1. En la VfR
8 de septiembre de 1944. La noche empieza a caer sobre Londres, mientras sus habitantes desarrollan su rutina habitual. Desde hace algunos meses, esa rutina es mucho más apacible que a lo largo de los últimos cuatro años: desde que las tropas aliadas desembarcaran en Normandía, cuatro meses atrás, los londinenses han visto desaparecer de sus vidas las alarmas de bombardeo, las carreras a los refugios, el rugir de las bombas al caer sobre sus casas… Alemania se bate en retirada, y la antes temida Luftwaffe no es ya sino un fantasma de lo que fue tiempo atrás. Incluso las bombas volantes V-1 han dejado de caer sobre la ciudad, después de que los ejércitos aliados capturaran sus bases de lanzamiento en la costa francesa. Aunque muchos de los londinenses tienen familiares batiéndose en el continente, manteniendo la guerra directamente unida a sus vidas, al menos parece que una sensación de paz se va asentando lentamente en su entorno.
Pero a las 18:43 de aquella tarde, estalla el infierno: de repente, una violenta explosión sacude la localidad de Chiswick, a diez kilómetros del centro de Londres, abriendo un gran cráter en el suelo y derribando varios edificios. ¿Sabotaje? ¿Una bomba colocada por espías alemanes? ¿Una explosión de gas? Segundos más tarde, se oye un doble estallido: es el estampido sónico, que llega con retraso, el ruido provocado por el arma destructora al romper la barrera del sonido. El primer misil balístico de la historia ha hecho su debut. Se trata de la V-2.
Durante muchos años, su creador, el alemán Wernher von Braun, le debería a este arma su prestigio y fama mundial.
Orígenes aristocráticos
Wernher Magnus Maximilian von Braun nació el 23 de marzo de 1912 en Wirsitz, Prusia, hoy al otro lado de la frontera polaca. Su padre era el barón Magnus Alexander Maximilian von Braun, y su madre, la baronesa Emma von Braun (de soltera, von Quistorp). Wernher era el mediano de tres hermanos, Sigismund, un año mayor, y Magnus, siete más pequeño.
El entorno en el que creció nuestro protagonista en sus primeros años fue el de la pequeña aristocracia alemana. Casas señoriales atendidas por una extensa servidumbre, tierras trabajadas por campesinos al servicio del barón, y un entorno refinado, cultural y de buenas maneras. Su padre descendía de una familia de aristócratas alemanes con una larga tradición de tenencia de tierras en Silesia y Prusia oriental, y sus principales negocios estaban inicialmente relacionados con la banca y con sus propiedades, aunque pronto empezaría a involucrarse en labores de Estado. Su madre pertenecía a una familia de origen sueco que llevaba ya varios siglos asentada en Alemania, y entre los que predominaban los ministros luteranos, banqueros, profesores y terratenientes. Ella había sido educada en Inglaterra, y al parecer tenía una exquisita sensibilidad hacia los demás y un refinado gusto por las artes, además de una brillante inteligencia y una gran cultura: hablaba seis idiomas y era una seria aficionada a la ornitología y a la astronomía.
En cuanto a Wernher, también daría indicios desde pequeño de una gran inteligencia. Según escribiría su padre en sus memorias, a los cuatro años ya era capaz de leer un periódico, tanto del derecho como del revés. También destacó pronto en los estudios y, bajo la influencia de su madre, a muy corta edad ya tocaba el piano con soltura. Durante un tiempo, sus padres pensaron que su futuro estaba en la música. Alrededor de los diez años ya había avanzado tanto en el dominio del piano que fue aceptado como alumno por el compositor Paul Hindemith, y a los quince ya había compuesto tres obras propias. Y no sólo se dedicaría al piano: a los trece años empezó a tomar clases de violonchelo y se unió a la orquesta de su colegio. Aunque la vida le llevaría finalmente por derroteros muy diferentes, no abandonaría nunca su afición musical, y ya en su madurez era frecuente verle tocar el piano en las veladas con los amigos, o tocando el chelo en un cuarteto con sus colegas del espacio. En palabras de su propio padre, los otros dos hermanos eran inteligentes, «pero eran personas inteligentes normales. Wernher era un genio».
Wernher nació dos años antes del final de la primera guerra mundial. Tras la derrota alemana, el territorio de la región prusiana de Posen, al que pertenecía Wirsitz, pasaría a manos polacas, obligando a los von Braun a abandonar sus tierras y trasladarse a Löwenberg, Silesia, donde la familia tenía más posesiones. Pero su estancia allí se prolongaría por poco tiempo: en 1920, después de que el barón von Braun ejerciera varios cargos de responsabilidad en la Administración a nivel provincial, fue llamado a Berlín para asumir un puesto de índole nacional. Así, la familia se trasladaría de la tranquilidad del campo a la capital contando el pequeño Wernher con tan sólo ocho años. Poco después, en 1924, su padre fue nombrado ministro de agricultura durante la República de Weimar. Las cosas iban bien para los von Braun.
1. Wernher von Braun, en el centro, acompañado de sus hermanos Sigismund (izquierda) y Magnus (derecha).
Travesuras de juventud
El primer contacto del joven Wernher con los cohetes fue a los doce años; se trató de un juego totalmente ajeno aún al contexto espacial. Por aquella época, el constructor de automóviles Opel se había unido al entusiasta Max Valier, uno de los precursores en la idea del vuelo espacial, para realizar experimentos de propulsión con cohetes. Hasta entonces se puede decir que prácticamente el único uso práctico de estos ingenios era en forma de bengalas de emergencia, pero Valier y Opel decidieron experimentar su uso para impulsar automóviles, trineos y vehículos varios. Con estos experimentos lograron una notable publicidad, y se batieron varios récords de velocidad; sus experiencias tuvieron una apreciable repercusión mediática, que probablemente influyó en los jóvenes von Braun a la hora de planear una pequeña aventura.
Al parecer, la idea inicial fue de Wernher, quien convenció a su hermano mayor, Sigismund, para que participara en el experimento. Entre los dos compraron seis cohetes, los mayores que pudieron encontrar, y los amarraron al carricoche con el que solían jugar, tras haberlo pintado vistosamente para la ocasión. Luego lo llevaron hasta la principal avenida de Berlín, la Tiergarten Strasse y, una vez allí, el joven Wernher se puso a los mandos. Ayudado por su hermano, encendieron los cohetes, dando comienzo a una alocada carrera sin control a lo largo de la frecuentada avenida. Mientras el pequeño vehículo de madera avanzaba descontrolado y echando humo, los peatones huían despavoridos a su paso, formándose un alboroto descomunal que rápidamente atrajo la atención de la policía berlinesa. Finalmente, los cohetes agotaron su combustible y el pequeño carromato terminó por pararse, afortunadamente sin que nadie hubiese resultado herido, salvo algunos arañazos y rotura de medias de una señora, y el destrozo de un puesto de frutas contra el que se detuvo. Von Braun describiría la escena en sus memorias, recordando que, lejos de estar atemorizado, «yo estaba en éxtasis. El carromato estaba totalmente fuera de control y dejaba una estela de humo, pero mis cohetes se estaban comportando muchísimo mejor de lo esperado, ni en mis sueños más descabellados». El espíritu emprendedor y aventurero de este chaval de doce años no le abandonaría a lo largo de su vida.
La aventura terminó con un arresto por la policía, que finalmente liberó a los hermanos sin cargos bajo la custodia del ministro de Agricultura, su padre, quien tuvo que pagar una multa y castigó a ambos sin salir durante dos días. Pero la emoción de la experiencia había superado con creces al castigo y, terminado el confinamiento, Wernher no tardaría en repetirlo… usando aún más cohetes. Esta vez lo hizo solo, sin ayuda de su hermano, y el resultado fue similar. La perseverancia, la constancia y la implacable persecución de sus sueños también serían características de su personalidad futura.
Por aquella época, inevitable consecuencia de la edad, Wernher comenzó a fallar en sus estudios. Dedicaba más tiempo a sus travesuras y a fabricar coches caseros que a estudiar, y los resultados en matemáticas y física acusarían rápidamente estos descuidos. Para enderezar la situación, cuando cumplió 13 años sus padres le enviaron interno a un prestigioso colegio cerca de Weimar, a 290 kilómetros de Berlín. Probablemente no pudieron hacerlo mejor: este colegio, de ideología progresista, dedicaba tanto tiempo a las clases teóricas como a las prácticas, enseñando a sus pupilos las artes de la albañilería, la carpintería, el trabajo de la piedra y el metal… Sin duda, las perfectas bases para un futuro ingeniero, y más para un espíritu inquieto como el suyo. A Wernher le encantó el cambio.
Los orígenes de su sueño espacial
Hasta entonces, el joven von Braun parecía inclinado hacia un futuro en el mundo de la música. Fue con motivo de su confirmación religiosa, a los quince años, cuando sucedió algo que reorientaría su vida. Como regalo para la ocasión, no recibió el habitual reloj y los primeros pantalones largos que les esperaban a sus compañeros luteranos; por el contrario, su madre, que como dijimos tenía la astronomía entre sus aficiones, le regaló un telescopio.
Así, nuestro protagonista comenzó a introducirse en el apasionante mundo de la observación estelar y planetaria. Combinado con los aires que corrían en la época, cuando los primeros relatos de ciencia ficción que trataban de viajes interplanetarios comenzaban a aparecer, el telescopio sería la chispa que haría nacer en Wernher su pasión por el espacio. A los quince años y tras leer alguno de esos relatos, al joven se le empezó a quedar corto contemplar con su aparato la Luna y las estrellas. ¡Había que ir hasta allí, eso era lo verdaderamente emocionante! La idea del viaje espacial prendió ya en él en esa etapa tan temprana de su vida.
Ese mismo año, iniciándose en los secretos de la astronomía, cayó en sus manos un panfleto en el que se veía un cohete rumbo hacia la Luna. Era un artículo escrito por el profesor Hermann Oberth, un joven físico de treinta años de origen transilvano que impartía clases en Rumanía. Atrapado por las ideas expuestas en aquel artículo, Wernher se apresuraría a comprar su libro, el hoy clásico Die Rakete zu den Planetenräumen (El cohete hacia el espacio interplanetario), tan sólo para quedar rápidamente desconsolado al ver su contenido: el libro estaba lleno de ecuaciones matemáticas, que el joven aficionado se veía incapaz de comprender.
Otro quizás hubiese olvidado el libro y se hubiera dedicado a leer ciencia ficción y a mirar por su telescopio, pero no Wernher von Braun. Si para introducirse en el mundo de los cohetes y del viaje espacial tenía que convertirse en un experto en matemáticas, lo haría, a pesar de ser una asignatura que nunca le había gustado. En el colegio, se sumergió de forma casi compulsiva en el estudio de las matemáticas y la física, y a los dieciséis años incluso fue elegido por la dirección del colegio para sustituir a un profesor de matemáticas enfermo. Esta petición supuso para él un reto pero, actuando en su línea, ello no hizo sino impulsarle hacia delante: decidido a que sus alumnos no fallaran en su asignatura, voluntariamente comenzó a dar clases particulares a los menos aventajados. Al final del curso, su clase consiguió las notas más altas de todo el colegio.
Wernher ya apuntaba maneras en cuanto a liderazgo y capacidad de persuasión. Sus prácticas como profesor suplente de matemáticas quizás fueron la primera prueba de su aptitud para dirigir equipos, pero en lo segundo también haría sus pinitos cuando logró convencer al director para que comprase un telescopio de 125 milímetros para el colegio, al sentir que el suyo se le quedaba corto. Y no sólo eso, sino que a continuación organizó a todos sus compañeros para construir un pequeño observatorio donde alojar el instrumento.
A finales de 1929, Wernher se graduó en el colegio y marchó a Berlín, donde iba a inscribirse en la Universidad Técnica para estudiar ingeniería. Pero en la cabeza llevaba una idea muy clara no directamente relacionada con sus estudios: tenía que conocer a Hermann Oberth y ofrecerle sus servicios con miras a la investigación en cohetes y la exploración del espacio.
Hermann Oberth, pionero de la exploración espacial
Hermann Julius Oberth nació el 25 de junio de 1894 en Transilvania. Junto con el ruso Konstantin Tsiolkovskiy y el norteamericano Robert Goddard, es considerado uno de los padres de la astronáutica, aunque si nos atenemos a su influencia real en la Historia, dicho trío debería ser reducido a dos personas: Tsiolkovskiy en Rusia, y Oberth en Alemania. Goddard, aunque realizó importantes avances en materia de propulsión líquida de cohetes, lo hizo tan en solitario y tan en secreto, que no tuvo prácticamente influencia alguna en los desarrollos que llevarían finalmente al cohete espacial.
La pasión de Oberth por los viajes espaciales comenzó a la temprana edad de once años, con la lectura del libro De la Tierra a la Luna, de Julio Verne. Atrapado por esta idea, a los catorce ideó un cohete como el medio ideal para llevar a cabo esos sueños. El ingenio, frente a lo habitual hasta entonces, se alimentaría de propulsante líquido que se haría arder en una cámara de combustión, con sus gases expandiéndose en una tobera; esto impulsaría al aparato por efecto de la primera ley de Newton, el principio de acción y reacción. Partiendo de esta idea, y estudiando los libros apropiados, Oberth comenzaría a desarrollar las ecuaciones matemáticas que gobernarían el vuelo de dicho cohete.
Oberth también desarrolló ideas revolucionarias para la época: la propulsión por etapas, para ir librándose del peso muerto de la estructura a medida que se consumía el propulsante, y el concepto de suma de velocidades, es decir, que la velocidad proporcionada por una etapa se suma a la que había proporcionado previamente la etapa anterior.
2. Hermann Oberth.
Curiosamente, el joven Oberth no decidió estudiar física o ingeniería, sino medicina, carrera que comenzó en 1912 en la universidad de Múnich. Pero el estallido de la primera guerra mundial en 1914 daría al traste con sus estudios. No sólo tuvo que abandonarlos para ir al frente, sino que allí descubriría que no tenía vocación para la práctica médica: formando parte de una unidad sanitaria, Oberth se dio cuenta de que no quería que su vida transcurriera por ese camino.
Al finalizar la guerra, Hermann Oberth volvió a la universidad, esta vez para estudiar física, carrera en la que intentaría doctorarse en 1922 sin éxito: su tesis, sobre los cohetes y el viaje espacial, fue rechazada. A pesar de ello, Oberth resolvería demostrar al mundo que no era ningún loco, y que sus teorías tenían fundamento.
Tras el rechazo de la comisión doctoral, Oberth decidió publicar los resultados de su tesis en 1923 bajo el título Die Rakete zu den Planetenräumen, una obra de noventa y dos páginas que, contra todo pronóstico, se convertiría en un gran éxito de ventas. En 1929 editó una nueva versión de cuatrocientas veintinueve páginas que fue internacionalmente aclamada como una importante aportación científica.
Pero quizás lo que hizo realmente famoso a Hermann Oberth fue su apadrinamiento del joven Wernher von Braun, quien daría forma real a las ideas de Oberth, primero con cohetes experimentales, luego bélicos, y finalmente cohetes que llevarían al hombre hasta la Luna. Oberth sería llamado por von Braun a Estados Unidos, y colaboró con él durante cuatro años en Huntsville, Alabama, para regresar finalmente a Alemania, donde moriría en 1989, a la edad de 95 años. La casa donde vivió sus últimos años, en Nürenberg, es hoy un museo.
La VfR
Oberth se había trasladado recientemente a Berlín, tras pedir una excedencia en su trabajo como profesor de instituto en Rumanía, para colaborar como asesor técnico en la película de ciencia ficción Frau im Mond (Mujer en la Luna), de Fritz Lang. En paralelo con su trabajo en la película, también se dedicaba en su tiempo libre a realizar experimentos con primitivos cohetes en las afueras de la capital, lo que pronto atrajo a un grupo de jóvenes entusiastas. Se trataba de los miembros de la Sociedad para el Viaje Espacial, más conocida por sus siglas alemanas VfR (Verein für Raumschiffahrt), una de las múltiples sociedades de amigos de los cohetes que empezaron a proliferar en la Alemania de los años treinta, influidas por la obra de Verne, las primeras novelas y películas de ciencia ficción, y los trabajos de personajes como el propio Hermann Oberth.
Von Braun ansiaba ponerse a las órdenes de su admirado Oberth, pero no sabía cómo. Entendía que debía ser de alguna forma presentado al profesor, así que decidió visitar a uno de los seguidores del científico, Willy Ley, un escritor por entonces presidente de la VfR, y que también colaboraba junto con Oberth como asesor para la película de Lang.
Von Braun tampoco conocía a Ley, pero se había introducido recientemente en la VfR, y le parecía más asequible presentarse ante él que directamente ante el «gran profesor». Así que un día, sin más, se presentó en su casa, donde le hicieron esperar en la salita, pues su anfitrión se encontraba fuera. Cuando Willy Ley llegó, se encontró a un joven rubio y de ojos azules que tocaba al piano el «Claro de Luna» de Beethoven con tal maestría que le dejó impresionado. Wernher rápidamente le explicó por qué estaba allí, y Ley no tuvo inconveniente en concertar la deseada entrevista.
El joven ofreció al profesor todo su entusiasmo, ofreciéndose a ayudarle en lo que hiciera falta, con tal de poder participar en el apasionante mundo del desarrollo de los cohetes. Ante esta muestra de predisposición, Oberth vio la oportunidad de utilizar al entusiasta joven para lo que más necesitaba en aquellos momentos: recaudar fondos para proseguir sus experimentos. Así, el joven Wernher se vio atendiendo mesas petitorias donde se mostraban maquetas de hipotéticos futuros cohetes espaciales, y solicitando subvenciones en todos los lugares posibles.
3. Con sólo dieciocho años, Wernher von Braun ingresaba en la VfR de la mano de Willy Ley y Hermann Oberth.
Y es que, aunque la VfR había decidido sostener económicamente los esfuerzos del profesor rumano para fabricar un cohete prototipo, sus fondos daban realmente para poco, y las constantes búsquedas de donaciones eran vitales para su mantenimiento. A pesar de las carencias, los entusiastas miembros de la vír, reunidos en torno a Hermann Oberth, se las ingeniaron para realizar diferentes pruebas de motores en banco, culminando incluso con el lanzamiento exitoso de un pequeño cohete de propulsante líquido en 1930, el primero de este tipo realizado en Alemania (la primicia mundial en este campo se la había llevado el norteamericano Robert Goddard en 1926). Pero frente a este éxito se imponía la dura realidad: a finales de año, Oberth se quedó sin fondos para mantenerse en Berlín, y tuvo que volver a Rumanía para ejercer de nuevo como profesor. La continuación de la investigación con los cohetes quedaría ahora en manos de los miembros de la vír.
Entre ellos se encontraban personajes que llegarían a alcanzar un gran renombre con el paso del tiempo. Aparte del propio von Braun y del ya nombrado Willy Ley, estaban también Rudolf Nebel y Klaus Riedel, por ejemplo. El primero, ingeniero y expiloto de combate en la primera guerra mundial, lideraría el grupo de entusiastas tras la marcha de Oberth. Al parecer, Nebel no estaba demasiado bien considerado por sus compañeros a nivel técnico, pues, aunque tenía formación de ingeniero, apenas tenía experiencia real como tal, y parece ser que sus habilidades técnicas tampoco eran demasiado brillantes. Pero por el contrario, realizaría una labor de gestión bastante buena cuando se puso al frente de los esfuerzos del equipo de aficionados.
Empezó por gestionar el alquiler de los solares de un antiguo almacén de municiones situado en las afueras de Berlín, para convertirlo en el campo de pruebas de los cohetes de la asociación. A finales de septiembre de 1930, el grupo de entusiastas tomó posesión de los terrenos, colgando a la entrada un cartel que lo identificaba como «Raketenflugplatz Berlin» (campo de vuelo de cohetes Berlín).
4. Varios miembros de la VfR: a la izquierda, Rudolf Nebel, Hermann Oberth a la derecha del cohete situado en vertical, Klaus Riedel con un pequeño cohete Mirak en las manos, y un joven Wernher von Braun a su derecha.
Las dificultades económicas del grupo eran un problema constante, y la búsqueda de fondos seguía siendo una actividad prioritaria de la asociación. Entre las diferentes vías de financiación que se intentaron, se incluyó la admisión de visitantes para los vuelos de prueba, previo pago de una entrada. Pruebas que en buena parte de los casos terminaban más bien en una especie de espectáculo de fuegos artificiales… También se reclutaron obreros en paro, abundantes en aquellos años de la Gran Depresión, como ayuda en los trabajos de construcción de los prototipos, a cambio simplemente de una comida o de alojamiento en barracones construidos en el campo de pruebas. Y entre una cosa y otra, los más locuaces repetían sus visitas a políticos y empresarios, hablándoles con entusiasmo del gran futuro de los cohetes, en busca de donaciones que les permitiesen seguir avanzando.
Entretanto, von Braun proseguía con sus estudios de ingeniería, compaginándolos con las actividades en la VfR en sus ratos libres. A comienzos de 1931, se trasladó a Zurich para asistir durante un semestre a clases en la universidad técnica de aquella localidad suiza, en un intercambio similar al actual proyecto Erasmus. Durante este tiempo ocurrió una llamativa anécdota que demuestra, una vez más, el carácter curioso y decidido del joven.
Tras conocer a un estudiante de medicina con quien compartió sus ideas sobre el vuelo espacial, éste le sugirió que antes de enviar un hombre al espacio convendría experimentar los posibles efectos con animales. De acuerdo con esta idea, Wernher decidió usar unos cuantos ratones para someterlos a las aceleraciones esperadas durante el lanzamiento, utilizando para ello una centrifugadora casera: una rueda accionada manualmente sobre la que dispuso a los ratones. Mientras él y su amigo observaban, fueron haciendo rotar la rueda más y más rápido, hasta que un chorro de sangre roció las paredes y el techo de la habitación de la pensión en la que se alojaba. La bronca de su casera le convenció de que sería mejor dejar ese tipo de experimentos por el momento… Entre tanto, el estudiante de medicina diseccionó los ratones para concluir que habían muerto por una hemorragia cerebral causada por la tremenda aceleración.
De vuelta a Berlín, continuó compaginando sus estudios con sus ensayos con cohetes. A finales del año 1931, la VfR había llegado a lanzar hasta ochenta y cinco artefactos con mayor o menor éxito, algunos de ellos alcanzando la nada despreciable altitud de cuatro mil metros. Pero sería en 1932 cuando la suerte del grupo de aficionados daría un radical vuelco.
Ese año, el mismo en el que von Braun se licenciaba como ingeniero mecánico con especialidad en aeronáutica (el equivalente hoy día a la ingeniería aeronáutica), fue cuando el ejército alemán entró en la vida de nuestro protagonista.
5. Banco de pruebas de cohetes en el Raketenflugplatz Berlin, en 1931. Tras la estructura, sin sombrero, Klaus Riedel.
Los militares entran en juego
Los progresos realizados por los miembros de la VfR habían alcanzado una cierta notoriedad pública, llegando hasta los oídos de los militares. El ejército alemán, sometido bajo los términos del Tratado de Versalles que puso fin a la primera guerra mundial a unas severas restricciones en materia de desarrollo armamentístico, vio en los cohetes una forma de potenciar su efectividad sin violar los principios del acuerdo de paz. En efecto, si bien el tratado imponía fuertes prohibiciones al desarrollo de artillería pesada y aviación, entre otros, no mencionaba en ninguna parte a los cohetes, principalmente por el hecho de que nadie los consideraba como una amenaza seria en el momento en que se firmó la paz. Pero en 1932, los militares alemanes vieron que esta situación podía estar cambiando…
Así que en la primavera de aquel año, un grupo de oficiales del ejército vestidos de paisano decidieron visitar las instalaciones de la VfR en el Raketenflugplatz Berlin. Eran cuatro hombres, un general, un coronel, y dos capitanes. El más joven de ellos, con 35 años, era el capitán Walter Dornberger, ingeniero del ejército, que acudía en calidad de experto técnico.
Los recién llegados fueron calurosamente acogidos por los miembros de la asociación, que veían en ellos una posible mina de oro con la que financiar sus experimentos. Les enseñaron las instalaciones, los diferentes prototipos en diversas fases de fabricación, y les explicaron en profundidad los aspectos técnicos de sus creaciones. Los militares quedaron gratamente impresionados por los avances conseguidos por un simple grupo de aficionados sin apenas recursos económicos, aunque al mismo tiempo observaron una clara falta de sistemática en cuanto a documentación de sus investigaciones y registros de las prestaciones de sus cohetes. En estos detalles se notaba que eran unos simples aficionados entusiastas, no unos investigadores formados.
Pero los militares supieron valorar el potencial de aquel grupo, así que decidieron probarles: les otorgaron una subvención de 1360 marcos para mejorar su equipamiento de instrumentación y fabricación, y para que fabricasen un cohete con el que hacer una demostración práctica desde un campo de pruebas militar. Los miembros de la VfR aceptaron encantados, sabedores de que, si la prueba salía bien, sus problemas económicos podrían haberse terminado.
6. Rudolf Nebel (izquierda) y Wernher von Braun (derecha) llevando dos cohetes a principios de los años treinta.
Una mañana de agosto de 1932, tres representantes de la VfR acudían con su cohete Mirak II al campo de pruebas del ejército en Kummersdorf, perdido en medio de un bosque a una hora en coche de Berlín: se trataba de Rudolf Nebel, Klaus Riedel y Wernher von Braun. Allí fueron recibidos por el capitán Walter Dornberger, responsable del programa de desarrollo de cohetes para el ejército, quien les condujo al lugar en el que debía desarrollarse la prueba.
Los tres aficionados quedaron asombrados al ver la gran cantidad de instrumentación allí preparada para seguir el vuelo de su cohete y registrar todos los parámetros de interés. Tras los preparativos de rigor para el ensayo, se procedió con el lanzamiento.
El Mirak II era un cohete de propulsante líquido de diseño primitivo, en el que el motor se situaba en la parte delantera y los depósitos de combustible se arrastraban por detrás; los gases del escape incidirían, por tanto, sobre ellos, y de ahí que estuvieran protegidos con un pequeño escudo térmico de asbestos. Este diseño, utilizado ya por Goddard en su primer cohete, pretendía conseguir un vuelo estable situando el centro de masas del ingenio por debajo del centro de presiones, logrando así una tracción frontal en lugar de una propulsión trasera. Aunque de esta forma se conseguía una estabilización natural durante el ascenso, tenía varios inconvenientes: entre otros, una mayor resistencia aerodinámica, pues el chorro de gases que escapaba por la tobera incidía sobre los depósitos de propulsante, empujándolos hacia abajo; y un mayor peso, debido a la mayor estructura necesaria en esta disposición.
Con el paso del tiempo, los avances en el conocimiento de la aerodinámica de los cohetes y el desarrollo de sistemas de estabilización, permitirían pasar a una disposición más convencional sin perder estabilidad. Así se llegaría a la configuración utilizada hoy en día, con los depósitos sobre la cámara de combustión, y la tobera en la parte más inferior del cohete, su ubicación lógica.
El cohete inició su ascenso, mientras los tres amigos contenían la respiración: un posible futuro dorado estaba en juego. El ingenio subió rápidamente en vertical unos treinta metros, después empezó a inclinarse poco a poco hasta ponerse horizontal, para terminar cayendo al suelo sobre el bosque circundante. Los militares que observaban la prueba quedaron claramente decepcionados, y los miembros de la vír, desolados. Habían tenido su particular cuento de la lechera, y acababa de rompérseles el cántaro. Tras este rotundo fracaso, el ejército no encontró motivos para seguir financiando al grupo.
Pero el joven von Braun no estaba dispuesto a aceptar sin más esta decisión. En una temprana muestra de su resolución y liderazgo, decidió reunir toda la información que habían recopilado en el Raketenflugplatz Berlin sobre sus experimentos con cohetes, y acudió en persona a ver al superior del capitán Dornberger. Se trataba del coronel Karl Becker, jefe de munición y balística y con una sólida formación técnica en su haber, quien escuchó, gratamente impresionado, cómo un jovenzuelo de veinte años defendía apasionadamente sus logros, solicitando del ejército una ayuda económica seria para así poder garantizar resultados más profesionales en el futuro. Ante semejante prueba de ardor y empuje, Becker no supo negarse, accediendo con la condición de que el grupo se trasladase a trabajar a unas instalaciones del ejército, donde desarrollarían su trabajo en secreto.
Pero eso no fue todo: Becker le hizo a von Braun otra oferta. Cuando lograse su título como ingeniero el próximo otoño, el ejército lo apadrinaría para preparar su doctorado, siempre que lo hiciera sobre motores cohete de propulsante líquido. Para ello pondrían a disposición del joven los laboratorios que el ejército tenía en Kummersdorf, y el propio Becker, que también era profesor en la universidad de Berlín, actuaría como su tutor. Estaba claro que el oficial, gratamente deslumbrado por el potencial que vislumbraba en aquel joven, no quería dejarlo escapar. Aunque también influirían, probablemente, los contactos que su familia tenía en diferentes organismos públicos, a través del puesto de su padre como ministro de Agricultura. Existen rumores sin confirmar de que el barón von Braun pudo haberse entrevistado el año anterior con el coronel Becker para interceder a favor de su hijo y sugerir que se le ofreciese un puesto técnico en el ejército. Esto habría ocurrido en mayo de 1931, con von Braun aún estudiando en la universidad de Zurich. De ser cierto, podría haber sido el origen que habría llevado a la comisión del ejército a interesarse por los trabajos de la VfR a comienzos de 1932, y podría justificar el hecho de que nuestro protagonista acudiese a visitarlo tras el informe negativo presentado por sus subordinados.
Sea como fuere, von Braun salió entusiasmado de su entrevista con Becker, convencido de haber conseguido un gran logro. Pero cuando se lo contó a sus colegas, no todos reaccionaron tan calurosamente. Nebel y Riedel, por ejemplo, no veían claras las condiciones impuestas por los militares: no les gustaba trabajar para ellos y en secreto. En la discusión que siguió, argumentaron que preferían seguir teniendo que buscar fondos donde fuera necesario, pero manteniendo su independencia, que verse obligados a someterse a los dictados del ejército.
Al no conseguir llegar a un acuerdo, el joven buscó otra salida. En lugar de rendirse ante la opinión de compañeros más maduros, uno de los cuales hacía las funciones de gestor de la sociedad, decidió iniciar una campaña de concienciación del resto de miembros de su asociación, en un intento de inclinar la balanza a su favor. Y así fue: tras convencer a la mayoría de que la oferta del ejército merecía ser aceptada, Riedel y Nebel no tuvieron más opción que ceder. Sin embargo, no sería con su participación: aceptaron que von Braun acudiese ante Becker en nombre de la VfR para aceptar su oferta, pero ellos dos se mantendrían al margen. No querían tener nada que ver con los militares.
Así, los que días antes no eran más que un grupo de aficionados a los cohetes, se convertirían de la noche a la mañana en empleados del ejército que trabajaban en instalaciones militares bajo secreto. Y el joven rubio de veinte años que apenas dos años atrás se había presentado ante Willy Ley y Hermann Oberth ofreciéndose para lo que fuera menester, había pasado a ser el líder del grupo.
Von Braun y sus colegas mantenían su condición de civiles, aunque empleados por el ejército, bajo la dirección de Walter Dornberger, recientemente ascendido a comandante. Y von Braun actuaba dentro de su grupo como interlocutor de Dornberger, asumiendo las funciones de director técnico.
¿Cómo había dado el joven Wernher un salto tan importante en tan poco tiempo? En realidad, su paso a primera línea había sido favorecido por la salida de los más veteranos Klaus Riedel y Rudolf Nebel; pero, sobre todo, había sido la impresión causada sobre los militares, Becker primero y Dornberger después, «por la energía y astucia que este joven y alto estudiante de mandíbula pronunciada aplicaba a su trabajo, así como por sus asombrosos conocimientos técnicos», en palabras de este último. Aunque de nuevo los malpensados atribuyen al menos parte de los motivos a la elevada posición en el gobierno del barón Magnus von Braun.
El futuro aparecía prometedor. No es que los comienzos en Kummersdorf significasen en realidad un paso de gigante con respecto a la situación anterior, pues en un principio los jóvenes colegas sólo tenían a su disposición un mecánico, unas instalaciones para lanzamientos, y un cierto presupuesto para instrumentación y material; pero al menos ya no tenían constantemente sobre sus cabezas la espada de Damocles de la financiación. En un país inmerso en una profunda depresión económica y una gran agitación política desde el final de la primera guerra mundial, von Braun y sus compañeros iniciaban una nueva etapa con sus sueños puestos en el viaje espacial. Pero las cosas estaban a punto de cambiar radicalmente en aquella Alemania de los años treinta.
El Tercer Reich
El final de la primera guerra mundial había significado para Alemania el inicio de una etapa democrática, aunque las severas condiciones impuestas al país por el Tratado de Versalles no se lo pusieron nada fácil al nuevo régimen.
Con la guerra inclinándose claramente hacia la derrota germana, el 4 de noviembre de 1918 estalló la revolución alemana con la sublevación de un grupo de marinos en la base de Kiel, seguida por un levantamiento popular masivo a lo largo y ancho del país. La revuelta popular forzó la abdicación del káiser Guillermo II el 9 de noviembre, y la proclamación de la república. Dos días después, el 11 de noviembre de 1918, el nuevo gobierno firmaba el armisticio, aceptando el Tratado de Versalles.
En 1919 se aprobaba la llamada Constitución de Weimar, que proclamaba la República Federal, con nueve estados. El gobierno federal estaba presidido por un presidente elegido en las urnas, que a su vez nombraba a un canciller según a los porcentajes de votación de los diferentes partidos, siendo este último el que nombraba a los ministros. Pero aunque estaban puestas todas las bases para hacer de la República de Weimar una moderna democracia, ésta siempre sería una democracia débil: las severas restricciones y el pago de compensaciones de guerra impuestos por el tratado de paz desestabilizaban fuertemente el gobierno, y propiciaban la inestabilidad política. En este contexto, no tardarían en surgir con fuerza los partidos radicales, nazis y comunistas, captando sus adeptos entre los sectores más descontentos y menos privilegiados de la sociedad alemana.
En enero de 1923, tropas francesas y belgas ocupaban la región industrial alemana del Rhin, después de que una Alemania afectada por una severa crisis económica incumpliera el pago de las compensaciones impuestas por el Tratado de Versalles. La situación se deterioraba por momentos, y en noviembre del mismo año, cincuenta y cinco mil militantes del partido nazi, casi todos ellos de clase media-baja (campesinos, ex combatientes, desempleados…) fueron convocados por Hitler, líder del partido, para intentar un golpe de Estado. El conocido como «putsch de la cervecería» fracasó, y Hitler terminó en la cárcel; pero la república se sostenía a duras penas.
La situación económica pareció mejorar ligeramente en el periodo entre 1924 y 1928, pero con la llegada de 1929 y la Gran Depresión, la radicalización de una sociedad alemana que culpaba al gobierno de sus males llegó a su auge. A los seis millones de desempleados se les unió una clase media gravemente afectada por la crisis mundial, y todos ellos vieron en el partido nacionalsocialista y su vehemente líder la única salida a su desesperada situación.
En las elecciones de 1930, Hitler y su partido conseguían el 19% de los votos. Dos años después, en una nueva llamada a las urnas, doblaban estos resultados, obteniendo el apoyo financiero de conservadores, aristócratas monárquicos e industriales. En el discurso de Hitler, se culpaba al Tratado de Versalles, a los países vencedores de la Gran Guerra, a la República de Weimar, a los comunistas y a los judíos, de todos los males que aquejaban a Alemania. En un país con una inflación galopante, Hitler aparecía como el único líder capaz de identificar las causas del desastre y de poder enderezar una situación que llegaba al límite de la resistencia de los ciudadanos. El caldo de cultivo para la guerra que se avecinaba ya estaba listo.
En 1932, el gobierno alemán se hallaba acorralado. Con Hindenburg como residente, y Franz von Papen como canciller, no tenía el apoyo suficiente en la cámara para seguir gobernando. Papen pidió apoyo a Hitler y su amplia representación en el Reichstag, pero éste se la negó. Papen cayó y su puesto fue ocupado por Kurt von Schleicher, quien también se encontró sin la mayoría necesaria para formar un gobierno estable. De nuevo se solicitó el apoyo de Hitler y su partido, esta vez ofreciéndole a cambio la vicecancillería, pero de nuevo éste se negó. Hitler aspiraba al poder absoluto.
El 30 de enero de 1933, Hindenburg no encontró otra salida a la crisis de gobierno que ofrecer a Hitler el puesto de canciller, pensando que le sería fácil controlarle. Pero Hitler no era tan ingenuo como Hindenburg pensaba: al frente de un gobierno de coalición con una escasa representación de miembros del partido nazi, Hitler se las arregló para convencer al presidente para que le autorizara a disolver el parlamento y convocar nuevas elecciones el 5 de marzo. En la calle el clima se enrarecía por momentos, y el 27 de febrero era incendiado el edificio del Reichstag, el parlamento alemán. Nazis y comunistas se acusaron mutuamente, y así llegó el día de las elecciones en medio de una gran agitación social, y con las milicias paramilitares de los nazis, las SA, creando un clima de intimidación y violencia en las calles.
Hitler ganó las elecciones con el 44% de los votos, y una de sus primeras acciones fue conseguir del parlamento la aprobación de una ley de Plenos Poderes que le otorgaba el mando absoluto del país. El 10 de mayo prohibía el partido socialista (el único que se había opuesto a la aprobación de la ley de Plenos Poderes) y el spd (socialdemócrata), enviando a centenares de dirigentes de izquierdas a campos de concentración. A comienzos de 1934, disolvió los parlamentos regionales y el Reichsrat, la cámara de representación regional, acabando así con la república federal. La noche del 29 al 30 de junio, más conocida como «la noche de los cuchillos largos», se asesinó por medio de las SS a los dirigentes del ala radical del partido y a otras personalidades relevantes, como el ex canciller Schleicher o el líder católico Klausener, crímenes que fueron disfrazados como «ejecuciones sumarias por complot contra el estado». El 14 de julio, Hitler nombraba al Partido Nacional-Socialista partido único de Alemania. Y el 19 de agosto, tras la muerte del presidente Hindenburg, se autoproclamó presidente (bajo la denominación de Führer) tras someterlo a un plebiscito que ganó con el 88% de los votos. Apenas un año después de haber accedido al gobierno, y jugando con las herramientas propias de la democracia, Hitler había conseguido convertirse en dictador absoluto de Alemania.
7. Incendio del Reichstag, en 1933.