16. Cuesta abajo
1969 debería haber sido para Wernher von Braun el año de la gloria. Con la llegada del hombre a la Luna impulsado por un cohete que remontaba sus orígenes a los ensayos en los campos de pruebas de Berlín en los años treinta, el sueño de von Braun de alcanzar el espacio parecía plenamente conseguido. Sin embargo, él no lo sentía así en absoluto.
Para el Centro de Vuelos Espaciales Marshall, la carga de trabajo había ido cayendo desde el periodo 1966-67. Del máximo de 7300 empleados directos en aquella época se había bajado hasta los 6000 en 1969. Tras el diseño y la puesta a punto del Saturn V encargado de llevar a cabo el proyecto Apollo, el centro de la NASA en Huntsville se encontraba sin perspectivas de futuro, sin nuevos proyectos definidos en los que poder seguir trabajando. Un pequeño alivio vino con la preparación del rover lunar, un vehículo ideado ya bien adentrado el proyecto Apollo para permitir a los astronautas excursiones de mayor extensión durante su estancia sobre nuestro satélite. El proyecto del rover fue asignado al MSFC, pero en el fondo no era más que una pequeña distracción que no enmascaraba la ausencia de un proyecto mayor.
Estaba claro que, si no se preparaba algún nuevo programa que diese continuidad a la carga de trabajo en Huntsville, el futuro del organismo dirigido por von Braun peligraría seriamente. Por esta razón, él y otros miembros de la NASA idearon lo que se vendría en llamar el Programa de Aplicaciones Apollo, un conjunto de misiones que harían uso del material desarrollado para el proyecto lunar, aunque con objetivos muy diferentes.
Dentro de este programa estaría el laboratorio espacial Skylab, la primera (y hasta la fecha, única, si descontamos su participación en la Estación Espacial Internacional) estación espacial norteamericana. El proyecto Skylab utilizaría el Saturn como cohete lanzador, y la nave Apollo como vehículo de transporte de tripulaciones; en cuanto a la estación propiamente dicha, estaría basada en una etapa vacía de propulsante del Saturn V, convenientemente equipada para transformarla en un laboratorio orbital. De esta forma, utilizando material excedente y limitando al mínimo los nuevos desarrollos, se conseguiría desarrollar una estación espacial con un coste relativamente reducido. El Skylab sería puesto en órbita en 1973, recibiendo tres misiones tripuladas entre 1973 y 1974.
Como parte del Programa de Aplicaciones Apollo también tuvo lugar, en 1975, la primera misión conjunta entre rusos y norteamericanos: la misión Apollo-Soyuz, una misión única destinada a ensayar el acoplamiento en órbita entre una nave Apollo norteamericana y una Soyuz soviética. Finalmente, la misión Apollo-Soyuz quedaría en los libros de historia como una muestra anecdótica de cooperación entre las grandes potencias durante la época de distensión que sucedió a la Guerra Fría, pero sin ninguna continuidad.
En cualquier caso, ya antes de llevarse a cabo la misión del Apollo 11 estaba claro en la NASA y los círculos gubernamentales de Estados Unidos que había llegado el momento de pensar en qué hacer después del programa Apollo. Con el objetivo de plantear el futuro estratégico del programa espacial norteamericano, Richard Nixon estableció el 13 de febrero de 1969 la Space Task Force, el grupo de trabajo para el espacio. Liderado por el vicepresidente Spiro Agnew, contaba entre sus miembros con el administrador de la NASA, Thomas O. Paine, el asesor científico del presidente, Lee A. DuBridge, y el secretario de la Fuerza Aérea, Robert C. Seamans. En septiembre de 1969, el grupo presentaba sus conclusiones a la Casa Blanca, que incluían tres opciones alternativas para el futuro:
1. Un programa que incluía una misión tripulada a Marte para antes del año 2000, junto con una estación espacial en órbita lunar, y una enorme estación espacial en la órbita terrestre con capacidad para cincuenta personas. Para dar servicio a esta última, se introduciría también un transbordador espacial reutilizable. El proyecto costaría entre ocho y diez mil millones de dólares anuales (en comparación, el programa Apollo había supuesto un gasto máximo anual de 6800 millones de dólares en 1964, en el pico de actividad)
2. Un programa más modesto, con un coste máximo de ocho mil millones de dólares anuales, que incluiría la misión tripulada a Marte
3. La opción más reducida de todas, con un coste entre 4 y 5,7 millardos de dólares por año, se limitaría a la estación espacial terrestre más el transbordador espacial
En base a las recomendaciones de la Space Task Force, el futuro del programa espacial norteamericano parecía asegurado. Sin embargo, el entorno político del país no parecía muy inclinado a tales alegrías. Ya en ese mismo mes de septiembre de 1969, cuando aún se estaba celebrando el gran éxito de la misión Apollo 11 y los astronautas participaban en desfiles por todo el país, comenzaban a oírse voces preguntándose si era realmente necesario ir tantas veces a la Luna para demostrar la superioridad norteamericana. El programa Apollo preveía un total de diez misiones de alunizaje, del Apollo 11 al Apollo 20; pero, ¿qué sentido tenía esto, a los ojos de los políticos, cuando ya se había cumplido el objetivo de ganar a los rusos con el Apollo 11? A sus ojos, la continuación del programa Apollo no era más que un gasto inútil, en un país cuya economía estaba siendo seriamente afectada por el conflicto de Vietnam, y con otros problemas domésticos que resultaban mucho más cercanos que la repetición de las misiones lunares. Como consecuencia de estas consideraciones, el programa Apollo sería recortado, eliminándose las tres últimas misiones previstas. Mal comienzo para lo que en la NASA se pretendía que fuera sólo el principio de un agresivo programa espacial.
Definitivamente, en 1969 no apuntaban buenos tiempos para von Braun. Ya a comienzos del año, los fantasmas de su pasado habían vuelto a aparecérsele en forma de un requerimiento por parte de funcionarios de la República Federal Alemana que investigaban los crímenes de guerra cometidos en el campo de concentración de Dora durante la segunda guerra mundial. Previamente, el gobierno norteamericano había hecho entrega a Alemania de archivos de la CIA, del ejército y del FBI relativos a nuestro protagonista; a petición de las autoridades germanas von Braun accedería a testificar por escrito, desde los Estados Unidos, para lo cual comparecería en febrero de 1969 en la embajada alemana en Nueva Orleans. En su testimonio, declararía: «Nunca vi morir a nadie, ni maltratos, ni asesinatos». Preguntado sobre las actividades de sabotaje realizadas por los prisioneros y las consiguientes acciones de represalia (algo que había quedado reflejado en documentos rescatados entre los restos de Peenemünde), nuestro hombre declararía: «No recuerdo nada acerca de eso». Evidentemente, von Braun mentía: hoy sabemos que visitó en varias ocasiones la factoría de Mittelwerk, contemplando las condiciones de vida de los prisioneros, así como el campo de concentración de Buchenwald, al que acudió en ocasiones para seleccionar a los prisioneros con mayores conocimientos técnicos. Pero era lógico que se sintiese profundamente molesto por el resurgir de estos desagradables recuerdos veinticuatro años después, en el culmen de su carrera. Desde el primer momento, Wernher von Braun había querido desmarcarse de los recuerdos de la guerra. Y aunque finalmente fuera declarado inocente por el gobierno alemán, el hecho de que estas cuestiones reapareciesen de nuevo en 1969 no era, desde luego, un plato de gusto.
Pero no fue éste el único mal recuerdo que le amargó aquel año triunfal. Prácticamente coincidiendo con la misión del Apollo 11, recibía una carta de un general norteamericano retirado, Julius Klein, quien le preguntaba si era cierto lo que había leído en un olvidado artículo escrito dos décadas atrás, en el que se acusaba a von Braun de haber pertenecido a las SS durante la guerra. En su momento, el artículo había pasado prácticamente desapercibido para el público en general, y la asociación del ingeniero con el cuerpo de élite del partido nazi había quedado reducida a los documentos secretos del ejército y del FBI. Pero ahora, alguien sacaba a la luz este oscuro escrito, amenazando con empañar la imagen pública del líder de la NASA.
Wernher von Braun respondió a aquella carta con sinceridad: «Es cierto que fui un miembro de las SS, la élite de Hitler. El periodista tenía razón. Le agradecería que mantuviese esta información a nivel personal, ya que hacerla pública dañaría mi trabajo con la NASA». El general siguió los deseos de von Braun, y su pertenencia a las SS permaneció en el olvido. Pero este hecho no pudo sino reforzar el malestar ya provocado por el requerimiento realizado desde el gobierno alemán pocos meses atrás.
De todas formas, siempre hubo quien no le perdonó nunca sus actividades en la Alemania de Hitler: en plena celebración del éxito del Apollo 11, cuando el 16 de septiembre acudía invitado a una celebración en Delaware junto con otros relevantes miembros de la NASA, se encontró en la puerta del restaurante con un grupo de judíos supervivientes de los campos de concentración que le increpaban por su pasado en la Alemania nazi. Aunque el grupo se disolvió a los pocos minutos sin mayores incidentes, la manifestación demostraba a nuestro protagonista que su pasado le perseguiría siempre.
En 1969, Wernher von Braun se encontraba ante una difícil situación, una a la que se había enfrentado varias veces a lo largo de su vida, pero que parecía haberse olvidado durante los años dorados de la carrera espacial: la de tener que luchar en todos los frentes para seguir impulsando su sueño espacial. Y es que ya ni siquiera el pueblo americano, aquel al que había conseguido ilusionar en los años cincuenta con los espacios de Disney y los artículos de Collier’s, parecía receptivo ahora a su mensaje.
A finales de enero de 1969, Cornelius Ryan, el periodista que ofreció a von Braun la colaboración con Collier’s, acudió de nuevo al ingeniero para solicitarle que escribiese un artículo presentando el futuro después del programa Apollo. La revista Collier’s había desaparecido, pero Ryan trabajaba ahora para el Reader's Digest. Nuestro hombre se prestó encantado a colaborar de nuevo con Ryan, contemplando, además, la posibilidad de volver a levantar la pasión popular por el programa espacial ahora que veía a éste amenazado. En octubre de aquel año, poco después de finalizada la misión lunar, von Braun entregaba a Ryan un extenso artículo en el que hablaba de la exploración de la Luna y de Marte, junto con la exploración no tripulada de otros planetas por medio de sondas espaciales, estaciones espaciales en la órbita terrestre, y un transbordador espacial destinado a servir de autobús entre éstas y nuestro planeta.
Pero, paradójicamente, el mismo año en que los Estados Unidos ponían el pie en la Luna, parecía no existir ya receptividad hacia esos sueños espaciales. Cuando en enero de 1970 Cornelius Ryan entregó el artículo a sus jefes para la publicación, estos lo rechazaron: el futuro espacial no se consideraba dentro de los intereses de los lectores del Reader's Digest.
Aunque de todos los contratiempos aparecidos a lo largo de este año glorioso de la llegada a la Luna, quizás el más grave fue al que menos importancia se dio en su momento: en un chequeo médico rutinario en una clínica de Texas, el doctor James R. Maxfield, amigo de nuestro hombre, le descubría unos pólipos en el colon. De inmediato, el médico le sugirió operarse, pero von Braun tenía entonces otras prioridades: las primeras misiones Apollo estaban pisando nuestro satélite, y no era el momento de coger una baja para entrar en quirófano. Además, se encontraba perfectamente, y no veía ningún motivo para no aplazar la operación a un momento más adecuado. Éste fue, posiblemente, uno de los mayores errores de su vida.
Arthur Rudolph
Al igual que a von Braun le asaltaban los amargos recuerdos del pasado en 1969, aunque sin consecuencias, a otros antiguos miembros de su equipo también se les aparecerían más adelante, con resultados mucho menos positivos.
102. Arthur Rudolph.
Éste sería el caso de Arthur Rudolph, el que fuera director de programa del Saturn V en el Centro Marshall hasta que abandonó la NASA en 1968 por motivos de salud. Rudolph se fue a California junto con su mujer y su hija, y vivió una vida tranquila y alejada del programa espacial hasta 1984. Ese año, agentes de la Oficina de Investigaciones Especiales del Departamento de Justicia llamaron a su puerta; traían con ellos los ecos de un pasado que todos los antiguos veteranos de Peenemünde habían creído hacer olvidar para siempre.
La investigación versaba sobre la búsqueda de antiguos criminales de guerra nazis, y Rudolph se ofreció a colaborar voluntariamente, respondiendo a todas las preguntas que se le hicieron sobre su pasado en la Alemania de Hitler. El ingeniero relató, confiado, sus actividades en Peenemünde y Mittelwerk, sin esperar en ningún momento que sus palabras pudieran estar suponiéndole su propia condena.
Pero así fue; poco después, Rudolph era informado de que, a tenor de sus declaraciones, podría ser incriminado por una supuesta implicación en crímenes de guerra durante su etapa como director de producción de la V-2 en Mittelwerk. Rudolph se enfrentaba a una posible acusación pública, con pérdida de su pensión estatal e incluso la posibilidad de ir a la cárcel. Se le ofrecía como alternativa la renuncia a su nacionalidad estadounidense y la salida del país, pudiendo de esa forma conservar su pensión y su prestigio.
Alejado desde hacía años de sus antiguos colegas, Rudolph se enfrentó a esta situación con la única ayuda de un abogado de extranjería que encontró en las páginas amarillas. No queriendo involucrar a nadie más, el ingeniero afrontó el proceso en solitario, sin el conocimiento de sus viejos amigos en Huntsville. Puesto entre la espada y la pared, y asqueado por recibir en su vejez, y cuando ya no era útil para su nuevo país, un trato que consideraba tremendamente injusto, aceptó el exilio emigrando a su Alemania natal, aunque sin aceptar los cargos que se le imputaban.
Arthur Rudolph había sido la cabeza de turco de un proceso reabierto a instancias privadas contra muchos de los alemanes llevados a los Estados Unidos tras la segunda guerra mundial en el marco de la operación Paperclip. Sin embargo, no está claro por qué, si realmente se hallaron pruebas en su contra, se le ofreció el exilio en lugar de llevarlo a los tribunales; ¿se pretendía así apaciguar a la parte demandante sin montar un escándalo, al reconocer públicamente haber colocado presuntos criminales de guerra a la cabeza del programa espacial norteamericano? No parece que fuera éste el motivo, dado que la acusación hacia Rudolph se haría pública poco después. ¿O es que quizás las supuestas pruebas no eran tan concluyentes como se pretendía? Esto es lo que piensan no sólo los amigos del ingeniero, sino también varios de los investigadores que han profundizado después en los hechos.
Ninguno de sus antiguos compañeros del Centro Marshall se enteró de lo que estaba pasando hasta que notaron su ausencia en la siguiente reunión de veteranos. Poco después, se hizo público que Arthur Rudolph había sido deportado porque se le consideraba un criminal de guerra nazi. La noticia suscitó voces a favor y en contra, los primeros aplaudían que se siguiera persiguiendo a quienes habían tenido responsabilidades en la guerra, y los segundos, casi todos antiguos colaboradores de Rudolph, defendían su inocencia. Estos últimos lanzaron una campaña en los Estados Unidos encaminada a aportar la documentación que fuera necesaria a los tribunales para que reconsideraran el caso.
Entre tanto, en Alemania, Arthur Rudolph recuperaba su antigua nacionalidad después de que el gobierno federal investigara también su pasado sin hallar indicios de crímenes de guerra. Desde allí recibió el apoyo de muchos de sus antiguos compañeros, quienes le animaron para que no aceptase sin más una situación que estimaban profundamente injusta, y para que luchase cuanto fuera necesario hasta que fuese restituido su honor. Al fin y al cabo, le recordaban, él no había engañado a nadie: el gobierno norteamericano había sabido de su papel en la factoría de Mittelwerk desde el primer momento, y entonces no había supuesto ningún problema. Destacaban la hipocresía que suponía haberle aceptado entonces, cuando sus servicios eran útiles para los Estados Unidos, para en cambio ahora, cuando ya estaba jubilado, acusarle de nazi sin que se hubiese aportado ningún dato nuevo que hubiese hecho cambiar la situación.
Convencido por estas palabras, Rudolph intentó volver a los Estados Unidos en 1990 a través de Canadá, pero le fue imposible: tras el aterrizaje, fue detenido por agentes de inmigración. Allí fue sometido a juicio, hallándosele finalmente inocente de todos los cargos. No obstante, se le denegó la entrada en los Estados Unidos alegando el incumplimiento de algunas de las condiciones establecidas en las leyes de inmigración. Asqueado, Rudolph regresó a Alemania, donde moriría en 1996, a los 89 años.
Adiós a toda una vida
Septiembre de 1969 fue un mes de gran actividad en la trastienda del programa espacial norteamericano. Mientras en las calles se aclamaba a los astronautas que acababan de volver de la Luna, en los círculos del gobierno se hablaba de recortar el programa Apollo, la Space Task Force publicaba sus recomendaciones para el futuro, y el administrador de la NASA, Thomas O. Paine, contactaba con Wernher von Braun para hacerle una inesperada proposición.
Para Paine, quien había llegado a mantener una relación que podríamos llamar de amistad con von Braun, estaba claro que el futuro de nuestro protagonista en el Centro Marshall era poco halagüeño: no había nuevos grandes proyectos en marcha a corto plazo, y su papel como visionario del futuro espacial le hacía aparecer más atractivo para otros puestos que para languidecer en un centro de la NASA a medio gas.
Paine formuló a von Braun una propuesta confidencial: le ofrecía marchar a Washington, a las oficinas centrales de la NASA, para hacerse cargo de la planificación estratégica de la agencia. Desde ese puesto, podría utilizar su carisma y sus probadas habilidades para conseguir el apoyo del Congreso, para apoyar las propuestas de futuro recién enunciadas por la Space Task Force, incluyendo la misión a Marte. Sólo él, le expresaría Paine, era capaz de volver a vender al gobierno norteamericano la idea de un programa espacial fuerte y vital para el futuro. Ponía en sus manos la capacidad de plantear el futuro de la NASA para los próximos veinte años, y le ofrecía para ello todo su apoyo personal. Ya no había nada de interés que hacer en Huntsville; en cambio, en Washington, todos los planes de futuro de la NASA estarían en sus manos.
Inicialmente, nuestro hombre pareció animarse ante esta perspectiva. Pero había que ser cauto: Paine había hecho esta oferta de forma personal y confidencial, de un modo completamente extraoficial. Von Braun le explicaría a Paine que, aunque por una parte le apenaba profundamente dejar el Marshall, por otra se sentía inclinado a aceptar; pero, antes de hacerlo, habría que tantear el terreno en Washington, en los círculos políticos de los que dependía la NASA. Al fin y al cabo, la agencia era un organismo gubernamental, y un nombramiento como aquel requeriría del apoyo de los estamentos superiores si no se quería que terminase en desastre. Se acordó que el administrador movería sus fichas en Washington antes de hacer público el movimiento.
Según todos los indicios, y de acuerdo a comentarios de sus amigos y colegas, ésta no fue una decisión fácil para von Braun. Por un lado, le atraía la idea de participar de forma directa en la planificación de lo que debía ser el futuro del programa espacial de los Estados Unidos: era la mejor oportunidad para plasmar todos sus grandes sueños sobre la exploración del espacio. Pero, por otra parte, le dolía tener que dejar a tantos buenos amigos en Huntsville, a más de cincuenta antiguos compañeros de los tiempos de Peenemünde, que todavía permanecían a su lado como un eficaz y cohesionado equipo. También dejaría de participar directamente en el desarrollo de nuevos cohetes, lo que había sido su campo de actuación desde que se uniera al grupo de la VfR en el Berlín de los años treinta. Pero, a cambio, tendría en sus manos hacer todo lo posible para hacer realidad el viaje a Marte…
En la decisión jugó también un importante papel su mujer, María von Braun. Para ella, la vida en Huntsville había sido un pequeño calvario: acostumbrada a vivir en la gran ciudad, la vida rural en Alabama le agobiaba intensamente. Una mujer como ella, gran aficionada al arte y la cultura en general, añoraba poder visitar museos, ir a teatros y conciertos, a la vez que su timidez le hacía odiar que la reconocieran dondequiera que fuese, algo normal en una ciudad de provincias. Para María, la idea de vivir en Washington era como un sueño y, sin duda, su entusiasmo también aportó un grano de arena adicional a la hora de tomar la decisión por parte de su esposo.
En la decisión también jugó un cierto papel la relación de confianza y amistad que mantenía con el administrador Paine. Wernher von Braun sentía que debía lealtad a aquel hombre que siempre le había apoyado y con quien existía casi una relación de complicidad, compartiendo gran parte de sus puntos de vista con respecto a lo que debería ser el programa espacial de su país. Paine le había pedido que fuese su persona de confianza en Washington, y no podía defraudarle. Sumando los pros y los contras, los sentimientos hacia un lado y hacia el otro, nuestro protagonista decidió finalmente dar su visto bueno al desplazamiento.
El 14 de noviembre de 1969 despegaba el Apollo 12, la segunda misión destinada a seguir los pasos de Armstrong, Aldrin y Collins en la Luna. Con el programa Apollo discurriendo suavemente sobre sus raíles, Wernher von Braun decidió tomarse unas largas vacaciones de dos meses con su familia, en las Bahamas y las Islas Vírgenes. Partirían en diciembre, con la vuelta prevista para febrero. Tras años de dedicación a su trabajo, y con la relajación que suponía haber llegado al culmen del proyecto Apollo, había llegado el momento de dedicar a su familia parte del tiempo que hasta entonces les había robado. Dejarían atrás el invierno de Huntsville para disfrutar de las cálidas aguas del Caribe, donde nuestro protagonista pretendía enseñar a bucear a sus hijos. A su vuelta, había acordado con Tom Paine que harían público su traslado a Washington. Pero, hasta entonces, disfrutaría de unas semanas de tranquilidad.
No fue así: en enero de 1970, los planes se filtraron a la prensa. Pronto, los periodistas interrogaban a los principales responsables del Centro Marshall acerca de su opinión sobre la próxima marcha de su director a la capital del país. Incrédulos, los líderes del Marshall negaban la noticia: su jefe nunca había pensado marcharse, todo eso no eran más que habladurías. No podían creer que lo que se les estaba diciendo pudiera ser cierto.
Los acontecimientos empezaron a quedar fuera de control. Ante la avalancha de rumores y para evitar que la situación empeorase aún más, Tom Paine decidió adelantarse para comunicar la noticia. Se suponía que debía hacerlo junto con von Braun en una rueda de prensa, pero el ingeniero estaba ilocalizable, y la situación hacía recomendable no esperar más tiempo. El 27 de enero, el administrador de la NASA acudía a Huntsville para comunicar oficialmente a unos incrédulos trabajadores del Marshall que su jefe los abandonaba para asumir un nuevo puesto en las oficinas centrales de la agencia.
En el comunicado, Paine anunciaba también que el sucesor de von Braun en el Centro Marshall sería Eberhard Rees, la mano derecha de nuestro protagonista. Era algo que ya había acordado anteriormente con von Braun, y un movimiento lógico, teniendo en cuenta no sólo el cargo de Rees como director adjunto, sino también su lealtad y la confianza que los unía desde los tiempos de Peenemünde. El movimiento se haría efectivo el primer día de marzo.
La noticia supuso un pequeño shock para los trabajadores del centro de la NASA en Huntsville. No sólo había sido algo completamente inesperado, y no sólo perdían a su gran líder, el hombre que con su carisma los había hecho sentirse parte de una gran familia durante tantos años, sino que ni siquiera había aparecido para dar la cara y algún tipo de explicación. Se sentían, en cierto modo, traicionados.
El modo en que se precipitaron los acontecimientos había sido lo último que hubiera deseado Wernher von Braun. Siguiendo su forma habitual de tratar estos asuntos, él hubiera preparado poco a poco a sus hombres, explicándoles el porqué de su traslado a Washington, hablándoles del magnífico futuro que les esperaba una vez que estuviera a las riendas de los planes estratégicos de la agencia espacial, y tranquilizándolos con respecto a su futuro. Sin embargo, todo había salido exactamente al revés, de la peor manera posible. Y, según los peor pensados, ocurrió así porque alguien quería que así ocurriera.
Según estas opiniones, expresadas por parte de algunos de sus más allegados, y simplemente hipótesis sin posibilidad de confirmar, el traslado de von Braun a Washington habría sido una maniobra para quitar de en medio a un personaje incómodo. No fue obra de Paine, de quien nadie duda que lo hizo con la mejor intención, pero se sospecha que la idea pudo haber sido sugerida a Paine por parte de otros responsables de la agencia espacial no tan amigos de nuestro protagonista.
En efecto, Wernher von Braun se había ganado fuertes enemigos en el seno de la NASA con su agresividad en defensa de los intereses de su centro, y con su nivel de popularidad de cara al exterior, lo que lo convertía en un incómodo personaje para quienes deseaban que la política interna de la NASA se desarrollase de una manera más afín a sus intereses. Además, von Braun siempre sería para muchos un extranjero, un advenedizo que había ascendido a lo más alto eclipsando a todos los que se movían a su alrededor. Mientras continuara al mando de un centro como el Marshall, organismo prácticamente independiente dentro de la NASA, sería intocable. Pero si, por el contrario, se le ofrecía un despacho en Washington, aunque en un puesto teóricamente de mayor nivel, se internaría por completo en la burocracia de la agencia, donde podría ser mucho más manejable. Según esta teoría, la oferta habría sido, en el fondo, una trampa urdida por sus enemigos, quienes utilizaron a Paine como marioneta en este juego, y la filtración de la noticia a la prensa durante las vacaciones del ingeniero, también habría sido una maniobra para asegurarse de que finalmente no pudiera echarse atrás, dejándole en una posición de completa indefensión.
Es imposible saber si estas teorías son ciertas, pero lo cierto es que von Braun no resultó estar tan ilocalizable como en un principio se planteaba, lo que hace sospechar si realmente se le intentó localizar con el empeño necesario cuando fue preciso. Efectivamente, el ingeniero aparecía justamente al día siguiente de que Paine comunicase oficialmente la noticia. Ese mismo día, 28 de enero, él y su familia tomaban un avión de vuelta a Huntsville, donde permanecería recluido en su vivienda sin conceder entrevistas a la prensa ni dejarse ver por el Centro Marshall. Probablemente se sentía enfadado y decepcionado por la evolución de los acontecimientos, y avergonzado ante la perspectiva de tener que enfrentarse a sus hombres en aquellas circunstancias. En los días siguientes, la NASA difundiría una nota de prensa firmada por von Braun donde explicaba su tristeza por dejar su trabajo en Huntsville, a la vez que su confianza en la magnífica labor que para el programa espacial norteamericano podría realizar desde Washington. Sin embargo, el director del Marshall no aparecería públicamente hasta el día en que terminaron sus vacaciones, el 2 de febrero, con su reincorporación al trabajo. Su reaparición en público fue algo chocante, por el hecho de lucir una cerrada barba, fruto, junto con su tez bronceada, de los dos meses pasados en el Caribe.
Sólo le quedaba un mes, antes de marchar a su nuevo puesto en las oficinas centrales de la agencia. Los primeros días los empleó en buena medida en dirigirse a sus empleados, tanto a sus colaboradores más directos como al resto de trabajadores del centro. A todos ellos les hizo saber que no abandonaba un barco que se hundía, sino todo lo contrario: el futuro aparecía brillante, y desde su nuevo puesto en la capital del país tendría mucho más poder para llevarlos a todos ellos hacia un horizonte de gloria en el campo de la exploración espacial. Aunque era penoso para él dejar a tantos amigos y compañeros de tantos años, lo hacía para continuar en pos del sueño de todos ellos, y, además, los dejaba en buenas manos, las de Eberhard Rees. También se disculpó por el modo en que se habían precipitado los acontecimientos: si no les había informado antes era porque estaba a la espera de que Tom Paine le confirmase el nombramiento tras allanar el terreno en Washington. Pero la noticia le había sorprendido durante sus vacaciones, y no era ésa la forma en la que él hubiese querido que sucediera. Pese a todo, era una buena noticia para todos ellos.
El director del Marshall se dirigía a sus trabajadores con una mezcla de sinceridad y esperanza. Sinceridad cuando les hablaba de su sentimiento de pesar al marcharse, o al pedir disculpas por cómo se había filtrado la noticia. Esperanza en todo lo demás: sin duda, Wernher von Braun marchaba a Washington con la esperanza de poder levantar un programa espacial que agonizaba, amenazado por los recortes presupuestarios de los últimos años. Sin duda creía que desde su puesto en las oficinas centrales tendría más margen de maniobra para emplear su capacidad de persuasión frente a un gobierno poco inclinado a seguir gastando grandes cifras en el espacio; pero, también, está claro que nuestro hombre sabía que éste sería un trabajo arduo, que los años de prosperidad habían pasado, y que se enfrentaba a tiempos difíciles. Pero, al fin y al cabo, no era la primera vez: salvo tras el discurso de Kennedy de 1961, ¿cuándo había sido fácil para él vender sus sueños espaciales? Y, sin embargo, de una forma u otra, lo había conseguido. ¿Por qué no iba a poder seguir siendo igual en el futuro?
103. Fotografía de von Braun en su despacho del Marshall, el mismo día de su reincorporación tras sus vacaciones en las Bahamas, el 2 de febrero de 1970.
104. Wernher von Braun y Eberhard Rees, en rueda de prensa explicando la próxima reestructuración del Centro Marshall.
105. La ciudad de Huntsville se volcó en la despedida de Wernher von Braun, que aparece aquí en la ceremonia acompañado de su mujer e hijos.
El 24 de febrero de 1970, la ciudad de Huntsville celebró «El día de von Braun». Toda la ciudad se volcó en la despedida del que había sido su hijo predilecto durante tantos años. Discursos, desfiles, la inauguración de un monumento dedicado a él en la plaza del ayuntamiento y el anuncio de la construcción de un nuevo centro cívico que llevaría su nombre fueron sólo algunos de los eventos celebrados en su honor. Aunque discurrió en un tono altamente festivo, la celebración no podía ocultar los sentimientos de emoción entre algunos de los presentes, especialmente entre aquellos que le habían acompañado desde Peenemünde. El propio Wernher difícilmente podría ocultar su emoción en los momentos finales de la despedida.
Finalizada la ceremonia organizada por el ayuntamiento, otra fiesta de homenaje tendría lugar en el Centro Marshall, a la que acudirían más de mil personas entre trabajadores y sus familias, amigos y colaboradores externos. Aquí, más aún que en la anterior celebración municipal, se dejaría sentir la tristeza por la partida del que había sido no su jefe, sino su líder, durante tantos años. Aunque el trabajo en el centro seguiría igual, aunque el equipo seguiría siendo el mismo, aunque únicamente se estaba marchando una sola persona, aquello se vivía como una gran pérdida para el Marshall, y a nivel personal para todos los que allí trabajaban. Como dijo uno de los científicos que trabajaban en el centro, con la marcha de von Braun «era como intentar seguir adelante en Camelot sin el rey Arturo».
Una nueva vida
El paso de una tranquila ciudad de provincias sureña, como Huntsville, a la gran capital que era Washington supuso varios cambios en la vida de los von Braun. Para María fue, como ya hemos comentado, una bendición: a su disposición tenía museos, teatros, cines, conciertos, todo lo que tanto había echado de menos desde que dejase su Berlín natal. Su vida social, que ya en Huntsville era bastante animada, aumentaría aún más en Washington, donde pronto el renombrado ingeniero sería invitado a numerosas y variopintas fiestas de sociedad. Allí se codearían desde con políticos hasta con «la gente guapa» de la capital, todos deseosos de tener en sus fiestas a la pareja después de que una renombrada reportera de sociedad lo conociera en un banquete y, más tarde, lo describiera en su columna como «uno de los hombres más fascinantes del mundo… El genio de los cohetes es un conversador brillante, extremadamente atractivo y socialmente encantador. Su lúcida conversación cubre cualquier tema, desde al átomo hasta Dios, en quien cree profundamente, y puede hacer de la ciencia cósmica algo perfectamente claro hasta para una columnista de sociedad».
La familia se había instalado en Alexandria, en una zona residencial de las afueras de la capital. Allí adquirieron una amplia casa con espacio suficiente para una piscina climatizada y un observatorio donde colocar el telescopio de 200 mm obsequiado al ingeniero por sus colegas de Huntsville como regalo de despedida. Una casa que se les haría aún más grande al no contar ya en ella con sus dos hijas: Iris Careen y Margrit Cecile, de 22 y 18 años respectivamente, habían dejado el hogar paterno para estudiar la primera en Ohio, y la segunda en Atlanta. Sólo el pequeño Peter Constantine, de 9 años, hacía compañía por entonces al matrimonio.
El 1 de marzo de 1970, a punto de cumplir 58 años, Wernher von Braun tomaba posesión de su nuevo despacho en las oficinas centrales de la NASA en Washington. Su puesto era el de Administrador Asociado para Planificación de Futuros Programas. Su oficina quedaba en la misma planta, y a tan sólo dos puertas, de la del administrador Tom Paine. En el organigrama de la agencia, von Braun ocupaba ahora el cuarto puesto en responsabilidad, y algunos veían en él, especialmente entre sus antiguos colegas del Marshall, al futuro administrador de la NASA. Algo que nuestro hombre tenía muy claro que nunca llegaría a suceder, como les explicaba a quienes así se lo planteaban: él había sido un antiguo enemigo, un extranjero y, aunque pudiera llegar alto en la Administración, estaba muerto políticamente. El de administrador era un cargo político, y Wernher von Braun era consciente de que nunca llegaría a ocupar ese asiento.
Pero frente a la visión de quienes percibían la marcha de von Braun a Washington como un gran ascenso en su carrera, aparecía una realidad poco visible pero que se haría evidente con el paso del tiempo: que, aunque el ingeniero ocupase el cuarto puesto en el escalafón, su posición se hallaba fuera de la cadena de mando de la agencia espacial. Su cargo era equiparable al de un asesor de la dirección, pero sin autoridad directa sobre ninguno de los mecanismos de la organización. Su posición podía ser, por tanto, muy fuerte o muy débil: todo dependía del valor que el administrador quisiera otorgarle.
El trabajo que Paine había encomendado a von Braun consistía en formular los planes de la agencia para los próximos veinte años o más. Después, también sería parte de su trabajo intentar vendérselos al Congreso, a la Casa Blanca y al pueblo norteamericano en general. En el fondo, se le encomendaba que hiciera lo que mejor sabía hacer.
En este trabajo no estaría solo: para llevarlo a cabo contaría con un equipo de veinte a treinta personas a su cargo, entre los que incluiría a un par de sus antiguos colaboradores de Huntsville (aunque ninguno de ellos pertenecía al grupo de alemanes original), y a su asistente personal de los últimos años, Tom Shaner. Aunque intentó llevarse también a su secretaria, Bonnie Holmes, ésta tenía ya su vida en Huntsville, por lo que declinó amablemente la oferta; marcharía a Washington durante un corto periodo, no obstante, para ayudarle en el proceso de selección de quien debería sustituirla.
Su nueva auxiliar, Julie Kertes, pronto quedaría impresionada tanto por la forma de trabajo como por la fama de su nuevo jefe; día tras día, montones de cartas llegaban a su mesa, dirigidas a Wernher von Braun: invitaciones a conferencias, solicitudes para dar discursos, o simples peticiones de autógrafos sumaban una masa de correspondencia que superaba en magnitud a la que recibían los otros cuatro máximos ejecutivos de la NASA juntos, incluido el propio administrador. La propia Kertes dedicaría buena parte de su jornada laboral a firmar autógrafos en nombre de su jefe, pues, como von Braun decía, de haberlo hecho él, prácticamente sólo hubiera podido dedicarse a ese cometido.
También sorprendería, entre la seriedad habitual en la sede de la NASA, la distendida forma de trabajo de nuestro hombre: desde fuera de su despacho era norma habitual escuchar las carcajadas en su interior, y sus colaboradores directos no dejarían de explicar con una mezcla de satisfacción y asombro lo agradable que era trabajar con aquel hombre tan jovial y simpático, siempre dispuesto a gastar bromas con ellos y de quien rara vez se recibía una mala palabra o un mal gesto. Como comentaría su secretaria, «éramos la envidia de la planta».
Y, efectivamente, envidia había, y mucha. Y es que muchos de los ejecutivos que compartían edificio con el recién llegado no soportaban su popularidad, que recibiese esa cantidad de correo, las continuas visitas o llamadas de celebridades y altas autoridades, o que la gente de la calle a menudo pensase que era él quien dirigía la NASA, siendo el suyo prácticamente el único nombre conocido a nivel popular, más allá del de los astronautas. La envidia hacia esta fama haría que algunos ejecutivos de la agencia «robasen» algunas de aquellas invitaciones a actos oficiales o peticiones de discursos antes de que llegasen a nuestro protagonista, acudiendo ellos en su lugar. Estas suplantaciones llegaron a tal extremo que, en un momento dado, el administrador Paine tuvo que establecer cuáles eran las únicas personas autorizadas a aparecer oficialmente en actos públicos en sustitución de von Braun: solamente los astronautas o Robert Jastrow, un director del Centro Goddard de la NASA en quien tanto Paine como von Braun tenían plena confianza.
En esta situación de recelos y envidias surgidos alrededor de nuestro protagonista, tampoco ayudaban sus orígenes en Alemania, ni su agresiva actitud en defensa de sus intereses mientras estuvo al frente del Centro Marshall. De hecho, poco antes de su marcha hacia Washington, había tenido lugar una más de estas luchas de poder, por hacerse con la mayor parte del pastel en el futuro proyecto del transbordador espacial. Siguiendo su línea habitual, cuando se discutió el futuro el proyecto, von Braun solicitó para el Marshall la totalidad del programa. No sólo el desarrollo del transbordador, sino todo: la dirección de las misiones, el mantenimiento del vehículo, el entrenamiento de los astronautas… incluso la dirección del proyecto, algo que siempre había correspondido a las oficinas centrales. Von Braun era ambicioso, y siempre había luchado para conseguir la mayor responsabilidad posible para su equipo. Ahora, poco después de aquello (sin contar las ocasiones anteriores en que había sucedido algo similar), estaba en Washington codeándose con algunos de quienes habían vivido aquellas discusiones desde el otro lado de la mesa. En Huntsville, von Braun había estado rodeado de amigos. Ahora, como él mismo comentaría tiempo después, había entrado en «la jungla de Washington».
Una difícil tarea
La labor de von Braun en Washington era plantear el futuro de los Estados Unidos en el espacio, y para que sus ideas al respecto pudieran llegar a hacerse realidad, necesitaba de todos los apoyos posibles, en todos los frentes.
Una de sus primeras tareas al llegar a su nuevo cargo fue solicitar de Ernst Stühlinger, su antiguo colaborador en el Marshall a cargo de los proyectos de investigación, una lista de los principales científicos norteamericanos interesados en la investigación espacial, o en la experimentación en microgravedad. Von Braun pretendía contactar con cada uno de ellos para intentar ganarse el interés de la comunidad científica en apoyo de sus proyectos. También inició un amplio programa de viajes a lo largo y ancho del país, buscando el apoyo de los diferentes centros de la agencia espacial: un futuro prometedor les esperaba a todos ellos, les aseguraba nuestro hombre, si sus proyectos para el nuevo programa espacial conseguían la aprobación de las autoridades.
El primer jarro de agua fría coincidiría prácticamente con la llegada a su nuevo puesto: en marzo de 1970, Richard Nixon hacía pública su decisión, tras haber recibido las recomendaciones de la Space Task Force. El presidente se decantaba por una versión descafeinada de la tercera opción, la más modesta, la representada por el transbordador más la estación espacial. Con la diferencia de que se aprobaba solamente la construcción del transbordador; una vez se dispusiera de éste, ya se discutiría sobre el programa de la estación.
La decisión de Nixon suponía un duro golpe para todos los trabajadores de la NASA, quienes veían así su futuro amenazado por la mediocridad, tras la gloria alcanzada con el programa Apollo. Aunque fue también un golpe político para el vicepresidente Spiro Agnew, presidente de la Task Force, quien se veía así desautorizado por el propio presidente.
A pesar de todo, ni von Braun ni Tom Paine quisieron darlo todo por perdido. Animado por el incondicional apoyo que recibía del administrador, nuestro hombre siguió trabajando en la elaboración de un plan de futuro para la agencia espacial norteamericana. En junio, llegaron a convocar entre ambos una conferencia a la que invitaron a los principales pensadores de la NASA o incluso ajenos a ella, para que aportaran ideas sobre el futuro del programa espacial.
Como resultado de todo ello, Wernher von Braun elaboró un extenso programa para los próximos veinte años. En él se contemplaba el lanzamiento de tres estaciones espaciales tipo Skylab acompañadas de una versión reducida del transbordador espacial por entonces planteado; en paralelo, se continuaría la producción del Saturn V y otros potentes lanzadores con el objetivo de utilizarlos en misiones no tripuladas a Marte y otros planetas del sistema solar. Más adelante se introduciría un transbordador de mayor tamaño que diera soporte a una estación espacial significativamente mayor que el Skylab, a la vez que se iniciaba la construcción de bases lunares y el lanzamiento de una misión tripulada a Marte. Todo ello requeriría de un incremento progresivo del presupuesto de la NASA para llegar a alcanzar un pico máximo de doce o catorce mil millones anuales, con un gradual descenso posterior.
106. Tom Paine, y Richard Nixon esperan a los astronautas del Apollo 11 a bordo del portaaviones Hornet. Un año más tarde, Nixon negaría a Paine el apoyo a su plan post-Apollo, lo que finalmente le haría dimitir de su cargo en la NASA.
Tom Paine quedó entusiasmado con el plan elaborado por su protegido; pero en el contexto de 1970, aquel borrador no tenía ninguna oportunidad desde el punto de vista político. En el programa planteado por la Space Task Force, la opción de mayor coste no superaba los diez mil millones anuales, y ahora, en cambio, se estaba proponiendo un plan aún más ambicioso. Si bien era cierto que la propuesta de von Braun y Paine se extendería a lo largo de dos décadas, permitiendo un incremento progresivo desde la situación inicial, también lo era que para el gobierno norteamericano no había razón alguna que justificase continuar manteniendo tan elevadas inversiones toda vez que se había conseguido el objetivo de demostrar la superioridad de los Estados Unidos en el espacio.
En el verano de 1970, el administrador de la NASA Tom Paine acudió a la Casa Blanca para presentar el plan preparado por von Braun. La respuesta de Nixon fue negativa: según el presidente, ni el Congreso ni el pueblo de los Estados Unidos estarían dispuestos a realizar inversiones de tal magnitud en el espacio en aquellos momentos. Paine tendría que conformarse con un presupuesto anual de 5500 millones de dólares, y hacer lo que pudiera con eso.
Para Paine aquello fue el golpe definitivo. En conversaciones con von Braun, le confesaría su intención de dimitir de su cargo y volver a la empresa privada, a ocupar su antiguo puesto en General Electric. Y le aconsejaba que se fuera haciendo a la idea de seguir sus pasos.
El 28 de julio de 1970, el administrador presentaba formalmente su dimisión. Von Braun estaba hundido: con él se iba su último apoyo en las oficinas centrales de la NASA, tan sólo cinco meses después de su llegada a Washington. Poco antes de su traslado, en diciembre de 1969, se había retirado también George Mueller, el administrador asociado para Vuelos Espaciales Tripulados y segundo en el escalafón en la NASA, gran admirador de nuestro protagonista y uno de quienes le habían animado a realizar el cambio. Lo había sustituido George Low, uno de los mayores rivales de Wernher von Braun en el MSC de Houston, con lo que Paine había quedado como el único apoyo y amigo en las oficinas de Washington. Con su marcha, von Braun no sólo se quedaba completamente solo: se había quedado aislado.