15. Triunfo y declive
Entre noviembre de 1967 y abril de 1968 se lanzaron las misiones de prueba Apollo 4, 5 y 6 a la órbita terrestre, todas ellas no tripuladas, que sirvieron para asegurar la fiabilidad tanto de la nave como del lanzador Saturn V. La filosofía defendida por George E. Mueller del «todo arriba», aunque arriesgada, había demostrado a la postre ser acertada, permitiendo validar el sistema con un menor número de ensayos y, como consecuencia, con un menor plazo de desarrollo.
Las primeras pruebas con éxito del Saturn V coincidieron con el retiro de uno de los hombres que lo habían hecho posible, uno de los más expertos veteranos de Peenemünde, Arthur Rudolph. Como director de programa del Saturn V en el Centro Marshall, la primera misión operada por este lanzador, la Apollo 4, había supuesto para él el culmen de su carrera. Aquejado de una parálisis que le producía frecuentes espasmos en su cabeza, conjuntamente con una afección cardiaca, Rudolph dejó la NASA en 1968 recibiendo todos los honores por parte de sus colegas, amigos y la Administración, en reconocimiento a su contribución al programa de misiles y espacial de los Estados Unidos.
El 11 de octubre de 1968, los primeros astronautas del proyecto Apollo subían a la órbita terrestre en el curso de la misión Apollo 7. Impulsada por un Saturn IB, la misión tenía como objetivo probar todos los sistemas de la nave Apollo en el espacio, tarea que se llevaría a cabo con éxito. Dos meses más tarde despegaba el Apollo 8, en lo que inicialmente iba a ser otra prueba en la órbita terrestre de la nave Apollo, en conjunción con el módulo lunar: se pretendían ensayar en las cercanías de la Tierra todas las maniobras de acoplamiento y desacoplamiento entre la nave y el vehículo destinado a descender sobre la Luna, validando todo el concepto antes de realizar el primer viaje hasta nuestro satélite.
95. El Saturn V, un gigante de 110 metros para llegar a la Luna.
Sin embargo, ya a mediados de 1968 se había visto que el desarrollo del módulo lunar avanzaba con retrasos, lo que impediría la realización de la misión Apollo 8 hasta la primavera de 1969. Ello suponía un peligroso retraso: no sólo atrasaría todo el programa Apollo, haciendo peligrar el compromiso de llegar a la Luna durante esa década, sino que suponía dar la oportunidad a los rusos de adelantarse con otro nuevo éxito en el espacio, el envío de la primera misión tripulada a la órbita lunar.
En efecto, aunque no había sido declarado públicamente por los soviéticos, en los círculos de la NASA y de la Casa Blanca se sabía que los rusos también estaban compitiendo en la carrera lunar. La CIA tenía fotos tomadas por sus satélites espía donde se mostraba un gigantesco lanzador de la categoría del Saturn V, el N-1, cuyo objetivo no podía ser otro que intentar batir a los norteamericanos en la carrera por la Luna. Pero, además, las pruebas de la nave Soyuz en la órbita terrestre y las sondas Zond (derivados de la Soyuz) enviadas a la órbita lunar, dejaban ver a las claras, aunque se tratase de misiones camufladas, que los rusos también estaban ya ensayando el envío de los primeros cosmonautas a nuestro satélite.
Ante este panorama, los responsables de la NASA decidieron alterar el calendario de misiones inicialmente previsto: dado que el módulo lunar no estaría listo para ser probado con el Apollo 8, en lugar de aplazar esta misión, se cambiaría su objetivo. El ensayo del módulo lunar se desviaría al Apollo 9, mientras que el Apollo 8 se convertiría en la primera misión tripulada a la órbita lunar. Tres astronautas a bordo de una nave Apollo llegarían hasta la Luna y volverían de nuevo a la Tierra, en una simulación de lo que sería la misión definitiva, pero prescindiendo del alunizaje.
Así se hizo, y el 21 de diciembre de 1968 despegaba el Apollo 8 con los astronautas Frank Borman, Jim Lovell y Bill Anders a bordo, para dar un total de diez vueltas a la Luna antes de volver sanos y salvos a la Tierra, en una misión perfecta. Fue todo un éxito para el programa espacial norteamericano, y el primer gran hito en el espacio que se conseguía antes que los soviéticos, once años después de que éstos los batieran por primera vez con el lanzamiento del Sputnik. Las imágenes de la Tierra apareciendo sobre el horizonte de la Luna, tomadas por primera vez en la historia durante el transcurso de esta misión, dieron la vuelta al mundo, y se han convertido en una de las estampas históricas del siglo XX.
96. La Tierra apareciendo sobre la superficie de la Luna, vista desde el Apollo 8.
El 3 de marzo de 1969 despegaba de Cabo Cañaveral el Apollo 9. Equipado por vez primera con un módulo lunar operativo, la misión serviría para probar a lo largo de diez días en la órbita terrestre todos los procedimientos previstos para la casi inminente misión lunar. Y el 18 de mayo, un Saturn V enviaba al Apollo 10 a la Luna, en el último ensayo previo a la gran hazaña. En el curso de esta misión, se simuló prácticamente en su totalidad lo que iba a ser la definitiva misión de alunizaje: tras su llegada a la órbita selenita, dos de los astronautas penetraron en el módulo lunar para a continuación separarse del módulo de mando. Después, comenzaron su descenso hacia la superficie de nuestro satélite, abortando cuando se hallaban a tan sólo 14 000 metros sobre ésta, una altitud no muy diferente a la que vuelan los aviones comerciales en la Tierra. Desde ahí, ascendieron de nuevo al encuentro del módulo de mando en órbita sobre ellos, acoplándose con él y reuniéndose con su compañero antes de retornar de nuevo a nuestro planeta.
Todo estaba ya perfectamente probado y ensayado: el cohete Saturn V, la nave Apollo, el módulo lunar, y todos los procedimientos a llevar a cabo para poner al primer hombre en la historia sobre la superficie de la Luna. El momento largamente soñado por Wernher von Braun y tantos otros, y al que se había comprometido John Fitzgerald Kennedy ocho años atrás, por fin había llegado.
Al otro lado del telón de acero
En paralelo al desarrollo del programa Apollo norteamericano, también los soviéticos habían dado comienzo en los años sesenta a su propio programa lunar, como respuesta al reto lanzado por el presidente Kennedy en 1961. Pero, al contrario que aquellos, los rusos lo habían hecho tarde, con escaso apoyo institucional y presupuestario, y con el añadido de la competición entre programas paralelos desarrollados por diferentes oficinas de diseño, con una clara dispersión de los escasos recursos.
En efecto, inicialmente la Unión Soviética no se había tomado en serio las «amenazas» norteamericanas de poner a un hombre en la Luna antes del final de la década. Confiados en la ventaja que les otorgaban los sucesivos y espectaculares logros conseguidos con su programa espacial entre finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, las palabras del discurso de Kennedy fueron tomadas en la URSS como propaganda política sin ningún contenido.
En este orden de cosas, la aprobación formal del programa lunar ruso se demoraría hasta 1964, cuando ya era evidente que los Estados Unidos estaban apostando fuertemente por cumplir la promesa de su presidente, y con tres años de retraso con respecto a sus rivales. Aun así, la prioridad concedida al proyecto, reflejada entre otras cosas en los presupuestos, sería siempre muy inferior a la que se le otorgaba al otro lado del telón de acero; malos comienzos para un proyecto de esta magnitud y con unos plazos tan apretados.
A las dificultades se unía la tensa rivalidad existente entre algunas de las principales oficinas de diseño involucradas en el programa espacial en la Unión Soviética. Korolev, principal artífice de los triunfos conseguidos con el Sputnik y los proyectos Vostok y Voskhod, se enfrentaba a la rivalidad de Chelomei, quien presentaba proyectos paralelos en competencia por el apoyo gubernamental; también Glushko, el gran diseñador de motores, negaría finalmente su apoyo a Korolev para el desarrollo del lanzador lunar N-1. En esta situación, estaba claro que el programa lunar soviético avanzaba contra corriente.
Hacia 1965, los dirigentes rusos decidían aprobar un programa lunar doble, apoyando los proyectos tanto de Korolev como de Chelomei, y consolidando así la dispersión de los recursos. Chelomei tendría a su cargo el lanzador Proton destinado a llevar a cabo las misiones tripuladas a la órbita lunar, bajo la denominación de programa L1, mientras que Korolev desarrollaría su N-1 para el programa de alunizaje, denominado L3. La nave finalmente elegida para ambos sería la nueva Soyuz, reducida para el programa L1 (sin módulo orbital, para ahorrar peso) y ampliada con módulos de propulsión más un módulo lunar para el programa L3.
En 1968, todo parecía a punto para la primera misión tripulada a la órbita lunar. Aunque había sufrido varios problemas durante su desarrollo, el lanzador Proton parecía ya a punto para la misión, y las naves Soyuz reducidas preparadas para este programa, habían realizado ya varias misiones de pruebas no tripuladas, camufladas dentro del programa de sondas lunares Zond para evitar su relación con un programa tripulado. Todo parecía a punto para batir a los norteamericanos en la primera circunvalación tripulada de la Luna, pero finalmente las cosas se torcieron para los soviéticos: en noviembre de 1968, la Zond 6, que debía haber sido la prueba definitiva antes de la misión tripulada, terminó en fracaso, lo que obligó a cancelar la citada misión permitiendo a los norteamericanos apuntarse este primer éxito con el Apollo 8. Perdida la carrera a la órbita lunar, el gobierno ruso decidió cancelar el programa L1 para concentrar todos los esfuerzos en la misión de alunizaje L3.
97. Lanzamiento de pruebas del N-1. Todos los ensayos terminarían en fracaso.
Pero aunque a finales de los sesenta la nave Soyuz parecía finalmente a punto para llevar a cabo la misión, no ocurriría lo mismo con el lanzador N-1: un primer lanzamiento en febrero de 1969 terminaba en fracaso, y un segundo en julio del mismo año resultaba en una tremenda explosión que destrozaba todas las instalaciones de la plataforma de lanzamiento, provocando un enorme retraso en el desarrollo del programa.
En cualquier caso, ya en 1968 estaba estado claro para los responsables del programa espacial ruso que, salvo sorpresas inesperadas, no sería posible vencer a los norteamericanos en esta nueva etapa de la historia espacial. Por esta razón, se decidió plantear una alternativa mucho menos espectacular, pero que les permitiese una salida digna ante la previsible derrota que se avecinaba: tras los alunizajes de las sondas Luna 9 y Luna 13 en 1966 (la primera consiguiendo un nuevo éxito para los soviéticos, con el primer alunizaje suave de un vehículo espacial sobre nuestro satélite), se lanzaba la Luna 15 tres días antes que el Apollo 11 con el objetivo de devolver a la Tierra las primeras muestras de suelo lunar. Pero ni siquiera les quedaría este premio de consolación: la sonda finalmente se estrellaría durante su intento de alunizaje.
En cuanto al N-1, tras el triunfo del Apollo 11 su desarrollo avanzaría lento y vacilante, con una clara falta de apoyo gubernamental. Escaso de financiación y recursos, se mantendría sobre la cuerda floja hasta su cancelación formal en 1974. Ningún N-1 llegaría nunca a volar con éxito.
La Unión Soviética no reconocería nunca haber competido con los Estados Unidos por el programa lunar. Enfrentados a la derrota, decidieron aprovechar el secretismo con que se desarrollaba su programa espacial para declarar que nunca habían apostado por la exploración tripulada de nuestro satélite, prefiriendo dejar a las sondas robóticas esta misión. Aunque los Estados Unidos poseían información a través de la CIA y de sus satélites espía que les había mantenido informados de los problemas sufridos por los soviéticos en este ámbito, prefirieron no hacerlos públicos; de este modo, la versión rusa de los hechos permanecería como la única conocida hasta que la apertura informativa favorecida por Gorbachev en los ochenta permitió finalmente conocer esta oscura parte de la historia de la exploración espacial.
«Éste es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad»
En julio de 1969, la NASA bullía de nerviosismo y frenética actividad: se estaban llevando a cabo los preparativos finales y las últimas comprobaciones para la misión para la que llevaban trabajando durante ocho largos años. En medio de aquel maremágnum, y con todo el país por un momento olvidado de la guerra de Vietnam y otros problemas cotidianos para volver de nuevo la vista hacia el programa espacial, Wernher von Braun decidió marcharse de vacaciones con su esposa.
Dos semanas antes de la fecha prevista para el lanzamiento, Wernher y María tomaron un vuelo hacia Europa, para pasar unos días haciendo turismo por las islas griegas. Toda una prueba de su espíritu confiado y optimista, a la vez que de confianza en su equipo y de una de las grandes virtudes de un buen líder: la delegación responsable. Cuando otros en su lugar estarían mordiéndose las uñas y frenéticos por supervisarlo todo personalmente, Wernher von Braun se relajaba en las aguas del Mediterráneo y entre antiguos templos griegos. Algo que fue ligeramente criticado por la prensa, pero ante lo cual se justificó jocosamente: el programa Apollo llevaba el nombre de un dios griego, de modo que, ¿qué mejor que acudir a la propia Grecia para rogar por el buen fin de la próxima misión?
De vuelta a los Estados Unidos, a falta de una semana para el lanzamiento, Wernher von Braun volvió a revivir los días de fama que experimentara años atrás. Todo el pueblo americano, y buena parte de la población mundial, vivían estos días expectantes ante la histórica misión que estaba a punto de llevarse a cabo. Y, aunque ahora no pudiera competir en popularidad con los que el pueblo consideraba «los héroes», los astronautas, la expectación era suficiente como para concederle también a él decenas de oportunidades para expresarse en entrevistas a los diferentes medios. En ellas, von Braun expresaría su confianza en un futuro próximo en el que el hombre se extendería por todo el sistema solar, en el que los viajes espaciales serían algo cotidiano, y en el que probablemente ciudadanos normales podrían experimentar viajes a la Luna e incluso estancias en colonias lunares o en estaciones espaciales en la órbita terrestre. Refiriéndose en concreto a la próxima misión lunar, Wernher von Braun la compararía con el momento en que la primera criatura acuática dejó su medio para aventurarse sobre tierra firme. Sabedor de que el apoyo político al programa espacial estaba moribundo, nuestro hombre pretendía de nuevo aprovechar el tirón mediático de la misión lunar para volver a apasionar al pueblo americano en pos de un futuro glorioso para la exploración espacial.
Pero Wernher von Braun era también cauto a la hora de hablar sobre la próxima misión del Apollo 11: aunque todo había sido probado y ensayado, nunca podría existir la seguridad absoluta en una actividad como la espacial. Cualquier problema podría suceder en cualquier momento, y había que estar preparado para ello. Los ciudadanos norteamericanos debían saber que una misión como aquella suponía un gran riesgo, en una actividad pionera que se situaba a la vanguardia de la tecnología, en la que no podía darse nada por asegurado. Había que estar preparados por si ocurría lo que nadie quería pensar que pudiera ocurrir. A pesar de todo, en referencia al cohete Saturn desarrollado por el equipo de von Braun, debemos señalar que pocos proyectos habían transcurrido hasta entonces con tanta suavidad en el programa espacial norteamericano: desde su nacimiento, el Saturn I había realizado un total de quince lanzamientos, por otros cinco de su hermano mayor el Saturn V, habiendo sido todos ellos cercanos a la perfección. Una fiabilidad sin precedentes en la historia de la exploración espacial.
La expectación popular levantada por la misión del Apollo 11 en los Estados Unidos probablemente no ha tenido parangón en la historia de la humanidad. Diez días antes del lanzamiento comenzaban a acudir millares de personas a las inmediaciones del Centro Espacial Kennedy, llegados de todas las partes del país y, en algunos casos, del extranjero. Se estima en más de un millón de personas las que se acumularon a lo largo de la costa este de Florida, en las inmediaciones de Cabo Cañaveral, entre un amasijo de coches, camionetas, autocaravanas y tiendas de campaña. Otros esperaban en el mar, a bordo de cerca de tres mil embarcaciones ancladas cerca de la costa. Durante la semana anterior al lanzamiento, un espíritu festivo se respiraba entre esta multitud de espectadores, en lo que parecía más un festival de rock al estilo de Woodstock que la expectación que podría esperarse de un acontecimiento tecnológico.
A esta inmensidad de público había que añadir los seis mil invitados de alto nivel llegados de todas partes del mundo: congresistas, senadores, embajadores de diferentes países y personalidades relevantes del mundo de la política, la cultura, la ciencia y el espectáculo habían atendido encantados la invitación de la NASA para contemplar un acontecimiento que iba a hacer historia. A ellos se les sumaban cerca de tres mil quinientos periodistas procedentes de todas las partes del mundo, encargados de informar a nivel de prensa, radio y televisión; en referencia a este último medio, se estima que del orden de 528 millones de espectadores iban a seguir el lanzamiento en directo.
Entre los más directamente involucrados en el programa Apollo, las fiestas y las entrevistas se sucedían una tras otra en estos últimos días previos al despegue. Las celebraciones llegaron a su clímax la noche antes del día decisivo. Era ya una tradición que los principales contratistas aeroespaciales y los más importantes medios periodísticos celebrasen diferentes fiestas en los alrededores del cabo la noche antes de una misión importante, pero en el caso de la del Apollo 11, las celebraciones excedían cualquier medida. Prácticamente cada hotel y cada motel que estuviera a una distancia prudencial del Centro Espacial Kennedy acogía una fiesta en su interior, y Wernher von Braun era reclamado en todas y cada una de ellas. Ansioso por complacer a sus anfitriones, el ingeniero utilizaba un helicóptero para acudir de una a otra acompañado por sus más cercanos colaboradores.
La más importante de todas esas fiestas era la celebrada por la revista Life. Era la que más personalidades agrupaba, la más lujosa, la más cara… Celebrada en el Royal Oak Country Club de Titusville, a treinta kilómetros de Cocoa Beach, en ella se codeaban actores como James Stewart con héroes de la aviación como Charles Lindbergh, escritores y periodistas como Norman Mailer, o incluso pioneros de la astronáutica como Hermann Oberth quien, a sus 75 años, había acudido a los Estados Unidos para la ocasión, invitado por su antiguo pupilo. Al día siguiente, Oberth contemplaría el histórico lanzamiento acompañado de Rudolf Nebel, el antiguo responsable de la VfR berlinesa. Aunque habían pasado más de treinta años, von Braun no había olvidado a quienes le ayudaran a introducirse en el apasionante mundo de la astronáutica.
Von Braun, acompañado de María, llegó a la fiesta en su helicóptero, iniciando la ronda de saludos y apretones de manos entre las numerosas personalidades asistentes al acto, antes de subir al estrado para pronunciar el discurso que le habían solicitado los editores de Life. En su charla, nuestro protagonista habló sobre el acontecimiento histórico que estaba a punto de llevarse a cabo, pero sin insistir demasiado sobre ello: lo importante para él era señalar que aquello era sólo el principio, que llegar a la Luna no tenía ningún sentido si el programa espacial no iba más allá, con viajes a Marte, creación de colonias en la órbita terrestre y sobre nuestro satélite, y una visión a largo plazo en la que la especie humana se extendiese por el Cosmos. Una vez más, Wernher von Braun estaba buscando el apoyo popular y de la prensa para salvar lo que él sabía que estaba en peligro: la continuación de su sueño.
Pero este sentimiento de urgencia y de necesidad no era compartido por quienes vivían ese momento como el más glorioso de la carrera espacial norteamericana. Nadie podía comprender que, en lo más alto de la gloria, negros nubarrones estuviesen amenazando la misma actividad que ese día había puesto a los Estados Unidos en la cúspide de la atención mundial. Esta incredulidad quedó claramente reflejada en la anécdota ocurrida aquella noche, cuando von Braun se cruzó con Norman Mailer durante la fiesta: «Tienes que ayudarnos para echarle una mano al programa —le pidió—. Tenemos problemas. Tienes que ayudarnos». Mailer no le tomó en serio: «¿Estás bromeando? Vas a conseguir todo lo que quieras». Para el escritor, como para la mayoría de la gente, era inconcebible que justo ahora fuera a haber problemas económicos en el programa espacial. Tras el éxito sin precedentes que supondría la llegada a la Luna, el gobierno norteamericano estaría encantado de seguir invirtiendo para lograr nuevos y más gloriosos éxitos. Nadie podía imaginar que estaba sucediendo justamente lo contrario.
Poco después, Wernher von Braun abandonaba la fiesta a bordo de su helicóptero para retirarse finalmente a la habitación de su motel en Cocoa Beach. Allí pasó una hora más repasando la lista de comprobaciones previas a la misión del día siguiente; luego telefoneó a Kurt Debus, director del lanzamiento y antiguo colega de los tiempos de Peenemünde, para desearle suerte. Finalmente, se fue a dormir, aunque más tarde confesaría no haber podido conciliar bien el sueño aquella noche.
Antes del amanecer estaba de nuevo en pie, y a las cuatro de la madrugada llegaba al Control de Lanzamiento, donde se unía a Kurt Debus y a un equipo de unas cincuenta personas encargados de seguir minuto a minuto los preparativos para el gran momento. Tras comprobar que todo se desarrollaba con normalidad, abandonaba de nuevo la sala para acudir a la zona de prensa y conceder algunas entrevistas de última hora. Después volvía al edificio de Control de Lanzamiento y buscaba asiento en la zona vip, un recinto acristalado situado sobre la sala de control. Allí, acompañado de otros altos cargos de la NASA, se ponía unos cascos y cogía unos prismáticos para seguir en directo el evento. Mientras iban desgranándose los últimos segundos de la cuenta atrás, Wernher von Braun, hombre religioso, iba recitando el padrenuestro.
A las 9:32, hora local, del 16 de julio de 1969, la cuenta atrás alcanza el cero. Con un tremendo rugido, los cinco enormes motores F-1 de la primera etapa entran en ignición, manteniéndose así durante nueve segundos mientras se estabiliza el empuje, antes de que los potentes anclajes que mantienen al Saturn V sujeto al suelo lo liberen para que pueda iniciar su majestuoso ascenso hacia el cielo de Florida.
Con una lentitud casi agónica, el gigantesco cohete de 110 metros de altura comienza a elevarse adquiriendo poco a poco velocidad. Seis segundos son necesarios para que rebase la torre de lanzamiento, acelerando progresivamente; un impresionante río de fuego surge de sus motores, con un rugido atronador que retumba en el pecho de los observadores situados a varios kilómetros de distancia y hace temblar el suelo bajo sus pies.
98. Lanzamiento del Apollo 11.
Antes de transcurridos tres minutos desde el despegue, la primera etapa ha consumido todo su combustible y es descartada, encendiéndose los motores de la segunda. A los nueve minutos y once segundos del lanzamiento, la segunda etapa también se ha consumido, dando el relevo a la tercera. Durante dos minutos y medio más, el solitario motor J-2 de esta etapa sigue impulsando a la nave Apollo ocupada por los astronautas Neil Armstrong, comandante, Edwin Aldrin, piloto del módulo lunar, y Michael Collins, piloto del módulo de mando. Cuando aún no se han cumplido doce minutos desde el lanzamiento, este último motor también se para, y los tres hombres experimentan la sensación de ingravidez: se encuentran en órbita alrededor de la Tierra.
Allí pasarán dos horas y cuarenta y cinco minutos, mientras dan dos vueltas completas a nuestro planeta, comprobando que todos los sistemas de su nave funcionan con normalidad. A continuación, el motor de la tercera etapa se enciende de nuevo para insertarlos en la órbita de transferencia que deberá llevarlos hasta la Luna. Seis minutos más tarde, el motor se para definitivamente, y a continuación la tercera etapa del Saturn V se separa de la nave Apollo para dejarla ya dirigirse en solitario hacia su destino, donde llegará tres días más tarde, tras 76 horas de viaje.
99. El júbilo estalla en el Centro de Control de Lanzamientos del Centro Espacial Kennedy tras el lanzamiento con éxito del Apollo 11 . Junto a von Braun, con gafas y a la derecha, George Mueller.
Dos días después del lanzamiento, von Braun acudía a Houston junto con sus colaboradores más cercanos, para seguir de cerca el alunizaje desde el Control de la Misión en el Centro de Naves Espaciales Tripuladas (MSC). Allí se encontraban también el administrador de la NASA, Thomas O. Paine, otros altos dirigentes de la agencia, y un buen número de astronautas. Sentado en la sala de control, Wernher von Braun se mantendría expectante durante las horas previas a la llegada de la nave Apollo a la órbita lunar, proceso que se llevaría a cabo con éxito. Al día siguiente iba a tener lugar el momento crucial: el descenso sobre la superficie de nuestro satélite.
Llegada la hora, Neil Armstrong y Edwin Aldrin penetraron en el módulo lunar, apodado Eagle, dispuestos a separarse del módulo de mando Columbia, para descender hacia la Luna. Arriba quedaría su compañero Michael Collins, orbitando sobre ellos a bordo de la nave Apollo, hasta que se produjera el reencuentro una vez finalizada la misión en la superficie.
El descenso estuvo a punto de costarles un ataque al corazón a Wernher von Braun y los demás responsables de la NASA quienes seguían los acontecimientos desde el centro de Houston: cuando el Eagle se encontraba a sólo 2000 metros sobre la superficie, una luz amarilla de aviso se encendió en los tableros del módulo lunar. «¡Alarma de programa!» gritó Armstrong por la línea de comunicaciones, «Es un 1202». La tensión tanto en los tres astronautas (los dos a bordo del módulo lunar y el que esperaba en órbita sobre ellos) como en los técnicos de tierra se elevó al máximo: ¿qué demonios era un 1202? ¿Podría obligar a abortar el alunizaje? Mientras Collins comprobaba rápidamente los libros de códigos a bordo del Columbia, una tranquilizadora voz llegaba a través de los interfonos: «Recibido, tenemos un "adelante" para esa alarma». No ocurría nada grave, y el descenso podía continuar. Simplemente se trataba de un aviso de saturación (overflow) del ordenador de a bordo, que no impedía continuar el descenso. Sencillamente, se le había pedido al ordenador más de lo que era capaz de dar, y avisaba que alguna tarea sería pospuesta. El aviso se repetiría varias veces durante el resto del descenso, pero por otra parte no afectaría en nada a la misión.
A punto de tocar el suelo, Armstrong tomó el control manual del módulo lunar para dirigirlo a una zona lo suficientemente llana como para hacerlo con seguridad. La zona hacia la que se dirigía inicialmente estaba llena de cráteres que no hacían seguro el alunizaje. Mientras Armstrong buscaba un terreno apropiado, la tensión volvía a aumentar en el control de la misión, al observar cómo el propulsante disponible disminuía peligrosamente. Cuando las reservas indicaban sólo treinta segundos más de funcionamiento del motor, Armstrong anunciaba la consecución del alunizaje en la zona de la Luna conocida como Mar de la Tranquilidad: «Houston, aquí base Tranquilidad. El Eagle ha aterrizado». La respuesta de Houston fue significativa: «Recibido, Tranquilidad. Te copiamos bien en tierra. Habéis tenido a un montón de gente a punto de ponerse azul aquí. Ya respiramos de nuevo. Muchas gracias».
100. Aldrin, fotografiado por Armstrong mientras desciende del módulo lunar.
Son las 16:38 horas del 20 de julio de 1969, hora de la costa este de los Estados Unidos (once menos veinte de la noche en España). Durante la siguiente hora y media, los dos astronautas están ocupados con los procedimientos posteriores al alunizaje, y luego dejan todos los sistemas del vehículo a punto para un posible despegue de emergencia. Entretanto, Armstrong radia al control de la misión el paisaje que contempla a través de las ventanillas del módulo lunar. Tras ello está previsto que coman algo y descansen un poco durante unas cuantas horas más. Finalmente, a las 21:30 horas, Armstrong abre la escotilla del Eagle y se asoma al exterior. Con sus movimientos entorpecidos por el voluminoso traje espacial, extiende la escalerilla y lentamente inicia el descenso. Al pisar el último peldaño, con el mundo pendiente de sus palabras, pronuncia la famosa frase tan cuidadosamente preparada para la ocasión: «Éste es un pequeño paso para un hombre, [pero] un gran salto para la humanidad». A continuación, salta del último escalón para pisar por primera vez el suelo lunar. Son las 03:56 horas GMT del día 21 de julio de 1969.
Al día siguiente, entre múltiples mensajes de felicitación, Wernher von Braun recibía un telegrama de lord Duncan Sandys, parlamentario británico y yerno de sir Winston Churchill: «Mi más cálida enhorabuena por su gran contribución a este logro histórico. Me alegro de que su ilustre carrera no fuera cortada de raíz en el raid de bombardeo de Peenemünde hace 26 años». Sandys había sido el encargado de planear el bombardeo de Peenemünde en 1943, cuyo principal objetivo era matar al ingeniero alemán.
La permanencia sobre la superficie de la Luna fue breve: tan sólo dos horas y cuarenta minutos, empleados en desplegar una serie de experimentos científicos, recoger muestras lunares, plantar la bandera norteamericana, tomar fotografías, y protagonizar una charla en directo con el presidente Nixon. Terminada su misión sobre la superficie, los astronautas Armstrong y Aldrin subirían en el Eagle al encuentro de su compañero Collins, que orbitaba en el Columbia. La vuelta a la Tierra transcurriría sin ningún problema, siendo recogidos finalmente en aguas del océano Pacífico el día 24 de julio. La misión había durado un total de 8 días, 3 horas y 18 minutos.
101. La ciudad de Huntsville celebra el éxito de la misión Apollo 11 llevando a hombros a su hijo predilecto, Wernher von Braun.
De vuelta en Huntsville, von Braun fue tratado como el héroe local en el que se había convertido: en medio de una inmensa celebración a la que acudió prácticamente toda la población, fue paseado a hombros por las calles de la ciudad. Dos días después de la vuelta de los astronautas a la Tierra, todos los trabajadores del Centro de Vuelos Espaciales Marshall celebraron el éxito de la misión con un picnic en las afueras de la población. Esa noche, los principales responsables del centro recibirían el reconocimiento de su comunidad en un banquete organizado por el ayuntamiento.
El país vivía, sin duda, uno de los momentos más dulces de su historia. El 7 de agosto, dos semanas después del feliz término de la misión, el presidente Nixon invitaba a cenar a la Casa Blanca a algunos de los protagonistas del proyecto Apollo. En esta ocasión no estaban los astronautas, que se hallaban todavía en cuarentena, como precaución ante la eventualidad de que hubieran podido traer consigo algún tipo de germen de origen lunar; más adelante se repetiría la celebración presidencial para ellos. Pero sí estaba Wernher von Braun.
Al preparar la lista de invitados, estaba claro que nuestro protagonista tenía que formar parte de la misma: él había sido, en sus orígenes, el principal artífice del programa espacial norteamericano, y, en el caso de la misión lunar, el responsable de diseñar y construir el gigantesco cohete Saturn del programa Apollo. Pero, sin embargo, los asesores del presidente no lo tenían tan claro: tras años de estancia en los Estados Unidos prestando valiosos servicios a la que ahora era su nación, una vez más se solicitó del FBI que llevase a cabo una comprobación de seguridad sobre nuestro hombre.
La petición fue respondida por el propio Edgar Hoover, director del FBI en 1969, y los términos del informe no eran del todo benévolos: «Aunque estas investigaciones han sido [en el pasado] generalmente favorables, e indicaron que el doctor von Braun era anticomunista, se tiene información de que recibió un nombramiento honorario de las SS como teniente, y que fue miembro del Partido Nacional Socialista en 1939». Poco importaba que hubiera llevado a su nuevo país a lo más alto: para algunos, Wernher von Braun sería siempre un extranjero en el que no se podía confiar del todo.
La celebración se aplazaría finalmente hasta el día 13 de agosto, para permitir participar a los astronautas, quienes para entonces ya habían salido satisfactoriamente de su cuarentena. Fue un ajetreado día en el que los tres héroes nacionales encarnados en las figuras de Armstrong, Aldrin y Collins participaron en desfiles a lo largo de todo el país: comenzando en Nueva York, repetirían la parada en Chicago para terminar cenando con el presidente en Los Ángeles. Un total de 1440 invitados participaron en el banquete, que fue televisado en directo a toda la nación; entre ellos, finalmente se encontraban Wernher y María von Braun.