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Boston, junio de 1949

Paseaban junto a la orilla del mar. Parecía tranquilo. Había comprado el Boston Herald y estaba deseando sentarse para leerlo. Pero tendría que esperar a llegar al hotel.

Tenía el dinero justo para pagar la pensión una semana más. Adela le había dicho que quería volver a casa con Fernando. Le echaba de menos. Por más que ella intentaba explicarle que si habían ido a Boston era para que conociera a su papá, a su hija le resultaba indiferente. Le había reclamado un padre con la esperanza de que fuera Fernando, y no comprendía por qué lo era aquel hombre que su madre le había señalado como su padre.

Catalina decidió buscar un trabajo. Algo podría hacer. Quizá dar clases de piano, como había hecho en Alejandría y en París. Otra cosa no sabía hacer, aunque estaba dispuesta a trabajar de lo que fuera, pues no pensaba regresar a París. Le había prometido a Fernando que si Marvin se negaba a hablar con ella, volvería, pero no iba a cumplir su promesa.

En unos meses Adela cumpliría ocho años y pronto se daría cuenta de lo que significaba ser hija de madre soltera.

Racionaba el dinero que le quedaba, así que compró comida para Adela y ella se conformó con un sándwich diciéndose que en realidad no tenía apetito. Sintió un estremecimiento por el frío húmedo que llegaba desde el mar.

Cuando abrió las páginas del periódico se encontró con una foto de Farida y Marvin. Ella sonreía, él parecía asustado. La nota era breve: «Terminada su estancia en la Universidad de Harvard, Marvin Brian, el Poeta del Dolor, permanecerá en Massachusetts, en la propiedad familiar de Cape Cod, dedicado a terminar un nuevo poemario».

¿Dónde estaba Cape Cod?, se preguntó Catalina, sintiendo una oleada de irritación. Ahora se vería obligada a ir a aquel lugar y no sabía cuán lejos pudiera estar aunque estuviera en Massachusetts. Aquello era América y las distancias parecían infinitas.

En cuanto llegó a la pensión le pidió a la camarera que le explicara cómo llegar a Cape Cod y ella amablemente le indicó que podía ir desde Boston hasta Provincetown en barco, aunque también podía hacerlo por carretera. No le ahorró detalles sobre el lugar. «Debe usted saber que fue en Provincetown donde llegó el Mayflower en 1620. Le gustará conocerlo. Es un lugar histórico muy importante para los americanos», resumió orgullosa.

Catalina le planteó si podía recomendarle algún lugar barato donde instalarse. La camarera dudó y luego, bajando la voz, le dijo que tenía una prima que vivía en Provincetown; quizá ella pudiera alquilarle una habitación, aunque no estaba segura porque al esposo de su prima no le gustaban los huéspedes a pesar de que andaban justos de dinero. Dijo también que le escribiría una carta que ella podría entregarle personalmente.

Cuando Catalina le preguntó si sería fácil encontrar un trabajo en aquel lugar, la mujer se rio. «Desde luego que no. Allí sólo hay playas vírgenes y bosques. La gente que acude a Cape Cod lo hace para disfrutar de la soledad. Hay muchos escritores, pintores, profesores de universidad. Excéntricos que huyen de los lugares civilizados.»

Aquella noche, en cuanto Adela se durmió, escribió una carta a Fernando. Ansiaba saber cómo había sido su reencuentro con Eulogio; además, tenía que decirle que había cambiado de planes y que se quedaba en Estados Unidos.

Sabía que él se disgustaría e incluso se arrepentiría de haberla ayudado a llegar a Boston, pero la conocía y sabía que no abandonaría hasta conseguir que Marvin reconociera a Adela. No fue capaz de terminar la carta y decidió hacerlo una vez instalada en Cape Cod, aquel lugar que le resultaba del todo ajeno.

Llovía cuando el barco atracó en el muelle de Provincetown. Adela se había mareado durante el trayecto. Ella tampoco se encontraba demasiado bien, pero había logrado contener los vómitos.

Preguntaron a un hombre dónde se encontraba Snow Street y caminaron junto a la playa hasta dar con el lugar. La casa era de construcción sencilla y Catalina rezó en silencio para que le alquilaran una habitación.

Le abrió la puerta una mujer entrada en carnes y rostro agradable que se presentó como la señora Jones. Catalina hizo lo propio y le entregó la carta de su prima de Boston. La mujer vaciló un momento antes de invitarla a entrar.

—Pase… aunque a mi marido no le gusta que entren desconocidos cuando él no está… claro que usted y esta niña no parecen gente peligrosa.

La señora Jones rasgó el sobre y sacó la carta escrita con letra puntiaguda que inmediatamente reconoció. La leyó con atención, sin prisa, levantando la mirada y sin dejar de observar a Catalina.

—Mi prima Stephanie la recomienda. Dice de usted que es una mujer de bien que ha venido a América con su hija en busca de trabajo.

—Sí, así es —respondió Catalina.

—Pero, querida, éste no es el lugar apropiado, ¿por qué no se ha quedado en Boston? Allí es posible que hubiera encontrado algo, pero en Cape Cod sólo vivimos los que hemos nacido aquí o los que vienen en busca de soledad. Aquí no hay trabajo. Debería regresar a Boston, incluso yo le aconsejaría que probara en Nueva York.

Pero Catalina insistió diciendo que buscaba un lugar tranquilo donde criar a su hija. La señora Jones la miró con desconfianza. No la creía. Nadie iba a buscar un futuro a Cape Cod.

—No puedo tomar ninguna decisión hasta que no regrese mi esposo. Trabaja en la oficina de correos. Vuelva más tarde… claro que si quiere dejar su maleta aquí…

Adela estaba cansada, pero no protestó cuando Catalina le propuso jugar un rato en la playa. El viento era frío y en el horizonte se volvía a presagiar la lluvia. Aun así, corrieron por la playa, se sentaron en la arena y, abrazadas las dos, dejaron transcurrir el tiempo.

Ya estaba cayendo la tarde cuando se decidieron a regresar a casa de la señora Jones. Estaban hambrientas, pero sobre todo agotadas.

El señor Jones ya había llegado y estaba sentado dando buena cuenta de un plato de cordero guisado. Por sus preguntas era evidente que desconfiaba de ella. ¿Acaso era una escritora? ¿Pintora tal vez? Porque de otra manera no entendía a qué venía a Cape Cod. Si lo que buscaba era trabajo, mejor que probara en Martha’s Vineyard, donde la gente adinerada tenía grandes mansiones, pero lo que era en Cape Cod sólo encontraría bohemios.

Catalina le explicó pacientemente que le gustaría quedarse un tiempo, aunque sólo fueran unos días. A lo mejor, dijo, se había equivocado al elegir el lugar, pero le gustaban las localidades pequeñas donde todos se conocían y su hija pudiera crecer sin peligro. En cuanto a cómo ganarse la vida… eso aún no lo sabía.

Lo más que logró del señor Jones fue que le alquilaran una habitación para una semana. Luego ya verían. Le pidió el dinero del alquiler por adelantado y cerraron el acuerdo incluyendo que al menos disfrutarían cada día del desayuno y una comida de la señora Jones.

Cuando por fin pudieron cerrar la puerta de la habitación, madre e hija se tumbaron vestidas sobre la cama y se quedaron dormidas. Ni siquiera escucharon el viento que se fundía con la arena de la playa.

La señora Jones llamó a la puerta de la habitación de manera insistente. Catalina se sobresaltó. Abrió los ojos y durante un momento dudó de dónde se encontraba. La luz iluminaba el cuarto y le pareció escuchar un sonido que se asemejaba a un rugido. Se puso en pie y se sacudió la falda antes de abrir.

—Son ya las nueve —le reprochó la señora Jones.

—Perdone… Estábamos cansadas y nos quedamos dormidas… Menos mal que usted nos ha despertado.

—Mamá…, mamá… —La voz de Adela ablandó el semblante serio de la señora Jones.

—Tendrán que desayunar.

—Sí, deme unos minutos, enseguida estamos con usted.

El agua de la ducha no estaba demasiado caliente y eso la despejó con más rapidez. Una vez vestida, le tocó el turno a Adela. La niña temblaba, pero no protestó. En realidad, Adela nunca se quejaba.

La señora Jones había dispuesto sobre la mesa de la cocina dos tazones con leche y un paquete de cereales, además de un revuelto de huevos con tocino.

Adela hizo un mohín de rechazo, pero la mirada de Catalina fue suficiente para que la niña comiera con desgana aquel revuelto de huevos. Tampoco le gustaron los cereales, pero hizo un esfuerzo por no contrariar a su madre y mucho menos a aquella mujer severa que parecía vigilar para que diera cuenta del desayuno.

—¿Puedo ayudarla en algo, señora Jones? Quizá quiera que le haga algún recado… o que limpie alguna estancia… Puedo planchar… —se ofreció Catalina.

—No hace falta, querida; con que mantenga limpia su habitación y el cuarto de baño será suficiente.

—Entonces… bueno, he recordado que tengo un amigo que tiene una casa en Cape Cod… Hace tiempo que no nos vemos… y él ni siquiera puede imaginar que yo esté aquí. Pero me habló tanto de este lugar… Quizá usted pueda decirme dónde se encuentra su casa.

La curiosidad se reflejó en el rostro de la señora Jones. Le resultaba insólito que aquella extranjera pudiera tener amigos en Cape Cod.

—Dígame el nombre de su amigo… Si yo no le conozco, quizá mi marido sepa cómo encontrarle, ya le dije que trabaja en la oficina de correos.

—Marvin Brian. Supongo que habrá escuchado sobre él… es un gran poeta…

—¡Desde luego! ¡El Poeta del Dolor! ¿Y usted le conoce? —preguntó la señora Jones incrédula.

—Sí, nos conocemos. Sé que está aquí. En realidad ha pasado el curso en Harvard, pero creo que ha venido a Cape Cod para descansar y escribir tranquilo… Me dijeron que su familia tiene aquí una propiedad.

—Bueno, como debe de saber, Marvin Brian pertenece a una de las familias adineradas de Massachusetts. Hace unos años los Brian compraron una propiedad aquí, pero apenas se les ha visto. Rose Brian es una mujer de mundo y prefiere su mansión de Martha’s Vineyard. En cuanto a su esposo Paul, bueno, él no suele tener demasiado tiempo para disfrutar de vacaciones. Siempre se ha rumoreado que la casa de Cape Cod fue una adquisición para Marvin porque a él le gusta la soledad, y aunque en Martha’s Vineyard podría estar tranquilo, allí hay más vida social. Durante su estancia en Harvard han sido numerosas las ocasiones en que Marvin ha venido aquí. He oído que llegó hace un par de días con esa mujer… Dicen que es su esposa… yo no lo sé… Parece mucho mayor que él… pero ya sabe cómo son los poetas. No les gusta recibir visitas aunque de cuando en cuando viene a verlos el hermano de Marvin.

—Ya… ¿Y podría indicarme dónde está la casa?

—Claro que sí. En Cape Cod nos sentimos muy orgullosos de tener como vecino al Poeta del Dolor. Yo no he leído ninguno de sus libros, pero sé que son maravillosos.

La señora Jones le explicó detalladamente cómo encontrar la casa. Debía andar cinco kilómetros y la hallaría medio escondida entre los árboles, pero no lejos de la playa.

Aunque aquella mañana el viento levantaba la arena, a Catalina no le importó y con Adela de la mano, una vez bien abrigadas, se despidió de la señora Jones diciéndole que harían una pequeña excursión hasta la propiedad de los Brian.

Adela corría por la orilla del mar. La niña parecía feliz, pensó Catalina, aunque tuvo que reconocer que su hija jamás se quejaba de nada. No hacía preguntas y aceptaba de buen grado cualquier situación por extraña que le resultara.

Habían caminado un largo trecho y sólo se habían cruzado con una pareja que andaba a buen ritmo. La señora Jones le había indicado que la mayoría de las propiedades quedaban ocultas a los ojos de los curiosos. Si no estuviera allí para encontrar a Marvin, acaso habría disfrutado del paisaje y de la soledad. Habían caminado más de una hora y Adela había dejado de correr. De repente le pareció ver a lo lejos a un hombre junto a un perro que saltaba a su alrededor. Aceleró el paso decidida a preguntar a aquel hombre por la propiedad de los Brian. Estaban cerca del hombre cuando éste levantó la vista y se fijó en ellas. Pareció sobresaltarse y comenzó a caminar con paso rápido. Catalina corrió hacia él.

—Señor…, señor…, por favor…

Pero de repente le reconoció y se paró en seco. Adela la miró expectante.

—¡Es tu padre! ¡Es él! Corre, hija, corre hacia él…

Adela no supo qué hacer, pero su madre la empujó y ella comenzó a correr hacia aquel hombre que ahora apretaba más el paso mientras su perro seguía dando brincos.

Catalina también corrió.

—¡Marvin! ¡Marvin! ¡Por Dios, espera! ¡Marvin!

Él echó a correr seguido por ellas. Gritaba. El viento impedía que Catalina pudiera escuchar sus palabras. De repente una mujer y un hombre aparecieron de entre los árboles y corrieron hacia él. La mujer le tendió la mano y él se agarró a ella como si fuera un náufrago. El hombre se quedó plantado en la playa aguardando a que llegaran Catalina y la pequeña. Cuando lo hicieron, Marvin se había perdido entre la arboleda.

—¿Qué quiere usted? —le preguntó con gesto enfadado, cortando el paso a Catalina.

—Le busco a él —dijo Catalina, señalando a la arboleda.

—¿A quién? —insistió él.

—A Marvin Brian. Somos amigos… tengo que hablar con él. Ésta es mi hija… y la suya —dijo desafiante.

Él la miró con desprecio. Era joven, alto y atlético. Parecía muy seguro de sí mismo y, sobre todo, dispuesto a impedirle que corriera tras Marvin.

—Señora, ¿por qué no deja de perseguir a mi hermano? Se pone en evidencia. Él no quiere saber nada de usted. Creo que se lo ha dejado claro.

Ella se quedó quieta. Así que aquel joven era el hermano de Marvin. Sí, Marvin le había hablado de él. Era el hermano perfecto, el que se haría cargo de los negocios de la familia, el que le decía que no desperdiciara su talento y le instaba a dedicarse a la poesía.

—¿Usted es Tommy, el hermano de Marvin? —preguntó aun sabiéndolo.

—Sí, soy su hermano —respondió él desafiante.

—Adela, hija, éste es tu tío.

El hombre miró a la niña y sostuvo su mirada curiosa. La pequeña no dijo ni una palabra, pero tampoco parecía asustada.

—No debería utilizar a esta niña…

—¿Utilizarla? Desde luego que no. Sólo pretendo que conozca a su padre y que él le dé sus apellidos. Antes quería que Marvin se casara conmigo, ahora sólo que asuma que tiene una hija. Ella no tiene la culpa de lo que hicimos.

Se quedaron unos segundos en silencio. Catalina intentó esquivarle para caminar hacia la arboleda, pero él la sujetó del brazo obligándola a pararse.

—Lo siento. Ya le he dicho que mi hermano no quiere saber nada de usted. Acéptelo y márchese.

—No me iré sin hablar con él. Le seguí hasta Alejandría, París, y ahora aquí… ¡Al menos que tenga la gallardía de hablar conmigo!

—Señora, no se trata de gallardía… Usted… debería aceptar las cosas como son. Mi hermano no hablará con usted. Jamás, ¿entiende? De manera que deje de humillarse.

—¿Cree que me siento humillada? En absoluto. Cuanto hago es por mi hija.

—No debería someterla a esta situación…

—Usted no podrá impedirme que hable con Marvin.

—Me parece que sí. Seguramente en estos momentos mi hermano ya está en el coche dejando atrás Cape Cod.

—¿Se ha marchado? —exclamó ella.

—Es lo que le he dicho que hiciera. Con usted merodeando por aquí ya no puede quedarse. Y le aseguro que es una contrariedad porque este lugar le gusta mucho; Farida y él son muy felices aquí.

—Farida… ya… claro, la mujer que corría junto a usted era ella.

—Desde luego. Y al verla a usted no ha dudado en que debían marcharse de inmediato.

Catalina se sentó sobre la arena. Adela le rodeó el cuello con sus brazos como si de esa manera pudiera impedir que la pena se adueñara de su madre.

Tommy Brian no parecía conmovido, más bien parecía molestarle la tozudez de aquella española.

—Entonces…

—Ya se lo he dicho. Se han ido. Por su culpa es probable que Marvin jamás regrese a este lugar.

—Mamá… mamá… —Adela parecía asustada y se agarraba con más fuerza a su madre.

—Su hija no merece lo que usted le está haciendo. Acepte de una vez que jamás, jamás, conseguirá nada de mi hermano.

—Pues dígale a su hermano que yo, Catalina Vilamar, jamás, jamás, me rendiré. Dígaselo, porque aunque se oculte en el Infierno le encontraré.

Se puso de pie y agarró con fuerza la mano de Adela. Dio media vuelta y caminó de regreso a casa de los Jones.

Los siguientes días los pasó perdida en sus pensamientos. Se levantaba pronto y junto a Adela pasaba el día caminando sin rumbo. Regresaban al caer la tarde, agotadas de tantas horas al aire libre. Procuraban cenar antes de que llegara el señor Jones y luego se iban a su habitación.

Pasada una semana, la señora Jones le recordó que si quería quedarse debía pagar por adelantado el alquiler del cuarto.

—Creo que si piensa quedarse, debería buscar trabajo… Es una pena que no pudiera hablar con su amigo el señor Brian. Y no creo que pueda hacerlo en mucho tiempo. En el periódico de hoy cuentan que el señor Brian se ha marchado a Asia.

—Nos iremos mañana, señora Jones. Su esposo tenía razón… aquí será difícil encontrar un trabajo. Probaré suerte en Boston.

Si a la señora Jones le sorprendió la decisión de Catalina, no se lo dijo. Se limitó a decirle qué horario le podría convenir para regresar en barco a Boston.

Apenas le quedaba dinero, aunque había gastado con moderación los pocos dólares de los que disponía. Aun así, le quedaba lo suficiente para pagar dos días de pensión en Boston y, o bien encontraba un trabajo, o bien tendría que regresar a París. Lo más sensato, se dijo, era regresar junto a Fernando. Él sabría dónde se encontraba Marvin y estaba segura de que la volvería a ayudar para que fuera a su encuentro. Le mandaría un telegrama anunciándole su regreso. Y mientras adoptaba esta decisión sintió el alivio de quien sabe que vuelve a casa.