reconocía. Al fin y al cabo la había ayudado a llegar a este mundo.

—Está mejor —dijo Catalina.

—Sí, el doctor Naseef está pensando en dejaros volver a casa.

—¿A casa? —La nostalgia invadió a Catalina.

—A casa de Ylena. Ella sabrá cuidaros a las dos.

—Ylena es muy buena con nosotras.

—Catalina, ¿por qué no regresas a España? Es difícil sobre todo porque la guerra se complica cada día más, pero yo podría ayudarte.

—No puedo regresar a casa, capitán. Me he sincerado con usted y sabe que no puedo regresar. Es imposible. No puedo hacer que mis padres pasen por la vergüenza de tener que asumir que he tenido una hija estando soltera. Ellos me ofrecieron una solución y yo la rechacé. Si no vuelvo con un marido, no hay nada que hacer.

—Hay un hombre que te quiere y que se casaría contigo ahora mismo.

—¿Fernando? Lo sé, pero yo no le quiero y nunca podría quererle como se debe querer a un marido. Sólo puedo casarme con Marvin. Adela es su hija; no importa que no me quiera, sino las obligaciones que tiene con la niña.

—No puedes obligarle —insistió Pereira.

—Si pudiera hacerlo, lo haría —respondió ella sin dudar.

—Seríais desgraciados los dos.

—Puede que al principio él me reprochara haber tenido que casarse conmigo, pero estoy segura de que yo sería capaz de lograr su amor. Y sobre todo tenemos a Adela; nos debemos a ella.

—Un hijo no es suficiente para que un hombre y una mujer estén juntos —aseveró el capitán con cierta dureza.

—Claro que lo es. Lo importante es el respeto, el sentido del deber y la consideración hacia el otro. Mi padre siempre decía que eso era más importante que el amor.

—Tú eres muy joven para creer eso. A tu edad uno necesita otras cosas, no sólo salvar las conveniencias.

—Capitán, yo creo que debo cumplir con mi obligación de que Adela tenga a su padre.

—Marvin Brian no te quiere, está enamorado de otra mujer. Sin embargo, Fernando sería un buen padre para Adela y un buen marido para ti —sentenció Pereira.

—No puedo ver a Fernando más que como a un hermano… no puedo…

—Entonces no insistiré. Me marcho en siete o a lo sumo en diez días. Afortunadamente, los daños sufridos por el Esperanza del Mar no han sido tan graves como parecía. Ya sabes que tuvo algunos desperfectos por el ataque de los italianos en el puerto de Alejandría. En fin, no sé cuándo volveremos a vernos.

—Pero volverá, ¿verdad? Yo… bueno, yo le he cogido mucho cariño. Le voy a echar mucho de menos.

—Volveré, sí… pero tardaré meses en hacerlo, si es que la guerra no lo hace imposible.

—¡No me diga eso! Yo… yo no quiero que se vaya. —Unas lágrimas empezaron a brotar en la comisura de los párpados de Catalina.

El capitán la abrazó acariciándole el cabello como si fuera una niña. No sabía por qué, pero sentía un afecto sincero por Catalina, y volvió a pensar en sus hijas y sus nietas ausentes.

No quería imaginar que fueran ellas las que estuvieran en la situación de la joven española.

A la misma hora, Benjamin Wilson leía el informe de Fernando. En realidad no contenía nada que no supiera, pero el hecho de que el español hubiera sido capaz no sólo de resumir con precisión la conversación entre Erick Brander y Pedro López, sino también de hacer comentarios certeros sobre lo que había escuchado, le reafirmaban en su decisión de incorporar a Fernando a su negocio.

Sabía que el joven se resistiría, pero también que, una vez dado el primer paso, los siguientes serían más fáciles.

Sara entró en el despacho y a él se le alegró el corazón. Los lazos que los unían eran más fuertes que el amor. Tenían los mismos gustos, les emocionaban las mismas cosas, pero sobre todo no necesitaban llenar el silencio de palabras vanas. Podían pasar horas el uno junto al otro leyendo o perdidos en sus pensamientos sin sentirse incómodos.

A quienes los conocían les había extrañado que ya con cierta edad hubieran contraído matrimonio. Pero los últimos años habían sido los más felices de su vida. Por primera vez apreciaba lo que significa no estar solo.

—Vaya, parece que estás leyendo algo interesante… —le dijo Sara a su marido al tiempo que le sonreía.

—No me he equivocado con ese chico —afirmó Wilson.

—¿Fernando? Tiene muchas cualidades, incluida la de editor. Es trabajador, meticuloso, y con instinto para la poesía. Athanasios está muy satisfecho con él —añadió Sara.

—No me refería a esas cualidades… El informe sobre el encuentro entre Erick Brander y Pedro López está lleno de pequeños detalles que indican que es un buen observador. Creo que podría hacer otros trabajos… Podría trabajar con Zahra.

—¿No será peligroso? Piensa que no tiene ninguna preparación…

—Bueno, es sólo una posibilidad. Ya veremos.

—Entonces estás satisfecho del trabajo de Fernando. Creo que su mejor valor es que aún no ha perdido del todo la inocencia y ojalá no la pierda nunca. Bueno, ahora me voy a casa. Quiero estar segura de que todo esté bien organizado para esta noche. Por cierto, Marvin y Farida vendrán. Me parece que están pensando en marcharse antes de lo previsto. Luego nos lo contarán.

—Farida continúa sorprendiéndome —comentó Wilson.

—Es una mujer extraordinaria. Inteligente, sensible, audaz y además bellísima. Pero es una belleza que emana del alma, eso es lo que la hace tan especial —afirmó Sara.

—Bien, le diré a Athanasios que se encargue de cerrar. Diles a los demás que se vayan antes, hoy es el último día del año.

—Para los cristianos —le recordó Sara.

—Sí, tienes razón, pero aun así la ciudad lo celebra. Alejandría es así.

—Sabes que no tengo reparos en celebrar el nuevo año cristiano. Además, las fiestas cristianas nunca me han sido ajenas, viví de acuerdo con ellas. Los judíos franceses vivíamos nuestras fiestas en el interior de las casas.

—Es una ocasión como otra cualquiera para reunirse con los amigos. No tardaré mucho.

Benjamin vio salir a Sara y suspiró. Luego se quedó quieto un buen rato dejando que sus pensamientos fluyeran para dar respuesta a cuanto le inquietaba. Al cabo de un buen rato llamó a su secretaria. Leyda Zabat era muy eficaz y de su absoluta confianza, y la discreción era su mayor virtud. Nunca la había sorprendido criticando a nadie ni haciendo comentarios de ningún tipo. Todos la respetaban, y además le tenían afecto porque de ella trascendía una bonhomía natural. Pensó en su buena suerte por contar con personas buenas como Leyda.

Antes de irse quería leer el informe que Athanasios le había pasado sobre un joven poeta, Omar Basir. Lo sorprendente de Basir era su dominio del inglés, idioma en el que escribía además del árabe. Claro que se comprendía, habida cuenta de que su padre era uno de los comerciantes más prósperos de la ciudad y había enviado a su primogénito a un exclusivo colegio londinense y más tarde a Oxford, donde se licenció en Historia. El editor jefe había escrito una nota donde decía que había sido Fernando el que había leído los poemas de Basir, recomendando su publicación. Decidió comprobar si, como aseguraba Sara, Fernando tenía talento para saber cuándo estaba ante un poeta de verdad. Después de leer varios poemas de Omar Basir decidió que efectivamente el joven español albergaba un don para descubrir la verdad de la poesía.

Pidió a Leyda que lo llamara. No quería dejar de decirle que apreciaba su trabajo.

Fernando entró con gesto serio. Se le notaba incómodo, no tanto con Wilson como consigo mismo.

—Le felicito. Tiene usted buen ojo —afirmó Wilson con media sonrisa.

—Primera y última vez —le advirtió Fernando con un tono de voz más duro del que el sentido común establece que se puede emplear con un jefe.

Benjamin contuvo las ganas de reír. Volvía a jugar con Fernando al ratón y al gato.

—De manera que no quiere editar poesía… Ése sí que es un problema…

—¿Poesía? No… yo no he dicho eso… Creía que se estaba refiriendo a lo de anoche.

—No dé nunca nada por sentado o cometerá errores. Bien, coincido con usted, Omar Basir es un buen poeta. Editaremos su libro. Trabajará usted en su edición bajo la supervisión de Athanasios Vryzas y prepararán un recital donde Basir pueda leer sus poemas.

—Perdón… yo creía que…

—Que me estaba refiriendo a su informe sobre el encuentro entre Erick Brander y Pedro López.

—Sí —admitió Fernando incómodo.

—Por eso le estoy aconsejando que antes de hablar evalúe lo que le están diciendo y, en caso de duda, guarde silencio. La lección es gratis.

Fernando le sostuvo la mirada a pesar de la incomodidad creciente y no respondió a las últimas palabras.

Wilson no le dio tregua y siguió hablando:

—Es evidente que Pedro López ha venido a algo más que a comprar algodón. La prueba es esa cita que mantendrá con alguien importante de la corte. Supongo que el general Franco quiere hacer amigos en cualquier parte y ese López es un agente. Puede que le envíe a usted a El Cairo.

—No iré, señor Wilson. Me he ido de España, no quiero hacerme visible ante ningún enviado de Franco. Bastante riesgo corrí anoche.

Wilson se quedó en silencio. Fernando tenía razón, pero aun así no desechaba la idea de sacar partido a la situación.

—Ya hablaremos de eso. Ahora váyase y descanse. Imagino que Ylena estará organizando una cena especial para esta noche.

»¡Ah!, tenga, se lo ha ganado. Es por el trabajo de anoche. —Y le entregó un sobre cerrado.

31 de diciembre de 1941

El capitán Pereira se presentó en casa de Ylena vestido con su mejor uniforme. Se había recortado la barba y olía a colonia, tal y como comprobó Dimitra mientras le conducía a la biblioteca. Ylena lucía un traje largo de color azul noche mientras que el coronel Sanders se había puesto un esmoquin para la cena.

Eulogio y Fernando discutían sobre si debían unirse al grupo o, por el contrario, quedarse en su habitación a descansar.

—No podemos presentarnos vestidos de cualquier manera —insistió Eulogio.

—Pero sería descortés para con Ylena y el capitán no aceptar la invitación a cenar —argumentó Fernando.

Dimitra llamó a la puerta de la habitación para comunicarles que su señora estaba impaciente y que el asado se iba a estropear.

Le explicaron su dilema y la muchacha rio ante el apuro de ambos. Les pidió que aguardaran mientras intentaba solucionar lo de su vestimenta.

Unos minutos más tarde apareció con Ylena. La mujer los regañó cariñosamente.

—Estamos en familia, pueden vestir como quieran.

—Señora, usted debe comprender que nos marchamos de España de manera precipitada y que no pensamos en meter ni una camisa blanca en la maleta —se excusó Eulogio.

—Fernando puede utilizar la camisa y la chaqueta que le ha dado Sara Rosent; en cuanto a usted, Eulogio… creo que podremos resolverlo con un préstamo. Le pediré al coronel Sanders que le preste algo… sé que guarda en una maleta ropa que no termina de decidir si se desprende de ella o no.

No les dio tiempo a protestar, así que cuando regresó con un traje que olía a naftalina y había conocido tiempos mejores y una camisa blanca aún en buen estado, Eulogio no tuvo otra opción que aceptar.

Cuando se presentaron en la biblioteca el capitán Pereira los recibió riendo.

—Caballeros, la espera ha merecido la pena.

Eulogio se acercó a Sanders para agradecerle la ropa prestada, pero el inglés no permitió que dijera una palabra.

—Amigo mío, lo importante es que por fin podamos degustar el asado que ha preparado Ilora, porque si nos continuamos retrasando dejará de estar en su punto.

La cena les calentó el estómago y también el alma. El Portugués y el coronel Sanders compitieron contando anécdotas e incluso brindaron por el ausente monsieur Baudin, que aquella noche cenaba en casa de su hijo Philippe.

Poco antes de medianoche, Pereira les recordó que había reservado mesa en «La Ciudad». No había sido fácil conseguirla para esa noche, pues Zahra Nadouri iba a bailar.

Sanders quiso excusar su asistencia alegando que nunca le habían gustado los cabarets, pero el capitán se mostró ofendido y el coronel accedió.

Una fila de coches se detenían delante del cabaret para que bajaran los distinguidos clientes. Dentro, hombres vestidos con esmoquin acompañados de mujeres hermosas y muy sofisticadas con trajes de corte parisino bailaban en la pista entre risas y copas de champán. El ambiente era festivo, como si a pocos kilómetros de allí no se estuviera librando una guerra. A Fernando le asaltó un pensamiento absurdo: ¿celebraría Rommel la llegada del nuevo año? ¿Lo haría el general Auchinleck? ¿O quizá ambos, junto con sus estados mayores, se dedicarían a preparar la siguiente batalla? La guerra se antojaba lejana aquella noche.

El capitán Pereira parecía especialmente animado e Ylena sonreía saludando a cuantos encontraban a su paso. Fernando se dio cuenta de que su patrona era una mujer bien relacionada.

La mesa reservada por el capitán no estaba lejos de la pista y el marino presumió de lo mucho que le había costado conseguirla.

Eulogio cuchicheó al oído de Fernando que seguramente Pereira exageraba, dada la familiaridad con la que le trataban los camareros del lugar y los gestos de complicidad de algunos miembros de la orquesta. «Se nota que nuestro capitán es un habitual de este cabaret», comentó Eulogio.

Apenas habían traspasado la medianoche cuando el maestro de ceremonias del cabaret anunció en medio de vítores y aplausos la actuación de la gran Zahra, momento en que las voces se convirtieron en murmullos.

Las luces se apagaron y el escenario quedó a oscuras mientras se podía escuchar la respiración agitada de quienes aguardaban el que sería el mejor momento de la noche.

La orquesta comenzó a tocar una música con notas cargadas de exotismo y sensualidad. De repente un haz de luz iluminó el centro de la pista mientras la música adquiría más ritmo.

Fue como una aparición. Una mujer descalza, vestida con unos pantalones de gasa transparente color fucsia y un sostén del mismo color con abalorios colgando, con el estómago y el vientre al descubierto, movía lentamente los brazos. Una larga melena de cabello castaño con reflejos rojizos le cubría la espalda. Y como si sus lentos movimientos tuvieran un efecto hipnótico, los murmullos se convirtieron en silencio.

Las manos y los pies de la mujer se movían al mismo ritmo y de pronto, lentamente, su cuerpo comenzó a balancearse de un lado a otro. Fernando no podía apartar los ojos de aquel vientre de color canela que cada segundo que pasaba parecía adquirir vida propia.

La danza duró más de una hora y cuando el haz de luz se alejó del escenario dejándolo a oscuras, hubo un estallido de aplausos y gritos de entusiasmo.

La bailarina había logrado crear un ambiente de éxtasis entre los asistentes. De repente las conversaciones giraban en torno a ella, a su baile elegante y sensual, a su increíble capacidad para dejar a todos los asistentes sin aliento. Algunos caballeros intentaban llegar hasta su camerino, pero unos hombres fornidos les impedían el paso.

—¡Es fabulosa! —exclamó Ylena sin dejar de aplaudir.

—Extraordinaria, cualquier hombre perdería la cabeza por ella —admitió el capitán Pereira.

—Sin embargo no se le conoce ningún pretendiente —comentó el coronel Sanders.

—Bueno, pretendientes tiene a docenas, otra cosa es que ella los rechace. En realidad no tiene novio ni nunca lo ha tenido —apostilló Ylena.

—Pues es evidente que si no lo tiene es porque no quiere —afirmó Sanders, conmocionado aún por la danza de Zahra.

—¿Y tú qué piensas, Fernando? —le preguntó el Portugués.

Fernando no encontraba las palabras para describir el impacto que le había producido la danza de Zahra. Le costaba reconocer en la bailarina de aquella noche a la joven insulsa que le había acompañado al Cecil. La Zahra de la noche anterior no le pareció que destacara por nada. La Zahra de aquella noche era un sueño del que no quería despertar.

El capitán Pereira pidió más champán y brindaron por el futuro. Esa noche ninguno quería pensar en la realidad y mucho menos en la guerra.

Ylena les presentó a unos amigos acompañados de mujeres tan hermosas como atrevidas. Una de ellas no tuvo reparos en pedirle a Fernando que la sacara a bailar. Ylena le animó a que lo hiciera e incluso ella misma le pidió a otra de sus amigas que invitara a Eulogio a la pista, aunque él se resistió, acomplejado por su cojera.

No regresaron a casa hasta la madrugada. El capitán insistió en acompañarlos porque, les dijo, de lo contrario no se sentiría tranquilo.

Aquella noche el champán les ayudó a todos a dormir de un tirón. Aun así, Fernando se despertó temprano. No podía dejar de pensar en Zahra y en por qué la mujer más deseada de Alejandría trabajaba para Benjamin Wilson.

Se levantó sin hacer ruido para no despertar a Eulogio, que había bebido en exceso. Una vez aseado y con un considerable dolor de cabeza debido al alcohol y al cansancio, fue al comedor con la esperanza de encontrar al menos una taza de café.

Casi se tropezó con Dimitra, que lucía unas enormes ojeras. También ella había saludado al nuevo año.

—La señora Kokkalis está descansando. Cuando se acuesta tarde no quiere que se la moleste. El coronel Sanders ha desayunado hace un buen rato y ha salido a dar un paseo. ¿Quiere una taza de té o café?

Fernando le pidió café con la idea de que le despejara los restos del alcohol que aún flotaban en su cabeza, pero rechazó el pudin que Dimitra se empeñaba en servirle insistiendo en que era mejor que llenara el estómago.

Una vez que hubo bebido un par de tazas de café, decidió ir hasta el hospital para ver a Catalina. A pesar de la discusión que habían tenido, no podía dejar de preocuparse y sentirse responsable de ella.

Encontró al capitán Pereira sentado junto a la cuna de Adela. Catalina, de pie a su lado, escuchaba al doctor Naseef.

A Fernando le sorprendió que Pereira hubiera ido al hospital tan temprano porque en su rostro también eran evidentes las huellas de la noche.

—Me alegro de que esté aquí, le estoy explicando a Catalina y al capitán que he tomado una decisión y es la de permitir que Adela vaya a casa. Ya se lo adelanté ayer al capitán. Aquí ya no podemos hacer mucho más por ella —dijo el doctor, mirando a Fernando.

—Pero… ¿cree que Adela está en condiciones de dejar el hospital? —le planteó Fernando, asustado por la decisión del médico.

—Es lo que acabo de decir, creo que con la medicación que le estamos suministrando y con los cuidados de su madre estará mejor en casa que en el hospital. Además, también me preocupa la madre… mírenla.

Los dos hombres clavaron la mirada en el rostro demacrado de la joven. De repente Fernando fue consciente de que, además de una extrema delgadez, su rostro se había transformado. Tenía arrugas en torno a los ojos que le ensombrecían la mirada y también se le habían marcado las comisuras de los labios formando una mueca amarga. Costaba reconocer en ella a la joven romántica y despreocupada. Estaba agotada.

—Doctor, ¿me asegura que Adela no correrá ningún peligro? —La voz del capitán Pereira sonó más grave que de costumbre.

—¿No es usted el que no deja de repetir que Adela es una superviviente? Esperemos que así sea. Yo iré a visitarla todos los días y ante cualquier emergencia la traen al hospital. Sinceramente, creo que las dos necesitan la tranquilidad que no tienen aquí.

—Quiero bautizar a Adela —susurró Catalina.

—Bueno, eso puede esperar —respondió incómodo el doctor.

—No, no podemos esperar más. No duermo pensando en que si a Adela le pasa algo irá al Limbo en vez de al Cielo. Y será culpa mía. Tenía que haberla hecho bautizar nada más llegar a Alejandría —insistió.

—El Limbo… quién sabe si existe… En cualquier caso, no creo que Dios haga uso del Limbo —afirmó el doctor.

—¡Pues claro que existe! Y no pienso permitir que mi hija vaya allí si… si… si le sucediera algo. —El rostro de Catalina se crispó aún más.

—La bautizaremos, no te preocupes por eso. Si es preciso, buscaré un cura y lo llevaré a rastras a casa de Ylena. —La rotundidad de Pereira no dejaba lugar a dudas de que lo haría.

El médico salió de la habitación. En la sala comunal le esperaban otros niños con sus madres tan angustiadas y demacradas como lo estaba su paciente española.

El capitán se puso en pie y sonrió a Catalina, que parecía confusa sin saber qué hacer.

—Bien, querida niña, lo mejor es que recojas tus cosas y nos marchemos cuanto antes. Mi barco me necesita, de manera que te llevaré hasta casa de Ylena. ¿Y tú, Fernando, qué harás?

—El señor Wilson me dijo que podía tomarme el día libre.

—Es lo que tiene esta ciudad, que un día es fiesta para los musulmanes, otro para los cristianos y hasta los judíos celebran su sabbat. Bien, entonces los dos acompañaremos a Catalina. Iré a buscar un coche que nos lleve. Sería una temeridad llevar a Adela en tranvía.

Catalina y Fernando no intercambiaron palabra.

El bullicio de la mañana y el aire fresco del mar les despejó las brumas de la cabeza. Fernando temía el momento en que llegaran a la casa y el capitán los dejara a solas. Sentía a Catalina tan lejana como si fuera una extraña.

El capitán se despidió de ellos en la puerta de la casa sin esperar siquiera a que abriera Dimitra.

La muchacha recibió a Catalina con alegría e insistió en coger a Adela en brazos. Fernando se preguntaba si Eulogio ya se habría levantado o aún permanecería sumergido en las brumas del alcohol. Pero, para alivio suyo, su amigo ya había desayunado y se encontraba con mister Sanders y monsieur Baudin, que había regresado aquella misma mañana y estaba relatándoles su fiesta de fin de año en compañía de su hijo Philippe y de su nuera y sus nietos.

Precisamente fue el comerciante francés quien pareció más complacido por el regreso de Catalina. Mister Sanders se limitó a darle un apretón de manos asegurando que se alegraba de que Adela estuviera mejor, mientras que Eulogio se mostró esquivo y sólo prestó atención a la pequeña.

Ylena apareció al escuchar el alboroto en el comedor. Abrazó con afecto a Catalina y acarició el pálido rostro de Adela.

—Ahora que has regresado verás qué sorpresa que te tengo preparada. Ni se la he comentado a Eulogio ni a Fernando —anunció la mujer.

La sorpresa no era otra que había mandado preparar un pequeño cuarto trastero como habitación para Catalina y Adela. Hacía días que Dimitra lo había limpiado a fondo tirando todo lo inservible. Apenas cabía una cama pegada a la pared junto a una ventana. Un armario con un espejo, un poco destartalado, completaba el escaso mobiliario. Ylena mandó a Dimitra a buscar lo que dijo que era un regalo para Adela.

Catalina se emocionó. Sintió un gran alivio al poder disfrutar de la intimidad de una habitación propia. Desde que había escapado de Madrid había compartido primero camarote y luego habitación con sus compañeros de fuga. Y no le pesaba haberse saltado todas las convenciones sociales, sino la falta de privacidad.

—Pensé en meter a Eulogio y a Fernando aquí, pero ya ves que esto es tan pequeño que apenas cabe una cama —se disculpó Ylena.

—¡Pero si es perfecto! ¡Cuánto se lo agradezco! —dijo Catalina, y era sincera.

Dimitra apareció empujando un cochecito de niños. Dentro del coche había un paquete con ropa de niña.

—El cochecito está usado, pero creo que servirá. Me lo ha dado una amiga, era de su nieta, lo mismo que la ropa… Espero que no te moleste.

Conmovida por el afecto que le demostraba Ylena, Catalina dejó escapar una lágrima.

—No sé cómo voy a poder agradecerle todo lo que hace por nosotras… —acertó a decir.

—Vamos, no tienes nada que agradecerme. Lo importante es que Adela se recupere.

Catalina se quedó en su nuevo cuarto junto a Ylena y Dimitra mientras Fernando y Eulogio decidían ir a dar un paseo. Ambos se sentían incómodos con Catalina y, por tanto, aliviados por no tener que seguir compartiendo habitación con ella.

—Ylena es una mujer extraordinaria —comentó Eulogio apenas salieron de la casa.

—Sí que lo es. Yo creo que Catalina despierta su instinto maternal. Como no se ha casado ni ha tenido hijos… —le respondió Fernando.

—Cierto. Qué historia más trágica la de Ylena y el sobrino del capitán. Ella debió de quererle mucho, porque haber permanecido soltera… —dijo Eulogio con admiración.

—Ya ves el afecto que le tiene el capitán. A veces pienso que se siente culpable por no haber podido salvar a su sobrino.

—Debió de ser muy duro para él… ¿Cuántos años crees que tiene el capitán? —preguntó Eulogio con curiosidad.

—Para mí que más de sesenta —afirmó Fernando.

—E Ylena debe de tener poco más de cincuenta… Aún es una mujer muy atractiva.

—Sí que lo es —admitió Fernando.

Caminaron sin rumbo pasando por el Museion, las murallas árabes y el Caesareum hasta llegar al borde del mar, donde la brisa les enrojeció el rostro y el olor a salitre los inundó de una sensación placentera.

—Voy a almorzar con Farida y Marvin. Han decidido marcharse ya. Marvin cree que como Estados Unidos ha entrado en guerra cada vez será más difícil la ruta del Atlántico. Los submarinos y los barcos alemanes están por todas partes. Anoche el capitán me dijo que navegar era como jugar a la ruleta rusa. No creo que Pereira se quede mucho tiempo más. Su barco está casi reparado y ya no tiene excusa para continuar aquí.

Fernando escuchaba a Eulogio sin prestarle demasiada atención. Se sentía cansado y sin ganas de pensar. Además, el regreso de Catalina le inquietaba.

—No me escuchas —le reprochó Eulogio.

—Sí, claro que te escucho.

—Estás pensando en Catalina. Oye, yo tampoco me siento cómodo con ella después de la bronca del otro día; menos mal que al menos no tendremos que compartir habitación.

—Es lo mejor para ella y para la niña.

—Y para nosotros.

—No sé qué querrá hacer —comentó Fernando preocupado.

—Sólo tiene una opción, regresar a España —sentenció Eulogio.

—Pero ella intentará ver a Marvin. Ya la conoces, estoy seguro de que dará con su dirección.

—No creo que lo consiga, nadie le dirá dónde vive. Ylena es amiga de Farida y es la única que se lo podría decir, y no lo hará.

—Ya has visto de lo que es capaz Catalina —replicó Fernando.

—Admito que tiene agallas, pero no son agallas lo que necesita para llegar hasta Marvin. Tenemos que ayudarla a regresar a España. Será lo mejor para ella y para su hija —insistió Eulogio, que puso todo su empeño en que Fernando le acompañara hasta el restaurante donde le esperaban Farida y Marvin.

A Marvin le sorprendió la presencia de Fernando y fue Farida quien insistió en que compartiera con ellos el almuerzo.

Dedicaron buena parte del encuentro a comentar la fiesta de fin de año de los Wilson. Farida les contó que Zahra había ido hasta allí después de su actuación en «La Ciudad» y Eulogio comentó que la bailarina tenía algo especial. Pero por más que éste intentó que Farida desvelara algo sobre la vida de Zahra, ella se limitó a sonreír y a escuchar sin decir una palabra de más.

Cuando terminaron de almorzar, Farida sugirió tomar un café bien cargado puesto que todos arrastraban los efectos de haber trasnochado. Mientras el camarero servía el café, Marvin comentó que por la noche cenarían con Ylena y el capitán Pereira para intentar convencerle de que los aceptara como pasajeros.

—El Esperanza del Mar tiene como destino Brasil. Desde allí buscaremos el medio de llegar a Nueva York —explicó Marvin mirando a Eulogio.

—¿Y si el capitán Pereira se niega a llevaros? —quiso saber Fernando.

—Habrá otros barcos… aunque preferimos viajar en el Esperanza del Mar. El capitán Pereira es un marino experimentado y no va a ser fácil cruzar el Atlántico teniendo en cuenta el intenso bloqueo de la marina alemana, que no distingue entre naves civiles y buques de guerra. Ylena ha prometido hacer lo posible para persuadirle. Espero que acepte llevarnos —dijo Marvin.

—¿Vendrás con nosotros? —preguntó Farida, mirando fijamente a Eulogio.

—Sí… desde luego. Aquí no hago nada… Yo… bueno, te agradezco el trabajo que me has buscado, pero sé que se trata de un favor que te está haciendo el señor Kamel —respondió Eulogio, un poco avergonzado pero sin esquivar la mirada de Farida.

—Sí, es un favor que me hace. Pero aprecia tu esfuerzo —respondió ella con sinceridad.

—Tiene muy buen carácter y habla un pésimo francés —dijo Eulogio riéndose.

—Suficiente para que os podáis entender —aseguró Farida, riendo también.

—Fernando, ¿y tú qué harás? —quiso saber Marvin.

—No puedo regresar a España. Soy un exiliado, me he quedado sin patria. Tanto me da quedarme aquí que ir a otra parte, dependerá de Catalina. Si ella regresa a España, quizá pueda unirme a vosotros, pero si decide quedarse… No, no voy a dejarla a su suerte. Quizá si tú hablaras con ella… si le dijeras que al menos vas a hacerte cargo de Adela…

Marvin se puso en pie cerrando los puños e intentando controlar la tensión que empezaba a sacudirle por la espalda y apoderarse de su ánimo.

—¡No tengo por qué! ¡No, no voy a participar de sus delirios! Catalina no es nadie para mí, no ha significado nada en el pasado. Su empeño es infantil. Ya es hora de que acepte la realidad.

—¡Pero tú tienes una responsabilidad que asumir! ¡No puedes darle la espalda! Un hombre tiene que hacer frente a lo que hace —insistió Fernando con dureza.

—¡No lo entiendes! ¡No quiero tener nada que ver con ella! Cada cual es responsable de sus actos. No tengo que dar ninguna explicación ni a ella ni a ti, ¿por qué habría de hacerlo? —El tono de voz de Marvin se había cargado de ira.

Farida se puso en pie y le cogió la mano tirando suavemente de él para que volviera a sentarse.

—Fernando, creo que no deberías insistir. Es una pena que hayas unido tu suerte a la de Catalina porque eso te hará muy desgraciado, pero es tu elección y la respetamos. —Farida hablaba con tanta dulzura como firmeza, y Marvin, sentado junto a ella, asentía.

—Te buscará —le advirtió Fernando sin darse por vencido.

—¿Y quién le va a decir dónde puede encontrarme? Nadie lo hará. Pero te aseguro, Fernando, que si me topara con ella y se atreviera a abordarme, ni la saludaría. No puede imponerme ni su vida ni la de su hija.

Se quedaron en silencio. Farida acariciaba la mano de Marvin logrando que desapareciera la tensión de su rostro.

—Si decides quedarte en Alejandría, puedes confiar en Sara y en Benjamin. Con Benjamin Wilson estás en buenas manos. Aprenderás con él… Sabe sacar lo mejor de cada persona —le dijo Farida a Fernando, intentando desviar la conversación.

Fernando no les dijo que Wilson pretendía que trabajara de algo más que de editor porque intuyó que al menos Farida ya lo sabía.

—Además, es justo a la hora de pagar a quienes trabajan para él —comentó Marvin.

Fernando asintió. Realmente lo era. El dinero que contenía el sobre que le había dado para pagarle por haber ido con Zahra al Cecil era más de lo que hubiera podido imaginar. Le permitiría una cierta holgura hasta cobrar su sueldo como ayudante de edición.

—Mañana iremos a verle —anunció Farida—, Marvin le entregará su poemario. Ya está listo para editar —añadió.

—¿Y no prefieres publicarlo en Estados Unidos? —preguntó Eulogio.

—Tengo una deuda impagable con monsieur Rosent. Hasta ahora él ha sido mi primer y único editor; creyó en mí y me orientó animándome a escribir. Los Rosent siempre serán mis editores, esté donde esté y pase lo que pase —afirmó Marvin.

—Además, Wilson&Wilson es una editorial de prestigio en el Reino Unido. Los poemas de Marvin llegarán a Nueva York —apostilló Farida.

—Benjamin ha prometido hacer una edición en tres idiomas: inglés, francés y árabe. La edición francesa se editará en el sello Rosent. —Marvin lo dijo con satisfacción.

La tarde se oscureció. Eulogio y Fernando regresaron a casa de Ylena. Eulogio no dejó de hablar sobre el viaje a América. Su sitio, dijo, no era Alejandría. Algún día, afirmó, se encontrarían en América, allí podrían labrarse un porvenir.

Dimitra les informó de que la señora Kokkalis había salido, lo que no sorprendió a los dos amigos puesto que Marvin les había dicho que cenarían con Ylena y el capitán.

—A Catalina le he llevado un plato de sopa y un trozo de tarta a la habitación. Está muy desmejorada y necesita descansar. Pero el coronel Sanders y monsieur Baudin ya se encuentran en el comedor dispuestos para cenar, de manera que no pierdan el tiempo.

No lo dijeron, pero ambos se alegraron de no tener que cenar con Catalina. Estaban demasiado cansados para verse obligados a fingir una normalidad que no sentían.

Durante la cena, monsieur Baudin les comentó los últimos rumores que corrían por la ciudad:

—Algunos de los consejeros del rey cada vez disimulan menos su simpatía por el Reich. Parecen admirar la firmeza de Hitler. En realidad, amigos míos, cada vez hay más egipcios que simpatizan con los alemanes, ven a los británicos como invasores.

—Monsieur Baudin, usted siempre dice lo mismo. No creo que se pueda afirmar que el pueblo egipcio es partidario del Eje —le cortó mister Sanders.

—Mi querido amigo, usted lo sabe mejor que yo. Los británicos suelen ser realistas y dudo mucho que el general Auchinleck o el almirante Cunningham se engañen respecto a los sentimientos de los egipcios. El ataque de los italianos al puerto de Alejandría ha despertado un sentimiento de admiración por los marinos italianos que lo llevaron a cabo. Hablan de Luigi Durand de la Penne, el jefe de la misión, como si fuera un héroe.

El coronel Sanders cerró los labios en un gesto de crispación. No quería reconocerle a monsieur Baudin que efectivamente tenía razón. Le fastidiaba que el francés recordara tan a menudo que para muchos egipcios los británicos eran poco menos que invasores.

Fernando y Eulogio terminaron de cenar y se retiraron a su habitación dejando que Sanders y Baudin jugaran su habitual partida de ajedrez en la biblioteca.

Apenas había amanecido cuando los dos amigos encontraron a Catalina en el comedor, desayunando. Adela estaba despierta en el cochecito junto a su madre. Dimitra no dejaba de hacer carantoñas a la niña cada vez que entraba y salía de la estancia.

Catalina los saludó con formalidad, evitando cruzar su mirada con la de ellos. Fernando le preguntó por el estado de Adela y ella explicó que la niña había pasado buena noche. Después, cada uno de los tres se concentró en el café que había traído Dimitra. El coronel Sanders y monsieur Baudin se unieron al desayuno.

Cuando terminaron y cada cual iba a dedicarse a sus ocupaciones cotidianas, Catalina, un tanto azorada, pidió a Fernando y Eulogio que se quedaran para hablar un momento.

—Mentiría si dijera que siento lo que dije el otro día; puede que sea injusta con los dos, pero lo que dije es lo que pienso. Sé que eso nos ha separado y ahora será difícil que volvamos a recobrar la confianza, sobre todo vosotros en mí. Yo… bueno, no tengo a nadie a quien acudir. El capitán Pereira me ha asegurado que él correrá con mis gastos en casa de Ylena, pero naturalmente no puedo aceptar, de manera que tendré que trabajar, aunque será complicado porque Adela necesita que esté con ella.

Se hizo el silencio. Catalina parecía no saber cómo seguir y Fernando buscaba la manera de decirle que pese a todo siempre podría contar con él. Pero Eulogio se le adelantó:

—Yo tampoco me arrepiento de lo que te dije. En cualquier caso, quizá no fuera una buena idea haber venido. Pero todos teníamos nuestros motivos para irnos de España, así que como ya estamos aquí lo que tenemos que hacer es que cada uno decida lo que más le conviene y actuar en consecuencia. Yo me voy, no pienso quedarme en esta ciudad en la que no tengo porvenir.

—Buscaré a Marvin. No puede esconderse de mí. Le encontraré. Tendrá que casarse conmigo. Ya no pretendo que lo haga por amor, sino por sentido del deber. Llevadme a verle. —Catalina hablaba mirando indistintamente a Eulogio y a Fernando.

—No insistas, Catalina. Marvin no quiere saber nada de ti. Yo no voy a ayudarte a encontrarle. Es mi amigo y me ha dejado claro sus sentimientos hacia ti: ninguno. Además, ya te hemos dicho que vive con una mujer de la que está enamorado. No quiere saber nada de ti ni de la niña. Que sepas que me voy con ellos a América —sentenció Eulogio.

—¿Me estás diciendo que Marvin es un miserable? —Catalina intentaba contener la vergüenza y la ira que la invadían.

—No, Marvin no es ningún miserable. Él tiene sus razones y tú las tuyas. Yo respeto su decisión de no querer saber nada de ti y comprendo tu deseo de encontrarle, aunque… Bueno, creo que deberías reflexionar al respecto puesto que cada uno es responsable de sus actos —respondió.

—¿Reflexionar? ¿Crees que debo reflexionar sobre por qué quiero encontrar al padre de mi hija? ¿Te burlas de mí? —El tono de voz de Catalina comenzaba a adquirir un tinte histérico.

—Bien sabes que no me burlo. Lo siento, Catalina, yo desde luego no te voy a ayudar. Fernando y yo te hemos traído hasta aquí, quizá no debimos hacerlo. Pero lo hecho, hecho está. Mi consejo es que regreses a España. Tus padres te quieren y cuando vean a Adela te perdonarán. En cuanto a la boda con Antoñito, ya no será posible, pero eso que sales ganando. Es un cerdo, lo mismo que su padre. —Las palabras de Eulogio estaban cargadas de dolor.

—¿Y tú, Fernando? —preguntó Catalina—, ¿tampoco me vas a ayudar a encontrar a Marvin?

—Eulogio dice la verdad, Marvin no quiere ni oír hablar de ti —contestó Fernando, sintiendo que la estaba traicionando.

—Lo que te estoy pidiendo es que me lleves hasta Marvin, lo que pase después será asunto nuestro —sentenció Catalina.

—No puedo hacerlo.

—¡No quieres hacerlo! ¡Dilo! ¡Di que no quieres hacerlo porque no soportarías que pudiera irme con él! ¿Verdad que es eso? —Catalina intentaba herir a Fernando, habida cuenta de lo herida que ella se sentía.

—Puedes creerme o no, pero te juro que he intentado convencerle para que hable contigo. Y también puedo jurarte que desconozco su dirección. Créeme que si supiera dónde vive te llevaría ahora mismo. Le he dicho a él que debe hablar contigo, decirte lo que te tenga que decir. No comprendo su empecinamiento en no querer verte —afirmó Fernando con sinceridad.

—¡Es esa mujer! ¡Es ella la que se lo impide! Teme que Marvin la deje en cuanto nos vea a Adela y a mí, ¿creéis que no lo sé? Esa bruja no le permite verme —afirmó Catalina con convicción.

—Marvin está enamorado de ella —insistió Eulogio.

—¡No, no lo está! Ella le ha engatusado, Dios sabe cómo… Hay mujeres que utilizan brujería para retener a su lado a los hombres. Estoy segura de que es una bruja. Yo sé cómo es Marvin, sé de su dulzura, de su delicadeza, de su amor hacia mí. Por nada del mundo me haría daño. Pero ahora no piensa por sí mismo; es esa mujer quien le manipula.

Catalina hablaba con tal apasionamiento que era evidente que se creía lo que decía. Fernando no lo expresó, pero pensó que quizá Catalina tuviera razón y si Marvin se negaba en redondo a verla era porque Farida se lo impedía. En realidad, ¿qué sabían Eulogio y él de Farida? Sólo que Marvin tenía una gran dependencia de ella. Quizá la filósofa no era lo que parecía. Desde luego tenía que reconocer que a cualquier hombre le resultaba fascinante tanto por su personalidad como por su extraña belleza.

—No eches la culpa a Farida ni tampoco a Fernando. Es Marvin quien toma sus propias decisiones. Desde luego, yo no voy a decirle a Fernando dónde vive Marvin porque sé que él sería incapaz de negarte la dirección. No voy a traicionar a Marvin por ti. —Eulogio no dejó lugar a dudas sobre su posición.

—En realidad nunca te he caído bien, ¿verdad? —Catalina le miraba fijamente.

—Te tengo por una niña a la que la vida no le ha negado nada —respondió Eulogio.

—¿De verdad lo crees? ¡Pues te equivocas! ¡No sabes nada de mí! La guerra me quitó a mi abuelo materno y mi abuela Adela murió de pena. La guerra volvió loca a mi tía Amparo, la esposa de tío Andrés, que tuvo que ver cómo los milicianos mataban a su hijo Andresito. La guerra me arrebató a mis tíos. La guerra hizo que mi tía Adoración del Niño Jesús no haya vuelto a ser la misma desde que unos milicianos entraron en el convento, y… bueno, ya sabes lo que les hacían a las monjas. La guerra hizo que mi padre tuviera que transigir con don Antonio e incluso concertar mi boda con Antoñito porque ya no tenemos ni para comer. ¿Crees que no sé lo que esto suponía para mi padre? La guerra le quitó su marido a mi tía Petra. Así que no me digas que la vida no me ha negado nada cuando he perdido a tantas personas queridas. ¿Crees que sólo tú has sufrido por la pérdida de tu padre? ¿O porque el sinvergüenza de don Antonio se aprovechara de tu madre y de ti y que os quitara la casa? ¿O porque te hirieron durante una batalla? —El dolor se había hecho hueco en las palabras de Catalina.

Durante un tiempo que se les antojó eterno los tres se quedaron callados.

—Tu familia ganó la guerra —acertó a decir Eulogio, impresionado a su pesar por las palabras de Catalina.

—¿Que ganaron la guerra? ¿Cómo puedes decir eso? La guerra la ganaría Franco, pero la perdimos todos. Tú me hablas con rencor porque crees que formo parte del bando vencedor, pero yo no formo parte de nada, no pude elegir. Crees que soy una estúpida y a lo mejor es verdad, pero no tanto como para no ver lo que está ocurriendo en España. ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que nos perdonemos los unos a los otros?

Eulogio estaba sorprendido por la argumentación de Catalina. Siempre la había tenido por una boba, pero aun así se resistía a considerar que pudiera tener una brizna de razón.

—Mira, niña, los de tu bando son los que provocaron la guerra alzándose contra el Gobierno legítimo de la República —replicó.

—Tienes razón, pero los muertos duelen por igual. A ti te duele la muerte de tu padre y a mí la de mis tíos y la de mi primo. Tu dolor no es mejor ni mayor que el mío. Tus muertos y los míos valen lo mismo.

A Fernando la vehemencia de Catalina le sobrecogió. De repente se dio cuenta de que detrás de su apariencia de niña anidaba una mujer que desconocía.

Sintió que tenía que recomponer su idea sobre Catalina e incluso sus sentimientos.

Ninguno de los tres parecía sentirse capaz de seguir hablando. Dimitra los interrumpió recordándoles que llegarían tarde a trabajar. Los dos se marcharon sin tiempo de decirle adiós.

Leyda, la secretaria de Wilson, le indicó a Fernando que Athanasios Vryzas le esperaba en el despacho de Benjamin Wilson. Y allí le encontró junto a Marvin, que por el rictus de su boca parecía contrariado.

Wilson le invitó a sentarse y en pocas palabras les explicó que el editor jefe había aconsejado que fuera el propio Fernando quien se hiciera cargo de la edición de los poemas de Marvin.

El libro tendría que estar listo en un par de meses como muy tarde. Vryzas recordó que también debía hacerse cargo de la edición inglesa de los poemas de Omar Basir.

—Tú hablas un inglés excelente y no tendrás dificultad para hacerlo. Yo me encargaré de las ediciones francesa y árabe —explicó el viejo editor.

Marvin no parecía muy satisfecho, pero no protestó. Fernando supuso que lo había hecho antes de que llegara él.

Benjamin Wilson dio por terminada la reunión y despidió a Vryzas y a Marvin, pero le indicó a Fernando que se quedara.

Cuando estuvieron a solas le observó durante un segundo como si intentara calibrarle.

—En cuanto a la edición de los poemarios no hay nada más que hablar. Pero además quiero encargarle otro trabajo que me urge aún más. Necesito que se dirija hacia Marsa el Brega. Bueno, en realidad no creo que haya que llegar hasta allí…

—¿Marsa el Brega? No sé dónde está… ¿Y por qué debería ir a ese lugar? —preguntó Fernando con desconfianza.

—Libia, la Cirenaica… Allí se encuentra uno de los emplazamientos de Rommel.

—¡Vaya idea más absurda! A lo mejor quiere que salude a Rommel de su parte. —Fernando estaba perplejo.

—Escuche, no me lo ponga difícil… Estamos en guerra, usted es antifascista, tiene buenas razones para ello. Yo también. De manera que no hay motivo para que no colabore conmigo y haga algo para que ganemos esta maldita guerra.

—Yo ya perdí una guerra —afirmó Fernando con solemnidad.

—Puede que aún no la haya perdido del todo si logramos derrotar a Hitler. Si así fuera, Franco se encontraría en el lado perdedor y puede que los Aliados decidan no permitir a un fascista seguir gobernando un país europeo. Si ganamos la guerra, puede que los días de Franco estén contados.

—¿Sabe, señor Wilson?, quizá las cosas deberían ser así, pero dudo de que los británicos defiendan algo más que sus propios intereses. Nada garantiza que derroten a Hitler y mucho menos que, si lo hacen, después decidan acabar con Franco.

—Comprendo su escepticismo, ha visto usted mucho para ser tan joven. Pero créame que la derrota de Hitler es necesaria si queremos sobrevivir para seguir siendo lo que somos, países civilizados con valores humanistas. No podemos permanecer impasibles ante la conquista de Europa por parte del Ejército alemán con sus leyes racistas que están provocando que miles de personas sean conducidas a campos de concentración en función de su raza o incluso de su ideología. Usted ha perdido una guerra, ciertamente, pero le aseguro que perder ésta será mucho peor. Pregúntese si su padre permanecería impasible ante Hitler o haría lo que estuviese en su mano para poner fin a su locura.

Benjamin Wilson se quedó en silencio dando tiempo a Fernando para contestarse a sí mismo a la pregunta que acababa de hacerle. Estaba seguro de la respuesta.

—¿Y qué es lo que tendría que hacer en ese lugar?

—Ya le dije que, además de editar libros, Wilson&Wilson ayuda a buscar personas.

—Sí, y también que compra y vende información —le interrumpió Fernando.

Los dos hombres se miraron con recelo. Pero enseguida Wilson cogió las riendas de la situación.

—Nunca he dicho tal cosa, le expliqué que en ocasiones también me requieren determinadas informaciones. Si puedo encontrarlas, lo hago, pero nada más. Temo decepcionarle, pero no juego a los espías.

Fernando se encogió de hombros. No podía evitar sentirse inquieto ante Benjamin Wilson porque desconfiaba de él. Sentía que para él sólo era un peón que intentaría mover a su antojo.

—Entre las tropas italianas que acompañan a Rommel hay alguien que en ocasiones ha colaborado con los británicos y… también conmigo. Se llama Domenico Lombardi y está destinado en Intendencia. Hace un mes recibí un mensaje para que le sacara de Marsa el Brega. Quería desertar. Mandé a uno de mis colaboradores. Sólo sé que él y Lombardi abandonaron Marsa el Brega. Ya tendrían que haber llegado a Alejandría, y sin embargo… El hombre que envié conoce bien el desierto, de manera que no sé qué les ha podido pasar. Tengo motivos para preocuparme. Necesito que salga a buscarlos.

—¡Está usted loco! Yo no sabría cómo atravesar el desierto. No tengo preparación para eso. Sabe que me envía al matadero.

—Tiene razón, es una locura y es más que probable que le detengan y que le maten. Pero necesito que alguien vaya allí. En realidad el trabajo lo hará Hafid. Es beduino y se conoce el desierto como la palma de la mano. Es él quien sabrá encontrarlos en caso de que estén vivos. Pero confío en Hafid.

—No dejo de escuchar que los egipcios prefieren a los alemanes antes que a los ingleses —apostilló Fernando.

—Así es. Pero no todos. Además, Hafid es beduino, es un hijo del desierto, no es de ninguna parte.

—¿Y por qué trabaja para usted?

—En realidad le debe la vida a mi padre… hace años le salvó de morir. Mi padre era un oficial destinado en Egipto. En una ocasión, mientras patrullaba por el desierto junto a sus hombres se encontraron con un grupo de bandidos que habían atacado un campamento beduino. Habían matado a algunos hombres, incluso a algunas de las mujeres. Uno de los bandidos intentaba violar a la madre de Hafid. Mi padre le mató de un tiro. El padre de Hafid estaba malherido, lo mismo que Hafid, que entonces apenas era un adolescente. Gracias a mi padre se salvaron. Ese hombre tiene una deuda de sangre conmigo. —Wilson habló con tranquilidad, como si fuera incontestable lo que estaba relatando.

—¿Para qué necesita que vaya yo?

—Hafid no habla ni una palabra de italiano.

—Yo tampoco.

—Pero a usted no le costará entenderse con Lombardi; ambos hablan dos idiomas que provienen del latín, no les costará entenderse. En estos momentos no tengo a nadie que hable italiano. Por eso le estoy pidiendo que vaya, porque necesito a alguien capaz de entenderse con Lombardi, si es que aún está vivo. El hombre que le fue a buscar es un primo de Hafid, Basim, también beduino; comprenderá que los beduinos no se pierden en el desierto. Algo les ha tenido que pasar.

—A lo mejor ese beduino ha decidido traicionar a Lombardi y entregarle a los alemanes —respondió Fernando.

—No lo creo, ya le he dicho que es primo de Hafid. Si lo hubiera hecho, sabe que eso le costaría la vida, Hafid le mataría.

—¡Usted está loco! —insistió Fernando.

—En esta parte del mundo las cosas van así… Es preciso que hable con Lombardi, pero sobre todo sacarle de allí tal y como me ha pedido. Quienes trabajan para mí saben que nunca abandono a ninguno de los míos.

—¿Y por qué alguien que forma parte del Ejército italiano traiciona a los suyos trabajando para usted?

—Tiene sus razones.

—Necesito saber qué razones.

Benjamin Wilson cruzó su mirada con la de Fernando y supo que no lograría nada de él si no le decía toda la verdad.

—Domenico Lombardi es hijo de un juez. Su padre es socialista. Puede suponer cuánto le repugna el fascismo. Padre e hijo se enfrentaron a causa de la política y llevaban un par de años sin apenas hablarse. Hace unos meses encarcelaron a su padre y eso ha hecho que el joven Lombardi se revuelva. Domenico es un militar con un alto sentido del honor y del deber acostumbrado a obedecer, pero ante todo su principal lealtad es para con su familia, para con su padre, que es quien le ha inculcado los valores que son su guía. El encarcelamiento de su padre y la actitud de Rommel para con los italianos han sido demasiado para él. Su conciencia ha sido zarandeada, además, por el desdén que Rommel muestra por los militares italianos, y eso le ha llevado a no sentir tantos remordimientos a la hora de colaborar en alguna ocasión. Pero su principal motivación es el dolor por saber encarcelado a su padre, un hombre íntegro.

—¿Y si no le encontramos?

—Procure regresar.

—Usted mismo me ha dicho que lo más seguro es que me maten.

—Sí, eso podría pasar.

—¿Cuándo tendría que partir?

—Dentro de un par de días. El tiempo que Hafid necesita para organizarlo todo. Él le protegerá.

Wilson le entregó una carpeta con algunos detalles del viaje. Fernando echó un vistazo y se sobresaltó al comprobar que entre Alejandría y Marsa el Brega mediaban mil kilómetros. Iba a protestar, pero decidió darse por vencido.

—¿Y qué le diré a Ylena Kokkalis? ¿Y a mis amigos?

—A sus amigos, que le he mandado a mi sucursal de El Cairo. En cuanto a Ylena… no hace falta que le diga nada. Ella comprenderá.

Fernando se quedó en silencio; se sentía noqueado intentando desbrozar el contenido de lo que acababan de hablar. Le parecía que cuanto estaba viviendo era irreal.

—No se preocupe por Catalina, Ylena cuidará de ella, le ha cogido mucho afecto.

—Mi amigo Eulogio se va con Marvin y Farida en el Esperanza del Mar. Catalina se quedará sola.

—Sí, se irán, pero no en el Esperanza del Mar. El capitán Pereira se niega a llevarlos con él a pesar de que se lo ha pedido Ylena. El Portugués sólo aceptará si Marvin habla con su amiga Catalina, pero, como sabe, él se niega. Además… bueno, puede que tengan otros planes.

—¿Otros planes? —Fernando no alcanzaba a comprender a qué se refería Wilson.

El editor endureció el gesto y cruzó las manos sobre el escritorio sin molestarse en responder a la pregunta de Fernando.

—Todos tenemos afectos a los que responder. La vida nos va enredando con acontecimientos inesperados… El capitán Pereira intenta proteger los intereses de Catalina y yo me siento en la obligación de preocuparme de otros asuntos.

Fernando salió del despacho de Wilson sin comprender las palabras de aquel hombre que, sin embargo, sentía que le manipulaba a su antojo. No quería ir a Marsa el Brega, pero había aceptado hacerlo. Y se maldijo por ello.

Athanasios Vryzas estaba ensimismado leyendo un manuscrito, pero cuando le vio aparecer dejó lo que estaba haciendo.

Hablaron durante un buen rato de cómo organizar el trabajo y sobre las fechas previstas para tener listas las ediciones de los libros.

—El señor Wilson me ha dicho que tienes que ir a nuestra sucursal de El Cairo durante unos cuantos días, pero estoy seguro de que te dará tiempo a cumplir con lo previsto.

—Al menos lo intentaré —respondió Fernando malhumorado, no queriendo comprometerse a lo que no estaba seguro de poder hacer.

—El señor Wilson es muy estricto en cuanto al cumplimiento de los plazos de edición —le advirtió Vryzas.

—Pero yo no me puedo multiplicar, de manera que haré lo que pueda y lo mejor que pueda —replicó Fernando; las exigencias del editor jefe le estaban sacando de quicio.

Athanasios Vryzas no insistió. Su joven ayudante parecía estar sufriendo una gran presión.

Trabajaron el resto del día y aunque Vryzas animó a Fernando para que saliera a comer algo, éste prefirió quedarse trabajando. No tenía hambre, pero sobre todo no disponía de tiempo.

A las seis Vryzas le invitó a marcharse. Esta vez no protestó.

Cuando Dimitra le abrió la puerta le dijo que la señora Kokkalis le esperaba en su saloncito. Fernando no tenía ganas de hablar con nadie, tampoco con Ylena, pero no podía negarse a hacerlo, al fin y al cabo era su anfitriona.

Ylena estaba sentada detrás de su escritorio con un libro de cuentas. Le sonrió indicándole que se sentara frente a ella.

Aquel saloncito era de lo más acogedor. Además del escritorio había un par de sillones de orejas y un sofá tapizados en cuero de color verde oscuro, dos mesitas bajas con jarrones de flores y varios cuadros pequeños con motivos marineros. El olor a cuero y a rosas le daba una calidez especial a la estancia, sobre todo en aquel momento en el que había empezado a llover.

—Supongo que ya sabe que el capitán Pereira no va a llevar a Marvin ni a Farida a América y, por tanto, tampoco a su amigo Eulogio. Su decisión ha supuesto un contratiempo para todos… pero el capitán es un hombre de una sola palabra, así que no cambiará de opinión. Esta noche vendrá a despedirse porque zarpa de madrugada.

Fernando no supo qué responder, tampoco sabía qué esperaba Ylena que dijera al respecto, así que optó por permanecer en silencio.

—Comprendo la decisión del capitán. Yo habría adoptado la misma actitud si no fuera porque… bueno, porque soy amiga de Farida y ahora también de Marvin. Es difícil ponerse de parte de todos a la vez. Pero aunque no conozco las razones de Marvin, respeto su decisión porque la avala Farida, aunque… bueno, creo que si por ella fuera Marvin hablaría con Catalina, pero como él se niega, ella le protege. Por otro lado, no puedo dejar de conmoverme por la tragedia de Catalina. Le he tomado afecto. Comprendo su desesperación. La pregunta que quiero formularle es: ¿qué cree que podemos hacer?

—¿Hacer? Usted sabe que no podemos hacer nada. Marvin se irá de todos modos.

—¿Y Catalina?, ¿aceptaría regresar a España? Sería lo más conveniente para ella y para su hija…

—Sí, yo también lo creo, pero tendrá que preguntárselo a ella. Yo no lo sé.

—¿Y usted, Fernando?, ¿ha pensado qué va a hacer?

—Me siento atrapado. —Fernando se arrepintió nada más decir estas palabras.

Ella le miró con curiosidad y pudo ver en el rostro de su huésped un rictus de amargura.

—Siempre podemos elegir —afirmó Ylena.

—No, eso no es verdad —negó él con rotundidad.

—Puede que en ocasiones no seamos capaces de ver la puerta de salida, pero le aseguro que esa puerta siempre existe.

—No lo creo.

—Comprendo que ahora lo vea todo oscuro… Se ha marchado de su país, se han visto atrapados por acontecimientos que no esperaban… y luego esta ciudad, Alejandría, que a veces yo también siento su peso sobre mí. En realidad usted no tiene ninguna razón para quedarse aquí.

—Excepto Catalina.

—Pero una vez que Marvin se marche, ella no tendrá ningún motivo para quedarse. Todo en Alejandría les resulta extraño, el idioma, la gente, la manera de vivir, incluso la guerra, con Rommel dispuesto a hacerse con la ciudad. Deberían marcharse. —Ylena lo dijo con la convicción de que era lo mejor para ellos.

—No voy a dejar a Catalina. No mientras le pueda ser de alguna utilidad. Si ella decide quedarse, estaré junto a ella.

—El capitán Pereira me ha pedido que cuide de Catalina y así lo haré. Le tiene mucho aprecio.

—Yo cubriré todos sus gastos —afirmó Fernando.

—La cuestión es que tienen que decidir qué van a hacer. Su amigo Eulogio no tardará en marcharse con Marvin y Farida. El señor Wilson ya les ha encontrado acomodo en otro barco que zarpará en un par de días rumbo a Marsella. Después, si todo va bien, viajarán a Estados Unidos.

—¿A Francia? ¡Pero si Estados Unidos está en guerra con Alemania y Francia ha sido ocupada…!

—Creo que su amigo Marvin y Farida quieren ir a Vichy para encontrarse con monsieur Rosent, el padre de Sara y editor de Marvin. Al parecer, monsieur Rosent contó con la ayuda de unos amigos para salir de París y llegar hasta la Zona Libre. Sara lo supo anoche. Imagine su preocupación.

—¡Pero si Vichy es un régimen lacayo de Hitler!

—Sí, así es… pero ya le he dicho que en esta ciudad todo se entremezcla. Sara Rosent quería ir a Vichy, pero Benjamin cree que correría un peligro añadido por ser judía. Farida y Marvin se ofrecieron a buscar a monsieur Rosent. Marvin se siente en deuda con él.

—El señor Wilson no me ha dicho nada de esto —protestó Fernando.

—¿Y por qué habría de decírselo?

—Marvin y Farida correrán peligro, pero Eulogio mucho más. No, él no puede ir a Francia. Desde antes de que terminara nuestra guerra a los españoles que escapaban a Francia los encerraban en campos…

—Benjamin tiene muchos recursos. Supongo que habrá pensado en todo para que no corran ningún peligro.

—¡Están todos locos! —Fernando alzó la voz alterado por cuanto le estaba contando Ylena.

—Estamos en guerra, eso es todo. La guerra es la mayor de las locuras.

—Hablaré con Eulogio.

—Sí… hágalo. En cuanto a usted y a Catalina, tómense el tiempo que necesiten para decidir lo que van a hacer. ¡Ah!, y esta noche el capitán cenará con nosotros. También tengo una pequeña sorpresa.

Fernando encontró a Eulogio fumando tumbado sobre la cama con gesto serio. Parecía cansado.

—Acabo de hablar con Ylena —le dijo a modo de saludo.

—Y te ha explicado que nos vamos a Francia, creo que a Vichy.

—Eso me ha dicho. Supongo que no vas a secundar esa locura.

—¿Y qué puedo hacer? ¿Quedarme aquí ejerciendo de ayudante de un hombre que no me necesita y con el que me entiendo por gestos más que con palabras?

—Puedes ir a Brasil en el Esperanza del Mar. El capitán se niega a llevar a Marvin y a Farida, pero a ti te llevaría. Yo mismo se lo pediré. Podemos pagar parte del pasaje con lo que me ha dado Wilson.

—Sí, podría hacerlo…

—Pues hazlo. Es lo mejor. Una vez en Brasil decides lo que quieres hacer, pero desde allí te costará menos ir a cualquier otra parte.

—Marvin me contó lo que pensaba hacer y me pidió que los acompañara. Se ha ofrecido a buscar a monsieur Rosent, pero… no sé, creo que siente miedo.

—Natural, hay que estar loco para no sentirlo. A nadie se le ocurriría viajar a Francia en estas circunstancias. Ese Wilson es un manipulador, un tipo sin escrúpulos que logra que la gente haga lo que a él le conviene.

—También me dijo que temía por lo que pudiera suceder y, sobre todo, por la suerte que pudiera correr Farida, que se empeña en no dejarle ir solo. Creo que yo le doy cierta seguridad. Me ha hecho prometer que sacaré a Farida de Francia en caso de que a él le ocurra algo. Fernando, comprende que yo no puedo fallar a Marvin —afirmó Eulogio con un deje de resignación.

—¿Fallarle? ¿Es que negarte al suicidio es fallarle? No sé qué riesgos pueden correr él y Farida, pero tú… Sabes que los franceses te arrestarán en cuanto pongas un pie en Francia y te mandarán a alguno de esos campos donde encierran a los españoles, si es que no te envían a España.

—Sé que me necesita. Marvin ha asumido hacer algo para lo que no está preparado. Y lo ha hecho por lealtad a los Rosent.

—Tú tampoco estás preparado para cruzarte media Francia hasta llegar a Vichy, ¿es que crees que será como ir de excursión al campo? Por favor, Eulogio, vuelve a la realidad. Esta maldita Alejandría nos está trastornando a todos.

—Ya me he dado cuenta de que estamos cambiando —admitió Eulogio.

—Pero para peor, y además estamos perdiendo el poco sentido común que nos quedaba —sentenció Fernando, mientras se sentaba tapándose el rostro con las manos.

Lo hacía para intentar reprimir un sollozo.

De tan viejo como se sentía pensó que los días transcurridos desde que se habían escapado se habían multiplicado por años.

Eulogio se sentó a su lado, pasándole un brazo por los hombros.

—No hay vuelta atrás, Fernando, para nosotros no existe la posibilidad de regresar a España. Y tú aún puedes menos que yo. La única que podría hacerlo es Catalina. Tienes razón en lo que se refiere a Wilson, ese hombre hace y deshace a su conveniencia… Marvin me ha contado algunas cosas… Bueno, lo mismo que tú me contaste: que además de editar libros, Wilson&Wilson también se dedica a buscar personas.

—¿Y a nosotros qué nos importa? No le debemos nada.

—Somos exiliados, no tenemos nada, no hay porvenir para nosotros —respondió Eulogio.

—Tú querías ir a América precisamente en busca de un porvenir —le recordó Fernando.

—En realidad yo quería huir de mí mismo, de la enorme vergüenza que sentía por lo de mi madre con don Antonio. De eso es de lo que quería huir, tanto como de la España de Franco —se sinceró Eulogio.

Los dos amigos se abrazaron intentando reprimir las lágrimas. Se sentían perdidos en la inmensidad de aquella ciudad milenaria que les resultaba tan ajena. Todavía no amaban a la vieja Alejandría.

Dimitra golpeó suavemente la puerta con los nudillos avisándolos de que en pocos minutos serviría la cena.

Catalina ya estaba sentada cuando llegaron al comedor; estaba hablando con el capitán Pereira. Como Fernando y Eulogio no tenían ganas de participar en ninguna conversación procuraron distraerse con el debate que mantenían monsieur Baudin y mister Sanders. Ambos competían para demostrar cuánto sabían sobre lo que estaba pasando en aquella guerra que se libraba en las arenas del desierto. Ylena hacía de árbitro intentando calmar los ánimos de ambos caballeros, que discrepaban sobre la estrategia que se debía seguir para frenar al Afrika Korps. El coronel gustaba de zaherir a monsieur Baudin recordándole que el mariscal Pétain marcaba el paso al son de los alemanes.

No es que monsieur Baudin estuviera de acuerdo con Pétain, pero le fastidiaba la superioridad de la que hacía gala el coronel Sanders recalcando que era Inglaterra la que intentaba parar los pies a Adolf Hitler. Por su parte, el capitán Pereira auguraba que la guerra aún sería larga y difícil de ganar, aunque confiaba en que la intervención de Estados Unidos en el conflicto pudiera cambiar el rumbo de la contienda.

—Y los rusos. No te olvides de los rusos —apostilló Ylena.

—Tienes razón, mi querida Ylena —dijo el capitán—, puede que Hitler cometa el error de menospreciarlos, pero los rusos son un pueblo sufrido y formidable que lucharán si es necesario hasta que no quede ni uno solo de ellos, pero pararán a Hitler, ya lo verán —asintió el capitán Pereira.

—¿Cómo es la vida en la Zona Libre? —preguntó de repente Eulogio, mirando a monsieur Baudin.

—Para ser sinceros, lo de la Zona Libre es sólo un eufemismo, ahí sí tengo que darle la razón al amigo Sanders. Como francés me avergüenzo de las decisiones de Pétain… Mis amistades de París me aseguran que los alemanes disfrutan de la ciudad a su antojo. En cuanto a lo que sucede en la zona que gobierna el mariscal Pétain… las cosas no van bien… sobre todo para los extranjeros, salvo que sean alemanes o italianos.

Después de la cena y para sorpresa de Fernando y Eulogio, Ylena les anunció que al día siguiente a las siete de la mañana bautizarían a Adela. El capitán Pereira sería el padrino y ella la madrina. Así lo había decidido Catalina.

—Están ustedes invitados a la ceremonia en la catedral de Santa Catalina, y será breve.

—Y tan breve, en cuanto bauticemos a la niña zarpo hacia Brasil —apostilló Pereira.

—Es una casualidad que entre tantas iglesias de tan diferentes confesiones como las que hay en Alejandría precisamente la latina sea la de Santa Catalina —dijo monsieur Baudin con una sonrisa.

—Desde luego asistiré encantado —se comprometió el coronel Sanders, un tanto confundido porque lo que menos esperaba hacer era asistir a un bautizo.

Catalina les agradeció a todos su buena disposición y luego abrazó emocionada al capitán Pereira.

—¡Cuánto ha hecho por mí! Nunca podré pagárselo.

—¡Vamos, vamos! No podemos dejar a la pequeña sin bautizar y para mí es un honor ser su padrino. El mar me tuvo alejado del momento en que nacieron mi hija y también mis nietas, así que gracias a Adela he sabido cómo se llega a la vida.

—Usted la salvó —le recordó Catalina agradecida.

En cuanto el capitán se marchó, el inglés y el francés pidieron permiso a Ylena para disponer de la biblioteca y jugar su partida de ajedrez. En ese momento, Fernando le hizo una seña a Catalina. Quería hablar con ella. No podían seguir retrasando la conversación sobre lo que iban a hacer.

Catalina, no sin fastidio, le propuso ir a su habitación. Prefería no tener que hablar delante de Eulogio.

Después de colocar a Adela sobre la cama, Catalina se sentó en una silla invitando a Fernando a que ocupara la otra.

—Qué tranquila duerme —comentó él, observando el sueño de la pequeña.

—Sí, es muy buena. La pobrecita apenas tiene fuerzas para nada.

—Pero ha salido adelante. Adela es más fuerte de lo que parece —la consoló Fernando.

—Bien, qué es lo que quieres decirme. —Catalina se había puesto tensa de repente.

—Eulogio se marcha en un par de días —le anunció Fernando.

Ella sintió la noticia como un golpe en el estómago. Aunque no acababa de congeniar con Eulogio, su presencia era un vínculo con la España que había dejado atrás.

—Con Marvin… claro.

—Sí, con Marvin y Farida.

—¿A América?

Fernando dudó en decirle la verdad, pero no sabía mentir y, además, no quería hacerlo.

—No, por ahora no irán a América. Creo que van a Francia. Parece que con Marvin las cosas nunca terminan de ser lo que está previsto —admitió él.

Catalina asintió dejando vagar la mirada hacia el techo. Parecía derrotada.

—¿Por qué se niega a verme? —le preguntó mirándole fijamente.

—No lo sé, pero tan sólo escuchar tu nombre le produce una enorme irritación. Lo mejor sería que hablarais y te dijera lo que crea conveniente. Pero se niega y yo no alcanzo a comprender su empecinamiento. Asegura que no te debe ninguna explicación.

—Me ha dado a Adela, no puede ignorarlo —replicó ella.

Fernando guardó unos segundos silencio buscando las palabras que hacía tiempo reprimía. Pero no podía seguir sin hacerlo o el abismo entre ambos sería definitivo.

—Te juro, Catalina, que daría media vida por que Marvin y tú… Sí, no te diré que no me dolería, que sufriría, pero no soy tan egoísta para desear tu desgracia ni la de tu hija. Además, hace tiempo que he comprendido que nunca me podrás querer. Me resistía, lo confieso. Mi sueño secreto era que un día te despertaras y me dijeras que te habías dado cuenta de que me quieres a mí… pero los sueños son sólo eso, sueños. De manera que sé que entre tú y yo nunca podrá haber nada que no sea amistad. Pero lo que sí puedo hacer es seguir ofreciéndote una amistad desinteresada. Cuenta conmigo siempre, para lo que sea. Ya que yo no puedo ser feliz, haré lo imposible para que tú lo seas.

A Catalina le sorprendió la declaración de Fernando. No estaba preparada para semejantes palabras dichas con tanta sinceridad que la desarmaban. Sintió remordimientos por haberle herido días atrás.

Tragó saliva mientras intentaba buscar una respuesta a la confesión de Fernando.

—Te agradezco lo que me has dicho… Yo… lo siento, ojalá pudiera enamorarme de ti, pero… no puedo, Fernando, no puedo. Te quiero, eso sí, te quiero muchísimo, tanto como a mi familia, y no querría que me tuvieras en cuenta lo que dije hace unos días. No te lo merecías… Entiéndeme… estoy nerviosa… el parto en el mar, la enfermedad de Adela, llegar a esta ciudad extraña, el hospital, estar tan lejos de España y de mis padres… Yo… no sé qué habría hecho sin ti.

Catalina se levantó y se plantó delante de él tendiéndole las dos manos. Fernando se puso en pie y la abrazó. Se quedaron apenas unos segundos fundidos en un abrazo consolador. Luego ella se inclinó sobre Adela, era su manera de evitar el llanto.

—Regresa a España. Es lo mejor. Tus padres te acogerán sin reproches en cuanto vean a la niña. Antoñito ya no se querrá casar contigo, así que asunto resuelto. No tienes que seguir huyendo —dijo Fernando.

—Es lo que me aconseja el capitán Pereira y también Ylena, pero… no, no voy a regresar. No regresaré hasta que no hable con Marvin, hasta que él conozca a su hija. Si en ese momento me dice que no quiere saber nada de nosotras, entonces… no, entonces tampoco podría hacerlo porque avergonzaría a mis padres. Pero tengo a Marvin por una persona honorable. Tú le conoces, sabes lo sensible que es. Creo que es esa mujer la que no le permite que me vea. Sé que cuando se libere de ella vendrá con nosotras. Por eso es importante que yo le vea.

Fernando no supo qué más decir. Se sentía abrumado ante el empecinamiento de Catalina. Se preguntó cómo podía estar tan ciega. Pero inmediatamente encontró la respuesta. Él mismo se había mantenido ciego y sordo a cualquier consideración que no fuera que ella le llegaría a querer algún día.

—Alejandría no es el mejor lugar para vivir. No sabes árabe y ni siquiera te puedes entender bien en inglés.

—Pero hay mucha gente que habla francés… Mira Ylena, incluso mister Sanders, y la propia Dimitra lo chapurrea. No te olvides que he pasado mucho tiempo en el hospital y he logrado entenderme con las enfermeras… los gestos son universales. Y… bueno, Ylena me ha prestado un manual de inglés y otro de árabe; me los estoy empapando, quizá consiga hacerme entender. Pero el problema es que tendré que trabajar, aunque… si Marvin se va a Francia yo también iré.

—¡Estás loca! Es el último lugar al que puedes ir. Además, no va a quedarse en Francia, es sólo la primera parte de su viaje.

La explicó el cometido de Marvin en Vichy, fruto de su lealtad al que fue su editor.

—Lo que me cuentas me reafirma en la bondad de Marvin. Un hombre que es capaz de jugarse la vida por lealtad a su viejo editor es un hombre bueno. Tengo razón, Fernando… es esa mujer la que le impide cumplir conmigo y hacerse cargo de Adela —repuso Catalina.

—Ya no sé qué pensar —admitió él.