10. La revancha
La puesta en órbita del Sputnik provocó una conmoción excepcional en el seno de la sociedad norteamericana. Fue una bofetada en plena cara al orgullo nacional y, además, se hizo por sorpresa. Pero no sólo esto: también suponía descubrir, del modo más duro imaginable, cuán equivocados estaban con respecto a su más visceral enemigo, la Unión Soviética. Los Estados Unidos habían creído estar a la vanguardia tecnológica, muy por encima del resto de las naciones de la Tierra; su rotunda victoria en la segunda guerra mundial en todos los frentes, y en especial su introducción de la formidable bomba atómica, así lo avalaban. El profundo estado de destrucción en que había quedado un buen número de potencias europeas tras la guerra reforzaba esta percepción de la supremacía norteamericana a nivel mundial. Y, por supuesto, la atrasada Rusia comunista no estaba ni de lejos al nivel de estas otras potencias europeas. Estados Unidos no tenía rival: así lo creían firmemente la práctica totalidad de sus ciudadanos.
Ahora, ese sentimiento había sido arrancado de raíz. Por encima de sus cabezas, un objeto de fabricación soviética cruzaba una y otra vez la Tierra impunemente, con quién sabe qué demoníacos propósitos. De repente, un sentimiento de vulnerabilidad acuciaba a un país que no había recibido nunca en su historia el impacto de una bomba extranjera en su territorio continental. Además, la puesta en órbita de un objeto de las características del Sputnik dejaba ver bien a las claras que los soviéticos poseían un misil intercontinental capaz de alcanzar suelo norteamericano con armas nucleares.
Las reacciones fueron múltiples y a menudo extremas; The New York Times recogería declaraciones de senadores como ésta: «[Debemos] revisar de inmediato nuestra psicología nacional y nuestra política diplomática. Claramente ha llegado el momento de dejar de preocuparse por la profundidad del pelaje de la nueva alfombra, o por la altura de la aleta trasera del coche nuevo, y de estar preparados para verter sangre, sudor y lágrimas si este país y el mundo libre quieren sobrevivir».
El impacto fue, como decimos, indescriptible, a todos los niveles, social y político. A nivel social, el ciudadano medio norteamericano sentía próximo el fin de su seguridad: ¿qué no podrían hacer los soviéticos, con desconocidos objetos sobrevolando sus cabezas? Todos sus movimientos podrían ser vigilados, y quizás, en un momento dado, incluso bombas podrían caer repentinamente desde el espacio. Con esa tecnología a su alcance, los malvados comunistas podrían dominar el mundo, como expresaba, por ejemplo, el diario austriaco Die Presse: «El satélite no está concebido principalmente con fines científicos o de exploración del espacio, sino para preparar la guerra a escala planetaria». Otros asegurarían que el Sputnik era «un arma psicológica expresamente diseñada para la intimidación de los pueblos libres de la Tierra» (David Woodbury, La vuelta al mundo en 90 minutos). Realidad y fantasía se mezclaban en los temores de una población conmocionada por haberse topado de la noche a la mañana con la más dura realidad.
Pero también había otras implicaciones, otros impactos a nivel social, que se extenderían a nivel mundial. Para la gente de la calle estaba claro que una nueva era había comenzado; en Londres, el Daily Express titulaba en primera página: la era espacial está aquí. En Nueva York, en los días siguientes al lanzamiento las ventas de prismáticos y telescopios aumentaron entre un 50% y un 75%. La gente estaba, a la vez que sorprendida, entusiasmada: las perspectivas que se abrían para el futuro eran infinitas e inconcebibles, y difíciles de entender para quienes hoy vivimos la actividad espacial como algo completamente cotidiano y con perspectivas mucho más escépticas. Pero, en 1957, una nueva frontera se había abierto. Los ciudadanos de todo el mundo miraban al cielo durante la noche para ver pasar ese pequeño punto luminoso que representaba el triunfo del ingenio humano, y sintonizaban sus radios para escuchar ese «bip-bip» que, de forma casi mágica, venía del espacio. Los sueños de un nuevo futuro para la humanidad empezaban a ser algo más que pura ciencia ficción.
También a nivel político la puesta en órbita del Sputnik tendría importantes repercusiones en los Estados Unidos. Aunque la Administración Eisenhower intentó restarle importancia, Kennedy, candidato a la presidencia, lo aprovechó para acusar al presidente en funciones de poco menos que de incompetencia, y de permitir que la Unión Soviética se adelantase a los Estados Unidos en el nuevo campo de los misiles, desestabilizando gravemente el equilibrio bélico mundial a su favor. La expresión missile gap, o «hueco de misiles», creada para expresar el retraso tecnológico norteamericano frente al ruso en esta materia, se haría famosa, y se convertiría en uno de los puntos clave de la campaña electoral de Kennedy. Incluso llegaría a decirse, en 1960, que «ésta es la primera vez que una campaña presidencial ha comenzado en el espacio exterior, en lugar de en la atmósfera ordinaria». Con los años se demostraría que, en realidad, nunca había existido un missile gap como el que se temía en los Estados Unidos que existiera, y cuando algunos años más tarde existió, fue a favor de los norteamericanos. A pesar de todo, el pueblo estadounidense creyó que, efectivamente, Eisenhower se había dormido en los laureles dejándose superar ampliamente por el enemigo, y esto es algo que los ciudadanos no le perdonarían, y que pagaría en las siguientes elecciones. La prensa norteamericana lo expresaría muy claramente en numerosos editoriales y artículos: «¿Hemos hecho lo suficiente en el campo de la educación técnica? Escuchamos el "bip" del satélite y respondemos "no". ¿Hemos sido miserables en términos de investigación sobre misiles? "Bip, bip" Y respondemos "sí"».
En el histerismo de aquellos días, incluso se temía que esta demostración tecnológica rusa pudiera socavar gravemente el prestigio de los Estados Unidos a nivel internacional, y alejar a los países aliados de su esfera de influencia; en paralelo, otros países indecisos podrían sentirse tentados a aproximarse a esta nueva y deslumbrante Unión Soviética. The New York Times, por ejemplo, declaraba que el objetivo ruso «no es simplemente impresionar a las naciones neutrales, sino intimidar a los indecisos, hacerse propaganda en áreas como Oriente Medio, y meter cuñas entre los Estados Unidos y algunos de sus aliados». También el Business Week: «El peligro actual es que nuestros aliados, incluso en Europa occidental, puedan rebajar su confianza en los Estados Unidos, y derivar hacia una posición neutral».
Nada más lejos de las expectativas de los dirigentes soviéticos que haber pretendido alentar estos infundados temores que, de modo casi irracional, habían aparecido en los Estados Unidos. Khrushchev, que había autorizado el satélite vagamente y sin el menor entusiasmo, quedaría a la par sorprendido y encantado por esta reacción.
El impacto fue, como decimos, indescriptible. El propio presidente Eisenhower tuvo que llegar a reconocerlo meses después, en el debate sobre «el estado de la Unión», en enero de 1958: «Tengo que reconocer que la mayoría de nosotros no preveíamos la intensidad del impacto psicológico sobre el mundo que tendría el lanzamiento del primer satélite de la Tierra».
Von Braun y el Sputnik
El 4 de octubre de 1957, mientras de las estepas de Kazajstán despegaba el cohete que iba a poner en órbita el primer satélite artificial del mundo, von Braun asistía a una fiesta de alto nivel en el pabellón de oficiales del Arsenal Redstone, en honor al recientemente designado secretario de Defensa, Neil McElroy. Durante el cóctel, el ingeniero fue interrumpido y avisado de que tenía una llamada telefónica:
—Al habla The New York Times, doctor. —¿Sí?
—Bien, ¿qué opina de esto?
—¿Qué opino de qué?
—Del satélite ruso, el que acaban de poner en órbita.
A von Braun le cambió el semblante. Volvió a la fiesta caminando como un zombi, con una mezcla de decepción e ira difícilmente contenida. Tras informar de la noticia a los asistentes, no pudo evitar dar rienda suelta a su irritación ante los distinguidos invitados: «¡Sabíamos que iban a hacerlo! ¡Podríamos haberlo hecho con el Redstone hace dos años!… El Vanguard jamás lo conseguirá. ¡Por el amor de Dios, dennos vía libre y déjennos hacer algo!». Volviéndose hacia el secretario de Defensa, calmó un poco su tono e hizo un último intento: «Señor, cuando vuelva a Washington descubrirá que se ha desatado un infierno. Quisiera que tuviera una cosa presente entre tanto ruido y confusión: podemos poner un satélite en órbita en sesenta días a partir del momento en que nos den luz verde».
El general Medaris y otros altos miembros del ejército que estaban presentes rápidamente frenaron al impetuoso ingeniero: «Noventa días, Wernher». Convenía ser prudentes, y aunque von Braun seguiría objetando, y asegurando que en sesenta días estaría listo, finalmente aceptó como oficial la cifra más conservadora dada por sus jefes.
Al día siguiente, von Braun y Medaris acompañaron al secretario McElroy y su cohorte de distinguidos acompañantes en una visita por las instalaciones del ABMA en Huntsville. Y, por supuesto, no perdieron la ocasión de seguir presionando para que se les autorizara a dar respuesta al desafío soviético, sin esperar al Vanguard. En una pequeña reunión mantenida tras la visita, von Braun insistiría sobre la indiscutible capacidad de su Júpiter-C para devolver a los Estados Unidos el prestigio perdido. También recordaría a su ilustre visitante que en aquellos momentos disponía de dos Júpiter-C listos para su uso, en una situación de «almacenamiento de larga duración» en el centro de ensayos de misiles de Cabo Cañaveral.
Fiel a su espíritu, Wernher von Braun no se resistiría tampoco a criticar delante del secretario de Defensa lo que para él había sido una nefasta política hasta entonces en materia de cohetes y misiles en los Estados Unidos. Arremetió contra las interferencias burocráticas y de todo tipo que se interponían frecuentemente en su trabajo; y señaló que, ahora que se había entrado en la era espacial, los Estados Unidos se enfrentaban a una barrera mucho mayor que las impuestas por el calor de la reentrada, los problemas médicos, o los relacionados con la potencia de los cohetes: «En estos momentos nos estamos dando de lleno contra la barrera económica, y esa no se disipa tan rápidamente», expresaría con frustración.
McElroy volvería a Washington impresionado por el ímpetu y la confianza de von Braun, aunque su posición le obligaba a reaccionar con prudencia. Los sesenta días solicitados por el director técnico del ABMA y corregidos a noventa por sus jefes, se transformarían en ciento veinte cuando el secretario de Defensa planteó la propuesta en Washington.
Como nuestro hombre había predicho, la situación en los círculos del gobierno era próxima al caos, mientras la prensa arremetía contra el presidente Eisenhower por su dejadez en el campo de los misiles y su falta de previsión relativa a la capacidad soviética. En lugar de intentar reaccionar con una inmediata respuesta en estos campos, la Administración republicana optó por intentar minusvalorar el logro de su rival; un grave error, cuando toda la sociedad mundial lo reconocía como un éxito sin precedentes.
Así, por ejemplo, el senador republicano Jacob K. Javitts declaraba que «no existe una carrera entre la URSS y nosotros para lanzar satélites, a menos que ahora creemos una, lo cual es directamente contrario a nuestra política… No debemos presionar a nuestros científicos de esta manera». Algo muy similar afirmaba el asistente personal de Eisenhower, Sherman Adams: los Estados Unidos no habían intentado competir con la URSS, ya que «el servicio a la ciencia, y no la victoria en un partido de baloncesto espacial, es lo que ha sido, y todavía es, el objetivo de nuestro país».
El propio presidente intentaba despreciar al Sputnik como «una pequeña bola en el aire, algo que no incita mi temor, ni un ápice». Aunque con un fondo de verdad cuando declaraba: «No veo nada significativo en el Sputnik ruso en este estadio de desarrollo, en cuanto a seguridad se refiere», lo cierto es que a la vez se intentaba quitar importancia al gran éxito mediático ruso.
Ante estas declaraciones, los más críticos acusaban al gobierno de actuar con una absurda pasividad. El senador demócrata, y años más tarde presidente, Lyndon B. Johnson, lo expresaba claramente con una fina ironía: «No es muy tranquilizador que se nos diga que el año próximo pondremos un satélite "mejor" en el aire. A lo mejor hasta tiene adornos cromados y limpiaparabrisas automáticos…». Sobre el aspecto de la seguridad, Johnson utilizaría también un argumento que sería repetido años más tarde por el propio Kennedy: «El Imperio romano controló el mundo porque construyó carreteras. Después, cuando el hombre se extendió por los mares, el Imperio británico dominó porque tenía barcos. Ahora, los comunistas han establecido un puesto avanzado en el espacio».
Mientras la Casa Blanca se defendía de las acusaciones, la propuesta del ABMA pasaba de despacho en despacho sin que nadie se decidiera a estamparle su visto bueno. Entre tanto, la Unión Soviética no perdería la ocasión de reafirmar su gran victoria con otra espectacular hazaña en el espacio.
Laika doblega a la Casa Blanca
Tras la puesta en órbita del Sputnik y la inesperada reacción a nivel mundial, el líder soviético Nikita Khrushchev estaba eufórico. Frente a su anterior desinterés, ahora veía en el programa espacial una gran herramienta publicitaria para su país, y no iba a perder la ocasión de utilizarla. Por ello, de inmediato le pidió a Korolev que preparase una misión espectacular para celebrar el aniversario de la Revolución de Octubre, el día 7 de noviembre. Sin apenas tiempo para reaccionar, el gran diseñador soviético pondría en marcha a todo su equipo para cumplir las expectativas del líder del Politburó. Tras años de rogar para poder enviar un objeto al espacio, ahora eran los dirigentes del Estado quienes le pedían que siguiera adelante, y esta ocasión no iba a desaprovecharla.
65. Tras la conmoción que supuso el Sputnik, la URSS volvería a asombrar al mundo un mes más tarde al poner en órbita a la perra Laika.
El 3 de noviembre de 1957, un nuevo éxito soviético en el espacio impresionaba al mundo. Sin embargo no se trataba de una pequeña esfera metálica que emitía un pitido: en esta ocasión, un perro vivo orbitaba la Tierra en el interior de un enorme artefacto de 508 kilogramos de peso. La perra Laika se haría famosa en el mundo entero, y la admiración hacia la tecnología soviética, capaz de enviar al espacio enormes y pesados ingenios con seres vivos en su interior, crecería de forma espectacular. En el lado militar, la conclusión también estaba clara: los rusos habían perfeccionado un misil balístico intercontinental con capacidad nuclear, mientras que los norteamericanos aún no habían conseguido el suyo.
La humillación era cada vez más insoportable, y al cohete Vanguard aún le quedaba algún tiempo para poder entrar en escena. Finalmente, el 8 de noviembre de 1957, el departamento de Defensa reaccionaba emitiendo una nota de prensa: «El secretario de Defensa ha ordenado hoy al ejército proceder con el lanzamiento de un satélite de la Tierra utilizando un Júpiter-C modificado».
Parecían buenas noticias para von Braun y Medaris, pero la nota de prensa no coincidía exactamente con las órdenes que ellos habían recibido: en ellas se les pedía que se «prepararan» para lanzar un satélite, no que lo lanzaran. El propio general Medaris pidió confirmación al Pentágono: ¿significaba aquello que el Vanguard seguía siendo el proyecto prioritario, y que sólo si fallaba tendrían ellos su oportunidad con el Júpiter-C? Efectivamente, le contestaron, así era.
La respuesta no sólo fue un jarro de agua fría para los hombres de Huntsville, sino que, en la situación actual, los exasperó hasta el límite. Tras una breve reunión interna con von Braun y William H. Pickering, del Jet Propulsion Laboratory de California, y responsable del satélite, Medaris telegrafiaba al responsable de Investigación y Desarrollo del ejército: si no se cambiaba la directiva enviada al ABMA para darles vía libre sin restricciones, tanto Medaris como von Braun y Pickering amenazaban con dimitir.
La maniobra tuvo éxito, y el propio Secretario de Defensa McElroy se puso en contacto con Medaris para darle el visto bueno. Exultante, el general llamó a von Braun por el interfono para comunicárselo en dos palabras: «¡Wernher, adelante!»
Bochorno televisado
Apenas una semana después de recibir la autorización, von Braun reservaba una de las plataformas de lanzamiento de Cabo Cañaveral para el siguiente 29 de enero de 1958. En paralelo, uno de los Júpiter-C reservados bajo la cobertura del «ensayo de almacenamiento a largo plazo» era sacado de su letargo y comenzaba a ponerse a punto para el lanzamiento.
66. El primer intento de lanzamiento del Vanguard, el 6 de diciembre de 1957, terminó en desastre.
Pero, antes de que esto llegase a suceder, la armada decidía probar suerte con su flamante cohete Vanguard. Los ensayos anteriores no habían sido del todo exitosos, pero los diferentes problemas se creían ya superados, y la presión de los éxitos soviéticos aconsejaba no perder más tiempo. El 6 de diciembre de 1957 el vehículo TV-3 (con las siglas de Test Vehicle, lo que indicaba que aún no se había declarado su operatividad) se encontraba sobre la plataforma de lanzamiento en Cabo Cañaveral, con el satélite Vanguard de tan sólo 1,8 kilogramos a bordo, y listo para el despegue. La expectación era enorme, con todos los medios de comunicación convocados para retransmitir la que se esperaba sería la revancha norteamericana en la arena espacial.
Cuando la cuenta atrás llegó a cero, el motor de la primera etapa se encendió, y el cohete comenzó su ascenso… pero sólo ascendió un metro. Un segundo después del despegue, el motor se apagaba, y el cohete caía de nuevo sobre su plataforma estallando en una gran bola de fuego frente a los objetivos de las cámaras de televisión. En medio de aquel desastre, el satélite Vanguard caía del cono del cohete impactando contra el suelo, pero sobreviviendo al golpe; interpretando la separación del lanzador como una exitosa puesta en órbita, su transmisor de radio empezó a emitir su pitido desde el suelo, a unos metros de la plataforma. Uno de los periodistas presentes no pudo evitar exclamar, refiriéndose al burlón satélite: «¿Pero por qué no va alguien allí, lo encuentra y lo "mata"?». Era el golpe de gracia en una escena que se vivió como un bochorno nacional.
El contraataque
Con el visto bueno para el lanzamiento por parte del equipo de von Braun, había que poner a punto el satélite. Bajo el nombre de Explorer 1, se trataría de un pequeño artefacto de ocho kilogramos de peso diseñado y construido por el Jet Propulsion Laboratory, bajo la dirección de William Pickering. Su instrumentación científica, diseñada por James van Allen, consistía básicamente en diferentes sensores de temperaturas, un detector de impactos de micrometeoritos, y un detector de rayos cósmicos. Se completaba con un pequeño equipo de radio encargado de enviar a la Tierra los datos de estos diferentes sensores.
El cohete Júpiter-C de cuatro etapas utilizado para esta misión sería rebautizado como Juno. Se pretendía así distinguirlo del Júpiter-C básico, de sólo tres etapas (sin el cohete sólido final adosado al satélite) y también, desde un punto de vista más político, desvincularlo en lo posible de las connotaciones militares del misil Júpiter. Mientras se ponían a punto tanto el satélite como su lanzador, von Braun ya empezaba a pensar en el siguiente paso. Con el Sputnik se había abierto la veda espacial: era el momento de aprovechar el impulso.
Con el visto bueno del general Medaris, nuestro hombre dedicó a un equipo de sus técnicos a preparar una propuesta de programa espacial a nivel nacional. No les costó demasiado, pues, como sabemos, apenas habían dejado de pensar en ello desde que abandonaron Alemania. En su plan, no se limitarían a considerar las posibilidades de su equipo, sino de todos aquellos servicios del ejército que trabajaban en programas de cohetes. Así, además de los cohetes del ABMA, se contaba también, por ejemplo, con el Atlas en desarrollo por la Fuerza Aérea, y con los desarrollos de la armada.
El resultado, presentado a mediados de diciembre de 1957, era un plan a medio plazo (unos catorce años) que incluía los siguientes hitos: primer aterrizaje suave de una sonda sobre la Luna en 1960, circunnavegación de la misma en 1962, una nave con dos hombres en órbita en ese mismo año, viaje tripulado a la Luna (sin descender sobre la superficie) en 1963, una estación espacial en 1965, primer alunizaje tripulado en 1967, y primer puesto lunar permanente en 1971.
El propio von Braun viajaría a Washington a finales de 1957 para defender este plan ante los asesores del presidente. Como solía ser habitual en él, la impresión que dejó en sus interlocutores fue de lo más positiva, y tras salir de allí, el gobierno de los Estados Unidos ya estaba favorablemente inclinado hacia la tarea de poner al primer hombre en órbita.
El 10 de enero de 1958 tenía lugar una reunión en Huntsville precisamente con este objetivo: analizar la viabilidad de enviar un hombre al espacio, con objetivos militares. Denominado projecto «Hombre Muy Alto», su objetivo era enviar una cápsula tripulada a unos 250 kilómetros de altura para analizar los efectos de las aceleraciones y la ingravidez sobre el cuerpo humano. Sería un experimento encaminado a analizar las posibilidades de utilizar el medio espacial «para mejorar la movilidad y potencia de ataque de las fuerzas armadas norteamericanas, a través del transporte a gran escala por medio de misiles de transporte de tropas». La CIA también participaba en el análisis, contemplando la posibilidad de utilizar el nuevo medio para infiltrar agentes en territorio hostil. Sin embargo, pronto quedaría claro que este sistema sería inviable, tanto desde un punto de vista económico como táctico.
En cualquier caso, antes de pensar en enviar hombres al espacio había que hacerlo con el primer satélite norteamericano, después del desastre del Vanguard. Había que sacudirse la vergüenza de aquel fracaso público, que movió al representante soviético en las Naciones Unidas a ofrecer jocosamente a los Estados Unidos su inclusión en su programa de apoyo al Tercer Mundo, para ayudarlo con su programa espacial.
67. El Júpiter-C rebautizado como Juno-I, con el satélite Explorer a bordo, listo para el lanzamiento el 31 de enero de 1958.
El 29 de enero de 1958, día previsto para el lanzamiento desde hacía casi tres meses, todo estaba listo en Cabo Cañaveral: el Júpiter-C con su Explorer 1 en la punta esperaban que llegase el momento decisivo para devolver a los Estados Unidos el prestigio perdido. Lamentablemente, las condiciones atmosféricas no acompañaron: un fuerte viento a cierta altura impediría el lanzamiento, debido al riesgo que suponía para el cohete durante su ascenso.
Al día siguiente el viento aumentaba todavía más. El 31 de enero, la velocidad del viento seguiría siendo alta, pero cayendo ligeramente por debajo del límite de seguridad establecido. El momento había llegado: a las 22:55 horas, la señal de ignición activaba la primera etapa del cohete, que empezaba a elevarse majestuosamente hacia el cielo nocturno. El Júpiter-C era un híbrido de cuatro etapas, estando constituida la primera de ellas por un cohete Redstone dos metros y medio más largo de lo normal para una mayor capacidad de propulsante; la segunda etapa estaba formada por un conjunto de once pequeños motores Sergeant de propulsante sólido, sobre los que se situaban otros tres, que constituían la tercera etapa. Finalmente, un único cohete sólido adicional se convertía en la cuarta etapa, sobre la que descansaba el satélite Explorer 1. Sólo el Redstone básico contaba con sistemas de estabilización, por lo que el conjunto de etapas superiores rotaba a una velocidad variable entre 450 y 750 revoluciones por minuto (dependiendo de la fase del vuelo), para así ofrecerle una estabilidad natural. El resultado era un espectáculo curioso, con un cohete que ascendía llevando sobre su proa un cilindro que giraba a gran velocidad.
Una tras otra, las diferentes etapas fueron activándose y consumiéndose sucesivamente, hasta finalizar la fase propulsada. Tras ello, el satélite debía quedar en órbita terrestre, si todo salía según lo previsto. Pero para saberlo, aún tenía que pasar un tiempo: para aprovechar la rotación terrestre, al igual que sigue haciéndose hoy día con la inmensa mayoría de las misiones espaciales (salvo casos especiales), el lanzamiento se había efectuado hacia el este. Si todo iba bien, el satélite estaría en el espacio cruzando el Atlántico hacia África, y habría que esperar a que diese una vuelta entera a la Tierra para recibir su señal por primera vez en la costa oeste de los Estados Unidos.
Von Braun, acompañado de Pickering y Van Allen, se encontraba en una sala de comunicaciones del Pentágono, rodeado de altos cargos civiles y militares. Probablemente hubiera preferido estar presente en Cabo Cañaveral durante el lanzamiento, pero sus superiores se lo habían dejado muy claro: debía estar en primera línea, dando la cara en Washington, mientras se procedía con el intento. Además, debía estar disponible para aparecer rápidamente ante la prensa si la empresa culminaba con éxito.
La etapa propulsada había durado unos escasos siete minutos, y las señales recibidas parecían indicar que todo se había desarrollado según lo previsto. Pero la confirmación de que el satélite estaba realmente en órbita y operativo no la recibirían hasta 106 minutos después del despegue, cuando se recibieran las primeras señales en una estación de seguimiento de San Diego.
En la pequeña sala del Pentágono, los presentes no podían hacer otra cosa que esperar. Los 106 minutos se cumplían a las 00:41 horas del 1 de febrero, momento en el cual Pickering, que estaba al teléfono en comunicación con San Diego, preguntó: «¿Lo oyen?» «No, señor», fue la respuesta. Pasaron un par de minutos en silencio, en una tensa espera. «¿Lo oyen ahora?», reiteró Pickering, impaciente. «No, señor». El temor a un nuevo fracaso empezaba a extenderse por la habitación. «¡¿Por qué demonios no oyen nada?!» exclamó un Pickering ya casi fuera de control.
El nerviosismo se apoderó de los generales y demás miembros del gobierno presentes. «Wernher, ¿qué ha pasado?» preguntó el secretario del Ejército Brucker, con el semblante serio. Von Braun no respondió: realmente no lo sabía, y también empezaba a perder la confianza, aunque procuraba no expresarlo claramente. «¿Qué ha pasado?» repitieron entre nerviosas y enojadas otras voces, sin recibir respuesta.
Un gélido silencio se había instalado entre los presentes cuando, de repente, Pickering gritó: «¡Lo oyen, Wernher, lo oyen!». Toda la tensión almacenada se liberó de repente en exclamaciones de alegría. Intentando aparentar calma y seguridad, von Braun simplemente miró su reloj y comentó: «Ocho minutos de retraso… interesante».
El retraso se había debido a una potencia ligeramente mayor de la esperada en el lanzamiento, lo que había supuesto inyectar al satélite en órbita a una velocidad superior. Se había conseguido así una órbita de más altura y, como consecuencia, un periodo orbital más largo. Tras las enhorabuenas y los apretones de manos, rápidamente se informó al presidente Eisenhower. Poco después, éste anunciaba al mundo: «Los Estados Unidos han colocado satisfactoriamente un satélite científico en órbita alrededor de la Tierra. Esto es parte de la participación de nuestro país en el Año Geofísico Internacional».
68. James Pickering, James van Allen y Wernher von Braun, celebrando el lanzamiento con éxito del Explorer en la rueda de prensa celebrada poco después del acontecimiento.
A las dos de la madrugada, von Braun aparecía junto a Pickering y Van Allen en rueda de prensa. La alegría del momento quedaría claramente reflejada en una fotografía que se haría histórica, en la que se ve a los tres sujetando exultantes sobre sus cabezas una réplica del Explorer. Aunque no habían podido ser los primeros, von Braun finalmente había hecho realidad su sueño de juventud: entrar en el espacio.
El legado del Explorer 1
A pesar de llegar al espacio casi cuatro meses más tarde que sus rivales rusos, los norteamericanos lograron ganar con el Explorer un gran premio de consolación: el descubrimiento de los cinturones de radiación que rodean la Tierra, y que serían bautizados como cinturones de radiación de Van Allen.
En efecto, uno de los instrumentos del satélite, diseñado para detectar rayos cósmicos, indicó una vez en el espacio que la intensidad de esta radiación en la parte alta de la órbita estaba muy por debajo de la esperada, prácticamente cero, mientras que en la zona de baja altura coincidía con lo previsto. El profesor Van Allen aventuró la hipótesis de que el dispositivo podría haberse saturado por la existencia de un cinturón de partículas cargadas atrapadas en las líneas del campo magnético terrestre. Esta teoría sería confirmada por el Explorer 3 dos meses más tarde, y permitiría a los norteamericanos alardear de haber realizado el primer descubrimiento científico en el espacio.
Hoy sabemos que, en realidad, el Sputnik 2 ya había detectado estos cinturones de radiación unos meses antes. Pero los datos recibidos en la parte alta de su órbita no pudieron transmitirse a territorio ruso, por caer esa parte fuera del área de cobertura de las estaciones soviéticas. La señal fue recibida en Australia, pero sin el código para descodificarla, su contenido no se conocería hasta muchos años más tarde, permitiendo así a los norteamericanos apuntarse este primer tanto científico en el espacio.