CAPÍTULO 1
—Está bien, guapísimos diablillos, si están aquí para la Ruta de las Mentiras de Savannah, están en el lugar correcto —dije, mirando al grupo de hombres que se había congregado en la estatua de La Chica del Adiós. Cuatro ejecutivos de edad mediana, lo bastante jóvenes para no estar totalmente fofos por haberse pasado la vida detrás de un escritorio, y lo bastante viejos como para que resultara arriesgado moverlos muy deprisa con el calor de Savannah.
—La mala noticia es que hace calor —dije. Me quité la cartera y saqué cuatro vasos de plástico de recuerdo de la Ruta de las Mentiras. Cuando se los estaba dando, un hilillo de sudor me bajó por la espalda. Todos los que de verdad piensen que las señoritas no sudan es porque nunca han pasado el verano en Georgia—. La buena noticia es que en el distrito histórico de Savannah es legal beber en la calle para todos los mayores de veintiún años —dudé ante el último miembro de mi grupo, que tenía todo el pelo plateado—. Usted tiene veintiuno, ¿verdad? —sonreí y le guiñé un ojo.
—El doble por lo menos —dijo su compañero. Rio y yo le tendí un vaso.
Saqué de la bolsa un termo grande de ginebra con tónica.
—Siento si los cubitos de hielo han aguado esto un poco, pero ahora iremos a River Street y pueden elegir su propio veneno. —Antes de llenarles los vasos, miré a mi alrededor para asegurarme de que no había moros en la costa. Todavía faltaban un par de semanas para mi veintiún cumpleaños y no tenía licencia para servir alcohol. Nunca había tenido problemas, pero no quería tentar a la suerte despreciando la ley en las narices de un policía. Devolví el termo vacío a la bolsa y me la colgué al hombro. Su peso hizo que la camisa me quedara más ceñida y noté que los hombres apreciaban la vista. Mientras no tocaran, podían mirar un poco. Conté hacia atrás para mí misma: cinco, cuatro, tres, dos, uno. Suficiente. Agité un dedo delante de la cara para dirigir sus miradas hacia arriba.
—Estoy encantada de conocerlos a todos. Me llamo Mercy Taylor y soy nativa de Savannah. Los voy a guiar en un recorrido por la ciudad, a emborracharlos un poco y a contarles algunas mentiras descaradas y malvadas sobre los habitantes de mi querida ciudad. Quizá se pregunten por qué invento mentiras sobre una ciudad que tiene tantas historias verdaderas que contar —miré directamente al más grueso e hice una pausa—. Vamos, pregunte.
Él sonrió.
—Y bien, ¿por qué lo hace?
—Permítame decirle por qué. En primer lugar, la mayoría de las «verdades» —alargué la palabra hasta la ironía— que oirá sobre Savannah se han adornado hasta el punto de resultar irreconocibles para aquellos que las vivieron. Y francamente, cuando cumplí doce años, ya estaba muerta de asco de oír las mismas historias una y otra vez. Un hermoso día de verano, me quejé a mi tío Oliver de este hecho. Él llenó un vaso de viaje muy parecido al que sostienen ustedes ahora, me dejó guiarlo por ahí y me pagó un dólar por cada mentira original que fuera capaz de inventar in situ. —Hice otra pausa y los miré muy seria—. Cuando llegue el momento de dar la propina a su guía, recuerden por favor que Oliver es de la familia y que mis costes de vida han aumentado considerablemente desde los doce años.
Los hombres rieron y yo sonreí.
—Pero sinceramente, creo que la verdadera razón por la que lo hago es porque mi tía Iris trabaja de voluntaria en la Sociedad Histórica y le cabrea infinitamente oír que repiten mis mentiras como si fueran el Evangelio. Escuchen, por ejemplo, mi historia sobre esta buena señora —señalé la estatua de Florence Martus—. Florence era conocida como La Chica del Adiós de Savannah. El resto de la ciudad les dirá que a Florence le partió el corazón un marinero que se marchó prometiendo volver y casarse con ella. Entre 1887 y 1931 ella salió a recibir a todos los barcos que llegaban a Savannah con la esperanza de que su hombre estuviera a bordo. Una historia trágica de una chica inocente burlada, ¿verdad?
—Eso parece —repuso uno del grupo. Era un hombre agradable, con lentes y cabello ralo.
—De acuerdo —resoplé—. ¿Y esperan que me crea que alguna mujer es capaz de salir a recibir a los barcos durante cuarenta y cuatro años solo porque está esperando a un hombre? ¡Anda que no son chulos los hombres! —alcé los ojos al cielo y mis compañeros rieron, tal y como esperaba que hicieran.
—Me pregunté, pues, qué habría pasado en realidad, y llegué a la siguiente conclusión: Florence Martus, la Chica del Adiós, estaba metida en el contrabando de mercancías en Savannah y, al saludar a los barcos, lo que hacía era enviar información a los contrabandistas. Piénsenlo. Una clave, basada en el color del delantal que agitaba y en distintos tipos de señales, sería lo bastante compleja para indicarles todo lo que necesitaban saber acerca de dónde, cuándo y con quién debían hacer negocio. Esta mujer era el centro de una de las bandas más importantes y duraderas del mercado negro, que importaba de todo, desde esclavos hasta opio. ¡Qué demonios!, durante la ley seca, nuestra Florence dio la bienvenida al puerto a la mitad del ron de este país. ¿Un corazón roto? Tal vez. ¿Una cuenta bancaria jugosa? Seguro.
Señalé el perro que había a su lado.
—Apuesto a que hasta su collie llevaba diamantes en casa. Y ahora, si se despiden de la señorita Florence y me siguen, subiremos por River Street, donde les daré a conocer algunos de los brebajes fríos más mortíferos que probarán en su vida.
Me volví y eché a andar hacia donde el Rey del Algodón había abdicado en favor de los bares y restaurantes turísticos que impulsaban ahora la economía de la ciudad.
—Cuidado con los adoquines —avisé cuando nos acercábamos a la vieja calzada forrada de piedras—. Han causado la muerte de unas cuantas personas, y no solo por tropezar con ellos. En la época de los duelos, en Savannah, los hombres demasiado pobres para tener pistola usaban estas piedras como arma. Muchas discusiones acababan con una piedra bien lanzada, a mano o con honda.
Los habituales de River Street, tenderos, personas sin hogar y empleados, me saludaban al verme y me llamaban cuando pasábamos. Cuando dije a mis clientes que era nativa de allí, no les mentí. Mi familia había vivido en Savannah desde poco después de la guerra civil. Éramos parte de su tramado y tejido, aunque no estuviéramos entre sus familias fundadoras.
Llevé al grupo hasta el bar de bebidas frías y esperé fuera, planeando mentalmente la ruta y revisando mi lista habitual de mentiras. Los guiaría por la ciudad en el sentido contrario a las agujas del reloj, pararíamos arriba, en Factors Walk, donde les mostraría el trabajo en hierro de la vieja mansión Wetter. Después, les contaría mi maligna teoría de que el cuerpo perdido de la señora Haig, parienta de Alberta Wetter, había sido servido a la familia en la cena de Nochebuena por un esclavo de la cocina a quien la señora Haig había maltratado. A continuación, los llevaría a Bull Street, no solo porque era la calle más antigua de Georgia, sino también porque el nombre encajaba bien con la Ruta de las Mentiras. La cruzaríamos y pararíamos en la casa de Juliette Gordon Low, donde les contaría que la CIA había usado una vez galletas de las que vendían las Girl Scouts para probar los efectos del LSD en una población amplia. ¿Alguien quiere un brote de avistamientos de ovnis?
Por el camino fraguaría algunos relatos fantásticos sobre cualquier cosa que les llamara la atención, hasta que llegáramos al cementerio Colonial Park. Allí les contaría cómo la familia Nobel Jones se cambió el nombre por el de De Renne. Por supuesto, mi historia no encajaba bien con un calendario convencional, pero convertir al apócrifo Rene Rondolier, la réplica histórica de Savannah de Boo Radley, en el progenitor de la rama superviviente del linaje Jones era una buena historia. Amor prohibido, dos niños asesinados, acusaciones inventadas… Era el tipo de historia que la gente quería creer, aunque yo no dejara de repetir a cada paso que mentía como una bellaca. También había estado a punto de provocarle una apoplejía a tía Iris, por lo que intentaba contarla solo unas pocas veces al año. Elegiría algunas lápidas de la pared trasera del Colonial para hablar de ellas y, a continuación, dejaría al grupo cerca del Pirate’s House, donde podrían cenar o seguir bebiendo, lo que prefirieran.
Los recibí con mi mejor sonrisa cuando salieron del bar a la calle.
—¿Hay sitio para uno más? —preguntó un recién llegado.
Era Tucker Perry, un abogado y promotor inmobiliario ya maduro. Había peinado sus rizos rubios con esmero para que parecieran desordenados; enmarcaban unos ojos azul pálido sin alma. Mostraba un bronceado reluciente de jugador de golf y la hipocresía fácil de un hombre que siempre se ha creído en la cima de la cadena alimenticia.
—Hace tiempo que quiero ir contigo y este es un buen momento.
—Ya hemos empezado, quizá en otra ocasión —contesté con mi mejor cara de póquer para ocultar mi rechazo hacia aquel hombre.
—Oh, vamos, Mercy —sonrió, entornando los ojos de un modo que seguro que consideraba seductor—. Déjame ir con vosotros, prometo no causar problemas. —Los demás se movieron un poco, esperando que yo les diera una pista. Aguanté firme y Tucker se lo tomó como un desafío—. ¿Les ha contado ya algo espeluznante? —preguntó a los demás—. Y no me refiero a cosas de fantasmas. Saben que nuestra Mercy es una bruja, ¿verdad? Ella y toda su familia.
Todo el mundo conocía a los Taylor y, desde nuestra llegada, todas las tribus locales sabían que éramos brujos, aunque la mayoría no entendiera lo que significaba la palabra «brujo». Mi familia siempre había tenido dinero suficiente para garantizarse el ser bien recibida por la buena sociedad, pero, en la mayoría de los casos, el trato se limitaba solo a los niveles más superficiales. La verdad era que siempre nos habían mantenido a una distancia respetuosa, ya que nos veían como útiles pero peligrosos —un poco como una central nuclear—. A la gente le gustaba beneficiarse de nuestra presencia, pero no quería pensar en nosotros muy a menudo ni con mucho detalle.
Pero aunque mi árbol genealógico estaba impregnado de poderes, yo no tenía ninguno. El destino había querido que fuera el primer fiasco absoluto en una línea de brujos cuyo origen se remontaba al menos seiscientos años atrás. Aunque el esposo de mi tía Iris era el único que lo decía abiertamente, mi familia veía mi falta de poderes como un desafortunado, por no decir incapacitante, defecto de nacimiento. Bien, quizá eso sea demasiado fuerte. Quizá lo veían como lo de ser pelirroja, algo no ideal pero de lo que no había que avergonzarse.
—Señor Perry, si yo tuviera poderes mágicos, le aseguro que los usaría para hacerle desaparecer —dije. Eso provocó risas en mi grupo.
A Perry no le gustaba que le negaran nada, y todavía menos que se rieran de él.
—No, en serio, Mercy. Díselo —se volvió hacia los hombres—. Créanme, su tía Ellen y yo hemos sostenido algunas conversaciones de alcoba muy poco habituales.
—Creo que debemos seguir con el recorrido —dije, haciendo caso omiso del comentario de Tucker—. Quizá otro día, señor Perry.
—Oh, eso espero, señorita Taylor.
Tendió la mano para tocarme. Retrocedí rápidamente y mis clientes se colocaron entre nosotros, formando una pared protectora. Por encima de sus hombros vi que Perry alzaba las manos en un gesto de rendición y con una sonrisa untuosa en la cara. Se volvió y echó a andar hacia el sur por River Street, pero se detuvo enseguida.
—Mercy, recuérdale a Ellen que esta noche la recogeré para ir al Tillandsia —dijo—. Maisie y tú también seréis bienvenidas en cuanto cumpláis los veintiuno. Me encantaría ser vuestro patrocinador. Después de todo, fue vuestra madre la que me llevó al redil.
La mención de mi madre me revolvió el estómago. Ya era bastante malo saber que mi tía tenía una relación con él, y desde luego, no quería ni considerar la posibilidad de que mi madre hubiera tenido algo que ver con él. Solo pensarlo me hacía perder la compostura y mis chicos lo notaron.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el alto. Me di cuenta de que probablemente tendría una hija de mi edad—. ¿Tenemos que preocuparnos por usted a causa de ese hombre?
—No, no, en absoluto —contesté, y conseguí reír sin que sonara demasiado falso. Empezaba a dominar aquel juego de las mentiras—. Solo han presenciado una muestra de color local.
—¿Qué es ese Tillandsia del que hablaba? —preguntó el gordito.
El club Tillandsia era un dinosaurio, un atavismo de los días en los que la sociedad de Savannah estaba formada todavía por magnates del hierro y barones del ferrocarril de los de «quiero y no puedo». Sus filas incluían senadores, congresistas, gobernadores, banqueros, jueces y otros ladrones de guante blanco de este tipo. La democratización social había pasado de largo por el Tillandsia. El patrocinio de un miembro bien considerado seguía siendo el único modo de entrar. Los miembros del club querían poder pasarlo bien sin que se supiera nada de su comportamiento que pudiera manchar su imagen pública. El de Tillandsia era uno de los pocos clubs cuyas puertas había abierto la riqueza de mi familia y, teniendo en cuenta que Ellen aguantaba la bebida mejor que un hombre del doble de su tamaño, parecía un lugar en el que encajaba bien.
—Tillandsia es el nombre culto del musgo español —dije. Señalé un grupo de árboles que se veían desde nuestra posición en River Street—. También es el nombre del club de jardinería de mi tía —mentí en lo del club, aunque no en lo de la clasificación de la planta, porque sabía que eso ayudaría a cambiar de tema—. ¡Adelante, señores!
La ruta nos conduciría por adoquines grandes y escalones desiguales, y sabía que lo mejor era pasar esos obstáculos antes de que hiciera efecto la bebida. Los llevé deprisa hasta los árboles situados entre el antiguo Intercambio del Algodón de Savannah y Bay Street, y dejé de pensar en Tucker Perry mientras respiraba la luz moteada de destellos dorados y permitía que Savannah se adueñara de mí. Uno de los recorridos de fantasmas pasó por allí, el guía me saludó con la mano y siguió hablando de la fábrica de cerveza Moon River y de los fantasmas que se pasean por los pisos superiores del edificio. Los únicos lugares embrujados que yo mencionaba en mi recorrido eran los que sabía que eran falsos, sobre todo si podían dar pie a historias más divertidas que espeluznantes. Después de todo, lo anunciaba como la Ruta de las Mentiras.
La verdad era que había magia en Savannah, magia que iba más allá de la de los Taylor. A veces me preguntaba si mi familia habría ido allí en un intento por domesticar aquella energía sin refinar o incluso para controlarla y hacerla suya. Savannah tenía el poder de retener a la gente mucho tiempo después de que su fecha de caducidad hubiera sido tallada en mármol. Para ver espíritus en Savannah no había que ser bruja ni médium. Solo había que prestar atención.
Dejé que el recorrido siguiera su curso por sí mismo. Los hombres se alegraban de estar al aire libre, con la brisa cálida de la tarde, momentáneamente exentos de las presiones del trabajo y la familia, y con un contenido de alcohol en sangre más que adecuado pero todavía legal. Mis historias fluyeron sin interrupción hasta Drayton Street, donde uno de ellos preguntó:
—¿El cementerio al que vamos es el de la película Jardín a medianoche?
—No, ese es el Bonaventure —contesté, sin querer pensar que mi madre estaba enterrada allí. Muerte y vida, muerte en vida. En Savannah ambas no solo están unidas por la cadera, sino que son manifiestamente simbióticas. Las brujas, incluso las poderosas como había sido mi madre, no son inmortales. Sus vidas son tan frágiles como las de todos los demás—. Vamos a visitar el Colonial. El Bonaventure sigue siendo un cementerio en activo —expliqué—. En el Colonial no ha habido ningún entierro desde la década de 1850. Todos los que amaban a las personas enterradas allí murieron a su vez hace tiempo.
Forcé una sonrisa y empecé mi historia sobre Rene Rondolier. Cuando iba por la parte del amor ilícito entre el gigante y la bella de Savannah, llegamos debajo del águila de las Hijas de la Revolución Americana. Faltaba todavía una hora para el atardecer, pero los cuidadores del Colonial mantenían un horario fijo, independientemente de la opinión del sol.
—Pronto cerrarán las puertas, así que vamos a colarnos rápidamente y a dirigirnos hacia la pared de atrás —dije. Empecé a guiarlos hasta la pared cubierta de lápidas. Seguía hablando cuando me di cuenta de que ellos se habían quedado atrás. No me prestaban atención a mí, sino a una gresca que tenía lugar cerca del centro del cementerio.
Una mujer entrada en años pero todavía fuerte, de piel tan oscura como el café, avanzaba con dificultad, en una línea tan recta como le permitían los pocos monumentos que quedaban, en dirección a la verja por la que habíamos entrado momentos antes. La reconocí al instante. Se la conocía como Madre Jilo y era una practicante de hoodoo, la respuesta de Savannah al vudú de Nueva Orleans. La diferencia principal entre los dos era que el hoodoo se había separado en algún momento de los dioses africanos y se había convertido en una mera práctica de magia benigna, un método de conjuros que utiliza la atracción para influir en la atracción. «Benigna» siempre me ha parecido una palabra bastante cálida y vaga para un tipo de magia que se usaba a menudo para seducir a esposos que de otro modo hubieran sido fieles y procurar la muerte de enemigos. Con el tiempo, el hoodoo había adquirido incluso un sabor protestante y había llegado a ser conocido como «magia raíz», lo que significa que su poder estaba enraizado en la propia Biblia. Quienes lo practicaban, o al menos quienes lo practicaban bien, eran conocidos como «doctores raíz».
Jilo era la reina indiscutible de los doctores raíz de Savannah; el ala ancha de su pamela amarilla daba sombra a unos ojos crueles y mercenarios, y su silla plegable hacía las veces de un trono desde el que dirigía su imperio. Solo un tonto o un forastero que ignorara las costumbres de Savannah podrían tomar a Jilo por otra cosa que no fuera la tirana poderosa que era.
Una mujer mucho más joven le seguía los pasos, esforzándose por alcanzarla. Cuando llegó ante ella, se dejó caer sobre las manos y las rodillas.
—¡Madre!, te lo suplico, quiero retirarlo —medio gemía y medio gritaba, al tiempo que extendía el brazo e intentaba agarrar el tobillo de la mujer más mayor.
A pesar de que la luz decaía ya, mis ojos estaban deslumbrados por los colores del atuendo de Jilo: una gran pamela amarilla y un vestido púrpura chillón que probablemente le había quedado bien en otro tiempo, pero que ahora le colgaba suelto sobre los huesos. Su ropa desentonaba con el verde vibrante de la silla plegable que llevaba en una mano y usaba como bastón, y la neverita roja que apretaba con la otra. Me estremecí al pensar en el contenido que podría llevar esa nevera.
—¿Qué cree que pasa ahí? —preguntó uno de mi grupo cuando me acerqué a ellos.
—Creo que es mejor que no nos metamos en eso —respondí.
Jilo consiguió esquivar la mano frenética de la mujer y se detuvo para golpearla con la silla.
—Jilo está cansada de decirte que es demasiado tarde para echarse atrás.
—Pero estaba equivocada —gritó la mujer, agachando la cabeza debajo de los brazos alzados—. Él no me engañó.
—Eso es algo entre tu hombre y tú —Jilo respiró con dificultad y dio otro paso torpe hacia la puerta del cementerio.
—¡Pero se va a morir, Madre! —la desesperación en la voz de la mujer era desgarradora. El miembro alto y paternal de mi grupo se colocó delante de mí, situándose como una barrera protectora entre aquellos hechos desagradables y yo. Dios sabe que, criándome en Savannah, había visto escaramuzas mucho peores que aquella. Asomé la cabeza por detrás de él.
—Eso es verdad, se va a morir —repuso Jilo, con voz tan fría como el agua helada—. Tú le pagaste a Jilo —enderezó la espalda y tosió repetidamente, luego se inclinó y escupió en el suelo.
—¡Pero yo estaba equivocada! Lo siento —la otra mujer se dejó caer boca abajo sobre la hierba, sollozando.
—Jilo no tiene la culpa. Si quieres que Jilo te ayude a buscar otro hombre, díselo. En eso te puede socorrer, pero el de ahora se muere seguro, y cuanto antes te hagas a la idea, mejor. —Jilo siguió su camino como si no hubiera ocurrido nada desagradable. Pasó debajo del águila con nosotros mirándola en silencio.
—Eso ha sido de lo más extraordinario —dijo el hombre alto en voz baja—. ¿Esa madre organiza asesinatos por encargo?
—¿No hay una comisaría de policía al otro lado de esa pared? ¿No deberíamos denunciar esto? —preguntó mi amigo gordo. De su cabeza calva brotaban gotas de sudor.
—Sería perder el tiempo —contesté yo—. La policía sabe de sobra a lo que se dedica.
—¿Y no hacen nada al respecto?
—Sinceramente, no hay mucho que puedan hacer. Verá, Madre Jilo no es una asesina a sueldo, trabaja con magia.
—¿Una bruja? —preguntó el alto, riendo.
La mujer llorosa se había levantado del suelo y se dirigía a la salida con pasos tambaleantes, como los de un borracho.
—No, definitivamente no es una bruja —dije—, pero sí lo más próximo que se pueda ser sin llegar a bruja de verdad. Prepara conjuros por venganza, por dinero, por amor… —De pronto me asaltó una idea con la que no me sentía cómoda. Era el tipo de idea que podía llevarme por un camino que sabía que no debía recorrer.
—Para personas crédulas, como esa pobre mujer —intervino el miembro más callado de mi grupo.
Los hombres me miraron un momento sin decir nada.
—Ah, entiendo —dijo el gordo con un resoplido—. Todavía nos está mintiendo, ¿no es así?
Yo reí con él.
—Me ha atrapado —mentí—. No tengo ni la menor idea de a qué venía eso. —Oí que las campanas de Saint John empezaban a dar la hora. Eran las ocho de la tarde y sabía que los empleados del ayuntamiento llegarían en cualquier momento para cerrar el Colonial durante la noche. Eché a andar hacia la verja—. Vengan todos. Quiero presentarles al fantasma de Billy Bones.