CAPÍTULO 29

Cuando regresé a casa, habían pasado horas en nuestro mundo. La casa estaba en ebullición y mi familia la estaba destrozando, física y psíquicamente, en busca de alguna prueba de lo que me había ocurrido. Vi primero a Oliver. Estaba de pie al otro lado de la puerta de la alacena con un rotulador en la mano. A lo largo del pasillo había símbolos y líneas escritos como los que había visto en los cuadernos de Maisie. Curiosamente, lo primero que pensé fue en cuánta pintura necesitaríamos para cubrir las marcas.

Él soltó el rotulador y me abrazó.

—¡Dios mío, Mercy! ¿Qué te ha ocurrido?

—Es una larga historia —contesté—. Vamos a buscar a Iris y Ellen, y os lo contaré todo.

Y así lo hice. Iris, Oliver, Ellen y Emmet, que había insistido en unirse a nosotros, se amontonaron alrededor de la mesa de la cocina; yo empecé por el principio y se lo conté todo. Les hablé de mis sentimientos por Jackson. Confesé mi visita a Jilo en el cruce de caminos, les conté el conjuro de amor que había pedido y el conjuro de amor que había comprado Peter y que Jilo había terminado por anular. Les hablé de las almas dañadas de Candler y de la noche viviente que existía en una esfera no muy lejos de la nuestra. Para que lo comprendieran todo bien, reviví las manipulaciones de Connor y mis propios actos estúpidos. Les conté que Wren había espiado para Jilo y cuál había sido su destino. Todos me escucharon en silencio. El más inmóvil era Emmet, que era demasiado reticente para hablar y demasiado listo multiplicado por nueve para juzgar.

Cuando me levanté y los dejé, eran poco antes de las seis. Nadie puso objeciones a mi marcha y nadie preguntó adónde iba. Estaban todos demasiado ocupados procesando lo que les había contado.

Salí al jardín y me acerqué a mi fiel bicicleta, que estaba apoyada contra la pared del garaje. El aire había cambiado en Savannah. Lo sentía cargado pero fresco, como si hubiera pasado una tormenta en la noche. Subí a la bici y pedaleé por Abercorn y alrededor de Lafayette Square. Saint John’s se alzaba amenazadora enfrente de mí, con sus chapiteles apuntando al cielo. Dirigí la vista hacia arriba, di gracias a quienquiera que estuviera al cargo por haberme dejado sobrevivir a esa noche y pedí fuerzas para sobrevivir al día siguiente.

Desmonté y caminé los últimos pasos por el parque; crucé la calle hasta el GTO de Jackson, que estaba estacionado delante de la iglesia. Él estaba apoyado en el capó, tomando un café para llevar. Miraba hacia el oeste, como si pensara cumplir su palabra de no ver otro amanecer en Savannah. Le eché una última mirada larga antes de que me viera, pues sabía bien que quizá no volvería a verlo. La luz empezaba a brillar ya por el este sobre sus rizos dorados, pero su rostro permanecía en la sombra. Se volvió hacia mí como si sintiera el poder de mi mirada. Tenía círculos oscuros debajo de los ojos y noté que había estado fuera toda la noche, probablemente peleando, seguramente bebiendo. Levantó el vaso de café en un gesto de saludo.

Cuando me acerqué a él, vi que tenía un corte feo en la mejilla derecha y un moratón en la sien. Levantó la mano y se lo tocó.

—Anoche conté mis motivos para irme de este agujero de ciudad y a los nativos no les gustó mucho mi opinión.

—No me voy contigo —dije, sin hacer caso a sus palabras—. Al menos, no hoy. Y tú tampoco puedes irte hoy.

—Sí —dijo, después de un momento. Seguía frotándose el moratón con el dedo. Mi corazón casi se derritió al ver su rostro inflado.

—Es hora de que me vaya. He hecho el equipaje y ayer me despedí de los muelles. No hay nada que me retenga aquí.

—No puedes dejar a Maisie sin hablar con ella. Tienes que quedarte y explicarle las cosas.

—Sí, y dejar que me convierta en rana —contestó él. Intentaba que sonara como una broma, pero yo noté que le aterrorizaba enfrentarse a Maisie.

—Ella no hará eso. Te gritará. Quizá incluso te tire algo. Pero tú le estás rompiendo el corazón, te mereces soportar unos gritos. Tienes que quedarte y hablar con ella. Y, si alguna vez va a haber algo entre nosotros, tienes que dejarme tiempo para que yo también hable con ella.

—Te odiará —dijo Jackson.

—Somos hermanas, una gran parte de ella ya me odia —repuse. Sonreí—. Pero una gran parte de ella me quiere. Yo no podría fugarme contigo dejándola aquí. Así nunca podríamos ser felices.

—Ya te lo he dicho, Mercy. No puedo quedarme ni siquiera por ti. No puedo vivir con las rarezas de tu familia, con esa basura mágica de locos. Necesito una vida normal. —Hizo una pausa—. Yo esperaba que fuera contigo, pero supongo que no estaba en el destino.

Tiró el vaso al suelo, y los restos del café tiñeron los ladrillos. Me lanzó una última mirada, subió al automóvil, puso el motor en marcha y se dirigió al oeste con toda la rapidez con la que podían llevarlo las ruedas.

Me quedé mirando las luces traseras de su automóvil mientras bajaba por Harris Street, y las perdí de vista un poco después del cruce con Bull. Sabía que nunca podría amar a un hombre que abandonara a mi hermana sin ni siquiera despedirse y, por supuesto, nunca podría amar a un hombre que fuera un cobarde. Levanté el vaso vacío, el último insulto de Jackson a Savannah, y lo tiré en una papelera del parque. Caminé a casa con mi bicicleta y pasé mucho tiempo pensando cuánto de mi amor por Jackson había sido real y cuánto me había inventado. El Jackson que había llegado a amar no era el hombre que acababa de irse. Muy probablemente, era una creación mental mía que tenía tan poco de hombre real como había tenido Wren de niño.

Llegué a casa y apoyé la bici contra la pared del garaje. El amanecer me encontró en el jardín y me di cuenta con un sobresalto de que era mi cumpleaños. «Nuestro cumpleaños», me corregí, y envié una ola de amor a Maisie. Esperaba que con el tiempo pudiera perdonarme por todo lo que había ocurrido con Jackson. Esperaba que pudiera llegar a verlo con tanta claridad como lo veía yo de pronto.

Me alegré de que nadie hubiera cerrado la puerta de la cocina después de mi marcha. Cuando entré, Ellen me esperaba sentada sola a la mesa.

—Hola —dijo—. Ven aquí y déjame ver tu mano.

Por segunda vez en veinticuatro horas, alguien me tomó la mano y borró una herida. Parecía que hubiera pasado una vida entera desde que Connor me había curado la anterior.

—Sé que estás cansada, pero siéntate un rato conmigo —me pidió Ellen.

—Lo siento —respondí—. Solo quiero irme a la cama. Y estoy segura de que a ti también te vendría bien dormir.

Estaba demacrada y, con la luz dorada que entraba por la ventana, parecía mucho más vieja que antes.

—No —dijo con firmeza—. Antes tengo que decirte unas cuantas cosas y después podremos ir a dormir las dos.

—Está bien —capitulé y me senté a su lado.

—En primer lugar, feliz cumpleaños. —Me sonrió—. No, no lo he olvidado. Ninguno lo hemos olvidado, pero dudo de que lo celebremos mucho hoy.

—No importa —dije. Bostecé, con la esperanza de que Ellen lo interpretara como la señal que pretendía ser.

Ella me tomó la mano.

—También quiero estar segura de que sabes que siempre estaré ahí para ti —dijo—. Amaba a Erik, a tu padre, y a pesar de lo que ocurrió entre Emily y él, creo que Erik también me amaba. Sé que os quería a vosotras. Una vez me dijo que no reconoceros como hijas suyas era lo más difícil que había hecho nunca. Pero estaba de acuerdo en que era mejor que Ginny no supiera nunca que era vuestro padre.

—¿Pero cómo pudiste tú aceptar que tuviera hijos con tu hermana? —pregunté.

Ella pensó un momento la respuesta.

—Era un hombre especial —dijo al fin—. Yo lo quería más que a mi vida y era el padre de mi hijo. Conseguí perdonarlo. Él merecía hijos y Ginny me impidió tener más después del nacimiento de Paul. Me alegro de que nacierais vosotras. Cuando Erik se rebeló contra su familia, lo repudiaron. Maisie, Paul, tú y yo éramos todo lo que tenía en el mundo. Creo que eso hizo que me fuera más fácil superar su aventura con Emily.

Bajó la mano y destapó una fotografía antigua que había tenido escondida de mi vista.

—No tengo muchas cosas que mostrarte de su vida antes de que nos casáramos, pero tengo esto. Es una foto de la abuela de Erik, tu bisabuela. Se llamaba María.

Tenía los ojos claros, las cejas enarcadas y los labios en forma de corazón. La foto era en blanco y negro, pero yo estaba segura de que el hermoso pelo largo de aquella mujer había sido del mismo tono que los rizos rubios de color miel de Maisie.

—Es igualita a Maisie —dije. Tomé la foto en mis manos para mirarla mejor.

—Sí, es verdad —respondió Ellen—. Pero, aunque tú te pareces más a tu madre, yo veo algo de Maria en ti.

—¿Puedo quedármela? —pregunté, casi cautivada por el rostro que me miraba desde la foto.

—Por supuesto. Es tuya —repuso Ellen.

—Gracias. —Empecé a levantarme, pero Ellen extendió el brazo y me detuvo.

—Querida, hay una cosa más.

—De acuerdo —contesté. Su tono me preocupaba.

—Anoche, cuando llegaste a casa después del fuego, sentí algo cuando te abracé. Cosas que eran demasiado raras para intentar verificarlas, pero me gustaría hacerlo ahora, si no te importa.

—Tía Ellen, me estás empezando a asustar.

—Lo siento. —Se levantó y se inclinó sobre mí—. No es nada de lo que debas asustarte. —Bajó la mano hasta mi vientre—. Querida, yo tenía razón. Estás embarazada.