Epílogo: 1998

Estoy tocando el acordeón

en una vía pública llena de gente.

Es una pena que

el feliz cumpleaños

sea sólo una vez al año.

La canción rusa del cumpleaños (cantada por un tristón

cocodrilo de dibujos animados).

Esa noche había sido imposible dormir. Con una admirable constancia se había ido levantando una tormenta de verano que ahora intentaba entrar a golpes por las contraventanas y las paredes de estuco, amenazando con anunciar torvamente el trigésimo cumpleaños de Vladimir, justo lo que cabía esperar de la desabrida franquicia que tiene la Naturaleza en Ohio.

Ahora, por la mañana en la cocina, a las siete casi en punto, un Vladimir medio dormido come sus cereales con frutas. Pasa media hora mirando las manchas ensangrentadas que dejan las fresas en la leche, mientras remoja el plátano con un perverso entusiasmo. Uno de los gigantescos pelos de Morgan, atrapado entre las puertas de un armario de cocina, flota hacia arriba por la corriente de la ventana, formando un arco como un dedo índice invitándole a acercarse.

Últimamente está muy solo por las mañanas.

Morgan, que se ha tomado unos días libres en la clínica donde trabaja, sigue dormida, con las manos posadas en actitud protectora sobre su vientre esférico, que ya parece alzarse independientemente de su respiración. Con los ojos llorosos e hinchados por el polen primaveral, la cara se le ha puesto más redonda y tal vez menos amable ante la inminente entrada en la tercera década de su vida. Incapaz de oírla desde la cocina, Vladimir oye respirar la casa, apreciando, como hacía su padre, la supuesta seguridad de una casa americana. Hoy se está fijando en el inspirado zumbido de alguna clase de generador eléctrico enterrado en las profundidades de la segunda planta del sótano, un zumbido que a veces se convierte en rugido, haciendo tintinear los cacharros del lavaplatos.

—Es hora de irse —anuncia Vladimir a la maquinaria de la cocina y a las cortinas cubiertas de girasoles bordados que flamean sobre la pila.

Conduce por las zonas andrajosas de su barrio, donde la habitual casa unifamiliar como la suya se convierte en el chalé adosado del periodo de entreguerras, negro carbón por cuestión del diseño o por el humo de las fábricas que rodean la ciudad, ¿quién sabe? Ya hay restos del tráfico matutino acumulados en los cruces; los ciudadanos de Ohio frenando para dejar pasar a las mamás y a los niños. Vladimir, envuelto en la acolchada carrocería de su vehículo de lujo, va escuchando el rasposo gemido del bardo ruso Vladimir Vysotsky. Es la canción que le gusta poner por la mañana, situada en un manicomio ruso cuyos pacientes acaban de descubrir el misterio del Triángulo de las Bermudas en un programa de variedades de la tele y hacen sugerencias verdaderamente preocupantes («¡Nos vamos a beber el Triángulo!», grita un alcohólico en proceso de recuperación.)

Y entonces, con un empalagoso gorjeo que anuncia un incordio seguro, suena el teléfono del coche. Vladimir lo mira dubitativo. Las ocho de la mañana. El momento de la felicitación familiar de cumpleaños, el discurso materno anual sobre El Estado del Vladimir. Desde la cima de su rascacielos acristalado en Nueva York, comienzan los gritos festivos:

—¡Queridísimo Volodechka! ¡Feliz cumpleaños!… ¡Feliz nueva vida! ¡Tu padre y yo te deseamos un futuro próspero!… ¡Mucho éxito!… ¡Eres un chico con talento!… ¡De pequeño te lo dimos todo!…

Llega una larga pausa. Vladimir espera que rompa a llorar, pero Madre está llena de sorpresas esta mañana.

—¿Has visto? —dice—. ¡Este año ni siquiera he llorado! ¿Por qué iba a llorar? ¡Ya eres un hombre de verdad, Vladimir! Has tardado treinta años, pero al fin has aprendido la lección más importante: Si haces caso a tu madre, todo te saldrá bien. ¿Te acuerdas de cómo te protegía en párvulos? ¿Te acuerdas del pequeño Lionia Abramov, tu mejor amigo?… Yo os daba a los dos unos caramelos de chocolate de la Caperucita Roja. Riquísimos. Y tú eras un niño tan callado y obediente. En aquellos tiempos pude hacerte una coraza de amor. En fin, ¿te han hecho socio ya?

—Aún no —dice Vladimir, atento a un agresivo camión de lácteos que se le viene encima—. Dice el padre de Morgan que…

—Pero qué tonto es ese cabrón —murmura Madre—. Si te has casado con esa familia, tienes que ser socio. No te preocupes, ya le daré su merecido cuando vaya a la circuncisión. ¿Y cómo está Morgan? Te diré que cuando la vi el otoño pasado ni siquiera estaba embarazada, pero no pude evitar fijarme en que… Ya estaba algo gorda. Sobre todo los muslos. Tendrías que decirle algo, con esa suavidad americana, del tema de los muslos… Y si fuera algo más rubia… Imagínate, el niño tendría el pelo castaño y la cara redondita… Pero ¡quién sabe lo que nos deparará el Señor!

—Todas las semanas sales con lo del pelo —dice Vladimir nervioso, peinándose los rizos oscuros con una mano libre—. ¿No tenemos otro tema de conversación?

—¡Me hago mayor, tesoro mío! ¡Me repito mucho! ¡Soy una vieja! ¡Tengo casi sesenta años!

—Eso no es mucho en este país.

—Sí, pero los apuros que he pasado. Los detalles. Siempre esos pequeños detalles… No puedo dormir de noche, Volodia… Me despierto y los detalles me acogotan. ¿Por qué es tan difícil mi vida, dime, tesoro?

Vladimir examina una valla publicitaria de una tienda de ruedas recién abierta. De pronto quiere que le cambien las ruedas, hablar con unos mecánicos de mono azul sobre su inminente paternidad y cómo le convendría enfocar el asunto. Quiere unirse a la sencilla hermandad de los hombres blancos de América. ¿Y por qué no? Para irse incorporando a su nueva vida, Morgan ya se ha rodeado de una selección natural de mujeres jóvenes, atractivas y maternales que, sin aparente esfuerzo, movilizan la cocina haciendo café mientras miran a Morgan con una mezcla de timidez e incredulidad.

—Mmm —le dice a Madre.

—Ay, qué niño americano tan sano vas a tener —sigue ella—. He visto uno en casa de una vecina. Si aquí hasta gatean distinto. Son muy enérgicos. Será por lo que comen.

Vladimir se pone el teléfono encima de la rodilla y escucha el suave gorjeo de Madre, esperando a que descienda a un susurro en el tono de reproche que usa cuando ya ha dicho todo lo que quería decir.

—Bueno, me tengo que despedir ya —dice, suspirando justo cuando él vuelve a coger el teléfono—. Estas llamadas cuestan dinero. ¡No olvides nunca que te queremos, Volodia! Y no le tengas miedo al padre de Morgan. Nosotros somos más fuertes que esa gente. Tú quédate con lo que consideres tuyo, sinotchek…

A modo de despedida se mandan un beso sonoro y el eco de los chasquidos de labios resuena por el éter. Vladimir recorre varios kilómetros en silencio. Pese a la tormenta matutina que aún nubla el cielo, el inepto sol de Chicago ha logrado abrirse paso, cegando a Vladimir con su falso resplandor veraniego. Las carreteras están solitarias y secas.

Y entonces, como si todo el populacho se hubiera despertado y todos hubieran acabado sus gargarismos en el mismo momento, el tráfico de la mañana se pone serio. Vladimir logra abrirse paso hasta una autopista, la arteria que lleva al centro de la ciudad, donde se va materializando un paisaje nuevo, de industrias intestinas mezcladas con cúpulas ortodoxas en forma de cebolla coronadas con cruces altas como chimeneas… Y entonces, y entonces…

El centro de Cleveland. Sus tres rascacielos principales sobre las ruinas cosmopolitas de unas fábricas que quieren ser locales nocturnos y cadenas de restaurantes; unos minirrascacielos achaparrados a los que alguien parece haber dado un tajo; la esperanzada magnificencia de unos edificios municipales construidos cuando el transporte de cerdos y novillos prometía a la ciudad una elegancia comercial que había expirado a la vez que los animales… Pero, de alguna manera, esta ciudad ha perseverado ante el clima despiadado y las tormentas que van cogiendo velocidad sobre el lago Erie. De algún modo, Cleveland ha sobrevivido, con su banderola gris desplegada —la banderola de Arjanguelsk y Detroit, de Jarkov y Liverpool—, la banderola de los hombres y mujeres capaces de irse a las zonas más ignominiosas del planeta, donde, con la arrogancia nacida no de la fe ni la ideología, sino de la biología y el ansia, traen al mundo sus lloriqueantes sustitutos.

Sí, la bondadosa Cleveland. ¿Y quién es Vladimir sino su capitán? Tiene un despacho en el último piso de un rascacielos con vistas a todos sus dominios, tierra y mar, suburbio y metrópolis. Y allí, bajo la terca dirección del padre de Morgan, el contable Vladimir guiará el futuro financiero de un buen número de pequeñas empresas de Ohio Valley.

Bueno, al menos hasta que sucede lo inevitable. Es decir, al menos una vez por semana. Normalmente después de la charla de algún superior bien afeitado que habla con esas vocales planas del Medio Oeste y lleva un corte de pelo militar. Entonces Vladimir cierra la puerta de su despacho y sueña con… ¡un timo! ¡Una provocación! ¡Pirámides! ¡Turborreactores! ¡La Bolsa de Frankfurt! ¡La vieja máxima Girshkin de algo a cambio de nada! ¿Qué le había dicho Madre? Somos más fuertes que esta gente. Quédate con lo que consideres tuyo…

Pero ya no puede. Ha perdido el instinto juvenil. Esto es Estados Unidos, donde el periódico te llega a la puerta de casa exactamente a las 7.30 de la mañana, no el confuso terruño que gobernó Vladimir durante un tiempo.

Así que va a tener los ojos bien abiertos y no va a cerrar la puerta del despacho. Trabajará sus diez horas. Charlará con las secretarias y dedicará los minutos que le sobren a averiguar cómo van los equipos locales en las páginas de deportes del Plain Dealer, estadística necesaria para los estrambóticos ritos de los colegas de la oficina al salir de trabajar. (Vladimir es, como se ha mencionado, candidato a socio.)

Y entonces, al fin, el día se rebobinará y se irá a casa a ver a Morgan… Ese diminuto hilillo de aire que le sale por la boca, esas orejas tan calientes que parecen llenas de carbón, ese cuerpo embarazado abrazándole de noche con la preocupación de una futura madre.

¿Y qué será de su hijo?

¿Vivirá como vivió su padre durante un tiempo: disparatadamente, imperialmente, felizmente…?

No, piensa Vladimir. Y ya está viendo al bebé. Un niño. Irá a la deriva en un mundo privado de duendes electrónicos y sosegadas necesidades sexuales. Adecuadamente aislado de los peligros tras unas paredes de estuco con contraventanas de madera. Serio y algo aburrido, pero sin enfermedad alguna, libre de los temores y las locuras de los países orientales de Vladimir. Conchabado con su madre. Algo ajeno a su padre.

Un americano en América. Así será el hijo de Vladimir Girshkin.